Acto segundo
(El teatro representa uno de los cuartos interiores de casa del SEÑOR RAMÓN. Puertas laterales y en el foro, algunos lienzos de la pared adornados con herramientas y útiles de carpintería. Casi en el centro del proscenio una camilla, con su mantel, vajilla ordinaria, dos cubiertos de plata, una botella con vino, un jarro con agua, dos vasos, y un plato con aceitunas. El resto del mueblaje en perfecta armonía con el carácter general de la habitación.)
(CLOTILDE, muy abatida, se encuentra sentada a un lado del proscenio, mientras ROBUSTIANA se ocupa en acabar de poner la mesa. ROBUSTIANA vestirá una saya de arpillera recogida atrás, un jubón con los brazos remangados, y un delantal de lienzo crudo. El resto de su tocado y su manera de hablar, trascenderán a la Alcarria; de modo que el conjunto sintetice una criada de siete pesetas mensuales.)
ROBUSTIANA
A fe a fe que va usted a tener una comida que ni una princesa. ¡Yo no sé las cosas que ha traído el señor Ramón! Miste, sólo de pluma son cuatro piezas, ¡y qué hermosas! La gallina quita un pesar: sus mantecas parecían las de un pavo. ¡Pues no digo nada de la ternera! todo sin hueso; cada magra es así, perdonando el modo de señalar. (Señalando la mano por la muñeca.) No, no; lo que es para un día que la convida a usted, bien ha echado la casa por la ventana.
(Aparte.) (¡Un día!)
¡Pero está usted triste! ¿La duele a usted algo?
No, Robustiana; estoy bien.
Sí, sí, bien, y las lagrimitas se la caen sin sentir. ¿Es que su papá no la deja tener amores?
No. (Con indiferencia.)
¿Es que no ha tenido noticias del novio?
¡Robustiana!
Pues ello es algo. ¿Es que no la gusta a usted el arroz con almejas, que tenemos hoy?
No insista usted en sus preguntas, porque todo será inútil.
Miste, yo lo hago por su bien; porque, pongo por caso, una no vale nada; pero a veces, puede servir de algo; y...
Le agradezco a usted mucho su interés.
Pues no tiene usted más que decirme esto tengo, y yo...
Cuando callo mis pesares, es porque no quiero que se sepan; y aun cuando no fuese así, debe reflexionar que no iría a hacerla a usted confidente de ellos. Haga usted el favor de dejarme sola.
Oiga usted, ya me voy. ¡Pues no tiene pocos humos! ¡Después que una se mete en lo que no la importa por hacer un favor! ¡Vaya! ¡Pues bien rico es también mi amo y no tiene a menos el contarme lo que le pasa todas las noches en la taberna!
¡Robustiana!
¡Ya me voy, ya me voy! (Aparte.) (¡Vamos! ¡el demonio de la mujer!)
Escena II
¡Qué diferencia! (Llorando.) ¡Todo me parece un sueño; y sin embargo, es la desnuda realidad! Imposible va a serme soportar esta existencia. (Viendo a ANTONIO.) ¡Ah! ¡Él!
¡Sola! Duéleme lastimar su corazón; mas no me es dado retroceder en mi camino. (Avanza lentamente hasta colocarse ante CLOTILDE, sin pronunciar una sola frase.)
(Tras larga pausa.) Es la primera vez que una lágrima rueda por mi mejilla, sin que a contenerla acuda una palabra de consuelo.
¿Qué pena te aflige?
Ninguna, tienes razón.
Cuando acabas de estrechar a un padre entre tus brazos; cuando debiera experimentar tu alma las más gratas emociones del amor filial, ¿pedir palabras de consuelo a un hombre que tanto sufre, una mujer que también conoce lo egoísta que es el dolor?
Antonio, si un sentimiento, que no puede caber en ti, te induce a acariciar la idea de unos nuevos lazos, yo protesto enérgicamente contra un proceder, que sin justificarse a mis sentidos, me hace añicos el corazón.
(Aparte.) Duda; pero conviene que por ahora ignore la verdad. En los errores de todos ellos debo cimentar mi obra de regeneración.
Respóndeme sin mentir. ¿Cuántos besos ha tenido tu boca para el que fue mi padre?
¡Clotilde!
Ninguno.
Tus frases envuelven una sospecha que no debieras abrigar.
Sí, en tanto que no me la destruyan.
¿Puedes suponer que nos abandonaran a las consecuencias de semejante revelación sin un fundamento lógico? ¿Con qué fin? Esto es más inexplicable que tus dudas. Si el silencio de nuestros padres no se rompe, debemos acatar los hechos por sumisión filial y por respeto a lo grave de la causa.
¡Ay! Que tú no lloras con mis ojos, y la realidad parece mentira cuando no satisface nuestros deseos.
Sin embargo, todo conspira en corroboración de la verdad. El cariño que esos dos hombres se profesan, bien ha podido servir de tumba al profundo secreto con que hoy venimos a darnos la explicación de nuestras respectivas posiciones; tú recibiendo el beneficio de una educación a que nunca podías aspirar, dadas las condiciones de tu verdadero padre, y yo agitándome en la atmósfera que al abrazar al mío había de constituir necesariamente mi natural elemento.
Podrá ser cierto cuanto dices; pero nada veo, porque miro con los ojos arrasados de lágrimas. Todo, todo lo he perdido en un momento.
¿Por qué?
Porque respiro un ambiente que no es el mío; porque la costumbre me daba calor en unos brazos que en vano la naturaleza se empeña en sustituir; porque, ¿a qué ocultarlo? Ya no puedo aspirar a tu cariño, cuando te amo más desde que, colocada en tu situación, alcanzo a comprender los sufrimientos de toda tu vida.
(Aparte y con satisfacción.) (Ya empiezo a recoger frutos. Adelante.) (Alto.) Dudas de mi amor y haces mal.
(Llena de júbilo.) ¡Antonio! Piensa lo que dices, porque puedes hacerme mucho daño.
¿Has renunciado al tuyo por negarme tu mano hace unas horas?
Nunca; pero olvida mis palabras; ignoraba lo que decía. ¿No me guardas rencor?
Tus sentimientos pueden ser en esta ocasión intérpretes de los míos.
¿Cómo? Explícate.
Que no es tan fácil destruir un afecto que ha crecido con nosotros, infiltrándose en nuestro ser para formar parte de nuestra propia naturaleza.
¡Ah! No.
Que no puede olvidarse en un solo día el último beso de la niñez con que el rubor colorea el primero de la pasión desuniendo dos inocentes labios para juntar dos corazones amantes. (Con mucha emoción.)
Jamás.
Jamás, aunque las circunstancias nos impidan darnos el título con que el amor se sanciona.
¡Qué!
Que el cariño no es la conveniencia. Las iras del ridículo son difíciles de contrarrestar, y hay que transigir con el mundo.
¡Ah! ¿Eres vengativo?
No, Clotilde.
Entonces, ¿te domina el orgullo?
(Muy poseído.) Es que el amor está hoy en razón directa de las jerarquías sociales, y los corazones cabalgan en el inflexible dedo con que la opinión pública señala nuestros actos. Es que la juventud, en vez de destruir los antiguos errores con nuevas ideas, es una planta parásita que absorbe el jugo de la caduca sociedad, y piensa, juzga y obra con el corazón, el criterio y las preocupaciones de una generación que se va.
Tus palabras son hijas del despecho.
¡Clotilde! (Con agitación creciente hasta el fin de la escena.)
¡Tú también me engañas!
No.
Estáis de acuerdo todos.
¿Puedes creer?...
Niégamelo.
Nada sé.
Júramelo.
Basta, Clotilde.
No; júramelo por nuestro amor.
Pero...
Por el santo recuerdo de tu madre.
Silencio, vienen.
(Aparte.) (¡Ah! ¡No me ama!)
Escena III
Dichos y el SEÑOR RAMÓN.
¡Hijo, abrázame! (Echándose en brazos de ANTONIO.)
¡Padre!
Así, así, fuerte. Caramba, que parecía que me faltaba algo por unas horas que no te he visto.
¡Es tan natural!
¿Verdad, hijo? Porque yo no puedo dejar de darte este nombre.
Le asiste a usted un derecho de toda la vida.
¡Vaya si tengo derecho! Pero déjame, déjame que te mire. Me parece que te veo después de un viaje muy largo, muy largo.
¡Mi buen padre!
(¡Cómo se llena la boca llamándome su padre! ¡Y que aun diga don Ramón!...) (Alto.) Otro abrazo, Antonio; otro. (Se abrazan.)
¡Dios mío! (Dejándose caer en una silla.)
¡Clotilde!... (Señalando a CLOTILDE.)
(Aparte.) (¡Pobre muchacha!) (Alto.) Hija, bien puedes perdonarme, pero ya ves, tantos años juntos, y luego... el primer día que nos hemos separado... Pero no tengas celos; tu padre te quiere mucho, y ya veras cómo con la costumbre del trato... (Aparte.) No sirvo yo para hacer de padre con hijos de otro.
No se esfuerce usted en persuadirme; encuentro muy natural esa predilección.
Pues entonces, sécate los ojos y vamos a comer, que ya debes tener hambre.
No, gracias.
¿Por qué no comes con nosotros? Anda, sí, hijo, quédate.
Con mucho gusto lo haría; pero usted mismo comprenderá que hoy no me es posible.
Es verdad, paciencia.
Yo entre tanto haré la lista de los ejemplares que tengo que mandar de mi discurso.
¿Y el mío?
Prometí que sería el primero, y aquí está. (Entregándole uno que saca del bolsillo.)
Anda, anda, no han puesto los forros con grecas. ¡Y qué papel tan gordo! ¿Por qué no los han echado de ese que reluce? Tampoco han dorado las hojas como te dije. ¡Pues hombre! ¿si habrán creído que eres algún pobretón?
No, padre; es que... yo no me acordé de advertirlo en la imprenta... Hasta luego.
¿Pero es que ya te vas?
Aquí a mi cuarto. (Vase.)
¡Ah! bien. (Aparte.) (¡Qué buen mozo es mi hijo!) (Contemplándole.)
Escena IV
CLOTILDE, el SEÑOR RAMÓN, a poco DOÑA ALEJA, y después ROBUSTIANA que entra y sale sirviendo la mesa según lo indica el diálogo.
Vamos, Clotilde, vamos; ten reflexión, o vas a hacerme creer que te pesa el haber sabido que eres mi hija. Anda, sécate las lágrimas y a comer.
No, deje usted...
Sí, en seguida te voy dejando. (Obligándola a levantarse.)
Pero sí...
Ven, que aquí hablaremos. (Llamando.) ¡Robustiana! la comida. (Ocupa el SEÑOR RAMÓN el sitio de la mesa que da frente al público, y CLOTILDE se deja caer en la silla que hay a la derecha de aquél.)
(Aparte.) (Es imposible.)
Según lo que he oído, llego a tiempo.
(Aparte.) (¡Ah!)
Hola, Aleja; adelántate, siéntate. ¿Quieres pizcar algo?
(Sentándose a la izquierda del SEÑOR RAMÓN, separada un tanto de la mesa.) Gracias, Ramón; ¿pero y esto? ¡Clotilde por aquí!
(Turbado.) Esto es... que... que su papá me prometió dejarla comer un día conmigo, y... la tengo hoy convidada.
¡Cómo! ¿a tu mesa?
Pues es claro. ¿Qué tiene eso de particular?
No, nada. (Aparte.) (Buen convite va a tener la pobre niña...)
En cambio Don Ramón se me ha llevado a Antonio.
¡Ah! ¿No come Antonio?... (Aparte.) (Aquí pasa algo.)
(Se escancia un vaso de vino que apura de una vez; y desdoblando una servilleta muy tiesa se limpia con ella repetidas veces, teniendo presente dejarla caer a menudo en el trascurso de la escena, y recogerla después de pisotearla, para que al poco rato tenga toda la apariencia de una rodilla.) Ea; la introducción.
Hombre, ¿y no te hace daño el beber antes de la comida?
¡Ca! ¡Si todos los días me zampo yo una botella! Me gusta ponerme así alegrito cuando como; porque ¡qué demonio! bastantes penas tiene uno.
Sí, bien hecho, bien hecho.
(Con una cazuela que pone en la mesa.) A ver, ponga usted ahí un plato para que no se ensucie el mantel.
(Por las trazas de la criada, y aparte.) (Anda, hasta criados con librea.)
Huele bien. (Sirviendo en un plato y dirigiéndose a CLOTILDE.) Usted avisará, señorita Clotilde.
Gracias; no me sirva usted, no tengo ganas.
Es arroz con almejas.
No importa.
¿De veras? (El SEÑOR RAMÓN se pone a comer tomando las almejas con los dedos, dejando las conchas sobre el mantel, y bebiendo vino sin cesar.)
Sí, señor.
Pues que traigan el cocido.
No, tampoco.
(¡Pues señor, aquí pasa algo!)
(Aparte.) (¡El demonio de la remilgada!)
(A ROBUSTIANA.) Pues mira, tráete el estofado de perdices. De eso sí que comerá usted.
Créame usted, no tengo apetito.
Sí, sí; ya verá usted qué bien las hace ésta. Anda, Robustiana, tráete las chochas.
(Aparte.) (¡Jesús! ¡Parece doria sin gustos!) (Vase.)
Escena V
Dichos menos ROBUSTIANA.
Mi hijo llama a ese guiso su plato predilecto.
Sí, le tendrá aficción. (CLOTILDE se sonríe.)
Mucha. Vamos, que ya se ríe la señorita Clotilde: ¡gracias a Dios! Que tenía una cara más mustia... Así, así la quiero yo ser a usted. Aún tomará usted un poquito de arroz.
No; se lo suplico a usted.
Sí, sí. (Metiendo en la cazuela la misma cuchara con que come y disponiéndose a servirla arroz con ella.)
(¡Chist! Espera, Ramón.) (Reparando en ello y aparte a Ramón.)
¿Qué?
(Aparte a Ramón.) (Que sin duda distraído ibas a servir a Clotilde con la misma cuchara con que estás comiendo, y... no parece que está bien.)
(Titubeando.) Con la... sí... Pues mira, ha sido una distracción.
Por supuesto. Si sabrás tú...
Nada, distraído.
(Tomando el ejemplar que está sobre la mesa.) ¡Hola! ¡El discurso de Antonio!
Sí; ya te regalaré uno.
¡Ah! ¡es precioso! especialmente el final.
Aquello de «El hombre es perfectible».
Sí. (Volviéndolo a dejar sobre la mesa.)
Lo sé de memoria.
(Intencionalmente.) Ya, ya lo veo.
Di, ¿tú venías a cobrar el alquiler?
Déjate, volveré otro día.
Sí, porque ahora ya ves que estoy ocupado... (Reparando en CLOTILDE que quiere servirse agua del jarro.) ¿Qué quiere usted?
Un poco de agua, si me hace usted el favor.
¿Agua? ¡ca! vino, vino. (Toma la botella y la escancia medio vaso; CLOTILDE impide que lo llene.)
De veras; nunca le bebo.
Bueno; pero le va a usted a hacer daño. (Coge el vaso para tirar al suelo el vino por el lado de doña Aleja; ésta le contiene.)
(Aparte a Ramón.) No, Ramón, espera; que distraído olvidas que cuando se come no se tira nada en el suelo.
En el... (Algo amostazado.) Si yo no le iba a tirar... ¡Pues hombre, si no sabrá uno lo que se ha de hacer! ¡Vaya! (Echa el vino en su vaso y llena de agua el de CLOTILDE.) Tome usted, señorita.
(¡Jesús! la está haciendo pasar las penas del purgatorio; y a mí unas se me van y otras se me vienen.) (A Ramón.) (¿Pero cómo quieres que beba la criatura, si la sirves agua en un vaso que tenía vino?)
(A Aleja.) ¡Ah! ¿También está mal hecho?
(No; es de muy buen tono.)
(¡Y es verdad que no bebe!) (A CLOTILDE.) Qué, ¿no tiene usted ya sed?
Sí, señor; pero espero a... tomar algo.
(Aparte a Aleja.) ¿Ves cómo no era eso? (A CLOTILDE ofreciéndole una aceituna que toma con los dedos y que manosea mucho.) Una aceituna. ¡Qué hermosas son! Mire usted, mire usted esta que dura.
(Aguarda, Ramón.)
(¡Qué! ¿me he vuelto a distraer?)
No, sino que me parece mejor esta otra. (Tomando una con el tenedor y presentándosela a CLOTILDE.)
(Aceptándola.) Mil gracias.
(A Aleja incomodado.) Ya sé que se pinchan con el tenedor, pero no lo he hecho por no manchar a la señorita, porque (Queriendo tomar una con el suyo y desparramándolas todas.) ¿ves? saltan. (Siempre me sucede lo mismo.) (Como indignado consigo propio.)
Escena VI
A ver, haga usted el favor. (Introduciendo el plato de estofado por el lado de doña Aleja.)
Voy a salir de aquí como una iglesia llena de lámparas. (ROBUSTIANA coge por el borde la cazuela de arroz y la retira; pero al servir las perdices, que lo hace al mismo tiempo con la otra mano, ladea el plato y vierte la salsa manchando los manteles y el discurso.)
Despacio, animal; ya me has manchado el discurso. (Limpia todo lo manchado con la servilleta.)
¡Si están ustedes todos en un pelote!
(¡Pobre servilleta!) (Nótase en el SEÑOR RAMÓN algún indicio de embriaguez.)
¡Si miraras lo que haces!
¡Pues buen cuidado tengo!
Chito.
¡Vaya! (Coloca sobre la cazuela los platos sucios para retirarlos, sustituyéndolos con otros limpios que toma de una pila que habrá en la mesa.)
(Después de mirar el suyo con prevención.) ¿Me querría usted hacer el favor de otro plato?
Ese es limpio.
Sí, pero...
¿A ver que tiene? ¡Jesús! Por una miajica de nada... ¡Pues es usted poco asquerosa! (Tomando el plato.)
(Riñéndola.) ¡Robustiana!
La pitiminí esta...
(Tomándola el plato.) Traiga usted ese plato, insolente, y vaya usted a la cocina, si no quiere besar los hornillos de un bofetón. ¡Estamos bien! (ROBUSTIANA se va dando un respingo.)
Perdone usted, hija, porque estas zafiotas no conocen la educación, ni por el forro.
(Aparte.) (Pero en cuanto él la dé unas lecciones...)
¡Digo! Aun tiene grasa de ayer. (Limpiando el plato con su servilleta y ofreciéndoselo a CLOTILDE.) Vamos, ya está limpio.
(Que ha estado siguiendo con la vista los movimientos del SEÑOR RAMÓN, no pudiendo contenerse, se levanta cubriéndose la cara con las manos.) Adiós, Ramoncito, adiós.
¿Qué es eso? ¿Qué repente te ha dado?
Ninguno, que me voy.
No, no, con franqueza, si es que hecho alguna barbaridad, dilo; ya que tú eres maestra de ceremonias.
Pues bien. Sí, no puedo contenerme; acabas de cometer una indiscreción de las de mayor calibre.
¿Por lo del plato?
Precisamente.
Me parece que lo he limpiado con la servilleta.
Suponiendo que esté bien hecho, que no lo está, no es lo grave que lo hayas limpiado con la servilleta, sino que sea esta la servilleta con que lo has limpiado. (Tomándola y extendiéndola para poner de manifiesto las manchas.) Y francamente, convidar a tu mesa a una señorita, para darla en vez de convite una tortura, no creo que es obrar con prudencia.
¡Pues puede que se denigre!
¡Por favor! (Suplicante.)
Está en casa de un hombre muy honrado.
Siempre a vueltas con tu honradez, como si la honradez fuese patrimonio exclusivo de la ignorancia.
La amistad de su padre me da derecho.
Ese es el error, que conoces y haces valer el derecho que te asiste a sentar en tu mesa a la hija de un amigo; pero ignoras el deber que tienes de tratarla con las consideraciones y la cortesía que su educación exige.
¡Si llamas cortesía a esas monadas!
¡Si tú llamas monadas a la cortesía!
Porque es así.
Calla, blasfemo. Las conveniencias sociales y la educación hacen adquirir insensiblemente al hombre nuevos hábitos que concluyen por modificar hasta sus instintos, dentro de una nueva naturaleza.
Tú busca esto sano, (Por el corazón.) que lo demás...
En fin, no nos podemos entender, nos separa un abismo insondable; pero es muy doloroso que cuando la clase humilde, a la que me honro de pertenecer, teniendo un fondo tan bello, podía aspirar a todas las consideraciones y respeto sociales, sin más que dar a su cabeza algo de lo que le sobra en el corazón, vea cercenados sus más legítimos derechos por faltar al cumplimiento de los deberes en que aquellos se cimentan.
No te entiendo.
Pues más claro y en resumen, que para mí siempre será un crimen que el hombre se contente con ser bueno, mientras puede ser mejor. He dicho. (Vase.)
Escena VIII
Es decir, que de nada sirve el que uno sea hombre de bien si no sabe hacer media docena de farsas.
No es eso.
Que nada valen los buenos sentimientos, que importa poco que la madera esté podrida con tal de que la corteza nos disimule sus faltas.
De ningún modo.
Pues explícamelo si sabes.
Quiere decir que cuando los instintos son buenos o están modificados, ya que no delitos, simples faltas corrige la educación.
¿Cómo es, pues, que mi hijo no me ha echado jamás en cara ni la más insignificante?
Porque, o le ha enmudecido el respeto, o tiene una gran superioridad para dominar sus inclinaciones.
No, porque esto, (Por el corazón.) es hermoso en él, y aunque nunca me ha llamado papá, sino padre, estoy seguro de que sin olvidar mi cariño, no le habrá negado a Don Ramón las caricias ni el nombre que en vano estoy esperando de ti.
¡Dios mío!
Y hoy que más lo ambiciono, que por verte a mi lado satisfecha y feliz daría lo que me pidieran, que he hecho todo cuanto sé para conseguirlo, porque parece que me haya jugado la vida en ello.
¡Padre! (Acercándose llorosa.)
No, eso es mentira.
Y bien, ¿prefiere usted que le engañe? ¿Cree usted posible que olvide en un momento todo mi pasado? ¿Es por ventura la de Antonio mi situación?
Pues puede que la envidies.
¡Ay padre! que la salud no la aprecia más que el enfermo, y usted no ha perdido la suya.
Pero mi hijo...
Se agita en la atmósfera que constituye su verdadero elemento, y rota la valla que limitaba sus legítimas aspiraciones, cede hoy al orgullo para rechazar mi amor, y no conservar acaso para usted más que un sentimiento de gratitud.
¡Mentira!... Mira, Clotilde, te perdono que no me ames, que me odies, todo menos lo que supones de mi hijo.
¿Y cómo no creerlo si me desprecia, siendo el amor el único lazo que separa a los hijos de los padres?
(Vertiginoso.) Puede que por venganza...
No, ensoberbecido.
¡Imposible!
¿Pues por qué si yo dudo, a despecho de la naturaleza, no duda él?
¡Qué! ¿Antonio?
Cree...
Basta.
Ansía engañarse a sí propio.
(Fuera de sí.) ¡Clotilde!
(Aterrada.) ¡Ah!
No puede ser. ¡Si me llamó su padre! (Serenándose.)
Escena IX
(Corriendo a los brazos de DON RAMÓN y aparte.) (¡Ah! Papá de mi alma, por lo que más ames en el mundo, llévame al instante de aquí, te lo suplico de rodillas.)
(Cálmate, hija mía; estás junto a mí, y puedes libremente dar suelta a tu quebranto.)
(Pues bien, salgamos de esta casa y yo te explicaré.)
(Espera.) (Aparte.) (Hemos ido demasiado lejos, pero el deber de un padre es corregir los defectos de sus hijos.) (Alto.) ¡Señor Ramón!
(Secándose una lágrima.) ¡Eh! ¿Qué?
Está usted lloroso. ¿Qué le pasa?
¿Qué quiere usted que tenga? (Buscando pretexto a su verdadera aflicción.) Que no es nada grato para un padre que encuentra a su hija, el ver que a ésta no lo satisface su cariño.
¡Dios de mi alma!
¡Qué! ¿Clotilde?...
Sí, señor, Clotilde me ha pagado con la más negra de las ingratitudes el amor con que ha sido recibida; y usted, usted solo sabe si yo tenía interés en que le fuesen agradables mis brazos. Calcule usted lo que habré hecho para conseguirlo. Yo me he ido a la plazuela y he traído lo mejor que he encontrado para que nada echase de menos en la mesa; yo me he esmerado en todo, y no señor, de nada ha servido.
(Llorando.) Ya le he dicho a usted... que la costumbre... el trato... modificarían el efecto de la impresión, pero que olvidar en un momento...
No, es que la educación te ha hecho esclava de las exterioridades, y el orgullo se te ha comido el corazón.
(¡Ah!) (Aparte.)
(Llorando.) Nunca.
Y por recuperar los muebles y los cachivaches que te rodeaban, me dejarías ahora mismo.
¡Oh!
Señor Ramón, eso no es posible. (A CLOTILDE.) ¡Abandonar a tu padre, cuando después de tantos años de silencio te estrecha entre sus brazos para llamarle por primera vez su hija!
Ya no puedo más. ¿Y qué razón hay que justifique ese silencio? ¿Por qué si un día había de romperse, hacerme alimentar ilusiones que hoy veo desvanecidas? ¿Por qué, en fin, una vez roto, no darme la explicación a que con tanto derecho me juzgo? (Con mucha dignidad.)
(¡Eh!) (Aparte.)
(Viendo que CLOTILDE se dirige a él.) Por... eso que lo diga Don Ramón.
Si tú... (Titubeando.) la exiges, no... no se te puede negar... pero para ello, tal vez tengamos que evidenciarte faltas que nos rebajan a tus ojos...
(Humillada y dignamente.) Basta. Los padres son el Evangelio de los hijos, donde una sola duda mataría la fe. No debo saber más. (Vase.)
(Aparte.) (¡Hija mía!)
(Aparte.) (¡Hombre! ¡Me ha gustado!) (Con satisfacción.)
Escena X
¿Lo está usted viendo, señor Ramón?
Lo que yo veo es que me ha pillado usted de sorpresa, pues de otro modo no es posible que me hubiera usted hecho dar un paso tan atrevido.
Verdaderamente hemos obrado con precipitación exponiéndonos a graves consecuencias; pero una vez dominado el efecto de la impresión, debemos ir adelante, porque el problema que tratamos de resolver, bien merece por su importancia un pequeño sacrificio.
Pero Don Ramón, es demasiado duro estar viendo llorar a una hija y no confesarle el engaño.
Clotilde es orgullosa, me dijo usted, y como en ello pudiera haber algún fondo de verdad, quiero corregirla de este defecto, para que sepa apreciar mejor después lo que vale la educación y cuáles son sus límites.
Eso está bien hecho.
Algo daría ella por tener un padre acaudalado como yo para satisfacer todos sus caprichos, me dijo usted también; y los hechos vienen a demostrarle, señor Ramón, por las lágrimas de mi hija, que todo el oro del mundo no basta a sustituir un átomo de cultura.
No, Don Ramón, lo que es con eso no estoy conforme; ella misma lo ha dicho bien claro. No es posible perder en un momento la costumbre de toda la vida.
¡Ay! ¡amigo mío! que nosotros en un momento de vértigo hemos dado este paso sin calcular que necesariamente nuestros hijos nos exigirían una explicación.
Sí, señor, ya lo sé.
Pero no ha reparado usted, sin duda, en que la exigencia ha partido de una mujer que ha apelado a ese último recurso de imaginación antes de abandonarse al desaliento de una realidad que le es repulsiva.
No señor, no; lo ha hecho porque era natural que se le ocurriera esa duda.
Pues si tan natural lo encuentra usted, ¿cómo se explica, que siendo Antonio el más difícil de engañar, dadas sus condiciones de hombre y de jurisconsulto, no haya formulado aún la menor queja?
Porque... no se le habrá ocurrido.
O porque teme provocar una explicación que no le satisfaga, y destruya el encanto de una posición que le halaga y que el misterio le da derecho a acariciar como legítima.
¡Don Ramón! (Exasperado.) Le advierto a usted que los sucesos de hoy, y la circunstancia de no haber comido apenas, han hecho que un poco que he bebido no me haya sentado bien; por lo tanto, haga usted el favor de no exasperarme, porque sin querer puedo cometer alguna barbaridad... y luego me arrepentiría.
Más que el arrepentimiento valdría la previsión.
(Reprimiéndose a pesar suyo.) Mire, usted, deshagamos lo hecho y no tengamos un disgusto, Don Ramón.
Si está usted convencido ya...
¡Ca! eso no señor.
Si es que teme usted someterse a la prueba...
¡Qué! (Indignado.)
Porque desconfía del resultado,
¡Dudar yo de Antonio! Hombre, primero dudaría de Dios. Ahora soy yo quien dice «Adelante».
Enhorabuena.
La herida ha de ser de muerte, porque la lucha es terrible.
Tanto, que es el resumen de las luchas sociales; y entre usted y yo estamos compendiando la historia de la humanidad.
(Desde el foro.) ¿Estorbo? ¡Señores!
(Aparte al SEÑOR RAMÓN.) (Disimulemos.)
(Aparte.) (¡Qué otra!) (Alto.) Adelante.
Sentiría venir a interrumpir a ustedes.
Nada de eso, señora. Acaso mi presencia sea aquí la inoportuna.
De ningún modo, puede usted oír lo que vengo a decir a Ramón.
¿Qué se te ofrece?
Hombre, creo que antes he estado contigo un poco inconveniente, y como el confesar un error no denigra, vengo a suplicarte que me dispenses aquel arranque involuntario de mi genio.
Si tú confiesas que me has faltado...
Ramón, esa frase que yo he vertido parece de tan mal efecto repetida por ti...
Es que me faltaste.
Pero...
Señores, aunque ignoro el motivo...
Todo ha sido que...
(Interrumpiéndole.) Permítanos usted que le ocultemos la causa.
Respeto esa decisión. Iba a decir que ciertas discordias no pueden tener cabida entre antiguos amigos, y ustedes, según creo, lo son.
Mire usted, a los dos años de viudo yo, puso esta la taberna en la esquina.
Pues ya ve usted.
Y que nuestra amistad, aunque no cultivada por un trato constante, ha sido siempre sincera.
No digas eso, porque bien hubo una época en que no salíamos vivos ni muertos de tu casa Antonio y yo.
(Sonriendo.) Ya, sí; cuando los chicos se hacían corrococos y pensábamos emparentar.
¡Ah! ¡Yo ignoraba!... Pues hubiesen hecho una deliciosa pareja.
En honor de la verdad, no crea usted que dejaba de halagarme.
¡Yo lo creo! ¿Qué más hubieras tú querido?
Hombre, me parece que la desventaja tampoco hubiera estado de tu parte.
Pues que; ¿se te figura que yo hubiera dado mi consentimiento?
¿Por qué no? (Extrañada.)
¿Pero lo dices formalmente?
Sí.
(Con alegría.) (Le presiento.)
Ja! ja! ja! (Riendo.) Vaya, vaya, que vosotros los que os remontáis así como los globos, tenéis unas pretensiones! ¿Pues te parece a ti que yo iría hacer de Antonio todo un señor abogado, y darle la posición que tiene para que se casara con tu hija?
Pero...
¿Con la hija de una tabernera?
(Aparte.) (Ya está ahí.)
(DOÑA ALEJA se reprime.)
Vamos, calla mujer, calla.
Haciendo caso omiso de lo que otra tomaría por un insulto, debo decirte que si tú has hecho de Antonio un abogado, yo he hecho de mi hija una mujer virtuosa y perfectamente educada para que todos la guarden respeto; y que en cuanto a mí he ganado como tú la subsistencia honradamente, con la ventaja sobre ti de no ignorar las conveniencias sociales.
Calcule usted (A DON RAMÓN.) el papel que haría el chico con sus buenas relaciones y con...
¿Tiene usted por ahí su periódico?
¿Para qué?
Para que me leyera usted aquello de que todos somos iguales.
¡Ah! Ya sé por donde va usted; pero en esta ocasión maldita la razón que tiene.
Huella usted sus principios.
(Trabucándose.) No señor, porque mi hijo... No es que yo me oponga, sitio que ya ve usted... sus conocimientos. Y luego Aleja.
Usted divaga. Se trabuca.
¡Ca! a mí no me envuelve usted, no señor; porque lo cierto es... (Excitado.)
Que usted desprecia las jerarquías sociales que no están a tiro de su mano, y promulga comodaticiamente las que consigo se relacionan.
Es claro, usted con sacar cuatro palabrotas de esas que nadie entiende... (Desconcertado.)
No es culpa mía si usted las ignora.
No, si yo las entiendo; ¡vaya! Pero es el caso que...
Que usted con su ignorancia ha insultado a una señora que sabe más que usted, cuando suya, y muy suya, debiera ser la honra de que ella se dignara aceptar esos lazos de parentesco.
Así, así, fuerte, ¡cómo se conoce que usted ve los toros desde la barrera! A fe que no diría usted eso si se tratara de un hijo suyo.
Lo mismo.
¿Lo mis...? ¡Ca hombre! ¡ca hombre! ¿qué había usted de decir?
Siempre.
¡Pues! ¡Y con sus humos!
Señor Ramón. (Agriamente.)
(En un rato de fascinación.) Pues ea, Aleja, Antonio no es mi hijo.
¡Qué!
Es hijo de este señor.
(Aparte.) Imprudente.
(Aparte.) (Que se las componga como pueda.)
(Aparte.) (¡Cosa más rara! Ahora me explico por qué Clotilde...)
Veo con disgusto que no se ha alimentado usted en proporción de lo que ha bebido y el alcohol ha hecho su efecto.
(Sobrecogido y aparte.) (¡Qué! ¿Será verdad?)
Pero toda vez que usted imprudentemente ha revelado este secreto de familia, cuya explicación no nos es posible dar, señora...
(Se sienta a la mesa y hojea el discurso de ANTONIO.) Yo respeto...
(Al SEÑOR RAMÓN.) Voy a cumplirle a usted la satisfacción que me ha pedido. Sepa usted que amándose entrambos, no dudaría un momento en bendecir esa unión; porque si usted erróneamente ha supuesto que la alcurnia de la persona influye en mí, debo decirle que sólo reconozco dos denominaciones en el orden jerárquico: luz, y oscurantismo; jornaleros de la inteligencia y magnates de la ignorancia.
¡Basta, basta ya! Es demasiado sufrir. (Llamando.) ¡Clotilde! ¡Antonio!
¿Qué va usted a hacer?
Quiero respirar.
¿Le faltan a usted las fuerzas?
He dicho adelante, y lucharé hasta sucumbir.
Hijos, acercaos. Aquí estamos sufriendo todos un tormento infinito, y siquiera por caridad debemos darnos algún consuelo.
¿Qué?
Que la situación es violenta, que poco a poco nos será menos sensible el cambio, y que callando todos lo que sabemos, decidimos volver a recobrar nuestros lazos antiguos.
¡Ay; sí, sí, papá de mi alma!
(Aparte.) (¡Es incomprensible esto!)
¿Ve usted toda la elocuencia de esa alegría? (Al SEÑOR RAMÓN por su hija.)
(Aparte a DON RAMÓN.) (Es natural... la costumbre... Verá usted mi hijo.)
(Aparte.) (No ve.)
Antonio, mis brazos te esperan.
(Voy a herir su corazón, pero es preciso.)
(Asombrado.) ¿Qué es eso? ¿callas?
¡Padre!
Pronto.
Mi gratitud, mi reconocimiento hacia usted serán eternos; pero los vínculos que acabo de estrechar son indestructibles.
¿Qué? (Vertiginoso.)
El deber de un hijo es no abandonar a su padre.
(Llorando.) Pero si tu padre no es...
(Aparte al SEÑOR RAMÓN.) (Silencio, desgraciado.)
(Todos contemplan absortos la escena.)
Es decir, que de nada sirven los afanes de toda la vida, los desvelos de mi cariño, los sacrificios que tan a gusto llevé a cabo por labrar tu corazón para mí, para mí solo. ¡Oh ingratitud! ¡Oh perfidia! ¿Y estos son los hijos, este es el pago que nos dan en la vejez?... (Fuera de sí toma de la mesa un cuchillo, y se abalanza a ANTONIO esgrimiéndole.) ¡Miserable! (Todos le contienen.)
¡Padre!
¡Ramón!
¡Ah!
¡No!
(Estas cuatro exclamaciones deben decirse simultáneamente.)
(Sin querer mirarle.) Vete, idos; dejadme solo.
(Llevándose a ANTONIO.) Antonio, ¿qué has hecho?
(Aparte a DON RAMÓN con intención.) Dentro de poco lo sabrá usted.
¡Hija! (Indicándole que le siga.)
Mi puesto está aquí.
Vamos. (Obedece lo que su hija decide, y tomando a ANTONIO de la mano, gana con él el foro.)
Escena XIII
El SEÑOR RAMÓN en la silla que ocupó DOÑA ALEJA en la escena IV. CLOTILDE en el centro de la mesa, y DOÑA ALEJA a su derecha.
¡Se olvida de mí! ¡me deja! ¡Yo me ahogo, me ahogo! (CLOTILDE va a dar al SEÑOR RAMÓN un vaso de agua, pero Aleja se anticipa y le presenta uno con vino, que Ramón toma.)
Toma, bebe. (Le observa mucho, porque se propone un fin.)
(Hecho un mar de lágrimas.) ¿Con que es decir que la voz de la naturaleza es muda, que le aleja de mí la soberbia, que me le roba el orgullo?
No, Ramón; tú le separas de tu lado.
¿Yo?
Tú, cuyos hábitos no son los suyos; tú, que al sacarle a volar a otro espacio, no has remontado tu vuelo para seguirle de cerca; tú, que envuelto en la corteza de la honradez, no has dejado paso a los pequeños detalles de la forma, que como un abismo insondable te dividen de tu hijo; tú, en fin, que de memoria recitas este fragmento sin encontrar en él más que un juego de palabras. (ALEJA lee el último párrafo del discurso de ANTONIO. El SEÑOR RAMÓN, conmovido, indica con su fisonomía que por vez primera aprecia su intención; y CLOTILDE, espiando sus movimientos, deja correr su llanto.)
«El hombre es perfectible, y su perfección la meta a que deben converger todas sus aspiraciones como cumplimiento de su misión sobre la tierra. Destrúyanse los malos instintos al calor de la educación social, y yo os prometo que los códigos morirán de inacción. Vea yo convertidos en escuelas todos esos templos donde se rinde culto a la embriaguez, y os juro que la pena de muerte correrá avergonzada a sepultarse en el panteón de los anacronismos. Porque reasumiendo; tal es el dominio de la inteligencia sobre la ignorancia, que los libros, vistiendo la honrosa toga de la magistratura, forman los tribunales donde se analiza la gota de vino que rebosa al fermentar en el cerebro; (El SEÑOR RAMÓN mira con horror el vaso que tiene en la mesa.) gota que acaso es la única capaz de dirigir la mano del más grosero de los criminales, y a quien (El SEÑOR RAMÓN se fija en el cuchillo que aún lleva en la mano.) la ley señala también con el más denigrante de sus dictados. ¡El parricida!». (El SEÑOR RAMÓN desde que se fijó en el cuchillo, deja el vaso sobre la mesa y va levantándose sobre la silla, contemplando el arma con febril ansiedad, y al oír «¡El parricida!» la arroja de sí con vertiginosa repulsión.)
¡El parricida! ¡Sí! ¡yo! (Se le ve tragar con dificultad; DOÑA ALEJA le brinda de nuevo con el vino mirándole de hito en hito.)
Bebe, bebe.
(Toma el vaso, y al llevárselo a la boca le mira, le rechaza, y anegado en llanto y suplicante dice a Aleja.) No, ¡agua, agua! (Aleja le da el vaso de agua.)
¡Padre mío! (Echándose en sus brazos.)
(En el colmo de la alegría y estrechándole las manos.) ¡Bien, Ramón; bien! Ya vas comprendiendo lo que es un eclipse.
FIN DEL ACTO SEGUNDO