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ArribaAbajo- XXI -

Desperta ferro


Por aquellos días publicaron los periódicos de Madrid las siguientes noticias:

«No es cierto que en los alrededores de Orbajosa se haya levantado partida alguna. Nos escriben de aquella localidad que el país está tan poco dispuesto a aventuras, que se considera inútil en aquel punto la presencia de la brigada Batalla».

«Dícese que la brigada Batalla saldrá de Orbajosa, porque no hacen falta allí fuerzas del ejército, e irá a Villajuán de Nahara, donde han aparecido algunas partidas».

«Ya es seguro que los Aceros recorren con algunos jinetes el término de Villajuán, próximo al distrito judicial de Orbajosa. El gobernador de la provincia de X... ha telegrafiado al gobierno, diciendo que Francisco Acero entró en las Roquetas, donde cobró un semestre y pidió raciones. Domingo   —211→   Acero (Faltriquera) vagaba por la sierra del Jubileo, activamente perseguido por la Guardia civil, que le mató un hombre y aprehendió a otro. Bartolomé Acero fue el que quemó el registro civil de Lugarnoble, llevándose en rehenes al alcalde y a dos de los principales propietarios».

«En Orbajosa reina tranquilidad completa, según carta que tenemos a la vista, y allí no piensan más que en trabajar el campo para la próxima cosecha de ajos, que promete ser magnífica. Los distritos inmediatos sí están infestados de partidas; pero la brigada Batalla dará buena cuenta de ellas».

En efecto, Orbajosa estaba tranquila.- Los Aceros, aquella dinastía guerrera, merecedora, según algunas gentes, de figurar en el Romancero, había tomado por su cuenta la provincia cercana, pero la insurrección no cundía en el término de la ciudad episcopal. Creeríase que la cultura moderna había al fin vencido en su lucha con las levantiscas costumbres de la gran behetría, y que esta saboreaba las delicias de una paz duradera. Y esto es tan cierto, que el mismo Caballuco, una de las figuras más caracterizadas de la rebeldía histórica de Orbajosa, decía claramente a todo el mundo que él no quería reñir con el gobierno, ni meterse en danzas, que podían costarle caras.

Dígase lo que se quiera, el arrebatado carácter de Ramos había tomado asiento con los años, enfriándose un poco la fogosidad que con la existencia   —212→   recibiera de los Caballucos padres y abuelos, la mejor casta de guerreros que ha asolado la tierra. Cuéntase además que por aquellos días el nuevo gobernador de la provincia celebró una conferencia con este importante personaje, oyendo de sus labios las mayores seguridades de contribuir al reposo público y evitar toda ocasión de disturbios. Aseguran fieles testigos que se le veía en amor y compaña con los militares, partiendo un piñón con este o el otro sargento en la taberna, y hasta se dijo que le iban a dar un buen destino en el Ayuntamiento de la capital de la provincia. ¡Oh cuán difícil es para el historiador, que presume de imparcial, depurar la verdad en esto de las opiniones y pensamientos de los insignes personajes que han llenado el mundo con su nombre! No sabe uno a qué atenerse, y la falta de datos ciertos da origen a lamentables equivocaciones. En presencia de hechos tan culminantes como la jornada de Brumario, como el saco de Roma por Borbón, como la ruina de Jerusalén, ¿qué psicólogo, ni qué historiador podrá determinar los pensamientos que les precedieron o les siguieron en la cabeza de Bonaparte, Carlos V y Tito? ¡Responsabilidad inmensa la nuestra! Para librarnos en parte de ella, refiramos palabras, frases y aun discursos del mismo emperador orbajosense, y de este modo cada cual formará la opinión que le parezca más acertada.

No cabe duda alguna de que Cristóbal Ramos   —213→   salió, ya anochecido, de su casa, y atravesando por la calle del Condestable vio tres labriegos que en sendas mulas venían en dirección contraria a la suya, y preguntándoles que a dó caminaban, repusieron que a la casa de la señora doña Perfecta, a llevarle varias primicias de frutos de las huertas y algún dinero de las rentas vencidas. Eran, el Sr. Pasolargo, un mozo a quien llamaban Frasquito González, y el tercero, de mediana edad y recia complexión, recibía el nombre de Vejarruco, aunque el suyo verdadero era José Esteban Romero. Volvió atrás Caballuco, solicitado por la buena compañía de aquella gente con quien tenía franca y antigua amistad, y entró con ellos en casa de la señora. Esto ocurría según los más verosímiles datos, al anochecer y dos días después de aquel en que doña Perfecta y Pinzón hablaron lo que en el anterior capítulo ha podido ver quien lo ha leído.

Entretúvose el gran Ramos dando a Librada ciertos recados de poca importancia que una vecina confiara a su buena memoria, y cuando entró en el comedor, ya los tres labriegos antes mencionados y el Sr. Licurgo, que asimismo por singular coincidencia estaba presente, habían entablado conversación sobre asuntos de la cosecha y de la casa. La señora tenía un humor endiablado; a todo ponía faltas, y reprendíales ásperamente por la sequía del cielo y la infecundidad de la tierra, fenómenos de que ellos, los pobrecitos no tenían la culpa. Presenciaba   —214→   la escena el Sr. Penitenciario. Cuando entró Caballuco, saludole afectuosamente el buen canónigo, señalándole un asiento a su lado.

-Aquí está el personaje -dijo la señora con desdén-. ¡Parece mentira que se hable tanto de un hombre de tan poco valer! Dime, Caballuco, ¿es verdad que te han dado de bofetadas unos soldados esta mañana?

-¡A mí! ¡A mí!

Diciendo esto el Centauro se levantó indignado cual si recibiera el más grosero insulto.

-Así lo han dicho -añadió la señora-. ¿No es verdad? Yo lo creí, porque quien en tan poco se tiene... Te escupirán y tú te creerás honrado con la saliva de los militares.

-¡Señora! -vociferó Ramos con energía-. Salvo el respeto que debo a Vd., que es mi madre, más que mi madre, mi señora, mi reina... pues digo que salvo el respeto que debo a la persona que me ha dado todo lo que tengo... salvo el respeto...

-¿Qué?... Parece que vas a decir mucho y no dices nada.

-Pues digo, que salvo el respeto, eso de la bofetada es una calumnia -añadió expresándose con extraordinaria dificultad-. Todos hablan de mí, que si entro o si salgo, que si voy, que si vengo... Y todo ¿por qué? Porque quieren tomarme por figurón para que revuelva el país. Bien está Pedro en su casa, señoras y caballeros. ¿Que ha venido la tropa?...   —215→   malo es; pero ¿qué le vamos a hacer?... ¿Que han quitado al alcalde y al secretario y al juez?... malo es; yo quisiera que se levantaran contra ellos las piedras de Orbajosa; pero di mi palabra al gobernador, y hasta ahora yo...

Rascose la cabeza, frunció el adusto ceño y con lengua cada vez más torpe, prosiguió así:

-Yo seré bruto, pesado, ignorante, querencioso, testarudo y todo lo que quieran; pero a caballero no me gana nadie.

-Lástima de Cid Campeador -dijo con el mayor desprecio doña Perfecta-. ¿No cree Vd., como yo, señor Penitenciario, que en Orbajosa no hay ya un solo hombre que tenga vergüenza?

-Grave opinión es esa -repuso el capitular, sin mirar a su amiga ni apartar de su barba la mano en que apoyaba el meditabundo rostro-. Pero se me figura que este vecindario ha aceptado con excesiva sumisión el pesado yugo del militarismo.

Licurgo y los tres labradores reían con toda su alma.

-Cuando los soldados y las autoridades nuevas -dijo la señora-, nos hayan llevado el último real, después de deshonrado el pueblo, enviaremos a Madrid, en una urna cristalina, a todos los valientes de Orbajosa para que los pongan en el Museo o los enseñen por las calles.

-¡Viva la señora! -exclamó con vivo ademán el que llamaban Vejarruco-. Lo que ha parlado es como   —216→   el oro. No se dirá por mí que no hay valientes, pues no estoy con los Aceros, por aquello de que tiene uno tres hijos y mujer y puede suceder cualquier estropicio; que si no...

-¿Pero, tú no has dado tu palabra al gobernador? -le preguntó con amarga sonrisa la señora.

-¡Al Gobernador! -exclamó el nombrado Frasquito González-. No hay en todo el país tunante que más merezca un tiro. Gobernador y Gobierno todos son lo mismo. El cura nos predicó el domingo tantas cosas altisonantes sobre las herejías y ofensas a la religión que hacen en Madrid... ¡Oh! Había que oírle... Al fin dio muchos gritos en el púlpito, diciendo que la religión ya no tenía defensores.

-Aquí está el gran Cristóbal Ramos -dijo la señora dando fuerte palmada en el hombro del Centauro-. Monta a caballo; se pasea en la plaza y en el camino real para llamar la atención de los soldados; venle estos, se espantan de la fiera catadura del héroe, y echan todos a correr muertos de miedo.

La señora terminó su frase con una risa exagerada que se hacía más chocante por el profundo silencio de los que la oían. Caballuco estaba pálido.

-Sr. Pasolargo -continuó la dama poniéndose seria-, esta noche, cuando vaya Vd. a su casa, mándeme acá a su hijo Bartolomé para que se quede aquí. Necesito tener buena gente en casa; y aun así, bien podrá suceder que el mejor día amanezcamos mi hija y yo asesinadas.

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-¡Señora! -exclamaron todos.

-¡Señora! -gritó Caballuco levantándose-. ¿Eso es broma o qué es?

-Sr. Vejarruco, Sr. Pasolargo -continuó la señora sin mirar al bravo de la localidad-, no estoy segura en mi casa. Ningún vecino de Orbajosa lo está, y menos yo. Vivo con el alma en un hilo. No puedo pegar los ojos en toda la noche.

-Pero ¿quién, quién se atreverá?...

-Vamos -exclamó Licurgo con ardor-, que yo, viejo y enfermo, seré capaz de batirme con todo el ejército español si tocan el pelo de la ropa a la señora...

-Con el Sr. Caballuco -dijo Frasquito González-, basta y sobra.

-¡Oh!, no -repuso doña Perfecta con cruel sarcasmo-. ¿No ven ustedes que Ramos ha dado su palabra al gobernador?...

Caballuco se volvió a sentar; y poniendo una pierna sobre otra, cruzó las manos sobre ellas.

-Me basta un cobarde -añadió implacablemente el ama-, con tal que no haya dado palabras. Quizás pase yo por el trance de ver asaltada mi casa, de ver que me arrancan de los brazos a mi querida hija, de verme atropellada e insultada del modo más infame...

No pudo continuar. La voz se ahogó en su garganta, y rompió a llorar desconsoladamente.

-¡Señora, por Dios, cálmese Vd.!... Vamos... no   —218→   hay motivo todavía... -dijo precipitadamente y con semblante y voz de aflicción suma D. Inocencio-. También es preciso un poquito de resignación para soportar las calamidades que Dios nos envía.

-¿Pero quién... señora? ¿Quién se atreverá a tales vituperios? -preguntó uno de los cuatro-. Orbajosa toda se pondría sobre un pie para defender a la señora.

-Pero ¿quién, quién?... -repitieron todos.

-Vaya, no la molesten Vds. con preguntas importunas -dijo con oficiosidad el Penitenciario-. Pueden retirarse.

-No, no, que se queden -manifestó vivamente la señora secando sus lágrimas-. La compañía de mis buenos servidores es para mí un gran consuelo.

-Maldita sea mi casta -dijo el tío Lucas dándose un puñetazo en la rodilla-, si todos estos gatuperios no son obra del mismísimo sobrino de la señora.

-¿Del hijo de D. Juan Rey?

-Desde que le vi en la estación de Villahorrenda y me habló con su voz melosilla y sus mimos de hombre cortesano -manifestó Licurgo-, le tuve por un grandísimo... no quiero acabar por respeto a la señora... Pero yo le conocí... le señalé desde aquel día, y yo no me equivoco. Sé muy bien, como dijo el otro, que por el hilo se saca el ovillo, por la muestra se conoce el paño y por la uña el león.

-No se hable mal en mi presencia de ese desdichado joven -dijo la de Polentinos severamente-.   —219→   Por grandes que sean sus faltas, la caridad nos prohíbe hablar de ellas y darles publicidad.

-Pero la caridad -manifestó D. Inocencio, con cierta energía- no nos impide precavernos contra los malos; y de eso se trata. Ya que han decaído tanto los caracteres y el valor en la desdichada Orbajosa; ya que este pueblo parece dispuesto a poner la cara para que escupan en ella cuatro soldados y un cabo, busquemos alguna defensa uniéndonos.

-Yo me defenderé como pueda -dijo con resignación y cruzando las manos doña Perfecta-. ¡Hágase la voluntad del Señor!

-Tanto ruido para nada... ¡Por vida de...! ¡En esta casa son de la piel del miedo!... -exclamó Caballuco entre serio y festivo-. No parece sino que el tal don Pepito es una región (léase legión) de demonios. No se asuste Vd., señora mía. Mi sobrinillo Juan, que tiene trece años, guardará la casa, y veremos, sobrino por sobrino, quién puede más.

-Ya sabemos todos lo que significan tus guapezas y valentías -replicó la dama-. ¡Pobre Ramos, quieres echártela de bravucón cuando ya se ha visto que no sirves para nada!

Ramos palideció ligeramente, fijando en la señora una mirada singular en que se confundía con el espanto el respeto.

-Sí, hombre, no me mires así. Ya sabes que no me asusto de fantasmones. ¿Quieres que te hable de una vez con claridad? Pues eres un cobarde.

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Ramos, moviéndose como el que siente en diversas partes de su cuerpo molestas picazones, demostraba gran desasosiego. Su nariz expelía y recogía el aire como la de un caballo. Dentro de aquel corpachón combatía consigo misma por echarse fuera rugiendo y destrozando una tormenta, una pasión, una barbaridad. Después de modular a medias algunas palabras, mascando otras, levantose y bramó de esta manera:

-¡Le cortaré la cabeza al Sr. de Rey!!

-¡Qué desatino! Eres tan bruto como cobarde -dijo la señora palideciendo-. ¿Qué hablas ahí de matar, si yo no quiero me maten a nadie y mucho menos a mi sobrino, persona a quien amo a pesar de sus maldades?

-¡El homicidio! ¡Qué atrocidad! -exclamó el señor D. Inocencio escandalizado-. Este hombre está loco.

-¡Matar!... La idea tan sólo de un homicidio me horroriza, Caballuco -dijo la señora cerrando los dulces ojos-. ¡Pobre hombre! Desde que has querido mostrar valentía, has aullado14 como un lobo carnicero. Vete de aquí Ramos; me causas espanto.

-¿No dice la señora que tiene miedo? ¿No dice que atropellarán la casa, que robarán a la niña?

-Sí, lo temo.

-Y eso lo ha de hacer un solo hombre -dijo Ramos con desprecio, volviendo a sentarse-. Eso lo ha de hacer el D. Pepe Poquita Cosa con sus matemáticas.   —221→   Hice mal en decirle que le rebanaría el pescuezo. A un muñeco de ese estambre se le coge de una oreja y se le echa de remojo en el río.

-Sí, ríete ahora, bestia. No es mi sobrino solo quien ha de cometer todos esos desafueros que has mencionado y que yo temo; pues si fuese él solo no le temería. Mandaría a Librada que se pusiera en la puerta con una escoba... bastaría... No es él solo, no.

-¿Pues quién?

-Hazte el borrico. ¡No sabes tú que mi sobrino y el brigadier que manda esa condenada tropa se han confabulado...!

-¡Confabulado! -exclamó Caballuco demostrando no entender la palabra.

-Que están de compinche -dijo el tío Licurgo-. Fabulearse quiere decir estar de compinche. Ya me barruntaba yo lo que dice la señora.

-Todo se reduce a que el brigadier y los oficiales son uña y carne de D. José, y lo que él quiera lo quieren esos soldadotes, y esos soldadotes harán toda clase de atropellos y barbaridades, porque ese es su oficio.

-Y ahora no tenemos alcalde que nos ampare.

-Ni juez.

-Ni gobernador. Es decir, que estamos a merced de esa infame gentuza.

-Ayer -dijo Vejarruco- unos soldados se llevaron engañada a la hija más chica del tío Julián, y   —222→   la pobre no se atrevió a volver a su casa; mas la encontraron llorando y descalza junto a la fuentecilla vieja, recogiendo los pedazos de la cántara rota.

-¡Pobre D. Gregorio Palomeque, el escribano de Naharilla Alta! -dijo Frasquito González-. Estos tunantes le robaron todo el dinero que tenía en su casa. Pero el brigadier, cuando se lo contaron, contestó que era mentira.

-Tiranos, más tiranos no nacieron de madre -manifestó el otro-. ¡Cuando digo que por punto no estoy yo también con los Aceros...!

-¿Y qué se sabe de Francisco Acero? -preguntó mansamente doña Perfecta-. Sentiría que le ocurriera algún percance. Dígame Vd., D. Inocencio: ¿Francisco Acero, no nació en Orbajosa?

-No señora: él y su hermano son de Villajuán.

-Lo siento por Orbajosa -dijo doña Perfecta-. Esta pobre ciudad ha entrado en desgracia. ¿Sabe usted si Francisco Acero dio palabra al gobernador de no molestar a los pobres soldaditos en sus robos de doncellas, en sus irreligiosidades, en sus sacrilegios, en sus infames felonías?

Caballuco dio un salto. Ya no se sentía punzado, sino herido por feroz sablazo. Encendido el rostro y con los ojos llenos de fuego, gritó de este modo:

-¡Yo di mi palabra al gobernador, porque el gobernador me dijo que venían con buen fin!

-Bárbaro, no grites. Habla como la gente y te escucharemos.

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-Yo prometí que ni yo, ni ninguno de mis amigos levantaríamos partidas en tierra de Orbajosa... A todo el que ha querido salir porque le retozaba la guerra en el cuerpo, le he dicho: vete con los Aceros que aquí no nos movemos... Pero tengo mucha gente honrada, sí señora, y buena, sí señora, y valiente, sí señora, que está desperdigada por los caseríos y las aldeas y los arrabales y los montes, cada uno en su casa, ¿eh? Y en cuanto yo les diga la mitad de media palabra ¿eh?, ya están todos descolgando las escopetas, ¿eh?, y echando a correr a caballo o a pie para ir a donde yo les mande... Y no me anden con gramáticas, que yo si di mi palabra, fue porque la di, y si no salgo es porque no quiero salir, y si quiero que haya partidas las habrá; y si no quiero, no: porque yo soy quien soy, el mismo hombre de siempre, bien lo saben todos... Y digo otra vez que no vengan con gramáticas ¿estamos...?, y que no me digan las cosas al revés ¿estamos...?, y si quieren que salga me lo declaren con toda la boca abierta ¿estamos...?, porque para eso nos ha dado Dios la lengua, para decir esto y aquello. Bien sabe la señora quién soy, así como bien sé yo que le debo la camisa que me pongo, y el pan que como hoy, y el primer garbanzo que chupé cuando me despecharon, y la caja en que enterraron a mi padre cuando murió, y las medicinas y el médico que me sanaron cuando estuve enfermo; y bien sabe la señora que si ella me dice: «Caballuco, rómpete la cabeza», voy a aquel rincón y contra la pared me la   —224→   rompo; bien sabe la señora que si ahora dice ella que es de día, yo, aunque vea la noche, creeré que me equivoco y que es claro día; bien sabe la señora que ella y su hacienda son antes que mi vida, y que si delante de mí la pica un mosquito, le perdono porque es mosquito; bien sabe la señora que la quiero más que a cuanto hay debajo del sol... A un hombre de tanto corazón se le dice: «Caballuco, so animal, haz esto o lo otro», y basta de ritólicas y mete y saca de palabrejas y sermoncillos al revés y pincha por aquí y pellizca por allá.

-Vamos, hombre, sosiégate -dijo doña Perfecta con bondad-. Te has sofocado como aquellos oradores republicanos que venían a predicar aquí la religión libre, el amor libre y no sé cuántas cosas libres... Que te traigan un vaso de agua.

Caballuco hizo con el pañuelo una especie de rodilla, apretado envoltorio o más bien pelota, y se lo paseó por la ancha frente y cogote para limpiarse ambas partes, cubiertas de sudor. Trajéronle un vaso de agua, y el Sr. Canónigo con una mansedumbre que cuadraba perfectamente a su carácter sacerdotal, lo tomó de manos de la criada para presentárselo y sostener el plato mientras bebía. El agua se escurría por el gaznate de Caballuco, produciendo un claqueteo sonoro.

-Ahora tráigame Vd. otro a mí, señora Librada -dijo D. Inocencio-. También tengo un poco de fuego dentro.



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ArribaAbajo- XXII -

¡Desperta!


-Respecto a lo de las partidas -dijo doña Perfecta cuando concluyeron de beber-, sólo te digo que hagas lo que tu conciencia te dicte.

-Yo no entiendo de dictados -repuso el Centauro-. Haré lo que sea del gusto de la señora.

-Pues yo no te aconsejaré nada en asunto tan grave -repuso ella con la circunspección y comedimiento que tan bien le sentaban-. Eso es muy grave, gravísimo, y yo no puedo aconsejarte nada.

-Pero el parecer de Vd...

-Mi parecer es que abras los ojos y veas, que abras los oídos y oigas... Consulta tu corazón... yo te concedo que tienes un gran corazón... Consulta a ese juez, a ese consejero que tanto sabe, y haz lo que él te mande.

Caballuco meditó, pensó todo lo que puede pensar una espada.

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-Los de Naharilla Alta -dijo Vejarruco- nos contamos ayer y éramos trece, propios para cualquier cosita mayor... Pero como temíamos que la señora se enfadara, no hicimos nada. Es tiempo ya de trasquilar.

-No te preocupes de la trasquila -dijo la señora-. Tiempo hay. No se dejará de hacer por eso.

-Mis dos muchachos -manifestó Licurgo- riñeron ayer el uno con el otro, porque uno quería irse con Francisco Acero y el otro no. Yo les dije: «Despacio, hijos míos, que todo se andará. Esperad, que tan buen pan hacen aquí como en Francia».

-Anoche me dijo Roque Pelomalo -manifestó el tío Pasolargo-, que en cuanto el Sr. Ramos dijera tanto así, ya estaban todos con las armas en la mano. ¡Qué lástima que los dos hermanos Burguillos se hayan ido a labrar las tierras de Lugarnoble!

-Vaya Vd. a buscarlos -dijo el ama vivamente-. Sr. Lucas, proporciónele Vd. un caballo al tío Pasolargo.

-Yo, si la señora me lo manda, y el Sr. Ramos también -dijo Frasquito González-, iré a Villahorrenda a ver si Robustiano, el guarda de montes, y su hermano Pedro quieren también...

-Me parece buena idea. Robustiano no se atreve a venir a Orbajosa porque me debe un piquillo. Puedes decirle que le perdono los seis duros y medio... Esta pobre gente, que tan generosamente   —227→   sabe sacrificarse por una buena idea, se contenta con tan poco... ¿No es verdad, Sr. D. Inocencio?

-Aquí nuestro buen Ramos -repuso el canónigo-, me dice que sus amigos están descontentos con él por su tibieza; pero que en cuanto le vean determinado se pondrán todos la canana al cinto.

-Pero qué, ¿estás determinado a echarte a la calle? -dijo la señora-. No te he aconsejado yo tal cosa, y si lo haces es por tu voluntad. Tampoco el Sr. D. Inocencio te habrá dicho una palabra en este sentido. Pero cuando tú lo decides así, razones muy poderosas tendrás... Dime, Cristóbal, ¿quieres cenar?, ¿quieres tomar algo...?, con franqueza...

-En cuanto a que yo aconseje al Sr. Ramos que se eche al campo -dijo D. Inocencio mirando por encima de los cristales de sus anteojos-, razón tiene la señora. Yo, como sacerdote, no puedo aconsejar tal cosa. Sé que algunos lo hacen, y aun toman las armas; pero esto me parece impropio, muy impropio, y no seré yo quien les imite. Llevo mi escrupulosidad hasta el extremo de no decir una palabra al Sr. Ramos sobre la peliaguda cuestión de su levantamiento en armas. Yo sé que Orbajosa lo desea; sé que le bendecirán todos los habitantes de esta noble ciudad; sé que vamos a tener aquí hazañas dignas de pasar a la historia; pero, sin embargo, permítaseme un discreto silencio.

-Está muy bien dicho -añadió doña Perfecta-. No me gusta que los sacerdotes se mezclen en tales   —228→   asuntos. Un clérigo ilustrado debe conducirse de este modo. Bien sabemos que en circunstancias solemnes y graves, por ejemplo, cuando peligran la patria y la fe, están los sacerdotes en su terreno incitando a los hombres a la lucha y aun figurando en ella. Pues que Dios mismo ha tomado parte en célebres batallas, bajo la forma aparente de ángeles o santos, bien pueden sus ministros hacerlo. Durante la guerra contra los infieles, ¿cuántos obispos acaudillaron las tropas castellanas?

-Muchos, y algunos fueron insignes guerreros. Pero estos tiempos no son aquellos, señora. Verdad es que si vamos a mirar atentamente las cosas, la fe peligra ahora más que antes... ¿Pues qué representan esos ejércitos que ocupan nuestra ciudad y pueblos inmediatos?, ¿qué representan? ¿Son otra cosa más que el infame instrumento de que se valen para sus pérfidas conquistas y el exterminio de las creencias, los ateos y protestantes de que está infestado Madrid?... Bien lo sabemos todos. En aquel centro de corrupción, de escándalo, de irreligiosidad y descreimiento, unos cuantos hombres malignos, comprados por el oro extranjero, se emplean en destruir en nuestra España la semilla de la fe... Pues ¿qué creen Vds.? Nos dejan a nosotros decir misa y a Vds. oírla por un resto de consideración, por vergüenza... pero el mejor día... Por mi parte, estoy tranquilo. Soy un hombre que no se apura por ningún interés temporal y mundano. Bien lo sabe la   —229→   señora doña Perfecta, bien lo saben todos los que me conocen. Estoy tranquilo y no me asusta el triunfo de los malvados. Sé muy bien que nos aguardan días terribles; que cuantos vestimos el hábito sacerdotal tenemos la vida pendiente de un cabello, porque España, no lo duden Vds., presenciará escenas como aquellas de la Revolución francesa en que perecieron miles de sacerdotes piadosísimos en un mismo día... Mas no me apuro. Cuando toquen a degollar presentaré mi cuello: ya he vivido bastante. ¿Para qué sirvo yo? Para nada, para nada, para nada.

-Comido de perros me vea yo -exclamó Vejarruco mostrando el puño, no menos duro y fuerte que un martillo-, si no acabamos pronto con toda esa canalla ladrona.

-Dicen que la semana que viene comienza el derribo de la catedral -indicó Frasquito González.

-Supongo que la derribarán con picos y martillos -dijo el canónigo sonriendo-. Hay artífices que no tienen esas herramientas, y sin embargo adelantan más edificando. Bien saben Vds. que, según tradición piadosa, nuestra hermosa capilla del Sagrario fue derribada por los moros en un mes y reedificada en seguida por los ángeles en una sola noche... Dejarles, dejarles que derriben.

-En Madrid, según nos contó la otra noche el cura de Naharilla -dijo Vejarruco-, ya quedan tan   —230→   pocas iglesias, que algunos curas dicen misa en medio de la calle, y como les aporrean y les dicen injurias y también les escupen, muchos no la quieren decir.

-Felizmente aquí, hijos míos -manifestó Don Inocencio-, no hemos tenido aún escenas de esa naturaleza. ¿Por qué? Porque saben qué clase de gente sois; porque tienen noticia de vuestra piedad ardiente y de vuestro valor... No le arriendo la ganancia a los primeros que pongan la mano en nuestros sacerdotes, y en nuestro culto... Por supuesto, dicho se está que si no se les ataja a tiempo, harán diabluras. ¡Pobre España, tan santa y tan humilde y tan buena! ¡Quién había de decir que llegaría a estos apurados extremos!... Pero yo sostengo que la impiedad no triunfará, no señor. Todavía hay gente valerosa, todavía hay gente de aquella de antaño, ¿no es verdad, Sr. Ramos?

-Todavía la hay, sí señor -repuso el Centauro.

-Yo tengo una fe ciega en el triunfo de la ley de Dios. Alguno ha de salir en defensa de ella. Si no son unos, serán otros. La palma de la victoria y con ella la gloria eterna, alguien se la ha de llevar. Los malvados perecerán, si no hoy, mañana. Aquel que va contra la ley de Dios caerá, no hay remedio. Sea de esta manera, sea de la otra, ello es que ha de caer. No le salvan ni sus argucias, ni sus escondites, ni sus artimañas. La mano de Dios está alzada sobre él y le herirá sin falta. Tengámosle compasión   —231→   y deseemos su arrepentimiento... En cuanto a vosotros, hijos míos, no esperéis que os diga una palabra sobre el paso que seguramente vais a dar. Sé que sois buenos, sé que vuestra determinación generosa y el noble fin que os guía lavan toda mancha pecaminosa que por causa del derramamiento de sangre pudierais recibir; sé que Dios os bendice, que vuestra victoria, lo mismo que vuestra muerte, os sublimarán a los ojos de los hombres y a los de Dios; sé que se os deben palmas y alabanzas y toda suerte de honores; pero a pesar de esto, hijos míos queridos, mi labio no os incitará a la pelea. No lo he hecho nunca, ni lo hago ahora. Obrad con arreglo al ímpetu de vuestro noble corazón. Si él os manda que os estéis en vuestras casas, estaos en ellas; si él os manda que salgáis, salid en buen hora. Me resigno a ser mártir y a inclinar mi cuello ante el verdugo, si esa miserable tropa continúa aquí. Pero si un impulso hidalgo y ardiente y pío de los hijos de Orbajosa, contribuye a la grande obra de la extirpación de las desventuras patrias, me tendré por el más dichoso de los hombres, sólo con ser paisano vuestro; y toda mi vida de estudios, de santidad, de penitencia, de resignación, no me parecerá tan meritoria para aspirar al cielo, como un día solo de vuestro heroísmo.

-¡No se puede decir más y mejor! -exclamó doña Perfecta arrebatada de entusiasmo.

Caballuco se había inclinado hacia adelante en su   —232→   asiento, poniendo los codos sobre las rodillas. Cuando el canónigo acabó de hablar, tomole la mano y se la besó con ardiente fervor.

-Hombre mejor no ha nacido de madre- dijo el tío Licurgo enjugando o haciendo que enjugaba una lágrima.

-¡Que viva el Sr. Penitenciario! -gritó Frasquito González poniéndose en pie y arrojando hacia el techo su gorra.

-Silencio -dijo la señora-. Siéntate Frasquito. Tú eres de los de mucho ruido y pocas nueces...

-¡Bendito sea Dios, que le dio a Vd. ese pico de oro! -exclamó Cristóbal inflamado de admiración-. ¡Qué dos personas tengo delante! Mientras vivan las dos, ¿para qué se quiere más mundo?... Toda la gente de España debiera ser así... pero ¡cómo ha de ser así si no hay más que pillería! En Madrid, que es la corte de donde vienen leyes y mandarines, todo es latrocinio y farsa. ¡Pobre religión, cómo la han puesto!... No se ven más que pecados... Señora doña Perfecta, Sr. D. Inocencio, por el alma de mi padre, por el alma de mi abuelo, por la salvación de la mía, juro que deseo morir...

-¡Morir!

-Que me maten esos perros tunantes; y digo que me maten, porque yo no puedo descuartizarlos a ellos. Soy muy chico.

-Ramos, eres grande -dijo solemnemente la señora.

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-¿Grande, grande?... Grandísimo por el corazón; pero ¿tengo yo plazas fuertes, tengo caballería, tengo artillería?

-Esa es una cosa, Ramos -dijo doña Perfecta sonriendo-, de que yo me ocuparía muy poco. ¿No tiene el enemigo lo que a ti te hace falta?

-Sí.

-Pues quítaselo...

-Se lo quitaremos, sí señora. Cuando digo que se lo quitaremos...

-Querido Ramos -exclamó D. Inocencio-. Envidiable posición es la de Vd... ¡Destacarse, elevarse sobre la vil muchedumbre, ponerse al igual de los mayores héroes del mundo... poder decir que la mano de Dios guía su mano!... ¡Oh qué grandeza y honor! Amigo mío, no es lisonja. ¡Qué apostura, qué gentileza, qué gallardía!... No, hombres de tal temple no pueden morir. El Señor va con ellos, y la bala y hierro enemigos detiénense... no se atreven... ¿qué se han de atrever viniendo de cañón y de manos de herejes?... Querido Caballuco, al ver a Vd., al ver su bizarría y caballerosidad, vienen a mi memoria, sin poderlo remediar, los versos de aquel romance de la conquista del imperio de Trapisonda:


    Llegó el valiente Roldán
de todas armas armado,
en el fuerte Briador
—234→
su poderoso caballo,
y la fuerte Durlindana
muy bien ceñida a su lado,
la lanza como una entena,
el fuerte escudo embrazado...
Por la visera del yelmo
fuego venía lanzando;
retemblando con la lanza
como un junco muy delgado,
y a toda la hueste junta
fieramente amenazando.

-Muy bien -exclamó el tío Licurgo batiendo palmas-. Y yo digo como D. Reinaldos:


    ¡Nadie en D. Renialdos15 toque
si quiere ser bien librado!
Quien otra cosa quisiese
él será tan bien pagado
que todo el resto del mundo
no se escape de mi mano
sin quedar pedazos hecho
o muy bien escarmentado.

-Ramos, tú querrás cenar; tú querrás tomar algo ¿no es verdad? -dijo la señora.

-Nada, nada -repuso el Centauro-, denme si acaso un plato de pólvora.

Diciendo esto soltó estrepitosa carcajada, dio varios   —235→   paseos por la habitación, observado atentamente por todos, y deteniéndose luego junto al grupo, fijó los ojos en doña Perfecta y con atronadora voz profirió estas palabras:

-Digo que no hay más que decir. ¡Viva Orbajosa, muera Madrid!

Descargó la mano sobre la mesa, con tal fuerza que retembló el piso de la casa.

-¡Qué poderoso brío! -exclamó D. Inocencio.

-Vaya que tienes unos puños...

Todos contemplaban la mesa que se había partido en dos pedazos.

Fijaban luego los ojos en el nunca bastante admirado Renialdos16 o Caballuco. Indudablemente había en su semblante hermoso, en sus ojos verdes animados por extraño resplandor felino, en su negra cabellera, en su cuerpo hercúleo, cierta expresión y aire de grandeza, un resabio o más bien recuerdo de las grandes razas que dominaron al mundo. Pero su aspecto general era el de una degeneración lastimosa, y costaba trabajo encontrar la filiación noble y heroica en la brutalidad presente. Se parecía a los grandes hombres de D. Cayetano, como se parece el mulo al caballo.



  —236→  

ArribaAbajo- XXIII -

Misterio


Después de lo que hemos referido, duró mucho la conferencia; pero omitimos lo restante por no ser indispensable para la buena inteligencia de esta relación. Retiráronse al fin, quedando para lo último, como de costumbre, el Sr. D. Inocencio. No habían tenido tiempo aún la señora y el canónigo de cambiar dos palabras, cuando entró en el comedor una criada de edad y mucha confianza que era el brazo derecho de doña Perfecta, y como esta la viera inquieta y turbada, llenose también de turbación, sospechando que algo malo en la casa ocurría.

-No encuentro a la señorita por ninguna parte -dijo la criada respondiendo a las preguntas de la señora.

-¡Jesús!... ¡Rosario!... ¿dónde está mi hija?

-¡Válgame la Virgen del Socorro! -gritó el Penitenciario, tomando el sombrero y disponiéndose a correr tras la señora.

  —237→  

-Buscadla bien... Librada... Librada... Pero ¿no estaba contigo en su cuarto?

-Sí, señora -repuso temblando la criada vieja-, pero el demonio me tentó y me quedé dormida.

-Maldito sea tu sueño... Jesús mío... ¿qué es esto? Rosario, Rosario... Librada.

Subieron, bajaron, tornaron a bajar y a subir, llevando luz y registrando todas las piezas. Por último oyose la voz del Penitenciario en la escalera:

-Aquí está, aquí está -decía con júbilo-. Ya pareció.

Un instante después la madre y la hija se encontraban la una frente a la otra en la galería alta.

-¿Dónde estabas? -preguntó con severo acento doña Perfecta examinando el rostro de su hija.

-En la huerta -repuso la niña más muerta que viva.

-¿En la huerta a estas horas? ¡Rosario, Rosario!...

-Tenía calor, me asomé a la ventana, se me cayó el pañuelo y bajé a buscarlo.

-¿Por qué no dijiste a Librada que te lo alcanzase?... ¡Librada!... ¿Dónde está esa muchacha? ¿Se ha dormido también?

Librada apareció al fin. Su semblante pálido indicaba la consternación y el recelo del delincuente.

-¿Qué es esto? ¿Dónde estabas? -preguntó con terrible enojo la dama.

  —238→  

-Pues señora... bajé a buscar la ropa que está en el cuarto de la calle... y me quedé dormida.

-Todas duermen aquí esta noche. Me parece que alguno no dormirá en mi casa mañana. Rosario, puedes retirarte.

Comprendiendo que era indispensable proceder con prontitud y energía, la señora y el canónigo emprendieron sin tardanza sus investigaciones. Preguntas, amenazas, ruegos, promesas fueron empleadas con habilidad suma para inquirir la verdad de lo acontecido. No resultó ni sombra de culpabilidad en la criada anciana; pero Librada confesó de plano entre lloros y suspiros todas sus bellaquerías que sintetizamos del modo siguiente:

Poco después de alojarse en la casa, el Sr. Pinzón empezó a hacer cocos a la señorita Rosario. Dio dinero a Librada, según ésta dice, para tenerla por mensajera de recados y amorosas esquelas. La señorita no se mostró enojada sino antes bien gozosa, y pasaron algunos días de esta manera. Por último, la sirvienta declara que aquella noche Rosario y el Sr. Pinzón habían concertado verse y hablarse en la ventana de la habitación de este último, que da a la huerta. Confiaron su pensamiento a la Librada, quien ofreció protegerlo mediante una cantidad que se le entregara en el acto. Según lo convenido, el Pinzón debía salir de la casa a la hora de costumbre y volver ocultamente a las nueve, y entrar en su cuarto, del cual y de la casa saldría también   —239→   clandestinamente más tarde, para volver sin tapujos a la hora avanzada de costumbre. De este modo no podría sospecharse de él. La Librada aguardó al Pinzón, el cual entró muy envuelto en su capote sin hablar palabra. Metiose en su cuarto a punto que la señorita bajaba a la huerta. La Librada, mientras duró la entrevista, que no presenció, estuvo apostada en la galería, para avisar a Pinzón cualquier peligro que ocurriese; y al cabo de una hora salió como antes, muy bien cubierto con su capote y sin hablar una palabra.

Concluida la confesión, D. Inocencio preguntó a la desdichada:

-¿Estás segura de que el que entró y salió era el Sr. Pinzón?

La reo no contestó nada, y sus facciones indicaban gran perplejidad.

La señora se puso verde de ira.

-¿Tú le viste la cara?

-¿Pero quién podría ser sino él? -repuso la doncella-. Yo tengo la seguridad de que era él. Fue derecho a su cuarto... conocía muy bien el camino.

Es raro -dijo el canónigo-. Viviendo en la casa no necesitaba emplear tales tapujos... Podía haber pretextado una enfermedad y quedarse... ¿No es verdad, señora?

-Librada -exclamó esta con exaltación de ira-, te juro por Dios crucificado que irás a presidio.

Después cruzó las manos; clavose los dedos de   —240→   la una en la otra con tanta fuerza, que casi se hizo sangre.

-Sr. D. Inocencio -exclamó-. Muramos... no hay más remedio que morir.

Después rompió a llorar desconsoladamente.

-Valor, señora mía -dijo el clérigo con acento patético-. Mucho valor... Ahora es preciso tenerlo grande. Esto requiere serenidad y gran corazón.

-El mío es inmenso -dijo entre sollozos la de Polentinos.

-El mío es pequeñito... -dijo el canónigo-, pero allá veremos.



  —241→  

ArribaAbajo- XXIV -

La confesión


Entretanto Rosario, con el corazón hecho pedazos, sin poder llorar, sin poder tener calma ni sosiego, traspasada por el frío acero de un dolor inmenso, con la mente pasando en veloz carrera del mundo a Dios y de Dios al mundo, aturdida y medio loca, estaba a altas horas de la noche en su cuarto, puesta de hinojos, cruzadas las manos, con los pies desnudos sobre el suelo, la ardiente sien apoyada en el borde del lecho, a oscuras, a solas, en silencio.

Cuidaba de no hacer el menor ruido, para no llamar la atención de su mamá, que dormía o aparentaba dormir en la habitación inmediata. Elevó al cielo su exaltado pensamiento en esta forma:

-Señor, Dios mío, ¿por qué antes no sabía mentir, y ahora sé? ¿Por qué antes no sabía disimular y ahora disimulo? ¿Soy una mujer infame?... Esto que siento y que a mí me pasa es la caída de las que no   —242→   vuelven a levantarse... ¿He dejado de ser buena y honrada?... Yo no me conozco. ¿Soy yo misma o es otra la que está en este sitio?... ¡Qué de terribles cosas en tan pocos días! ¡Cuántas sensaciones diversas! ¡Mi corazón está consumido de tanto sentir!... Señor, Dios mío, ¿oyes mi voz, o estoy condenada a rezar eternamente sin ser oída?... Yo soy buena, nadie me convencerá de que no soy buena. Amar, amar muchísimo, ¿es acaso maldad?... Pero no... esto es una ilusión, un engaño. Soy más mala que las peores mujeres de la tierra. Dentro de mí una gran culebra me muerde y me envenena el corazón... ¿Qué es esto que siento? ¿Por qué no me matas, Dios mío? ¿Por qué no me hundes para siempre en el infierno?... Es espantoso, pero lo confieso, lo confieso a solas a Dios, que me oye, y lo confesaré ante el sacerdote. Aborrezco a mi madre. ¿En qué consiste esto? No puedo explicármelo. Él no me ha dicho una palabra en contra de mi madre. Yo no sé cómo ha venido esto... ¡Qué mala soy! Los demonios se han apoderado de mí. Señor, ven en mi auxilio, porque no puedo con mis propias fuerzas vencerme... Un impulso terrible me arroja de esta casa. Quiero huir, quiero correr fuera de aquí. Si él no me lleva, me iré tras él arrastrándome por los caminos... ¿Qué divina alegría es esta que dentro de mi pecho se confunde con tan amarga pena?... Señor, Dios y padre mío, ilumíname. Quiero amar tan sólo. Yo no nací para este rencor que me está devorando. Yo no nací   —243→   para disimular, ni para mentir, ni para engañar. Mañana saldré a la calle, gritaré en medio de ella, y a todo el que pase le diré: amo, aborrezco... Mi corazón se desahogará de esta manera... ¡Qué dicha sería poder conciliarlo todo, amar y respetar a todo el mundo! La Virgen Santísima me favorezca... Otra vez la idea terrible. No lo quiero pensar, y lo pienso. No lo quiero sentir, y lo siento. ¡Ah!, no puedo engañarme sobre este particular. No puedo ni destruirlo ni atenuarlo... pero puedo confesarlo y lo confieso, diciéndote: Señor, que aborrezco a mi madre.

Al fin se aletargó. En su inseguro sueño la imaginación le reproducía todo lo que había hecho aquella noche, desfigurándolo sin alterarlo en su esencia. Oía el reloj de la catedral dando las nueve; veía con júbilo a la criada anciana durmiendo con beatífico sueño, y salía del cuarto muy despacito para no hacer ruido; bajaba la escalera tan suavemente, que no movía un pie hasta no estar segura de poder evitar el más ligero ruido. Salía a la huerta, dando una vuelta por el cuarto de las criadas y la cocina; en la huerta deteníase un momento para mirar al cielo, que estaba tachonado de estrellas. El viento callaba. Ningún ruido interrumpía el hondo sosiego de la noche. Parecía existir en ella una atención fija y silenciosa, propia de ojos que miran sin pestañear y oídos que acechan en la expectativa de un gran suceso... La noche observaba.

Acercábase después a la puerta-vidriera del comedor,   —244→   y miraba con cautela a cierta distancia, temiendo que la vieran los de dentro. A la luz de la lámpara del comedor veía a su madre de espaldas. El Penitenciario estaba a la derecha y su perfil se descomponía de un modo extraño; crecíale la nariz, asemejándose al pico de un ave inverosímil, y toda su figura se tornaba en una recortada sombra negra y espesa, con ángulos aquí y allí, irrisoria, escueta y delgada. Enfrente estaba Caballuco, más semejante a un dragón que a un hombre. Rosario veía sus ojos verdes, como dos grandes linternas de convexos cristales. Aquel fulgor y la imponente figura del animal le infundían miedo. El tío Licurgo y los otros tres se le presentaban como figuritas grotescas. Ella había visto en alguna parte, sin duda en los muñecos de barro de las ferias, aquel reír estúpido, aquellos semblantes toscos y aquel mirar lelo. El dragón agitaba sus brazos; que en vez de accionar, daban vueltas como aspas de molino, y revolvía los globos verdes, tan semejantes a los fanales de una farmacia, de un lado para otro. Su mirar cegaba... La conversación parecía interesante. El Penitenciario agitaba las alas. Era una presumida avecilla que quería volar y no podía. Su pico se alargaba y se retorcía. Erizábansele las plumas con síntomas de furor, y después, recogiéndose y aplacándose, escondía la pelada cabeza bajo el ala. Luego, las figurillas de barro se agitaban queriendo ser personas, y Frasquito González se empeñaba en pasar por hombre.

  —245→  

Rosario sentía pavor inexplicable en presencia de aquel amistoso concurso. Alejábase de la vidriera y seguía adelante paso a paso, mirando a todos lados por si era observada. Sin ver a nadie, creía que un millón de ojos se fijaban en ella... Pero sus temores y su vergüenza disipábanse de improviso. En la ventana del cuarto donde habitaba el Sr. Pinzón aparecía un hombre azul; brillaban en su cuerpo los botones como sartas de lucecillas. Ella se acercaba. En el mismo instante sentía que unos brazos con galones la suspendían como una pluma, metiéndola con rápido movimiento dentro de la pieza. Todo cambiaba. De súbito, sonó un estampido, un golpe seco que estremeció la casa en sus cimientos. Ni uno ni otro supieron la causa de tal estrépito. Temblaban y callaban.

Era el momento en que el dragón había roto la mesa del comedor.



  —246→  

ArribaAbajo- XXV -

Sucesos imprevistos.- Pasajero desconcierto.


La escena cambia. Ved una estancia hermosa, clara, humilde, alegre, cómoda y de un aseo sorprendente. Fina estera de junco cubre el piso, y las blancas paredes se adornan con hermosas estampas de santos y algunas esculturas de dudoso valor artístico. La antigua caoba de los muebles brilla lustrada por los frotamientos del sábado, y el altar donde una pomposa Virgen de azul y plata vestida recibe doméstico culto, se cubre de mil graciosas chucherías, mitad sacras mitad profanas. Hay además cuadritos de mostacilla, pilas de agua bendita, una relojera con Agnus Dei, una rizada palma de Domingo de Ramos, y no pocos floreros de inodoras flores de trapo. Enorme estante de roble contiene una rica y escogida biblioteca, y allí está Horacio el epicúreo y sibarita junto con el tierno Virgilio, en cuyos versos se ve palpitar y derretirse el corazón de la inflamada Dido;   —247→   Ovidio el narigudo, tan sublime como obsceno y adulador, junto con Marcial el tunante lenguaraz y conceptista; Tibulo el apasionado, con Cicerón el grande; el severo Tito Livio, con el terrible Tácito, verdugo de los Césares; Lucrecio el panteísta; Juvenal, que con la pluma desollaba; Plauto, el que imaginó las mejores comedias de la antigüedad dando vueltas a la rueda de un molino; Séneca el filósofo, de quien se dijo que el mejor acto de su vida fue su muerte; Quintiliano el retórico; Salustio el pícaro, que tan bien habla de la virtud; ambos Plinios, Suetonio y Varrón, en una palabra, todas las letras latinas, desde que balbucieron su primera palabra con Livio Andrónico, hasta que exhalaron su postrer suspiro con Ruttilio.

Pero haciendo esta inútil, aunque rápida enumeración, no hemos observado que dos mujeres han entrado en el cuarto. Es muy temprano, pero en Orbajosa se madruga mucho. Los pajaritos cantan que se las pelan en sus jaulas; tocan a misa las campanas de las iglesias, y hacen sonar sus alegres esquilas las cabras que van a dejarse ordeñar a las puertas de las casas.

Las dos señoras que vemos en la habitación descrita vienen de oír su misa. Visten de negro, y cada cual trae en la mano derecha su librito de devoción y el rosario envuelto en los dedos.

-Tu tío no puede tardar ya -dijo una de ellas-, le dejamos empezando la misa; pero él despacha   —248→   pronto, y a estas horas estará en la sacristía quitándose la casulla. Yo me hubiera quedado a oírle la misa, pero hoy es día de mucha fatiga para mí.

-Yo no he oído hoy más que la del señor magistral -dijo la otra-, la del señor magistral, que las dice en un suspiro, y aun creo que no me ha sido de provecho, porque estaba muy preocupada, sin poder apartar el entendimiento de estas cosas terribles que nos pasan.

-¡Cómo ha de ser!... Es preciso tener paciencia... Veremos lo que nos aconseja tu tío.

-¡Ay! -exclamó la segunda, exhalando un hondo suspiro-. Yo tengo la sangre abrasada.

-Dios nos amparará.

-¡Pensar que una persona como Vd., una señora como Vd. se ve amenazada por un...! Y él sigue en sus trece... Anoche, señora doña Perfecta, conforme Vd. me lo mandó, volví a la posada de la viuda del Cuzco, y he pedido nuevos informes. El D. Pepito y el brigadier Batalla están siempre juntos conferenciando... ¡ay Jesús Dios y Señor mío!... conferenciando sobre sus infernales planes y despachando botellas de vino. Son dos perdidos, dos borrachos... Sin duda discurren alguna maldad muy grande... Como me intereso tanto por Vd., anoche, estando yo en la posada, vi salir al D. Pepito, y le seguí...

-¿Y a dónde fue?

-Al Casino, sí señora, al Casino -repuso la otra   —249→   turbándose ligeramente-. Después volvió a su casa. ¡Ay!, cuánto me reprendió mi tío por haber estado hasta muy tarde ocupada en este espionaje... pero no lo puedo remediar... ¡Jesús Divino, ampárame! No lo puedo remediar, y mirando a una persona como Vd. en trances tan peligrosos, me vuelvo loca... Nada, nada, señora, estoy viendo que a lo mejor esos tunantes asaltan la casa y nos llevan a Rosarito...

Doña Perfecta, pues era ella, fijando la vista en el suelo, meditó largo rato. Estaba pálida y ceñuda.

-Pues no veo el modo de impedirlo -indicó al fin.

-Yo sí le veo -dijo vivamente la otra, que era la sobrina del Penitenciario y madre de Jacinto-. Veo un medio muy sencillo, el que he manifestado a Vd. y no le gusta. ¡Ah!, señora mía, Vd. es demasiado buena. En ocasiones como esta, conviene ser un poco menos perfecta... dejar a un ladito los escrúpulos. Pues qué, ¿se va a ofender Dios por eso?

-María Remedios -dijo la señora con altanería-, no digas desatinos.

-¡Desatinos!... Vd., con sus sabidurías, no podrá ponerle las peras a cuarto al sobrinejo. ¿Qué cosa más sencilla que la que yo propongo? Puesto que ahora no hay justicia que nos ampare, hagamos nosotros la gran justiciada. ¿No hay en casa de usted hombres que sirvan para cualquier cosa? Pues llamarles   —250→   y decirles: «Mira Caballuco, Pasolargo, o quien sea, esta noche te tapujas bien, de modo que no seas conocido; llevas contigo a un amiguito de confianza y te pones detrás de la esquina de la calle de la Santa Faz. Aguardáis un rato, y cuando D. José Rey pase por la calle de la Tripería para ir al Casino, porque de seguro irá al Casino, ¿entendéis bien?, cuando pase, ¡le salís al encuentro de repente y le dais un susto!...».

-María Remedios, no seas tonta -indicó con magistral dignidad la señora.

-Nada más que un susto, señora; atienda usted bien a lo que digo: un susto. Pues qué, ¿había yo de aconsejar un crimen?... ¡Jesús Padre y Redentor mío! Sólo la idea me llena de horror y parece que veo señales de sangre y fuego delante de mis ojos. Nada de eso, señora mía... Un susto, y nada más que un susto, por lo cual comprenda ese bergante que estamos bien defendidas. Él va solo al Casino, señora, enteramente solo, y allí se junta con sus amigotes, los del sable y morrioncete. Figúrese usted que recibe el susto, y que además le quedan algunos huesos quebrantados, sin nada de heridas graves, se entiende... pues en tal caso, o se acobarda y huye de Orbajosa, o se tiene que meter en la cama por quince días. Eso sí, hay que recomendarles que el susto sea bueno. Nada de matar... cuidadito con eso; pero sentar bien la mano.

-María Remedios -dijo doña Perfecta con altanería-,   —251→   tú eres incapaz de una idea elevada, de una resolución grande y salvadora. Eso que me aconsejas es una indignidad cobarde.

-Bueno, pues me callo... ¡Ay de mí, qué tonta soy! -refunfuñó con humildad la sobrina del Penitenciario-. Me guardaré mis tonterías para consolarla a Vd. después que haya perdido a su hija.

-¡Mi hija!... ¡perder a mi hija!... -exclamó la señora con súbito arrebato de ira-. Sólo oírlo me vuelve loca. No, no me la quitarán. Si Rosario no aborrece a ese perdido, como yo deseo, le aborrecerá. De algo sirve la autoridad de una madre... Le arrancaremos su pasión, mejor dicho, su capricho, como se arranca una yerba tierna que aún no ha tenido tiempo de echar raíces... No, esto no puede ser, Remedios. ¡Pase lo que pase, no será! No le valen a ese loco ni los medios más infames. Antes que verla esposa de mi sobrino, acepto cuanto de malo pueda pasarle, incluso la muerte.

-Antes muerta, antes enterrada y hecha alimento de gusanos -afirmó Remedios cruzando las manos, como quien dice una plegaria-, que verla en poder de... ¡Ay!, señora, no se ofenda Vd. si le digo una cosa, y es que sería gran debilidad ceder porque Rosarito haya tenido algunas entrevistas secretas con ese atrevido. El caso de anteanoche según lo contó mi tío, me parece una treta infame de Don José para conseguir su objeto por medio del escándalo. Muchos hacen esto... ¡Ay Jesús Divino,   —252→   no sé cómo hay quien le mire la cara a un hombre no siendo sacerdote!

-Calla, calla -dijo doña Perfecta con vehemencia-. No me nombres lo de anteanoche. ¡Qué horrible suceso! María Remedios... comprendo que la ira puede perder un alma para siempre. Yo me abraso... ¡Desdichada de mí, ver estas cosas y no ser hombre!... Pero si he de decir la verdad sobre lo de anteanoche aún tengo mis dudas. Librada jura y perjura que fue Pinzón el que entró. ¡Mi hija niega todo, mi hija nunca ha mentido...! Yo insisto en mi sospecha. Creo que Pinzón es un bribón encubridor; pero nada más.

-Volvemos a lo de siempre, a que el autor de todos los males es el dichoso matemático... ¡Ay! No me engañó el corazón cuando le vi por primera vez... Pues, señora mía, resígnese Vd. a presenciar algo más terrible todavía, si no se decide a llamar a Caballuco y decirle: «Caballuco, espero que...».

-Vuelta a lo mismo; pero tú eres simple...

-¡Oh! Si soy yo muy simplota, lo conozco; pero si no alcanzo más, ¿qué puedo hacer? Digo lo que se me ocurre, sin sabidurías.

-Lo que tú imaginas, esa vulgaridad tonta de la paliza y del susto se le ocurre a cualquiera. Tú no tienes dos dedos de frente, Remedios, y cuando quieres resolver un problema grave, sales con tales patochadas. Yo imagino un recurso más digno de personas nobles y bien nacidas. ¡Apalear!, ¡qué estupidez!   —253→   Además, no quiero que mi sobrino reciba un rasguño por orden mía: eso de ninguna manera. Dios le enviará su castigo por cualquiera de los admirables caminos que Él sabe elegir. Sólo nos corresponde trabajar porque los designios de Dios no hallen obstáculo. María Remedios: es preciso en estos asuntos ir directamente a las causas de las cosas. Pero tú no entiendes de causas... tú no ves más que pequeñeces.

-Será así -dijo humildemente la sobrina del cura-. ¡Ay, para qué me hará Dios tan necia, que nada de esas sublimidades entiendo!

-Es preciso ir al fondo, al fondo, Remedios. ¿Tampoco entiendes ahora?

-Tampoco.

-Mi sobrino, no es mi sobrino, mujer: es la blasfemia, el sacrilegio, el ateísmo, la demagogia... ¿Sabes lo que es la demagogia?

-Algo de esa gente que quemó a París con petróleo, y los que aquí derriban las iglesias y fusilan las imágenes... Hasta ahí vamos bien.

-Pues mi sobrino es todo eso... ¡Ah!, ¡si él estuviera solo en Orbajosa!... Pero no, hija mía. Mi sobrino, por una serie de fatalidades, que son otras tantas pruebas de los males pasajeros que a veces permite Dios para nuestro castigo, equivale a un ejército, equivale a la autoridad del gobierno, equivale al alcalde, equivale al juez; mi sobrino no es mi sobrino, es la nación oficial, Remedios; es esa segunda   —254→   nación, compuesta de los perdidos que gobiernan en Madrid, y que se ha hecho dueña de la fuerza material; de esa nación aparente, porque la real es la que calla, paga y sufre; de esa nación ficticia que firma al pie de los decretos y pronuncia discursos y hace una farsa de gobierno y una farsa de autoridad y una farsa de todo. Eso es hoy mi sobrino; es preciso que te acostumbres a ver lo interno de las cosas. Mi sobrino es el gobierno, el brigadier, el alcalde nuevo, el juez nuevo, porque todos le favorecen a causa de la unanimidad de sus ideas; porque son uña y carne, lobos de la misma manada... Entiéndelo bien: hay que defenderse de todos ellos, porque todos son uno, y uno es todos; hay que atacarles en común, y no con palizas al volver de una esquina, sino como atacaban nuestros abuelos a los moros, a los moros. Remedios... Hija mía, comprende bien esto; abre tu entendimiento y deja entrar en él una idea que no sea vulgar... remóntate; piensa en alto, Remedios.

La sobrina de D. Inocencio estaba atónita ante tanta grandeza. Abrió la boca para decir, sin duda, algo en consonancia con tan maravilloso pensamiento; pero sólo exhaló un suspiro.

-Como a los moros -repitió doña Perfecta-. Es cuestión de moros y cristianos. ¡Y creías tú que con asustar a mi sobrino se concluía todo!... ¡Qué necia eres! ¿No ves que le apoyan sus amigos? ¿No ves que estamos a merced de esa canalla? ¿No ves   —255→   que cualquier tenientejo es capaz de pegar fuego a mi casa si se le antoja?... ¿Pero tú no alcanzas esto? ¿No comprendes que es necesario ir al fondo? ¿No comprendes la inmensa grandeza, la terrible extensión de mi enemigo, que no es un hombre, sino una secta?... ¿No comprendes que mi sobrino, tal como está hoy enfrente de mí, no es un hombre, sino una plaga?... Contra ella, querida Remedios, tendremos aquí un batallón de Dios que aniquile la infernal milicia de Madrid. Te digo que esto va a ser grande y glorioso...

-Si al fin fuera...

-¿Pero tú lo dudas? Hoy hemos de ver aquí cosas terribles... -dijo con gran impaciencia la señora-. Hoy, hoy. ¿Qué hora es? Las siete. ¡Tan tarde y no ocurre nada!...

-Quizá sepa algo mi tío, que está aquí ya. Le siento subir la escalera.

-Gracias a Dios... -dijo doña Perfecta levantándose para salir al encuentro del Penitenciario-. Él nos dirá algo bueno.

Don Inocencio entró apresuradamente en la pieza. Su demudado rostro indicaba que aquella alma consagrada a la piedad y a los estudios latinos, no estaba tan tranquila como de ordinario.

-Malas noticias -dijo poniendo sobre una silla el sombrero y desatando los cordones del manteo.

Doña Perfecta palideció.

-Están prendiendo gente -añadió D. Inocencio,   —256→   bajando la voz, cual si debajo de cada silla estuviera un soldado.

-Sospechan, sin duda, que los de aquí no les aguantarían sus pesadas bromas -prosiguió el cura-, y han ido de casa en casa echando mano a todos los que tenían fama de valientes...

La señora se arrojó en un sillón y apretó fuertemente los dedos contra la madera de los brazos del mueble.

-Falta que se hayan dejado prender -indicó Remedios.

-Muchos de ellos... pero muchos -dijo Don Inocencio con ademanes encomiásticos, dirigiéndose a la señora-, han tenido tiempo de huir, y se han ido con armas y caballos a Villahorrenda.

-¿Y Ramos?

-En la catedral me dijeron que es el que buscan con más empeño... ¡Oh, Dios mío!, ¡prender así a unos infelices que nada han hecho todavía...! Vamos, no sé cómo los buenos españoles tienen paciencia. Señora mía, doña Perfecta, refiriendo esto de las prisiones, me he olvidado decir a Vd. que debe marcharse a su casa al momento.

-Sí, al momento... ¿Registrarán mi casa esos bandidos?

-Quizás. Señora, estamos en un día nefasto -dijo D. Inocencio con solemne y conmovido acento-. ¡Dios se apiade de nosotros!

-En mi casa tengo media docena de hombres   —257→   muy bien armados -repuso la señora vivamente alterada-. ¡Qué iniquidad! ¿Serán capaces de querer llevárselos también?...

De seguro el Sr. Pinzón no se habrá descuidado en denunciarlos. Señora, repito que estamos en un día nefasto. Pero Dios amparará la inocencia.

-Me voy, me voy. No deje Vd. de pasar por allá.

-Señora, en cuanto despache la clase... y me figuro que con la alarma que hay en el pueblo, todos los chicos harán novillos hoy; pero haya o no clase, iré después por allá... No quiero que salga Vd. sola, señora. Andan por las calles esos zánganos de soldados con unos humos... ¡Jacinto, Jacinto!

-No es preciso. Me marcharé sola.

-Que vaya Jacinto -dijo la madre de este-. Ya debe de estar levantado.

Sintiéronse los precipitados pasos del doctorcillo que bajaba a toda prisa la escalera del piso alto. Venía con el rostro encendido, fatigado el aliento.

-¿Qué hay? -le preguntó su tío.

-En casa de las Troyas -dijo el jovenzuelo-, en casa de esas... pues...

-Acaba de una vez.

-Está Caballuco.

-¿Allá arriba?... ¿en casa de las Troyas?

-Sí, señor... Me ha hablado desde el terrado, y me ha dicho que está temiendo le vayan a coger allí.

  —258→  

-¡Oh, qué bestia!... Ese majadero va a dejarse prender -exclamó doña Perfecta hiriendo el suelo con el inquieto pie.

-Quiere bajar aquí y que le escondamos en casa.

-¿Aquí?

Canónigo y sobrina se miraron.

-¡Que baje! -dijo doña Perfecta con vehemente frase.

-¿Aquí? -repitió D. Inocencio poniendo cara de mal humor.

-Aquí -contestó la señora imperiosamente-. No conozco casa donde pueda estar más seguro.

-Puede saltar fácilmente por la ventana de mi cuarto -dijo Jacinto.

-Pues si es indispensable...

-María Remedios -dijo la señora-. Si nos cogen a este hombre, todo se ha perdido.

-Tonta y simple soy -repuso la sobrina del canónigo poniéndose la mano en el pecho y ahogando el suspiro que sin duda iba a salir al público-, pero no cogerán a este hombre.

La señora salió rápidamente, y poco después el Centauro se arrellenaba en la butaca donde el señor Don Inocencio solía sentarse a escribir sus sermones.

No sabemos cómo llegó a oídos del brigadier Batalla; pero es indudable que este diligente militar tenía noticia de que los orbajosenses habían variado de intenciones, y en la mañana de aquel día dispuso   —259→   la prisión de los que en nuestro rico lenguaje insurreccional solemos llamar caracterizados. Salvose por milagro el gran Caballuco, refugiándose en casa de las Troyas, pero no creyéndose allí seguro, bajó como se ha visto, a la santa y no sospechosa mansión del buen canónigo.

Por la noche, la tropa, establecida en diversos puntos del pueblo, ejercía la mayor vigilancia con los que entraban y salían; pero Ramos logró evadirse burlando o quizás sin burlar las precauciones militares. Esto acabó de encender los ánimos, y multitud de gente se conjuraba en los caseríos cercanos a Villahorrenda, juntándose de noche para dispersarse de día y preparar así el arduo negocio de su levantamiento. Ramos recorrió las cercanías allegando gente y armas, y como las columnas volantes andaban tras los Aceros en tierra de Villajuán de Nahara, nuestro héroe caballeresco adelantó mucho en poco tiempo.

Por las noches arriesgábase con audacia suma a entrar en Orbajosa, valiéndose de medios de astucia o tal vez de sobornos. Su popularidad y la protección que recibía dentro del pueblo servíanle hasta cierto punto de salvaguardia, y no será aventurado decir que la tropa no desplegaba ante aquel osado campeón el mismo rigor que ante los hombres insignificantes de la localidad. En España, y principalmente en tiempo de guerras que son siempre aquí desmoralizadoras, suelen verse esas condescendencias infames con los grandes, mientras se persigue   —260→   sin piedad a los pequeñuelos. Valido, pues, de su audacia, del soborno, o no sabemos de qué, Caballuco entraba en Orbajosa, reclutaba más gente, reunía armas y acopiaba dinero. Para mayor seguridad de su persona, o para cubrir el expediente, no ponía los pies en su casa, apenas entraba en la de doña Perfecta para tratar de asuntos importantes, y solía cenar en casa de este o del otro amigo, prefiriendo siempre el respetado domicilio de algún sacerdote, y principalmente el de D. Inocencio, donde recibiera asilo en la mañana funesta de las prisiones.

En tanto Batalla había telegrafiado al Gobierno diciéndole que, descubierta una conspiración facciosa, estaban presos sus autores, y los pocos que lograron escapar andaban dispersos y fugitivos, activamente perseguidos por nuestras columnas.