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Dos ateos simpáticos en la novela del gran realismo del siglo XIX: Pompeyo Guimarán (La Regenta, de Leopoldo Alas) y Álvaro Montesinos (La fe, de Armando Palacio Valdés)

Yvan Lissorgues





El ateísmo es un tema que poco aflora en la novela realista y naturalista española del siglo XIX tal vez porque en la sociedad de la Restauración que es objeto de observación para los novelistas no se manifiesta de manera visible tal corriente de pensamiento y son escasos los ateos declarados, es decir, capaces de asumir hasta las últimas consecuencias una opción filosófica rechazada por una colectividad que se dice o se cree unánimemente católica. Prueba de la estrecha relación entre el mundo de la novela y la «sociedad presente» es que encontramos, tanto en la novela como en el lenguaje corriente reflejado en la prensa, la misma ambigüedad a propósito del término de libre pensador usado indebidamente como sinónimo de ateo. Parece seguro que varios colaboradores de El Motín y Las Dominicales del libre pensamiento son ateos que se codean con agnósticos y masones, pero se dice de ellos sin distinción que son libres pensadores. Ahora bien el libre pensador es meramente el que reivindica la libertad de pensar por sí mismo, rechazando cuadrículas dogmáticas, pero siguiendo adherido a sus propias creencias. Hay libres pensadores ateos y los hay deístas y cristianos. Leopoldo Alas por los años en que escribe La Regenta se dice libre pensador pero sin renunciar a creer en un Dios sentido como conciencia absoluta; Clarín es autor, en 1880, del más pertinente y aclarador ensayo sobre esta cuestión, el tantas veces citado artículo «El libre examen y nuestra literatura presente». Palacio Valdés por los mismos años e incluso cuando en 1890 escribe La fe, está en la misma línea de pensamiento, aunque después se acerque cada vez más a la ortodoxia católica. Los dos son libres pensadores que someten a examen tanto los dogmas como el funcionamiento de la institución católica. Pero ateos, de ningún modo lo son.

Estas puntualizaciones no son inútiles pues las novelas del gran realismo ofrecen una amplia galería de libres pensadores, científicos más o menos positivistas o materialistas, pesimistas tibios o absolutos. Todos son tildados de ateos por la gente del entorno. Algunos pueden serlo, otros tal vez no. Nunca dice el narrador que son ateos León Roch, Pepe Rey de Doña Perfecta, Golfín de Marianela que conoce la filosofía de Comte, pero no cree que la ciencia pueda revelar el misterio de la vida. En cambio, Pereda y Alarcón, en sus novelas de tesis, De tal palo tal astilla y El Escándalo, respectivamente, ponen en escena a ateos funcionales como contrapuntos negativos de las superioridades morales del catolicismos. El doctor Peñarrubio, más agnóstico que ateo (pero para el autor parece lo mismo) y su hijo Femando, su astilla, joven materialista, que al no poder creer se sume en negro pesimismo que le lleva al suicidio. En cuanto a Fabián Conde, elegido por Alarcón como símbolo del libre pensamiento, o esa, del ateísmo, no es más, en palabras de Clarín, que «un calavera vulgar» e inconsistente, muy fácilmente conquistado por el jesuita Padre Manrique1. En su primera novela, Un viaje de novios, la buena católica doña Emilia se atreve a que la recién casada Luisa se enamore de Artegui, pesimista de nacimiento, y desde luego ateo porque sí, pero muy formal caballero. Ante tal atrevimiento, no disimula Clarín su sorpresa y, bien intencionado, escribe: «Y no le encuentra [la autora] censurable Artegui. Comparado con Fabián Conde, con Vitriolo [El niño de la Bola, otra novela de Alarcón] o con Femando de Tal palo tal astillas, es en el respecto de la imparcialidad y de la tolerancia, un adelanto inmenso»; pero añade que este ateo «es de cartulina, un figurín de pesimista»2. Ateos insustanciales lo son todos los antes citados, unos porque no se saben a punto fijo si lo son de veras, como León Roch o Pepe Rey, otros porque, aunque proclamados negadores de Dios, se reducen a tipos sin densidad intelectual y no pasan de figuras de cartulina al servicio de una tesis. Sólo Pereda al evocar a Femando muestra que conoce bien la concepción materialista del mundo, aunque no la comprenda.

Sería interesante ensanchar y profundizar la galería literaria de los ateos, seudo-ateos, libres pensadores de firme o dudoso ateísmo, pero no es el cometido hoy. Valga lo que precede como larga puesta en situación del estudio anunciado en el título y como respaldo de la afirmación según la cual en la novela del gran realismo hay sólo dos ateos destacados, de gran densidad como personajes secundarios y que ocupan notable espacio en el mundo de sus respectivas novelas. Cada uno, don Pompeyo Guimarán y don Álvaro Montesinos, tiene su singularidad como figura literaria y como representante de una concepción más o menos asentada en bases filosóficas de un mundo sin Dios.

Son dos ateos muy distintos, resultado cada uno de un tratamiento literario particular debido, en cada caso, a un narrador que obra según el temple y cierta intencionalidad del autor. Así pues, dos orientaciones de estudio se ofrecen, estrechamente relacionadas, que podrían titularse:

-Dos personajes literarios: don Pompeyo Guimarán, el seudo-ateo de Vetusta y don Álvaro Montesinos, el ateo pesimista de Peñascosa.

-La significación y el alcance de dos filosofías del ateísmo, la de Leopoldo Alas y la de Armando Palacio Valdés.




ArribaAbajoDos personajes literarios: Don Pompeyo Guimarán, el seudo-ateo de Vetusta y Don Álvaro Montesinos, el ateo pesimista de Peñascosa

Físicamente son dos figuras antitéticas: don Pompeyo es alto, robusto, de prominente abdomen, de cara ronda y bonachona, mientras que don Álvaro es delgaducho, enclenque, de poca salud, de rostro enjuto y alargado. Una somera estilización gráfica permitiría representar al primero en suave curvidad y el segundo en línea quebrada de pocos amigos. Que el aspecto físico de cada personaje pueda así lícitamente reducirse a grafismo de comics no puede ser casualidad, sin lugar a dudas es resultado, tanto de parte de Clarín como de Palacio Valdés, de una intuición artística justificada por el temperamento y el modo de ser de cada uno y también por la relación que ambos mantienen con el medio.

Don Álvaro es en Peñascosa una escandalosa anomalía. En todo es diferente. Es culto, en Madrid se doctoró en Filosofía y Letras, es noble y es el Mayorazgo de Montesinos. Al volver a su ciudad con profunda herida sentimental, clama para que lo sepan todos que no cree en Dios, que rompe totalmente con los ritos y las costumbres de su pueblo. En el tiempo del relato, ya vive totalmente recluido en su palacete. En tomo, la levítica ciudad, conglomerado de clérigos de distintas estofas y de pintiparadas beatas, de caballeros sin color y de instituciones petrificadas, sigue viviendo sus mezquindades y pequeñeces, tildando de monstruo peligroso y de diablo al reprobo ateo incrustado en su seno. Algunos piensan que ese negro misántropo se ha avinagrado a consecuencia de graves desengaños sentimentales. Antes de que se le acerque el Padre Gil, sólo su hermana, la caritativa doña Eloísa, una de las pocas buenas cristianas del cotarro, le tiene compasión, pero sin atreverse a tener relación directa con él. Cuando el padre Gil, movido por el caritativo y evangélico deseo de hacer que vuelva al redil la oveja descarriada, penetra en el siniestro ambiente gótico de la mansión del ateo, se encuentra, entre temeroso y fascinado, con un hombre descarnado, pero de superior inteligencia y de asombrosa y temible cultura. La relación entre los dos se prolonga en simpatía, llena de calor humano y es de gran alcance filosófico. Montesinos, agotado por duros golpes de mala fortuna, cae en un pesimismo absoluto y muere como ateo consecuente, como ateo auténtico.

Don Pompeyo es, como don Álvaro, el único ateo de Vetusta, y él se vanagloria de ello. Es un hombre de la burguesía media, de pocas letras, que vive de la renta que le proporciona el corto patrimonio procedente de la compra de bienes de la Iglesia cuando la desamortización. Estuvo a tono con la agitación del sexenio y hace años estuvo a punto de ser excomulgado por el obispo. Ahora, en el tiempo de la historia, es el ateo de la ciudad, rara avis inofensiva, aceptado por todos, incluso por las viejas beatas que ni siquiera se santiguan cuando pasa al lado. Pasea por las calles su redondez, saluda cortésmente a todos, es socio del casino del que fue uno de los fundadores. Es buen esposo y sus cuatro hijas casaderas le adoran. Es el ateo de Vetusta, un bicho raro, un personaje casi folklórico, que no va a misa, no comulga y está en su papel cuando increpa a la clerigalla. Pero don Pompeyo es ingenuo y es objeto de constantes manipulaciones. Los enemigos del Magistral, los seudo-liberales, Mesía, Foja, etc., interesados por distintos motivos en desprestigiar al potente, codicioso y lascivo canónigo, le halagan y consiguen con suma facilidad, honrándole con un banquete que suena al plato de lentejas, que entre en la coalición anti-De Pas. Pero en el momento del trago amargo, él mismo exige tozudamente que le asista, le tome confesión y le de los últimos sacramentos el antes tanto odiado Magistral que no pierde la ocasión, manipulándolo, para restaurar su prestigio. Expira el ex ateo de Vetusta al final de una escena tan patético-cómica que causa malestar.

Estas breves semblanzas, bastan para mostrar que don Álvaro y don Pompeyo son dos ateos diferentes, casi opuestos en todo. Pero los dos, por motivos distintos y según modalidades casi opuestas son dos personajes simpáticos. Para aclarar este punto hay que fijarse primero en las formas narrativas, lo cual evidencia una vez más, ese aforismo de Gonzalo Sobejano, según el cual «la forma por ser forma es fondo».

En La fe, sólo don Álvaro y el padre Gil salen del campo de la ironía en que está sumida toda la representación de Peñascosa. Siempre actúa un narrador más o menos distanciado, pero que coloca en esta distancia un mayor o menor grado de censura. Los que salen peor librados de esta escritura irónica son los clérigos y las beatas, que se nos muestran en su doble faz de apariencia y realidad, cristianos por fuera y por dentro, vulgares calculadores conscientes o inconscientes, melifluos seductores frustrados, envidiosos unos de otros ellos, y ellas melindrosas seductoras, seducidas frustradas y celosas unas de otras. Toda esta humanidad pegajosa se mezcla con fruición en esos espacios de calor y sudor que son las tertulias, las inauguraciones de iglesias, las misas solemnes. Para el narrador esta representación irónica excusa comentario crítico al evidenciar una censura que se impone de suyo, pues se deduce del contraste entre lo que es y lo que debería ser. Dicho aquí de paso, el narrador de La Regenta acude a la misma modalidad irónica cuando retrata o narra distanciándose de sus personajes, pero su paleta irónica es más rica en matices y la pintura del mundo clerical resulta más humanamente profunda. Parece que Palacio Valdés prefiere la sonrisa benevolente, mientras que para su amigo Leopoldo, el contraste, siempre más o menos cómico, que es la ironía, se carga a veces de agria censura.

Pues bien, en La fe, en el espacio narrativo que se abre cuando el padre Gil está con Montesinos en el palacete se anula la distancia, y la ironía desaparece. Sorprende encontrarse de golpe con un narrador que se sitúa a altura de hombre, que asiste a las conversaciones cordiales, relata las luchas intelectuales, filosóficas y religiosa de los dos personajes sin distanciarse de ninguno, manifestando el mismo interés por los argumentos dogmáticos del caritativo joven sacerdote como por la bien asentada en base filosófica de la concepción del ateo pesimista. Está claro que el cambio de modalidad narrativa es marca de simpatía, con tal que por simpatía se entienda comprensión y no necesariamente coincidencia. Aquí, simpatía significa reconocimiento de autenticidad: Gil va movido por una fe pura aunque encauzada por la rigidez de los dogmas, don Álvaro defiende su posición, acudiendo a su visión del mundo y a la autoridad de grandes pensadores universales, cuyas obras debería leer su joven contrincante. La simpatía que el padre Gil inspira al narrador (y, desde luego, al lector), inspira también a don Álvaro, cuya hosca figura deja transparentar cordialidad y delicada sensibilidad. Álvaro Montesinos es un ateo simpático y por ser coherente hasta el final de su vida merece respeto sugiere el narrador, que no disimula su compasión por su personaje. Debe subrayarse que alzar a un ateo a la altura de un personaje trágico es un caso único en la novela del gran realismo.

Si don Pompeyo es simpático, y en cierto modo lo es, es por motivos muy distintos. Tal como lo ve su creador es fundamental y esencialmente un personaje irónico por el contraste entre lo que es realmente, una medianía intelectual sin cultura, un ingenuo bonachón, y su pretensión enfatizada de ser un ateo filosófico, cuando su filosofía se reduce a unos sobados lugares comunes del progresismo. La mezcla de superficialidad y grandilocuencia constituye su pecado original. Por algo se llama don Pompeyo, inflada seña de identidad irónica... Nadie en Vetusta lo toma en serio y, más grave, el narrador tampoco. Como se ha dicho, Guimarán es constantemente objeto de manipulación de parte de los vetustenses que se dicen liberales. Cuando a él se acercan es con intención de hacerle desempeñar el papel de trapo rojo en sus mezquinas luchas contra el Magistral. Es tan buenazo y tan vanidoso que nunca se da cuenta, con tal que se le halague, de que se le engaña y cuando se entera ya es demasiado tarde. Remito, por ejemplo y sin explicaciones, a la escena en que Mesía, Foja, Orgaz y Paco Vegallana, intentan convencerle de que es necesidad casi patriótica de que vuelva al Casino, a pesar de haber jurado, meses antes, de nunca poner los pies en una institución que no respeta la separación entre el Estado y la Iglesia. Don Pompeyo no se da cuenta de que esos falsos amigos manejan falsos argumentos, que se burlan abiertamente de él. El lector lo sabe todo y todo pasa como si asistiera a una escena de comedia digna de Molière. Entre los varios matices de burda psicología, como, por ejemplo, el contraste entre el deseo de don Pompeyo de volver al casino y el altisonante discurso sobre la necesidad moral de respetar el juramento, y las mímicas de un cómico de situación, montado por las provocaciones del hijo de marqués de Vegallana, todo mueve a risa. Una triste risa de comedia: la que nace al ver engañado a un ingenuo, sincero y bueno, por un grupo de malvados mal intencionados y sin gran talento3.

El mismo narrador utiliza a don Pompeyo en su papel de ateo como el único personaje de Vetusta capaz de alzarse por encima de las costumbres religiosas degradadas a las que se entregan esos buenos católicos y malos cristianos. Es en cierto modo una forma de manipulación de parte de quien cuenta la historia, pero entonces la función que se le atribuye al ateo es la de una autoridad moral superior. Por casualidad de una borrachera, Guimarán asiste a la misa del Gallo y es el único que ve las profanaciones cometidas por «aquella acumulación de malos cristianos» y «la falta de respeto que el pueblo creía tradicional», el único que se da cuenta de que «el organista convierte el templo del Señor, llamémoslo así, en baile de candil», el único que protesta: «Señores, ¿en qué quedamos? ¿Es que ha nacido Cristo o es que ha resucitado el dios Pan?»4. Otro ejemplo se ofrece cuando, gravemente enfermo después del entierro civil de don Santos Barinaga, se encuentra al pie de la catedral con un apiñado grupo de feligreses que celebran un aniversarios religioso: «¡Oh ludibrio!», exclama, al ver «aquel embutido de carne lasciva, a oscuras, [...] sin más recreo que el poco honesto de sentir el roce de la especie, el instinto del rebaño, mejor, de la piara». Y el narrador, en connivencia con el ya vacilante ateo, cuenta: «Y separando los ojos de aquella podredumbre en fermento [...] volviólos Guimarán a lo alto, y miró a la torre que con un punto de luz roja señalaba el cielo»5. El colmo de la ironía es que sea el titulado ateo de Vetusta el que tenga idea de lo que debería ser la religión auténtica. En estos casos, don Pompeyo deja de ser el objeto de la ironía del narrador para ser el agente de la sátira irónica del autor. El ateo de Vetusta, en tales situaciones, es el ojo y la voz crítica del narrador y, por supuesto, del autor.

Los últimos días de Guimarán y su muerte, narrados en clave de cruel ironía, son, sin lugar a dudas, episodios cargados de profundo sentido para Clarín, mientras que la muerte de Montesinos hace de Palacio Valdés un novelista audaz que, al parecer, dejándose llevar por la lógica de su personaje lo alza, como se ha dicho, a la categoría de personaje trágico y hace de él un ateo pesimista totalmente digno de respeto. Es un acierto literario que pudo ser, en la España de la época, una provocación. Tal vez y aún sin tal vez, pues es casi seguro de que don Armando vuelto a la ortodoxia católica, quiso, sin atreverse a renegar de don Álvaro Montesinos, corregir la imagen del ateo consecuente y simpático, dando vida al triste Tristán de Tristón y el pesimismo. Ese Tristán, pesimista (¿y ateo?) porque sí, es una figura atrabiliaria, culturalmente hirsuta a pesar de sus conocimientos, hasta despreciable y ni siquiera redimida por un tratamiento irónico. En fin, la antítesis de Montesinos.

Muere don Álvaro en perfecta coherencia consigo mismo. Su ateísmo es resultado de una larga reflexión alimentada por la lectura de las más destacadas obras filosóficas y si puede parecer que se acentúa su negro pesimismo a consecuencia del episodio melodramático, casi gótico (cuerda novelesca demasiado frecuente en la obra de Palacio Valdés) en el que le enreda el narrador, el núcleo de su pensamiento, un mundo sin Dios, es el mismo hasta final6. Otro acierto literario de La fe es damos a conocer el recorrido filosófico del ateísmo seguido por Montesinos a través de las lecturas explicitadas según el impacto que tienen en el padre Gil. Como veremos es la parte más sustanciosa de la novela.

Muere don Pompeyo como estaba previsto que muriera, vuelto al redil de la Santa Iglesia Apostólica, Romana. Su ateísmo de relumbrón empieza a fisurarse cuando imagina a su amigo Barinaga pudriéndose en el cementerio civil, ese «corralón inmundo», «lleno de ortigas y escajos»7. A partir de entonces se insinúa en la fortaleza de cartón piedra de su negación de Dios la insidiosa interrogación de si acaso hubiera Dios, que se hace leimotivo cada vez más obsesivo conforme progresa la enfermedad contraída precisamente durante el lluvioso y siniestro entierro de don Santos. El narrador, seguro de lo que va a pasar, como el lector que no ha olvidado la truculenta predicción de Juanita Reseco: «Tú, fanático de la negación, morirás en el seno de la iglesia, del que nunca debiste haber salido»8, no puede dejar la tonalidad irónica para dar paso a una compasión natural ante un agonizante, porque la apresurada fe en Dios que se apodera de un don Pompeyo aterrorizado contrasta irónicamente con toda una vida de ateo público. Don Pompeyo Guimarán es un personaje literario esencialmente irónico (si se puede hablar de esencia para una figura literaria), que pasa por el escenario de Vetusta, como si desempeñara un papel de comedia. Lo más fuerte en la categoría de la ironía negra, es la escena de su confesión. Como se ha dicho antes, don Pompeyo quiere que le asista el Magistral, únicamente el Magistral, contra quien ha usado toda la retórica del anticlericalismo. La brutal palinodia roza lo cómico, un cómico acentuado por un narrador que escenifica, enfatizándola la participación de casi todo Vetusta en el acontecimiento de la conversón del ateo. Lo peor, lo más patético, es que a ese Magistral le importa un pepino la muerte, cristiana o no, de Guimarán, pues él está en un mar de rosas pensado en Ana Ozores y sólo ve la conversión del ateo como un medio para recuperar su prestigio. El narrador no oculta ningún detalle de la sórdida transacción, acentuando el contraste entre el malvado manipulador y el pobre y obcecado manipulado. Muere don Pompeyo, engañado otra vez y tan tristemente cómico que no hay sitio para la compasión9.

En cambio, el trágico ateo de Peñascosa muere acompañado por la compasión cristiana del padre Gil, y por la innegable compasión respetuosa del narrador.

¿Por qué es don Pompeyo hasta el final un personaje de comedia y por qué don Álvaro es un personaje auténtico en su ateísmo pesimista? Para acercarse a la respuesta que merece la pregunta hay que entrar en el campo filosófico, sin olvidar la factura literaria de la forma en que se vive, en cada novela, esta filosofía.




ArribaLa significación y el alcance de dos filosofías del ateísmo: la de Leopoldo Alas y la de Armando Palacio Valdés

En el caso de La Regenta, no puede hablarse de filosofía del ateísmo. Guimarán es un personaje literario verosímil e interesante, representación de un ateo de pueblo sin cultura filosófica, que toma una postura superficial para desempeñar un papel singular en una Vetusta levítica. Si su presencia en la novela tiene una significación filosófica será implícita y habrá que buscarse en la intención del autor. Es conocida la amplia cultura filosófica y metafísica de Clarín explicitada en sus ensayos y que aflora en La Regenta en alusiones de lecturas. Conoce bien a Comte, a Schopenhauer, etc., ha intentado comprender en simpatía ateos famosos, como Leopardi, Anthero de Quental, Leconte de L'Isle, Shelley (Sobre este punto remito a la obra El pensamiento filosófico y religioso de Leopoldo Alas, de Yvan Lissorgues, Oviedo, Grupo Editorial Asturiano, 1996). Pero su don Pompeyo no pasa de parodia de ateísmo diluida en personaje de comedia.

En cambio, La fe ofrece un panorama serio, si no completo, altamente significativo de la corriente europea, cuyas crestas monumentales de Kant a Comte ilustran el ateísmo filosófico y fundamentan la concepción de un mundo sin Dios. La novela es clara revelación de la gran cultura filosófica, perfectamente dominada, de Palacio Valdés y no se entiende el juicio débil o mal intencionado de la Pardo Bazán cuando se atreve a escribir, descalificándose a sí misma: «No diré que no haya abierto [Palacio Valdés] en su vida un libro de filosofía, pero se ve que sólo los ha abierto a ratos, y tal vez los que acaba de hojear para el caso concreto de La fe, no han calado más allá de la epidermis de su entendimiento»10. «Acusación tan insultante como descabellada», protesta con razón Juan Luis Alborg que recuerda los largos años de dedicación a la filosofía del asiduo lector del Ateneo que pensó un tiempo preparar una cátedra de Filosofía11. Todos los críticos, aparte los que encerrados en sus dogmas no pueden o no quieren entender la novela, concuerdan sobre este punto y no le regatean a don Armando un gran conocimiento de la filosofía de su tiempo.

Pero lo más sencillo y lo más atractivo es leer La fe como se debe. Otro acierto literario de esta novela es que en lugar de descubrir en primer grado, por decirlo así, el complejo filosófico que fundamenta el ateísmo y el pesimismo del ateo convencido, lo vivimos a través de las dramáticas lecturas sucesivas del padre Gil. El lector recibe al mismo tiempo el argumentario conceptual que justifica el ateísmo y el efecto que produce en una inteligencia sincera pero en cierto modo culturalmente virgen y bien pertrechada en dogmas de seminario. El resultado es devastador en cuanto a los dogmas, pero en el caso del padre Gil, es una purificación.

Don Pompeyo Guimarán, como hemos visto, es un ateo en acción, no un ateo especulativo. «Don Pompeyo no leía, meditaba», dice el narrador, siguiendo la pauta de la consabida ironía. Empujado un día por la vanidad, intentó leer las obras de Comte, pero no las pudo terminar12. De allí sólo sacó que los hombres se dividían en egoístas y altruistas y él «se declaró alturista»13 y ateo progresista. Otro elemento caricaturesco de cómico gordo: en un libro viejo que compró en la feria leyó que «Jesucristo no era más que una constelación», y llegó a creerlo14. Como se ve, don Leopoldo está jugando con su personaje como el gato con el ratón. Sin embargo, ha calado hondo en el alma de algunos ateos eminentes, eminentes no por ateos sino por poetas. Sin insistir, porque no viene al caso, deben citarse estas palabras sobre Leopardi: «El ateísmo de Leopardi es de los más tristes, porque es un ateísmo de soñador, de místico sin divinidad [...]. Para mí el ateísmo de Leopardi fue siempre más triste, más simpático, que el de los grandes poetas modernos, ateos también. El ateísmo de Shelley es toda una tesis, una filosofía batallona, hasta una especie de palingenesia [...]. El ateísmo de Leopardi está continuamente ligado a un espiritualismo que, una vez muerto Dios, encuentra inerte la naturaleza, estúpida»15.

Las relaciones cordiales entre don Álvaro y el padre Gil, entre el ateo y el sacerdote, dos hombres que se respetan, han dado lugar a pertinentes análisis de eminentes estudiosos como Guadalupe Gómez Ferrer, Juan Luis Alborg, Dendle, O'Connor, y otros. Estos valiosos trabajos se focalizan en el Padre Gil y es normal que así sea, pues el joven sacerdote es el verdadero protagonista y el portador del sentido y del alcance trascendental de La fe, novela ésta de tan innegable trascendencia, que si su autor se atreviera a negarla, como se la negó a El señorito Octavio y a El idilio de un enfermo lo tildaríamos de insincero. Al concluir una larga y luminosa cita de Guadalupe Gómez Ferrer, escribe Juan Luis Alborg: «Creo que en estas páginas [...] queda meridianamente claro el papel fundamental que Obdulia y Montesinos -los personajes que la crítica precedente no encontraba dónde colocar ni sabía qué hacer de ellos- desempeñan en la novela, y en qué medida son indispensables para dar al protagonista, y al libro todo, la trascendencia y profundidad que incuestionablemente tienen»16. Pues bien, si Montesinos es, en el primer plano de la narración, el imprescindible mediador de la dramática trayectoria que conduce al padre Gil a la duda necesaria para que brote en él la luz de una fe pura y definitiva, el joven y caritativo sacerdote es, para el lector, el revelador del itinerario anímico y filosófico de don Álvaro. Con tal que en el ateo se focalice la atención y atendiendo conjuntamente a lo que cuenta el narrador del pasado de este personaje y a la experiencia intelectual vivida por el sacerdote en el presente de la historia, se ensancha y cobra vida y consistencia el horizonte filosófico de Montesinos. Me explico: lo que vive Gil con terror y dolor al ver que se desmorona conforme se enfrenta con los exégetas de los libros para él antes sagrados y con los filósofos materialistas y otros, lo vivió don Álvaro tal vez con el placer del descubrimiento.

Cuando los dos personajes se encuentran, el narrador omnisciente cuenta la historia de Montesinos. Es una necesidad narrativa saber algo tanto de su infancia de niño enfermizo, maltratado por un padre fanático, despreciado por sus compañeros, mirado con recelo por los profesores, como de su vida libre en Madrid, dedicada con fruición a la lectura de Platón, Descartes, Santo Tomás, Fènelon, etc. y al estudio de las últimas ideas en filosofía, en historia, en ciencias naturales. La ciencia era para él consuelo y entretenimiento. Y el narrador dice pronto y de prisa, como resumiendo, que «al entrar la luz de la ciencia en su espíritu, también se deslizó la duda»17 y más rápido aún que «saltó pronto la barrera de la duda y cayó en el campo de la incredulidad»18. Pero el narrador no dice qué lecturas le llevaron a la duda ni cómo vivió el abandono de las creencias de sus mayores.

Don Álvaro es un ateo pesimista, es decir, según la gramática, sustancialmente ateo y adjetivamente pesimista. Parece pues que el pesimismo es una excrecencia del ateísmo. Si Leopardi, el gran poeta de la infelicita, cae en un pesimismo auténtico es porque es ateo. Lo mismo se dice de Schopenhauer, cuyo pesimismo proclamado no le impide atender a sus intereses vitales. La literatura en general y menos la novela del gran realismo español dan pocos ejemplos de ateos serenos, es decir, que viven en paz sin pensar en Dios. Los hay, sin embargo. Si nos atenemos al juico de Clarín, Leconte de Lisie, el distinguido poeta parnasiano, es uno de ellos19. Según cuenta el narrador de La fe, el mismo Álvaro, aunque ateo, vive, gracias al amor, un periodo de felicidad, antes del fatal desengaño. Hay que distinguir pues ateísmo y pesimismo. Antes de cerrar la digresión, es oportuno recordar que Palacio Valdés en la plasmación del negro pesimismo de su personaje se vale de sus conocimientos sacados de las obras de Hartmann y de Erasmo María Caro que tradujo por los años de 187820. El padre Gil, cuando oye con terror y miedo a su pobre amigo clamar, como un Segismundo, que «el delito mayor del hombre es haber nacido»21 o que «el amor no es más que un engaño de la naturaleza [...], que nos hace creer que lo que deseamos es nuestra felicidad, cuando sólo es el bien de la especie»22, siente profunda compasión cristiana por el infeliz, pero aunque le parezca que ese pesimismo sea consecuencia de las graves desgracias padecidas por el único amigo que tiene en Peñascosa, intuye que la raíz del mal está en su negación de Dios. Y más, adivina debajo de las frases irónicas y cínicas «un estudio largo de la materia, un sistema meditado y completo»23. Aunque salga del Seminario de Lancia, o por mejor decir, por salir del Seminario, sabe que no está preparado para argumentar con Montesinos. Finalmente se encuentra en una situación parecida a la del joven Álvaro cuando en Madrid empezaba éste a estudiar las ciencias y las filosofías para satisfacer su afán de conocimiento. Él va movido por un imperativo de caridad: persuadir al ateo que está equivocado y para combatir este sistema y los razonamientos que la impiedad puede alegar le es necesario conocerlos de antemano. Entonces, decide meterse en los libros prohibidos, esos mismos que han cimentado el ateísmo de Montesinos. Guadalupe sintetiza en una elegante frase la situación en que se encuentra Gil cuando emprende la aventura en el campo, para él desconocido, de la ciencia, de la historia y de la filosofía: «Y sin temor, pero también sin soberbia, llevado por un inmenso espíritu fraternal y un gran afán apostólico, el padre Gil inicia el aprendizaje intelectual que le conducirá a su crisis de fe»24. Y me permito añadir que ese mismo aprendizaje condujo, años antes, al Mayorazgo de Peñascosa a la negación de Dios.

Esta aventura intelectual que se desarrolla en el presente del relato alza la novela a algunas de las altas crestas del pensamiento crítico europeo y de algunos aspectos candentes de la filosofía de la ciencia, temática que por sí sola merecería un estudio aparte. Me limito a sintetizar tres aspectos fundamentales que pueden llevar a la duda un espíritu inconscientemente instalado en las inveteradas creencias de un catolicismo fijado en sus dogmas.

Nótese que el padre Gil no presta atención a las obras de los pesimistas, no se mete en Schopenhauer, ni en Leopardi. Indagar en el pesimismo no es su problema.

Esos dogmas y esas creencias se ven cuestionados por científicas investigaciones que toman por objeto de estudio la vida de Jesús, los textos del Viejo y del Nuevo Testamento, los de San Pablo y otros. Los libros que dan cuenta de los resultados de esas exégesis figuran en la biblioteca de Montesinos y el padre Gil al leerlos descubre que Jesús puede no ser hijo de Dios sino un hombre excepcional. La Biblia no es más que compilación de escritos de diversos géneros y épocas, en la que, como demuestran los estudiosos, ocurre a menudo que los profetas profetizan lo que ya ha sucedido. En la mente del lector, sea éste el joven Álvaro, el ex-seminariste Gil, el mismo autor de la novela La fe o cualquier espíritu de su generación educado en el catolicismo de sus mayores, se insinúa la idea de que la religión, cualquier religión es «una serie de mitos, más o menos ingeniosos y bellos, creados por la fantasía viva, pero infantil»25. Sorprende que don Armando, que, como Clarín y otros muchos jóvenes de su generación, ha hecho el mismo recorrido crítico, no cite a ninguno de los autores de tales exégesis como Renan, Straus, Africano Spir, etc.26, cuyos trabajos universalmente discutidos contribuyen a desmoronar la ciudadela de los dogmas.

Enfrente, la ciencia pura o el cientificismo, propone otras posibles concepciones del mundo que se sistematizan en filosofías, más o menos cerradas, como el positivismo y el materialismo. Al positivismo se alude poco en La fe. Sólo hay una cita larga sin atribución que encabeza el capítulo VIII sobre lo orgánico y lo inorgánico, que es un trozo de la lección 40 del Curso de filosofía positiva de Auguste Comte. En cambio, la lectura que causa estragos en Gil es la del tomo primero de Cosmos de Alejandro Humboldt. O'Connor ha llamado la atención sobre la importancia, en la novela, de esta filosofía materialista que ve la vida como resultado de un dinamismo inmenso que provoca «un incesante cambio de materia»27. A consecuencia de tal lectura, el padre Gil llega a pensar que «quizá en una de esas conchas de ostras que yacen adheridas a estas peñas se esconde el fósforo que formaba las fibras más preciosas del cerebro de Jesucristo», y se desmaya28. Tal vez si se le hubiera ocurrido idea semejante, Álvaro habría sonreído ...

El golpe más fuerte, para quien cree que el mundo es obra de Dios, lo da Kant al demostrar dentro de su sistema de la crítica de la razón pura que de las cosas sólo podemos conocer la apariencia. «Todo es, pues, pura representación [...], tiempo y espacio no son seres reales [...], sólo formas de la percepción que toca a las cualidades de nuestro espíritu y no a la realidad externa». Preso de la abrumadora lógica del sistema, Gil se confiesa vencido, «el mundo se le ofrece como su propia representación»; «todo procede del sujeto» y la realidad resulta negada. El mundo es semejante a una quimera, no tiene razón de ser una inteligencia suprema y Dios resulta despedido29.

Estos son, brevemente resumidos, algunos de los más fuertes elementos que, cuestionando las inveteradas certidumbres religiosas, pueden conducir a la duda y llevar al ateísmo a un creyente como el joven Montesinos. Ya sabemos que tras el recorrido de la impiedad, como dice el narrador, Gil se quema las alas dogmáticas, se hace penosamente crisálida, de la que sale la verdadera fe, la que, no necesitando de la razón, brota de la intuición, «esa iluminación por dentro», según el bello silogismo: «La razón no me dice por qué es hermosa la puesta del sol en el mar ¡y sin embargo es hermosa!»30.

La fe, gracias a la creación literaria del personaje del ateo consecuente y auténtico, pues lo es, según propia confesión «después de haber estudiado y meditado el asunto largamente»31, es la novela del gran realismo que más se alza a la altura de la filosofía europea del fin de siglo. Palacio Valdés ha sabido aquí dar forma artística, por encima de los acostumbrados elementos melodramáticos, a sus amplios conocimientos de la filosofía contemporánea. Es más, esos conocimientos los comparte con muchos liberales de su generación, Clarín, González Serrano, para citar a algunos entre los más destacados. Todos, educados en el catolicismo entendido como «la religión de sus mayores», al descubrir, después del Sexenio, que podían pensar por sí mismos, han puesto en tela de juicio sus primeras creencias. Sin caer todos en el ateísmo, pero tampoco sin sentirse desgarrados, como Gil, comprenden los más que la religión verdadera está fuera del rito y del templo, está en el corazón de cada uno y que Deux est in nobis. Así pues, La fe, es como la representación de un núcleo de experiencia personal, hondamente vivida en el momento de la juventud.

No quita que sorprende que haya en la representación novelesca del gran realismo una figura de ateo de tanta densidad cultural y humana como la de don Álvaro Montesinos, con la cual narrador está en simpatía.

Muy lejos está el pobre don Pompeyo, simpático también por bueno, pero personaje de comedia. Leopoldo Alas lo ha creado para que no falte nadie, ni un ateo, en el mundo social de Vetusta, pero también para que le ayude a censurar las costumbres clericales (¡suprema ironía en segundo grado!). También, y parece ser la principal finalidad que justifica el constante zarandeo irónico del narrador, Clarín, a través de don Pompeyo quiere ridiculizar y censurar a esos libres pensadores «que no piensan» y contra los cuales arremete una y otra vez en sus artículos. Y tal vez en última instancia, como sugiere Luis Felipe Díaz, la última enseñanza que de la vida y muerte de don Pompeyo puede sacarse es que «la degradación a que somete [el autor] la institución eclesiástica no debe llevar a negar la necesidad humana de buscar la espiritualidad y la salvación del alma»32.

Así pues, don Pompeyo Cumiarán y don Álvaro Montesinos son los dos únicos ateos simpáticos en el mudo literario del gran realismo. Pero sólo uno, don Álvaro, es racional y filosóficamente auténtico, por haber sabido Armando Palacio Valdés superar el papel instrumental de necesario (e insuficiente, por supuesto) revelador de fe, para dejarse llevar, en simpatía, por la lógica de su personaje, sin ocultar el respeto que le inspira.





 
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