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Dos caras del teatro paraguayo

Edda de los Ríos



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ArribaAbajoPrólogo

La aportación teórica de Edda de los Ríos


La personalidad de esa total mujer de teatro que es Edda de los Ríos es tan compleja que nos resulta difícil aventurar una aproximación a sus infinitas actividades y aportaciones. Hay que considerar a Edda de los Ríos como una excelente actriz, una muy eficaz animadora cultural y una conferenciante de primer orden. Pero, también, y ya situados en otro nivel, habría que analizar su largo trabajo como pedagoga, su capacidad de crear vocaciones o, como mínimo, de alentarlas. Pero aún más: desde otra perspectiva destacaríamos su tacto especial para poner en marcha proyectos de gran importancia y, en concreto, encuentros internacionales de teatro o cultura. Hace años, Flavia Paulon, que durante largo tiempo fue el alma de los Festivales de Venecia, tanto en su sección teatral como cinematográfica y luego, más tarde, animadora del Festival de Ciencia Ficción de Trieste, me decía que para llevar a cabo eventos de este tipo, tan importantes como difíciles de organizar, se necesitaba un arte especial, el arte de acertar el momento de reunir diferentes personalidades de un ámbito determinado, la sabiduría de amalgamarlos, de elegir las personas adecuadas para cada acontecimiento, teniendo en cuenta las diferentes idiosincrasias, pero, sobretodo, la capacidad de coordinarlas y armonizarlas.

En los diez años que dirigí el Festival Internacional de Teatro de Sitges en donde, por cierto, Edda de los Ríos tuvo intervenciones memorables como miembro del jurado, como conferenciante y en calidad de presidente de las mesas de los coloquios, tuve muy en cuenta el magisterio de la señora Paulon. La capacidad de organizar estos difíciles encuentros, después de la mencionada Flavia Paulon, sólo la he encontrado, en un grado similar, en Edda de los Ríos.

Ante todo, hay que destacar que Edda de los Ríos ha actuado siempre de embajadora y de objetiva informadora del teatro y de la cultura de su país. He coincidido con ella en varios congresos y en varias plataformas de   —8→   coloquio en Caracas, Buenos Aires, París, Barcelona, Cádiz, Vilanova i la Geltrú, la ya mencionada Sitges y otras muchas ciudades. En todas partes la he visto hacer lo mismo, con una generosidad y con una capacidad de entrega absolutamente admirables. Ha hablado siempre de sus compañeros, de la difícil situación del teatro de su país, de los importantes autores que, a pesar de todo, han ido surgiendo en el panorama del teatro paraguayo. Roque Centurión Miranda, Arturo Alsina, José María Rivarola Matto, Alcibiades González Delvalle (de quien Edda ha interpretado una de sus mejores piezas «Elisa»), Josefina Plá, las adaptaciones de obras de Augusto Roa Bastos, sin olvidar a los «clásicos» Eloy Fariña Núñez o Manuel Ortiz Guerrero. Pero siempre ha tenido un especial recuerdo para Julio Correa y el teatro en guaraní y, muy particularmente, para el grupo Aty Ñe'é. No ha olvidado nunca, dado que ella es actriz, o sea mujer de espectáculo que tiene en cuenta todos los elementos de la nómina teatral, a los grandes directores y compañías de su país. Así, gracias a ella, nos hemos ido informando de las ricas aportaciones de Antonio Carmona, Mario Prono, Héctor de los Ríos, Fernando Oca del Valle, Rudy Torga, Gustavo Calderini, José Luis Ardissone, Juan Pastor Millet, Bernardo Ismachoviz, Humberto Gulino, Marcelino Duffau , Manuel E. B. Argüello, Tito Chamorro, Ernesto Báez, Agustín Núñez, sin olvidar creaciones Colectivas del grupo Tiempoovillo o de los grandes escenógrafos como Carlos Colombino, Alberto Miltos, Ricardo Migliorisi, Rubén Milessi o Nils Wiessel.

Quisiéramos destacar, entre su múltiple actuación, su labor fundamental en la afirmación y difusión del Instituto Internacional de Teoría Crítica de Teatro Latinoamericano (IITCTL), que presidía hasta el año pasado el profesor Fernando de Toro. Sólo los que seguimos de cerca los primeros años de existencia de este Instituto, de los tres Encuentros de Teatro Latinoamericano que organizó, y de la espléndida revista La Escena Latinoamericana que puso en marcha, podemos dar testimonio de hasta qué punto fue determinante la intervención de Edda de los Ríos en todas estas empresas.

También quisiéramos señalar su actuación en el marco del Centro   —9→   Latinoamericano de Investigación Teatral (CELCIT), sección Paraguay, en calidad de Directora delegada, donde asimismo está llevando a cabo una interesante labor de organización.

Pensamos que toda esta actividad, tan compleja por su carácter polifacético, es habitual en aquellas personas que trabajan en dramaturgias minoritarias adscritas, para colmo de males, en países que no han gozado de libertades democráticas, salvo en muy reducidas ocasiones. Los catalanes también sabemos mucho de estas actitudes, de lo que aquí se llama «entre tots ho farem tot» (entre todos lo haremos todo), tan admirable en los tiempos de lucha política como de inquietudes en los tiempos de democracia o de normalidad expresiva. Parece como si los creadores que trabajan contra todos los elementos y contra todas las dificultades tuvieran que hacer más actividades de las que son habituales para llevar las lagunas, los vacíos y las carencias que una situación anómala en lo cultural y en lo político acaban creando: una situación en la que continuamente se empieza de cero.

El peligro de estas actividades polifacéticas puede ser, como es lógico, la dispersión, el exceso de responsabilidad y el cansancio. Un buen antídoto para atacar estos males lo constituye el poseer una sólida formación teórica, el tener la capacidad de estructurar un pensamiento crítico y metodológicamente bien entreverado, que impida la posibilidad de que todos estos admirabilísimos esfuerzos acaben resquebrajándose y diluyéndose. Este, por suerte, es el caso de Edda de los Ríos, y el lector de estas páginas tendrá ocasión de conocer sus trabajos como historiadora en el ensayo «Expresiones teatrales aborígenes y españolas en el Paraguay», su pensamiento como militante feminista en «La mujer paraguaya: protagonista en la Historia, espectadora en el Teatro», o su aportación como teórica en el valiente y arriesgado texto «Relato Nivaklé preparado para el proyecto Utopía 93».

Pensamos que la situación del Paraguay, con todas las dificultades que ha tenido en su reciente historia, se encuentra en una situación de privilegio. Privilegio, naturalmente, ganado a pulso y que viene a demostrarnos el   —10→   admirable talante democrático de este país. Paraguay es el único país latinoamericano que acepta como idioma oficial un idioma aborigen. Y en la aportación histórica de Edda de los Ríos, que se encuentra en este libro, podemos encontrar un fino y penetrante análisis de esta envidiable situación y de la riqueza que comporta.

Edda de los Ríos va analizando por igual las dos expresiones teatrales paralelas que se producen en el Paraguay. De hecho, más que dos expresiones son tres: la guaraní, la castellana y la jopará. Es especialmente interesante el momento en que se analizan las manifestaciones parateatrales y las danzas de los pueblos aborígenes que poseían un admirable respeto por la lengua hablada, la cual cuidaban y utilizaban con arte especial. Ampliando esta dimensión, el siguiente trabajo posee una doble faceta: la estrictamente reivindicativa del papel de la mujer y donde de nuevo la autora vuelve a repasar la historia teatral de la zona cultural a la que pertenece, en el apartado «El teatro en el Río de la Plata en el período colonial y en los siguientes».

Especial interés para nosotros ha tenido el capítulo «La mujer paraguaya en el teatro de hoy»; en donde Edda de los Ríos se refiere ampliamente a las aportaciones de las jóvenes actrices que introdujeron, a través de los grupos independientes, las nuevas tendencias escénicas.

Todos estos materiales ayudan a poner las bases de unas vías de futuro, de la posibilidad de tener esperanzas en cuál debe ser el papel del teatro en el próximo milenio. Seguimos la reunión «Utopía 93», que organizaron las profesoras Lamice El-Amari y María Josep Ragué. Para nosotros tuvieron especial relevancia las aportaciones de Edda de los Ríos y del gran dramaturgo británico John Arden; ambos vinieron a demostrarnos, uno desde la llamada «vieja Europa» y otra desde un «continente en marcha»; que la esperanza era posible, y en el trabajo que aquí se incluye el lector podrá encontrar caminos de reflexión y modelos a seguir, en especial para las sociedades emergentes que están llegando a la mayoría de edad teatral en el área iberoamericana. A la hora de releer los ensayos de Edda de los Ríos, que conocía directamente   —11→   por haberlos escuchado en distintos congresos, encuentros o festivales internacionales, me vienen a la memoria -y no sabemos muy bien por qué-, unos versos del maestro Jorge Luis Borges que, si mi memoria no me es infiel, dicen así:


A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires:
La juzgo tan eterna como el agua y el aire.



Pensando en los muchos años que llevamos trabajando en empresas comunes y coincidiendo en foros y encuentros de todo tipo, también a mí se me hace cuento que empezó mi interés y mi amistad con Edda de los Ríos naturalmente, no consideraré eterna pero sí como de toda la vida la relación y el trabajo conjunto que hemos ido realizando, el puente de diálogo que se me ha ido estableciendo entre Asunción y Barcelona.

A veces pienso, que tal vez su padre -aquel gran hombre de teatro- me habló de ella y de su gran vocación teatral. O que quizá fue mi alumna en l'Escola d'Art Dramàtic Adrià Gual (E.A.D.A.G.) o en la Universidad. Que tal vez vino con una beca especial a escribir una tesis doctoral bajo mi dirección y, así, a lo largo de los años ha ido afianzándose nuestra amistad y mi alta admiración por los innumerables trabajos que con tanta sabiduría y amor lleva realizando. Pero no, no ha sido así, ha sido todo al revés, y precisamente fue el año pasado cuando tuve la inmensa suerte de conocer Asunción y de ir reencontrando todos los entornos familiares y cívicos que han ido configurando la personalidad de Edda de los Ríos, mi muy admirada amiga.

Como se verá, y quiero decirlo antes de acabar con este prólogo, no me he referido a su otra gran vocación y actividad: estamos pensando en los trabajos y los días de Edda de los Ríos como mujer de continuadas responsabilidades políticas. No he creído oportuno hablar de esa dimensión que aún me la hace más admirable, pero sí quisiera añadir que su vocación política como un servicio a una comunidad, a una nación y a un resquebrajadizo pero lleno de esperanza presente histórico da una especial   —12→   dimensión a los tres ensayos que se reúnen en este libro, y esa dimensión hace posible que las palabras de Edda de los Ríos nunca sean gratuitas, que estén henchidas de preocupación cívica en el más alto sentido de la palabra, de verdadero sentido de la Historia y de nuestro paso, de nuestro deambular a través de ella.

Ricard Salvat

Barcelona, 5 de Octubre de 1993





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ArribaAbajoExpresiones teatrales aborígenes y españolas en el Paraguay

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1) La fuerza de la lengua

Al reflexionar sobre el «diálogo entre dos culturas», una de las denominaciones para el encuentro producido a fines del siglo XV entre seres humanos de diferentes características en nuestro continente, es inevitable el análisis del término con el que a través de casi cinco siglos se lo denominó: conquista.

A pesar de la utilización de denominaciones alternativas con el afán de dar brillo a la celebración de los quinientos años de ese hecho, su significación antropológica emerge a través de cualquier vocablo o frase que traten de suavizarlo.

En ese sentido, conquista no es solamente la ocupación de territorios por la fuerza de las armas o de la convicción. Esta sería la primera etapa. La segunda, la más fuerte, está dada con el enfrentamiento de dos culturas diametralmente opuestas, y la última con el triunfo y supremacía de la más fuerte. No obstante, en este resultado final las características del más débil no desaparecen totalmente: se mimetizan atenuando los fuertes colores del tinte dominante.

En el proceso de amalgamiento entre los primitivos habitantes de nuestro suelo y el de los europeos, españoles en su mayoría, es el del Paraguay un caso especial de muy singulares aristas. Paraguay o Provincia Gigante de las Indias, como se lo conoció antes de que los acontecimentos históricos redujeran su territorio a las actuales dimensiones, estaba habitado por los guaraní y por otros pueblos que nunca se sometieron a éstos como los guaicurú, mbayá, payaguá, charrúa, etc.

Los guaraní, emparentados con los tupí estaban compuestos por distintas parcialidades tales como los carios, itatines, chandules, chiriguanos, etc., todas de características similares y con una unidad lingüística, el guaraní.

No se puede hablar de una cultura guaraní o tupiguaraní, ya que se trata de una agrupación de tribus cuyos antecedentes raciales podemos encontrarlos en la Amazonide, a la que también pertenecen otras tribus de cultura neolítica que no hablan el guaraní. Reciben el nombre de guaraní los   —15→   aborígenes que hablan el guaraní.

Este elemento se convierte en materia prima y herramienta del proceso que se inicia con el encuentro de los primeros aborígenes, diseminados en un territorio que se extendía desde el Amazonas al Río de la Plata y desde la costa atlántica hasta los Andes, con los primeros europeos.

A partir de este momento el conquistador propone, impone, solicita, exige o intercambia pero en cualquiera de estas situaciones debe recurrir al medio de comunicación más efectivo: la lengua. Esta logrará que la conquista gire en torno a ella, convirtiéndola en protagonista que acaba conquistando al conquistador.

El Paraguay ha sido desde entonces, sin paréntesis en la evolución del tiempo, hasta los días que corren, país bilingüe.

En la actualidad el guaraní es hablado por la mayoría de la población.




2) Los guaraní. Algunas de sus características religiosas

Los guaraní, grandes guerreros, escondían sus emociones bajo rostro inmutable y parquedad de actitudes y ademanes. Estas características, que perduran a través del tiempo y del mestizaje, se deben a la concepción fatalista que proviene de su religión, en la que se patentiza la marcada ausencia de dualismo; pues tanto el bien como el mal no son producto de espíritus específicos sino que provienen de la sabiduría divina, por lo que deben ser aceptados sin queja ni desesperación.

Al ser la voluntad divina suprema, inexorable y sin preferencia por pueblo o nación determinada, la oración en beneficio del triunfo en una guerra o del cambio de una situación determinada carece de sentido. Por esto no resulta extraño que tanto la oración como la maldición estuvieran ausentes de sus hábitos, por lo menos en el sentido que suele dárseles a ambas.

Los guaraní practicaban la oración en forma reservada, en ocasiones específicas, a través de los Caciques, de los Pajés y de los Ancianos, y su culto estaba desprovisto de formas tradicionales tales como imágenes, templos, etc. Durante siglos guardaron celosamente el texto de sus rezos dirigidos al Sol y a otras divinidades superiores, así como también a los Genios Tutelares,   —16→   considerados como agentes con poderes sobrenaturales, pero carentes de poder creador. Este solo es propio de los dioses, espíritus puros que no asumen formas, excepto las de fenómenos naturales como el trueno o el relámpago para manifestar sus designios que, buenos o malos, son esencialmente justos y sabios y, por tanto, inapelables.

Esto origina el estoicismo que caracteriza al guaraní y explica la ausencia de expresiones en su lengua destinadas a la blasfemia o a la maldición, actitud que podría confundirse con la apatía, pero que revela un fatalismo más inteligente que resignado, el cual conduce al enfrentamiento con el peligro y con la muerte con óptica serena.

Si bien es cierto que los términos para designar a Dios (Tupâ) y al Diablo (Añá) pueden contradecir lo expuesto, es necesario aclarar que los mismos son posteriores a la aparición de los misioneros en esta zona, quienes a través de la semejanza fundieron las divinidades superiores en un solo Ser Supremo, el mentado Tupâ, y a los Genios Tutelares en la maléfica figura de Añá.

El relacionamiento entre guaraníes y españoles se desarrolla en forma natural, y esta relación está dada por dos factores: 1) El idioma, que primero aprenden los soldados y oficiales para conseguir ejércitos de indios que los acompañen en su aventura en pos de la tierra de los metales; y 2) De las mujeres indígenas.

Salvo algunos sofocados intentos de sublevación, producidos a veces por el abuso del conquistador y ocasionales asesinatos por parte de los indígenas, los guaraní son amistosos y hospitalarios. No son precisamente los espejitos los que los atraen sino el metal que cubre el pecho de los conquistadores, el metal que facilita la tala de los árboles y la preparación de la tierra, ya que el hacha de piedra por ellos utilizada sólo astillaba la madera de los árboles y el rudimentario yvyra hakuá (madera aguzada o arado) horadaba la tierra con dificultad.




3) Manifestaciones artísticas

Por todo lo expuesto podemos deducir que:

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1) Su patrimonio cultural más valioso estaba constituido por la lengua.

2) Su concepto de la religión, a la que más bien consideraban un «código de preceptos morales» bajo la sanción de una Voluntad Suprema, se traducía en un culto carente de formalismos, por lo que encontramos escasos antecedentes histriónicos en este tipo de ceremonias y rituales. Orgullosos de su lengua, atribuían gran importancia a la oratoria, que practicaban principalmente en las asambleas políticas, frente al peligro en vísperas de una batalla o como prisioneros condenados a muerte, caso en el que hacían gala de estas dotes, hasta el momento mismo del sacrificio. El Consejo de Ancianos para la elección de un Cacique tenía en cuenta el valor y el adiestramiento para la guerra y la capacidad oratoria. La disminución de cualquiera de estos atributos podía ser decisiva para su destitución.

«La majestad y fuerza de la expresión de la lengua, sus elegancias de dicción sobre todo cuando expresaban vehementes afectos del alma, ya sea en sus momentos de gozo y alegría, ya en los de tristeza y dolor, como en la pública celebración de una historia o en las solemnes honras» (Padre Chomé, 1736) se tradujeron en dotes para la poesía, que cultivaron tanto varones como mujeres, legándonos poemas que van desde inocentes temas amorosos y canciones bélicas hasta la relación de los grandes mitos sobre la creación del universo, el diluvio y el juicio final.

La música, la danza y el canto, unidas a estas aptitudes descriptas, amplían el panorama de su predisposición al arte en el que «el bien decir» resaltaba considerablemente.

Cantaban y al mismo tiempo movían cadenciosamente el cuerpo, imprimiendo mayor o menor frenesí a la danza cuando el tema lo requería. Un solista decía los versos y los demás, distribuidos de acuerdo con las características de la voz, entonaban los estribillos, siempre atentos al director del coro que, con el bastón de ritmo, dirigía esa armonizada conjugación de palabras, voces, sonidos y euritmia.

Su natural predisposición para la música asombró a los primeros conquistadores, a través de la orquestación de voces y de los instrumentos   —18→   por ellos conocidos: cascabeles, tambores, atabales, flautas de madera, de cuerno o de hueso de los enemigos, empleados en ceremonias y rituales. (Se ha discutido sobre la antropofagia de los guaraní y, evidentemente, el material ilustrativo al respecto es abundante. Realmente lo eran, pero por razones puramente rituales, y sólo la practicaban con los enemigos sacrificados).

Sus danzas (Jeroky) eran absolutamente armoniosas, y aunque los misioneros supieron explotar sus naturales condiciones para la música y la danza, nunca pudieron desviar el verdadero sentido que los aborígenes le atribuían: medio de comunicación con los seres sobrenaturales.

Los guaraní no se tatuaban. Se pintaban la cara, principalmente, con vivos colores que lograban extrayendo los tintes de vegetales y semillas, evidenciándose sus condiciones plásticas no sólo en estos casos sino también en el teñido de plumas con las que adornaban su cuerpo, sus aros y sus flechas.

Como atribuían al Jeroky o danza las características expuestas, necesitaban el estímulo obtenido con bebidas y narcóticos, extraídos también de plantas y semillas, para establecer contacto con las divinidades a través de la sobreexcitación que iba acelerando el ritmo y el movimiento hasta llegar a extremos de convulsión1 que concluían en absoluto estado de postración. El tabaco era usado para provocar visiones, aunque también recurrían a él como medio de amortiguar el dolor.

De este y otros medios se valían los Pajés (hechiceros) cuando se aislaban en su choza por varios días para establecer comunicación, pues esa era su misión: el contacto con los espíritus. Pero no con ese espíritu creador y todopoderoso, a quien los misioneros bautizaron Tupâ cuando aprendieron el guaraní, sino con los espíritus de los muertos, divinidades medias que se les manifestaban entremezcladas con el humo y envueltas en ese halo de magia que tanto admiraban.

El Pajé hacía sonar su maraca, hecha de calabaza pintada en vivos colores y adornada con plumas, y el sonido de las semillas de su interior «hablaba» en un lenguaje que solo el Pajé podía interpretar y transmitir.

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A veces curaban a los enfermos con el poder de la magia; otras, prevenían adversidades o bonanzas, y otras aconsejaban la marcha de toda población hacia la Meca Guaraní: la Tierra sin mal (Yvy marae'y) donde no existían calamidades, ni guerras, ni muerte, donde no se necesitaba trabajar la tierra porque los alimentos abundaban y donde existían la eterna juventud, el vigor, la fuerza y la sabiduría en forma permanente.

A esto se deben las continuas migraciones guaraníticas, y posiblemente ésta sea otra de las razones por la que no construían templos, monumentos o tótems. Su paso por la tierra que trabajaban con el sistema de la roza era transitorio, y la verdadera meta era el mba'evera guasu, como también la llamaban, y que literalmente se traduce como «cosa que resplandece intensamente».

Antes de iniciar su viaje, cuando el Pajé anunciaba que había llegado el momento, se preparaban danzando en agotadores rituales que se prolongaban varios meses, hasta que la maraca del hechicero indicaba el rumbo a seguir. Otro curioso ritual era el de la salutación lacrimosa. Acostumbraban recibir a los visitantes con llantos sonoros y derramando lágrimas de alegría, que podían ser de tristeza cuando recordaban a los muertos de quienes resaltaban sus virtudes y atributos, acompañando estas manifestaciones con expresivos gestos y ademanes. Sin ser precisamente un ritual, acostumbraban proferir alaridos y gritos en las batallas. Aseguran que la sorpresa de los conquistadores fue mayúscula cuando se produjeron los primeros enfrentamientos armados y que, a pesar de la inferioridad de material bélico (arcos, flechas con punta de hueso y macana) de los aborígenes, pudieron éstos, si no vencer, por lo menos atenuar los resultados a través del desconcierto de tropas con armamentos muy superiores.

Al analizar este cúmulo de condiciones artísticas no puede menos que sorprendernos el saber que no existía un teatro guaraní a la llegada del conquistador. ¿Cómo, pues, llamaríamos a todo esto? Tenemos una lengua rica y expresiva, seres que la cultivaban cuidando rigurosamente su dicción, textos poéticos, canciones, música, danza, instrumentos, colorido, ambientación, llantos, algarabía y gritos incesantes. Todo esto sugiere los   —20→   espectáculos integrales que, como gran novedad, surgen en las décadas del 60 y del 70 de este siglo en base a la expresión corporal, sonido, luces, textos fragmentados, o ni siquiera eso en algunos casos. La diferencia radica en que éstos espectáculos, que ponen en boga por décadas la creación colectiva, en su mayoría no se centran o basan en algo que para el aborigen de esta zona tiene una importancia vital: la palabra.




4) El fenómeno teatral

Podríamos llamar entonces a estas formas para-teatrales y, según investigaciones, hay datos de expresiones espectaculares originales que aún persisten en ciertas tribus que permanecieron hasta no hace mucho alejadas de la civilización, y que son:

i) Exclusivamente verbales, o verbales acompañadas de una gestualidad, y / o verbales con representación.

ii) Mixtas: danza, percusión, expresiones vocales en improvisadas representaciones con máscaras tradicionales o improvisadas, reminiscencias o influencias de la época colonial.

Es importante tener en cuenta lo dicho al principio: la población originaria del Paraguay se dividía en guaraní y no guaraní. Los primeros, habitantes de la Región Oriental, y la mayoría de los segundos de la zona Occidental o Chaco, con características muy diferentes.

Por ejemplo, en el caso guaraní, con los Axé (guayaki), grupo cuyos primeros contactos con la civilización occidental sólo datan de hace poco más de cien años, no se ha estudiado lo suficiente la parte «teatral», debido a que el encuentro social y cultural directo, que hace accesible su estudio, continúa presentando dificultades.

Los Axé tienen cantos, llantos, rescatados oralmente por los antropólogos León Cadogan, Bartolomeu Meliá, Mark Münsel y otros, y representaciones no documentadas hasta el momento, aunque transmitidas por personas que convivieron con ellos. En igual condición, fuera del área guaraní, están los Ayoreos (Moros), cuyo choque ha sido más reciente. Existen casos de otras   —21→   comunidades que mantienen un mayor contacto con la sociedad «occidental», pero que han logrado conservar su identidad íntegra o casi íntegramente. Al respecto podemos citar el caso Chiripá (guaraní) cuya expresión se traduce en diálogos, representaciones lúdico didácticas y carnavales con máscaras, poco estudiados. En el área de las manifestaciones mixtas, existen representaciones con máscaras que se siguen manteniendo, mezcla de ambas culturas (europea / guaraní), tales como máscaras de los Reyes Magos, Kamba Ra'angá y pesebres vivientes, de particulares características. Jeguakáva significa adornado en guaraní. Específicamente se refiere a los adornos plumarios; sin embargo, en un contexto más amplio, implica la preparación ritual o festiva para un acto de representación.

El arte del adorno tiene una tradición de gran riqueza en cuanto a la creación de arreglos, con objetos que hasta el momento han sido estudiados tanto desde el punto de vista etnológico como desde el artístico o artesanal, pe ro no desde el teatral, como el proceso implicado en el jeguaká.




5) Las misiones jesuíticas. El teatro misionero

La supremacía del conquistador durante el período colonial se dio en la mayor parte del territorio americano a través del exterminio o de la reducción de razas y culturas existentes. Ya hemos visto que éste no es el caso de Paraguay, donde se dio el mestizaje en forma tan natural que para mediados del Siglo XVI más de quinientos mozos que recibieron el nombre de «mancebos de la tierra» se integraron a la vida social y política, orgullosos tanto de sus antecedentes hispánicos por parte de padre, como de su sangre indígena por la vía materna.

A finales del mismo siglo superaban en número los diez mil, y conjuntamente con los escasos trescientos españoles que quedaban, fundaron pueblos y ciudades, convirtiéndose en sólidos pilares de la cultura que ya podemos empezar a llamar paraguaya.

Esto en lo que a ciudades como Asunción y otras similares respecta.

Otra fue la situación de los indígenas que habitaban las reducciones jesuíticas. Aunque fueron varias las Órdenes que llegaron hasta estas tierras   —22→   (Franciscana, Mercedaria, Dominica) fue la Jesuita la que extendió su misión más allá de la función evangelizadora.

Llegaron a tener en sus dominios alrededor de ciento cincuenta mil aborígenes a quienes, sin apartarlos de la mayoría de sus costumbres, fueron adaptando a todo un sistema político, social, artístico y religioso.

Empezar on por comprender que el camino más corto y rápido hacia la evangelización y las transformaciones pretendidas era el del aprendizaje de la lengua indígena, y cuando lo lograron, descubrieron una lengua rica y armoniosa que suscitó los más variados elogios por parte de intelectuales y especialistas.

Los jesuitas decidieron dar a esta lengua, «de las más copiosas y elegantes que conoce el orbe», al decir de Lozano en 1754, una expresión escrita; ya que era tradicionalmente oral, y es así como nacen, bajo su influencia, gramáticas, diccionarios y literatura en guaraní.

Los nativos de las misiones aprendían a leer y escribir en guaraní, español y latín. Con la expulsión de los jesuitas en el Siglo XVIII esa tradición se pierde, y aunque algo se recupera posteriormente no son sino fragmentos que deben más su conservación a la tradición oral que a la escrita.

En cuanto a las artes, los jesuitas supieron potenciar las condiciones naturales de los indígenas para la música, fomentando el estudio musical con los instrumentos, al principio traídos de Europa y luego de fabricación local, pues también tenían aptitudes para todo tipo de tallado en madera. Particularmente se sentían muy atraídos por el Canto, y la máxima aspiración del indígena era llegar a ser cantor. Cada pueblo de los más de treinta que fundaron los jesuitas tenía su coro con alrededor de cuarenta voces. Los niños más pequeños hacían la voz de soprano, los medianos de contralto, y los mayores barítonos o tenores.

Si bien es cierto que danzaban con singular gracia, este acto ya nada tenía que ver con aquellas que describiéramos al principio, por ser consideradas lascivas por los misioneros que a cambio de ellas, les enseñaron las suyas. El teatro misionero es de carácter religioso esencialmente, aunque también llegó al campo de la farsa.

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Las primeras obras de las reducciones son piezas de carácter religioso, escritas por los jesuitas en idioma guaraní, pero actuadas por los indios. Aunque se tiene constancia de su existencia, no han llegado hasta nosotros, salvo excepciones que tampoco consisten en versiones originales, sino más bien relatos salvados por la tradición oral.

Estas obras eran generalmente de corta extensión (un acto), y los temas giraban en torno a pasajes del evangelio o de la vida de los santos.

Sin embargo, la natural inclinación del indígena hacia la danza, el canto, la pantomima, la oratoria y la improvisación los hace recibir con verdadero entusiasmo juegos inspirados en los de moros y cristianos, en los cuales los «moros» eran sustituidos por «infieles locales».

Nicolás del Techo, padre comentarista de las Misiones, nos describe una representación de estas características, celebrada en el año 1622 con motivo de la canonización del fundador de la Orden, San Ignacio de Loyola, y en la que destaca la brillante dirección del que también habría de alcanzar la canonización, Roque González de Santa Cruz, aunque para ello tuvo que esperar cuatro siglos.

San Roque González, primer santo paraguayo, incursiona en esta ocasión en el campo de las artes escénicas, dirigiendo a más de un centenar de niños divididos en dos bandos, enfrentados en simulada batalla. Según relata e l cronista, «los idólatras iban adornados con ricos plumajes y armados con arco y macana; los cristianos peleaban con una cruz». La música regulaba los movimientos de los infantiles ejercicios. «Era de ver como éstos se juntaban o separaban, dividían el campo en dos partes iguales o simulaban acometidas». «Pasado algún tiempo, la batalla se declaró en favor de los cristianos, quienes llevaron a los vencidos hechos prisioneros, delante del Gobernador eclesiástico primero, y luego del civil. Los niños se echaron al suelo, pero alegremente, cual convenía a cautivos voluntarios, saltando de cuando en cuando».

La historia registra la satisfacción y beneplácito con que el espectáculo fuera recibido y también nos obliga, a través de su difusión, a proponer a nuestro santo compatriota como patrono del teatro paraguayo.

Es digna de destacar la importancia de los escenarios, del vestuario y de la   —24→   iluminación en representaciones de éste y otros tipos. Los primeros se instalaban en las plazas de las reducciones y, a veces, en los portales y aun en el interior de las iglesias.

El vestuario, de vivos colores, iba aumentando en proporción a las representaciones, y era bien variado e imaginativo, a los efectos de diferenciar perfectamente las características de los diversos personajes: fieles, infieles, nativos, españoles, santos y animales.

Párrafo aparte para el sistema de iluminación, realizado en base a cientos de antorchas para el caso de las representaciones realizadas al anochecer: algunas colocadas en forma permanente y otras movidas por los propios actores, proporcionaban no solamente la claridad necesaria para la visualización del espectáculo, sino también ese toque mágico y esplendoroso al que se llega en el presente siglo con el gas y la electricidad.

Recordemos que cuando hablábamos de su religión original, rescatábamos su concepción fatal de los designios divinos. Esto los alejaba permanentemente de la comprensión y aceptación del pecado, así como tampoco podían concebir Dioses que premiaran lo bueno y castigaran lo malo, por provenir ambos de su voluntad. Posiblemente por esta aceptación pacífica y serena del dolor y de la desgracia, no se dio la representación teatral en las reducciones bajo las formas de la Tragedia, como ocurrió en el Brasil.

Las piezas de fondo religioso se representaban en el atrio de la Iglesia, nunca adentro, y poco a poco los mismos indígenas empezaron a escribir sus propios libretos, con la orientación, seguramente, de los sacerdotes, pero el hecho es que lo hicieron dando muestras de condiciones para la dramaturgia que tal vez hubiera podido convertirse en tradición, de no cortarse abruptamente la labor misionera con la expulsión de la Orden.

El entusiasmo del indígena por el juego dramático, y su rápido interés y aprendizaje hasta convertirlo en importante vehículo de comunicación y preferentemente bajo las formas de la farsa, se prolonga hasta los tiempos actuales. Por tanto hay que buscar el verdadero origen del teatro nacional popular en el Teatro misionero y no en el Colonial. La transmisión del mismo   —25→   en forma fragmentada, recogido por investigadores y estudiosos que establecieron contacto a través del tiempo con campesinos que habían oído el relato de sus ascendientes, es el testimonio que se conserva, pues los textos escritos desaparecieron.




6) Teatro colonial

En la recién fundada Asunción se representan farsas y autos sacramentales que, más que genuinos, son lo que hoy llamaríamos versiones libres sobre temas y formas tradicionales de la dramaturgia española, con la introducción de fragmentos relacionados con la conquista y el Nuevo Mundo. Hay constancia de su existencia, pero el material se ha extraviado.

1544 es una fecha clave. Para la celebración del Corpus, el capellán Gabriel Lezcano, bajo las formas del auto sacramental, estrena una violenta sátira contra el Adelantado Alvar Núñez Cabeza de Vaca, depuesto un año atrás por los «tumultuarios» leales a Martínez de Irala. Nunca mejor empleada la palabra estreno o première, como la llamaríamos hoy, ya que por tratarse de un texto original se convierte en la primera obra estrenada en el Río de la Plata. La representación culmina en gran escándalo cuando se advierte que escapa de las formas religiosas para desembocar en virulenta crítica social y política.

Las piezas que le siguen transitan por el mismo sendero, pero ya sin disfraces. El portugués Gregorio de Acosta, leal a Alvar Núñez y por tanto enemigo de Irala, un año después destaca los vicios de este último, subrayando su desmesurada afición a las indias, en una farsa cuya representación concluye abruptamente a consecuencia de la represión a palos y golpizas. Con este acto, el gobernador Irala instaura la censura en el sur del continente, perdurando ésta a través de los siglos.

Del teatro de esta época solo se conserva escrita La Comedia Pródiga atribuida al clérigo Luis de Miranda y escrita en Asunción, pero publicada en Valladolid en 1554. Este alentador brote del arte teatral, sustentado en la temática de las luchas políticas, se ve desarticulado y reducido a su mínima expresión a consecuencia de las disputas por el poder, que constituye   —26→   justamente lo que lo engendró.

Aunque algunos acontecimientos importantes de la vida colonial fueran celebrados con expresiones dramáticas, podría considerarse al teatro colonial en estado de estancamiento hasta el rebrote cultural del siglo XVIII, al que contribuyeron el incremento de la economía y la llegada a nuestro suelo de hombres más afectos a la pluma que a la espada.




7) Independencia del Paraguay

Con la independencia del Paraguay (1811) se cortan los vínculos políticos con España, pero los parámetros europeos continúan marcando pautas que lo relegan a un estado semicolonial y semidependiente.

Con la expulsión de los jesuitas todo vestigio de teatro en guaraní desaparece, y el rumbo iniciado por aquellas primeras obras de la época colonial es seguido por representaciones de farsas, óperas, autos sacramentales, comedias, tragedias, algunas del repertorio universal y otras de autores locales españoles o criollos, pero en castellano y con una marcada tendencia europea en el montaje.

Durante la dictadura del doctor José Gaspar Rodríguez de Francia (1814-1840), la élite cultural es aplastada y las instituciones artísticas desaparecen, para resurgir con fuerza con el Gobierno de los López (Carlos Antonio y posteriormente su hijo Francisco Solano), pero bajo modelos europeos y en lengua española.

Una guerra cruel que va de 1865 a 1870 trunca nuevamente el pujante movimiento cultural y social, dejando como saldo, al final de la misma, a un pueblo casi aniquilado, hambriento y desgastado. Podríamos hablar del inicio de una nueva etapa de colonización, pues tanto las tropas de ocupación de origen brasileño como los inmigrantes que arriban en busca de tierras y nuevos horizontes hablan en sus respectivas lenguas e imponen sus costumbres.

A pesar de las dificultades, el teatro y las artes en general vuelven a vivir otro período de renacimiento.

A fines del siglo XIX se construye un teatro para sustituir a los tinglados   —27→   improvisados que albergaban con frecuencia a las compañías de comedias, ópera, opereta y zarzuelas que recorrían en permanentes giras el continente americano.

Lógicamente, tanto estas representaciones como las muy esporádicas que se realizaban con elencos de amateurs locales se encuadran dentro de las formas de representación tradicionales.

El Teatro en guaraní, que había sido retomado en forma de Pasitos o Entremeses que se representaban en los frentes de batalla para levantar el espíritu de las tropas, nuevamente desaparece.




8) El siglo XX

Durante las primeras décadas se alcanza un florecimiento cultural, social, artístico y, en cierto modo, económico y, a pesar de que la educación, la justicia, la política oficial y los medios de comunicación se expresan en español, el guaraní continúa imperando. Sigue siendo la lengua cotidiana, la de la mayoría, pues casi el cien por ciento de la población, principalmente del área rural, lo habla. Sin embargo, la ausencia de una gramática escrita y la falta de enseñanza de esta lengua, que sobrevive gracias a la oralidad, contribuyen a su erosión en aumento gradual, sufriendo los deterioros propios del bilingüismo. Lentamente, va surgiendo la que el antropólogo Bartolomeu Meliá ha bautizado como «la tercera lengua»: el jopará, mezcla o consecuencia de la fusión del guaraní y del español. Remontándonos nuevamente a los tiempos de la Conquista, podemos rescatar dos corrientes teatrales bien diferenciadas:

1) La del teatro de habla hispana, que intentaba ser un reflejo de la tradición foránea;

2) La del teatro de habla guaranítica, propia de las Misiones, con orientación foránea pero marcados matices autóctonos.

Ambas se proyectan a través del tiempo, con lapsos de auge y decadencia acordes al contexto sociopolítico. Prolongándolas, llegamos a su desembocadura, la primera en el teatro llamado «culto», en español, seguido de las últimas modalidades en boga, y la segunda la del teatro   —28→   popular en guaraní.

Con respecto a éste podemos decir que el teatro en guaraní resurge como forma parateatral en las décadas del 20 y del 30, o como teatro marginal. Es un proceso similar al ocurrido en España con Ramón de la Cruz cuando, en franca rebelión contra la tiranía del teatro neoclásico, sale a las calles y crea el Sainete.

Un grupo de artistas locales, de vida bohemia y con conocimientos de la música y del canto popular y con capacidad para representar, es permanentemente contratado como «comparsa» o para completar las orquestas de las compañías de teatro y ópera o zarzuela que se suceden en las distintas salas con que ya cuenta la Capital e incluso alguna de las ciudades del interior.

Así se van familiarizando con los textos y partituras que reproducen fragmentariamente en sus reuniones nocturnas, después de la función. Poco a poco comienzan a convertir estas partes en un «todo», y surgen los espectáculos llamados veladas, compuestos por fragmentos de obras teatrales o pasos o entremeses acompañados de instrumentos musicales, según el local de representación o las posibilidades de estos artistas.

Se utilizan el guaraní y el español, según el público presente, y los lugares de representación son de lo más variado: patios, callejones, salones de las casas de familia o de los clubes sociales, que abren sus puertas a esta fresca y liviana manifestación teatral.

Allí surge la figura de Julio Correa, que va evolucionando hasta producir piezas de alta calidad y contenido. Actor y autor al mismo tiempo, no tiene derecho a representar sus obras en el entonces Teatro Nacional, pues estas son en guaraní y este tipo de obras no es considerado importante.

Una nueva guerra, esta vez contra Bolivia, se desencadena en 1932 y son las obras de Correa y otras semejantes las que levantan la moral de nuestros soldados. Al término de la contienda, en 1935, Correa había logrado gran reputación a raíz de los estrenos de obras en guaraní de fuerte contenido y crítica social, matizadas siempre con algún tinte de jocosidad.

Surgen otros autores que continúan con esta línea, al tiempo que las   —29→   compañías extranjeras y algunos elencos nacionales continúan con el repertorio universal.

En la década del 40 ya ambas tendencias, si bien es cierto que siguen diferenciadas, comparten las carteleras asuncenas, pero las de la vertiente popular, además, recorren permanentemente el interior del país.

La década del 60 ve nacer compañías teatrales que, por primera vez, pueden llamarse profesionales, y surgen nuevos autores cuyas obras se encuadran dentro de las dos vertientes teatrales existentes. El público llena las salas, tanto para aplaudir el repertorio universal tradicional como las nuevas tendencias que llegan con los grupos de vanguardia, o para disfrutar las obras en guaraní que, salvo algunas de carácter social con marcados tintes de protesta contra la dictadura stronista, son jocosas y tremendamente ingenuas, muy parecidas al sainete madrileño o rioplatense.

Existen fundamentos sólidos para considerar los años que van de 1970 a 1985, aproximadamente, como los principales del teatro paraguayo, pues no sólo se crean nuevos espacios escénicos, sino que aparecen grupos de lo que podríamos llamar un segundo movimiento vanguardista, que sacan al teatro de su acartonamiento y lo proyectan a un nivel superior.

En el plano de la investigación, se recogen verdaderas tradiciones teatrales en guaraní, esparcidas por los pueblos, y se las reincorpora al teatro popular en dicho idioma. A principios de la década del 80, la represión, producto de una dictadura implacable y más la autocensura con mayor rigor que la censura comienzan a resquebrajar este movimiento y los estrenos de autores nacionales en cualquiera de los géneros se van haciendo cada vez más esporádicos.

En la actualidad, apenas se estrenan obras de autores paraguayos por carencia de producción, y los autores no surgen porque los elencos no estrenan sus obras. Analizando el proceso a fondo, podemos hablar de la ausencia de una tradición en la dramaturgia local, pues la mayoría de nuestras piezas teatrales son calco fiel de aquellas primeras manifestaciones de teatro misionero: escenas yuxtapuestas, con diálogos que llegan al extremo de la brillantez en ciertos casos, y temática localista, pero carentes   —30→   de estructura dramática.

En búsqueda de motivaciones para justificar estas falencias, podría pensarse que fueron los duros golpes recibidos en las distintas épocas, cada vez que el teatro empezaba a madurar; esto se ha dado desde las dos revoluciones comuneras (siglo XVII y XVIII) hasta la caída de la última dictadura en 1989, sin olvidar dos grandes guerras y las continuas revoluciones y «cuartelazos» que atentaron contra el florecimiento artístico.

No obstante, es necesario reconocer que las grandes creaciones teatrales se dieron, en otros medios, justamente en tales climas.

Evidentemente, la causa se centra en la ausencia de tradición en la dramaturgia, y posiblemente sea el estudio serio y reflexivo, con alto nivel de exigencias en el campo académico, el que aporte soluciones a nuestro teatro que, con altibajos, sigue bifurcándose en esas dos corrientes tan perfectamente demarcadas desde los tiempos de la Conquista.

Presentado al I Coloquio Internacional de Teatro Iberoamericano y Argentino. Teatro Cervantes, Buenos Aires, 1992.




Bibliografía

Efraím Cardozo: «Historiografía Paraguaya»;

Efraím Cardozo: «Apuntes de Historia Cultural del Paraguay»;

Josefina Plá: «Cuatro siglos de Teatro en el Paraguay»;

Julio César Chaves: «Descubrimiento y Conquista del Río de la Plata»;

Branislava Susnik: «El Rol de los Indígenas en la Formación y en la Vivencia del Paraguay»;

Arturo Alsina: «Paraguayos de otros tiempos» (contiene un importante capítulo dedicado a Correa).





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