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Dos escritoras realistas

Concepción Gimeno de Flaquer






I

Desde que Goncourt, Flaubert, Champfleury, Droz y Zola, han presentado a la verdad sin la más leve gasa, la verdad ha resultado impúdica y no pueden mirarla los ojos castos. No se culpe a la verdad de su desnudez, si no a los que nos la muestran tan descarnada, tan cruda, tan brutal. Los que en vez de pintar con suave carmín pintan con almazarrón, podrán dar pinceladas magistrales, pero serán demasiado subidas de color.

Los escritores que en nuestros días pretenden hacer del realismo una doctrina, un grito de combate o un sistema, no han creado este género literario, lo que han hecho ha sido desnaturalizarlo al abusar de él; tanto, que la gente poco ilustrada se figura que el realismo es un reto a la moral o una transacción con lo obsceno. Esa gente desconoce los buenos modelos que existen del elegante realismo, porque el ruidoso escándalo de las obras de Zola y de Belot está absorbiendo la pública atención. Mas no hay que tomar como únicos escritores realistas a estos, ni hay que asustarse del realismo, ni creerlo sinónimo de impudicia.

El género realista no es tampoco el pesimismo, como algunos han supuesto muy erróneamente. Para que mi opinión tenga más fuerza voy a parapetarme tras de lo que dice Feydeau, escritor realista, y como tal irrecusable autoridad en el presente caso.

«La vida humana no se compone solamente de fastidios, de pesares, amarguras, vanos anhelos y groseros apetitos del cuerpo; encierra también sus castos placeres, sus nobles deseos y sus levantadas aspiraciones. La humanidad tiene manchas como el sol; pero, como él tiene su claridad y su calor. En el antagonismo del mal y del bien, en el contraste de la belleza y de la fealdad, ha de hallarse la verdad y el interés dramático. El que no viese en la existencia más que lo malo y lo feo estaría tan desprovisto de discernimiento como el que solo viese lo bello y lo bueno: el uno sería tuerto del ojo derecho, el otro del izquierdo. El que pretenda pintar la vida en sus libros, si es justo y hábil la pintará tal como es, con su eterno antagonismo, y por este medio conseguirá conmover, porque será real».

Sorprender al hombre crapuloso en el lupanar, y decir después que la humanidad hace vida de burdel, es tan absurdo como afirmar que el género humano está enfermo porque existen hospitales y manicomios, que el mundo es un lodazal porque hay en él cloacas. Buscar en la verdad sus más bajos aspectos es adorar el fetichismo, profesar el culto de lo feo.

No es equitativo querer hacer de lo monstruoso lo común. Los que copian groseramente todo lo más innoble de la vida sin copiar lo elevado, generoso y grande, no son fieles al realismo, no son sinceros con él. Falseados los principios del realismo no es extraño haya caído en descrédito entre los asustadizos que ignoran completamente, no solo que el género realista es muy antiguo, sino que ha tenido por adeptos autores de gran moralidad.

El artista y el poeta se han de inspirar en la verdad sin copiarla servilmente, pues como no todo es admirable en ella, solo debe sacarse a la superficie lo digno de ser admirado. Enlácese el realismo con una razonada idealidad y resultará un feliz consorcio. Víctor Hugo, el gran poeta de este siglo, es realista e idealista al mismo tiempo; basta pensar en su Quasimodo para sustentar tal opinión.

La revolución literaria que presintió Balzac, modelo de culto realismo, y que ha estallado en nuestros días, tiene su razón de ser, responde al gusto de nuestra época, más amante de lo positivo que de las fantasmagorías de la imaginación.

El clasicismo formó una literatura oficial, pedantesca, en la cual pudo ser sustituido el genio por las reglas académicas supeditadas a toda clase de arcaísmos. La necesidad de dar vuelo a la imaginación creó la escuela romántica; mas el romanticismo, libre de trabas, extraviose por no comprender que nada vale una idea original, atrevida y grandiosa, mientras no sea sensata. Los escritores románticos, abusando del idealismo, se pierden entre las densas brumas de lo hipotético y lo abstracto: no describen lo que existe, sino lo que sueñan. Después de comparar a los clásicos con los románticos y los realistas, paréceme que son éstos los que están en lo cierto. Los escritores realistas describen lo que ven o lo que sienten, y por eso sus creaciones tienen calor de humanidad, que es precisamente lo que necesita toda obra artística o literaria para ser buena.

Lamartine es brillante, púdico, delicado, elegantísimo, pero romántico en demasía; creó tipos fantásticos en vez de seres humanos. En su novela Rafael, más que novela, oda en prosa o poema, es tan falso el tipo del marido de Julia, como el de su amante. Querer presentar hombres tan perfectos, tan espiritualistas, que no sientan nunca ni el más ligero estremecimiento de los sentidos, es crear estatuas. Siendo nuestro ser un conjunto de espíritu y materia, el hombre insensible a las sugestiones de esta, es un caso patológico digno de llamar la atención de la ciencia, que se detiene ante todo fenómeno que se le presenta. Guardar el equilibrio entre el espíritu y la materia es lo que hace el hombre cuerdo, pues si no ha sido dotado de alas para vivir en el éter, en cambio posee razón para no arrastrarse por la tierra cual el bruto.

Otro de los efectos de la escuela romántica es el no hablar sus personajes el lenguaje llano que se usa en la vida real. Lamartine tiene un picapedrero que se expresa como un teólogo, a pesar de no haber aprendido a leer ni a escribir.

La literatura clásica solo admitió el coturno; la romántica, la sandalia de raso; la realista, más lógica, admite el coturno, la sandalia y la alpargata.

En las obras de Galdós y de Pereda hay desarrapados que valen lo que no han valido la mayor parte de los personajes de la escuela romántica, los caballeros de arnés y lanza, de capa y espada. El escritor que hace hablar a un labriego, como a un académico, no es novelista.

Por eso el realismo, no la demagogia de los seudo-naturalistas, es el género literario llamado a más larga vida.

No se crea que el género realista ha nacido hoy: Homero, Apeles, Plauto, Sófocles, Aristófanes, Cervantes y Quevedo fueron escritores realistas.

Teócrito, describiendo hombres de manos encallecidas por el trabajo; Virgilio, haciendo sentir en sus Bucólicas el olor de los establos; Shakespeare, poniendo en escena, no solo a César, sino a humildes obreros, y Goethe, presentándonos a Carlota entregada a pequeños y vulgares detalles de la vida doméstica, son evidentemente realistas, como lo son Scopas, cultivando la escultura de pasión, y Zurbarán, prestando a lo más trivial el encanto del arte.




II

España ha tenido literatos y pintores realistas en todos tiempos sin pretensiones de serlo. Velázquez, haciendo resaltar la expresión del borracho en las figuras de uno de sus mejores cuadros; Goya, retratando a las majas con el descarado desparpajo que les es propio; Fernán Caballero, perfilando magistralmente tipos populares, y María de Zayas Sotomayor, dando relieve al carácter del avaro en su novela titulada El castigo de la miseria, resultan realistas de gran fuerza.

Admirable es la sencillez con que refiere la ilustre literata madrileña María de Zayas; sus personajes palpitan y pestañean, vistiendo siempre el severo ropaje de la verdad. Es ingenua, natural y correcta como Fernán Caballero, aunque escribe con más desenvoltura que esta, porque su estilo es el de la época a que pertenece, el estilo del siglo XVII.

Publicó dos colecciones de sus obras tituladas Novelas ejemplares y Novelas y saraos: ningún autor español, a excepción de Cervantes, ha alcanzado en sus libros mayor número de ediciones que ella.

El enredo de algunas de sus novelas sirvió de argumento a varias comedias de las mejores de nuestro teatro antiguo.

Débele gratitud su sexo por la enérgica defensa que de él hace: rompió lanzas por el enaltecimiento de la más interesante mitad del género humano con la mayor valentía.

Impugnó siempre sin petulancia a los detractores de la mujer, diciéndoles entre otras cosas: «Aunque las mujeres no son Homeros con basquiña y enaguas, ni Virgilios con moño, por lo menos tienen el alma, las potencias y los sentidos como los hombres: muchas pudieran competir con ellos en inteligencia, pero fáltales el arte de que ellos se valen en estudio; porque lo que hacen no es más que natural fuerza».

Brilló también María de Zayas como poetisa, habiendo sido celebrada por Lope de Vega en su Laurel de Apolo.

Sus mejores novelas son: La fuerza del amor, El juez por su causa, Tarde llega el desengaño y El castigo de la miseria.

Versificaba con una gran facilidad, que no hay novela suya en la que no se encuentren enlazados algunos versos aprovechando la ocasión de ponerlos en boca de algún amante rondador que galantea a su dama dándole serenata.

Fácil, natural y amena es la pluma de María de Zayas, la cual no se contagió del culteranismo de su tiempo, y esto es uno de sus mayores méritos, ya que supo reemplazar el estilo conceptista por el estilo llano. Su sencillez y su amor a la verdad danle gran semejanza con la renombrada escritora andaluza de que voy a tratar.




III

Cábele a una mujer, a la ilustre Fernán Caballero, la gloria de haber regenerado la novela en España. Con justicia podemos denominarla restauradora de nuestra novela: ella sustituyó los personajes quiméricos por seres palpitantes, lo mítico por lo real, orillando todo convencionalismo al elegir lo más adecuado para las situaciones que quería representar. Triunfó de todos los novelistas españoles de su época, porque su divisa fue verdad, sencillez y moralidad. Fernán Caballero creó la novela de costumbres, pues antes de aparecer la autora de La Gaviota, la novela se importaba del extranjero.

Las novelas de la amena narradora reflejan las virtudes y los defectos, las creencias y tradiciones, las costumbres y caracteres del pueblo español: son novelas esencialmente nacionales. Sus descripciones, llenas de colorido, su poético y delicado sentimentalismo, su estilo claro y natural, las han hecho populares, y hubieran alcanzado todavía más prestigio si su autora, enamorada de las sociedades caducas, no hubiera tronado contra el espíritu del siglo. Su fervor a lo pasado y protesta contra lo presente quitan a sus novelas el delicioso sabor de actualidad que tienen las de Galdós. Apasionada del ayer, solo encuentra panegíricos para éste y diatribas para el hoy: pero los más exaltados apóstoles del progreso que la rechazan por reaccionaria, no pueden menos de conceder a sus obras gran mérito artístico,

Las costumbres tan admirablemente descritas por la prodigiosa pluma de Fernán Caballero, van desapareciendo; y esto avalora sus libros, que son buscados por los hispanófilos de otras naciones, como busca el numismático el único ejemplar de la medalla que señala una época en la vida de un pueblo. Ha retratado de mano maestra la sociedad de las provincias andaluzas en la primera mitad de nuestro siglo. Nadie negará a Fernán Caballero el título de escritora realista, si se detiene a estudiar los tipos de Marisalada, Don Jeremías, Roque la Piedra, Don Benigno, Lágrimas, Don Fernando y Marcos Ruiz: son figuras que se desprenden del lienzo, que respiran.

La célebre novelista escribió las siguientes obras: La Gaviota, Pobre Dolores, Simón Verde, Clemencia, Lágrimas, La estrella de Vandalia, Callar en vida y perdonar en muerte, Tres almas de Dios, Más honra que honores, Lucas García, Obrar bien, que Dios es Dios, El dolor es una agonía sin muerte, Cosa cumplida, Solo en otra vida, La familia de Alvareda, Elia, Una en otra, Deudas pagadas, Un verano en Bornos, Vulgaridad y nobleza, El último consuelo, Dicha y suerte, y una abundante colección de artículos religiosos, leyendas y cantares.

El recuerdo de la fecunda escritora, que con tan gran facilidad fotografió a nuestra encantadora Andalucía, no se borrará jamás de propios y extraños: los lectores de buen gusto tributarán eterno culto a su memoria.





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