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ArribaAbajoEl pensamiento radical en acción

Como todo pensador de fuste, Rodó se movía en varios planos a la vez. El más profundo era el que se vinculaba con el ámbito espacio temporal de la civilización, como unidad mínima inteligible. Por eso no es de extrañar que haya sido el estudio y análisis de nuestras raíces occidentales, uno de sus emprendimientos intelectuales más poderosos y duraderos.

Se sumergió en el estudio del mundo grecorromano, de la política y la construcción de instituciones de Grecia y Roma, del mismo modo en que un siglo antes lo habían hecho los llamados «padres fundadores» de los Estados Unidos. Rodó fue probablemente el único uruguayo y el primer latinoamericano en hacerlo y su actitud hacia la antigüedad lo emparienta con las mentes más lúcidas de quienes forjaron los Estados Unidos. Esta alta nota de genialidad y radicalismo de Rodó ha dejado anonadados a varios exponentes de la crítica detractora, ya que, como no analizan la obra de Rodó desde su ápice, tampoco comprenden por qué se abocó al estudio del mundo grecorromano.

El historiador norteamericano Arthur M. Schlesinger Jr. -asesor de John Kennedy entre otros presidentes- insiste en su libro Los ciclos de la historia americana, en remarcar la obsesión que la caída de Roma y el impacto que los 22 libros de La ciudad de Dios, la obra cumbre de San Agustín, habían ejercido entre «los norteamericanos del siglo XVII que leían a los padres cristianos y los del siglo XVIII que leían a Polibio, Plutarco, Cicerón, Salustio y Tácito» (Schlesinger, 1986, p. 23).

La obsesión de los norteamericanos por la antigüedad era tan grande, dice Schlesinger, que la primera generación de la república (norte) americana llamó a la cámara superior el Senado, firmó su más grande tratado político Publio, esculpió a sus héroes con togas y a las nuevas comunidades las llamó Roma y Atenas, Utica, Itaca y Siracusa. La comparación era plausible. El británico Alfred North Whitehead (1861-1947) llegó a decir que «las dos ocasiones en la historia en que la gente que estaba en el poder hizo lo que se necesitaba hacer casi tan bien como uno pueda imaginarse que sea posible fueron la era de Augusto y la de elaboración de la Constitución (norte) americana» (Schlesinger, 1986, p. 23).

Ante la pregunta de por qué los «padres fundadores examinaron apasionadamente a los historiadores clásicos», Schlesinger responde: «para hallar modos de escapar al destino clásico». Es decir, lo que preocupaba a los líderes norteamericanos del siglo XVIII y XIX ha sido cómo escapar al destino de auge y decadencia imperial; tanta era la convicción de que estaban fundando un imperio destinado no sólo a incidir decisivamente en los destinos del mundo, sino a dominarlo.

Y continúa Schlesinger: «Es imposible exagerar la ansiedad que acompañó esta búsqueda o la importancia que tuvieron para ellos los textos antiguos. Thomas Jefferson juzgaba a Tácito "el primer escritor del mundo sin una sola excepción. Su libro es una mezcla de historia y moralidad de la que no tenemos ningún otro ejemplo"» (Schlesinger 1986, p. 24).

Es decir, que mientras los norteamericanos estudiaban la antigüedad grecorromana porque se veían a sí mismos como imperio del futuro y pretendían evitar el destino de la antigua Roma, Rodó abrevaba en la antigüedad para delimitar los orígenes, como primera ocasión en que un latinoamericano se adentraba con esa profundidad en la matriz. Buceaba en pos de los rasgos comunes, para definir en qué consistían y divulgarlos en todas las direcciones del continente. Allí se encontraban las fuentes de nuestra originalidad. Era lo primero que debíamos saber y comprender. Y como corresponde a alguien que piensa con radicalidad no aguarda a que alguien lo haga; se aboca de inmediato a resolver el problema. Que no otra cosa es el saber sino una herramienta para resolver problemas. Por eso es que se comprende cuando se lo necesita para alcanzar un determinado objetivo. Se trabaja, se escribe, se piensa porque se necesita saber y no a la inversa. Ésa es la lógica de fondo del pensamiento radical. Ésa era la lógica de Rodó.

La comparación permite ilustrar desde otro ángulo, el orden de ideas en que se movía Rodó. Y una vez más -no parece ocioso reiterarlo- queda de manifiesto la cuestión clave de ese ida y vuelta entre el pensamiento y la acción, una característica inequívoca que acompaña a los pensadores radicales. Rodó había comprendido, como los llamados padres fundadores de los Estados Unidos, que los problemas que la región latinoamericana debía resolver eran similares a los problemas que los Estados Unidos habían resuelto durante el siglo XIX.

Este paralelismo entre Rodó y los primeros líderes norteamericanos, se agota en esa aproximación primordial a la fuente; no va más allá. Es decir, la razón por la que aquellos abrevaron en la Roma imperial residía en el destino imperial al que aspiraban. La razón de Rodó era la búsqueda de la unidad de sentido, el mínimo común múltiplo, más allá del cual, el foco se difumina y pierde nitidez y más acá del cual, la pequeñez impide que el conjunto complete su sentido.

Al igual que Thomas Jefferson (1743-1826) que juzgaba a Tácito «el primer escritor del mundo», Rodó también lo ubicaba al tope de su consideración. Rodó lo decía de otro modo: «Habría que decir todo esto bien profundamente, con mucha verdad, sin ningún odio, con la frialdad de un Tácito» (Pérez Petit, 1919, p. 123).

Rodó encontraba en el escritor romano, la misma cumbre del estilo que reverenciaba Jefferson.

Rodó comprendió a través de largas jornadas de estudio y reflexión, que las fuentes del saber que nos fue legado se encontraban en el mundo antiguo, en Grecia y en Roma, y por eso hizo de la comprensión del mundo grecorromano, su objeto de estudio. Lo comprendió del mismo modo en que antes lo había comprendido Alexander Hamilton, quien escribió en los célebres papeles de The Federalist que «La República Romana alcanzó la cúspide de la grandeza humana» (Schlesinger, 1986, p. 23).

Si por un lado queda clara la radicalidad del pensamiento de Rodó, por el otro debe subrayarse su mentalidad moderna, que desmiente a cuantos lo percibieron como un hombre del siglo XIX. Si Rodó pudo pensar primero, y resolver después, que las pequeñas patrias a que había dado origen el proceso independentista, carecían de destino en el mundo del futuro es que tenía un diagnóstico claro, acerca del tipo de mundo en el que habrían de vivir los uruguayos y latinoamericanos en el siglo XX.

No se planteó el problema de unidad de sentido mínima por una mera cuestión teórica, sino para demarcar el problema en su forma más precisa. Sólo así es posible encontrar la solución. Es decir que, si el siglo XX iba a ser como él preveía, un mundo de grandes países, y el surgimiento meteórico de los Estados Unidos era no la excepción sino la prueba, pues algo había que hacer con esa idea y no sentarse a esperar que la realidad golpeara con los hechos consumados. En su libro póstumo, El camino de Paros, figura uno de los artículos que escribió para la revista Caras y Caretas que fue publicado en septiembre de 1916. Se titula «El nacionalismo catalán» y allí Rodó es aun más explícito en cuanto al tema de los pequeños países en el mundo en formación.

En ese artículo, de relativa extensión, en que Rodó analiza diversos aspectos del nacionalismo, finaliza recomendándoles a los nacionalistas catalanes, que no se dejen llevar por el entusiasmo y lo equilibren «con una reflexiva abnegación. Mantened, amad la patria chica, pero amadla dentro de la grande. Pensad cuán dudoso es todavía que el sentido moral de la humanidad asegure suficientemente la suerte de los Estados pequeños. No os alucinéis con el recuerdo de las repúblicas de Grecia y de Italia. Considerad que no en vano han pasado los siglos, y que hoy son necesarias las capacidades de los fuertes para influir de veras en la obra de la civilización» (Rodríguez Monegal, 1967, p. 1.263).

Rodó pensaba en la misma época en que pensadores como Halford Mackinder, Karl von Haushofer, Oswald Spengler, Alfred Weber y el propio Toynbee unas décadas más adelante, comenzaban a lanzar sus obras globalizadoras de la historia planetaria. Fue un adelantado latinoamericano en ese «pensar el mundo» que durante el siglo XIX perteneció a los pensadores europeos y durante el siglo XX a los pensadores norteamericanos.

Rodó fue un pionero en América latina en pensar el mundo en forma global pero desde el vértice de su propia ubicación geográfica y cultural. No son muchos los latinoamericanos que lo han hecho. Se trata de un selecto club al que recientemente, Helio Jaguaribe, acaba de incorporar su obra mayor. En 2002, el sociólogo brasileño publicó los dos tomos de su Estudio crítico de la Historia, una obra que presenta más similitudes que su título con el tratado del británico Toynbee. Sus dos referentes son precisamente Alfred Weber y Arnold Toynbee (Helio Jaguaribe, 2002, p. 30)

Fue en esa transición de su vida y su trabajo, de su reflexión y sus polémicas, que Rodó advirtió que si la unidad mínima inteligible es la civilización, pues debía abocarse al estudio de esos orígenes. Desde esa unidad debe analizarse y juzgarse la obra de Rodó. Dicho lo cual estamos en condiciones de echar un vistazo a su programa.




ArribaAbajoEl triple legado de España y Portugal

Europeos, asiáticos y africanos provienen de lo que el británico Halford Mackinder llamó «la isla mundial». El continente americano en cambio es para Mackinder la «isla continental» y si bien nuestro flujo poblacional inicial provino de la Polinesia (Oceanía), el flujo civilizatorio fue europeo. Estos datos, todavía no han sido incorporados debidamente al imaginario colectivo. Por razones ideológicas, o sea falsas, prevalecen la confusión y la controversia.

Los primeros pobladores llegaron desde Oceanía por el Pacífico en cuatro oleadas que van desde el año 24000 a 1200 a. C., pero 2.700 años después, a fines del siglo XV se produce la conquista y posterior colonización por parte de España y Portugal (Salvador Canals Frau, 1976, p. 214). Y en el último cuarto del siglo XIX, el Río de la Plata fue literalmente invadido «por una masa de inmigrantes que en proporción a la población originaria fue la más alta conocida en el planeta» (Tulio Halperin Donghi, 1987, p. 192).

¿Qué determinó esa verdadera invasión? Según Oddone, entre 1815 y 1914, Europa vivió una «verdadera revolución demográfica», que entre 1870 y 1914 expulsó 40 millones de europeos. Es decir que, si los movimientos migratorios prehistóricos participan fuertemente en la conformación étnica de los primeros pobladores, las dos oleadas modernas son decisivas para conformar nuestra mentalidad (Juan Antonio Oddone, 1966, p. 19).

El hecho de que los imperios español y portugués hayan perdido su preeminencia marítima y por lo tanto política en el siglo XVIII, no debe oscurecer el hecho verdaderamente decisivo: se trataba de naciones cuyas sociedades dominaban los conocimientos de la época y trasladaron a nuestras costas la revolución epistemológica de los siglos XVI y XVII.

Por todas estas razones, España y Portugal representan tres influencias fundamentales en nuestra identidad: 1) el legado de Occidente (lengua, normas y valores); 2) la revolución epistemológica de los siglos XVI y XVII; 3) el mestizaje. Parece oportuno detenerse un instante en cada uno de estos tres grandes ámbitos de sentido.


ArribaAbajoEl legado de Occidente

Señala Thomas Calvo que cuando España y Portugal se propusieron gestionar el espacio americano -las dos coronas estuvieron unidas entre 1580 y 1640- «el enunciado parece simple, pero terminará constituyendo un desafío insuperable (ya que) tenían que dominar un espacio cuarenta veces mayor que la península ibérica, con una población (en 1492) entre cinco y seis veces superior a la suya, y colocado a una distancia/tiempo de entre cuarenta días de navegación (para el Brasil y las islas) y setenta para el extremo del golfo de México» (Thomas Calvo, 1996, p. 49).

Frente a aquella debilidad, el conquistador contaba a su favor, con una diferencia cultural apabullante. Las culturas indígenas eran «refinadas pero frágiles». Mientras «los mayas, 'los griegos de América', habían determinado el año astronómico con mayor precisión que el calendario gregoriano [y] la red de caminos del mundo incaico, más de 16.000 kilómetros, permitía llevar las noticias desde los confines del Imperio hasta su centro (Cuzco) en menos de una semana a lo largo de 2.000 kilómetros (llamaba la atención) la indigencia generalizada de los medios de transporte, la ausencia de la rueda y de animales de carga, con excepción de las llamas andinas (así como la existencia de) ciento treinta y cuatro familias lingüísticas, fragmentadas en varios centenares de variantes» (Calvo, 1996, p. 19).

Cuando España y Portugal inician en el siglo XVI la colonización de América sintetizan más de 25 siglos de civilización occidental. Ésta no era la única ni la superior en todos los campos, pero sí era la civilización que quería modernizarse y expandirse.

Si Roma había sido la gran heredera del mundo helénico, Europa -sobre todo la Europa latina- se transformó a su vez en la heredera del mundo grecorromano. Roma y su arquitectura, la ingeniería de sus puentes y acueductos, los prestigios literarios, los triunfos del derecho y la irrupción del cristianismo. Esa apretada lista de elementos llegaba sintetizada a través de España y Portugal. Europa ya era una realidad en el siglo XV. La tempestuosa y turbulenta forma en que llegaron españoles y portugueses, propia de la época y de una mentalidad, constituye otro punto de confusión en nuestro origen.




ArribaAbajoLa revolución epistemológica de los siglos XVI y XVII

«Es el tiempo de los grandes descubrimientos: del mundo y del hombre», señala Roland Mousnier en la introducción al tomo de su Historia general de las civilizaciones (dirigida por Maurice Crouzet) que dedica a estos dos siglos decisivos para el flujo de la historia universal, pero aún más para la historia de Occidente y por lo tanto, decisivos para nosotros, iberoamericanos. Fue en ese preciso momento en que se produjo nuestro engarce al flujo histórico, en ancas de los imperios español y portugués cuyas coronas, no está demás reiterarlo, estuvieron unificadas durante un tramo importante -1580 a 1640- de la etapa de la conquista y la colonización de América latina.

«Las realizaciones técnicas de los hombres del siglo XX, gigantescas hasta tal punto que amenazan con aplastar a la humanidad, hacen aparecer a la Europa de los siglos XVI y XVII como dotada de una técnica débil. Pero ello significa olvidar que esa Europa toma una gran ventaja a las demás civilizaciones, y, al mismo tiempo, omitir un gran despliegue de invenciones artesanas, industriales, militares, náuticas, económicas, financieras y políticas, que multiplicaron la potencia del hombre e hicieron de aquellas centurias una gran época de progreso técnico».


(Mousnier, 1967, p. 9)                


Precisamente los siglos XVI y XVII -que para Mousnier abarcan desde 1492 a 1715, o sea desde el descubrimiento de América hasta el ascenso de Carlos V- es cuando se produce el proceso de conquista, comienzo de la colonización y se desarrolla fundamentalmente el proceso de fundación de todas las ciudades importantes de la América latina. Methol Ferré ha señalado que, con las únicas excepciones de Montevideo y Brasilia, las restantes capitales latinoamericanas se fundaron entre 1520 y 1560 (Methol Ferré, 1998, p. 110).

La importancia de que el proceso de conquista y colonización se haya producido en este período radica en que fuimos arrojados a la historia universal en uno de los procesos más ricos y decisivos para la historia de occidente. De hecho, el propio descubrimiento de América se produce por parte de la corona española, en momentos en que la mayor parte de Europa venía siendo conquistada por el Islam. Según Methol Ferré, el pujo conquistador que nace en España y Portugal de finales del siglo XV obedece a una estrategia de Enrique el Navegante, quien se habría propuesto por un lado escapar a la presión asfixiante del Islam y al mismo tiempo atacarlo por atrás, cortándole los vínculos con su retaguardia. Yendo hacia el Este por el Oeste, Colón se topó con América.

No es entonces lo mismo que la conquista y la colonización hayan ocurrido en pleno proceso expansivo de occidente, que se revitaliza precisamente a partir del choque de culturas que genera el descubrimiento, a que se haya realizado en otro momento de la historia. Esa revolución epistemológica marcará el momento en el cual se inicia el empuje modernizador que determinará el distanciamiento de occidente del resto de las civilizaciones existentes en ese momento en el planeta. La modernidad empezaba a generar los tentáculos con que envolvería completamente al mundo en el apogeo de fines de los siglos XVIII y XIX. Con ese pujo, nosotros, latinoamericanos, nos incorporábamos al mundo, a la historia.




ArribaAbajoEl mestizaje

A diferencia de Estados Unidos, en que el protestantismo indujo a los cuáqueros a mantenerse racialmente «puros», es decir, que exterminaron a los indígenas sin mezclarse con ellos, en América del Sur la iglesia católica no alentó el exterminio, sino que promovió la mezcla racial. De hecho, somos el único continente mestizo.

De modo que podemos decir que, si los indígenas polinesios están en la base de los rasgos morfológicos de nuestros primeros pobladores, fue la Europa moderna la que introdujo y galvanizó nuestra cultura. Es a partir de la compleja interacción de esas capas superpuestas que se conformó el diseño de lo que somos. Ni «venimos de los barcos» ni somos indígenas sobrevivientes de un genocidio. Somos producto de un choque de culturas. Pero mientras hubo pueblos que asumieron su mestizaje -Brasil, México, Ecuador, Perú- otros -Uruguay o Buenos Aires, porque la Argentina es diversa- lo combatieron. Uruguayos y porteños prefirieron considerarse blancos, europeos y cultos, y marginaron al indígena y al negro -el indígena importado, como lo llamaba Alejandro de Lipchutz.

Pero más allá de las diferencias con que los distintos países surgidos de la matriz hispano portuguesa enfrentaron la cuestión indígena, lo que nos unifica, el manto que cubre al conjunto es un manto mestizo. Y ese mestizaje se produjo, bueno es reconocerlo, por las razones opuestas a la represión de los wasp -white, anglo, saxon, protestant- norteamericanos, para quienes «el mejor indio era el indio muerto». La vertiente católica del cristianismo que colonizó estas tierras, promovió la integración racial. Fue una prueba de piadosa bondad, la que hizo de nuestro continente latinoamericano, el primer continente mestizo.

Todo esto está, de modo más o menos explícito en Rodó. Ahí están nuestras bases, las que en algún momento deberemos asumir colectivamente, y cuya elusión nos provoca tantas confusiones, tantas inseguridades, tantas derrotas aisladas. Algunos pueblos porque se sienten predominantemente indígenas, otros porque se sienten predominantemente europeos, lo cierto es que llevamos casi dos siglos dándonos la espalda. Cierto es que cada vez menos, pero no es menos cierto que el mutuo reconocimiento es todavía insuficiente. Ahí está Rodó aguardando con su portentosa síntesis: ni indígenas ni europeos, occidentales mestizos.








ArribaAbajoLa lógica de la política

Batlle no era el mejor equipado para pensar, sobre todo a largo plazo. Rodó no era el mejor equipado para la política, sobre todo en el corto plazo. Debieron complementarse, sino como correligionarios, al menos en el seno de una sociedad a la que le hubiera convenido contener simultáneamente a esos dos grandes hombres. Pero esa sociedad en construcción, presentaba en el ámbito de la institucionalidad democrática, sus carencias mayores.

Batlle y Rodó pertenecían a dos mundos que no debieron encontrarse, salvo, quizá, tangencialmente. Las circunstancias dispusieron otra cosa y prevaleció la lógica del ámbito en que el duelo se jugó; la lógica de la política. Y en política -así debe ser- se gana y se pierde.

Así las cosas, en el marco de la lógica política, el final era previsible. Las posibilidades de Rodó eran remotas. Pero Rodó era de los que daban las batallas aun cuando tuvieran un final previsible, si es que la batalla merecía ser dada. La victoria de Batlle fue, sin embargo, pírrica, de esas que demandan enormes sacrificios propios. El enfrentamiento no benefició en términos reales ni a Batlle, ni a Rodó. Que aun hoy, casi un siglo después sea necesario argumentar en defensa de Rodó, por cierto que expresa su posición comprometida en la consideración general, pero sobre todo que en alguna medida que habría que determinar, está pagando las consecuencias de aquel combate equívoco.


ArribaAbajoSe oponía a una novedad sin tradición

Por haberse opuesto a Batlle, que pasó a la Historia con nota excelente y etiqueta de reformador, Rodó sería algo así como el anti reformador. Por eso, principalmente por eso, se lo etiqueta de «conservador», como si por oponerse al cambio que proponía Batlle fuera refractario a todos los cambios. Es un error conceptual similar al que cometen historiadores como Barrán, cuando juzgan el pensamiento de Herrera, contrario a las ideas jacobinas y a las ideas comunistas y socialistas. No consideran la posibilidad de que Herrera se opusiera al jacobinismo, en sus variantes batllista, comunista o socialista porque los estimara erróneos e inconvenientes para la sociedad. El punto de vista jacobino de ambos -Batlle y Barrán- los lleva a autoubicarse en la posesión de la verdad.

De ese modo opera la mayor parte de la crítica detractora de Rodó: Como la posición de Rodó era contraria al colegiado del modo que lo concebía Batlle, pues entonces, por oponerse a ese cambio, Rodó quedaba ubicado como opuesto a todos los cambios, ergo, era un conservador. Asimismo, desde esa misma óptica flechada, y por el solo hecho de impulsar cambios, no importa cuáles, no importa cómo, a Batlle se lo ha considerado progresista. Los detractores de Rodó, difícilmente se detengan a analizar sus razones, sus argumentos; jamás analizan a Rodó desde el núcleo de su pensamiento, donde un ideario concentra su máxima potencia. Prevalece el deseo de condenarlo. ¿Por qué? La verdad es que me gustaría entenderlo. Porque asidero racional, no tiene.

Es evidente que Rodó no era un conservador. Dice Torrano: «En el acierto o en el error, su posición no era la de un conservador; se opuso a lo que consideraba, precisamente, que consagraría un statu quo, la consolidación de un poder. Era, bajo este ángulo, un progresista y no un quietista. Se oponía a una novedad sin tradición, a un experimento peligroso, según los términos del proyecto inicial. Temía Rodó el entronizamiento de un partido político en forma indefinida, aunque fuera el suyo propio. Si se admite la sinceridad de la motivación de Batlle se concluirá paradójicamente, que a ambos preocupaba la necesidad de limitar el poder. En esto, nudo filosófico-político, verdadero del asunto, Rodó y Batlle son los inalterables pilares de la tradición democrática uruguaya» (Torrano, 1973, p. 301).

Dos cosas me gustaría subrayar de este excelente aporte de Torrano: la primera, que Rodó «se oponía a una novedad sin tradición», porque vuelve a poner de relieve que Rodó lo analizaba todo desde el punto de vista histórico. El segundo subrayado es para señalar cómo le preocupaba al demócrata genuino que habitaba en Rodó, el problema de la hegemonía, aunque se tratara -y quizá aun más por eso- de la hegemonía de su propio partido. En 1916, Rodó pensaba exactamente igual, en este punto, que en 1901 -ya citado, Torrano 1973, p. 26- cuando en un discurso público, en medio de una gran incertidumbre política, Rodó manifestó que, en caso de perder en las elecciones de ese año, el partido colorado debía ceder el gobierno, ocasionándole esa declaración severos reproches de sus correligionarios.

Por su parte Real de Azúa agrega otros elementos: «puede observarse que al realizar la triple identificación de Gobierno, Partido Colorado y un contenido ideológico unívoco y muy marcado, Batlle puso a distancia valiosos sectores y personas que hubieran podido concurrir a una gran empresa de modernización y emancipación nacionales» (Real de Azúa, 1987, p. 217). Se desprende que con su forma de pensar y actuar, Batlle le imprimió una energía y una velocidad al proceso político uruguayo, que impedía que otra cosa que su impronta se manifestara. Y lo que escapara a ella carecía de lugar. Conmigo o contra mí, el verdadero jacobinismo en acción. Esa película la hemos visto muchas veces a lo largo de la historia.

En tren de ser justos también con Batlle -aunque como se sabe, la Historia ha sido muy generosa con él- conviene establecer que probablemente buena parte de la gran obra social que dejó, quizá no hubiera sido posible de no haber jugado toda su energía desnivelante, si se hubiera dejado enredar por la retórica de los debates y hubiera subordinado la acción a la búsqueda del consenso.

Como político de raza -y vaya si lo era- Batlle sabía que la política es acción, y que sería juzgado por sus hechos, no por sus vacilaciones o sus dudas, ni por sus opiniones o buenos sentimientos. Los hechos, básicamente los hechos, no otra cosa que los hechos constituyen la verdadera guía de los políticos en el poder en todos los tiempos. Soy consciente, que si reclamo análisis desde el ápice para Rodó, al mismo tiempo debo conceder el mismo tratamiento para Batlle. Y su ápice está en la acción, en los hechos. Simplemente le imprimió su propio vértigo a sus dos gobiernos. Ése era su estilo, vale decir, la forma en que sabía y podía actuar. A ese estilo le fue fiel y por lo demás, según parece, también era lo que la sociedad de la época le pedía, o al menos le aceptaba. Si algo demostró fehacientemente Batlle, es haber sido -a escala local- un muy buen intérprete de su tiempo.

De todos modos, una sociedad no se agota en «su tiempo». La Historia seguirá analizando el «después». Y cuanto mayor sea el tiempo transcurrido, ese «después» quedará tanto más «pegado» al tiempo anterior, al punto de integrar una misma unidad de sentido. Mayor será por tanto, la claridad que emerja de la mirada abarcadora. Esa es una de las funciones de la necesaria interpretación histórica constante; la de ampliar el foco hasta mirar de conjunto, el segmento espacio temporal que entregue la dosis de sentido mayor. Y desde esa óptica ampliada, como señalaba Real, el estilo de Batlle, su forma de percibir la realidad y de operar para modificarla, dejaba por el camino a «valiosos sectores y personas que hubieran podido concurrir a una gran empresa de modernización y emancipación nacionales».




ArribaAbajoOmisiones y prejuicios

A esta altura del relato puede decirse con propiedad, que la omisión que ha impedido a Rodó ser considerado como sujeto de la Historia obedece a múltiples razones vinculadas al prejuicio ideológico, a la incomprensión, a dificultades para vincular el pensamiento y la acción, a la falta de pensamiento radical y por lo tanto a las dificultades para comprenderlo cuando éste se presenta.

Rodó es por derecho propio sujeto de la Historia. De acuerdo a la lógica política fue derrotado, y la prueba estriba en que debió irse del país y abandonar el terreno. No obstante, impuso su peso intelectual y logró inclinar la balanza a su favor y obtener victorias importantes. Es probable que sus críticas, entre ellas su preciso diagnóstico según el cual caracterizó a Batlle como jacobino, hayan sido decisivas en el desgaste que extenuó su liderazgo. Rodó fue un fuerte obstáculo para el proyecto hegemónico, al cual le infligió severas derrotas, pero al mismo tiempo no pudo evitar el precio excesivo que debió pagar por sus victorias parciales.

Rodó y Batlle se enfrentaron no porque Batlle haya favorecido el debate, sino porque no tuvo más remedio que aceptar el desafío. Es un gran mérito de Rodó. Con Batlle se enfrentaba el que podía. No bastaba con desear hacerlo. Lo más probable es que Batlle no deseara ese combate cívico. Sin embargo, tampoco pudo eludirlo, salvo a condición de pagar un alto costo político. La visibilidad de Rodó, su predicamento en vastos sectores de la opinión pública restringieron las alternativas de Batlle hasta quedar enfrentado, cara a cara, con el hombre que menos deseaba enfrentar. Sabía que se trataba de un gran esgrimista de las ideas que estaba capacitado para infligirle daño. De hecho se lo infligió.

Puede decirse que buena parte de la energía y potencia de Rodó quedaron neutralizadas en ese enfrentamiento, que la propia sociedad no pudo impedir. Pero al mismo tiempo, ese enfrentamiento logró -nada menos- neutralizar, alivianar, obstaculizar un proyecto hegemónico extremo. A la luz de estas consideraciones vuelve a resultar inexplicable que, habiéndole quitado el sueño al líder durante tanto tiempo, quienes han escrito la Historia sólo hayan recogido algunos sonidos apagados de enfrentamiento tan sonoro.




ArribaAbajoEl mundo seguía andando

No era momento de detenerse en perfeccionismos, pero por lo visto aquella sociedad no podía resolver con más celeridad sus problemas organizativos. Mientras tanto, en el mundo se instalaba la nueva potencia de los Estados Unidos, que en 1898 iniciaban su expansión hacia Cuba y Puerto Rico, en el Caribe, y hacia Hawaii y Filipinas, en el Pacífico. Que en ese preciso momento, dos de las cabezas más lúcidas del país se sumieran en un debate local y en él extenuaran sus energías, ilustra quizá como pocas imágenes, la hondura de la tragedia. Fue un gran debate, pero no dejaba de ser, un gran debate de aldea.

Rodó comprendía perfectamente que los cambios modernos conducían a la unificación de los mercados y por lo tanto a que prevalecieran las grandes naciones, lo cual conducía irreversiblemente a las pequeñas naciones a la irrelevancia y al atraso. También en el campo de la interpretación geopolítica, Rodó se enfrentaba a Batlle. Su iberoamericanismo estaba en abierta contradicción con el panamericanismo batllista. Un error muy común es creer que Rodó sentía un fuerte rechazo por los Estados Unidos. Hay en la obra de Rodó un ajustado análisis de esa gran nación.

Rodó no abría juicio sobre los Estados Unidos, más allá de aquellos planos en los que la evolución de los Estados Unidos repercutía en nuestros países. Y esa repercusión tenía dos planos evidentes: el primero de ellos era el que llamó la «nordomanía», que consistía en la imitación acrítica de todo lo que venía de la gran nación del norte y por eso alertaba sobre todo a los jóvenes latinoamericanos, a mantener el espíritu crítico y seleccionar aquello que merecía ser copiado, rechazando lo superfluo y fútil. El segundo plano en el cual la acción de los Estados Unidos influía sobre nuestros países era su expansionismo, sobre todo cuando se realizaba a expensas e incluso en contra de países latinoamericanos, como fue el caso de México, Cuba, Puerto Rico y Panamá, entre otros que se produjeron después.

Para ilustrar no sólo la forma de pensar, sino también de actuar de Rodó, puede ser útil transcribir esta cita de Torrano, de un texto de Carlos Rama: «Al desembarcar tropas norteamericanas en Veracruz el 21 de abril de 1914, a las cuales resisten cadetes mexicanos, encarnando la defensa de la soberanía nacional [...] un comité estudiantil pro México de la Federación de Estudiantes, obtiene el apoyo del anárquico centro Internacional de Estudios Sociales, de clubes colorados y blancos, de la revista «Tabaré» y hasta del propio José E. Rodó, cuyas ideas de Ariel se confirmaban en los hechos» (Torrano, 1973, p. 301).

La manifestación se cumplió el 25 de abril de 1914 y no fue pacífica; dejó un saldo de cincuenta heridos. Rama informa que «entre los manifestantes o patrocinadores del acto figuraban por ejemplo, José E. Rodó, Julio Raúl Mendilaharzu, Fernán Silva Valdés, Enrique Casaravilla Lemos, Miguel A. Páez Formoso, Eduardo Rodríguez Larreta, José G. Antuña, José p. Blixen Ramírez, Alberto Reyes Thevenet, Enrique Cluzeau Mortet, Eduardo Acevedo Álvarez, Vicente H. Salaverry, Bartolomé Vignale, Humberto Boggiano, Eduardo Terra Arocena, Eustaquio Tomé, Óscar Bellán, junto a dirigentes de extrema izquierda como Ángel Falco, Evaristo Bouzas Urrutia (!), el también argentino Manuel Ugarte, Ángel Morelli, J. Vidal, etc.».

Una vez más, esta vez en la calle, Rodó junto a ciudadanos blancos y colorados, se enfrentaba a Batlle, quien desde el gobierno reprimió duramente a los manifestantes. Que ambos estuvieran también enfrentados en materia de política internacional proviene del mismo haz de sentido: mientras Batlle venía del partido colorado de la Defensa, afiliado a las tesis intervencionistas, Rodó se vinculaba al coloradismo más moderno y cosmopolita, el sector verdaderamente más progresista del partido colorado. Y en ese sentido coincidía con quienes desde el partido nacional -el caso de Herrera es paradigmático- han hecho de la No intervención, el más alto de los principios de la relación entre estados.




ArribaAbajoEl proceso de la reforma constitucional

Retomaremos nuevamente el hilo y volveremos al debate sobre la reforma constitucional. Gros Espiell atribuye el largo reinado sin reformas de la Constitución de 1830, al «sistema extremadamente dificultoso que se establecía» precisamente para su modificación. «Por ello, constituía un paso previo para la reforma constitucional, la modificación del sistema de reforma [que] se introdujo con la ley de 28 de agosto de 1912» (Gros Espiell, 1991, p. 58).

Hubo un largo proceso que comenzó con la ley del 7 de noviembre de 1907, que declaró la necesidad de la reforma. En 1910, para implementar aquella ley, se propusieron siete fórmulas de modificación de la sección XII, correspondiente a los mecanismos para modificar el sistema de reforma. Finalmente, el 28 de agosto de 1912, se adoptó una de esas fórmulas, la cual «exigía la previa declaración de la conveniencia nacional de la reforma por las dos terceras partes de votos de ambas Cámaras (art. 153), producido lo cual, se convocaría a una Convención Nacional Constituyente, que debía estudiar las enmiendas, las cuales, si resultaren aprobadas por mayoría absoluta de votos (art. 158), se someterían a la aprobación del Cuerpo Electoral (art. 159)».

Durante la sustanciación del proceso de modificación de los mecanismos para la reforma, Batlle publicaba sus «Apuntes» sobre el tema, es decir, sus concepciones sobre el proyecto. Señala Gros que el proyecto de Batlle «proponía la sustitución de la Presidencia de la República por una Junta de Gobierno, compuesta de nueve miembros, que se renovarían a razón de uno por año, y que serían elegidos directamente por el pueblo, por simple mayoría de votos» (Gros Espiell, 1991, p. 60).

Añade Gros que los artículos de Batlle produjeron una «honda conmoción pública», ya que, pese a que la posición reformista de Batlle era conocida, no «dejó de elevarse, en ciertos sectores del país [...] incluso aquellos que no eran contrarios a la idea de un Ejecutivo colegiado, o plural», una enérgica reacción contraria. Alarmaba a esos sectores, «que el proyecto aumentaba, en vez de disminuir, las facultades del Poder Ejecutivo, que no se acentuaba ni precisaba los poderes de contralor del Parlamento, ni constitucionalizaba las normas relativas a la organización de garantías del sufragio» (Gros Espiell, en base a Juan Andrés Ramírez y Ariosto D. González). El partido nacional se manifestó unánimemente en contra del proyecto de Batlle (Gros Espiell, 1991, p. 61).

Parece útil reseñar brevemente los aspectos en que Batlle y Rodó discrepaban, respecto de la reforma constitucional, ya que puede permitir comprender el tipo de país que impulsaba cada uno:

  1. Batlle quería la reforma lo antes posible, mientras que Rodó hizo lo que pudo para que los mecanismos de la reforma se realizaran con amplias mayorías de ambas Cámaras y demoraran hasta la siguiente legislatura para ponerse en práctica, exigiendo además, la ratificación mediante elecciones populares. Pretendía evitar que Batlle impusiera las urgencias de su conveniencia personal y de partido.
  2. Batlle proponía mayoría simple para elegir a los miembros del futuro ejecutivo colegiado. Rodó, los anticolegialistas colorados y todo el partido nacional, promovían la repartición proporcional de los votos, una metodología democrática, que permite que afloren matices de opinión y partidos menores que de otro modo quedarían sepultados.
  3. El programa de máxima de Batlle se completaba con su pretensión de que los miembros del colegiado se renovaran de a uno por año. Resulta evidente que los propósitos de Batlle y Ordóñez, para el futuro, una vez que se hubiera retirado de su segunda presidencia, era la de retener el control de la política a través de su partido y el contralor del partido a través de su fracción.



ArribaAbajoLa derrota de Batlle

Finalmente, las elecciones para una Asamblea Constituyente se realizaron el 30 de julio de 1916 y el triunfo fue amplio para los sectores que expresaban las ideas opuestas a las de Batlle. Fue la primera vez que se empleó el voto secreto y la representación proporcional.

  • Nacionalistas: 105 votos;
  • Batllismo colegialista: 82;
  • Colorados anticolegialistas: 25;
  • Partido Socialista y Unión Cívica: 6.

A la luz de estos resultados se efectuó una negociación entre los partidos políticos. Según Gros, «a partir del momento de la aprobación del Pacto de los Partidos, la labor de la Convención (constituyente) quedó reducida a una expresión mínima: la de trasladar a un proyecto completo de reforma constitucional, las bases adoptadas por la "Comisión de los ocho"».

La Convención aprobó un proyecto el 15 de octubre de 1917 que fue sometido a plebiscito el 25 de noviembre de 1917 y «ratificado por ochenta y cuatro mil novecientos noventa y dos votos por sí, contra cuatro mil treinta votos por no. La nueva Constitución promulgada el 3 de enero de 1918 entró en vigencia el 1.º de marzo de 1919» (Gros Espiell, 1991, p. 61).

La solución adoptada y propuesta a plebiscito, finalmente fue transaccional. Frente a la propuesta de Batlle, de que los miembros del Consejo Nacional de Administración se renovaran por mayoría simple y anualmente, la solución transada fue que los nueve miembros se eligieran «directamente por el pueblo, correspondiendo las dos terceras partes de la representación a la lista más votada y la tercera parte restante a la del Partido que le siguiera en suma de sufragios (art. 82), ejerciendo su presidencia, el Consejero elegido en primer término, en la lista de la mayoría» (Gros Espiell, 1991, p. 65).

Tampoco la Constitución aprobada fue la panacea. Luis E. González señala que si la Constitución de 1830 dificultaba las cosas para su propia reforma, la de 1919 llevaba aun más lejos las cosas: «La Constitución de 1919 -no obstante- hizo aun más difícil su reforma: exigía dos tercios de cada una de las Cámaras durante dos legislaturas consecutivas» (González, 1993, p. 59).

En su Historia del Partido Nacional, Reyes Abadie cita a Herrera diciendo: «Se había dado vuelta a la llave de la reforma para tirarla luego al mar, como hacían con su anillo simbólico los ducs de Venecia» (Reyes Abadie, 1989, p. 218).




ArribaAbajoFormando ciudadanos

Hasta 1910, las relaciones con Batlle eran corteses. Eso se advierte en la carta de adhesión a la candidatura de Batlle y Ordóñez para su segunda presidencia -1911/1915. Esa carta, escrita con reticencias, apareció en el Diario del Plata en junio de 1910. Sin embargo, Rodó no asistió a la convención colorada que realizó la proclamación de Batlle, lo cual reafirma la sospecha de su apoyo restringido. Sí, en cambio, votó, junto al resto de los legisladores colorados por Batlle como Presidente Constitucional, en la tercera sesión ordinaria de la Asamblea General de la XXIV legislatura, el 1.º de marzo de 1911.

Es claro que, tanto en la carta de 1910, como en la sesión inaugural de la legislatura que se abría en 1911, Rodó se subordinó a la disciplina partidaria. No es en ese tipo de instancias donde se expresan los matices de opinión, ni donde se libran ni deciden las correlaciones de fuerza en torno a los temas capitales. La verdadera batalla estaba apenas por comenzar. Y comenzaría.

El propio desarrollo de los acontecimientos fue llevando a Rodó a liderar las posiciones contrarias a Batlle en el parlamento, actividad que se prolongaba en sus artículos en el «Diario del Plata», y en su ininterrumpida participación en actos públicos. Según Silva Cencio «su actuación en el Poder Legislativo lo muestra con los caracteres básicos de su actitud política y personal: tolerante, deseoso de servir al país, propulsor de la pacificación nacional, de la sustitución del odio interpartidario por la lucha cívica franca y leal y defensor de la organización legal de la república» (Silva Cencio, 1973, p. 43).

El lector podría preguntarse por qué Rodó prestó tanta atención a una cuestión que, a primera vista podría decirse que no entraba en el radio de sus preocupaciones centrales. Cuando Rodríguez Monegal aborda su distanciamiento de Batlle, no se interroga acerca de ese punto, pero ensaya una explicación que puede aportar sentido para responder la pregunta.

Dice Rodríguez Monegal que «al ascender por segunda vez a la presidencia de la República, Batlle (que había pasado una temporada en Suiza estudiando su sistema de gobierno) intentó preparar el terreno para una reforma de la Constitución que sustituyera al Ejecutivo unipersonal por un gobierno Colegiado. Rodó encabezó la oposición colorada. En la Cámara y en la prensa luchó por una reforma de la Constitución que no implicara un cambio tan radical en la estructura política del país. Buscó una reforma gradual, escalonada y que fuera preparando al elector» (Rodríguez Monegal, 1967, p. 50).

Un segundo elemento para determinar la importancia que tenía el punto para Rodó lo aporta esta carta suya a Juan Antonio Zubillaga, del 21 de diciembre de 1911, Rodó dice: «No le había contestado, esperando tener tiempo para acceder a su pedido; pero no sé si usted sabe que estamos en plena agitación parlamentaria y lidiando una batalla de importancia con motivo de la reforma constitucional. Me ha tocado ser el leader de la representación proporcional contra el proyecto gubernista, y tengo que intervenir diariamente en el interesantísimo debate que envuelve además otros puntos, como el de la ratificación, etc., en que también me dispongo a intervenir. Es una cuestión que interesa mucho a la opinión y en que, como le digo, el esfuerzo está en gran parte a mi cargo» (Rodríguez Monegal, 1967, p. 51).

Parecería que si el primero de los elementos -la búsqueda de una reforma gradual, escalonada que fuera preparando al elector- lo indujo a concentrarse en el tema constitucional, fue el segundo -ese interés creciente de la opinión pública- el que lo llevó a centrar en ese combate, el peso de su prestigio y de su talento. Nada indica que al ingresar en la polémica, Rodó pudiera prever las consecuencias que ese enfrentamiento tendría para el partido colorado y para su propia vida. Pero tampoco hay indicadores de que temiera un desenlace de ese orden. Es otro de los ejemplos de la radicalidad de Rodó: ninguna batalla se pierde o se gana hasta que no se libra; y debe librarse hasta el final.

Ambos elementos se apoyan en las convicciones democráticas de Rodó, e indican sus prioridades respecto de la reforma constitucional: la gestación de la mejor reforma posible y la necesidad de poner límites a la avasallante personalidad de Batlle que sólo podía tener consecuencias negativas en la consideración de una cuestión que, como la Constitución apunta a modelar el largo plazo. Comprendía a cabalidad la importancia de la cuestión democrática, en ese momento de la Historia.




ArribaAbajoCiertos «homenajes»

Rodó carece de visibilidad. En el mejor de los casos, su percepción es broncínea y desvaída. A lo sumo se nos ha impuesto un hombre abúlico que, para decirlo con palabras de otro de sus insignificantes enemigos, no tiene «el brillo entrañable y estremecedor de Martí; ni la pasión combativa de Sarmiento; ni el despliegue de saber de Henríquez Ureña. Además carece de humor y por supuesto, de un sistema propio de ideas» (Rómulo Cosse, 2000, p. 38).

Esto se publicó, aunque al lector le parezca mentira, en diciembre de 2000, como «homenaje» del Ministerio de Educación y Cultura y de la Biblioteca Nacional en el centenario de Ariel. Este libro lleva sellos oficiales, y ni siquiera recibió comentarios en la prensa, en otra demostración de que en el Uruguay de hoy, todos los controles se han aflojado. La mayoría de las piezas de la cultura uruguaya, incluidas las autoridades oficiales del ramo parecen estar girando sobre sí mismos sin objetivo ni plan.

Desde luego el pensamiento más importante de América latina discrepa con Cosse. Quizá la única verdad relativa de ese texto irrelevante, sea la de que Rodó carecía de sentido del humor, pero mejor ni imaginar a qué se referirá Cosse cuando dice «humor». De todos modos, el peso del párrafo condenatorio no reside en el concepto «humor», sino en la antojadiza mezcla de figuras tan lejanas como Sarmiento y Martí, que probablemente discreparan en más cosas de las que estuvieran de acuerdo. Mientras Sarmiento justificó la intervención de Inglaterra y Francia en los asuntos de los estados rioplatenses en la Guerra Grande, Martí murió peleando contra el dominio extranjero de su patria.

Pero además, y para terminar con ese lugar común de que Rodó carecía de un pensamiento propio, podría traerse a colación la reciente obra del filósofo chileno, Eduardo Devés Valdés: «Rodó es clave y su Ariel es un símbolo, por ello divide el antes y el después mucho más que Martí, Groussac o el mismo Darío, cuya presencia en las ideas es relativamente menor [...] Pedro Henríquez Ureña, así como su hermano Max, fue uno de los que más contribuyó a la difusión de Rodó: escribió sobre él en 1905, 1907 y 1910, disertó sobre Rodó como parte del ciclo de conferencias que realizó la joven intelectualidad mexicana para conmemorar el Centenario». Digamos de paso que de la obra en tres tomos, el primer tomo se titula: Del «Ariel» de Rodó a la CEPAL (1900-1950) (Devés Valdés, 2000, p. 35).

El lector podría cuestionarme que me ocupe de Cosse si lo considero irrelevante; el problema es que de estos irrelevantes está empedrado el camino de nuestra cultura oficial. Y nunca será suficiente la insistencia en que mientras los resortes principales de la cultura se encuentren en manos de burócratas, poco podrán esperar de nuevo las nuevas generaciones.




ArribaAbajoEl final

Tras un largo período de frecuentes oscilaciones, la relación entre Batlle y Rodó llegó a la ruptura en 1911, y provocó el alejamiento definitivo de Rodó en 1916. En ese tránsito, fugaz en términos históricos, pero significativo en las brevedades humanas, se fueron evidenciando los diferentes clivajes, y profundizándose las diferencias que llegaron a hacerse cismáticas. Puede parecer una coincidencia pero no lo fue: era el momento culminante de la carrera de los dos.

Después de ese combate, a Rodó lo esperaban el ostracismo y la muerte. A Batlle, lo aguardaba el languidecimiento que Zubillaga (1982) caracteriza como de «neutralización del programa batllista, que epiloga en un virtual desmantelamiento del proyecto». De este sólo hecho se desprenden múltiples sugerencias que convendría aquilatar. Esa mutua neutralización bien puede simbolizar el desgaste de fuerzas y energías a que la falta de debates ordenados y de proyectos comunes nos ha condenado como comunidad.

Pero además, y por sobre todo, revela el grado de incomprensión de quienes han abordado la Historia uruguaya omitiendo a Rodó y en especial esta última etapa del Rodó político. Si la historiografía no ha comprendido esta instancia dramática de la vida política uruguaya, si todo da a entender que la vida de Batlle fue una apoteosis hasta su muerte, mientras Rodó yace en un agujero negro e incomprensible ¿cómo puede esperarse que los jóvenes encuentren sentido -y por lo tanto motivo de atención- en una peripecia que perciben a todas luces artificial?

Vuelvo a subrayar: ese combate, entre 1911 y 1916, fue la culminación de las carreras de ambos. Hasta donde sé, esto no ha sido dicho. Créame el lector que me gustaría equivocarme. Preferiría que alguien me dijera: sí, aquí está; esto ya fue dicho pero es que usted no ha leído lo suficiente. Aún así, aun cuando alguien lograra informarme de que sí, que esto que aquí planteo como inédito, ya ha sido puesto en evidencia, aun así, mi reproche no carecería de sentido por cuanto lo que reclamo no es que se me reconozca originalidad alguna, sino que se haga justicia histórica. Lo que reclamo es que estas cosas se divulguen, y sobre todo, que pasen a integrar la cadena de sentido que da seguridades y contornos nítidos a la peripecia de una comunidad.




ArribaAbajoEl viaje como salvación

Como quien cierra el capítulo más trascendente, Rodó terminó yéndose del país el 16 de julio de 1916, vale decir, 14 días antes de que se efectuaran las elecciones para la Asamblea constituyente. Rodó se encontraba en medio de su máxima popularidad, pero arrinconado en sus posibilidades de expansión intelectual. Sin posibilidades de sobrevivencia política en su partido, no le quedó más alternativa que encarar el viaje «como salvación», como señala con lucidez Rodríguez Monegal.

Si a ello se agrega la incertidumbre que emerge del hecho conocido posteriormente de que no recibía regularmente los salarios prometidos por la revista argentina Caras y Caretas, por cuya corresponsalía pudo viajar pero por lo visto no subsistir decorosamente, deberíamos suponer a Rodó en medio de un cuadro de enorme fragilidad emocional.

Debe agregársele que se fue del Uruguay con su organismo exhausto, deprimido, con sus defensas bajas. El viaje se produjo en condiciones de pobreza y abandono que se agregaban a las deterioradas condiciones en que sobrellevó una vida bajo presión. Digamos que se encontraba a expensas de contraer cualquier enfermedad. Y la contrajo. No obstante, el diagnóstico de tifus abdominal no habla de una enfermedad psicosomática, sino bacteriana que se contrae por contagio. Faltaban en 1916, por lo menos tres décadas para que irrumpiera en el mundo el desarrollo industrial de los antibióticos, lo cual permite comprender la indefensión de Rodó. No contrajo una enfermedad menor, sino una afección letal para la época.

Por lo que se sabe, la atención médica en el final de su vida fue escasa en cantidad y calidad. Murió solo, en Italia, el 1.º de mayo de 1917, ocho meses y medio después de salir del Uruguay, en medio de reiteradas muestras de mezquindad de las autoridades diplomáticas.

En otras condiciones, quizá sus días podrían haberse prolongado. Pero las condiciones eran esas. No estaba el Uruguay de entonces -¿lo está el de hoy?- lo suficientemente sofisticado como para crear un ámbito en el cual, un pensador de la talla de Rodó pudiera explayar y profundizar su formación y expresarla de manera pertinente y creativa. Sólo había la política, y era en la política donde se debatían las grandes cuestiones con proyección de futuro. Las estructuras harto simples del Uruguay, eran capaces de permitir el surgimiento de un talento a escala regional como el de Rodó, pero incapaces de contenerlo.

Ese final de abandono, angustia, dolor, y pobreza, revela el fuerte antagonismo entre esa situación de aislamiento y agonía, con la de apenas ocho meses antes, cuando en julio de 1916 los uruguayos lo despidieron con champagne y lo acompañaron multitudinariamente hasta el puerto e incluso en lanchones hasta el barco que lo transportaría.

Los fastos volvieron a acompañar a Rodó, pero ya póstumo, cuando su féretro se expuso en la Universidad para ser enterrado con todos los honores. Parecería que nos caracteriza cierta predisposición para el gesto fácil, el homenaje frívolo y superficial, y al mismo tiempo una fuerte resistencia para asumir verdaderos compromisos.

De todos modos debo señalar que si el enfrentamiento entre Batlle y Rodó no hubiera ocurrido, probablemente las cosas no hubieran sido mejores. Fue bueno que el nivel del debate llegara a donde Rodó lo elevó, y fue bueno también que se le pusieran límites al estilo jacobino del hombre políticamente más poderoso del país. También es verdad que el jacobinismo de Batlle tenía límites. Por lo pronto no acallaba a sus adversarios. Polemizaba con fiereza y reciedumbre, pero polemizaba. No fue entonces, un enfrentamiento estéril. Lo esteriliza su desconocimiento.

Pese a todo, esto tampoco quiere decir que las cosas, al término de este enfrentamiento, es decir, cuando el proceso de la reforma constitucional quedó laudado, hayan quedado del mejor modo posible. La Constitución que entró a regir en 1919 mejoró las cosas respecto de 1830, pero no terminó con los forcejeos, ni los debates, ni los enfrentamientos. Los intentos hegemónicos persistieron y la lucha cívica por un lugar en el sistema de partidos para el partido nacional, también persistió. Este duelo ha sido uno de los hilos conductores de la política uruguaya, donde se han quemado ricas energías dignas de mejor causa. Pero así es como han sido las cosas.

Fue la lógica del país lo que llevó a Rodó a la política, pero fue la lógica de la política la que hizo del enfrentamiento con Batlle y Ordóñez un desenlace inevitable. La única manera de que, en medio de las condiciones imperantes en el Uruguay de comienzos del siglo XX, Batlle y Rodó no se hubieran enfrentado hubiera sido que no se encontraran. Pero era prácticamente imposible que esos dos hombres de enormes temperamentos e ideas tan opuestas pasaran inadvertidos el uno para el otro. En el país simple y atrasado que era el Uruguay de 1900, no tenían otra alternativa que encontrarse en el callejón. El único que existía, el callejón de la política.








ArribaAbajoParte II

El momento de la ruptura



ArribaAbajoDos monólogos


ArribaAbajoRodó, la soledad del vencido

Corren los primeros días de 1912. A su andar parsimonioso, José Enrique Rodó debe agregar un especial cuidado al caminar. Las obras de saneamiento que se realizan en la calle Cerrito, cercana al puerto, no sólo alteran el paisaje; también impiden el tránsito normal de peatones y vehículos.

En los últimos años, la ciudad ha sido poseída por un nuevo trajinar, un frenesí constructivo que le cambia la cara a una velocidad que ni siquiera sus habitantes perciben. Ellos también son parte del cambio. Y cambian, sin que probablemente lo perciban, junto con la ciudad.

Buen lector de Baudelaire, Rodó recuerda el poema que el poeta le dedicó a Víctor Hugo y que llamó «El cisne». Había sido escrito unos 60 años atrás, y se quejaba de que «El viejo París ya no existe (el aspecto de una ciudad / cambia más rápidamente, ay, que el corazón de un hombre) [...] // ¡París cambia! ¡pero todo en mi melancolía / Sigue intacto! nuevos palacios, andamiajes, bloques, / viejos barrios, todo se convierte para mí en alegoría, / Y mis queridos recuerdos son más pesados que rocas».

Esa melancolía de Baudelaire por el París anterior a 1850 puede sentirse en esta Montevideo que quiere dejar de ser la aldea de la época de la Defensa.

Rodó tiene 40 años pero aparenta más. Su cuerpo rígido y sin agilidad, falto de ejercicio y de voluntad para dedicarle tiempo a la expansión física, se envara aún más ante los obstáculos de la calle dada vuelta. Enormes zanjas abren la calle longitudinalmente e interrumpen la circulación. Grandes montículos de tierra invaden las veredas angostas. Por esos días, el gobierno comunal ha publicado un censo de los medios de transporte. Montevideo posee 19.314 vehículos patentados. Y de ellos, 700 son automóviles. La ciudad vive otra transición que la universaliza: es el primer tramo del pasaje de la tracción a sangre a la mecánica. La aldea aumenta su velocidad. La posee una energía nueva.

El 22 de febrero, en la primera sesión ordinaria del Senado que Rodó integra por tercera vez, la Mesa ha informado que, en cumplimiento de las resoluciones que la Cámara de Representantes dispuso que con motivo de la muerte del Barón de Río Branco, había nombrado una delegación que iba a representar al Gobierno uruguayo en las exequias. La designación había recaído en Rodó, Oneto y Viana y Juan Carlos Blanco.

Ya está habituado Rodó a que su nombre figure en cuanta lista se formule para representar al país en el exterior o encabezar homenajes. Nada de eso lo inquieta. Sin embargo no puede evitar que esa designación lo roce con la hostilidad del sarcasmo.

Desde fines de 1911, Rodó se encontraba envuelto en una incertidumbre desconocida. Estaba en curso un posible nombramiento que sí lo perturbaba. El que seguramente le iba a otorgar la presidencia de la delegación que representaría a Uruguay en el centenario de las Cortes de Cádiz, el 19 de marzo de 1912.

Las Cortes de Cádiz. Cien años antes -en 1812- la ciudad andaluza rodeada de mar había sido el último reducto que los españoles lograron retener frente al avance napoleónico. Los habitantes de Cádiz habían convocado a las Cortes, las primeras y únicas en la historia de España que fueron convocadas por su pueblo, dado que Fernando VII, el monarca, se encontraba prisionero de Napoleón en Francia. Y aquellas Cortes gaditanas habían promulgado el 19 de marzo de 1812 una Constitución que postulaba una Monarquía Constitucional y se transformaba de hecho en la primera constitución española. El espíritu español la bautizó jocosamente «La Pepa», por su coincidencia con la festividad de San José.

Esos acontecimientos iban a ser recordados y celebrados con toda la pompa por la orgullosa ciudad de Cádiz, en marzo de 1912. Precisamente ese año de 1912, el Ayuntamiento había comenzado a erigir un enorme monumento que solemnizara la gesta en el lugar donde se encuentra en la actualidad, desde donde lo ven todos los barcos que ingresan a la bahía gaditana.

Todo era agitación en Cádiz al comenzar el año de 1912. Los rumores daban por hecho que sería Rodó quien presidiría la delegación que iba a representar al Uruguay en esos fastos. La designación parecía una simple formalidad. No había quien llenara mejor las condiciones para el honroso lugar.

Allá lo esperaban Miguel Unamuno y Juan Ramón Jiménez, entre otros intelectuales españoles que deseaban conocerlo. La fama de Rodó, a partir de la publicación de Ariel, doce años antes lo precedía largamente. Europa lo aguardaba. Y él aguardaba conocer Europa con la misma ansiedad juvenil con que había ansiado ese viaje desde siempre.

Desde hacía unos meses había vuelto a sentir el regusto de perfeccionar el plan de viaje que aprovecharía a realizar luego de las celebraciones. Un plan que bulle en su mente desde hacía ocho años. Todo indicaba, a fines de 1911, que esa iba a ser la oportunidad que se le había negado en forma reiterada.

Sin embargo, tenía conciencia de que su situación dentro del partido de gobierno no era la mejor. Desde 1906, cuando se cruzó con Pedro Díaz por el tema de los crucifijos en los hospitales, las cosas habían seguido deteriorándose con el presidente Batlle y Ordóñez. Y se sumaba su postura contra los planes colegialistas del presidente, seguramente, un asunto de peso todavía mayor que haber llamado «jacobina» a la fracción batllista. Y sería seguramente el presidente, líder además del partido colorado, quien en última instancia tomaría la decisión.

En septiembre de 1910 Rodó había sido enviado junto a Zorrilla de San Martín a las fiestas del Centenario de la Independencia de Chile. Allí había pronunciado, el 17 de ese mes, un importante discurso ante el Congreso, donde expuso su doctrina hispanoamericana. Lucía fogueado en esas lides. Y era un incuestionable representante uruguayo ante cualquier gobierno del mundo. Pero también en ese ámbito doctrinario se oponía a las ideas del presidente Batlle. Mientras éste era panamericanista, Rodó era iberoamericanista; dos ideas antagónicas que han dividido en dos a la América latina.

Pero el 22 de febrero, cuando la Mesa del Senado anunció que en caso de que el gobierno enviara una delegación a Río de Janeiro a las exequias del Barón de Río Branco, uno de los designados era Rodó, esa comunicación lucía como una broma de mal gusto. Porque en ese momento ya se encontraba en viaje hacia Cádiz, la delegación que representaría al Uruguay en los fastos del centenario de las Cortes, presidida por Eugenio Lagarmilla.

Tampoco viajaría a Europa esa vez. Porque una orden de último momento del propio presidente Batlle y Ordóñez modificó los planes y trastocó la obviedad.




ArribaAbajoBatlle, la soledad del vencedor

El hombre corpulento de 55 años que está ejerciendo por segunda vez la presidencia del Uruguay está en su casa cuartel general. Ese hombre políticamente poderoso y que habrá de pasar a la historia como gran constructor del Estado uruguayo, sabe que ha adoptado una decisión injusta. Su cuero curtido de animal político de raza lo sabe. Sabe más que nadie y como nadie, que el camino de cualquiera que se proponga liderar no ya una sociedad, ni un partido, sino el más mínimo emprendimiento, quedará regado de gente dolida.

Sabe también, y ése probablemente sea su consuelo, que los dolidos serán en todo caso, menos que los satisfechos. Y sabe que de eso se trata. Qué otra cosa es la política, se ha preguntado más de una vez, en las tres décadas que lleva haciendo política. Qué otra cosa que satisfacer a los más y de ser necesario, golpear a los menos. Los menos, los golpeados, vendrían a ser el precio que la sociedad debe pagar para obtener la satisfacción de los más. Golpear siempre y cuando -y sólo cuando- sea necesario. Ése ha sido su lema y nunca ha dejado de cumplirlo.

Ese hombre sabe que la política no es justa. No lo es al menos en el sentido estricto de la palabra. Eso lo sabe cualquier político mínimamente serio. Lo saben los políticos de la derecha y de la izquierda. Es claro que no es ese el tipo de declaraciones que se realizan en los discursos. No es el tipo de cosas que se publican, pero sí de las cosas que se saben. Lo sabe, debe saberlo cualquier dirigente. Lo sabía el propio Marx y seguramente, aunque las cuestiones de la Iglesia Católica circulan por carriles menos transparentes para el gran público, lo sabe el propio Papa. No señor, la política no es justa, al menos en el sentido igualitario que quienes miran a la política desde afuera puedan atribuirle en su ingenuidad. En política siempre hay beneficiados y perjudicados.

El hombre corpulento de apariencia maciza supo eso desde siempre, desde la cuna, porque está en su información genética. Ha sido educado para príncipe y a príncipe llegó por dos veces. Y ahora, en 1911, ya comenzada su segunda presidencia, ya está preparando el terreno para cuando la abandone. No habrá una tercera. No le quedarán ganas o fuerzas. Fuerzas y ganas, ¿cuál es la diferencia? Quizá las distancias entre ambas palabras sean meramente abstractas. Cuando se van mellando las fuerzas, el hombre se va quedando sin deseo. Así que tanto da. Un día va ser viejo -quizá ya lo sea- y deberá acompasar el ritmo de la política al ritmo de sus posibilidades físicas.

Aún cuando sea muy temprano para saber cosas que ocurrirán cinco o seis años después, sí sabe que nunca habrá de abandonar la política, ni su querido partido colorado. Y su partido debe perdurar. Y para que su partido perdure, es un punto al que le ha dado vueltas y vueltas, su liderazgo debe perdurar. El mismo se sabe garantía de la unidad de su partido. Y el partido como garantía de la unidad nacional. Sabe que ese rumbo de pensamiento puede reflexionarlo a solas, o con Manini o Arena a lo sumo, pocos más. Ese rumbo de pensamiento irrita. A los blancos sobre todo.

Lo que son las vueltas de la política, podría pensar un observador externo y frío. A comienzos del siglo XX, vale decir en 1901 o 1902, su nombre levantaba serias resistencias en la cúpula de su partido. Debió vencerlas para poder acceder a la nominación que lo llevó a la presidencia. Esa misma resistencia es la que él siente ahora por los demás aspirantes a sucederlo. Y ésa es otra cosa que ya sabe en su cuero curtido. Que en política, se puede resistir o impulsar un nombre, un programa, lo que sea. Pero lo único que se puede realmente lograr o impedir, lo único que se puede imponer, es aquello para lo que se dispone de fuerza. Esa sabiduría es intransferible: si se tiene fuerza se puede golpear, impedir, postular. Si se carece de ella se debe negociar, se depende de otros, las cosas salen del propio control.

Una candidatura personal, un liderazgo, en suma un poder de convocatoria multitudinario, que es en definitiva el componente fundamental para ejercer el liderazgo, sólo lo tienen los que realmente lo desean, los que realmente tienen energía en consonancia con ese deseo y sobre todo, quienes disponen de la salud física y mental para hacer frente al desafío. Eso descuenta desde luego el talento y la formación.

Ese hombre sabe que no hay nadie alrededor que calce todos esos puntos a la vez. En todo caso sabe que no hay nadie alrededor capaz de desafiarlo en todos los órdenes. Y fundamentalmente sabe, que en el preciso momento en que todos los de su alrededor se sienten incapaces de desafiarlo en todos los órdenes, inevitablemente comprenden que deben subordinarse. Quedarán a su disposición; respetarán la estructura que él le ha dado a ese partido desde que tomó las riendas del poder. Si él lo desea, seguirá fijando las reglas. Y eso es precisamente lo que desea.

Sabe que ante todo debe impedir cualquier fraccionalismo y mantener la mayor homogeneidad posible. Él nunca podría hablar con la ligereza que hablan otros, de una presunta división del partido colorado. La división del partido colorado, piensa, sabe, cree, sería no sólo una catástrofe para el partido, sino un desastre para el país. Por eso debe mantener la unidad. Y la unidad pasa por su liderazgo; no hay otros alrededor. Nadie hay con su intuición, con su capacidad para ver más lejos. Nadie con su energía. Y nadie hay con su decisión. Sobre todo eso, su decisión.

Los liderazgos, piensa, se gestan a través del tiempo, y después de llegar a la cumbre, lo complicado, lo realmente difícil es mantenerse en la cresta, allí donde mil tempestades convergen. Tempestades que a veces desencadena el enemigo, pero muchas veces son desatadas por la miopía o la estupidez de los propios. Ocurre muchas veces que los correligionarios ignoran los detalles, ciertos estados delicados en los que hay que operar con la suma de la astucia y la inteligencia más sutil. A veces los otros ignoran todo lo que está en juego. Les falta la visión completa de la escena y lo terrible es que la mayoría de las veces, por hache o por be, él no puede permitirles un acercamiento mayor. Las reglas de la política así lo aconsejan. Y si alguien conoce como nadie en este país y en su partido, las reglas de la política, es él.

Sí señor, lo realmente difícil es mantenerse. No distraerse. Y no dejar de crecer. Y sobre todo impedir que los otros crezcan. Desarrollarse a sí mismo y al partido, que es lo mismo que promover el desarrollo del estamento principal, lo cual lleva muchas veces a complejísimas situaciones en que se confunden los roles, los niveles y los planos en que debe mantenerse cada uno.

Algunos cometen a veces el error de evaluar mal el momento y piensan que ha llegado su hora cuando no es así. No todo el mundo tiene la paciencia y el manejo del tiempo político preciso como para saber olfativamente cuándo ha llegado el momento. Hay que tener siempre el diagnóstico preciso, y sobre todo correcto. Y operar con audacia. Ser astuto no alcanza. Tampoco ser agresivo es suficiente. Y para eso hay que conocer claramente los límites, los propios y los de los demás. Por algo se dice que la política es el arte de lo posible. Porque conocer lo que es posible en cada momento es un arte, no hay recetas. Y eso para los hombres comunes parece ser desesperante. Sólo quienes están hechos de lo que ese hombre cree estar hecho pueden soportar la angustia y la incertidumbre de quien apuesta todo a una carta y sabe que puede perderlo todo en un instante. Es por eso que hay tantos políticos a quienes les gusta el juego; la ruleta, las carreras de caballos. La política es una suerte de juego.

Ese hombre sabe -está largamente entrenado para ello- operar por sí y lograr que otros, muchos de quienes lo rodean, operen para él, no siempre a gusto, la mayoría de las veces a disgusto. Eso también es la política; lograr que los otros, aún a su pesar, lleven agua para el molino del líder. No mucha gente piensa en todo lo que implica un liderazgo. No todos lo saben. No a todos les interesa. No todos tienen la tenacidad de soportar los momentos adversos sin desfallecer.

Sin embargo todo el mundo se cree con derecho a opinar. Y desde luego lo hacen con ligereza. Y sobre todo a muchos, demasiados, se les pasa a veces más de una vez por la cabeza, que ellos también podrían ocupar ese sillón. Y no es fácil disuadirlos. Es más, suele ser casi imposible disuadirlos con palabras. No hay más remedio que aguardar que los hechos, que la vida, que las circunstancias, muchas veces en forma cruel y despiadada, hagan el trabajo sucio de revelarle a un hombre dónde está su límite.

Ese hombre macizo, cuyo físico imponente forma parte principal del personaje, sabe que desde casi cualquier punto de vista que el asunto se mire, Rodó es el más indicado para asistir al centenario de las Cortes de Cádiz. No sólo sabe eso. Sabe también que el viaje a Europa, representa una erogación que Rodó no puede costearse y que al mismo tiempo representa su máxima ilusión. Sin embargo dijo no. Evidentemente no fueron motivos intelectuales los que lo impulsaron. Por nadie hubiera estado mejor representado el país que por Rodó. Pero no hay nadie, y cuando piensa nadie, el hombre macizo pesa sus pensamientos, nadie, vuelve a pensar, al que odie tanto como a ese hombre.

Nadie, vuelve a pensar. Y va todavía más allá, ni muerto ni vivo. Ni siquiera a Saravia, que quizá haya sido el hombre que lo desafió en su grado más extremo, ni siquiera a él, pudo llegar a odiarlo en el grado y medida en que odia a ese hombre, al cual sabe, desde ya, enfrentado para siempre a su propio programa.

El motivo de su «no» ha sido claramente político. Y lo que más bronca le da, porque así también funciona la política, es que sabe que quien se ha rebajado con ese «no» presidencial, es el propio presidente, vale decir él mismo. No es Rodó quien se rebaja con esa negativa. Es el presidente, que no debería descender a esos niveles subterráneos de la dignidad. Un político no debe transparentar jamás sus emociones, y mucho menos sus emociones negativas. Y no debe haber emoción más negativa, degradante y nefasta para exhibirla a la sociedad, que el odio.

Ese hombre sabe que ese gesto hacia Rodó, fue fundamentalmente un gesto hacia la sociedad y fundamentalmente hacia los hombres de su partido. Con ese gesto Batlle apuntaba a decapitar la cabeza intelectualmente más valiosa de la fracción antibatllista, no porque amenazara su liderazgo, sino porque amenazaba la unidad del partido. Pero además con ese gesto sabía que le estaba poniendo un límite a la carrera política de Rodó. A partir de allí sólo sería cuestión de tiempo. Rodó debería abandonar la arena, salirse de la troya. No había lugar para él. A veces la realidad habla con ese tipo de durezas. Y ese hombre ya lo sabe en la información que almacena su cuero curtido, que no hay nada, ni el más valioso de los argumentos, ni el más sutil artilugio legal, que pueda contra la realidad. Lo real es irrebatible. Es duro y a veces cruel, pero irrevocable.

El hombre macizo sabe que Rodó ya había tenido oportunidades de advertir que su hostilidad hacia el presidente estaba sobrepasando el límite de lo tolerable. Como buen líder sabe que si demoraba mucho tiempo más en dar una lección al desafiante, esa demora podía leerse muy fácilmente como debilidad, como dubitación, como pérdida de capacidades. Y las oportunidades de demostrar dureza no siempre se presentaban tan claramente como esta oportunidad en la que todo el mundo se enteraría de lo ocurrido, aunque el riesgo fuera que también se vería el descenso, la degradación, el resbalamiento por el tobogán de la dignidad.

Hacía tiempo, no podría precisar cuánto, pero seguramente más de un año, que la actitud de Rodó lo provocaba. Y probablemente databa de unos meses, la sensación cada vez más clara de que en algún momento debería actuar. Lo que es seguro, ha pensado reiteradamente, es que Rodó había tenido tiempo y ocasión de reflexionar. Y sin duda que Rodó lo había hecho, cavilador como era, sobre todo lo que sucedía a su alrededor.

Había llegado el momento de la verdad. Probablemente de no haber existido esa oportunidad, el desgaste habría tardado un tiempo más en expresarse, pero en algún momento llegaría. Porque los dos personajes ocupan en ese momento, a fines de 1911, el espacio que les está reservado a los tomadores de riesgo. Como jefe, el hombre macizo sabe que no sólo se trata de castigar a quien se desbanda, sino que ese castigo debe ser visible para desalentar a los vacilantes, aquellos que pueden estar en duda acerca de si se puede o no se puede desafiar no ya las órdenes del jefe, sino lo que es peor, los propósitos del jefe y ubicarse en posiciones antagónicas.

Pero además, una medida aleccionadora debe tomarse cuando menos se lo espera y sobre todo hay que aplicarla donde más duele. Y si es posible, en tiempos de calma, de sosiego, cuando no hay muchas cosas quemando en la agenda. Cuando lo que menos se espera es precisamente un hecho de esa magnitud. Ésos son los momentos que un jefe debe elegir para disciplinar.

Después, cuando lo que prevalece no es la calma sino el aturdimiento fragoroso de la batalla, cuando de lo que se trata es de que todo el partido marche unido como un destacamento en pos del poder, no debe haber voces discordantes. Se trata de que todo el mundo entone la misma melodía, sin destiempos ni desfallecimientos, y mucho menos con dudas o desafíos importunos. Por eso impugnar a Rodó como el embajador de lujo que sin duda era, ante una de las celebraciones más importantes de la época, en un ámbito en el cual su lucimiento hubiera sido mayúsculo por su posición iberoamericanista -en esto también el hombre macizo se la jugó, ya que él no pertenecía a ese credo- impugnar a esa figura implicaba un gesto cargado de una violencia mayor, de una visibilidad total.

Se trataba de uno de esos gestos que demoran en digerirse, que llevan mucho tiempo para ser comprendidos y ante los cuales, de inmediato, la mayoría se encabrita y molesta. Porque la mayoría, aún cuando forme parte de la fracción del hombre que adoptó la decisión, opera con sentimientos, opera con una lógica humana, opera bondadosa y piadosamente. La mayoría no sabe, no quiere, no podría hacer política del modo en que la hace el hombre macizo. Y por eso es mayoría. Las mayorías están hechas para seguir, para encolumnarse detrás de alguien, no para conducir. Las mayorías son conducidas. Pero por ser mayoría es blanda y amorfa y está destinada a deshacerse. Los hombres que van a su frente, esos sí, están obligados a operar con toda la dureza.

Por actuar así, de ese modo incomprensible que las mayorías de todos modos aceptan, hombres como ese hombre macizo serán difícilmente perdonados, pero a los tomadores de riesgo, a los líderes como él no se les perdona, se les admira o teme, pero no se los perdona, porque tampoco se los comprende, a un líder nunca se lo comprende del todo. Ese es uno de los misterios de la vida y la política. El de seguir a alguien aunque no se sepa bien del todo por qué.

En todo esto piensa el hombre que acaba de tomar la decisión y que ahora descansa. Ha dado la orden de que nadie lo moleste. No quiere ver a nadie. Esas órdenes son las que su mujer, Matilde, hace respetar con unción. Sabe que cuando el hombre macizo no quiere ver a nadie es mejor para todos que nadie lo vea. Ese hombre ha tomado una decisión racional, pero que íntimamente no hubiera deseado. ¿Íntimamente no lo hubiera deseado? ¿Quién sabe? Hay algunas cosas que ese hombre, que parece saber todas las cosas, incluso no sabe. Sabe que la política no es justa, pero a veces, sólo a veces, le pesa que no lo sea.

A él también le gustaría que las cosas fueran de otro modo. Pero también sabe que es una pérdida de tiempo andar deseando cosas imposibles. Le molesta la ensoñación, el ilusionarse con utopías. Las cosas son como son. Le guste o no. Y lo que más bronca le ha dado siempre del ejercicio de la política es que las decisiones más difíciles las haya tenido que tomar en soledad. Y después de tomarlas ha sentido este mismo regusto amargo. Esa es la verdad más dura del poder. En el momento de las decisiones se está solo. Ese hombre está solo.










ArribaBibliografía

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