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Dos mentalidades artísticas. Dos obras complementarias

Borja Rodríguez Gutiérrez






Jean de La Fontaine: el «amigo de todas las cosas»

En 1669 se publicó en París una novela en prosa y verso que rápidamente se convirtió en un éxito: Les Amours de Psyché et de Cupidon (Los amores de Psique y Cupido). En ella aparecía una academia literaria en la que participaban cuatro autores. Los lectores de la época no tuvieron problema en identificar a algunos de los más importantes escritores del reinado de Luis XIV, el rey sol: el comediógrafo Jean-Baptiste Poquelin, Molière (1622-1673), el trágico Jean Racine (1639-1699), y el preceptista Nicolás Boileau-Despréaux (1636-1711). El cuarto integrante de la academia, que en la novela aparecía con el nombre de Polyphilo (amigo de todas las cosas) era aún más evidente: se trataba del autor de la novela, Jean de La Fontaine, que pasaría a la historia literaria ante todo como fabulista.

Jean de La Fontaine (Chateau-Tierry [Champagne], 8 de julio de 1621-París, 13 de abril de 1695) es un perfecto representante del neoclasicismo francés. La imitación de los clásicos, el buen gusto literario, la claridad expresiva, la facilidad de lectura, el gusto por la ironía, la licenciosidad cortesana, el doble sentido, el erotismo más o menos encubierto, todas las características de la vida francesa bajo el reinado de Luis XIV, se encuentran en este escritor. Pero su incardinación en ese siglo y en esa escuela van mucho más allá de lo que representa esa adscripción literaria.

La Fontaine era, ante todo, un ilustrado, un representante de la Ilustración. La Ilustración era un movimiento positivo, esperanzado, que creía en los avances de las ciencias y de la técnica, en el desarrollo económico y en el progreso social. Los ilustrados se sentían integrantes de una sociedad que tenía la ambición legítima de perfeccionarse y conseguir una mejor situación para todos sus miembros. Como parte de esa sociedad, se sentían comprometidos con ella y orientaban su actividad vital y artística, hacia esos fines sociales. El ilustrado es un hombre con conciencia de grupo que se siente perteneciente a una colectividad y que busca la manera de mejorarla y perfeccionarla. Es más: la valoración positiva o negativa que el ilustrado hace de sí mismo y de sus semejantes está fundada, básicamente, en la utilidad social de su vida y su actividad.

Y esa utilidad es ante todo moral. La moralidad en las costumbres, en la vida social y profesional, en la política y en la administración, en la cultura y el arte. A la busca de esos fines morales se proyectan las actividades de los ilustrados y muy especialmente la literatura. De ahí el extraordinario florecimiento que se produce con los ilustrados de la prosa didáctica, del ensayo y de la fábula. Un género, este último, que permite aconsejar, instruir y orientar a sus contemporáneos.

Uno de los elementos en los que es preciso aconsejar, instruir y orientar es el de la organización social. Los ilustrados defienden y promueven el papel decisivo del Estado: es el Estado el que tiene que gestionar la cultura, fomentando las actividades buenas y positivas y censurando las negativas, creando instituciones que actúen en todos los órdenes, vigilando contra los excesos. Al final la meta de este dirigismo cultural, de esta actividad, de este compromiso social y de esta defensa de la moralidad era, en frase de la época, la extensión de «las luces». «Las luces» representaban el conocimiento, los avances, la instrucción, las nuevas técnicas, las ciencias aplicadas a la mejora de las diversas actividades sociales.

«Las luces» fueron el objetivo constante de todos los ilustrados, de tal modo que se ha hablado del «Siglo de las luces», al ser esa imagen que hizo tanta fortuna la mejor representación de las aspiraciones de la mentalidad ilustrada. Para acometer esa extensión el ilustrado cree, sin ninguna duda, en la iniciativa de las personas que colaboran y cooperan para conseguir un fin. El ilustrado participa y promueve academias, sociedades de desarrollo agrario, mercantil e industrial, colegios, asociaciones. De aquí el extraordinario florecimiento de academias e instituciones culturales, tanto públicas como privadas, como la academia que mantenía La Fontaine con sus amigos Molière, Racine y Boileau.

Hippolythe Taine, el gran historiador de la literatura francesa consideraba a La Fontaine un escritor de costumbres, un retratista de la sociedad de su época, hasta tal punto que las obras que, según el historiador, mejor daban cuenta de Ja vida francesa en el XVII eran la colección de semblanzas y retratos de personajes reales que Jean de la Bruyère tituló Les Caracteres ou Les moeurs de ce siècle (1688-1696), las Memorias de Luis de Rouvroy, Duque de Saint-Simon, publicadas por primera vez en 1858, pero escritas entre 1693 y 1739 y las Fábulas del propio La Fontaine. Taine colocaba a las Fábulas al mismo nivel que dos obras históricas porque las costumbres que describe, las relaciones sociales, las estructuras de poder, los compromisos y pactos, las alianzas y acuerdos, son las de la sociedad en las que vive. De esa forma indica Taine, por su precisión y por la pormenorización de detalles las Fábulas, nacidas como obra literaria, se convierten en documentos históricos. La Fontaine, al final, es un ser social que vive cómodamente en la sociedad, que está integrado en ella, y que a través de sus Fábulas desvela las claves de la conducta más adecuada para desenvolverse en esa sociedad, con una enseñanza moral, no religiosa, ni ética, sino de cómoda convivencia en unas estructuras con unas reglas muy determinadas que el fabulista no se cuestiona ni apenas critica. Un hombre satisfecho con su vida y con su tiempo, un caballero de la buena sociedad, un bon-vivant, un «amigo de todo el mundo»: así era Jean de La Fontaine.




Gustave Doré, la creatividad romántica

Dos siglos después, Gustave Doré puso sobre su mesa un libro clásico de la literatura francesa, las Fábulas de Jean de La Fontaine, para ilustrarlo. El mundo, Francia, la sociedad, la mentalidad y los artistas habían cambiado. La mirada de Doré no era la del elegante e ingenioso cortesano que era La Fontaine. Doré era un artista romántico.

No puede ser ya el artista el servidor de los poderosos, proveedor de sus diversiones, el caballero cómodamente integrado en la sociedad o el elegante dilettante que busca el luego o el ingenio. Es decir, no puede ser La Fontaine. El artista es, o quiere ser, un personaje fundamental, paladín de la verdad y de la integridad, enviado de los dioses, mensajero de lo absoluto. Su imaginación, su inspiración, su libertad construyen el «genio» que hay dentro de él. El genio es la actividad constante, incesante, el entusiasmo, el fervor emocional y de sentimiento, la espontaneidad y sobre todo la originalidad.

Con el romanticismo se afirma el carácter individual de la obra de arte, la idea de que el artista nos da una visión propia, creación libre de su ser particular. Quiere imponer su personalidad en la representación del mundo y no permitir que el mundo se la imponga. Su individualismo va a llevar a que el artista sea cada vez más independiente de patronatos, cortes, mecenas, academias, y otras entidades que le protegen o mantienen, pero que le imponen temas, formas y gustos.

El artista busca imponer su visión al mundo. Se trata de un fenómeno concomitante a la ascensión de una burguesía que pueda constituirse en público. Pero en seguida se va a producir un cierto efecto de rechazo: el artista no se siente aceptado por el público burgués, que desconfía de su libertad, y, al mismo tiempo, él desconfía de ese público a quien en el fondo no pueden interesar sus ideales de cambio absoluto: es el desarraigo social o nacional. Tal vez las tertulias, los cenáculos literarios respondan a la necesidad del artista de protegerse, de encontrar a otros como él.

Pero en último término está condenado a la soledad. Ese es otro de los grandes temas románticos: el artista incomprendido que padece su talento como una maldición divina. En literatura esto lleva a los escritores a buscar figuras del pasado con las que identificarse, pero también al cultivo de las memorias, de la autobiografía. Rousseau inicia el camino que otros van a seguir, llegando a autores como Byron, en donde el tema constante es él mismo. El arte es una enfermedad que aísla y en muchas ocasiones mata. Una de estas manifestaciones es la extrema sensibilidad y la naturaleza enfermiza de Shelley, de Gil y Carrasco, de Bécquer. Otra es la fascinación por la neurosis y la locura tan presente en la obra de Poe. Otra la imaginación desbordante y en muchas ocasiones fúnebre y ominosa de Doré.




Las Fábulas de La Fontaine y sus ilustradores

Las Fábulas nacieron ilustradas y a lo largo de los años fueron acompañadas de imágenes una y otra vez. Convertidas casi al instante en un clásico de la literatura francesa, pintores, ilustradores y grabadores se sucedieron en su interpretación hasta que en 1868, cuando se cumplía el bicentenario de la primera edición, Doré dio al público su personal versión gráfica de la obra del «amigo de todas las cosas».

Aquella primera edición de 1668, Fables choisies mis en vers (Paris, Claude Barbin) apareció ya con ilustraciones. Cada fábula iba precedida de una calcografía enmarcada que ocupaba aproximadamente entre un tercio de la página y la mitad de la página. En un momento en que las técnicas de grabación y de impresión eran aún muy artesanales, eso indica el interés que tuvo el autor de las Fábulas en que su obra apareciera acompañada de imágenes.

Las láminas que no llevaban firma de ilustrador ni del grabador, se repitieron en varias ediciones durante el XVII y primeros años del XVIII. En 1749 apareció la que sería la primera gran edición ilustrada. Fue publicada en París, por Charles-Antoine Jombert. Las láminas habían cambiado mucho; ocupaban toda una página con una estampa para cada fábula. La calidad era muy superior a la de las calcografías de la primera edición. Todas las ilustraciones era obra de Jean-Baptiste Oudry (1686-1755) un consumado especialista en pintura de animales y de caza, pintor oficial de las cacerías reales de Luis XV. Los grabados de Oudry conocieron una enorme difusión por toda Europa. Sirva como ejemplo la rica azulejería, de más de un millón de piezas, de la Iglesia de San Vicente de Fora, en Lisboa, que reproduce varias de estas láminas de Oudry.

Entre 1765 y 1775 apareció otra edición ilustrada, en París. Los ilustradores y grabadores fueron Etienne Fossard (1714-1777) y François Montuloy, dos artistas cuyas láminas distaban bastante de la calidad de las de Oudry. Peores aún fueron unas publicadas sin nombre del autor en 1826, en París, editadas por J. Carez. Se presentaban como Fábulas de La Fontaine, con nuevos grabados realizados en relieve, pero los nuevos grabados no llegaban siquiera al nivel de las calcografías de la primera edición.

Pero el siglo XIX, a pesar de la mediocridad de la edición de 1826, iba a ser pródiga en ricas ediciones ilustradas de las Fábulas. La de 1834, editada, ilustrada y grabada en París por Gouget, no es particularmente importante, pero la de 1836 puede considerarse como la primera gran edición del siglo XIX. Impresa también en París por Armand Aubrée, anunciaba que tenía 400 ilustraciones, realizadas por Jules David y grabadas por M. M. Thompson «de París y Londres». La portada del libro indicaba además que las láminas estaban todas enmarcadas de diferentes formas e impresas en 12 colores diferentes. Jules David (1808-1892) ilustró durante el siglo XIX, numerosos volúmenes, entre ellos las obras completas de Molière y de Beaumarchais y una biografía de Napoleón.

En 1838 otro de los grandes ilustradores franceses, Jean-Jacques Grandville (1803- 1847), lanza su visión de las Fábulas en una edición parisina de Henri Fournier que contaba con 258 grabados en madera. Y en 1842, François Buchot, muerto prematuramente en ese mismo año (había nacido en 1800), es el autor de «20 grandes dibujos» que adornaban la edición de P. C. Lehaby, realizada también en París.

Aubrée, el editor de la edición de 1836 que contaba con láminas impresas en 12 colores diferentes, vuelve a la carga en ese mismo año de 1842. A las láminas de Jules David, añade otras de Schaal, Grenier, el litógrafo Victor Adam (1801-1886) y otro de los grandes nombres de la ilustración francesa del XIX: Tony Johannot (1808-1852).

A partir de 1845 Honoré Daumier publica en Le Charivari dibujos inspirados en las fábulas de Doré. Años después, en 1855, Daumier, junto con otros pintores de la llamada «Escuela de Barbizon» (Félix Ziem, 1821-1911; Jules Dupré, 1811-1899; Antoine-Louis Barye, 1795-1875; Jean-François Millet, 1814-1875), planea una edición ilustrada de Las Fábulas que no se llegó a realizar.

La colección Libraire Pittoresque de la Jeunesse publicó, en 1851, su versión de las fábulas. El libro contaba con cien grabados en madera y diez litografías. Los artistas participantes eran J. C. Demerville, C. H. Delhome. E, Wattler, E. Bataille y otro de los nombres importantes entre la rica lista de ilustradores franceses: Guillame Sulpice Chevalier «Gavarni» (1804-1866). A esta especie de competición entre ilustradores y dibujantes se suma el caricaturista Amadée de Noé «Cham» que en 1858 publica, de la mano del editor parisino Gustave Havard, unas Fables de La Fontaine interprétées par Cham.

En la década de 1860, las ediciones se acumulan. En ese año de 1860 hay dos: una en Tours (A. Mame) ilustrada por Karl Girodet (1813-1871) y otra en París (J. Vermot) de Hadamar. La edición de 1864 (París, G. Barba) está firmada por otro nombre ilustre entre los ilustradores franceses: Charles Albert d'Amoux «Bertall» (1820-1882). En 1866 aparece otra edición parisina, ahora ilustrada por el danés Lorenz Frolich (1892-1908). Y en 1867 (París, T. Lefevre) vuelven a aparecer los dibujos de Hadamar, junto con otros nuevos de Desandre.

Pero llega 1 868, el año del bicentenario de las Fábulas. Y una de las más importantes casas editoriales francesas, Hachette, que hasta entonces no había sacado ninguna edición de las Fábulas de La Fontaine, publica la esperada versión de las mismas de Doré. Fue una gran edición, un libro de lujo, de gran tamaño y calidad de impresión. El prestigio del dibujante era ya enorme y en ese momento resultaba muy claro que no era el texto de La Fontaine lo que iba a buscar el público, sino los dibujos de Doré. Por ello, al tiempo que el libro, Hachette lanzó una carpeta en la que los dibujos de Dore (456 estampas) se vendían como grabados independientes sin el texto de La Fontaine. Hachette no escatimó gastos; hasta 11 grabadores diferentes participaron en la obra: Stéphane Pannemaker (1847-1930), Alfred Prunaire (1837-18...), Henri-Théophile Hildebrand (1824-1897), Jean-François-Prosper Delduc, (18...-1885), Charles Laplante, (18...-1903), Paul Jonnard- Pacel, (18...-1902), Antoine-Alphée Piaud, Adolphe Gusman (1821-1905), François Rouget (1.811-18...), Alfred Sargent (1828-18...) y la única mujer del grupo, Olympe Brux.




Doré y su interpretación de las Fábulas

En esta ocasión Doré se enfrentaba a un trabajo que ya habían realizado muchos antes que él. De hecho a un trabajo en el que todos sus grandes adversarios ya habían dejado su huella: Bertall, Grandville, Gavarni, Cham, Johannot, Daumier. Un desafío en el que Doré tenía que demostrar su categoría de artista. Su imaginación, su entusiasmo, el fervor emocional y de sentimiento, su espontaneidad y su originalidad.

No era, sin duda, el mejor territorio para este artista. El Quijote, La Biblia, El Paraíso Perdido, La Divina Comedia, los poemas artúricos de Tennyson; he aquí algunos de sus grandes éxitos. Eran obras que le ofrecían magos, brujas y encantadores, escenas multitudinarias, el cielo y el infierno, sueños enloquecidos, mundos fantásticos e imaginarios: escenarios ideales para que Doré desarrollara toda su creatividad y su imaginación.

El bosque céltico en donde Merlín pronuncia sus encantamientos, Belial rebelándose contra Dios, los monstruos y gigantes que Don Quijote convoca en sus lecturas, Moisés separando las aguas del Mar Rojo, Dante a la entrada del Purgatorio. Escenas en las que la libertad creativa de Doré se encuentra en su elemento, dando forma gráfica a las palabras del texto.

Pero las Fábulas de La Fontaine son delicadas miniaturas, cuya representación gráfica literal sería un escueto dibujo que podría servir para adornar un medallón o dar forma a un camafeo. La Fontaine se esmeró en quintaesenciar su mensaje, en reducir al mínimo los elementos de sus obras. Unos personajes que no tienen historia previa, cuyo destino tras la acción no se necesita saber; una acción simple, para que la enseñanza moral sea perceptible. No hay escenario; ni natural ni ciudadano. Los personajes no tienen marco que les rodee, y acoja. Los animales de La Fontaine no son animales, son trasuntos humanos que representan actitudes y formas de vida y de relación que el «amigo de todas las cosas» veía a su alrededor. Urbano cien por cien, parisino por elección, por permanencia y por convencimiento, el fabulista nada sabía, ni le preocupaba, del mundo donde vivían en la realidad los leones, osos y lobos que en sus breves poemas representaban a los seres humanos con los que se relacionaba cada día. La escena, simple, inmediata, reducida a los elementos mínimos significativos y la breve moraleja: tales son las fábulas de La Fontaine.

Ese era un molde muy estrecho para la fantasía de Doré. Lo cierto es que el famoso ilustrador era quizás el menos adecuado de la amplia lista de ilustradores franceses del XIX que crearon una época irrepetible en el campo del dibujo. Las Fábulas, como afirmaba Taine, eran retratos de costumbres y por ello resultaban mucho más indicadas para especialistas en el costumbrismo gráfico cono eran Daumier, Gavarni1 y Grandville.

Pero Doré estaba obligado a afrontar la ilustración de las Fábulas. Se trataba del clásico de la literatura francesa que más veces había aparecido ilustrado. Todos sus compañeros, todos sus rivales, habían enseñado ya sus cartas. Sólo quedaba él. Y de esta manera apareció en 1868 la rica edición de las Fábulas de Gustave Doré. Porque eso estaba claro: eran las Fábulas de Doré, no las de La Fontaine. El texto era sobradamente conocido, usado en las escuelas para adoctrinar a los jóvenes de toda Francia. Muchos de los compradores del libro, o de la carpeta de láminas, se sabían, sin duda, muchas fábulas de memoria. Y si adquirían los dibujos, en el libro o en la carpeta, era para ver como Dore retrataba las Fábulas.

Y es evidente que en esa tesitura Doré fue fiel a sí mismo, no al texto. No pretendió representar las escenas de pedagogía social de La Fontaine, sino crear mundos de Doré a partir de los textos de La Fontaine. Mundos enormes, salvajes, ominosos, crepusculares y mágicos a partir de las sencillas historias sociales y ciudadanas del bienhumorado y ligeramente escéptico «amigo de todas las cosas».

Así vemos que en el libro hay noventa y dos láminas2 (que son las que vamos a estudiar; en el libro de Flachette de 1868 aparecen muchos más dibujos de pequeño tamaño compartiendo espacio en la página con el texto). Son todas ellas láminas exentas y de gran tamaño: el denominado entonces «in folio» que podría equivaler a lo que ahora llamamos A3.

En nada menos que veintiuna de estás láminas el protagonista no es ningún animal, ni persona. Ni siquiera la escena que se cuenta. El protagonista es el bosque. Un bosque plenamente romántico: espeso, oscuro, intrincado, misterioso. Un bosque de árboles enormes y enormes dimensiones donde los seres humanos aparecen empequeñecidos, donde los animales protagonistas de la historia apenas se ven. El mismo bosque o muy parecido al que Doré dibujará para ilustrar las aventuras de Arturo, Ginebra, Galahad y Merlín en los Idilios del Rey de Tennyson, que aparecería en Londres un año después de la de estas Fábulas, en 1869. Es decir un bosque romántico que nada tenía que ver con el mundo de La Fontaine.

Un ejemplo lo podemos ver en una de las dos ilustraciones que acompañan a El roble y la caña (Le chêne et le rouseau, libro I, fab. XXII). En la fábula de La Fontaine un roble altivo se burla de una caña, a la que considera débil ya que se inclina cuando llega el viento, mientras que el roble le desafía inmóvil. Un día una enorme tormenta derriba y despedaza al roble, mientras que la caña, capaz de doblarse y ceder, sobrevive al vendaval. La lección moral de adaptarse a las circunstancias, de flexibilidad, tan lógica en el consumado cortesano que era La Fontaine no interesa nada a Doré. Por ello la lámina presenta una furiosa tempestad que azota sin piedad un bosque en el que un inmenso roble, que ocupa casi toda la lámina, permanece indiferente al viento y a los rayos. Al pie del roble, se ve la orilla de una laguna poblada de cañas que se inclinan al viento. En la orilla, un viajero cuyas ropas están azotadas por las violentas ráfagas contempla los cadáveres de un caballo y su jinete, muertos por la tempestad. Las figuras de los dos hombres y el animal resultan minúsculas al lado del enorme roble. Doré solo ha tenido en cuenta aquí que hay una tempestad, un roble y una caña, pero el resto del dibujo nada tiene que ver con la historia. El creador de mundos no quiere retratar las historias de La Fontaine, sino presentamos sus fantasías.

Otro caso es el de La muerte y el leñador (Le mort et le boucheron, libro I, fab. XVI) en el que un leñador malhumorado invoca dos veces a la muerte. Al presentarse esta con intención de cumplir su deseo, el leñador le dice que sólo la llamaba para que le ayudara a colocarse la leña a su espalda. Una exhortación a no quejarse de la situación social en que uno se encuentra pues la alternativa puede ser mucho peor: un consejo frecuente que dan las clases altas a las populares en las sociedades clasistas y estratificadas. Pero para Doré es la ocasión de presentar una escena de terror en la que no aparece para nada el rasgo de ingenio del leñador, sino la llegada de una muerte sin remedio. En la lámina de Doré el leñador agoniza en un bosque invernal, con nieve en el suelo y plantas heladas por la escarcha. Hasta la barba del leñador brilla por los cristales de hielo que se han adherido a ella. En primer plano el agotado labrador caído, vencido por el peso del inverosímil, por enorme, fardo de leña del que, en su debilidad, no es capaz de liberarse. Tras el leñador, un bosque de árboles sin apenas hojas y espinos en el suelo, en cuyo centro se abre un camino en el que espera una oscura figura con negros ropajes y enorme guadaña. El leñador del dibujo de Doré está sin fuerzas ya y no se librará de la llegada de la Muerte como lo hizo el de La Fontaine.

El otro gran grupo de láminas está formado por aquellas en las que Doré sitúa la escena en un primer término, a veces mínimo, frente a un horizonte lejano. Son dibujos en los que domina la inmensidad del espacio exterior, la majestad de la naturaleza. Íntimamente relacionados con el concepto romántico de lo sublime (aquello que impresiona al alma por su inmensidad, misterio, capacidad de destrucción o incluso horror), emparentadas con los paisajes inacabables de Caspar David Friedrich, son estampas románticas, en las que el marco pasa a ser el protagonista y los personajes se convierten en elementos de la composición, casi siempre secundarios. Hay treinta y dos de estas láminas.

En La golondrina y los pájaros (Le hirondelle et les petites oiseaux, libro I, fab. VIII) una sabia y experta golondrina alerta a unos jóvenes pájaros sobre el grano que un sembrador está echando al campo. Si pretenden comerse ese grano sin tomar precauciones, el sembrador sacará sus redes y los destruirá para proteger el grano, les dice. Pero los pájaros, seducidos por la abundancia de comida no le hacen caso y son cazados por el sembrador. Una lección sobre la importancia de aprender de la experiencia ajena y desconfiar de lo que se consigue fácilmente. Doré, en su lámina sitúa a la sabia golondrina y los necios pájaros en la parte inferior de la lámina, en un primer plano. Pero el centro que da sentido a la lámina es la silueta del sembrador que avanza por una depresión del terreno, enmarcado en un horizonte desmesurado, un mar que se ve al fondo y un cielo cargado de oscuras nubes. Las negras nubes se amontonan en la parte superior de la lámina y se van aclarando cuando descienden hacia el centro para dejar una fina raya de luz en el horizonte. La silueta del sembrador se recorta, precisamente sobre esa fina y brillante franja, en un magnifico efecto de iluminación, que magnifica esa figura. El conjunto recuerda, en su tema central, al Monje frente al mar de Friedrich. Este gusto del ilustrador por los impresionantes escenarios es muy perceptible en muchas de las láminas. Así lo vemos en la que ilustra la fábula de El león (Le lion, libro XI, fab. I) en que el zorro, primer ministro del Sultán leopardo, aconseja a su soberano declarar la guerra al reino vecino. Su rey, el león, acaba de morir y el heredero es un leoncito sin fuerza: es el momento de destruirle. Si no, cuando crezca y se haga poderoso, será más fuerte que el leopardo y podrá derrotarle y conquistar su reino. Pero el Sultán no hace caso del consejo de su ministro y cuando el cachorro crece, el incauto leopardo no puede impedir que su enemigo, ahora un león adulto, fuerte y peligroso, le ataque y le dé muerte. Pero Doré no representa en su dibujo al leoncito desvalido, ni el dialogo entre el zorro y el leopardo, ni el combate final entre el león, ya adulto, y el leopardo. La estampa muestra a un león tumbado en el interior de una profunda y angosta garganta, en un suelo lleno de restos de sus presas, huesos y animales muertos. Tras el león se ven, en las gargantas otros bultos que parecen también ser animales victimas de su furia. La garganta se extiende hacia casi el infinito, y en el cielo una brillante luna asoma entre las nubes, iluminando la escena. El león, orgulloso y soberbio, levanta la cabeza para observar la luna en postura de poder. La fábula ha servido una vez más a Doré para trazar un grandioso y salvaje escenario, en el que destaca uno de esos paisajes nocturnos que ejecuta con mano maestra.

Incluso a veces el asunto de la fábula no es representado en el dibujo en su literalidad, sino de forma muy tangencial. Es lo que pasa en El león y el mosquito (Le lion et le moucheron, libro II, fab. IX), pequeña narración en la que un presuntuoso león amenaza a un mosquito y este le llena de picotazos sin que el león pueda hacer nada por defenderse. La lección de que no hay enemigo pequeño parece ser lo que ha inspirado a Doré. En la lámina que ilustra este grabado un caballero de ricas vestiduras, enorme espada y cimera llena de plumas avanza por un desfiladero de altas paredes de roca. Al fondo del desfiladero, en un inverosímil emplazamiento, se alza un castillo, entre medieval y romántico, que recuerda poderosamente el Nido de águilas de Luis II de Baviera. Sobre una de las paredes del desfiladero se ve la silueta de un hondero que está acribillando a pedradas al caballero de la cimera que se lleva una mano a la cabeza. El león es el caballero y el mosquito el hondero, y Doré aprovecha la ocasión para presentar otro paisaje el gusto romántico, aunque, sin duda, La Fontaine se habría quedado muy perplejo al ver esta interpretación de su fábula.

En otras fábulas se desarrollan diferentes escenas en las que Doré recrea otra vez los elementos adaptándolos a su gusto y tendencia romántica. En unas ocasiones introduciendo en la escena elementos de terror que no aparecen en La Fontaine, como en los ahorcamientos y torturas de animales que descubre un zorro en El zorro inglés (Le renard anglois, libro XII, fab. XXIII), o convirtiendo a las gallinas de El zorro y los pavos de la India (Le renard et les poulets de l'Inde, libro XII, fab. XVIII) poco menos que en amenazantes buitres. En otras tomando como pretexto el tema para ejecutar una composición de su gusto como el juego de luces y sombras que provoca el fuego de una chimenea en El aldeano y la serpiente (Le villageois et le serpent, libro VI, fab. XIII), la escena que se diría presidida por un trovador de El loco que vende la sabiduría (Le fou que vend la sagesse, libro IX, fab. VIII), o la pareja de enamorados de Los dos palomos (Les deux pigeons, libro IX, fab. II) que aparecen recostados en una baranda de piedra, con una imagen y estética que hacen pensar en Francisco Hayez y su cuadro El beso.

En muy contadas ocasiones, como por ejemplo, Los peces y el pastor que toca la flauta (Les poissons et le berger qui joue de la flute, libro X, fab. X) y Tircis y Amarante (Tircis et Amarante, libro VIII, fab. XIII) Doré se complace en presentar una imagen con estética claramente dieciochesca, quizás para dar muestras de su capacidad para todo tipo de dibujos.




Conclusión

El dibujo de una obra es una interpretación personal de un artista de lo que otro ha elaborado, una recepción activa de otra obra de arte. Tanto el primer creador (el escritor) como el segundo (el dibujante) están influidos por la época en que nacieron, aprendieron, se desarrollaron como artistas y vivieron. Doré fue fiel a su momento, a su personalidad y su modo de ver las cosas: de las Fábulas del elegante cortesano que fue La Fontaine, creó una serie de bellas estampas, teñidas de su subjetividad. No cabe duda de que esta colección de láminas es un cumplido ejemplo de la imaginación del artista, claramente romántica en todos sus elementos. Un mundo romántico que fascina por su riqueza de imaginación, por su desmesura, por su originalidad y por su fuerza. Las características que han hecho de Doré un artista incomparable, único e irrepetible.





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