Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


ArribaAbajo

Dos mujeres

Tomo IV


Gertrudis Gómez de Avellaneda



Portada





  -5-  
ArribaAbajo

- XXXI -

Eran pasados pocos minutos después que Luisa y Elvira habían dejado a la condesa cuando llegó Carlos a su quinta. Había encontrado al coche por el camino, pero estaba muy distante de sospechar que en él fuese su mujer, la cual por su parte iba demasiado absorta en sus pensamientos para haber podido poner atención en un hombre a caballo que pasó junto al coche con dirección al sitio de donde venían.

  -6-  

Catalina recibió a Carlos tranquila y casi risueña. Hacía mucho tiempo que Carlos no la veía así, y se regocijó pensando que al fin le era dado ofrecer a su desgraciada amiga todos los consuelos de que era capaz en la triste posición en que la colocaba.

Aquel día no había sido apacible para Carlos. Al separarse de Luisa no sufría únicamente por el dolor que causaba. Su propio corazón le suministraba sobrada amargura: porque la quería aún, quería tiernamente a la pobre niña, y en aquellos momentos exaltábase su ternura con el sacrificio de que ella hacía. Además, su conciencia se alarmaba al pensar que acaso la virtud de su esposa no siempre saldría vencedora de los peligros a que la exponía   -7-   su abandono, y ora le atormentaba la imagen de Luisa afligida, desolada, sucumbiendo al dolor, ora el cruel pensamiento de que acaso podría consolarse, olvidarle, despreciarle y, tal vez, colocar en otro el cariño que tan indignamente había él recompensado.

Estuvo triste, pensativo todo el día, y al llegar junto a la condesa necesitaba que ella le hiciese sentir todo su amor y le embriagase con todos sus delirios, para sustraerse algunos momentos a la sombría tristeza que le agobiaba.

Sentose junto a ella y la contempló con placer.

-Estás hermosa, amiga mía -la dijo-. Estás alegre. Dímelo, sí, dime que esperas ser feliz, necesito oírlo. Voy a estar separado de ti algunos días y quiero llevar en   -8-   mis oídos la armonía de tu voz. Háblame. Catalina, dime que me amas, arráncame de mí mismo y lánzame aturdido a ese porvenir oscuro que se abre delante de nosotros.

-Sí -respondió ella-. Ven y siéntate junto a mí, más cerca..., más todavía. Así, bien. Te hablaré. También yo tengo necesidad de hablarte de ese porvenir que deberé a tu amor. ¡Cuánto, cuánto haces por mí!, ¡cuánto te sacrificas! No disimules, no. No me ocultes cuánto te cuesto. Sé que en estos instantes el valor de lo que me sacrificas es comprendido por tu corazón, y eso mismo aumenta la gratitud del mío.

La suerte te habían dado por compañera una mujer digna de tu adoración a una mujer que debe atravesar los pantanos del mundo sin   -9-   manchar la orla de su vestidura de inocencia. ¡Desventurada de mí! ¡Otra suerte bien diferente me ha cabido! Yo he sido tu perdición, yo te he arrastrado conmigo al abismo espantoso que una criminal pasión abrió delante de mí. Ella recibió la misión de hacerte feliz y virtuoso, y yo la de perderte. ¿Por qué ha vencido al suyo mi maléfico destino? En este día supremo en que irrevocablemente se consuma, no sé si debo aceptar como un consuelo o como una última y terrible amargura, la convicción profunda de que no era posible a mi pobre razón el evitarle. Sin embargo, no había yo nacido con instintos maléficos. Creo, por el contrario, que mi corazón era naturalmente bueno, y que no ha desconocido ningún sentimiento noble.   -10-   No disculparé mis extravíos atribuyéndolos a una organización desgraciada que debía forzosamente seguir el impulso de innatas predisposiciones. ¿Cuál ha sido, pues, el oculto motor, el misterioso poder que me ha precipitado? ¿Deberé creer que el origen mismo de las virtudes puede producir el mal, y que los crímenes no son regularmente sino el efecto de grandes cualidades exageradas y mal dirigidas por los acontecimientos y las circunstancias? No sé si puedo generalizar esta consecuencia, más en cuanto a mí paréceme exacta. He amado en ti la virtud que debía hacerme olvidar la mía. Incapaz de ceder a mezquinos impulsos, he podido atravesar por medio de los vicios sin contaminarme, y el entusiasmo   -11-   de la virtud me ha conducido frecuentemente al mal.

Había concebido opiniones erróneas respecto al corazón humano. En mis primeros años de juventud pedíale demasiado, y al ver burlada mi esperanza llegué progresivamente a esperar de él demasiado poco. Ambos extremos eran malos, y, sin embargo, ambos tenían un origen noble. Mi exigencia nacía del entusiasmo, y cuando nada esperaba ni nada pedía, aún pude ser generosa y emplear la bondad que ya no podía engañarme en un manantial de inagotable indulgencia. Esta indulgencia era más que una cualidad, era una virtud, porque confieso que no me era natural. Había en mi corazón demasiada fogosidad y en mi alma una virtud demasiado severa   -12-   para que me fuese fácil la tolerancia. Costome trabajo descender del entusiasmo sin caer para siempre en un completo desaliento que me condujese al desprecio, o en una amargura profunda e irritante que me impulsase al odio. Fue un triunfo de mi razón sobre mi naturaleza, y así como mil veces el entusiasmo del bien me produjo el mal, entonces sólo pude evitarle relajando en cierto modo, las enérgicas fibras de una virtud demasiado severa.

El mundo que no me comprendió entusiasta, tampoco me comprendió indulgente. No conoció cuánto me había costado perdonarle por tantas bellas creencias como me había arrebatado, no supo estimar la virtud que encerraba mi tolerancia. Quería más: Veíame indulgente   -13-   y me deseaba respetuosa, pero mi rodilla era inflexible ante los falsos ídolos que sus instituciones han erigido en dioses. No podía conceder a convencionales virtudes el culto que había anhelado tributar a las virtudes verdaderas, que en vano le había pedido.

Siempre mal comprendida, siempre cobardemente calumniada, aún había un goce para mi alma en aquella generosidad de mi orgullo que perdonaba notablemente la injusticia. ¡Tantas veces, Carlos, tantas veces he tenido necesidad de esa injusticia para poder dar salida a algunos de los sentimientos generosos que la razón había sepultado en el fondo de mi alma! ¡Es tan dulce perdonar!

Yo había podido sobrevivir a mi   -14-   entusiasmo sin caer en la nulidad, pero, ¡ah!, ¿cómo he podido también sobrevivir a mi orgullo?

Ahora que estoy a los pies de ese mundo, necesitaba de ese perdón que tantas veces le había concedido, ahora que en mí misma encuentro un juez más severo que ese mismo mundo que me reprueba, ahora que arrastro en mi honda caída al hombre que amo..., ahora, Carlos, ahora conozco que nada puede salvar a las víctimas que el destino reclama, y que a manera que aquellos perros cuyo maravilloso olfato percibe el olor de la muerte en un cuerpo todavía vivo, así el mundo presiente y anuncia la suerte de aquellos desgraciados que están destinados a ofrecerle el espectáculo de una lastimosa caída.

  -15-  

Sin embargo, Carlos, no te eches jamás la culpa de mi desventura. Acaso era inevitable. Si la pasión me ha conducido al crimen el vacío del corazón, el eterno vacío me hubiera hecho un daño mayor.

Habíame persuadido de que estaba ya condenada a ese horrible destino, y tomando la inacción por la muerte muy injusta con mi propio corazón. Él me ha desmentido probándome que jamás muere el entusiasmo en las almas capaces de sentirle, y que, semejante al ave poética que renace de sus cenizas la facultad de amar no se pierde nunca en los corazones ardientes. Cansados o heridos, enervados o replegados en sí mismo siempre existen en ellos esas misteriosas cenizas que una centella divina puede reanimar   -16-   súbitamente.

El amor que me ha perdido ha sido mi solo bien sobre la tierra. Confieso mi culpa sin arrepentirme de ella. Deploro mi destino, pero le acepto. ¡Carlos! Sólo el mal que te hago me inspira remordimiento el que a mí misma me ha causado no me pesa.

Prefiero esta desventura a la de una vida sin objeto, y ahora que soy culpable valgo algo más que cuando me había resignado a ser nula. El orgullo sufre, el corazón padece... ¡Pero he vivido!, ¡he amado! Condéneme el mundo y castígeme el cielo: Estoy resignada.

-¡Catalina! ¡Catalina! -exclamó Carlos- No son ésas las palabras que mi corazón te pedía. ¿Qué nos importa ahora, amada mía, ese mundo   -17-   ni ese cielo? Háblame de nuestro amor, háblame de la felicidad que vas a darme... Jamás la pagaré dignamente: Ella vale toda la eternidad de expiación. ¿No es verdad, amiga cara, no es verdad que me es dado aún hacer tu dicha y la mía?

-Sí -dijo ella-, lo creo. Seremos felices viviendo el uno para el otro únicamente rompiendo todos los lazos que aún nos ligan al mundo y olvidando todos los deberes. Acaso habrá momentos en que el remordimiento nos sorprenda en brazos del placer, momentos en que te acuerdes de un padre anciano y de una esposa inocente a quienes abandonas, y en los cuales yo adivine tus remordimientos y me aborrezca a mí misma por ser causa de ellos...   -18-   Pero, ¿qué importa, Carlos? Esos momentos pasarán y volveremos a ser dichosos. Verdad es que nuestra dicha tiene que ser sepultada en el ministerio como un crimen; que nuestros hijos no podrán llamarnos con los dulces nombres de 'padre' y 'madre'; que, acaso, algún día maldigan la existencia que nos deben, y que cuando llegue la vejez y tendamos los brazos buscando una patria, una familia... ¡Nada hallemos! Pero aún somos jóvenes, Carlos, y el amor debe bastarnos.

Carlos se estremeció y dijo con profunda amargura:

-¡Es verdad!

-Tu esposa -prosiguió Catalina-, es más digna de compasión. ¡Tan joven, tan enamorada, tan digna de ser querida, y abandonada por otra!, ¡abandonada por otra que no merece besar la huella   -19-   de sus plantas! Su desventura sería nuestro más cruel remordimiento si no alimentásemos, como debemos alimentar, la esperanza de que el tiempo sanará la herida de su corazón. El tiempo, sí, porque sin duda no volverás ya nunca a su lado. AL seguirle voy a perderme completamente para el mundo, y no podrás ya desear que vuelva a él para ser su ludibrio, ni menos intentarás abandonarme. Los lazos que nos unen serán en breve más estrechos y sagrados, y nuestro destino es forzosamente una eterna expatriación. Luisa se consolará al fin: acaso un nuevo y más dichoso amor...

-¡Calla! -la interrumpió Carlos con una especie de furor- ¡Calla en nombre del cielo, Catalina! ¿Qué incomprensible placer puedes encontrar en   -20-   despedazar mi corazón?, ¿qué demonio te inspira palabras que caen como plomo hirviente en mis oídos?

-Quiero -respondió ella con calma-, quiero presentarte el cuadro de nuestro porvenir con todos sus posibles resultados. Pero, ¿por qué tiemblas, amor mío? En medio de todas las desgracias, de todas las humillaciones, ¡cuán felices seremos al saber que vivimos siempre unidos, y que las maldiciones de nuestra familia, la reprobación del mundo, las amenazas del cielo, son otros tantos vínculos que nos estrechan, aislándonos de cuanto podría servir de obstáculo a nuestro amor!

¡Carlos! Si débil alguna vez echas de menos todo lo que ahora me sacrificas y si tienes la barbarie de dejármelo adivinar: ¡Me asesinarás!...   -21-   No lo dudes. Pero yo espero que nunca, nunca te acordarás de tu patria, de tu padre, de tu esposa. Nunca llegará el día en que necesites ser algo en el mundo, nunca la edad en que te sea precisa la consideración pública, el afecto de tu familia, el aprecio de tus amigos. Yo sola bastaré siempre a tu corazón, ¿no es cierto, amor mío? Yo te consolaré si tu padre te maldice al morir, yo te alentaré contra el dolor de ser causa de la desventura y acaso de los extravíos de tu esposa. Si ese ángel sucumbe a la dura prueba a que sometes su inocencia, yo paliaré tus remordimientos, yo te compensaré con mi amor la pérdida de todos aquellos bienes que el mundo aprecia. ¡Oh! ¡Sí, seremos felices a pesar de todo!

  -22-  

Carlos no pudo sufrir más.

-Catalina -la dijo levantándose con impetuosidad- ¡Ya es demasiado! No eres tú, no, la que debe castigarme por las faltas a que me arrastra el amor que me inspiras. No debes tú ser el instrumento de la venganza del cielo. ¿Qué pretendes cuando así me hablas?, ¿qué más quieres de mí, Catalina?

-De ti no quiero más que la felicidad. ¿Puedes dármela? Responde, Carlos, ¿esperas darme felicidad?, ¿crees posible que haya felicidad para nosotros?

Carlos callaba. Ella prosiguió:

-Muchos te dirán que no hay felicidad sin virtud; que no hay amor en el oprobio; que si el amor sucumbe muchas veces al peso de un compromiso eterno, de una obligación   -23-   forzosa e interminable, jamás vive mucho tiempo en la atmósfera de la vergüenza. Te dirán que llegará el día en que cesemos de amarnos y, por desgracia, aún no cesaremos de vivir. Pero yo no te diré tales blasfemias. Yo, Carlos, espero que nuestro amor será tan incansable, tan poderosos como ha sido débil nuestra resistencia. Verdad es que amaste a Luisa y que cesaste de amarla; verdad que yo misma he creído amar otras veces y ya no amo los mismos objetos; verdad que todo pasa, ¡todo acaba! Pero nuestro amor, Carlos, nuestro amor burlará esa ley eterna de la naturaleza, porque, ¿qué sería de nosotros si cesásemos de amarnos? Cuando la pasión se extingue entre dos esposos aún quedan lazos, dulces lazos que   -24-   los unan; aún quedan compensaciones: se pueden estimar, pueden ser amigos... Pero nosotros, si cesásemos de amarnos, reprobados por el mundo, sacrificados al sentimiento que nos abandona, culpable cada uno a los ojos del otro... ¡Acaso nos maldeciríamos!

Carlos volvió a sentarse con profundo desaliento, y bajando la cabeza guardó largo tiempo un terrible silencio. Catalina no tuvo compasión y prosiguió:

-Cualquiera que sea el efecto que lo que voy a revelarte produzca en tu corazón, quiero obedecer a un impulso generoso del mío, quiero que antes de inmolar a mi amor a la desventura niña a cuya felicidad juraste consagrarte, sepas cuán grande es el bien que sacrificas y   -25-   comprendas la extensión de la gratitud que te debo.

Luisa, la esposa que ultrajas, la rival que he aborrecido, sabe y aprueba nuestra resolución. Palabras que han salido de sus labios pueden ser repetidas por los míos: «Mi muerte sola -ha dicho-, puede dejar libre a Carlos, y yo la imploro de la piedad del cielo». «Yo consagraré los días que aún restan sobre la tierra al anciano abandonado, y no moriré sin obtener para Carlos ¡y su querida gracia y perdón!».

-¿La has visto? -gritó Carlos- Catalina, por compasión, respóndeme. ¿La has visto?, ¿qué significa tu lenguaje?, ¿qué te propones?

-¡La he visto! -respondió la condesa, y le refirió seguidamente toda su conversación con Luisa, pintando   -26-   con patética elocuencia la sublime abnegación de la santa niña.

Carlos desahogó su agitado corazón con un torrente de lágrimas. La condesa las recibió en su pecho, y la dureza de su lenguaje desapareció a vista del dolor de su amante.

-No te aflijas así -le decía con dulcísimo acento-, acaso no eres tan culpable como en este momento te juzgas, ni la desgracia que te oprime tan irreparable como piensas. Los hombres te habían unido a Luisa con vínculos perpetuos, que son acaso un peso demasiado enorme para una vida pasajera, pero las almas destinadas a la eterna vida, las almas se encontrarán en el cielo; y si la flaqueza de la carne las desune en la tierra, allá, donde todos los amores son compatibles, allá, donde   -27-   nunca hay crimen en el amor, donde el amor nunca se gasta, allá se volverán a unir con vínculos que nunca romperán la inconstancia ni la muerte.

¿No lo esperas así, Carlos mío? ¿No crees, como en este instante lo creo yo, en la inmortalidad del pensamiento y del sentimiento? ¿No necesitas de un Dios y de una vida sin límites, y de un amor inmenso? Sí, hay un Dios cuya misericordia es hija de su justicia, un Dios que reconoce demasiado débil al corazón humano para que le sea posible juzgarle con severidad. La piedad, ese sentimiento divino que puso en el fondo de nuestras almas, es una emanación de la suya.

Somos culpables, pero ¿no sientes como yo una esperanza dulcísima   -28-   descender a tu alma, al hablar de la misericordia? ¿No te parece que ese rayo de luna que penetra por la ventana y baña tu hermosa frente baja del cielo para conducir el perdón? ¡Carlos! ¡Carlos! No nos cuidemos de mañana, no pensemos en las horas de un porvenir incierto, y como si fuese ésta la última noche de nuestra vida hablemos de Dios y de nuestro amor.

Carlos la escuchaba, y, sin embargo, no la comprendía ya. Estaba enteramente preocupado, y por momentos se aumentaba la agitación de su alma. ¡Ay! Aquella noche que Catalina le decía considerase como la última de la vida de ambos, no lo era; pero era, sí, la última que pasaría cerca de su Luisa, del ángel que acababa de aparecer más que nunca bello   -29-   y puro y adorable a sus ojos.

Palabras divinas salían de los labios de la condesa, pero él no podía ya oírlas. Eran las nueve de la noche, y, aunque ella le rogase permaneciese un instante más, negose y se levantó para partir.

La serenidad de Catalina se alteró algún tanto. Sus manos temblaban cuando las extendió hacia Carlos en ademán de despedida.

-Dentro de pocos día -la dijo él-, nos reuniremos para no separarnos más, y por horrible que hayas pintado el porvenir que me espera, yo le acepto contigo. Pero déjame las últimas horas de esta triste noche, que deben ser consagradas a la soledad y a la amargura. Deja que llore en silencio el destino que aquélla que voy a inmolar en aras de mi amor, y   -30-   que antes de dejarla para siempre aún me sea dado oír de sus puros labios una palabra de piedad.

-¿La piedad? -repitió la condesa- ¡Qué hermosa, qué sublime palabra! ¿Cuál es el mortal que no tenga en el curso de su vida necesidad de ella? Yo reclamo la tuya, amigo mío, porque en este instante padezco mucho. ¡Ven! Sostén en mi alma una creencia que desfallece.

La esperanza de una vida futura más allá de la tumba es una sonrisa paternal del cielo. Yo siento necesidad de ella en este momento en que vamos a separarnos. ¡Es tan triste y tan solemne la palabra adiós! ¡La mirada que recibimos del objeto querido de quien vamos a apartarnos puede ser la última! El porvenir de mañana es tan oscuro como el de   -31-   veinte siglos. ¿Qué ángel tiende sus alas para garantir la cabeza adorada del golpe inesperado de la muerte? ¿Quién nos asegura, ¡oh amado de mi alma!, que no sea ésta que pasa la última hora de la vida de alguno de los dos?

Algunas lágrimas humedecieron las mejillas de la condesa, y Carlos, conmovido, la dijo:

-No, amiga mía, no te entristezcas con pensamientos lúgubres, si nuestras faltas no alcanzan piedad delante de Dios, en mí sólo deben recaer sus castigos, ¡en mí que me he emponzoñado la vida de dos ángeles! Tú vivirás, sí, para endulzar mis días sobre la tierra, y cuando muera bendiciéndote, me presentaré resignado a recibir una eternidad de expiación.

  -32-  

-¡Tanto me amas! -dijo ella- ¡Oh! No te reconvengas nunca del mal que me has hecho. Al sentirme tan amada gozo una felicidad que no sería comprada dignamente a costa de mil dolores. ¡Carlos! Te he debido momentos supremos de ventura. Si muriese ahora aún llevaría al sepulcro un aroma de amor, que acaso más tarde sería desvanecido. ¿Por qué sería una desgracia la muerte para mí? ¿Por qué? Todavía amo y oy amada, y tal vez este fuego divino se apagaría antes que nuestra existencia. ¡Debe ser una cosa horrible sobrevivir a su propio corazón! ¡Ser un cadáver y no poder aún descansar en la tumba!

¡Carlos! Si la muerte me sorprendiese ahora, mis últimos instantes nada tendrían de crueles. La muerte   -33-   me reconciliaría conmigo misma y con el cielo, y el amor que va quebrantando mi frágil organización tomaría vigor de mi alma en el momento en que se desatase triunfante de la materia grosera.

Mi muerte en esta hora te ahorraría muchos años de remordimientos, y mientras mi cuerpo descansara en el sepulcro, mi alma sería custodia de la tuya. Si los efectos de mi culpa no sobreviviesen, si las lágrimas de nuestra inocente víctima no llegasen a turbar el sueño de mis cenizas, ¡cuán hermoso luciría mañana el sol sobre la piedra de mi sepultura! Y así debiera ser, amigo mío. Si yo muriese, mi voz se alzaría del borde de la huesa para pedirte paz. «Compra -te diría, compra con tus virtudes el reposo de   -34-   mis cenizas, ¡el perdón de mi alma! Expía en la tierra nuestras comunes faltas, y hazte digno de la eterna vida y del eterno amor, que Dios concede al arrepentimiento así como a la inocencia».

¡Desgraciado de ti si desoyendo mis súplicas cerrases para mi alma las puertas de la misericordia! Si tu existencia sobre la tierra fuese más larga que la mía, si el cielo te escogiese para ser reparador de nuestras culpas, yo iría a esperarte a la puerta de aquella morada eterna que debían abrirme tu arrepentimiento y tu expiación.

¡Oh, Carlos!, ¿cuál es la suerte a que nos conduce esta senda de crimen en que nos precipitamos? ¿qué seremos cuando el amor que hoy nos pierde, pero que nos justifica,   -35-   cese de dar luz a nuestro culpable porvenir? ¿En qué degradación caerá mi alma cuando no sea más que el hondo sepulcro de todas mis virtudes y de todas mis ilusiones?

La herencia de felicidad que la justicia de Dios debe conceder a todo mortal, no me estuvo señalada en este mundo. Fuerza es buscarla más allá de él; para que yo la comprendiese me ha sido tu amor. Los momentos felices que por ti he gozado han sido una voz divina que ha dicho a mi alma: «No desmayes, ¡pobre desterrada!, el foco eterno de ese amor bienhechor, cuyos destellos te alumbran, existe para ti en otra vida, en otro mundo mejor».

El amor y el dolor han arrancado de mi corazón lágrimas bienhechoras que han sido un saludable   -36-   riego para mi alma que yacía árida en la indiferencia y el reposo. El cansancio de la inacción es una cosa horrible. El dolor nos revela un Dios, el tedio nos hace concebir la nada.

Dios nos llama a todos los hombres por un solo camino, la senda misma del crimen puede acercarnos a él. El arrepentimiento es muy bello. ¡Carlos! Mucho debe perdonarse al que a sufrido mucho.

Las ideas de la condesa brotaban desordenadas e incohesas de sus labios, pero en su semblante había una expresión de esperanza y de fe que jamás Carlos había visto hasta entonces.

-Sí, cara amiga -la dijo-, mucho debe perdonarse a un alma como la tuya. Yo también necesito de una   -37-   grande, de una inmensa fe en la misericordia divina. Pero en este instante sólo pido tu amor, Catalina, y una última mirada y un último adiós.

-¡Tan presto debe ser! -exclamó ella estremeciéndose, mas venció al instante aquella debilidad, y tomando entre las suyas las manos de Carlos-: Adiós -le dijo- no olvides la conversación que acabamos de tener. Antes de partir obtén para ti y para mí el perdón de aquella mujer angélica a quien tanto hemos ofendido. Sí, ponte de rodillas a sus pies y que su misericordia nos alcance a ambos.

Carlos la abrazó llorando.

-Y si el cielo me llama antes que a ti -prosiguió con voz trémula Catalina-, júrame en este instante que, aceptando la expiación que te destina, consagrarás   -38-   tu vida al sagrado cumplimiento de tus olvidados deberes, y que me será permitida la esperanza de que una esposa desventurada no maldecirá mis cenizas.

Carlos lo juró.

-Ahora -dijo Catalina-, mírame aun una vez con esa tu mirada de amor. Ahora dame tú también tu bendición para mí y para tu desventurado hijo. Yo te doy la mía -prosiguió, poniendo sus manos sobre la cabeza de Carlos, que se había arrojado a sus pies- ¡Que Dios guíe tus pasos, y que el ángel que en la tierra te fue concedido te acompañe por entre los pantanos del mundo sin manchar la orla de su blanca vestidura!

Carlos no atendió a estas palabras. Demasiado conmovido se arrancó   -39-   de los brazos de la condesa y volvió por tres veces a abrazarla.

Catalina estaba muy pálida, y su voz y sus manos temblaban notablemente, pero no desmayó su valor y vio partir a Carlos sin que se escapase de sus labios una palabra de flaqueza.

De pie, junto a su ventana, prestó atento oído al galope de su caballo que se alejaba, hasta que el rumor, que fue debilitándose gradualmente, cesó del todo. Entonces, enjugó algunas gotas de frío sudor que humedecían su frente, y se apartó de la ventana con semblante triste, pero sereno.

El tiempo era ingrato. Nubes negras envolvían, como de un manto de luto, la pálida faz de la luna menguante, y el viento, que azotaba los   -40-   viejos vidrios de las ventanas, formaba sonidos querellosos, única voz que interrumpía el grave silencio de la noche.

La condesa escribió lentamente una carta. Ni su mano temblaba, ni se oscurecía su frente. Estaba hermosa y tranquila como en cualesquiera de sus más brillantes días. Sin embargo, cuando concluyó su carta, algunas lágrimas humedecieron el papel que plegaba esmeradamente.

Enseguida hizo venir a sus criados. Recomendó a uno de ellos que llevase la carta al amanecer del próximo día a la casa de Elvira, y como la noche se hacía por momentos más fría, hizo encender dos anchas copas de bronce y ordenó a sus sirvientes se recogiesen a descansar.



  -41-  
ArribaAbajo

- XXXII -

La emoción de Carlos al separarse de la condesa se aumentaba a medida que iba acercándose a Luisa. Sentíase oprimido, tenía fiebre. Ardían su cabeza y su corazón, y no podía darse cuenta de los sentimientos y dolores que en tumulto le asaltaban.

Llegó a su casa en un estado de delirio, y Luisa, que le aguardaba con dolorosa impaciencia, quedó espantada   -42-   al observar la mutación de su rostro.

La pobre niña había pasado las horas transcurridas de aquella noche en fervorosa oración, pero, aunque había llamado en su auxilio todo su esfuerzo y toda su resignación, auque había implorado a Dios llorando su culpa y demandando valor, sintiose enteramente trastornada al ver a su marido.

Tendiole los brazos y él se arrojó en ellos. Aún era su Carlos, su esposo, aquél que gemía en su seno; aún era suyo, y dentro de algunas horas le habría perdido para siempre. A tan amarga reflexión un mar de lágrimas brotó de sus ojos, y murmuró a aquellas conocidas palabras: «¡Señor! Si es posible que pase de mí este cáliz...».

-Luisa -la dijo Carlos-,   -43-   ¿son lágrimas tuyas éstas que caen sobre mi frente abrasada?... ¡Cuánto bien me hace! Llora, amiga mía, llora sobre la cabeza de este odioso criminal. Acaso tu puro llanto alcance a lavar mis culpas.

¿Dime -prosiguió cada vez más delirante-, dime si es verdad que todo lo sabes, que todo lo perdonas? ¿Será posible, Luisa, que puedas perdonarme? ¿No llevaré sobre mi cabeza el peso de tu maldición?

-No -respondió ella-, no, Carlos mío. Todo te lo perdono, excepto el que dudes del corazón de tu Luisa. Yo no he bastado a tu felicidad, había jurado dártela y no he sabido. Mi anhelo sería poder en este instante devolverte esa libertad que por mí sacrificaste, y en cambio de la cual nada he podido dar a tu corazón:   -44-   ¡nada!, ¡puesto que no le ha sido posible vivir mío! ¡Carlos! Dime, sin embargo, que no me aborreces, la idea de ser para ti un objeto de odio me haría morir sin resignación.

-¡Aborrecerte!, ¡Oh, Luisa! Ninguna mujer ha sido jamás tan tiernamente querida, ninguna tampoco ha sido tan digna. Y si mi corazón no se parte de dolor en este instante es porque se siente más infeliz que culpable. ¡Luisa!, ¡hermana mía! ¡No hay para mi corazón paz ni virtud que encuentre al menos en el tuyo misericordia y piedad!

-Tuyos son -respondió ella entre sollozos-, tuyos son todos los más tiernos sentimientos de este corazón. ¡Oh!, ¡ha sido muy maltratado, es verdad!, pero todavía tiene para ti   -45-   muchos tesoros de bondad. ¡Carlos! Si el día de la vejez, cuando el amor te abandone, aún existe esta triste amiga de tu infancia, vuelve a ella y la encontrarás siempre. Vuelve, sí, que nunca estará cerrado para ti su corazón.

-No, no es digno de él el mío -exclamó Carlos-. No merezco esa ternura indulgente que agrava mi delito. ¡Luisa!, ¿por qué no muero a tus pies en este momento?, ¿para qué vivir más?

-¡Para hacerla feliz a ella, que tanto ha sacrificado por ti; a ella, que ha merecido tu amor! -dijo Luisa con ahogada voz.

-No, no puede serlo, ¡no puede ser feliz! -exclamó Carlos- Yo he sido el asesino de ambas. Mi corazón rebosa de remordimientos, y siento en   -46-   este instante que las dos me son igualmente adoradas, y que, sin embargo, quisiera aniquilar a una.

-¡A mí! ¡Sí, a mí! -gritó Luisa con profundo dolor- Yo soy la que estoy demás sobre la tierra.

-¡No, tú no! -exclamó Carlos cada vez más en desorden y más febril, ¡tú no!, porque tú eres el ángel que debe salvarme..., porque yo tengo necesidad de ti, de tu piedad, de tu religión, de tu virtud.

Su delirio crecía, y Luisa le hizo entrar en la cama y se puso de rodillas a su cabecera.

-¿Es verdad -decía Carlos-, es verdad que es ésta la última noche que pasaremos juntos? De ella será toda mi culpable vida, sean tuyos estos últimos momentos de amor. ¡Porque te amo! ¡Luisa! ¡Te amo!

  -47-  

Aunque pronunciada en el desvarío esta palabra, hizo latir de placer el corazón de Luisa. El ángel era mujer, y mujer enamorada.

-¿Me amas? -exclamó trastornada-, ¿es cierto que me amas?, ¿es cierto que no podrás ser feliz sin tu esposa?

-¡No puedo serlo, no! Ven, Luisa, ven a soplar un aura de pureza sobre mi cabeza que me abrasa. ¡Ven! E persiguen imágenes de crimen, fantasmas de remordimientos. La pasión que me ha extraviado es un infierno que me cerca de llamas que me punzan, que devoran. ¡Ven, que necesito frescor, calma, inocencia! Ven y háblame de aquellos días serenos de nuestro casto amor. Háblame de aquellos placeres sin crimen, y de aquella felicidad que a nadie costaba tanto. ¿Te acuerdas,   -48-   Luisa? Tráeme, tráeme aquel relicario de la virgen, que quitaste de tu cuello para ponerle en el mío. ¡Talismán precioso que debió salvarme! ¿Dónde está? ¿Por qué me lo han quitado? Tráele, Luisa, y ponle sobre mi corazón para que temple la violencia de sus latidos. ¡Bien! Yo te doy gracias, me siento mejor. Háblame ahora. Tu voz es a mi oído una música celestial. Recuérdame mi vida de inocencia; llama en torno de este lecho de fuego el aura pura de nuestros amores. ¿Qué se han hecho aquellos días?, ¿no volverán jamás, Luisa?

-¿Los deseas tú, Carlos? -dijo ella templando el ardor de su frente con su delicada mano.

-Sí, devuélvemelos: ¡Uno solo!, ¡uno solo al menos! ¡He tenido tantos   -49-   tan crueles!

-¡Bien! Dios nos devolverá a ambos aquella felicidad que necesitamos igualmente, y ahora yo arrullaré tu sueño, porque quiero que duermas con aquellas dulces palabras que nos decíamos en la época apacible de nuestro amor.

-Luisa, me dijiste un día: «Si existe una suerte más feliz que la mía, no quiero conocerla». Ningún goce deseo si no me viene de ti; ni temo ninguna desgracia, si tú me ayudas a soportarla.

Juntos viviremos, y moriremos juntos, y nuestras almas volarán unidas al seno de Dios, de aquel Dios que te creó tan hermosa para mi ventura, y de cuya bondad jamás se hará indigno un corazón donde tú reinas.

  -50-  

-Prosigue -dijo Carlos-, ¡tu voz me hace tanto bien!

-Y éramos, en efecto, buenos y felices -continuó Luisa-. Éramos el orgullo de nuestros padres, el modelo de los esposos, y esperábamos ser el ejemplo de nuestros hijos. Figurábame yo que juntos envejeceríamos, y que, al dejar la tierra, podríamos bendecir a nuestros hijos, como a nosotros nuestros padres.

-Sí -dijo Carlos-, y ellos también nos hubieran bendecido; porque aquellos hijos no nos deberían una vida de vergüenza, no podrían reconvenirnos de haberlos arrojado a un mundo que les cerraba sus puertas. Háblame, Luisa, háblame de la felicidad de aquellos padres que pueden presentarse sin rubor delante de sus hijos.

  -51-  

Luisa continuó, en efecto, hablando, pero la fiebre rindió a Carlos, y en breve quedó sumergido en aquel sueño letárgico que sigue comúnmente a las grandes agitaciones.

Luisa velaba de rodillas junto al lecho y lloraba, y oraba, y pedía ya algo más que la resignación: volviole a parecer posible la ventura.

El día amaneció, y como Carlos no debía partir hasta cerca del medio día, rogó Luisa a Don Francisco le dejase descansar, y mientras el anciano se ocupaba en los preparativos del viaje, volvió ella al lado de su marido, cuya calentura iba cediendo, permitiéndole un sueño más tranquilo.

Sonaba el reloj las diez y ya don Francisco ordenaba que se hiciese despertar a Carlos, cuando Luisa recibió   -52-   aviso de que Elvira de Sotomayor solicitaba hablarla.

Recibiola en su oratorio, donde acababa de entrar para fortalecerse en la oración, y se presentó Elvira tan pálida y demudada que la salutación que había comenzado Luisa quedó ahogada entre sus labios.

-¿Ha partido Carlos? -preguntó con precipitación Elvira.

-Dentro de una hora debe partir -preguntó con precipitación Elvira.

-No solo -añadió Elvira-, no solo. Es preciso que UD. se marche con él.

-¡Ah, sí!, ¿sabe Ud., pues, que está enfermo?, ¿aprueba Ud. que no lo deje partir solo en esa situación?

-Ése será el pretexto que Ud. le dé -dijo Elvira-. Dirá Ud. que quiere acompañarle solamente una jornada. Al fin de ella podrá Ud. revelarle la verdad y le acompañará Ud. a su destino.   -53-   Es preciso que todo lo sepa don Francisco en este instante, y yo me encargo de instruirle de todo. Ud., Luisa, dispóngase a partir, y prepare en su corazón consuelos para el desgraciado de cuya vida debe ser el ángel protector. Su esposo de Ud. le es restituido. ¡La condesa de S.*** no existe ya! ¡No existe ya! -repitió aterrada Luisa.

-Dejando la vida -dijo Elvira-, ha querido devolver a Ud. el esposo que le usurpaba. Su muerte solamente podía romper para siempre los vínculos criminales que había impuesto a Carlos, y ha querido morir. ¡Que Dios tenga piedad de un alma tan generosa y tan culpable!

-¡Suicidada! -gritó Luisa.

-Sí -respondió Elvira con un profundo gemido-, ¡se ha asfixiado!

  -54-  

-¡Suicidada! -repitió Luisa, y cayendo de rodillas delante de un crucifijo- ¡Oh, Dios mío!, ¡Dios mío! -exclamó- No juzguéis la acción, sino el sentimiento. ¡Apartad los ojos de los medios, Señor, y no miréis sino al fin!

-Sus sufrimientos en la Tierra -dijo Elvira-, nos permiten tan consoladora esperanza. ¡Hasta su suicidio ha sido expiado por su larga y terrible agonía! Encerrada en una estrecha alcoba, sofocada por una atmósfera mefítica, aquella horrible muerte debió parecerla insoportable ¡y, sin duda, quiso huirla cuando ya era tarde! La posición en que la hemos encontrado prueba que quiso en sus últimos momentos proporcionarse aire, pero, en la oscuridad, en el trastorno en que debía encontrarse,   -55-   no acertó a abrir la puerta que había cerrado con doble llave, y, junto a ella, cayó sofocada. ¡Larga y atroz debió ser su agonía! Su cadáver llevaba el sello de terribles padecimientos. Todavía la encontré caliente..., pero, ¡ah!, ¡no pude recobrar su último suspiro! Todo cuanto pude hacer por aquella infeliz que ha sido mi única amiga fue cumplir religiosamente su voluntad postrera. Ésta es. Respétela Ud., y ruegue a Dios por su alma.

Saliose Elvira al terminar estas palabras, dejando en manos de Luisa la carta de la condesa, escrita a su amiga pocas horas antes de morir. Leyola entre sollozos. Decía así:

«En el instante que recibas este papel, corre a ver a Luisa. Dila que debe partir con su esposo y que solamente   -56-   después que se halle lejos de Madrid puede decirle lo que ella sabrá antes que él.

Me ha amado y su dolor será grande. Dios y ella le templarán. La mujer culpable que ha hecho a los dos esposos desventurados, va a implorar del cielo el perdón que no espera ni desea de los hombres. Pero el de ella sonará dulcemente en mi sepulcro, el de ella dará paz a mis huesos y dulzura a mi agonía. Le imploro de rodillas y creo recibirle. Su alma divina no puede negar al arrepentimiento la piedad.

Que no sepa Carlos, si es posible, que muero por mi voluntad, tendría remordimientos. Que el ángel a quien confío esa existencia querida, derrame en su llagado corazón los tesoros inmensos de su ternura   -57-   y de su bondad, y que pueda él devolverle algún día la felicidad que ella conceda.

Mi última bendición es para ellos, y por ellos mi último voto.

Tú, mi buena Elvira, tú sabes que ha sido tuya exclusivamente mi más tierna amistad. No llores por mí, no. ¡No lamentes mi vida tronchada en flor todavía! La muerte no se me presenta bajo un aspecto lúgubre. Veola como una ángel libertador que Dios envía al infortunio. Su mano no está armada de la sangrienta guadaña, en ella conduce una tea divina, más brillante que el sol que ya no verán mis ojos. No, mi alma no pasará sin guía a la noche de la tumba, a sus umbrales me aguarda la esperanza, y la fe que volaba sobre mi cuna   -58-   despierta de su largo sueño al llamamiento de la muerte y viene a abrirme las puertas de otro mundo.

La orgullosa razón se extingue con la vida, pero cuando me abandona su insuficiente luz, la luz de la esperanza renace sobre sus cenizas. Para fecundar mi corazón la bondad de Dios me concedió el amor, pero para castigar mi soberbia ese amor bienhechor debió de ser un crimen. ¡El designio de la providencia se ha cumplido! El amor salva mi alma, y mi muerte expía mi amor».

Luisa guardó esta carta sobre su corazón, y por espacio de algunos minutos oró con silencioso fervor. La piedad resplandecía en cada una de sus facciones, y sus ojos, elevados al cielo, parecían querer penetrar   -59-   sus bóvedas eternas para encontrar la misericordia. ¡Jamás tan ardientes súplicas de la inocencia han implorado perdón para el arrepentimiento, jamás un alma tan pura ha intercedido por un alma culpable!

Su oración duró los momentos que empleó Elvira en instruir a don Francisco de la lamentable catástrofe de aquel día y de sus tristes antecedentes. Cuando ambos volvieron en busca de Luisa, Elvira estaba llorosa, don Francisco, aterrado. Solamente Luisa llevaba en su frente un rayo de esperanza. Acababa de ofrecer a Dios su vida terrestre y la felicidad que les restituía, en expiación de las faltas de su rival que no existía, y tenía la convicción de que su súplica había sido escuchada.

  -60-  

Carlos despertó en brazos de su esposa:

-¡Qué largo ha sido mi sueño! -dijo- ¡Cuánto tiempo hacía que no descansaba tan profundamente ni gozaba de un despertar tan dulce!... ¡Qué hermoso es el día después de una oscura noche!

Y recordando súbitamente que aquel día debía ser el de su partida:

-¡Luisa! -exclamó con una especie de terror- ¿Es ya efectivamente de día?... ¿Es ya, por ventura, la hora de nuestra separación?

-No -le respondió ella-, no, amigo mío. Tu padre y yo hemos determinado acompañarte una jornada. No es ésta la hora de nuestra separación, pero es la de nuestra partida.

Carlos suspiró y se dispuso a marchar si proferir una palabra.   -61-   Miraba, empero, a su esposa con frecuencia, y algunas lágrimas asomaban de vez en cuando a sus fatigados ojos.

Luisa le ayudaba en sus preparativos, tan silenciosa y no menos conmovida que él, y cuando sonó la hora prefijada para la partida se presentó don Francisco anunciándola.

Elvira les vio partir sin ser vista de Carlos. Una larga y triste mirada fue la única despedida que se hicieron la amiga y la rival de Catalina.



  -62-  
ArribaAbajo

- XXXIII -

Pronto circuló por Madrid la noticia de haber muerto la condesa de S.*** Pocos sospecharon que su asfixia había sido voluntaria. Generalmente se le creyó fatal descuido, y se supuso la partida de Carlos de Silva efecto del dolor natural a la partida de su querida.

Nada desarma al odio como la muerte. El día en que no podemos agradecerlas, es el día de las simpatías.

  -63-  

La muerte súbita de Catalina la reconquistó todo su perdido prestigio. Se olvidaron sus buenas prendas. Hasta sus mismas flaquezas fueron poetizadas y prestaron más vivo interés a la compasión.

Había cesado de ser bella, ilustre, celebrada. Había cesado de ser todo, y siempre se concede al mérito que existe.

Los hombres tenemos esta ventaja sobre las otras fieras. Jamás nos cebamos en los cuerpos muertos, necesitamos víctimas palpitantes que sangren entre nuestras uñas, que giman entre nuestros dientes.

El entierro de la condesa, dispuesto por Elvira, fue magnífico.

  -64-  

Durante ocho o diez días no se habló más que de la difunta, pero cuando el interés público fue excitado por otra cualquiera novedad, no se pensó ya ni en la condesa ni en Carlos.

Tres meses después de la partida de éste, tuvo Elvira la primera y única carta que recibió de Luisa. Por ella supo que Carlos había estado gravemente enfermo, pero que los cuidados de su mujer y de su padre, y su juventud, le habían salvado. Que no parecía sospechar que la muerte de la condesa hubiese sido voluntaria, o al menos no lo decía. Que su tristeza era profunda, pero tranquila, y que aunque no tenía otra voluntad que la de su esposa y su padre, se manifestaba decidido a no volver jamás a España.

  -65-  

Esta carta, escrita en Londres, tenía la fecha de 20 de marzo del año de 1820.

En 1826, en una tarde bastante fría del mismo mes de marzo, un hombre de figura hermosa, auque algo marchita, leía unas tras otras todas las inscripciones sepulcrales que había legibles en uno de los cementerios más antiguos de Madrid, y no se detuvo sino cuando encontró este epitafio, cuyas letras mostraban no haber sufrido aún los deterioros del tiempo:

«Aquí yace la Condesa de S.*** Murió el 18 de diciembre del año 1819, a los 25 años, nueve meses y 11 días de su nacimiento».

El hombre que leía los epitafios, permaneció algunos minutos delante de éste, profundamente pensativo,   -66-   y algunas lágrimas se desprendieron de sus ojos, fijos en el mármol de la sepultura.

Luego salió lentamente del cementerio y se encaminó a una de las fondas más conocidas de Madrid en aquella época. Allí le aguardaban varios personajes notables, que iban a felicitarle y a despedirle al mismo tiempo. A felicitarle porque acababa de obtener un brillante destino, a despedirle porque dicho destino le obligaba a marchar de Madrid al día siguiente.

Dos de aquellos personajes, saliendo juntos de su visita, hablaban bastante alto.

-No hace mala carrera este diplomático de ayer. -decía el uno- ¿Qué demonio de favor es éste que goza en la corte, donde apenas ha estado?

  -67-  

-¡Calle Ud.! -contestaba el otro- Esto es un escándalo, pero los escándalos de este género han perdido el privilegio de ser llamados tales en una época en que son tan comunes y frecuentes. Los extranjeros hacen bien en llamar a nuestra España una segunda Turquía. Es imposible que el número de los descontentos no se aumente rápidamente. Mientras que miles de españoles beneméritos mendigan el pan en extraños países, mientras que el comercio se estanca, la industria fallece y el empobrecido erario amenaza con una completa ruina. ¿Cómo podremos ver impasibles alzarse cada día esas hechuras del favor, para las que se improvisan destinos, se inventan comisiones, se prodigan honores?... ¡La sangre del pueblo   -68-   destinada a engordar a una corta porción de elegidos!

-Pero, ¿piensa Ud. que sea solamente el favor el que haya elevado a Carlos de Silva?

-Mientras no conozca sus méritos...

-Tiene uno contestable.

-¿Cuál es?

-Su dinero. Silva es muy rico.

-Y tiene una mujer muy linda, ¡y nuestro católico monarca aprecia tanto a los maridos de las hermosas!

-Calle Ud., lengua de víbora. La mujer de Carlos de Silva es una virtud.

-Puede ser, pero ella queda en Madrid y su marido se marcha.

-Queda en Madrid porque está consagrada al cuidado de su viejo suegro que se halla ciego y enfermo, pero es una mujer ejemplar, idólatra de su marido.

-Sí, pero el marido no es idólatra   -69-   de ella. Lo sé de muy buena tinta.

-Sin embargo, Silva hace de su mujer un alto precio y es uno de los más atentos y finos esposos que he conocido.

-Sí, pero según se dice no tiene otra pasión que la de la ambición, y por muy obsequioso y muy dulce que se muestre con la linda Luisa, me han asegurado que es de puertas adentro, un compañero asaz, triste e incomunicativo. Se dice que ha tenido un gran pesar con la pérdida de una querida, y que se hizo ambicioso por distracción. Por distracción también podrá su esposa hacerse cualquiera otra cosa, porque, en fin, es preciso que la vida tenga algún interés, algún objeto.

-¿Hacia dónde se encamina Ud.?

-Yo me dirijo al teatro del Príncipe.

  -70-  

-Yo a casa del Ministro de Hacienda con quien tengo esta noche una conferencia.

Los dos caballeros se separaron, saludando antes profundamente a una señora que pasó junto a ellos con dos niñas muy lindas.

Era Elvira de Sotomayor con sus hijas. La mayor, que cumplía apenas trece años, era una rubia angelical; la segunda, que tenía diez, era una morena de ojos de fuego que se llamaba Catalina.

Iban a visitar a la familia de Silva, y una hora después regresaban a su casa por la misma calle.

Elvira parecía tan profundamente triste que la mayor de sus hijas la preguntó tímidamente la causa.

-¿Qué te aflige, mamá?, ¿por qué has llorado tanto con aquella señora a   -71-   quien hemos visitado?

-Porque esa señora -respondió suspirando Elvira-, es muy buena y muy infeliz. Cuando tengáis algunos años más, hijas mías, os contaré una historia muy triste: la historia de dos mujeres, ambas muy generosas, muy bellas y muy desventuradas. Esa historia será para vosotras una lección provechosa.

Y las niñas callaron y Elvira calló también.

Hasta aquí llegan nuestras noticias fidedignas. Cualquiera otra cosa que quisiéramos añadir, sería fundada sobre conjeturas.

Ignoramos si Elvira refirió, como lo había ofrecido a sus hijas, la historia de las dos mujeres. Y si así lo hizo, ¿qué impresión dejaría en el corazón de aquellas jóvenes?,   -72-   ¿qué verdad les revelaría?, ¿qué provechosa lección podrían recibir de esta historia?

Acaso ninguna, acaso nada les dijo, nada les reveló, sino que la suerte de la mujer es infeliz de todos modos; que la indisolubilidad del mismo lazo con el cual pretenden nuestras leyes asegurarlas un porvenir, se convierte no pocas veces en una cadena tanto más insufrible cuanto más inquebrantable. Seres apasionados y débiles, ya ofensoras, ya ofendidas, ellas son las que salen destrozadas, y en sus propios yerros, como en aquéllos de que son víctimas, ellas son siempre las que presentan al mundo, que las contempla con indiferente egoísmo o con fría severidad, el espectáculo de aquellos silenciosos dolores, de   -73-   aquellas profundas desventuras que pudieran servir de expiación para mil crímenes.

La culpable encuentra por do quier jueces severos, verdugos implacables. La virtuosa pasa desconocida y, a veces, ¡ay!, calumniada. ¡Y la culpable y la virtuosa ambas son igualmente infelices, y acaso también igualmente nobles y generosas!




 
 
FIN
 
 





Arriba
Indice