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- XIII -

Eran las dos de la tarde de un bello y templado día del mes de abril cuando Carlos entraba por la segunda vez de su vida en casa de Catalina de S.***.

Tres días hacía que no la veía. Elvira, restituida a su antiguo método de vida, no estaba casi nunca en su casa, y Carlos, que no se había   -144-   determinado a presentarse en la de la condesa, había pasado aquellos tres días en una casi absoluta soledad, aunque ocupado en sus asuntos no dejó de pensar con sobrada frecuencia en Catalina.

-Sin duda -decía-, habrá vuelto con placer a esa agitada atmósfera en que vive, y en el tumulto de los placeres que la cercan bien pronto se borrarán de su memoria estos quince días de amistad y recíproca expansión que hemos pasado juntos. Quizá en este momento en que yo aún creo aspirar en estos sitios el perfume de sus cabellos, ella en medio del círculo de sus elegantes admiradores, olvida hasta la existencia del joven modesto y sin brillo, a quien ha tratado en horas de soledad y tristeza junto al lecho de una enferma. Mis recuerdos   -145-   estarán asociados en su memoria con los de las enojosas circunstancias que motivaron nuestro conocimiento, ¿y quién me asegura que si fuese yo bastante atrevido para ir a arrojarme en medio de sus triunfos, para reclamar la amistad que me ofreció en la soledad de la noche a la cabecera de un lecho de dolor, no sería tratado por ella como un loco o un estúpido?...

Pero no me quejo -añadía apretando maquinalmente a su pecho el relicario de la virgen, que le dio su esposa en la despedida-. Debo alegrarme de que la impresión que estos días han podido dejar en su corazón sea tan efímera como ha parecido viva y verdadera. Sin duda ella no mentía, no era una ficción su complacencia cuando estábamos juntos, su   -146-   tristeza al separarnos, sus miradas llenas de ternura y de dolor cuando me decía: «Carlos, ya acabaron para nosotros estas dulces horas de intimidad y confianza». No, no era ficción nada de esto, porque no se puede fingir así, porque ella es demasiado sincera y buena para burlarse infamemente de la credulidad de un corazón noble. Pero aquellos sentimientos no pueden ser durables. Son sensaciones fugaces nacidas de una imaginación ardiente y exaltada, y que pasarán sin dejar ninguna huella. Esto es una felicidad. ¿Qué ganaría yo con ser amado de ella?, ¡amado de ella!... ¡Qué locura...! Es imposible por dicha mía. ¡Amado de ella...!, ¡no lo quisiera el cielo jamás! Y no lo temería si sólo mi felicidad peligrase...   -147-   ¡Pero Luisa! ¡Mi Luisa!

Y el joven besaba el escapulario de la virgen, y recordando las palabras de su esposa al colocarlo en su seno, as repetía con una especie de supersticioso fervor.

-Ella te proteja.

Pero pasados tres días en continua melancolía y en una mal comprimida agitación, resolviose a ir a visitar a la condesa, pareciéndole que no podía eximirse de esta atención sin incurrir en la nota de grosero y de ingrato.

Fue, pues, y al llegar a la casa de la condesa sintiose tan agitado que estuvo a punto de volverse sin entrar. Pero en el momento en que iba a realizar su intención apareció Elvira que salía de casa de la condesa, y que al verle le dijo con viveza:

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-Gracias a Dios que, por fin, quiera Ud. una vez en su vida ser atento y cortés con sus amigos. La pobre Catalina está bien mala, y hubiera Ud. venido a informarse personalmente de su salud.

-¡Está mala! -exclamó Carlos, pero Elvira estaba ya a veinte pasos de distancia, y el portero fue quien contestó:

-Sí, señor, está algo mala la señora condesa, pero no ha guardado cama. Su indisposición, según me ha dicho su doncella esta mañana, más es tristeza que otra cosa.

Carlos no oyó más. Subió corriendo las escaleras y apenas dio tiempo de que le anunciasen, tal fue la impaciencia con que se lanzó al gabinete en que le dijeron estaba   -149-   la condesa. Toda su turbación y su timidez habían desaparecido al saber que Catalina padecía. Esperaba hallarla contenta, resplandeciente, triunfante, y las palabras «está mala», «está triste», operaron un trastorno completo en sus ideas y sentimientos.

Catalina estaba reclinada con languidez en su elegante sofá, cuyo elástico asiento cedía muellemente al ligero peso de su delicado cuerpo. Tenía un peinador blanco con el cual competía su tez extremadamente pálida aquel día, y sus cabellos, recogidos con negligencia hacia atrás, dejaban enteramente despejada su hermosísima frente y sus grandes y brillantes ojos.

Al oír el nombre de Silva se incorporó con un movimiento de sorpresa   -150-   y duda, pero al verle animose súbitamente su melancólico rostro y brilló en sus ojos la más viva alegría.

-¡Carlos!, ¡Carlos! -exclamó con acento capaz de volverle loco- ¡Por fin le vuelvo a ver a Ud.!

-Catalina -dijo él tomando con un estremecimiento de placer la mano que ella le alargaba a Catalina-, yo ignoraba que Ud. estuviese mala.

-Es decir -repuso ella con melancólica y hechicera sonrisa-, que sólo debo a mi indisposición...

-No -la interrumpió él sentándose a su lado-, pero yo temía... Perdone Ud., Catalina, temía encontrar a Ud. en el círculo de sus adoradores, en la atmósfera de placer que la rodea en esa brillante sociedad a la cual soy extraño. Temía   -151-   que mi presencia fuese a Ud. importuna..., que no me fuese posible ver a Ud. sin disgusto cercada de sus numerosos amigos, y que acaso mi... egoísmo -si Ud. quiere darle este nombre- me hiciese parecer ridículo.

-¡Ingrato! -dijo ella, y enseguida continuó esforzándose por tomar un tono tranquilo y amistoso- Es una injusticia de Ud. el suponerme tan frívola, tan inconsecuente, que olvidase por los placeres de una amistad que con tanto orgullo había aceptado y con tanta ternura correspondido. No, no pudo Ud. pensar jamás que me sería importuno, y si es cierto que Ud. lo pensó, no debía decírmelo, porque con eso me quita una ilusión: la de creer que Ud. había conocido mi corazón. Pero,   -152-   en fin, ya le veo a Ud. después de tres mortales días en que he padecido cruelmente.

Concluidas estas últimas palabras escapadas a su natural sinceridad, conoció que había dicho demasiado y añadió con muy poca pretensión de ser creída:

-He estado mala.

-¡Y bien!, ¿qué tiene Ud.?, ¿qué ha tenido? -preguntó Carlos con inquietud.

Catalina pareció consultar la respuesta consigo misma, y buscar en el número de las enfermedades de comodín alguna que viniese al caso, pero como su viva imaginación le ofreciese en el instante una porción de males acomodables, no se detuvo en elegir y contestó después de un breve instante de reflexión.

-Jaqueca, ataques de nervios, un fuerte   -153-   constipado, vapores... Algo de bilis seguramente.

Lo cierto era que su mal no había sido otro que el despecho y la pena de haber esperado a cada hora durante tres días una visita que no había tenido, y que su tez pálida, sus ojeras, su tristeza, no tenían otro origen que el poco dormir, y la inapetencia, y el disgusto continuo que le causaba al verse despreciada por un hombre de cuyo amor se había lisonjeado tres días antes, y del cual, a pesar suyo, se sentía locamente apasionada.

Carlos manifestó su pesar al oír la enumeración de todos los males que en tres días habían agobiado a su amiga, y enseguida se mostró sorprendido de no encontrar junto a la bella doliente ninguno de sus   -154-   numerosos amantes y amigos.

-Eso consiste -dijo la condesa-, en que me he negado ayer y hoy a todo el mundo. No me hallaba capaz de disimular mi enfado, y además quería probar si a fuerza de entregarme a un solo pensamiento lograba hacerle menos tenaz.

-¿Y cuál es ese pensamiento? -la dijo Carlos, fijando en los de Catalina sus soberbios ojos árabes, que parecía querer llegar hasta el fondo de su alma.

-¿Cuál...? -y ella también le fijó con su mirada fascinadora- ¿Quiere Ud. saberlo?

-¡Sí!... ¡Sí!

Y al decir este «sí» ya casi adivinaba lo que preguntaba, ya se lo decía su corazón y la mirada apasionada de Catalina. Pero él no estaba en su entero juicio, y arrastrado   -155-   por un loco deseo de oír lo que no ignoraba, repetía apretando la mano de la condesa:

-Sí quiero saberlo.

-Pues bien -dijo ella-. Carlos, pensaba en que soy muy infeliz..., en que no me convenía haber conocido a Ud.

Carlos no halló palabras para responder a aquella imprudente manifestación, pero no fue ya dueño de sus acciones y cayó a los pies de la condesa.

Aquella acción y la expresión de su rostro lleno de pasión y de dolor al mismo tiempo, sacaron de su peligroso abandono a la condesa.

-¡Carlos! -le dijo, procurando aparentar una tranquilidad que no tenía-, créalo Ud. pues se lo aseguro: no me convenía haber conocido a Ud. porque   -156-   su felicidad me hace recordar sin cesar que yo carezco de ella. Pero si Ud. puede, si Ud. quiere ser mi amigo... mi hermano..., ¿consiente Ud.? Entonces aún podré encontrar dulce mi destino.

-¿Su amigo de Ud.?, ¿su hermano? -exclamó él con una mezcla de miedo y de esperanza- ¿Y qué otro título puedo desear?, ¿qué otro vínculo puede existir entre los dos? ¡Su hermano de Ud.!... Sí, yo lo quiero ser, Catalina. Fuerza es que Ud. me haga su hermano porque nada más puedo ni debo ser para Ud., porque si Ud. quisiese inspirarme otros sentimientos llegaría un día en que se arrepintiese de ello, un día en que desearía y no podría volverme la felicidad que me había robado, y en que pesaría sobre Ud. un remordimiento   -157-   terrible: el de haber hecho criminal a un hombre honrado y desventurada a una inocente niña; porque lo que para Ud. acaso sería un capricho, un pasatiempo, para mí sería una pasión, un delirio, un infortunio, ¡un crimen!

-¡Ah, Carlos!, calle Ud., calle Ud. -exclamó la condesa cubriéndose la cara con ambas manos.

Carlos percibió un ahogado sollozo, y más que nunca conmovido y más que nunca trastornado por aquella posición inesperada en que se veía, apartó las manos con que cubría la condesa su semblante y, al verla bañada en lágrimas y hermoseada por una especie de terror que se pintaba en sus facciones, apretó sus manos sobre su corazón y la dio los más dulces nombres rogándola   -158-   que se calmase.

En aquel momento un criado anunció desde la puerta a Elvira, y apenas Carlos tuvo tiempo de levantarse de los pies de la condesa cuando entró su prima.

Catalina se quejó de un fuerte dolor de cabeza que explicaba la alteración de su rostro y la humedad de sus ojos. Elvira la condujo a la cama declarando que pasaría a su lado todo el día, y Carlos se marchó tan agitado, tan fuera de sí, que anduvo a todo Madrid antes de acertar a ir a su casa.

La escena en que acababa de ser actor le daba una funesta luz sobre sus sentimientos. Conocía por primera vez que estaba enamorado de la condesa, que junto a ella no podía responder de sí mismo. Creía   -159-   también que era amado con más pasión, con más entusiasmo que lo había sido hasta entonces... Y, sin embargo, su cariño por su esposa lejos de haberse disminuido parecía tomar mayor vigor de sus remordimientos, y al conocerse culpable Luisa se hizo mucho más interesante para su corazón.

-¡Pobre ángel! -decía paseándose precipitadamente por su aposento- ¡Si supiera que su marido ha sentido a los pies de otra un delirio tal que le ha faltado poco para ofrecer un corazón que sólo ella debe pertenecer!... ¡Si lo supiera!... ¡Ah!, me perdonaría, estoy cierto, porque su alma divina sólo fue formada para querer y perdonar, y su voz angelical no puede pronunciar sino bendiciones y plegarias. Pero ella, la   -160-   inocente y apacible criatura, no comprendería nunca una pasión loca, frenética... ¡Ella no me hubiese amado si como Catalina no pudiese amarme sin crimen!

Y él, todavía virtuoso pero ya ingrato e injusto esposo, casi deseaba hallar en la virtud de su mujer un motivo que excusase su pasión criminal por otra, y al decir -ella no hubiera sido capaz de ser culpable por mí- creyó que se deducía naturalmente esta consecuencia: Luego ella no me ama tanto como Catalina. Y, por consiguiente, esta conclusión: Excusable es mi infidelidad.

Tal es la lógica de las pasiones, y tal será siempre por más que al contemplarse a sangre fría comprendamos y denunciemos sus sofismas.

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Carlos pasó una tarde agitada y una noche peor. Elvira, que había vuelto a las once de casa de la condesa, habíale dicho que la dejaba con alguna calentura, y su imaginación le exageraba el padecimiento y el peligro. El infeliz no durmió en toda la noche, y, sin embargo, sueños febriles y devorantes le impidieron en todas aquellas largas horas un momento de reflexión.

¿Qué mortal que haya amado y padecido desconoce estos terribles ensueños del insomnio, durante los cuales en vano estaban abiertos los ojos y el cuerpo erguido? La razón no por eso está despierta, ni el corazón exento de pesadillas. La imaginación divaga sin darle tiempo para pedirle cuenta de sus extravíos, y víctima suya el corazón cede palpitando al   -162-   fatal y ciego poder que le esclaviza.

A un hombre le será siempre más fácil responder de sus acciones que de sus pensamientos, y ciertamente no habría mayor locura que pedirle cuenta de ellos.



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- XIV -

Carlos supo por Elvira al día siguiente que la condesa estaba muy mejorada, y por la noche que había dejado la cama.

Resolvió visitarla a la siguiente mañana, y se proponía para justificar consigo mismo esta segunda y peligrosa visita, manifestar a la condesa una tan noble, tan pura y tierna amistad, que bajo la égida de tan   -164-   santo nombre no se atreviese a compadecer jamás una pasión culpable. Confiaba todavía en sus fuerzas que había reunido para que le sostuviesen en su virtuosa resolución, y confiaba también en la misma Catalina, que no dudaba procuraría combatir una inclinación desgraciada.

Pero pasó el día sin que tuviese un momento de bastante serenidad y aplomo para juzgarse en la disposición necesaria para ir a ver a Catalina, y era ya bastante entrada la noche cuando salió con dirección a la casa de ésta.

Dos días antes había llegado a su puerta turbado con el temor de hallarla contenta, brillante, olvidada de él y toda consagrada a sus placeres y triunfos, y esta vez agitábale un temor de otro género. Acaso la   -165-   hallaría más pálida y débil que en su última visita, acaso iba a tener que hallarse con ella en una peligrosa soledad... En fin, presentía con espanto que si tales pruebas le estaban reservadas su victoria era asaz incierta.

Subió temblando la escalera. No puso atención en que toda la casa estaba perfectamente alumbrada, y sólo cuando llegó a la antesala oyó el murmullo de varias voces. En la extrema agitación en que se hallaba un horrible pensamiento se le presentó en aquel instante, y dijo golpeándose la frente:

-Está muy mala: ¡Dios mío!, ¡está muy mala!

Su aparición fue un verdadero golpe teatral, y para que nada faltase a la naturalidad cómica de aquella escena, apenas se presentó pálido,   -166-   azorado, trémulo en medio de la lucida sociedad que la condesa reunía en su casa aquella noche, quedose inmóvil, estático, tan encendido como pálido había estado un momento antes, y con un aire casi estúpido.

Un sordo murmullo circuló por toda la sala.

-¿Quién es? -preguntaban unos.

-¿Está loco el primo de Elvira de Sotomayor? -decían otros.

-Ésta ha sido una sorpresa -repetían algunas maliciosas-, una travesura de la condesa para divertirse a expensas de ese pobre tonto.

-¡Y qué guapo es!... -observaban las más jóvenes.

-Sin embargo, es un necio, ¿qué hace allí inmóvil como el convidado de piedra en el festín de D. Juan?

En efecto, la sorpresa, la confusión, la vergüenza y el despecho de   -167-   Carlos, habíanle dejado estático por algunos momentos, y cuando advirtió el ridículo papel que estaba haciendo en aquel salón resplandeciente, lanzose fuera de él con la misma impetuosidad con que había entrado, sin saludar a nadie ni saber lo que hacía.

En cualquiera otra circunstancia este extraño episodio de la fiesta hubiera sido celebrado con unánimes risas y burletas; pero la extrema palidez que se extendió por el rostro de la condesa, la ansiedad con que sus miradas siguieron a Carlos, y la visible emoción que la obligó a sentarse cuando al parecer quiso seguirle, todo esto que no se escapó a las perspicaces personas que la rodeaban, dieron otro colorido muy diferente al cuadro. Cada cual sospechó una amorosa aventura, una escena novelesca,   -168-   en lo que pronto parecía una casualidad insignificante y risible o una torpeza de cortesano novicio, y nadie se atrevió a ridiculizarla. Por el contrario, hacíanse en voz baja mil diversos comentarios: los hombres concebían celos de la emoción que la sola vista de Carlos causaba en la condesa, y las mujeres, que veían allí sin poderlo dudar una imprudencia de amor cometida por un joven de interesantísima figura, envidiaban en secreto a la mujer que podía quejarse de ella.

Mientras tanto, Carlos bajaba las escaleras como un loco, y hallándose al momento en la calle echó a andar desatinado y sin saber a dónde.

Tenía el necesario amor propio para sentirse avergonzado y casi furioso del ridículo que acababa de   -169-   echar sobre sí delante de la condesa; y como si ésta hubiera debido preverlo, como si fuese culpa suya, indignábase contra ella y casi la aborrecía.

Acordábase haberla visto hermosa y adornada en medio de sus adoradores, en el momento en que él se presentó como un loco creyendo hallarla acaso moribunda... Dudó de su amor, dudó de su voluntad. Ocurriósele al insensato que acaso se burlaría ella misma con sus amantes del raro espectáculo que acababa de ofrecerles, y en su arrebatamiento de cólera, de despecho y de dolor, estuvo a punto de volver a casa de la condesa para abrumarla de injurias en presencia de toda su tertulia.

En aquel momento volvía a ser para él la coqueta sagaz, fría, implacable.   -170-   En aquel momento no pensaba en Luisa, ni en nadie, sino en aquella mujer a quien aborrecía, y a quien se proponía sin embargo despreciar.

Hallose en el Prado sin haber tenido intención de ir a él. El fresco bastante penetrante de una noche de abril, la soledad y el silencio de aquel sitio en aquella hora, y sobre todo algunos minutos de reflexión que pasó allí, calmaron el ardor de su sangre y la ira de su corazón. Examinando bien lo ocurrido no pudo menos de conocer que ninguna culpa tenía la condesa en lo que sólo era efecto de su propia imprudencia, y cuando a las doce de la noche regresó a su casa, si bien profundamente pensativo, estaba sin duda alguna más calmado.

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Encerrose en su aposento y procuró dormir. No le fue fácil, pero lo logró al fin, y en su sueño se le representó que veía volar a su esposa entre un coro de ángeles, que venían a custodiarle y que se interponían entre él y la condesa, a la que le presentaba el sueño en la misma sala de baile, y tan adornada y tan hermosa y tan pérfida como le había parecido aquella noche.

Despertose muy tarde al otro día: eran las doce cuando su criado entró a servirle el almuerzo y a rogarle de parte de Elvira que antes de salir pasase a su alcoba.

Fue, en efecto. Estaba en cama todavía, se quejó de no sentirse muy buena y le mandó se sentase en una silla que estaba junto a su cama.

-Deseaba hablar Ud. para que me   -172-   explicase su conducta de anoche -le dijo después sonriendo.

-¡Pues qué!, ¿estaba Ud. allí?

-Ciertamente.

-¿Y cómo no me había dicho nada de esa fiesta?, ¿por qué se me hizo un misterio de ella?

- No sé qué especie de misterio sea ése -respondió Elvira-, en cuanto a no haber dicho a Ud. que tenía reunión anoche la condesa. Culpa es de Ud. que en todo el día no salió de su cuarto excusándose hasta de acompañarme en la mesa. Además, como sabía que Ud. no había de ir, como sólo una visita ha hecho a Catalina y ella, por otra parte, antes de ayer me apreció poco dispuesta a oír de Ud... Francamente, Carlos, creí que estaban Uds. otra vez enemistados.

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-Yo no seré nunca ni amigo ni enemigo de la condesa -respondió Carlos con viveza-. Soy poca cosa, señora, para lo uno y para lo otro.

Elvira le miró con más sagacidad de la que tenía de costumbre.

-¡Y bien! -le dijo- Yo lo que deseo es que Ud. me explique su conducta de anoche.

Carlos dijo la verdad, aunque sin entrar en detalles, y atribuyó a la sorpresa de hallarse con una reunión cuando creía encontrar enferma a la condesa, todo el desconcierto con que se presentó.

Se disponía Elvira a reconvenirle dulcemente por su poco disimulo, por su falta de serenidad. En fin, por no haber sabido dominarse y hacer de la necesidad virtud, aparentando que iba prevenido a la tertulia, cuando   -174-   la puerta de la alcoba se abrió de pronto y entró la condesa con traje negro y mantilla, y con una cara verdaderamente enfermiza.

Al ver a Carlos se conmovió tanto que apenas acertó a saludarle, y él por su parte quedose turbado sin saber si debía salir o quedarse. Sentose la condesa en la misma cama de Elvira diciendo que sólo estaría un momento y entonces Carlos determinó permanecer y procuró mostrarse todo lo sereno e indiferente que le fuese posible.

-¡Qué lindo aderezo estrenaste anoche! -dijo Elvira-, ¡qué hermosa estabas! ¿Sabes que el marqués de *** te se enamoró anoche muy de veras? ¿Y el coronel de A.?... ¿Sabes que hiciste su conquista?

Catalina no atendió a estas palabras   -175-   y dijo a Carlos, con voz un poco trémula:

-¿Por qué no permaneció Ud., puesto que había entrado?

-Señora -respondió secamente-, no iba dispuesto para una reunión.

-Pero -repuso ella-, ¿por qué al menos no esperó Ud. un instante? Después... yo hubiera salido, hubiera dado Ud. las gracias...

-¿De qué, señora? -preguntó él con prontitud.

-Del interés que mi salud le inspiraba.

-¡Luego sabía Ud. que yo la creía enferma, que entraba en aquella sala devorado de inquietud, agitado de mil temores!...

-Lo adiviné, Carlos, su acción de Ud. me lo explicó todo.

-Y debí parecer a Ud. un loco..., un ente ridículo -dijo Carlos con forzada sonrisa.

-¡A mí! -exclamó ella con una expresión   -176-   inimitable.

-Ciertamente, señora, pero yo celebro -prosiguió él dándose un aire afectado de jovialidad-, yo celebro que a costa de un pequeño sacrificio de la vanidad haya yo podido dar a Ud. un testimonio indudable de mi amistad, del interés que él me inspira.

La condesa se inclinó un poco y con voz muy baja:

-¿Es verdad, Carlos? -le dijo-, ¿deberé creerlo? ¿Será Ud. siempre mi amigo?

-¡Quién lo duda! -respondió con una ironía, la más impertinente; pero, por desgracia, bastante graciosa.

Enseguida su rostro, que sabía a las veces tomar un gesto severo y dominante, cambió repentinamente de expresión, y poniéndose en pie y despejando, como por distracción, su hermosa frente, cuya azulada vena se señalaba enérgicamente   -177-   en aquel momento, añadió mirando con frío orgullo a la turbada Catalina:

-Mi amistad, señora, debe valer bien poco para una persona que tiene tantos amigos como hombres la han visto. Mi amistad, por otra arte, no pudiera ser ni aun comprendida por el brillante talento de Ud.

Yo agradezco de que Ud. tenga la bondad de manifestar que la desea, pero, persuadido de que no puede existir entre Ud. y yo ningún género de simpatía, renuncio a un honor que pudiera serme muy difícil de conservar.

Al concluir estas palabras se puso a hojear un libro que tomó de la mesa, y la condesa, que le había escuchado sin pestañear, se levantó en silencio y se salió del aposento.

-¿Adónde va Catalina? -dijo incorporándose   -178-   Elvira- Carlos, corra Ud., no la deje Ud. que se vaya..., tengo que hablarla..., corra Ud.

Carlos salió bastante despacio, a pesar de las instancias de Elvira, y sin dejar de hojear el libro que llevaba en la mano, como si le interesase extraordinariamente el contar de sus páginas. Encontrose Catalina de pie junto a una mesa en la que apoyaba sus dos manos. Acercose lentamente y la dijo:

-Señora, su prima de Ud. desea hablarla.

Levantó ella la cabeza y vio él que tenía los ojos y las mejillas inundadas de lágrimas. Un corazón de veinte y un años no ve jamás fríamente el llanto de una mujer hermosa, aun cuando no la ame. Carlos se sintió súbitamente desarmado, y cambió de rostro y de lenguaje:

-¡Catalina!   -179-   ¡Catalina! -la dijo asiéndola de la mano-, ¿por qué llora Ud.? ¿Es de compasión o de cólera? ¿Es llanto de arrepentimiento o de despecho?

-Es de dolor -respondió ella-, de dolor es, Carlos. Y no porque crea que soy a Ud. tan extraña como ha querido fingir, no porque deje de conocer que es el resentimiento y no el corazón quien le dicta a Ud. las crueles palabras que acababa de pronunciar, sino porque ese resentimiento me prueba que soy cruelmente juzgada.

-Catalina -dijo él-, yo no acuso a Ud. ni tengo derecho para quejarme, pero séame permitido huir de la mujer que sólo se me presenta sensible y tierna para trastornar mi razón, para arrebatarme el sosiego, y que vuelve a ser feliz   -180-   insensible y coqueta cuando se le antoja, para añadir a mi remordimiento la vergüenza de haber sido indignamente burlado.

-Cuando Ud. me vio sensible y tierna -respondió ella- no me había detenido un momento en el pensamiento de que su felicidad de Ud. y la de otra estaban en peligro. Creía yo que sólo arriesgaban la mía. Más, ¡lo confesaré todo!... Sí, esperaba que los sentimientos a los cuales imprudentemente me abandonaba, no serían de una gran influencia ni en su suerte de Ud. ni en la mía. Pero desde aquel día, desde aquel momento en que le vi a Ud. a mis pies, en que Ud. me recordó cuán inmensa responsabilidad caería sobre mí... ¡Carlos! Desde que conocí por mi dolor profundo la extensión de mi   -181-   amor, y por sus palabras de Ud. la grandeza de mi falta... Desde entonces no he debido, ni deseado, alimentar una esperanza insensata. Desde entonces me juré a mí misma respetar su felicidad de Ud. y la de una mujer que le es tan cara, y por difícil que me fuera lograrlo intentar combatir mi fatal compasión y devolver a Ud., aun a precio de su amistad y estimación, el concepto errado que de mí concibió en un principio. Pero era un heroísmo superior a mis fuerzas, Carlos. Conozco en este instante que me será menos amarga que la sola idea de ser por Ud. despreciada.

El llanto daba una expresión irresistible al rostro de Catalina, y la   -182-   vehemencia con que había hablado fatigola tanto que su flexible talle se dobló como un junto, cayendo desplomada en una silla.

Carlos, tan trémulo como ella, la ciñó con sus brazos.

-¡Luego es cierto que usted de ama! -exclamó con una especie de doloroso placer.

Ella no respondió, pero su cabeza se apoyó en el pecho de Carlos, y un débil gemido reveló más que su acción la fuerza y vehemencia del sentimiento que la dominaba.

Carlos no estaba en su juicio. Apretábala frenético contra su seno y como poseído de un vértigo pronunciaba palabras incoherentes.

La voz de Elvira sacó a ambos de tan peligroso delirio. Sonaba la campanilla de su alcoba y ella gritaba   -183-   llamando a sus criadas.

Carlos huyó de la condesa y fue desatinado a encerrarse en su cuarto.

Catalina quiso levantarse y volvió a caer en su silla. La doncella de Elvira, al verla, acudió en su auxilio.

-Mariana -la dijo la condesa-, excúseme Ud. con su señora de no entrar a decirle adiós: me he puesto súbitamente mala... Ayúdeme Ud. a ir a encontrar mi coche.

La doncella la condujo casi en sus brazos, y cuando entró a ver a su señora la refirió lo que la había dicho la condesa y el estado en que la había encontrado.

Elvira saltó del lecho haciendo un gesto de cólera y pesar.

-¡Oh Dios mío! ¡Dios mío! -exclamó sin cuidarse de ser comprendida por Mariana- Si tal fuese la causa jamás   -184-   perdonaría a ese hombre.

¡Bárbaro!, ¡imbécil! -añadió dando un golpe en el suelo con su pulido pie todavía descalzo- ¡Será capaz de no comprender su dicha!

La doncella ayudó a vestir a Elvira que se fue a comer con su amiga sin procurar ver a Carlos, ni dejarle un recado de atención como acostumbraba.

-Señor don Carlos, señor don Carlos -dijo la conocida voz de su criado, golpeando suavemente en la puerta del gabinete en que nuestro héroe se había encerrado.

Con voz terriblemente alterada y con acento de mal humor se oyó responder:

-¿Qué quieres Baldomero?

El cartero acaba de dejar las cartas que han venido para V. S. por el correo de Sevilla.

  -185-  

La puerta se abrió y Carlos alargó una mano trémula para recibir las cartas. La letra de Luisa que conoció a la primera ojeada en el sobre de una de ellas, le dejó tan confuso cual si hubiese visto delante súbitamente a la misma Luisa pidiéndole cuenta de sus pensamientos.

La carta se le escapó de la mano y dos minutos transcurrieron antes de que tuviese bastante resolución para levantarla y abrirla. Apenas la hubo desplegado una cosa de más peso que un papel cayó a sus pies, y era tan fuerte la afección nerviosa que le agitaba, que tuvo miedo de buscarla, como si presintiese que en ella había de encontrar nuevos motivos de pesar y remordimientos.

«Mi amado Carlos: (decía la pobre niña) Me ha dado lástima la profunda   -186-   tristeza que se descubre en tu última carta, y conozco que padeces tanto como yo en esta cruel ausencia».

Él se golpeó la frente repitiendo:

-¡Ah! ¡Sí, cruel! ¡Bien cruel, pues harto infeliz puede hacerme! -y continuó leyendo.

«Creo que si esta separación se prolongo nos hará mucho mal a los dos, nos hará muy infelices».

-¡Muy infelices! ¡Sí! -volvió a exclamar- ¡A ti también, pobre ángel!... ¡Ah! ¡No, no! No lo consentiré.

Y temblándole las manos y oscurecida la vista por las lágrimas, que se agolpaban a sus ojos, continuó leyendo.

«¡Si vieras cuán mudad estoy! Ya no soy bonita, esposo mío, porque las lágrimas y los pesares me han enflaquecido, y las que tú llamabas   -187-   rosas de inocencia y de juventud han desaparecido de mis mejillas. Pero tú me las devolverás pronto, ¿no es verdad? Tú me volverás con la felicidad la hermosura y la salud, porque conozco que estás tan impaciente como yo por dejar esa maldita corte en la que tanto te aburres. Mamá quiere persuadirme de que no estarás tan fastidiado como yo creo, pero bien sé que no hay para ti placeres ni distracciones lejos de tu Luisa».

-¡Cándida y sublime confianza! -exclamó él- ¡Desgracia y oprobio al hombre bastante vil para burlarla!

Y después de dos vueltas en derredor de la sala, volvió a tomar la carta.

«El vestido que me has enviado es muy lindo, pero sólo lo estrenaré el día en que vuelvas. Sin embargo, para darte una prueba de cuánto agradezco   -188-   tu regalo, te lo pago con otro, que ya habrás visto al leer estas líneas. ¿No es verdad que vale más que tu vestido? Dale muchos besos, amigo mío, y guárdalo en tu pecho hasta que pueda quitártelo de él tu esposa».

Carlos levantó precipitadamente del suelo el objeto que al abrir la carta había caído. Era un marfil con un retrato en miniatura. ¡El retrato de Luisa! Carlos le contempló con una mirada vacilante y ardiente. ¡Era ella tan joven, tan apacible, tan linda! ¡Ella, con sus ojos azules implorando ternura, inspirando virtud! Ella, con su boca de rosa naciente, que parecía formada expresamente para rezar y bendecir, con su modesto seno cubierto con triple gasa, y sus cabellos de oro jamás profanados por la   -189-   mano ni el hierro de un peluquero. Era ella, su amiga, su hermana, su esposa, la mujer elegida por su corazón, adivinada por su pensamiento... Y, sin embargo, él la veía con una especie de disgusto, él la tenía en su mano sin llegarla a su pecho ni a sus labios. El sentimiento de su falta le prestaba en aquel momento una timidez que pudiera equivocarse con la frialdad.

Parecíale que aquella boca muda le reconvenía, que aquella mirada fija penetraba hasta el fondo de su conciencia, y arrojó la desventurada imagen con un involuntario movimiento de terror.

Cubriose el rostro con las manos y lloró como un niño.

Luego se levantó, alzó el retrato, pidiole perdón con una mirada triste   -190-   y humilde, besole respetuosamente y le guardó con más serenidad, porque ya había tomado una resolución: una resolución más decidida, inmutable, la única que podía reconciliarle consigo mismo, y cuyo cumplimiento debía realizar muy pronto.

Esta resolución la conocerá en breve el lector, pues, por ahora, queremos volverle un instante al lado de Catalina y hacerle conocer lo que pasaba en el corazón de aquella mujer, hacia la cual nos lisonjeamos de haberle inspirado algún interés, de curiosidad por lo menos.

La condesa de S.*** recibió a su amiga en su tocador. En aquel santuario misterioso de la coquetería, en el cual todo lo que se veía denotaba el lujo y la molicie de una sultana. Hallábase, entonces, echada en un sofá descompuesta y en un completo descuido   -191-   la brillante extranjera, cuyo rostro revelaba una profunda meditación.

-Catalina -pronunció a media voz Elvira.

La condesa levantó la cabeza y no pudo reprimir un gesto de disgusto al ver a su amiga.

-¿Eres tú, Elvira? -dijo, sin embargo, con forzada sonrisa.

Elvira se sentó junto a ella sin esperar que la invitase, y dijo tomando un tono serio y triste, que parecí impropio a su risueña y casi infantil fisonomía.

-Catalina, estás muy mudada hace algunos días.

-¿Lo crees así? -contestó la condesa con un tono que quiso hacer burlesco.

-Sí, así lo creo -prosiguió Elvira-, y lo que me aflige más es que adivino el motivo.

Catalina se inmutó y lanzó sobre   -192-   su amiga la mirada de reina que sabía tomar siempre que intentaba desconcertar a un atrevido. Pero Elvira no se intimidó.

-Sí, Catalina, he conocido que tú, la mujer más obsequiada de Madrid, la que puede hacer gala de mayores triunfos, de conquistas más gloriosas, de homenajes más sumisos; tú, la fría, la indómita hermosura que se burla de las pasiones que inspira, te has dejado dominar por el capricho de vencer la selvática virtud de un pobre muchacho de provincia, sin mundo, sin brillo, sin otro atractivo que una hermosura que él mismo ignora.

La condesa se sonreía irónicamente mientras hablaba Elvira, como persona que se ve juzgada por juez incompetente, pero en su interior   -193-   hacia esta reflexión.

-Muy visible y notable debe ser mi pasión cuando una mujer tan irreflexiva y ligera la ha conocido.

Elvira, que se había detenido un momento como para coordinar sus ideas, que, a pesar suyo no eran nunca muy unidas y consiguientes, prosiguió:

-Y tu orgullo sufre mucho al ver que todos tus ataques se estrellan en la dura corteza de esa rústica fidelidad conyugal.

La condesa se incorporó con viveza, y tomó un tono frío e irónico.

-¡Pues qué! ¿Supones que yo trato de combatir esa fidelidad, que soy el ángel malo que viene a tentar a la virtud?... ¿Supones, además, que mis criminales esfuerzos son infructuosos y que sólo saco de ellos la humillación de una derrota?

-No, creo solamente que quisieras castigar a un joven necio que no ha   -194-   rendido homenaje a tu mérito, obligándole a que te ame, sin duda para luego despreciarle. No he querido decir otra cosa. Pero ese joven sabes tú que no es libre, que tiene una esposa, que su amor sería para ti una injuria y no un homenaje.

-¿Me crees capaz de tomar por pasatiempo la desunión de un matrimonio? ¿Crees que atacaría a la felicidad de dos personas para satisfacer un ruin impulso de vanidad, aun en el caso de que semejante conquista pudiese lisonjearme?

-Pero -observó Elvira, que empezaba a hallarse embarazada-, como tú observas una conducta con él que pudiera interpretarse...

-¡Y bien! -dijo con impetuosidad la condesa- Creí un deber de mi amistad decirte que haces mal en obrar de ese modo.

  -195-  

-¿Conque eso es todo? -dijo sonriendo Catalina, pero sin poder disimular, no obstante, su artificiosa jovialidad el despecho que la agitaba. ¿Tú quieres, a fuer de amiga prudente y concienzuda, advertirme que hago mal en atacar la virtud de tu primo y que ésta es invulnerable?

-Sé que ama tiernamente a su esposa, que no tiene bastante mundo para comprender tu conducta respecto a él, y que puede interpretarla de una manera que te agravie.

-¿Te ha dicho algo respecto a eso? -preguntó vivamente la condesa.

-No, pero hace días que le noto descontento, de mal humor, y hoy mismo me ha hablado de ti con poquísima estimación.

-En ese caso -dijo la condesa con movimiento irreprimible de cólera-,   -196-   eres muy necia, Elvira, en reconvenirme por mi conducta hacia él. Si no me estima, fuerza es que me desprecie, y yo... Escucha -añadió con una mirada iracunda y feroz-, yo no perdono nunca el desprecio de aquéllos a quienes no puedo devolverlo.

Elvira casi tuvo miedo. Nunca había visto aquella mirada ni oído aquel acento en Catalina. Entonces, por primera vez en su vida, conoció, como por instinto, que en el alma de aquella mujer dormían pasiones violentas, que aquella criatura frívola, alegre e inofensiva, no podía comprender.

La condesa procuró calmarse y la preguntó:

-¿Cuándo has hablado de mí con Carlos en este día?

-Antes de que tú fueses a mi casa.

  -197-  

-¡Ah! -dijo Catalina.

Y ese «¡Ah!» que no comprendió Elvira, encerraba todo un triunfo del orgullo, toda una satisfacción del corazón. Era cuando estaba ofendido, celoso, cuando Carlos había hablado con dureza de ella. Era antes de la escena que le había dado la certeza de ser amado.

-¿Y después...? -dijo.

-Después no lo he visto. Siento un principio de odio contra ese hombre -respondió con sencillez Elvira.

-¿Y crees que le amo?... -dijo Catalina mirándola con una especie de curiosidad inquieta.

-No, creo solamente que quisieras que él te amase.

-Y eso en tu concepto es imposible.

-No sé, pero en mi concepto eso sería un triunfo bien mezquino para   -198-   ti y una gran desgracia para él.

-¡Una gran desgracia para él! -repitió Catalina, y quedose un momento pensativa. Luego levantó la cabeza y su bello rostro apareció tan despejado y tan pálido como de costumbre.

-Te agradezco cuanto me has dicho, amiga mía -dijo levantándose y tomando por el brazo a Elvira-. Has tenido mala elección en las palabras, pero descubro la bondad de tu intención. Yo te aseguro que no será desgraciado por causa mía... ¡Te lo juro! Ven, quiero vestirme para ir contigo a paseo. Esta noche estamos convidadas a un baile en casa de la duquesa de R., mi rival, la nueva conquista del marqués. Ya conoces que es preciso eclipsarla.

Elvira abrazó a la condesa llorando de alegría. Acababa de recobrar a   -199-   su amiga. Veíala otra vez brillante, coqueta, feliz, y se decía con orgullo:

-Esto es obra mía.

Siguiola saltando como un niño a quien promete su madre un bonito juguete, y Catalina la miró con la misma tierna indulgencia de una madre, que se hace pueril también para ser mejor comprendida.



  -200-  
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- XV -

Carlos volvió a su casa ya muy próxima la noche. Estaba serio y tranquilo. Venía de tomar un asiento en la diligencia -muy recientemente establecida en España en aquella época-, que debía salir al amanecer para Sevilla.

Dio algunos pasos por su cuarto.   -201-   Enseguida llamó y dijo a su criado:

-Baldomero, ¿mi prima está visible?

-No está en casa, señor, ha comido con la señora condesa y ahora mismo acaba de venir y de llevarse su doncella y uno de sus mejores trajes, pues creo se vestirá en casa de la señora condesa para ir juntas a un baile.

-Bien, es decir, que no volverá hasta mañana: tanto mejor. Baldomero, un acontecimiento imprevisto me obliga a marcharme al amanecer para Sevilla, y como mi prima se afectaría con esta noticia, conviene que no se sepa nada hasta que vuelva del baile.

Ruégote que me arregles esa maleta mientras yo escribo dos cartas de despedida. La una se la darás mañana a tu señora, la otra la llevarás después a casa de la señora condesa.

  -202-  

Sentose y escribió rápidamente algunas líneas en la que, pretextando una carta de su padre que le llamaba con precipitación a Sevilla, se excusaba con su prima de no poder esperar su vuelta para despedirse verbalmente, y concluía con los cumplimientos de costumbre en tales casos.

Después tomó otro pliego de papel y meditó largo rato antes de comenzar a escribir. La serenidad de su frente se turbó algún tanto, y su mano no parecía muy segura cuando principió a trazar las primeras líneas. Varias veces suspendió su tarea y se paseó agitado por el cuarto; varias veces también se acercó a una ventana como si necesitase respirar el ambiente fresco de la noche. Por fin, el reloj sonaba las doce cuando concluía esta carta, que dirá mejor   -203-   que todas nuestras observaciones el estado de su alma durante aquellas horas:

«Voy a partir, Catalina, voy a dejar Madrid, sin despedirme de Ud. sin manifestarla toda la gratitud que sus bondades me inspiran.

»Si la viese a Ud. otra vez no tendría valor para consumar un sacrificio que me imponen imperiosamente el honor y el deber.

»¡Catalina! Cuando vínculos santos, que respeto, me unen para siempre a una joven inocente, buena, digna de ser adorada, sólo siendo un malvado pudiera permanecer por más tiempo cerca de Ud., la más seductora, la más irresistible, la más superior de las mujeres que existen. No sé si es compasión, capricho o una desgracia simpatía, el impulso   -204-   que ha obligado a Ud. a pronunciar palabras que me han vuelto loco, palabras que me hubieran dado orgullo, gloria... Palabras que me hubieran elevado a la cumbre de la ventura humana si fuese libre y digno de Ud., pero que me han hecho profundamente culpable y desventurado cuando he traído a la memoria mi estado, mis deberes, la muralla de hierro que nos separa. ¡Catalina! Hasta esta mañana no he conocido la naturaleza del sentimiento que Ud. me inspira. ¡Insensato! No me parecía posible amar más de una vez en la vida. Creía que un corazón otorgado a un objeto digno a la faz del cielo quedaba defendido por la protección de ese mismo cielo que autorizaba su juramento... ¡Catalina! Yo era un ignorante y no me   -205-   conocía a mí mismo. ¡No, no sospechaba que pudiese mi corazón ser ingrato, perjuro, mudable!... ¿Y lo es acaso? ¡Ah! No, no lo crea Ud., señora, no me desprecie Ud. como a un miserable. Yo amo y venero a la angélica mujer cuya posesión me ha hecho, durante más de un año, el hombre más feliz de la tierra. Yo he jurado hacer su dicha y antes sabré morir que faltar a esta sagrada promesa.

»Pero es fuerza huir de Ud..., y huyo de Ud. porque su presencia me ha llegado a ser una necesidad de mi vida. Porque si Ud. no viese en mí más que un amigo, el menos brillante de los muchos que la rodean, padecería cruelmente sin tener el derecho de quejarme, y si Ud. me amase... ¡amarme Ud.! Catalina,   -206-   ¿qué insensato renunciaría a semejante ventura...? Perdone Ud., no sé lo que la digo. Si Ud. me amase huiría de Ud. con más fuerte motivo. Si ese amor es para Ud. un pasajero capricho, yo sólo sería desgraciado; si era una pasión como la mía, ambos seríamos tan criminales como infelices. De todos modos, es fuerza separarnos, y ¡ojalá que nunca nos hubiésemos visto!

»Si esta resolución la causa a Ud. alguna pena, perdónemela Ud., Catalina; pero no será así, no. En este momento, en que yo me despido de Ud. para siempre con agonías de mi corazón, Ud. baila, Ud. recoge adoraciones, Ud. es bella y amable para todo el mundo..., y todo el mundo vale mucho más que un pobre joven como yo, sin más tesoro que   -207-   un corazón que ya le han quitado, que ya no puede ofrecer a nadie.

»¡Catalina! Todo debe ser pasajero en quien vive en esa agitada atmósfera de placeres. Pronto, muy pronto, borrará de la memoria de Ud. el débil recuerdo de su infeliz amigo. Pero yo, ¡ah!, plegue al cielo que encuentre en la satisfacción de haber llenado un deber sagrado la compensación de haber sacrificado una felicidad inmensa.

»¿Una felicidad?... ¡Yo deliro!... ¿Cuál es, ¿dónde está esa felicidad? ¿Puede existir en el crimen? ¡El crimen asociado a Ud., Catalina! ¡El crimen en su amor! ¡Oh! Esto es imposible.

»Pero vuelan las horas... Aún hablo a Ud., aún tengo la esperanza de que Ud. se ocupe de mí un momento.   -208-   Dentro de algunas horas todo habrá concluido.

»Compadezca Ud. a su amigo, Catalina, pero sea Ud. feliz... Sí, sea Ud. feliz, y permítame por primera, por última vez, decirla que la amo, que quisiera ser libre... ¡que soy muy infeliz!».

Cerrada esta carta y entregadas ambas a Baldomero, Carlos, concluyó sus preparativos de marcha y esperó la hora con ansiedad dolorosa.

Eran apenas las dos cuando oyó parar a la puerta un coche, y poco después oyó subir a Elvira. Prestó atención temiendo que su criado la dijese algo respecto a su marcha, pero se sosegó oyendo decir a su prima:

-Mariana, no me esperaba Ud. tan pronto, ¿no es verdad? Catalina,   -209-   que ha bailado como una loca, se sintió mala y se retiró, y cuando ella no está en una función ya no me divierto. Pero venga Ud. conmigo a mi alcoba, quiero acostarme al momento porque vengo con un sueño irresistible. Es natural porque no he dormido anoche y hoy me levanté muy temprano: ¡a las doce!

Elvira continuó a su aposento hablando con su doncella, y poco después el silencio profundo que reinaba en la casa advirtió Carlos que todos dormían.

-¡Ha bailado como una loca! -repitió varias veces, mientras que apoyado en su balcón seguía con los ojos algunas nubecillas que el viento arrebataba, y que interceptaban a intervalos la pálida claridad de la luna.

-¡Todo pasa!... -añadía-, todo pasa   -210-   rápidamente en ese corazón insaciable, tan rico de emociones, tan pobre de afectos. ¡Vale más que así sea! ¡Oh, Luisa! Tú no sabrás nunca decir tan bellas cosas del sentimiento, pero lo conocerás mejor. Tú no sabrás deslumbrar con el cuadro de una felicidad imposible, pero se lo harás gozar al hombre que amas. ¡Oh! Muy culpable he sido algunos momentos pensando que ella era más capaz que tú de una pasión delirante y profunda. Yo expiaré este error a fuerza de amor, de veneración, de culto.

Apartose de la ventana y se echó vestido en su cama, donde sólo pudo permanecer algunos minutos. La quietud le era imposible. Volvió a levantarse, se paseó, se sentó, tomó un libro, le dejó para volver al balcón, y en esta continua agitación estuvo   -211-   hasta que comenzó a aclarar un poco y Baldomero llegó a advertirle que iba a amanecer. Hízole cargar con su maleta, dio una larga y triste mirada hacia el aposento de su prima, que tantos recuerdos encerraba para él, y salió sin hacer ruido, con aquella emoción que siempre sentimos al dejar un sitio al cual no esperamos volver jamás.

Cuando llegó estaba ya la diligencia en disposición de partir. Su asiento era en la berlina y el mayoral le dijo que sólo por él se aguardaba. Subió inmediatamente, embozose perfectamente en su capa, porque la madrugada era fría, como lo son regularmente en Madrid las del mes de abril, y se sepultó en su asiento sin decir una palabra a la única persona que tenía por vecina, y que   -212-   a la escasa luz de la aurora naciente pudo distinguir era una señora.

La diligencia partió y Carlos respiró como aliviado de un peso enorme. La fatiga de varias noches de insomnio y agitación, el movimiento del carruaje, el monótono son de las campanillas, y la soñolienta humedad de la madrugada, le aletargaron muy pronto y quedose adormecido. Otro tanto debió suceder a su vecina, pues envuelta en un gran mantón de merino y cubierta la cabeza por una gorra de terciopelo, que sustituyó al sombrero para mayor comodidad, se dobló hacia delante, apoyó sus codos en sus rodillas y su cabeza en sus manos, y bien pronto pareció tan adormilada como Carlos.

El sol estaba ya muy alto cuando   -213-   despertó éste. Su vecina había mudado de posición y estaba casi caída en su hombro. Carlos no la rehusó el apoyo. Acercose para que la cabeza de la viajera descansase más fácilmente sobre su hombro, y como en esto no había más que un movimiento natural de la protección y piedad que todo hombre joven dispensa al sexo desvalido, enseguida inclinó él la cabeza hacia el otro lado, y entregose a sus cavilaciones. La diligencia se detuvo a mudar los caballos sin que se despertase su vecina, y para no molestarla no bajó él, como hicieron todos los viajeros.

Estaban ya muy próximos a Ocaña donde debían comer, y Carlos empezaba a sentirse molestado de la posición en que se encontraba y   -214-   pensaba en el modo de libertarse del peso de la cabeza de su compañera de viaje, cuando ésta se agitó un poco como si empezase a despertar, y su voz murmuró algunas palabras entre las cuales creyó Carlos distinguir su nombre.

Despertó, en efecto, la señora. Incorporose y por un movimiento natural volvió los ojos hacia a aquél de cuyo hombro levantaba la cabeza.

Un grito se escapó al mismo tiempo del pecho de ambos.

-¡Carlos!

-¡Catalina!



  -215-  
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- XVI -

La diligencia entraba ya en Ocaña y los dos viajeros de la berlina, que se devoraban con los ojos, aún no habían acertado a explicarse mutuamente por qué casualidad se encontraban juntos. Las primeras palabras que se dirigieron uno a otro nada decían, nada aclaraban.

-¿Ud. aquí, Catalina?

-Carlos, ¿es Ud.?, ¿es Ud. realmente al que veo, o mi imaginación   -216-   me engaña?

-¡Oh, Catalina! ¡Conque aún nos vemos, conque aún nos hablamos!

Y uno y otro callaron apretándose las manos con efusión. Hay sensaciones en la vida que ningún hombre puede comprender ni explicar en el momento en que las experimenta. Se gozan en silencio, se gozan sin examen: no se busca su origen, no se prevén sus consecuencias. Parece que al menor esfuerzo, al más leve contacto, por decirlo así, podemos destruir su encanto, y nos abandonamos a ellas sin intentar explicárnosla. La condesa y Carlos no se preguntaban nada, nada se decían. Se hallaban juntos, ren felices en aquel instante: poco les importaba conocer cómo y porqué.

  -217-  

Pero la diligencia se detenía delante del parador, y los viajeros se daban prisa a poner en libertad sus entumecidos miembros. Carlos bajó, tomó del brazo a la condesa y pidiendo una habitación sola entrose con ella, sin cuidar de lo que pensarían de aquella acción sus compañeros de viaje. Tenía una absoluta necesidad de estar solo con Catalina, de verla, de oírla, de saborear una dicha de la que media hora antes se creía para siempre privado.

Luego que estuvo solo con ella echose a sus pies.

-¡Catalina! ¡Catalina! ¿Es la casualidad, es el cielo o el infierno quien nos reúne? ¡Catalina! -repitió con arrebatos de placer y dolor, ¿me ha querido Ud. seguir?, ¿es su voluntad de Ud., es su   -218-   corazón quien arroja en mis brazos cuando yo huía, cuando yo me inmolaba a un deber tiránico? ¡Catalina! ¡Hable Ud., hable Ud. por Dios!

-¡Ud. me huía! -exclamó ella con un gesto de sorpresa- ¡Pues qué!, ¿no se hallaba Ud. en la diligencia por frustrar mi cruel resolución?, ¿no se descubrió Ud. mi viaje y sus motivos? ¡Carlos! Explíqueme Ud. esto. Nada comprendo ya.

-¡Ah, Catalina!... ¡Yo sí, sí! Empiezo a comprender... Y en tal caso vea Ud. el poder de un destino irresistible... ¡Oh, Dios mío! Esto me hará caer en un ciego fatalismo. ¡Catalina! Yo he dejado Madrid para huir de Ud., ¡porque la amo!, ¡porque la amo locamente!, ¡y no tengo el derecho de ofrecer a Ud. mi corazón! Huía de Ud. porque era mi   -219-   deber, y una carta que debían entregar a Ud. algunas horas después de mi marcha, la hubiera revelado la ejecución y la grandeza de mi sacrificio.

-Tiene Ud. razón -dijo ella después de un instante de silencio-, ¡hay un destino! Hay un poder de fatalidad más poderoso que la voluntad humana. ¡Carlos! Yo también he dejado en Madrid una carta para Ud. pero conservo su borrador... en esta cartera. Léala Ud.

Carlos tomó el papel que le presentaba y acercándose a una ventana le recorrió con ojos ansiosos, mientras la condesa reclinada en su sillón parecía rendida de cansancio o emoción. La carta contenía estas palabras:

«¡A Dios para siempre, Carlos! No   -220-   puedo tener valor de destruir su felicidad de Ud. ni aun para conquistar la mía.

»Elvira ha pronunciado en este día una palabra que ha decidido de mi suerte. Al conocer que era amada todo lo olvidé, ¡todo! Hasta el obstáculo insuperable que nos divide. La voz de la amistad ha venido a despertarme de tan peligroso sueño gritándome: 'él es feliz y virtuoso, ¿quieres ser a la vez el asesino de su dicha y de su virtud?' ¡Ah, no! ¡Jamás! Carlos, quiero merecer su estimación de Ud., ya que no me es permitido merecer su amor.

Tengo algunas posesiones en un pueblo de La Mancha y voy a pasar en ellas todo el tiempo que Ud. permanezca en Madrid. Deseo la soledad y de ella espero un reposo de espíritu que   -221-   en vano pediría a la vida de las grandes ciudades. He intentado aturdir mi corazón con las fiestas y placeres a que hace cuatro años vivo entregada. He conocido que mi mal se aumenta con los remedios que empleo para curarle.

A nadie he dicho mi determinación, pero la tengo tomada desde esta mañana. Son ahora las tres de la madrugada y aún estoy en traje de baile. He oído repetir en tormo mío: '¡Qué feliz es! '; ¡cuando yo bailaba con la sonrisa en los labios y la muerte en el corazón! Porque la muerte para mí es no ver a Ud. Es renunciar para siempre... ¡Carlos! ¡Carlos! ¡A Dios! Sea Ud. feliz y si algún día oye Ud. decir que yo lo soy no lo niegue Ud., pero conserve la convicción de que es imposible».

  -222-  

Acercose a ella cuando hubo leído esta carta y asiendo sus manos con una especie de desesperación:

-Ya Ud. lo ve -la dijo-, ambos hemos querido inmolarnos a la virtud y la virtud no ha aceptado nuestro sacrificio. Intentamos huir y nos hemos encontrado a pesar nuestro. ¡Catalina! Yo la amo a Ud. y aún estamos juntos. ¡La felicidad o la desgracia, la virtud o el crimen! Deme Ud. lo que quiera. Mi destino está en sus manos.

-¡Nos separaremos! -exclamó ella, haciendo sobre sí misma un doloroso esfuerzo- No podrá más que nosotros una casualidad caprichosa. Nos separaremos, Carlos, y no con el dolor de no habernos dicho un último y tierno adiós. Aún tendremos horas, dulces horas   -223-   de intimidad y cariño. Viajaremos juntos como dos amigos, como dos hermanos.

-En La Mancha nos separaremos y el recuerdo de estos últimos momentos de dicha, debidos al acaso poblará por mucho tiempo mi soledad.

E inclinada hacia él, derramaba en sus manos abundantes lágrimas.

Carlos la contemplaba con la avidez de un amor comprimido. Había en su mirada como una mezcla extraña del delirio del amante y de la timidez del niño. Estaba hermoso en aquel combate interior que daba a su rostro una expresión particular, y en el cual cualquiera mujer hubiera leído que había aún para aquel corazón muchas sensaciones en la vida nuevas y desconocidas.

  -224-  

Si el dominio de un corazón fiero o experto lisonjea a una mujer, también se goza en la posesión de un alma joven y apasionada, que le arroja indiscretamente todos sus tesoros de ternura y de ilusiones. El amor de Carlos tenía estos dos atractivos, y debía lisonjear por ambas causas. Era un triunfo vencer a la vez su orgullo y su virtud, y aún se encontraba en su pasión ese encanto inexplicable, ese aroma divino de respeto, sumisión y pureza que con tanto dolor echan de menos las mujeres cuando son amadas de los que solemos llamar hombres de mundo.

Catalina respiraba con delicia aquel perfume de un amor tan puro, aunque culpable. Carlos estaba a su lado, la sostenía en sus brazos y no tocaba   -225-   con sus labios ni aun las trenzas de sus cabellos que rozaban con su semblante. En aquel momento ella se sentía tan dichosa que no le pareció posible ser culpable.

-Carlos -le dijo fijándole de cerca con sus ojos fascinadores-, la virtud que condenase una felicidad tan pura sería una virtud feroz.

-¡Y bien! -respondió él con aquella resolución imprudente y apasionada de un corazón joven- ¡Si ella la condena castíguenos!, ¿no valen estos momentos toda una vida de expiación?

-¿Y por qué, por qué injuriar nuestros corazones creyéndoles incapaces de sentimientos nobles y santos? -dijo Catalina- ¿Qué es el amor?, ¿no es la más involuntaria y la más bella de las pasiones del hombre? El adulterio, dicen, es un crimen, pero no   -226-   hay adulterio para el corazón. El hombre puede ser responsable de sus acciones, mas de no de sus sentimientos. ¿Por qué sería un crimen en Ud. el amarme?, ¿no podría sentir por mí sino un amor adúltero y criminal?, ¿no podría Ud. amarme como no se ama a una esposa, como no se ama a una querida, sino con aquel amor casto, intenso, purificado por los sacrificios, con aquel amor con que se deben amar las almas en el cielo?, ¿no podría Ud., Carlos?

-¡Ah, sí! -respondió él con entusiasmo-. Pasaría mi vida a sus pies de Ud. embriagándome de una mirada, de un acento, de una sonrisa. Velaría protegiendo su sueño cuando Ud. durmiese en mis brazos, y al despertarse en ellos estaría tan pura como la luz del día, que comenzase. Sí, Catalina, sí, deme   -227-   Ud. sin crimen la felicidad de vivir a su lado y nada más pediré, y seré feliz. ¡Feliz con toda la felicidad posible en la tierra!

-¡Y yo lo sería también, Carlos! ¡Ah! No, nunca pediría a Ud. mi corazón el sacrificio de sus deberes. La felicidad que diese a su esposa aumentaría la mía, y cuanto más justa, más noble, más virtuosa fuese la conducta de Ud., más justificado creería mi cariño. Las virtudes de Ud., ¿le harían menos amable a mis ojos?

¡Ah! ¡Carlos! La más feliz, la más honrada con ellas, sería su mujer de Ud., pero no la más honrada con ellas, sería su mujer de Ud., pero no la más orgullosa. Su amiga de Ud. que no tendría el derecho de adornarse con esas virtudes, las adoraría en el secreto de su corazón, y le bastaría el placer de   -228-   premiarlas con una mirada que sólo Ud. comprendiese, que sólo Ud. gozase.

-Calle, calle Ud., por Dios -exclamó él apretando sus manos contra su palpitante corazón-. Calle Ud. porque me vuelvo loco. ¡Catalina! ¡Mujer adorada! Sí, el amor que tú sientes, que tú inspiras, no es un amor sujeto a leyes generales. Tu alma sublime le engrandece y le purifica. ¡Pues bien! No hables de separarnos. ¡Sé, mi amiga, mi hermana!, pero no me dejes nunca.

Una ronca voz gritó a la puerta.

-¡A la diligencia! ¡Señores! A la diligencia.

-¡Catalina!

-¡Carlos!

-¿Consientes?

-Te amo.

-Yo haré que no te arrepientas nunca.

  -229-  

-¡Señores, a la diligencia! ¡A la diligencia! -repetía el mayoral.

Carlos abrió la puerta.

-Mayoral, los dos viajeros que ocupábamos la berlina la dejamos libre y a disposición de Ud. Haga Ud. bajar nuestras maletas.

-¡Carlos!..., ¿y ahora?

-Ahora a Madrid, a Madrid, porque ya que soy feliz no estoy triste, no tengo remordimientos ni inquietudes, ni celos... Ahora gozaré en tus placeres, seguiré tu caro de triunfo, me confundiré entre tus adoradores. Brilla, goza, sé adorada, pero guarda para tu amigo esa mirada, esa sonrisa que deben ser su única felicidad sobre la tierra.

-Pero -dijo ella- ¿no podríamos ambos en La Mancha...?

Carlos la miró con una expresión   -230-   que la hizo comprender lo que no osaba decirla.

-Es verdad -dijo entonces apretándole la mano-, vale más estar en Madrid. Pero en cualquier parte, en la soledad más profunda, amigo mío, yo sabría responder de tu corazón y el mío.

-Yo responderé siempre de mi corazón -la contestó él oprimiéndola en sus brazos-, pero no de mi razón, Catalina. Te he jurado ser digno de tu amor sublime y casto, déjame los medios de cumplirlo.

-Haz lo que quieras -dijo ella-, mi vida es tuya.




 
 
FIN DEL TOMO SEGUNDO
 
 





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