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Dos narraciones románticas del siglo XVIII

Borja Rodríguez Gutiérrez


Instituto «Alberto Pico». Santander



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Uno de los debates más enconados que se han producido entre los historiadores de la Literatura española es el del origen y el desarrollo del romanticismo español. La amplia bibliografía que el tema ha suscitado haría muy prolijo el seguimiento cronológico o sistemático de todas las obras que se han dedicado a este movimiento. Romero Tobar (1994) ha sintetizado los estudios sobre el tema en tres corrientes de opinión principales, representadas respectivamente por E. Allison Peers (la primera), Ángel del Río, Vicente Llorens y Ricardo Navas Ruiz (la segunda) y Russell P. Sebold (la tercera). Posteriormente a la obra citada de Romero Tobar, Derek Flitter ha postulado una nueva teoría.

E. Allison Peers, en su Historia del movimiento romántico español (1973) -cuya primera edición en inglés es de 1940- enuncia una teoría que ha ejercido un importantísimo influjo. La tesis de Peers es sencilla. La literatura española es esencialmente romántica en sus características. Después de un neoclasicismo de inspiración extranjera, ajeno a las «características primordiales» -para usar la expresión de Menéndez Pidal (1949)- de la literatura española, los autores románticos vuelven los ojos al barroco y allí encuentran las bases teóricas y prácticas de lo que sería la literatura romántica española. Este regreso al siglo de Lope y Calderón es lo que Peers llama el «renacimiento romántico». El anhelo de libertad, de superación de las reglas neoclásicas se concreta en este caso en una vuelta al Siglo de Oro. Paralelamente a este renacimiento se produce lo que Peers llama «rebelión romántica», una búsqueda de la libertad expresiva y literaria que rechaza toda regla, y que no plantea una vuelta al pasado sino una literatura personal

En buena parte la segunda teoría que vamos a ver nace como una contestación a las ideas de Peers. Ángel del Río en un artículo de 1948 rechaza de forma global todas las tesis del hispanista norteamericano: «Existen tres hechos irrefutables. Primero, la tardía llegada del movimiento romántico a España. Segundo, sus orígenes casi exclusivamente extranjeros. Y, tercero, la peculiar transformación, o adaptación a las circunstancias históricas que experimenta el romanticismo en la literatura española tras el primer estallido de entusiasmo». (Del Río, 1989; 217). Las características específicas del romanticismo español estarían, según esta interpretación, determinadas por la confrontación ideológica y estética entre dos romanticismos, uno liberal y otro conservador. Esta idea, ya establecida desde años antes, -Díaz Plaja (1953, 33) recoge unas opiniones de   —122→   Francisco Tubino en 1880 en las que hablaba de dos bandos románticos, uno «creyente, aristocrático, arcaico y restaurador» cuyo líder natural es Walter Scott, otro «descreído, democrático, radical en las innovaciones y osado en los sentimientos» acaudillado por Víctor Hugo (Para Tubino estas dos manifestaciones del romanticismo son europeas y no meramente españolas); así como otras de Menéndez Pelayo que veía un romanticismo histórico nacional a cuya cabeza estaría el Duque de Rivas y un romanticismo subjetivo o byroniano cuyo máximo representante seria Espronceda- combinada con los tres hechos «irrefutables» aducidos por Del Río, compone una visión del romanticismo que ha hecho fortuna. Un movimiento inexistente en España hasta la muerte de Fernando VII, procedente principalmente de influencias extranjeras, con un duración temporal muy limitada -se suele citar la década comprendida entre 1834, fecha de publicación de El moro expósito del Duque de Rivas y 1844 cuando aparece El Señor de Bembibre de Gil y Carrasco- y escasa fortuna literaria -habitualmente sólo Larra y Espronceda se salvan de la censura crítica- y que rápidamente desaparece por la oposición de unas fuerzas conservadoras de la literatura española, que van a conformar un romanticismo conservador que en buena parte es la encarnación de varias de las «características primordiales» pidalianas de la literatura española: austeridad moral, cristianismo, realismo, tradicionalismo, etc.

Esta visión del romanticismo se transmite en las obras de estudiosos como Vicente Llorens (1979), Navas Ruiz (1982) o Iris M. Zavala (1989).

La tesis que Russell P. Sebold viene defendiendo en sus escritos niega uno de los pocos elementos comunes entre las ideas de Peers y los defensores de la ecuación «romanticismo igual a liberalismo»: la tardía aparición del romanticismo en España. Para Sebold «el romanticismo es un fenómeno que se produce evolutivamente, lo mismo en España que en los demás países de Occidente, merced a la interacción entre la poética neoclásica y la filosofía de la Ilustración, empezando a manifestarse hacia 1770 y prolongándose, bajo diferentes variantes y paralelamente con otras tendencias literarias por espacio de unos cien años» (Sebold, 1983; 7). Sebold, tan buen escritor como investigador defiende sus tesis con ardor y voluntad polémica (presente en un título tan «provocador» como Cadalso, el primer romántico «europeo») y, en ocasiones, quizás excesiva agresividad: «La triste suerte del romanticismo español en nuestro siglo es que la mayor parte de los estudios que se le han dedicado han sido escritos por unos señores que no parecen haber sentido una sola emoción en toda su vida» (ibíd.; 16)1.

Sebold (1983; 127) sitúa un «primer romanticismo español» entre 1770 y 1800. Este romanticismo arranca con la obra de Cadalso, Noches lúgubres (1771) y con la anacreóntica del mismo autor «A la muerte de Filis» publicada en la colección Ocios de mi juventud (1773). Pero Sebold no se limita al caso de Cadalso. Encuentra en las obras de Meléndez Valdés suficientes características románticas para revisar la calificación crítica habitual de este poeta. En concreto afirma Sebold que en 1794, en la elegía «A Jovino el   —123→   melancólico» Meléndez Valdés formula el nombre español del dolor romántico cincuenta y tres años antes que los alemanes y treinta y nueve antes que los franceses, y «no sólo acuñó su nombre para la congoja romántica [fastidio universal] sino que también dio una definición de ésta» (Sebold, 1989; 106).

Derek Flitter (1995) ha enunciado pormenorizadamente la última teoría que hasta el momento, ha surgido sobre el romanticismo español, aunque según el mismo admite, ya Juan Luis Alborg (1980) había destacado la importancia de los críticos de la década de 1820 en la gestación del romanticismo español.

Para este investigador hay una idea nacionalista de la literatura española, que surge con fuerza en la polémica calderoniana de Böhl de Faber, Mora y Alcalá Galiano. Böhl de Faber es, según Flitter, un profundo conocedor de las ideas de Herder y los hermanos Schlegel y no el reaccionario barroquizante que otros críticos han presentado. Insiste Flitter en su idea haciendo notar que el escrito de Böhl que desencadena la polémica es una traducción directa de las conferencias de Viena de August W. Schlegel (11). Flitter nos presenta a un conocedor de la literatura romántica europea, coincidente en muchos aspectos con el menor de los hermanos Schlegel, Fiedrich, en su valoración positiva del tradicionalismo y del catolicismo en la nueva literatura. Ese era el romanticismo europeo en esos momentos, y Böhl un buen conocedor de él. Considera Flitter, comentando los múltiples reproches que otros críticos han hecho a Böhl por exponer una visón descafeinada del romanticismo, que «el alemán no puede ser culpado por no haber podido traer a colación desarrollos que sólo se manifestaron en años posteriores» (30).

Concluye Flitter, afirmando que la abundante evidencia revela la divulgación en España de una teoría historicista del romanticismo coherente durante la década de 1820 y en los primeros años de la década siguiente. Fundamentada en principios schlegalianos, se caracterizaba por su énfasis en el poder espiritual del cristianismo, por una visión idealizada de la Edad Media, por la reivindicación del Teatro del Siglo de Oro y de la poesía popular.

Las diferentes teorías sobre el romanticismo que hemos vista generan, en pura lógica, diferentes concreciones temporales. Los hechos históricos, sin embargo, no pueden ser obviados por la teoría: la tiranía fernandina supone un desastre nacional y también un freno a la literatura que puede explicar, en buena parte, las discusiones que sobre fechas se han producido.

Llámese Prerromanticismo, Romanticismo dieciochesco o Romanticismo a secas, lo cierto es que hay un general consenso en que desde los últimos años del siglo XVIII se puede detectar en España un cambio de la sensibilidad puramente neoclásica. Peers opina que desde mediados del XVIII se aprecian ya los síntomas del renacimiento romántico y que hacia 1760-1770 el neoclasicismo pasó lentamente a la oscuridad (Peers, I, 36-39). Sebold, como ya hemos visto, habla del inicio del romanticismo propiamente dicho, en 1770. Consecuencia de las ideas de ambos autores, -recuperación de las características mas típicas de la literatura española para Peers; creación de un romanticismo español contemporáneo del europeo para Sebold- es la aceptación de estas fechas y de la relevancia de las características románticas del XVIII. Para los autores que identifican romanticismo con liberalismo se trata, si acaso, de un vago prerromanticismo, o de detalles sueltos   —124→   que no crean escuela. Para Jean Louis Picoche el que algunos poetas pulsen a veces alguna cuerda de la lira romántica no es relevante. «Casos aislados no pueden constituir un auténtico movimiento literario» (Picoche, 1989; 282).

La teoría de Sebold ha sufrido más críticas que éstas que hemos visto de Picoche. Romero Tobar (1994; 89-91) ha cuestionado las ideas de Sebold, reprochándole que no ha analizado lo suficiente todos los géneros literarios y formas de la producción intelectual de la época. Lamenta Romero Tobar la poca atención que ha prestado a la narrativa y a la prosa periodística romántica, con lo que parece insinuar que falta a la tesis de Sebold una obra de conjunto que desarrolle sus ideas para la totalidad del movimiento.

Es cierto que el análisis de la prensa periódica de la primera mitad del siglo XIX y de los últimos años del XVIII está pendiente. Pero la polémica sobre el romanticismo español ha alcanzado tal enconamiento que parece dudoso que algunos críticos cambien de opinión ante testimonios de escaso valor literario. Al fin y al cabo si se ha calificado a una obra como las Noches Lúgubres de «miserable engendro», ¿qué no se podrá decir de las obras, de mucho menos mérito sin duda, a las cuales nos vamos a referir?

Sin entrar (por ahora) en el debate de si se trata de casos aislados o de indicios que nos hablan de un movimiento romántico existente, lo que sí podemos afirmar es que hay en los últimos años del Siglo XVIII narraciones en la prensa con unas características que se pueden calificar, sin exageración, de románticas. Nos proponemos analizar en este artículo dos de estas narraciones: la «La historia de Sabino y Eponina» e «Historia trágica española. La Peña de los Enamorados». Ambas obras de los años en los cuales Sebold sitúa el comienzo del romanticismo español.

El primero, cronológicamente hablando, de estos relatos es la «Historia de Sabino y Eponina» Se público en el Correo de los Ciegos de Madrid, sin firma, el 14 y 17 de Julio de 1787. En este último día se añade al final una nota del editor que merece la pena ser tenida en consideración:

Parecerá que esta historia está escrita de una manera muy romanesca; pero los hechos que contiene son de la verdad más exacta, y como el asunto tiene tanto interés y el carácter de Eponina es tan perfecto, el Autor no pudo menos de añadir al fondo histórico, fielmente seguido, algunas ligeras ilustraciones. Sería de desear que este asunto se tratase con toda la extensión, y gracias de que es susceptible: enriqueciendo la literatura con un romance histórico, que podría ser tan moral como patético: y sería también argumento más digno de una comedia que muchas que suelen escogerse.


El uso del adjetivo «romanesca» a la altura de 1787 tiene un indudable interés. El nombre que los autores de la nueva sensibilidad que impregnó Europa desde finales del Siglo XVIII ha sido objeto de varios análisis. Un elemento que se ha analizado con profusión es la aparición de la palabra romántico. Hubert Becher (1989, 119) y Donald L. Shaw (1981; 23) coinciden en fecharla el 26 de Junio de 1818 publicada en el periódico madrileño Crónica Científica y Literaria, cuando este periódico estaba en plena polémica con Nicolás Böhl de Faber. Para Shaw esta fecha es bastante tardía y corrobora la teoría de que el romanticismo español está bastante atrasado en el tiempo con   —125→   respecto al europeo. Pero René Wellek en un famoso artículo, analizando la aparición de los términos «romanticismo» y «romántico» llega a conclusiones que no avalan la idea que Shaw expone. Piensa Wellek que la designación que de sí mismos hacían escritores y poetas como «románticos» varía considerablemente en los diversos países. Si el romanticismo comienza cuando un autor se llama a sí mismo «romántico», no habría movimiento romántico en Alemania antes de 1808, o en Francia antes de 1818 [el mismo año que acabamos de ver en España]. Si el punto de partida es la confrontación entre los términos «clásico» y «romántico» lo encontramos en Alemania en 1801, en Francia en 1810, en 1811 para Inglaterra o en 1816 para Italia. Si lo verdaderamente importante es la designación del movimiento encontramos romantik en Alemania en 1802, romantisme en Francia en 1816, romanticismo en Italia en 1818, y romanticism en Inglaterra en 1823. (Wellek, 1987; 140). Es decir que la fecha de 1818 entronca perfectamente con las corrientes intelectuales europeas. Y más aún si se admite, como ya indicaba Beecher, que desde 1814 se utiliza la palabra «romancesco» con un significado idéntico y que Quintana, en 1821, usaba como sinónimos «romancesco» y «romántico».

Podemos pues decir que «romancesco» y «romántico» son términos idénticos. Pero, ¿qué ocurre con «romanesco»? En 1854 Jerónimo Borao lo identifica con las otras dos palabras que hemos venido citando: «Romanesco, romancesco y romántico, expresan todo lo que se parece a la novela, lo que se presenta con aire extraño, lo que afecta de un modo enérgico a la imaginación [...] No se tiene con esto la idea completa del romanticismo, pero sí lo principal de ella». (1989, 25). Peers en 1933 también los considera idénticos, de tardía aparición, e imponiéndose el de «romántico» a partir de 1820, (1989, 126), aunque años después, en su obra principal (1973, I, 64 n. 156), documenta el empleo de la palabra «romanesco» en el Correo de Madrid, el tres de noviembre de 1787 [más tardía por tanto que la que estamos analizando] aunque como apunta con justicia Sebold (1983; 131) sin darle ninguna importancia. El término es visto en fin por Sebold como un absoluto galicismo, una imitación servil del francés romanesque cuya significación sería «Que tiene los caracteres literarios de la novela; propio de la novela» (1983, 146) y su uso es parigual al de «romancesco» que «a partir de 1764 se hace cada vez más común [...] para caracterizar obras teatrales de argumento extravagante y novelesco». (Sebold; 1995; 183). Esta definición de Sebold se ve corroborada cuando se comprueba que el ejemplo de su uso que Peers hace se refiere a una crítica que el Correo de Madrid hace a una comedia de magia: «Historia puesta en acción sin verosimilitud, sin sal, llena de amores romanescos, de galanteos escandalosos y expresiones truhanescas». (1973, I, 64) [La cursiva es mía].

Ahora bien, en el caso que nos ocupa, (anterior, hay que recordar, al documento de Peers) no estamos hablando de una obra de teatro sino de una narración. Y es más, el editor del Correo de Madrid se refiere a un estilo, a una manera determinada de crear literatura: «esta historia está escrita de una manera muy romanesca». Aquí la definición de «parecido a la novela» es difícilmente admisible, puesto que no dejaría de ser una obviedad, en 1787, decir que un cuento se escribe con las características de una novela. En esos años no hay conciencia de la diferencia entre ambos géneros narrativos. Tal uso del adjetivo   —126→   romanesco estaría reservado, o al menos eso parece, para obras de teatro o poesías. Aquí la palabra «romanesco» significa, siguiendo la definición que antes hemos visto de Borao, «lo que se presenta con aire extraño, lo que afecta de un modo enérgico a la imaginación». Por eso el editor se ve obligado a certificar la autenticidad de los hechos y a afirmar con énfasis las virtudes morales del relato, defendiéndose por anticipado de las posibles críticas de sus lectores. Es decir que el adjetivo se refiere a una forma de escribir, que se diferencia de la forma habitual de esta penúltima década del siglo XVIII. ¿Qué elementos encontramos en el relato que caracterizan su estilo romanesco, estilo con el cual, también según Borao, «no se tiene con esto la idea completa del romanticismo, pero si lo principal de ella»?

El argumento de este relato es sin duda lo que lleva al editor a calificarlo de romanesco. Sabino, pretendiente frustrado al trono imperial de Roma, que Vespasiano ha conseguido, decide huir de la furia del nuevo emperador, escondiéndose en un subterráneo. Para ello incendia su casa y finge su muerte, pero no cuenta nada de ello a su esposa, Eponina, creyendo que ésta no podrá soportar el encierro junto a él. Eponina, al conocer la noticia de la muerte de su esposo decide suicidarse por hambre. Sabino, conmovido, hace llegar a su esposa la noticia de que aún vive. Eponina acude al encuentro de Sabino en el subterráneo. Tras el reencuentro, los esposos deciden proseguir su vida en común en la cueva. Eponina queda embarazada y tiene dos gemelos, que nunca salen del encierro. Cuando estos han cumplido ya nueve años, Sabino es descubierto por las tropas de Vespasiano y va a ser ejecutado. Sin embargo, Eponina consigue acercarse al soberano y suplicar su perdón. Aunque se supone que Vespasiano concede el perdón, el cuento culmina con la súplica de Eponina.

Muerte simulada, anagnórisis, suicidio por amor, escenarios subterráneos... Elementos, todos ellos, presentes en el relato y que harán fortuna en el romanticismo. Suficientes para que un lector de 1787 entienda esta narración como romanesca.

No es menos interesante el resto de la nota del editor. Para insistir aún más en las bondades del relato afirma que:

Sería de desear que este asunto se tratase con toda la extensión, y gracias de que es susceptible: enriqueciendo la literatura con un romance histórico, que podría ser tan moral como patético: y sería también argumento más digno de una comedia que muchas suelen escogerse.


¿En qué tipo de romance histórico esta pensando el editor cuando hace esta afirmación? Cabe recordar que a finales del XVIII y principios del Siglo XIX Juan Andrés y Francisco Sánchez utilizan el término romance para referirse a la narración larga en prosa y reservar novela para la breve. El abate Andrés en su obra Orígenes progresos y estado actual de toda literatura explica en el tomo cuarto de su obra -que como la Historia de Sabino y Eponina es de 1787- que las novelas son «pequeños romances» en las que se expone un solo hecho y que guardan una relación con los romances largos (que se corresponden a nuestras actuales novelas) como el que existe entre una drama en un acto y una comedia completa (1787; 476-539). Francisco Sánchez, el malaventurado redactor de El Conciso, pocos años más tarde, publica sus Principios de Retórica y Poética.   —127→   Divide el libro en dos partes; en la de retórica, además de los conceptos tradicionales de la retórica se dedican los últimos capítulos a la Historia, a la Filosofía, a las Cartas y a «los Romances y Novelas» de los cuales dice que «los cuentos y novelas se diferencian de los romances únicamente por su mera extensión» (Sánchez, 1805, p. 135).

Es por lo tanto perfectamente posible que el editor del Correo de los Ciegos entendiera romance como novela. Tal uso no era extraño en la época. Montengón, en 1793 publica su novela El Rodrigo, subtitulándola romance épico. Esta utilización del término romance para referirse a una narración larga en prosa no fue flor de un día. Años después en 1834, en su discurso de entrada en la Real Academia Española, el Duque de Rivas hablará de los «admirables romances de Walter Scott» (Sebold, 1992; 105).

Digna de mención es también la segunda parte de la indicación del editor: «sería también argumento más digno de una comedia que muchas suelen escogerse». No es, desde luego, un seguidor muy ferviente de Luzán quien recomienda esta historia como argumento de obra teatral: desde la fingida muerte de Sabino, hasta la súplica de Eponina a Vespasiano, pasan más de diez años: tiempo necesario para que Sabino y Eponina se separen, Sabino se esconda simulando su muerte, Eponina decida suicidarse por hambre, Sabino revele su escondite, se produzca el reencuentro de los enamorados, Eponina quede embarazada, de a luz gemelos, estos cumplan nueve años sin haber visto la luz del día, Sabino sea descubierto, y Eponina implore piedad a Vespasiano. Difícil parece con todos estos acontecimientos mantener la unidad de tiempo. Y tampoco resulta muy probable que se consiguiera una unidad de lugar; la relación de escenarios que se necesitan para la representación de la obra tiene poco que envidiar a los que imaginaba el sobrino romántico de Mesonero Romanos: «La casa de Sabino, que se incendia. El lúgubre subterráneo. El dormitorio de Eponina, moribunda. Las calles de Roma. El palacio de Vespasiano».

La otra narración que vemos a analizar es «La Peña de los enamorados», una narración publicada entre Febrero y Marzo de 1796 en el Correo de Cádiz y firmada por «B». La inicial corresponde al editor del periódico Joseph Marie de la Croix (o José Lacroix) Barón de Bruére y Vizconde de Brie, uno de las personajes más curiosos e interesantes del inicio del periodismo español. Emigrado realista francés, fundador del Diario de Valencia (1790), del Diario Histórico-Político de Sevilla (1792), y de cuatro publicaciones en Cádiz: el Correo del Postillón (1794), el Correo de Cádiz (1796) el Correo de las Damas (1802) y el Diario Mercantil. Alcalá Galiano, que le conoció, le recuerda con indisimulado desprecio: «Un buen señor, oficial francés emigrado, entrado en años, corto en saber y no sobrado en luces, honrado caballero, cuyos títulos algo pomposos, de Barón de Bruére y vizconde de Brie cuadraban mal con su pobreza». (Alcalá Galiano; 1955; 5). Ramón Solís, el historiador de la prensa gaditana del XIX considera a Bruére, de una forma bastante más halagüeña, como el «reformador e impulsor del periodismo gaditano». (1987; 328). Lacroix se planteó el ejercicio de las letras como una forma de vida: escogió ciudades en desarrollo, con un buen mercado potencial para publicar sus periódicos, y recurrió sin escrúpulos al plagio para llenar las páginas de sus «papeles».

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El tema que nos narra el cuento iba a ser retomado en varias ocasiones por autores románticos: en 1836 con un cuento de Mariano Roca de Togores, y una obra de teatro de Aureliano Fernández Guerra (Castro y Orozco, 1836) y en 1839 con otro cuento de Manuel Zúñiga.

La historia es sencilla. Una princesa mora de Granada y un cautivo cristiano se enamoran superando todas las diferencias de religión, raza y sentido del honor que les separan. Huyen del reino y del rey que les persigue. Al fin, acorralados por el ejército árabe, se suicidan arrojándose desde lo alto de un escarpado risco que desde entonces lleva el nombre de Peña de los enamorados.

El cuento comienza con una romántica alabanza a la Edad Media:

Admiremos el espíritu de los Siglos caballerescos, en que el amor, las guerras y los combates, formaban la ocupación de su brillante juventud. En aquellos tiempos, el hombre más enamorado era el más valeroso. El más fino, el más delicado en los estrados, era el más feroz, el más terrible, el más duro en los combates.


Faxardo, el protagonista de la historia se va a ver atrapado entre su amor por Zátima, la joven princesa, y el agradecimiento hacia Abenacar, el rey moro que le ha tratado con gentileza y cortesía. El conflicto interior enfrenta a su amor contra su obligación:

¡Podré estar separado de Zátima! ¡Podré vivir un solo instante sin verla!... ¡Pero mi patria!...¡Mis padres!...¡Ah desgraciado Faxardo, mas te hubiera valido morir en el combate, hubieras muerto gloriosamente, que no acabar de esta manera infeliz!... ¿Mas que se dirá de mí si retardo mi partida? ¡Un español, que ve roto sus hierros no volar al combate! ¿Cómo excusarse a los ojos de España, del universo todo? ¿Qué medio para libertarse de su propia conciencia?


El personaje dominante de la historia es la princesa mora que en todo momento se adelanta a los hechos, los provoca y decide la suerte, tanto suya, como la de su enamorado. Faxardo es un típico ejemplo de «héroe mediocre», que arrastrado por las circunstancias y por la voluntad de Zátima, actúa sin tomar decisiones conscientes. Faxardo está todo el relato preso de las más vivas dudas y de la más total indecisión. Cuando Zátima le revela su amor y le pide que se quede y Abenacar le ordena abandonar su reino, Faxardo piensa en huir con su amada, pero se da cuenta de hasta que punto su amor le deshonra y renuncia a sus planes:

¿Mancharás, Faxardo, con un indigno crimen, las glorias que te hicieron estimar de tu contrario? ¿Has de seducir una princesa hija de tu bienhechor? Aunque no reparará tu amor en la ingratitud que cometes, ¿no eres cristiano? Zátima, ¿no profesa una secta contraria y que miras con el mayor horror? Sí, ¡todo debe separarnos! Rompe Faxardo par siempre unos lazos que te precipitan de un abismo a otro. ¿No temes faltar a la hospitalidad, a estos sagrados derechos? ¿No te avergüenzas de faltar a tu patria? ¿No eres español y caballero?...


Pero esta decisión de Faxardo se viene abajo cuando Zátima aparece.

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Este conflicto entre el amor y el honor es el que lleva a otros escritores románticos a tratar el tema. Pero Bruére no es todavía un romántico revolucionario, ni su Faxardo puede llegar a las impiedades que por amor cometen el Macías de Larra o el Mansilla de Los Amantes de Teruel. Se encuentra, sí, en medio de una fuerte lucha interior de sentimientos contradictorios:

Faxardo llora, los más contrarios y opuestos sentimientos despedazan su interior, forma el proyecto de alejarse prontamente de aquel país, sin despedirse de la Princesa, sin verla, sin informarse siquiera de si era sabedora de su partida: ¿pero cuándo se ama con la extraordinaria viveza con que la amaba, como se puede ejecutar estos intentos? ¿El amor no renace entonces con más fuerza, con más poder? Faxardo es el blanco de los combates de los sucesivos asaltos de la razón, del amor, de la obligación, del honor y de una pasión que quiere quedar victoriosa.


Pero a la fuerza del amor se añade también la de un honor dividido. Fajardo obligado por su lealtad y agradecimiento a Abenacar le da palabra de irse de Granada y llevado de su amor da también palabra de no abandonar a Zátima. Esto le lleva al definitivo conflicto, en el cual vence la voz del amor reforzada por el honor.

Es un rayo que le hiere: se contempla en la situación más peligrosa, y se mira hecho infame seductor, faltando a las leyes del agradecimiento, y traspasar el corazón de un padre que lo ha distinguido y favorecido sobre manera; a su libertador, ¡qué consideración tan terrible! Mira por otro lazo a Zátima a quien ama, y de quien es amado, expuesta al furor y cólera de su padre, abandonada, y sin él, conducida a la muerte más cruel, y esta idea le hace temblar de amargura y de dolor. Su honor se halla comprometido por ambos, y lo pierde por tenerlo


Zátima por su parte, de acuerdo con su papel dominante y decidido, no alberga ninguna duda. Para ella su amor lo es todo y mientras Faxardo se debate aún en su irresolución, ella ya ha olvidado todo lo que es y ya está dispuesta a dejarlo todo por su amor. Fatme, su doncella, la pregunta asombrada:

«¡Señora! ¿Qué decís? ¿Abandonaréis por esta fatal pasión vuestros padres, vuestra patria, vuestra religión? ¡Me estremezco!...» «Zátima ya no es Princesa de Granada, es esclava de Faxardo», le responde la hija de Abenacar, «es la última expirante de sus muchas prendas, no podré sostener su ausencia: esta partida me conducirá al sepulcro...quiero arrojarme en los brazos de la muerte...»


Y efectivamente se arrojan en los brazos de la muerte. Acorralados en su intento de huida, Zátima conserva en el último momento la iniciativa que durante todo el relato ha mantenido, mientras que Faxardo está, como siempre, arrastrado por los acontecimientos.

La ligera tropa los alcanza y los rodea: Fatme, el esclavo y los escuderos caen heridos de mil golpes mortales. Sus enemigos, cada vez más furiosos, deseosos de apoderarse de su presa, se acercan a la peña dando horribles gritos y   —130→   comienzan a trepar a la cima. Los dos infelices amantes conocen que no tienen que esperar remedio alguno. Zátima habla la primera y le dice al caballero: «Faxardo, hemos perdido toda esperanza. Nos amamos, pero no podemos vivir juntos; muramos pues». Diciendo esto se abraza con el caballero, lo estrecha fuertemente y se arroja con él desde lo alto de la peña, que aún en el día conserva el nombre de La Peña de los Enamorados.


Este amor trágico, el conflicto entre amor y honor y la victoria del amor, dubitativa en Faxardo, absoluta en Zátima, la presencia del héroe mediocre arrastrado por los acontecimientos de tantas novelas románticas... Para que no falte detalle alguno hay un torneo en el que Faxardo batalla, venciendo a todos los caballeros moros y entregando la prenda de su victoria a Zátima.

Presenta además este cuento una característica formal típica de la novela romántica: la proximidad entre el discurso narrativo y el teatral. Ermitas Penas (1993) ha estudiado esta proximidad. Para esta autora,

la acción [de las novelas románticas españolas] se organiza en escenas dialogadas sucesivas, con entradas y salidas de los personajes, en ámbitos cerrados o abiertos de evidente cuño dramático [...] También los monólogos o soliloquios, dichos en alta voz gozan de idénticas prerrogativas que los dramáticos. Es curioso observar en nuestra novela histórica romántica como el análisis de la intimidad de los personajes que el narrador describe alterna en el texto con trancos no pensados pero sí emitidos verbalmente por las criaturas novelescas, como en el teatro.


(169)                


La descripción del interior de los personajes, de su modo de actuar y de su evolución a través de diálogos y de monólogos que el propio personaje pronuncia en voz alta en la novela. Ese es precisamente la forma que Bruére tiene de caracterizar la evolución de Faxardo y de Zátima. Faxardo pronuncia tres monólogos en el cuento. En el primero proclama su dolor ante el deber de marcharse pero recuerda su condición de cristiano. En el segundo, después de recibir la orden de partida de Abenacar se debate entre la obediencia a éste y el amor que siente. En el tercero, dispuesto a despedirse por carta de Zátima, piensa en su propia muerte, inundado por el dolor. En cuanto a las escenas dramáticas podemos anotar la escena en que Faxardo espera a su anónimo corresponsal y una mujer misteriosa se acerca con un velo, la declaración mutua de amor entre los dos enamorados en la habitación de la princesa, que debe ser hecha con palabras indirectas y con el recurso del espejo o la súbita aparición de Zátima y Fatme en la habitación de Faxardo cuando éste ya se disponía a irse, cambiando así su determinación.

Con estas dos narraciones que aquí presentamos creemos poder demostrar la existencia de una sensibilidad más romántica que ilustrada y por lo tanto la presencia de elementos románticos en la prosa narrativa y en el periodismo del finales del siglo dieciocho. Más aún si se tiene en cuenta que estas narraciones no son excepcionales ni únicas, sino dos ejemplos de lo que se puede hallar en las páginas de los periódicos dieciochescos.





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Bibliografía

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Apéndice


Historia de Sabino y Eponina

Sabino era un romano, que durante las guerras civiles, tomó partido contra Vespasiano, y aún pretendió también el imperio. Pero habiéndose afirmado el poder de Vespasiano, se ocupó Sabino en buscar medios que pudiesen substraerle de las persecuciones, e imaginó uno tan raro como nuevo; poseía vastos subterráneos desconocidos de todos, y resolvió ocultarse en ellos: este lúgubre retiro le libertaba por lo menos del insoportable temor de los suplicios, y de una muerte ignominiosa, y conservaba en él la esperanza de que acaso alguna nueva revolución le proporcionaría poder manifestarse de nuevo al mundo. Pero entre tantos sacrificios a que le obligaba su situación, había uno que sobre todo rompía su corazón; tenía una mujer hermosa, joven, sensible y virtuosa: era preciso perderla y decirla un adiós para siempre, o proponerla que se encerrase en una oscura prisión, y renunciase a la sociedad, a la libertad, y a la claridad del día. Sabino conocía la ternura y la magnanimidad de Eponina, su esposa amada: tenía seguridad de que ella consentiría con gozo en seguirle, y en no vivir sino para él, pero temía en ella el arrepentimiento que muy fácilmente sucede al entusiasmo, y de que ni aún la virtud preserva siempre; finalmente tuvo tanta generosidad, que no quiso abusar de la de Eponina, o por mejor decir no tenía más que una idea imperfecta del modo en que puede amar una mujer. No se confió pues más que de dos libertos que le siguieron: junta sus esclavos, les persuade que está resuelto a darse la muerte, les recompensa, los despide, incendia su casa y se salva después en los subterráneos con los dos libertos fieles. Nadie dudó de su muerte: Eponina se hallaba ausente, pero esta falsa noticia llegó bien pronto a sus oídos, y engañándola, como a todos, resolvió no sobrevivir a Sabino; y como sus padres y parientes la observaban y guardaban con cuidado, eligió a pesar suyo el género de muerte más lento, rehusando constantemente toda especie de sustento. Entre tanto los libertos de Sabino, que todas las tardes salían alternativamente del subterráneo para ir a buscar alimento, se informaron por orden de su señor de la situación de Eponina, y supieron que estaba casi a los últimos momentos de su vida; esta relación hizo conocer a Sabino, que cuando se había creído generoso había sido ingrato; agobiado de inquietud, y penetrado de agradecimiento envía inmediatamente uno de sus libertos a informar a Eponina de su secreto, y del lugar de su retiro. Mientras que se ejecuta esta comisión, ¿cuáles serían los temores y la impaciencia de Sabino? ¿Si su mensajero hallaría viva a Eponina? ¿Si en este caso la noticia que la llegaba la causaría alguna revolución funesta? ¿Sabino después de haber conducido a Eponina a la orilla del sepulcro, va por su fatal imprudencia a precipitarla en él, y a ser asesino del único objeto que puede hacerle soportable la vida?... ¿Será este el premio de tanto amor y fidelidad? Pero entre tanto que el desgraciado Sabino se abandonaba a estas reflexiones penetrantes, el Cielo le preparaba un momento de felicidad para recompensarle una vida entera de trabajos. Antes de llegar la noche había de presentarse la misma Eponina en aquel lúgubre subterráneo que resonaba tan tristemente con los lamentos de Sabino. Este lugar de horror y tinieblas, habitado ya por la virtud más pura, va a convertirse en templo augusto de la santa felicidad. Como podrá dejarse de sentir que los historiadores no nos hayan transmitido el tierno por menor de la primera vista de Eponina y su esposo cuando de repente apareció a   —134→   sus ojos, pálida, trémula, arrancada a la muerte por sólo el deseo de vivir en un calabozo con lo que ama, y el instante en que arrojándose a los brazos de Sabino, le diría sin duda, «Vengo a suavizar tu suerte partiéndola contigo; vengo a tomar de nuevo los sagrados derechos de esposa y de amiga, vengo finalmente a consagrarte la vida que tu me has restituido». ¡Qué admiración y qué reconocimiento no debió experimentar Sabino! ¡Cómo se mudó todo para él en un instante! ¡Qué encanto comunica Eponina a todo aquello que le rodea! Aquella basta caverna nada triste ofrece ya a los ojos de Sabino, sin embargo pensando que ha de ser siempre morada de Eponina suspira... ¡Ah!, el no puede ofrecer más que una horrible prisión a la que sería tan digna de reinar en un palacio.

Eponina y Sabino trataron de acuerdo las medidas que debían tomar para su seguridad común; era imposible que Eponina desapareciese enteramente del mundo sin exponerse a investigaciones peligrosas, por otra parte renunciando para siempre a su familia y a sus amigos, se privaba de los medios de servir a Sabino si se presentaba ocasión; se decidió pues que no viniese a la cueva sino por la noche; pero su casa estaba distante y era preciso andar a pie cinco leguas, ¿cómo soportaría ella esta fatiga?, ¿cómo una mujer tímida y delicada, criada en el lujo y las conveniencias, siendo tan hermosa y tan joven se atrevería a exponerse con el auxilio de un liberto sólo, a todos los peligros de un viaje nocturno y penoso que debía repetirse tantas veces? ¿Cómo en fin tendría la discreción y prudencia, necesarias para ocultar a todos los ojos sus pasos y sus secretos?... ¿Cómo? Ella amaba: podía faltarle experiencia, fortaleza y valor; pero guiábanla los dos mayores móviles de las acciones extraordinarias, el amor y la virtud, tan raras veces reunidos, pero tan poderosos cuando se hallan juntos. Eponina en efecto cumplió con exactitud todos los empeños que su corazón le había hecho tomar: venía regularmente todas las tardes al subterráneo, y muchas veces pasaba en él bastantes días de seguida, habiendo sabido tomar las precauciones necesarias para que su ausencia no diera sospecha alguna. La vida silvestre y retirada que hacía en el mundo y el dolor que se la suponía. La facilitaban ocultar al público sus pasos y escapar de las observaciones de los curiosos y desocupados; para ir a ver a su esposo triunfaba de todos los obstáculos: ni los rigores del invierno, ni las lluvias, ni el frío podían contenerla o retardarla. ¡Qué espectáculo para Sabino cuando la veía llegar temblando sin aliento, que apenas podía sostenerse sobre sus pies delicados y lastimados, y procurando no obstante disimular con una dulce sonrisa su cansancio y su mortificación, o por mejor decir olvidándolos en su presencia... Pero un nuevo acontecimiento debe hacer aún a Eponina más amable, si es posible, a Sabino: bien pronto va a ser madre y a dar a luz dos gemelos... ¡Qué nuevo manantial de felicidad para ella, pero al mismo tiempo de temor y de inquietud!... ¡En qué dificultades van a ponerla la obligación de ocultar su estado a todos los que la rodean, y la imposibilidad de tener aquellos recursos sin los cuales tan difícilmente puede pasar una mujer es su situación!... ¿Pero con un corazón tan fiel y apasionado, es Eponina mujer común? ¿Es esta una prueba superior a sus fuerzas y que pueda desanimarla o abatirla?... No, ella sabrá ocultar su importante secreto a sus criados a su familia y a sus amigos. ¿La faltarían expedientes y prudencia? Se trataba de conservar su honor, su reputación o la vida de Sabino. Ella sabrá triunfar del dolor mismo y soportarlo sin quejarse. Ausente de Sabino y acometida de repente de un mal tan nuevo para ella como violento, se encierra, invoca en la falta de socorros humanos la asistencia del Cielo, repite mil veces el nombre de Sabino, y se resigna en su suerte con tanta paciencia como valor. De esta suerte se hizo madre de dos hijos, cuya existencia tan amable la reparan y la recompensa de todo lo que ha padecido. Luego que llega la noche toma Eponina en brazos a sus hijos, se escapa de su casa, y ocupada con esta preciosa carga llega al soterráneo. ¡Quién podría pintar el profundo enternecimiento, los transportes y el regocijo de Sabino, al saber de Eponina misma que es padre, y al recibir a un mismo tiempo en sus brazos a su esposa y a sus hijos!... Estos hijos, prenda de la ternura más perfecta y más pura condenados desde su nacimiento a vivir y a crecer en una prisión, ¡cruel idea, capaz de emponzoñar la felicidad de Sabino, el cual sin duda debía decirles al abrazarlos: «Hijos desgraciados, ¡ah! ¿cuándo   —135→   podréis gozar de la luz y de la libertad?... Pues Eponina es vuestra madre, vosotros seréis amados de ella; no os quejéis de vuestro destino».

Los dos hijos de Eponina fueron criados en el soterráneo y no salieron de él en el espacio de nueve años que Sabino permaneció allí oculto. Lejos de que el tiempo disminuyese la concurrencia de Eponina, hizo más frecuentes sus viajes a la cueva; en ella encontraba a su esposo y a sus hijos: hecha extranjera al mundo y a la sociedad, el universo y la felicidad no existían para ella sino en el centro de la caverna de Sabino. Sin embargo sus ausencias que cada día se multiplicaban y se hacían más largas dieron al fin sospechas, y el exceso de seguridad la acabó de perder. Ella fue observada y seguida, y descubierto el desgraciado Sabino. Los soldados enviados por el Emperador lo arrancaron de su soterráneo y no conciben al ver esta horrible morada como podía echarse menos y verter lágrimas al dejarla. En este extremo, no desmintiendo Eponina su virtud, ni el valor de que había dado tantas pruebas, se va al palacio del Emperador seguida de sus dos tiernos hijos: la gente se precipita en tropel a su tránsito, cada uno quería verla y aplaudirla: todo el Palacio resuena de las aclamaciones que ella excita, y así es que se vio a lo menos una vez en el domicilio de la adulación obtener la virtud desgraciada el tributo de los elogios que merecía. Eponina, insensible a su gloria, y aún no comprendiendo como se podía admira su conducta, y lamentándose a los mismos que tenía admirados camina tristemente por entre la multitud la rodea y llega al fin a la habitación de Vespasiano. Todo el mundo se retira, y Eponina entonces arrojándose con sus dos hijos a los pies del Emperador le habla en estos términos.

«Aquí tienes, oh Cesar, a tus pies, a la mujer y los hijos del desgraciado Sabino, estos niños inocentes, que criados en un lúgubre calabazo, gozan hoy por vez primera de la vista del sol. ¿Y qué? ¿Este astro luminoso, que no luce para ellos sino pocos instantes ha, deberá alumbrar el suplicio de Sabino? ¿Y este día que los saca de las tinieblas y de la cautividad será al cabo el último de su padre?... ¿Pero cuál ha sido el delito de Sabino? La ambición. Oh Cesar, si esta pasión no hubiera dominado en vuestra alma, ¿haríais la felicidad del universo y seríais el arbitrio de la suerte de mi esposo?... Vos habéis probado hasta aquí que la fortuna no fue ciega en favoreceros; acabad de justificarla con vuestra clemencia... Todo está sometido a vos; vos reináis: ¡ah! conoced el más dulce encanto del alto puesto en que os ha colocado la suerte; lastimaos de los desgraciados y perdonad; ¿podréis ser insensible a los llantos de una esposa y de una madre, y a los sollozos de estos niños? Vos sois Soberano y padre, ¿y serán vanas las lágrimas que la inocencia y la naturaleza han derramado a vuestros pies? ¡Ah! ¿el cielo mismo no se ha encargado el castigo de Sabino? ¿No os ha quitado el derecho de castigarle no poniéndole en vuestras manos hasta después de nueve años de un cruel cautiverio?... ¿Permitiréis que algún día se os pueda sindicar de un rigor excesivo y tan poco necesario para vuestra seguridad? ¡Oh Cesar! pensad en esto: vuestra inflexibilidad no puede quitar a Sabino más que una vida obscura y lánguida, y por otra parte obscurecería a los ojos de la posteridad aquella gloria tan brillante y pura, dichoso y justo fruto de vuestros trabajos y vuestras hazañas».




Historia trágica española

La Peña de los enamorados


Admiremos el espíritu de los Siglos caballerescos, en que el amor, las guerras y los combates, formaban la ocupación de su brillante juventud. En aquellos tiempos, el hombre más enamorado era el más valeroso. El más fino, el más delicado en los estrados, era el más feroz, el más terrible, el más duro en los combates.

  —136→  

No se podía pretender el corazón de una joven sin pasar antes por la escuela del valor. Un Caballero se atrevía a descubrir sus ocultos pensamientos, cuando acababa de ejecutar una acción heroica y grande. Entonces escogía una Dama: a ella dirigía sus pensamientos, sus palabras y acciones. Ella le animaba en lo más fuerte de la refriega, y le sostenía en los golpes difíciles: dirigía su brazo. Si el caballero salía vencedor, atribuía a la Dama la victoria: una fineza de ésta, una flor, una divisa, producía las acciones más heroicas.

En este tiempo, la escuela del amor y al de la guerra era una misma. Confundíanse estas dos pasiones, o llamemos ejercicio a la otra.

Todos sabemos que en aquel tiempo los feroces musulmanes, ocupaban la mejor y más fértil parte de nuestra Península. El espíritu caballeresco infundía un odio irreconciliable contra estos enemigos de la religión y del estado: la obligación más sagrada de los caballeros, era la de hacerles continuamente la guerra: detestaban tanto a los Sarracenos, cuanto amaban a su dama.

Un Joven Caballero, descendiente de una de las más ilustres casas del reino de Aragón, sabe que el Rey Don Juan, Soberano de Castilla, ha levantado el Estandarte contra el enemigo común. El Caballero (a quien llamaremos Faxardo) desea salir de la ociosa y blanda vida del castillo de sus Padres: entraba ya en la edad en que el hombre solo respira la guerra y los amores, arde en deseos de ir y señalarse por su valor contra los opresores de su Religión y de su Patria.

En vano su Madre llora y procura detenerle: «¿Debéis vos impedir mi viaje?». Le dice: «Os debo no menos la clase que gozo de Caballero, que la vida: mi Padre no había cumplido aún diez y ocho años, y ya se había distinguido en la Lid y en los Torneos: ¿Yo viviré a su edad obscuramente en el seno de una vergonzosa inacción? Los bárbaros musulmanes se bañan en la sangre cristiana; debemos temer aún el que reconquisten nuestro país, ¿y quien los combatirá y rechazará, si los jóvenes en quienes debe hervir el ardor de los combates, yacen como yo lánguidamente en el ocio y los placeres? Si me amáis, ¡oh Madre mía!, debéis amar aun más mi fama y mi reputación: dejadme, dejadme seguir las ilustres y gloriosas huellas de mis Abuelos. ¡Ah que gusto sentiré yo, al volver a vuestros pies, arrastrando los Estandartes ganados a los Moros! ¡Cuál será vuestro gozo, de que me veáis volver triunfante y victorioso!».

Su madre le da un tierno abrazo, y consiente en su partida: ella misma los ojos bañados en lágrimas, la mano trémula y desfallecida, le viste la luciente coraza, coloca en sus sienes el dorado morrión, y pone en sus manos aquella preciosa espada, que su padre había manejado con tanta gloria y que aun estaba teñida de la sangre de los infieles.

Faxardo, se arranca de los brazos de su madre, que largo tiempo permanecen abiertos y como llamándole: monta en un soberbio caballo, y marcha seguido de dos escuderos dignos de asociarse a las proezas de su joven amo.

Bien pronto llega a las limites de su reino, penetra en los estados de Castilla, y llega a la brillante corte de su soberano. Los campos están cubiertos de formidables escuadrones; se ven llegar cada día nuevos refuerzos, que engruesan y amenaza el ejército. Los soldados, impacientes por dilatarse la hora de entrar en la pelea y vencer al enemigo, se ensayan en la ociosidad de sus campamentos en ligeras justas y torneos.

La tropa marcha: Faxardo camina al frente de la de su país; se le conoce por el rojo penacho que ondea sobre su luciente casco.

El ejército, cual una opaca nube, cubre y obscurece los caminos de Andalucía: los moros representan un número superior. Se traba la batalla, con igual furor se combate por ambos lados. Faxardo pelea cual un tigre furioso; el novel caballero se aventaja a los más experimentados: es la admiración de los dos campos: los castellanos hacen votos por su conservación: los musulmanes pretenden hacerle prisionero.

La providencia divina, cuyos decretos son impenetrables, no permite que triunfe y venza la buena causa: la victoria se declara por Abenacar, Rey de Granada. Faxardo cede a la multitud de los que le persiguen; pero no se rinde hasta haber hecho gemir a muchos   —137→   por su loca temeridad. En fin, habiéndose señalado con mil prodigios de valor, fatigado ya y desfallecido, cercano a perder la vida por la mucha sangre que corría a borbotones de profunda herida, no quiere entregar su espada, sino es al Rey mismo: Este Príncipe, movido de la desgracia del joven aragonés, se adelanta hacia él y le dice: «Valeroso caballero, no os avergoncéis de conocer a un vencedor que merecerá vuestra estimación; recibid este primer testimonio de la mía; os vuelvo vuestra espada, venid a mi corte, quiero fijaros en ella con los lazos del reconocimiento y de la amistad, no experimentareis de mí más que beneficios».

Faxardo levanta sus pesados párpados, y duda de lo mismo que oye y ve: el monarca moro tenía pintadas en todas sus facciones, la nobleza y la magnanimidad; su prisionero no podía creer que un musulmán fuese capaz de un proceder tan sublime.

Abenacar vuelve a sus estados, seguido de su victoriosa ejército, lleva consigo a la Corte a Faxardo, que ya se halla sano de sus heridas, y le dice: «Esta será mi prisión: quiero que confieses que se puede amar, a los mismos que nos han vencido».

Tenía Abenacar una hija de diez y seis años, los poetas árabes habían agotado en alabarla, sus metáforas brillantes, y sus asiáticas expresiones; pero toda exageración quedaba corta; su mérito era superior a cuanto puede presentar la imaginación de más hermoso: era un modelo de las Huríes que Mahoma ofrece en los delirios poéticos de su Alcorán a sus escogidos discípulos. En efecto, Zátima (así hablaban las poetas granadinos llenos de entusiasmo por su hermosura) era un botón de rosa, que se abre con los suaves rayos de la mañana. Jamás la España había producido cosa más perfecta. Se paseaba por las riberas de aquellos agradables arroyos, que riegan con abundancia las fértiles y floridas llanuras sobre que se eleva Granada; y se hubiera creído que era la ninfa directora de la fuente de sus aguas cristalinas. Buscaba la sombra de sus espesos bosques, y parecía Diana arrastrando los corazones de cuantos la veían. Salía a las fiestas y regocijos públicos, se reputaba por la misma Venus encantadora, con sus tres gracias. Se creía que su vista hacia brotar las flores bajo sus plantas, y que conservaba al cielo su serenidad, y brillante claridad. Llamábasela Checher-Para, lo cual significa trasladado a nuestro Idioma Palacio de Azúcar.

Abenacar dispone para celebrar la Victoria alcanzada sobre los Cristianos, dar un magnífico Torneo. Brilló en esta fiesta toda la magnificencia y galantería de los moros granadinos; concurrieron a ellos los principales del Asia y África.

Faxardo fue convidado a entrar en la lid, había visto a Zátima, y no había podido resistir a amarla; en el mismo instante la escogió por Señora de sus pensamientos. Abandonó su corazón a aquel objeto encantador.

Presentose en la Plaza soberbiamente adornado; no nos detengamos en pintar sus galas: en ellas brillaba a porfía la riqueza y el buen gusto.

Su escudo debe parar nuestra atención, representaba un Heliotropo abrazado por los rayos del Sol, y tenía esta divisa: Amo el fuego que me abraza. Veíase al otro lado un Águila que se elevaba, extendiendo sus alas hacia el astro, que todo lo ilumina, y tenías escritas estas palabras: Llegaré aunque muera.

Ábrense las barreras, preséntanse en la arena los combatientes: Faxardo no se había dado a conocer; entra en la palestra, pelea con la mayor parte de los pretendientes al premio: sale victorioso de todos los combates; advirtiose que llevaba colores semejantes a los que brillaban en los ricos adornos de Zátima. La princesa tenía que repartir los premios. Se diría que había procurado justificar la comparación que de ella habían hecho los poetas de su país con el sol; pues brillaban en ella los más finos diamantes en todos sus adornos: es verdad también, que su hermosura sobrepujaba a cuantas maravillas había unido el arte de su compostura.

Faxardo era uno los primeros vencedores, que al ruido de las trompetas y timbales, vino a recibir la recompensa de su afortunado valor. Llega: se echa a los pies de la hija de Abenacar, y levanta la visera del casco; un mismo golpe hiere a él y a la Princesa igualmente, y ésta le dice con aquella gracia que extendía sobre los más   —138→   pequeños objetos: «Caballero, os habéis vengado muy bien de los que os vencieron en la batalla; vos sois el que triunfáis de vuestros enemigos».

El joven aragonés lleno de turbación le responde: «Señora, éste es el instante en que yo me confieso vencido, y en que aseguro que ama tanto las cadenas que me aprisionan, que jamás quiero romperlas». Presentó al valeroso Faxardo un corazón de rubíes. Observad que este corazón es símbolo de la llama.

Levántase al instante el caballero, siguiente una multitud de combatientes, se precipita en la palestra, y exclama con grandes voces: «Venga aquí el que quiera probar su lanza con la mía: estoy pronto a medir mi brazo con el suyo, y a defender que ninguna Dama, es igual a la que más escojo por objeto de mis amores». Al oír estas palabras Zátima, experimenta una especie de conmoción que descubre su pasión. «El orgullo de los Cristianos», dijo, «se ostenta en todas ocasiones. ¿Cuál será la hermosura a quien Faxardo ofrece su corazón?». Refiérense estas palabras al enamorado Caballero. «¿Quiere saber la Princesa y conocer a la que yo sirvo? Solo ella puede saber mi secreto».

La fortuna confirmó la arrogante propuesta de Faxardo. Triunfó de todos sus contrarios y les hizo declarar mal de su grado «Que su dama era superior a todas las demás».

Zátima no puede ocultar ya la pena que la consume; pide a su padre (que la amaba con la mayor ternura) permiso para ver al joven cristiano. «Quería saber cual era la hermosura por quien Faxardo muestra tanto amor, y tanta audacia. ¿Me perdonaréis, padre mío, este movimiento de curiosidad?» Abenacar le concede lo que solicita.

Faxardo es introducido en la habitación de la Princesa, que se hallaba rodeada de toda su Corte. «Señor», le dice: «no os disimularé que estoy impaciente por conocer la hermosura a quien nada pueda compararse; me lisonjeaba que en Granada...» El Caballero no la deja acabar: «En todo el mundo, Señora, no tiene igual; me atrevo a repetirlo con vuestra presencia: vos misma os veréis obligada a convenir en ello; pero solo a vos, princesa, me es permitido revelar su nombre».

Al instante comienzan a retirarse cuantos rodean a Zátima: queda sola con Faxardo: este continua diciendo: «Señora, confiaros lo que hasta ahora no ha salido de mi corazón; pensad en que obedezco vuestras órdenes con la mayor sumisión». Al mismo tiempo que hablaba de este modo se le veía mudar continuamente de color, temblar y experimental la agitación más terrible. «No lo ruego, Señor, me alegraré mucho de saberlo, no teníais que temer de cometer ninguna indiscreción; si pudierais leer mi corazón, veríais que a lo menos, puede merecer vuestra confianza, me será útil...Necesito... Necesito...»

«Bien, Señora», exclamó el Caballero arrojándose a sus pies, «¿Lo habéis exigido? Vos conocéis a la que yo amo... La que sólo debo nombrar a vos... La que adoraré hasta la muerte, y por la que daría mil veces la vida... Sí Señora, os será imposible el dejar de confesar, que no puede tener rival...» Entonces descubre un espejo pequeño que se había colocado en su pecho. Zátima penetra fácilmente el secreto de Faxardo: se mira en el espejo: ve que es objeto de la pasión que ella creía nacer de otra. Solo puede pronunciar con voz débil y cortada: «Cristiano, ¿cuál es vuestra esperanza?»

«He de adoraros, Señora, hasta el último suspiro, arder en mi llama, morir en mi amor...»

«Señor... Levantaos, levantaos... ¡Si os sorprendiesen! ¿La hermosa Zátima se dignaría perdonarme?... ¿Perdonaros?... Faxardo... Señor... ¡Alá!.... No sois sólo el culpado...» Al instante la princesa manda entrar su corte.

«Ya sé en fin el secreto del Caballero; pero he empeñado mi palabra de que no le descubriré, no obstante, si hubiese de seguir mis consejos, se aplicaría a vencer una inclinación...»

«Jamás, Señora, procuraré arrancar de mi la saeta que lo traspasa: os lo repito aunque debiera causarme la muerte, adoraré siempre la mano de donde salió el tiro fatal». Al decir estas palabras el caballero lanzó una mirada, que solo lo princesa pudo entender, y en efecto comprendió muy bien lo que significaba.

  —139→  

En vano se esforzaba Zátima en ocultar con aparente alegría el desorden en que se hallaban sus sentidos: Auméntase esta agitación, cuando al otro día, oyó cantar al mismo Faxardo un romance, que a ejemplo de los moros, había compuesto él mismo, acompañándose con el melodioso son de una guitarra.

Abenacar estimaba cada vez más a su prisionero, y se resolvió a hacer con él, el más noble acto de generosidad: «Cristiano», le dijo: «te he detenido demasiado tiempo en mi Corte, rómpanse tus cadenas, vuelve a tu Patria, y cuenta a tus conciudadanos, el modo con que yo trato a mis enemigos. No dirán ahora los españoles, que los moros son bárbaros. Solo exijo por pago de tu rescate algunas pruebas de tu estimación, a favor de un soberano que ha sabido reconocer tu mérito». Faxardo movido de la magnanimidad del Monarca, se arroja a sus pies: el Rey lo levanta, y abraza en presencia de todos sus cortesanos.

Zátima, se abandonaba a todas las ilusiones de su pasión: en lugar de combatirla, y mirarla como funesta, la alimentaba y encendía en su pecho: habíase grabado con caracteres de fuego en su corazón el romance de Faxardo. Particípanla la acción generosa de su padre, que concede la libertad al caballero; ella exclama arrebatada de un movimiento involuntario. «¿Faxardo dejará este país?...» Conoce esta indiscreción, corre a encerrarse en su habitación, y allí se abandona toda a su dolor.

No era menos viva la agitación de Faxardo: sólo había en aquel pronto considerado el noble proceder de Abenacar, y a la ventaja de poder emplear aun, un valor útil a su Patria, y a su propia gloria; pero cuando consideró la separación del objeto amado, del ídolo de sus potencias, de las delicias de su puro amor; se le presentaron las penas que le iban a cercar toda su vida; «¡Triste de mí!» decía: «¡Podré estar separado de Zátima! ¿Podré vivir un solo instante sin verla!... ¡Pero mi patria!...¡Mis padres!...¡Ah desgraciado Faxardo, mas te hubiera valido morir en el combate, hubieras muerto gloriosamente, que no acabar de esta manera infeliz!... ¿Mas que se dirá de mi si retardo mi partida? ¡Un español, que ve roto sus hierros no volar al combate! ¿Cómo excusarse a los ojos de España, del universo todo? ¿Qué medio para libertarse de su propia conciencia?»

Faxardo llora, los más contrarios y opuestos sentimientos despedazan su interior, forma el proyecto de alejarse prontamente de aquel país, sin despedirse de la Princesa, sin verla, sin informarse siquiera de si era sabedora de su partida: ¿pero cuándo se ama con la extraordinaria viveza con que la amaba, cómo se puede ejecutar estos intentos? ¿El amor no renace entonces con más fuerza, con más poder? Faxardo es el blanco de los combates de los sucesivos asaltos de la razón, del amor, de la obligación, del honor y de una pasión que quiere quedar victoriosa.

En medio de esta terrible tempestad recibe un billete, prepárase al instante a leerlo y teme romper el nema, ábrelo, y lee así: «Presentaos hoy en el Bosque de las Rosas; una persona os pide una conversación secreta».

El esclavo que había entregado el billete había desaparecido al punto que lo entregó, no pude informarse más: vuelve a leer el papel, no conoce la letra. «¿Qué tendrán que decirme? La Princesa... pero huyamos de esa idea... es imposible. ¿Abenacar habrá penetrado los secretos de un corazón que no puede resistirse a manifestar su dolor?... No importa: no faltaré a esta cita. ¿Debo tener miedo? ¿No he aprendido ya a morir?»

Se apresura, pues, a bajar a los jardines, ya le tarda la hora en que salga de sus dudas; llega al bosque, no ve a nadie; lucha en un mar de reflexiones, y no saca consecuencia alguna: oye un ruido sordo: para su atención, ve se iba acercando una persona con un velo, Faxardo cree ser Zátima: «¿Princesa? No soy la princesa», le responden, y en efecto no era el eco suyo: «pero Señor, continúa, es mi ama la que me envía a hablaros, esa misma que nombrasteis. Soy la depositaria de los secretos de su alma: ¡Faxardo vos sois la causa de la pena que padece, y que la conducirá al sepulcro!».

«¡Yo causar la mínima pena a Zátima! Seas quien seas ten compasión de mí: ¡Soy el más infeliz de los mortales!»

«Señor, sois al contrario el más feliz: sabed... Zátima no es indiferente a vuestro   —140→   amor. ¿Qué es lo que digo? ¡Indiferente!... Caballero bastante os he dicho... ¿Y marcháis?» La Esclava levanta el velo. Faxardo reconoce a Fatme, la confidenta y la más querida amiga de la hija de Abenacar. «¿Me habréis visto, forzosamente, muchas veces al lado de la Princesa?» le dice, «siempre la acompaño: nada tiene reservado para mí: sois caballero, y español, esto es lo que nos ha persuadido a las dos, que podíamos contar con la nobleza de vuestro proceder: Zátima, Señor, no podrá sufrir el veros partir, y dejar este país para siempre. ¿Me entendéis sin duda?...Vuestra partida será el último instante de su vida».

«¡Qué, yo he de ser el asesino de la que adoro! Amable Fatme, pues conocéis el fondo del corazón de la Princesa, leed en el mío... Sabréis que lo consume el amor más puro, y el mayor que cabe, hasta tal punto que no lo sabré vencer. ¡Yo me abraso! ¿Pero a dónde nos arrastrará esta fatal pasión? ¿Qué peligros no amenazan a la hija de Abenacar? ¡Ah, Zátima! ¿Para qué correspondes? ¿No ves por todas partes una barrera invisible que nos separa? ¡Qué obstáculos impenetrables!»

«Señor, no abandonéis este país: esto es todo lo que te pedimos: imaginad un medio; si amáis, fácilmente lo hallareis, respire Zátima el aire que respiráis, a lo menos, señor, tendrá el gusto de veros; si ni lo lograse sabrá a lo menos que no estáis lejos de su persona, que habitáis este mismo palacio».

«El Rey... ¡qué golpe! ¿Debo corresponder así a su bondad? ¡Adorar a su hija! ¡Pagarle los beneficios con pesares!... Mas id... Contad a la idolatrada Zátima que moriré en este país, que seré suyo hasta el último aliento. ¡Ah, si pudiera morir a sus pies!...» En este tiempo ve Fatme alguno que se acerca: se apresura a partir, y deja en el estado más confuso al caballero.

En efecto dirigíanse muchas personas hacia aquel mismo bosque, y era Abenacar que, seguido de su corte, venía a gozar las delicias de aquel ameno paseo. Cáusale alguna sorpresa ver allí a Faxardo y le dice: «¡No creía hallaros en este paraje! ¿Habéis dispuesto ya la marcha? No os negaré que me haréis gran favor en apresurarla, y en aprovecharos de la libertad que os he concedido: tengo mis razones; marchad y acordaos que los dos debemos estar sujetos igualmente a las leyes del honor... os lo repito. Apresuraos a uniros con los demás cristianos; permito que los socorráis todavía con vuestro valeroso brazo, es glorioso combatir con enemigos como vos».

El monarca continúa su paseo. Faxardo permanece en cierto modo como inmóvil: no puede ocultarse a si propio que acababa de recibir una orden para salir de Granada, y sospechaba si acaso Abenacar habría descubierto o sospechado algo de su pasión por la hermosa Zátima, y que haya determinado la pérdida de estas dos víctimas, separándolas para siempre. «¡Ah, antes perezca yo mil veces, que mi amada princesa experimente por mi causa, ni aún el amago del más leve peligro! ¡Faxardo, Faxardo, tú no te puedes separar ni un solo momento de este país! ¿Y no tendrás valor para morir? Zátima sola sabrá la causa que ha puesto fin a tu vida, este consuelo te bastará para entrar en el sepulcro que te espera. ¡Fatal y desgraciado amor, es forzoso ceder! Una sola palabra de Abenacar me ha hecho conocer lo irregular de mi conducta hacia él. ¿Mancharás, Faxardo, con un indigno crimen, las glorias que te hicieron estimar de tu contrario? ¿Has de seducir una princesa hija de tu bienhechor? Aunque no reparará tu amor en la ingratitud que cometes, ¿no eres cristiano? Zátima, ¿no profesa una secta contraria y que miras con el mayor horror? Sí, ¡todo debe separarnos! Rompe Faxardo por siempre unos lazos que te precipitan de un abismo a otro. ¿No temes faltar a la hospitalidad, a estos sagrados derechos? ¿No te avergüenzas de faltar a tu patria? ¿No eres español y caballero?...»

Al decir estas palabras marcha veloz a su cuarto y dice a sus escuderos: «Amigos, ya estamos libres, tengo permiso de Abenacar para marchar a nuestra patria, salgamos de granada. ¡Ojalá pueda yo olvidarla para siempre!»

Faxardo queda solo: abandónase entonces a las más violentas agitaciones: determina no volver a ver a Zátima. Quiere parecer agradecido e intenta escribirla: toma la pluma,   —141→   no sabe por dónde empezar, escribe algunos renglones: escápasele la pluma: sus lágrimas borran lo que ha escrito. ¡Que valor no era menester para declararla que renunciaba para siempre a la felicidad de verla, de hablarla, y de oírla! «¡Ah, Zátima, Zátima, como podrá ser! ¿Pero el honor? ¡Ah bárbaro honor! Es preciso seguir tus rigurosas leyes, arrojemos para siempre del corazón una pasión que nadie puede aprobar. No veré a Zátima... Moriré en los combates que me cercan... Pues muramos: no tendré que acusarme de mi proceder. Zátima sabrá mi suerte, me llorará pero me amará siempre, no lo dudo».

Sus escuderos entran a anunciarle que todo está prevenido para la marcha, que en el instante pueden ponerse en camino; pide que le dejen solo un breve rato. Se echa sobre una poltrona despedazado su corazón de sentimiento. ¡Oh vosotros corazones sensibles, nacidos para el amor, contemplad a este infeliz luchando consigo mismo, y ved como la razón vence cuando hay virtud!

Fatme había hallado a la Princesa en la mayor consternación, su padre había conocido su inclinación hacia Faxardo, no había ocultados sus sospechas, y le había dicho a su hija: «Zátima, ¿me habré yo engañado? ¡Vuestro corazón! ¡Un cristiano!... ¿Te avergüenzas?... Si mi hija fuese culpable... ¿Ves este puñal? Sabría impedir el delito, sí, lo clavaría, a mi pesar, en tu corazón... ¡Ah, heriría en el mío!... Tú conoces, amada hija, toda mi ternura para contigo: he procurado prodigarte todos los testimonios del amor paternal: he dulcificado la severidad de nuestras costumbres: y ¿será este el pago de mi complacencia?»

Zátima, horrorizada, se abandona al llanto, repite a su confidenta las expresiones de su padre (que había salido ya) y añade el temor que tenía por la vida de Faxardo: «Sí, Fatme, su vida vale aún más que la mía ¡Mi padre sería capaz!... Yo, yo soy sola la culpable, voy, vuelvo a echarme a los pies del rey, le confesaré que lo adoro, mis penas, y finalmente mi delirio: tendrá lástima de su hija, y si no seré el único objeto de su venganza, libraré a Faxardo...»

Fatme se opone a sus proyectos, le representa la imprudencia que había en ejecutarlos, las terribles consecuencias. «No liberaríais a Faxardo», le decía, «ni impediríais el castigo de los dos, creedme Señora, triunfad de una pasión que os cuesta tantos pesares, olvida un amor que no pude tener un favorable fin, sí, olvidad...» «¿Qué dices, Fatme? No acabes, no acabes de pronunciar semejantes palabras. ¿Olvidar? Mi amor me es más preciso que mi vida, y, ¿aunque yo lo quisiera lo podría? No, no me es posible el vencerlo, no conozco riesgos ni peligros...» «¡Señora! ¿Qué decís? ¿Abandonaréis por esta fatal pasión vuestros padres, vuestra patria, vuestra religión? ¡Me estremezco!... Zátima ya no es Princesa de Granada, es esclava de Faxardo», le responde la hija de Abenacar: «es la última expirante de sus muchas prendas, no podré sostener su ausencia: esta partida me conducirá al sepulcro... quiero arrojarme en los brazos de la muerte...» No puede continuar, un diluvio de lágrimas anegan sus palabras: pregunta sin cesar por Faxardo: le llama, como si le oyera: se interrumpe, se pregunta, se responde, en fin está fuera de sí.

Faxardo había diferido su partida hasta la madrugada del día siguiente: sus escuderos gozaban el dulce reposo del sueño: mas su amo, bien lejos de seguir su ejemplo velaba inquieto y pensativo sobre el partido que había tomado de escribir a Zátima, vuelve a tomar la pluma y escribirle segunda vez.

Estaba casi escrita la carta: cuando oyó un ruido sordo, producido por algunas personas que corrían hacia su cuarto. El caballero, cuya alma era incapaz de tener miedo, y cuya pasión le hacía despreciar la vida, cree que podrá ser el padre de Zátima que viene a vengar su resentimiento, y forma la resolución de irse a presentar para recibir el golpe fatal: abre la puerta: dos mujeres, cubiertas de un velo espeso, y seguidas de un esclavo, entraban apresuradamente: la una exclama: «Faxardo, libértanos, huyamos, huyamos, estamos perdidos...» Al decir estas palabras, levanta el velo, y ve a Zátima. «¡Oh, cielos! ¡Qué veo! Yo soy caballero: expiro, muero...» «Mi padre... Mi padre lo sabe todo... Muera   —142→   yo, mas muera víctima del amor. ¡Pero vos! ¡Ah!... Esto me causa mil veces más dolor que la muerte misma. Fatme ha podido averiguar, por medio de un esclavo la suerte que nos amenaza. Ya no es tiempo de pensar en mi indiscreción e en mi locura; conozco todo el horror del crimen que acabo de cometer; pero es necesario libertarte de la venganza del rey. Este esclavo fiel que me sigue ha preparado cuanto se necesita para nuestra fuga.... Nos aguardan... Señor, sigo a mi amante, a mi esposo, confío todo en vuestro honor, aún más que en vuestro amor... No nos detengamos en salir de este país... Apresurémonos... Nos conducirán por sendas escondidas, llegaremos a la Vega, y ya entonces estaremos seguros».

¿Podía aguantar Faxardo este nuevo e inesperado golpe? Es un rayo que le hiere: se contempla en la situación más peligrosa, y se mira hecho infame seductor, faltando a las leyes del agradecimiento, y traspasar el corazón de un padre que lo ha distinguido y favorecido sobre manera; a su libertador, ¡qué consideración tan terrible! Mira por otro lazo a Zátima a quien ama, y de quien es amado, expuesta al furor y cólera de su padre, abandona, y si él, conducida a la muerte más cruel, y esta idea le hace temblar de amargura y de dolor. Su honor se halla comprometido por ambos, y lo pierde por tenerlo. «Vamos, señora», le dice, «vuestro esposo es el que os habla. ¡A qué extremos nos ha reducido nuestro amor!»

Era cierto que Abenacar estaba informado de la pasión de su hija y del caballero, y que al otro día había tomar de ellos una venganza terrible, pensaba sacrificar a los dos en medio de los tormentos más espantosos.

Nuestros amantes, seguidos de Fatme, el esclavo y los dos escuderos; hallan en fin el medio de escapar, y llegar hasta le Vega de Granada. El recelo de caer en las manos de Abenacar les daba alas. Zátima, medio muerta, volvía continuamente sus hermosos ojos hacia la corte de su padre; ven una nube de polvo que se eleva y se engruesa cada vez más. Comenzaba a amanecer: oyen ruido confuso, creen haber oído los relinchos de muchos caballos. Descubren realmente una tropa de caballería, que parecía correr a ellos: se llenan de espanto, se ofrece a su vista una roca escarpada, corren hacia ella, suben a la punta. La ligera tropa los alcanza y los rodea: Fatme, el esclavo y los escuderos caen heridos de mil golpes mortales. Sus enemigos, cada vez más furiosos, deseosos de apoderarse de su presa, se acercan a la peña dando horribles gritos y comienzan a trepar a la cima. Los dos infelices amantes conocen no tiene que esperar remedio alguno. Zátima habla la primera y le dice al caballero: «Faxardo, hemos perdido toda esperanza. Nos amamos, pero no podemos vivir juntos; muramos pues». Diciendo esto se abraza con el caballero, lo estrecha fuertemente y se arroja con él desde lo alto de la peña, que aún en el día conserva el nombre de La Peña de los Enamorados. Abenacar no pudo resistir el dolor que le causó este suceso: lloró la muerte de su hija, y la siguió poco después al sepulcro.

Este hecho, que acabamos de referir es enteramente verdadero, lo aseguran los mejores historiadores españoles.

B.





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