Dos notas sobre el Quijote
Manuel Conde Montero
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A las naturales incorrecciones de las ediciones del Quijote hechas en vida de su autor se añadieron luego las «correcciones» que cada comentarista se creyó obligado a introducir, enmendándole la plana al mismo Cervantes, no sólo en lo que se refiere a notorias erratas -y esto sería digno de elogio- sino en algunos pasajes que, so pretexto de aclararlos, fueron objeto de tantos retoques como comentaristas emprendieron la tarea de «purificar» o depurar el texto.
Para que se vea a qué extremos se ha llegado en este afán depurativo tiene el lector un dato de fácil comprobación: busque en la edición -no crítica- que tenga a mano, la Aprobación del licenciado Márquez Torres, que debe estar en los preliminares de la segunda parte, y si la halla habrá hecho un descubrimiento. Ignoro las causas y el origen de este escamoteo, mas «para mi santiaguada», aquí hubo premeditación, alevosía y ensañamiento. De esta omisión creo que sólo se salva la edición costeada por el gobierno de Su Majestad Alfonso XIII, hecha para conmemorar el tercer centenario de la muerte de Cervantes1, y alguna otra.
—588→Pero esto no es lo más grave. Lo grave consiste en las alteraciones del texto, tan arbitrarias algunas de ellas que, lejos de aclararlo, hacen más confusa su interpretación o modifican y corrigen lo que Cervantes dejó bien claro.
Uno de los pasajes que más dolores de cabeza ha dado a los comentaristas corresponde al capítulo LX de la Segunda parte. Es el que trata «De lo que sucedió a don Quijote yendo a Barcelona». Voy a glosar el episodio para abreviar y facilitar su inteligencia en lo esencial. Seis días después de salir de la venta, «yendo fuera de camino le tomó la noche entre unas espesas encinas o alcornoques, que en esto no guarda la puntualidad Cide
Hamete que en otras cosas suele»
.
Apeáronse don Quijote y Sancho y se arrimaron a unos troncos. Dos mil azotes le había prometido don Quijote a su escudero y se aprestaba a dárselos. Sancho se fue contra su amo y le pidió dejara el asunto para otra oportunidad. Lo que se discutía era si los azotes debía aplicárselos el mismo Sancho o don Quijote sería el ejecutor de la pena. Sancho pedía no ser azotado. Continúa Cervantes:
La edición de Cortejón trae esta nota2:
Creo, como Givanel Mas, que lo escrito por Cervantes, en la parte en discusión, no admite correcciones de ninguna naturaleza.
El nudo de la cuestión está en la palabra parecer. Rodríguez Marín corrige: «Al parecer el alba»
3, otros «Al amanecer»
4 y otros se van por los cerros de
Úbeda.
El diccionario académico5 da la siguiente definición de parecer como verbo intransitivo: «Aparecer o dejarse ver alguna cosa»
. Es decir, que cuando lo
que colgaba de los árboles fue visible, «alzaron los ojos y vieron los racimos de aquellos árboles, que eran cuerpos de bandoleros. Ya en esto amanecía...»
.
Justamente parecieron cuando amanecía. De manera que decir «Al parecer el alba» es una redundancia en la que no cayó Cervantes, pues los ahorcados parecieron porque amanecía, como luego dice.
El conocido Diccionario de Autoridades (1726-1739) da la misma definición: «aparecer o dejarse ver alguna cosa»
; Covarrubias, en su Tesoro de la lengua castellana (1611), dice: «Parecerse —Dejarse ver u aparecerse a la
vista»
.
Como se ve, desde la época de Cervantes (que es lo que
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interesa) hasta nuestros días, el significado de la palabra es el mismo. El autor del Quijote la usó, como verbo intransitivo, en varios pasajes de la obra. Si se recuerda la escena de don Quijote y Sancho y las circunstancias en que advirtieron que lo que colgaba eran ahorcados (porque «ya en esto amanecía»
), se echará de ver que no cabe más que una sola interpretación. Veamos algunos ejemplos:
En la primera parte:
Capítulo III: «... y cuando sucedía que los tales caballeros no tenían escuderos (que eran pocas y raras veces), ellos mesmos lo llevaban todo en
unas alforjas muy sutiles, que casi no se parecían, a las ancas del caballo...»
.
Capítulo VIII: «... porque aquellos bultos negros que allí
parecen deben de ser, y son, sin duda, algunos encantadores que llevan hurtada alguna princesa en aquel coche...»
.
Capítulo XXVIII: «Los luengos y rubios cabellos no sólo le cubrieron las espaldas, mas toda en torno la escondieron debajo de ellos, que si no eran los pies, ninguna otra cosa de su cuerpo se parecía...»
.
Capítulo XLI: «... poco menos de un cuarto de legua debíamos de haber andado, cuando llegó a nuestros oídos el son de una pequeña esquila, señal clara que por allí cerca había ganado; y mirando todos con atención si alguno se parecía, vimos al pie de un alcornoque un pastor mozo...»
.
Capítulo XLVII: «... con deseo de llegar presto a sestear a la venta, que menos de una legua de allí se parecía»
.
En la segunda parte:
Capítulo XX: «En fin, dijo don Quijote, bien se parece, Sancho, que eres villano y de aquellos que dicen: "¡Viva quien vence!"»
.
Capítulo XXVI: «Vuelvan vuesas mercedes los ojos a
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aquella torre que allí parece, que se presupone que es una de las torres del alcázar de Zaragoza...»
.
Capítulo XXVI: «Esta figura que aquí parece a caballo, cubierta con una capa gascona, es la mesma de don Gaiferos...»
.
Capítulo XXXI: «Púsose don Quijote de mil colores, que sobre lo moreno le jaspeaban y se le parecían...»
.
Capítulo XLIII: «... las necedades del rico por sentencias pasan en el mundo, y siéndolo yo, siendo gobernador y juntamente liberal, como lo pienso ser, no habrá falta que se me parezca»
.
Capítulo LIV: «... y apartémonos del camino a aquella alameda que allí parece, donde quieren comer y reposar mis compañeros...»
.
Capítulo LVIII: «Luego descubrieron otro lienzo y pareció que encubría la caída de San Pablo del caballo abajo, con todas las circunstancias que en el retablo de su conversión suelen pintarse»
.
Lo extraordinario es que Rodríguez Marín -que se equivoca o distrae algunas veces, pero que es exacto casi siempre-, conocía perfectamente el significado de parecer; tanto, que en varias oportunidades llama la atención del lector. Pero al encontrarse con el vocablo en el capítulo LX titubeó, acaso sugestionado por los comentaristas que le precedieron. Claro está que los que le siguen tropiezan con la misma piedra y echan su cuarto a espadas: nuevos comentarios y nuevas equivocaciones. Rodríguez Marín pone «Al parecer el alba», mas sin mayor convicción, porque explica: «Al
parecer alçaron se lee en la edición príncipe y muchos enmendaron Al amanecer; pero come muy luego se lee Ya en esto amanecía, no tengo por acertada tal enmienda. Leo con
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Máinel Al parecer el alba, aunque allá se salga con amanecer»
6.
Es innegable que Cervantes no se detenía a «pulir» el estilo en el Quijote, si estilo puede llamarse a lo que para mí es técnica. Donde lo hay es en La Galatea y Los trabajos de Persiles y Sigismunda. No es esta ocasión para desarrollar el tema, pero dentro del mismo Quijote cualquier lector puede advertir diversos estilos. Lo que hay en Cervantes, más que en ningún otro autor de la época de oro de la literatura española, es un soberano dominio del idioma. Otros le superan en la línea tensa del estilo -Santa Teresa, por ejemplo-, pero en Cervantes la estilística se convierte en manera. Cuando don Quijote habla, lo hace, en repetidas ocasiones, con una elocuencia estilística a la que no llega ninguno de sus contemporáneos. Pero esa elocuencia en el Quijote es intermitente, porque el escenario y los personajes mudan a cada instante. De ahí la riqueza de su lenguaje. Rodríguez Marín tropieza a menudo con locuciones que llaman su atención. Y cuando corrige lo que para él es un defecto sintáctico -a lo menos desde el punto de vista actual- ignora que en América, y especialmente aquí, en la Argentina, conservamos mucho de la sintaxis de Cervantes. Es la huella de los conquistadores.
La segunda parte del Quijote está dedicada al Conde de Lemos. A él se dirige en tono de chanza dándole cuenta del interés del público por conocer su obra, cuyas ediciones se agotaban rápidamente, y le dice:
Víctor Hugo se preciaba de conocer el idioma español. Estando en Reims con Charles Nodier, éste vio colmada su bibliofilia con la
adquisición de un volumen de Shakespeare y un ejemplar del Romancero que le costó ¡cinco francos! Por
las noches Nodier traducía en alta voz a Shakespeare, y después de cada acto el autor de
Ruy Blas hacía lo mismo con el Romancero. En una oportunidad le observaron a Hugo
algo que había escrito en español, a lo que respondió éste: «Pues sepa usted que mi maestro fué don Miguel de Cervantes y Saavedra...»
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Hará unos treinta años me interesé, a título de simple lector, por los comentadores de Cervantes y sus obras. Aún conservo el recuerdo de aquellas lecturas, entre las cuales cuentan algunas relacionadas con libreros e impresores de la época del genial manco. Ya entonces se había escrito bastante sobre el origen del escudo de la edición príncipe del Quijote, pero como no me convencían ciertas conclusiones resolví averiguar por mi cuenta. Y de libro en libro fui tomando breves notas, de las cuales doy aquí una parte, relativas a impresores cuyo nexo «tipográfico» es evidente y creo que contribuirán a esclarecer el punto.
Figura 1. Adrián Ghemart, Medina del Campo (1550)
Adrián Ghemart estuvo establecido con librería en Medina del Campo, donde costeó en 1550 Controversia de necessaria —596→ residentia..., en cuya portada se halla el escudo de la figura 1.
El año siguiente Guillermo de Millis, impresor que entonces residía en Medina, imprime para el mismo librero Avgvstini Dati Senensis Isagogicvs... con la marca de Ghemart señalada con el número 2.
Figura 2. Adrián Ghemart, Medina del Campo (1551)
Tres años después el mismo impresor da a la estampa, también por cuenta de Ghemart, la Comedia llamada Florinea... En esta oportunidad usó la marca reproducida en el número 3.
Ghemart continuó utilizando la misma marca, y al llegar a 1570 se plantea una cuestión que por el momento no podemos resolver. Según José María Asensio7 «el escudo
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de la mano con el halcón encapirotado, el león dormido y el lema, lo usó primeramente Adriano Ghemartio (sic) en 1570; luego lo heredó Pedro de Madrigal, siendo probablemente los mismos grabados los que fueron pasando de mano en mano, sin correcciones ni añadiduras...»
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Figura 3. Adrián Ghemart, Medina del Campo (1554)