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Dualidades y contrastes en Ramón Pérez de Ayala1

Mariano Baquero Goyanes






I

Hace algunos años tuve ocasión de ocuparme de las novelas de Ramón Pérez de Ayala, consideradas como tragicomedias y enlazables, así, con ciertas afirmaciones teóricas de Ortega y Gasset2. Hoy deseo volver sobre estas cuestiones desde ángulos nuevos que, a la vez, suponen visiones complementarias de la entonces apuntada. Las presentes páginas constituyen pues, en cierto modo, una prolongación de aquéllas, a las que me permito remitir al lector, con objeto de no repetirme.

En toda tragicomedia, cualquiera que sea su formulación, parece obvio señalar la presencia de dos acentos, de dos tonos, los aludidos en su contrastada denominación. Es precisamente la existencia de una bien ostensible dualidad que aspira a metamorfosearse, a fundirse en creación unitaria, la que ahora puede servirnos de punto de arranque desde el que contemplar la insistente presencia de elementos dobles, de dualidades, en la obra literaria de Ramón Pérez de Ayala.

Desde lo más externo y epidérmico a lo más hondo y entrañable, el mundo novelesco del gran escritor asturiano se caracteriza por la ambivalencia, el gusto por los desdoblamientos, la doble visión, el haz y el envés, los enfrentamientos de perspectivas opuestas, las parejas, las polaridades, etc.

La simple presentación y distribución del material revela ya el gusto del narrador por la bipartición, bien perceptible en los casos de las obras integradas por dos partes, las de Luna de miel, luna de hiel, continuada en Los trabajos de Urbano y Simona, y Tigre Juan seguido de El curandero de su honra.

Los solos títulos de estas obras descubren también su concepción dual: el tradicional contraste de Luna de miel-luna de hiel; la presencia de la pareja protagonística en Urbano y Simona; la deformada resonancia tenoriesca en Tigre Juan, y el trasfondo de parodia calderoniana -un título doblado- en El curandero de su honra.

Por otra parte una observación tan trivial como la de considerar la semejanza sonora de los nombres de Urbano y Simona -trisílabos y de terminación muy parecida, con leve metátesis vocálica- descubre -dentro del muy sui géneris antirrealismo novelesco de Pérez de Ayala- el gusto del escritor por las simetrías, los ecos, los contrastes.

Es más: si El curandero de su honra supone un recuerdo calderoniano, Los trabajos de Urbano y Simona lo suponen cervantino, con lo cual estamos ante un nuevo desdoblamiento o eco, susceptible de mayor complejidad si tenemos en cuenta que tras todos esos trabajos, hazañas o aventuras de una narrativa tradicional están, en definitiva, los de Hércules. El hecho de que, además, Urbano y Simona pasen alguna vez por hermanos, refuerza la semejanza con el caso de Persiles (Periandro) y de Sigismunda (Auristela); semejanza acrecida en las últimas páginas de la novela, en el episodio del tifus de Simona, a punto de morir, perdida su belleza al serle cortado el pelo, etc. Todo esto trae al recuerdo motivos de novela bizantina, concretamente del Persiles, y de algún otro relato cervantino: la pérdida temporal de la hermosura de Isabel en La española inglesa. El hecho de que en las últimas páginas de la novela de Pérez de Ayala, Simona se vista de hombre, cuando viaja en diligencia con Urbano hacia Santander, acentúa la relación temática con tantos lances parecidos del teatro y de la novela clásica. (Bastaría recordar, para no salir de la obra cervantina, Las dos doncellas.)

Si he enumerado aquí pormenores tan obvios y de todos conocidos, ha sido para hacer ver las múltiples resonancias entrañadas en una sola obra de Pérez de Ayala. Un análisis más demorado de la misma nos permitiría percibir, a su través, no sólo los recordados trabajos de Hércules o de Persiles, sino también ecos de La vida es sueño, de Calderón, del Emile, de Rousseau, etc.

Contentémonos, ahora, con señalar el doble y aún triple fondo de ciertos títulos novelescos de Pérez de Ayala, allegables, en este punto, a los tan frecuentes en la obra cervantina, muchas veces caracterizada por la presencia de dos personajes centrales: Persiles y Sigismunda, Rinconete y Cortadillo, Las dos doncellas, El coloquio de los perros Cipión y Berganza, etc., o por una antítesis o paradoja del tipo de La ilustre fregona o La española inglesa, no distante del gusto de Pérez de Ayala por contrastes de tipo parecido: el que supone, por ejemplo, la figura de Tigre Juan.

Cuando de dos personajes centrales se trata, la antítesis -que equivale a una última complementación- es tan radical en las figuras de don Quijote y Sancho Panza, como en las de Belarmino y Apolonio, los zapateros filósofo y dramaturgo. Y en El ombligo del mundo la oposición se da entre Grano de Pimienta -intuitivo, realista- y Mil perdones -hidalgo, pobre, leído, retórico.

Tigre Juan, por su parte, queda enfrentado a Vespasiano Cebón, pero también a Colás, con lo cual el proceso de contrastación y polaridad se ve reforzado y enriquecido. Tal proceso afecta a la obra toda de Pérez de Ayala, desde los primeros a los últimos relatos. Así en los cuentos agrupados Bajo el signo de Artemisa el juego de ambivalencias y polaridades es perceptible desde las páginas iniciales:


«La Noche con el Día
luchaban cuerpo a cuerpo
-batalla indecisa-
abrazado lo blanco y lo negro
en la Aurora, gris y perlina.
..............................
Al lubricán, el joven Día,
con su lanza apolínea,
vence a la Noche, ya de sí vencida.
En la sangrienta hora vespertina,
la Noche, moza y aguerrida,
con su hueste de estrellas, falanje de hoplitas,
remata al valetudinario Día.
Y siempre vuelve a ser la cosa misma.
¡Este es el signo de Artemisa!»



A lo largo de los cuentos recogidos bajo tal signo, se repiten las dualidades y contrastes. Así en El otro padre Francisco -todo él un puro contraste, que culmina en la sustitución de la imagen de San Francisco por la viva de Rabelais, borracho- se leen descripciones como ésta:

«El jardín del monasterio sonríe, recatado en la penumbra tibia de la tarde otoñal. No es un jardín austero y místico [...] Es más bien un parque pagano, afrodisíaco.»



Por la misma ley del contraste entre lo monástico y lo pagano, «el órgano, de monumental trompetería», «parece el albogue de Pan».

Y un cuento como El Anticristo, incluido en la misma serie, equivale a una sucesión de contrastes emotivos, ideológicos, intencionales, que van desde la anécdota misma que da pie al relato -el tema tradicional del temible anarquista y ateo, considerado por las monjas como un Anticristo, que acaba por conducirse caballerosamente con ellas- hasta observaciones tan propias de Pérez de Ayala como ésta:

«Sor Juana y Sor Circuncisión habían ido a ver al Prelado de la Diócesis, solicitando la aprobación del nuevo Instituto, y el Prelado las había amonestado severamente y despedido con cajas destempladas, en términos que Sor Juana se sintió tentada a desacatar la autoridad jerárquica. En todo místico hay un rebelde y un hereje latentes.»



El que esas monjas se dediquen a trabajos de ropa blanca, para subvenir a sus necesidades, da lugar a un nuevo contraste, enérgicamente formulado por una de ellas:

«-¡Y pensar -murmuraba a su vez la Llavera- que quizás hayan salido de esta santa casa prendas para el impúdico cuerpo de una meretriz! Porque todo es posible, Madre Superiora. Es un oficio infame: me refiero al de trabajar en ropa blanca. O por lo menos, si no es infame, no es el más a propósito para las manos virginales de las esposas de Cristo.»



De parecida intención es el contraste que en El ombligo del mundo encontramos a propósito del cura don Recaredo, cuando éste desea que su hermano Rodrigo, viudo, vuelva a casarse y tenga hijos que perpetúen la familia:

«Una gibosa y parduzca puente romana, con gualdrapas de hiedra, semejante a un dromedario cargado de legumbres, le transportó, en la mente, al Cairo, a donde había ido, con una Comisión militar, a comprar sementales para la remonta. Sonrió. Un cura encargado de este menester... Cierto que era muy entendido en caballos, como de familia inmemorial de caballeros.»



Si ahora recordamos que en Los trabajos de Urbano y Simona, quien abre los ojos del inocente recién casado a las malicias del mundo, quien le inicia «con mueca insinuativa y picante» en los secretos del sexo, es un canónigo, don Hermógenes, al que su madre le lleva, comprobaremos, una vez más, lo gratos que a Pérez de Ayala le eran estos contrastes, reforzados en el citado caso por alguna observación humorística secundaria que, sin embargo, contribuye eficazmente al logro de la adecuada paradoja:

«Una criada tripuda les condujo hasta el ancho y profundo despacho de don Hermógenes. El aposento contenía escasos y mediocres muebles: media docena de sillas de nogal, tapizadas en satén rojo; una estantería donde yacían en abandono empolvados librotes; una mesa de despacho, desaseada; de las paredes colgaban algunas litografías y un acordeón, que a Urbano le produjo cierta sorpresa.»



Obsérvese que nada hay en la descripción que pueda ser anotado como específicamente clerical, y que es sólo el conocimiento de que se trata del despacho de un canónigo lo que puede hacer que el acordeón funcione como un contraste humorístico.

Las justamente llamadas Novelas poemáticas por su autor ofrecen nuevos matices de la utilización literaria del contraste y la dualidad. Prescindiendo ahora de los rasgos paródicos y del trasfondo clásico de Prometeo, bastaría recordar la estructura dual de Luz de domingo; dual no sólo por la alternancia -tan de Pérez de Ayala- de prosa y verso, cuajado aquí en los romances que abren los capítulos, sino dual también por todo el dramático juego de contrastes que da claroscuro y vivacidad al relato de la enemistad de Chorizos y Becerriles, engendradora de tragedias como en su tiempo lo fue la de Capuletos y Montescos. La nueva onomástica acendra el sentido violento y bárbaro de la vida rural española, tema y eje ideológico también de La caída de los Limones, cuya popularidad queda ya marcada por los versos iniciales:


«Ayer eran dos rosas frescas,
blancas y bermejas,
como leche y fresas.
Hoy son dos pobres rosas secas
de carne marchita y morena.»



Y lo mismo cabe observar en el poema que abre el capítulo II, relacionable con el que ya vimos al frente de Bajo el signo de Artemisa:


«En la campal llanura de los cielos,
dos campeones búscanse sin fin.
Uno es el día, el blanco caballero,
otro es la noche, el negro paladín.
..............................
Talán, talán.
Campana de plata.
Ha nacido un nuevo cristiano.
¡Oh blanco misterio!
Talán, talán.
Campana de bronce.
¡Oh negro arcano!
Llevan un hombre al cementerio.»



El equivalente prosístico de tal poema se encuentra en el pasaje en que Pérez de Ayala describe la preparación de la canastilla para un niño que va a nacer, mezclada a la confección de unas ropas de luto:

«Una tarde, al entrar en el cuarto de costura, hallé una novedad que me sobrecogió al pronto. Mezcladas con las piezas de lo blanco había algunas piezas negras de lana y satén. Las dos señoras desconocidas, acompañadas de una costurera, cortaban en las telas de luto. Doña Trina y Mariquita cosían con ardimiento los blancos atavíos, sin reparar en el contraste.»



La oposición Chorizos-Becerriles se da aquí entre el noble linaje de los Ucedas en la decadente Guadalfranco, y la sangre plebeya de Enrique Limón, rico y emprendedor.

Y de manera semejante a cómo Marco de Setiñano, el nuevo Odysseus de Prometeo, es padre de un hijo deforme y vil, por contraste con sus designios de nobleza y hermosura, el Arias asesino y violador de La caída de los Limones marca un nuevo contraste entre los ideales y las realizaciones:

«Yo nunca he deseado mal a nadie. Mis ambiciones eran generosas, nobles. ¡Cuántas veces me he sentido enfermo porque el corazón no me cabía en el pecho! Me ahogaba este corazón tan grande y violento!»



Junto a Arias figura como personaje en apariencia opuesto, pero complementario, el fiel Bermudo.

«Al cumplir Arias los dos años, y no hubo manera de destetarlo hasta entonces, la nodriza quedó a su servicio, como ama seca, y trajo a vivir al caserón a su hijo, el hermano de leche de Arias, el cual se había criado en el campo. Llamábase Bermudo, y reventaba de salud, rusticidad y rubicundez, tanto como Arias adolecía de flojedad y delicadeza.»



El alumbramiento de Mariquita, en las últimas páginas del relato, coincide con la muerte en garrote vil de Arias y Bermudo, contraste que se encargan de realzar los versos que encabezan el capítulo final:



«Brilla el sol con un nuevo hechizo.
Tañe la campana argentina.
Es la campana del bautizo.
Llora de gozo la madrina.

    De pronto el cielo se ha nublado.
Repica el fúnebre esquilón.
Taña per un ajusticiado
la campana de la prisión.

   Apuremos el vaso colmado
con el vino color de miel.
En el fondo del vaso hay guardado
sabor de cicuta y de miel.»






II

Una novela extensa como Tinieblas en las cumbres resulta toda ella un puro contraste, logrado, en primer lugar, por el deliberado empleo de un lenguaje refinado y hasta clasicizante, al servicio de un tema lupanario.

Ya desde las primeras páginas de la obra cabe percibir el gusto del autor por las antítesis, al situar, por ejemplo, el barrio de las prostitutas, en Pilares, junto al camino del cementerio. Después, detalles insignificantes o escenas decisivas irán incidiendo una y otra vez en el mismo tono. Por ejemplo, la sinfonía que abre las representaciones de los titiriteros de M. Levitón, es descrita así:

«Desde lo hondo del campamento soplaban con furia, entremezclando los más discordantes temas melódicos, desde el sesudo y cavernoso Tantum ergo hasta aquel otro incitante y liviano que corresponde a la inspirada letra Tengo dos lunares, etc., etc.»



Cuando el grupo de señoritos juerguistas y de prostitutas llega a la montaña, dispuestos a contemplar el eclipse, hay algún expresivo contraste bucólico-obsceno: el que provoca el baño de la Luqui y sus compañeras en las aguas de un arroyo «bullentes y puras sobre un lecho de guijas y cantos redondos de color ámbar.»

«Y era de ver el cuadro en su sencillez aldeana, agreste y matinal: los montes agrios y salvajes todos en torno del vallecico, aterido el cielo y ceniciento, las tristes y lentas esquilas tañendo en los recuentos, vociferando los hombres desde los pretiles del puente, y ellas, las cuatro sacerdotisas, con abominable postura, rompiendo la cristalina inocencia del huidero regato.»



En una línea semejante está la siguiente escena:

«Volviéronse de espaldas al camino las prostitutas, según el consejo de Jiménez, y por mejor disimular comenzaron a coger florecillas silvestres, de manera que se las hubiera tomado por dríadas de los bosques u otras criaturas líricas virginales.»



El marco mismo de la acción supone un contraste geográfico, paisajístico: un puerto de montaña -el de Pajares, en la realidad- en la divisoria entre dos provincias (Asturias y León):

«Según se mirase al Mediodía o al Septentrión, y a partir de una raya neta, recortada, definitiva, que es la que deslinda las vertientes o cuencas hidrográficas, lo que por una parte, hacia el Sur, era desolación y yermo y taciturnez terribles, era a la parte opuesta, hacia el Norte, exuberancia y frondosidad y jugo y color.»



En tan contrastado escenario tiene lugar el que, en El libro de Ruth, llamó Pérez de Ayala Pesimismo adolescente (coloquio a 1.500 metros sobre el nivel del mar y de los hombres), es decir, el diálogo entre Yiddy y Alberto Guzmán, la zona o paréntesis más explícitamente intelectual de la novela. Tal interludio aparece incrustado en un relato lupanario como un contraste y una clave de su distinto signo, enfrentado a otras novelas estrictamente procaces de su época. Lo que de contrate hay en el coloquio entre Alberto y Yiddy, queda acrecido con acotaciones como la siguiente: Alberto cita la frase de Pascal sobre el hombre como una caña pensante y Yiddy comenta:

«Conozco el pensamiento y el comentario que Voltaire le hizo.

La voz de Luqui (a lo lejos): ¡No me jorobes, leche!»



Por otra parte cuando, en ese escenario apto para el coloquio intelectual y para el juego erótico, tiene lugar el eclipse y sobrevienen el frío y la oscuridad, uno de los juerguistas, Travesedo, se da a pensar en el fin del mundo, en la muerte, en el pasar del hombre como sombra:

«Travesedo era muy dado al placer venéreo y a las disquisiciones metafísicas.»



Y Alberto dice a Yiddy, tras el eclipse:

«Permítame usted que le hable en estilo alegórico. Yo tenía en el alma cumbres cristalinas y puras; la oscuridad ha penetrado dentro de mí, lo ha anegado todo, todo lo ha aniquilado. Yo no veré nunca la luz.»



Con estas frases, Alberto Guzmán, trasunto novelesco de ciertas inquietudes y afanes del propio Pérez de Ayala, nos da en cierto modo no sólo la clave del empeño simbólico de la novela, sino también del estilo mismo del novelista, que se expresa en lenguaje «alegórico», dentro del cual los tan repetidos contrastes no son otra cosa que uno de los más eficaces recursos con los que vivificar la alegoría.

Por lo mismo, en el prólogo que Pérez de Ayala puso en la edición argentina de 1942 (en la Biblioteca Contemporánea de la Ed. Losada) de Troteras y danzaderas; al referirse a Tinieblas en las cumbres, confiesa que es éste «un título literal que encierra un símbolo». «La emoción cósmica del eclipse, premonición de una eterna noche venidera, tras los efímeros y necios afanes del mundo temporal de los vivos le produce [a Alberto] terror pánico. El verdadero eclipse se produce en su conciencia. Noche oscura del alma. Las cumbres más sublimes del espíritu, hacia donde el alma tiende con voluntad de vuelo, quedan anegadas en tinieblas pregenesíacas o apocalípticas.»

El recuerdo, en esas líneas, de una experiencia mística, de una expresión de San Juan de la Cruz, habrá de servirnos, en otra ocasión, para verificar el gusto de Pérez de Ayala por lo que casi podríamos considerar unos contrafacta al revés, es decir las versiones a lo humano de determinados motivos espirituales, sobre todo ascético-místicos.

Alberto Guzmán, que al concluir Tinieblas en las cumbres, entra con Rosina en una iglesia de Pilares y reza apasionadamente en petición de luz e inocencia infantil, continúa comportándose en La pata de la raposa como un ser contradictorio y complejo, un intelectual vacilante, un nuevo Hamlet que, con sus indecisiones, provoca la muerte de esa nueva Ofelia que es su novia, Fina. Cuando, en las últimas páginas del relato, Alberto regresa a la aldea, a la paz del campo, y piensa en la dulzura del amor de Fina, surge, con dramática energía, el contraste encarnado en la figura de la tía Anastasia, que maldice al causante de la muerte de la joven. La escena está compuesta de acuerdo con el más alegórico estilo de Pérez de Ayala, el cual ha preparado el tono bucólico sirviéndose de un poema inglés de Whittier, Telling the Bees (Lo que dicen las abejas):

«Apoyándose sobre la tapia y con el pulso agitado, tendió una ojeada sobre el jardín. El arroyo lo atravesaba y siguiendo el compás danzarín del agua matas de margaritas y narcisos, de rosas y claveles, corrían a lo largo de las márgenes. Allí estaban las colmenas de Fina. Yacía en lo verde una masa negra que se enderezó de pronto. Un rostro consumido, atormentado e iracundo, como el de una sibila decrépita, se encaró con Alberto y unas manos de dedos esqueléticos y largas uñas, comenzaron a conjurar maleficios sobre él.»



La vida de Alberto, antes de llegar a ese amargo desenlace, se ha caracterizado por los altibajos, los contrastes, las variadas experiencias y repetidos desengaños. Es característica de los personajes más significativos de Pérez de Ayala -los más inteligentes, los más ligados afectivamente al autor- su capacidad de desdoblamiento. En esa línea está Alberto Guzmán, dotado de una como doble visión, de un poder objetivador, de una capacidad de análisis tan poderosa que todo lo enfría y paraliza, al disecar y descomponer la vida y sus actos.

La personalidad antitética de Alberto se transparenta incluso en su lenguaje:

«En Alberto, la forma peculiar de sentirse era el lirismo. Su temperamento engrandecía desmesuradamente el presente y le inclinaba a derramarse en frases torrenciales e infundir sus emociones en imágenes pintorescas. Pero, como al mismo tiempo le inspiraban recio desvío de palabrería y retórica ajenas, se esforzaba en poner de continuo por delante del flujo vehemente de su corazón un dique de palabras austeras, áridas. Cuando hablaba con amigos sobre tópicos livianos, construía adrede laboriosos párrafos de grandilocuencia irónica. Pero cuando el sentimentalismo hacía presa en el tuétano de su espíritu, procuraba hablar con la simplicidad de un labriego; que su estilo fuese desnudo como la mano, y apenas si se traslucía en sus ojos el desorden interior. Por eso, al hacer a Josefina promesas de amor empleaba el tono concienzudo, frío y un poco dubitativo quizá, de un campesino que pronostica la cosecha de un año.»



Nuevamente cabría ver en la caracterización del lenguaje de Alberto, un eco de las personales preocupaciones de su creador, en orden al estilo empleable en sus relatos. El lirismo es también, en cierto modo, la forma peculiar de sentirse Pérez de Ayala, de bien explícita obra poética; poeta no sólo en los versos de sus Senderos, sino también a través de la prosa de sus novelas.

En el antes citado prólogo de 1942 a la edición argentina de Troteras y danzaderas, hay una confesión de Pérez de Ayala, enormemente reveladora con relación a lo ahora apuntado:

«Por entonces, también, había imaginado yo una obra poética en tres períodos poemáticos, que se deberían titular Las formas, Las nubes, Las normas [...] aquel plan novelesco era complemento del plan poemático.»



Unas novelas crecidas a la sombra de un designio poético, compuestas con intención correlativa a la de unos poemas, habían de ser unas novelas de concepción y lenguaje tan peculiares como lo son las de Pérez de Ayala. Si antes, a propósito de Tinieblas en las cumbres, tuvimos ocasión de advertir cómo gran parte de su fuerza expresiva radicaba en el contraste que suponía emplear el más refinado lenguaje al servicio de un tema lupanario -lenguaje que, no obstante, por ley natural del contenido y por exigencias del, tema, se hace en ocasiones desgarradamente realista-, cabría señalar ahora cómo, en mayor o menor proporción, el lenguaje narrativo de Pérez de Ayala suele estar siempre por debajo o por encima del tema, pero rara vez identificado con él, en lo que a intencionalidad se refiere.

El tan comentado humorismo de Pérez de Ayala, su tendencia a la ironía, su capacidad crítica, su tono intelectual, su veta clásica y humanística, todo ello parece converger en la cristalización de un lenguaje admirable, de la más alta calidad literaria, pero quizás poco novelesco, si por tal se entiende el movido por una mayor y más cálida espontaneidad engendrada por la acción y el tema, con función ancilar y no protagonística.

Y esto no equivale a negar eficacia novelesca al lenguaje de Pérez de Ayala, sino tan sólo a suponer que, en mi opinión, el escritor rara vez se deja arrastrar por la marea de la aventura, de la pasión, de la invención novelesca. Por el contrario, él es siempre el dominador, el que manipula los personajes y marca el ritmo de la acción, el que intercala coloquios, ensayos o poemas, sin importarle nada lo que tales interferencias puedan suponer con relación a la estructura y vida misma de la novela, nunca sobrepuesta a su creador, siempre doblegada a él, intelectual, lírica y personalísima.

Como Alberto Guzmán evita en su lenguaje amoroso a Fina la rancia palabrería sentimental, también Pérez de Ayala pone una sordina emocional en sus más patéticos relatos, del tipo de Luz de domingo o La caída de los Limones. Narra dos con otro temple, vestidos de otro lenguaje ¿no se convertirían en truculentos folletines? En El profesor auxiliar hay todavía alguna exageración sentimental y humorística. En esa novelas poemáticas Pérez de Ayala ha encontrado un lenguaje muy bello, cuyo ardor lírico y emocional late más en el tuétano que en la superficie.

Y sin embargo, el novelista, el creador necesita salir de sí mismo, abandonar su personalidad para abismarse en la de los seres por él creados, y vivir sus problemas y afanes. Esa capacidad de desdoblamiento es, quizás, la señal más característica del artista literario, y a este problema alude Pérez de Ayala al personificarlo en la figura de Alberto Guzmán. Cuando éste, en La pata de la raposa, compone un poema, La dulce Helena, se lee:

«¿Por qué dividió el autor esta composición en dos partes, y la dramatizó, desdoblándola en dos personas? Quizás el propio Alberto no se dio cuenta, obedeciendo al instinto de bifurcación que en tales crisis escinde el corazón humano en dos porciones; llora la una y ríe la otra entre tanto.»



Y especialmente, es tras su desengaño amoroso con Meg, cuando Alberto adquiere definida conciencia de su capacidad de objetivación y desdoblamiento:

«Había asumido instantáneamente un estado de aplomo espiritual. Sus ideas y sentimientos adoptaban de nuevo la impasible serenidad estética. De actor de la tragedia, azotado por furias fatales, se había convertido en espectador que recibe deleite en seguir el encadenamiento de los hechos, y con el pathos de los personajes depura sus pasiones. Se había librado milagrosamente del desorden vertiginoso, del torrente que le había arrastrado, y ahora estaba en la margen, tranquilo y sonriente, no contemplando en aquel raudo torbellino otra cosa que el juego de bellas fuerzas naturales [...]. Meg ya no era sino un objeto curioso de observación y un interesante tema artístico; había descendido de tirana a esclava, porque así como la forma domina al mal artífice y engendra la desarmonía de la obra, el buen artífice domina la forma y sigue apaciblemente las leyes de la armonía.»



¿No parece legítimo ver en estas líneas una profesión de fe estética, de la suya, por parte de Pérez de Ayala? ¿No hay en esa distinción entre tiranía y esclavitud un refrendo de lo antes apuntado sobre el novelista que se ve arrastrado por la marea pasional de su relato, frente a aquel otro, nuevo Próspero, dominador de los espíritus, al que obedecen tanto Ariel como Calibán, que siempre se comporta como dueño de la forma, sin dejarse anegar por ninguna turbulencia?

Desde este punto de vista, el lenguaje alegórico, el gusto de Pérez de Ayala por lo que trasciende a fábula, ejemplo, parábola, recreación de temas clásicos, etc., se nos aparece como el procedimiento expresivo adecuado para conseguir el suficiente alejamiento estético, para evitar la burda identificación de una creación artística con cualquier prédica ideológica o social.




III

De esas preocupaciones estéticas sigue ocupándose Pérez de Ayala en Troteras y danzaderas, nuevamente por boca de Alberto, enfrentado ahora al poeta Teófilo. Cuando éste asume el papel de hombre derrotado, vencido por trágicos azares, Alberto le recomienda que objetive su existencia y su pasión:

«Todo consiste en meterse entre los bastidores de uno mismo, introspeccionarse, convertirse de actor en espectador y mirar del revés la liviandad y burda estofa de todos esos bastidores, bambalinas y tramoya del sentimiento humano.»



Habla también Alberto de la catarsis como acto purgativo del corazón para recibir la tolerancia y la justicia:

«Estas dos virtudes no se sienten; por lo tanto, no se transmiten, a no ser que el creador de la obra artística posea de consuno espíritu lírico y espíritu dramático, los cuales, fundidos, forman el espíritu trágico. El espíritu lírico equivale a la capacidad de subjetivación, esto es, a vivir por cuenta propia y por entero, con ciego abandono de uno mismo y dadivosa plenitud, todas y cada una de las vidas ajenas. En la mayor o menor medida que se posea este don, se es más o menos tolerante. La suma posesión sería la suma tolerancia. Dios solamente lo posee en tal grado que de Él viven todas las criaturas.

El espíritu dramático, por el contrario, es la capacidad de impersonalidad, o sea la mutilación de toda inclinación, simpatía o preferencia por un ser o una idea enfrente de otros, sino que se les ha de dejar unidos a la propia ley de su desarrollo, que ellos, con fuerte independencia, choquen, luchen, conflagren, de manera que no bien se ha solucionado el conflicto, se vea por modo patente cuáles eran los seres e ideas útiles para los más y cuáles los nocivos. El campo d e acción del espíritu lírico es el hombre; el del espíritu dramático es la Humanidad. Y de la resolución de estos dos espíritus, que parecen antitéticos, surge la comedia.»



En cierto modo, éste me parece un texto clave con relación al sentido de la obra novelesca de Pérez de Ayala; un texto allegable a aquellos otros del mismo autor que iluminan el alcance tragicómico de su producción narrativa, y enlazable, por consiguiente, a la teoría orteguiana de la novela como tragicomedia.

La capacidad de desdoblamiento a que Alberto hace alusión, con acciones y palabras, en tantos momentos de su existencia novelesca, no es exclusiva suya, sino que, en mayor o menor grado, la poseen también otros personajes de Pérez de Ayala. Así, en la misma Troteras y danzaderas, Rosina, al descubrir el intenso amor que por ella siente Teófilo, «se encontró desdoblada en dos personalidades diferentes: la una estaba plenamente dominada por la situación, la otra había salido de fuera, como espectador, y exclamaba casi con arrobo: ¿Es posible que exista amor tan puro, apasionado y rendido?»

Teófilo, moribundo, al enterarse por su madre de la ilegitimidad de su nacimiento, se explica el misterio de su doble personalidad: «No sabía las circunstancias que usted me ha referido; pero he sentido siempre en lo más hondo y arcano de mi ser la certidumbre de que yo había sido engendrado por una mala sangre en una sangre generosa. Siempre ha habido en mí dos naturalezas: una torpe y vil, simulada y vana; otra sincera y leal, entusiasta y dadivosa.»

Como el Fausto goethiano que sentía latir en su pecho dos almas, son muchos los personajes de Pérez de Ayala que sienten escindido su ser o que perciben, al menos, su capacidad de desdoblamiento, la bipartición de su personalidad en un ser que actúa y otro que mira y escucha.

Así, en Luna de miel, luna de hiel, don Cástulo, el preceptor de Urbano, es presentado como un ser de doble vida:

«Era sí, don Cástulo superlativamente candoroso en su corazón y conducta; no así en su imaginación. Don Cástulo vivía dos vidas paralelas, autónomas y sin mutuo contacto entre sí; una vida real y una vida imaginaria. Los ratos de ocio y solaz los consumía en leer autores eróticos, griegos y latinos. Su imaginación estaba atiborrada de erotismo literario y vaporoso, que jamás se insertaba en la vida real, por falta de datos de los sentidos y puntos de referencia experimentales.»



Ese dualismo vital se proyecta en no pocos aspectos de su personalidad, V. gr., el lenguaje. Leemos en Urbano y Simona:

«Los monólogos interiores de don Cástulo eran siempre en este estilo frondoso y altisonante así como su lenguaje articulado era muchas veces desmedrado y premioso. Siempre se aturdía delante de gente [...]. Oh, si él pudiera hablar en voz alta como hablaba por lo inaudible, en el hermético retrete de su cráneo! A tales fechas sería ya catedrático, rector de universidad, ministro, archipámpano. ¡Funesto destino el de los mortales! Las más generosas facultades ingénitas llevan al nacer aparejado un freno que las entorpece o las destruye. Él, un gran orador silencioso, carecía de osadía para producirse en público. Por el contrario, los osados de lengua carecen de Minerva y hasta de sentido común, como acontece con casi todos los oradores.»



Contrastes y dualidades semejantes se dan en otros personajes de la novela, entre ellos Urbano, el protagonista. Cuando, en la primera noche de casados, Urbano y Simona duermen en habitaciones separadas, el mozo, desasosegado, no logra alcanzar el sueño:

En el aposento había un armario de luna. Al pasar, Urbano se vio reflejado. Vio un fantasma que era él y no era él. Era el Urbano de ahora, tan distinto del Urbano del mismo día por la mañana, la última vez que se había mirado al espejo. Debido a la duplicidad de imágenes (la suya propia, de su figura corpórea, que palpaba, para asegurarse de sí mismo; y la otra figura plana y fantasmagórica, bajo la luna del espejo, como en una urna de vidrio), Urbano, insensiblemente, se escindió y desdobló en dos personas; el Urbano de siempre, y el Urbano de ahora, cuitado, infelicísimo. El Urbano de siempre al cabo había arrojado fuera de sí y reducido al Urbano de ahora, que estaba allí, prisionero en el cristal, mirando, con expresión desencarnada y suplicante, como alma en pena, al Urbano de antes. Y el Urbano de antes, murmuró con voz quebrada y odiosa al Urbano de ahora:

-Eres un idiota.»



Este proceso de desdoblamiento se acentúa en la primera idílica noche que Urbano pasa en el balcón, junto a Simona:

«Como San Pablo, Urbano sentía ahora dos hombres dentro de sí: un hombre activó y un hombre interior.»



Es en virtud del tal proceso por lo que Urbano puede presenciar impasible toda la trágica escena de la entrada en la casa de doña Rosita de los alguaciles que vienen a desahuciarla. La anciana cae herida de muerte, y Simona emite un trágico alarido:

«Urbano permanecía quieto, impasible, las manos en los bolsillos, atento a las circunstancias con que se desarrollaba la catástrofe. Lo había oído y visto todo con una especie de curiosidad intelectual. Lo único que le interesaba era la forma que adoptaban los sucesos, puesto que del desenlace estaba prevenido de antemano. Sabía que les iban a arrojar del Paraíso. Lo esperaba, de un momento a otro, desde que se había levantado de la cama. Sólo quedaba al azar el cómo iba a ser la expulsión. La nueva representación del drama bíblico no la juzgaba tan digna y decorosa como en el libro del Génesis. La sustitución del Arcángel por aquel ministril erisipeloso y soez, resultaba chocante y menoscaba el efecto dramático.»



No resultaría difícil relacionar estas líneas con las antes transcritas de Troteras y danzaderas, a propósito de las recomendaciones que Alberto hacía a Teófilo para que objetivara su tragedia.

Claro es que la impasibilidad de Urbano ahora, tiene mucho de aparente y sólo funciona como un contraste más.

«Doña Rosita, a solas con sus nietos, les había dicho:

-Escuchadme con calma. Tú, Urbano, que estás al parecer tranquilo, eres el más desconcertado. Tú, Simona, tan descompuesta en tus facciones, no has perdido el asiento y firmeza del alma. Estas desconcertado, Urbano, porque piensas en el porvenir. Estás firme, Simona, porque, con el sobresalto del momento, no sospechas que hay un mañana.»



Y esto es así porque, posiblemente, Luna de miel y su continuación son las dos novelas más ricas en contrastes de cuantas escribió Pérez de Ayala. Detallar la sucesión y finalidad de esos contrastes, equivaldría a poco menos que ir resumiendo la acción narrativa. Anotemos sólo alguno de los más característicos, entre ellos los relativos a la paradójica condición de Urbano y de Simona.

Cuando el primero, en la iglesia, oye misa al lado de Simona, descubre que «se estaba haciendo hombre rápidamente; sentía dentro de sí, sin duda posible, el desarrollo. Pero no por eso dejaría de ser juntamente un niño como todos los demás hombres. ¿No era don Cástulo un hombre-niño? ¿Y su padre? Doña Rosita, una mujer-niña también».

Porque todo es contraste y aleación de contrarios en Urbano, cuando ve los besos que Nolo, un pescador, intercambia con Silvina, seguidos de la escena en que una lancha trae un cadáver, un ahogado, se entrega por la noche a complejas meditaciones:

«En una fulguración instantánea, se le hicieron presentes la imagen del amo, con el peso de los pescadores, y la imagen de la muerte, con el ahogado. Y ya con palabras, de la mente y de los labios, suspiró: un beso de Simona y luego la muerte.»



Los amores -todo delicadeza- de Urbano y Simona en el balcón, se ven enfrentados, en grotesco contrapunto, a los no tan delicados de don Cástulo y Conchona. El contraste de los dos idilios queda reforzado con «los maullidos escabrosos de dos gatos que se hacían el amor a su modo, con escándalo». La descripción equivale a una especie de gradación climática descendente, en que la tonalidad amorosa baja desde la etereidad del dúo Urbano-Simona abrazados en el balcón, a la materialidad pingüe encarnada en Conchona y su don Cástulo, para caer en la desnuda animalidad de los amores gatunos.

Cuando don Cástulo contrae matrimonio con Conchona -en la segunda parte de la obra- y Urbano se lo cuenta a sus padres, doña Micaela acentúa en una serie de contrastes -los adynata clásicos, los motivos del mundo al revés- lo increíble que le resulta la unión de la robusta y elemental campesina con el enteco y clasicizante preceptor:

«-O mi razón comienza a extraviarse o es que el mundo se ha vuelto loco y las leyes naturales no rigen ya -comentó doña Micaela [...] El mundo se desquicia. Todo anda al revés. Me decís que los bueyes vuelan, que los asnos cantan melodiosamente, que los peces tiran de los carruajes, que el sol se enfría, que el mar hierve, que las montañas son hoyos, que los pozos son torres, que llueve hacia arriba, que la nieve es negra: pues lo creo. Nada me sorprende ya. Pero me decís que Cástulo se casó y con una mozona de servir; por contera mucho más joven que él y de muchas carnes, él tan alfeñique, él un sabio Merlín, ella una bestia; y esto me resisto a creerlo, excede mi comprensión.»



Por la misma ley del contraste o del mundo al revés, don Leoncio, arruinado, dice a su hijo Urbano «que todo ocurre para mejor. En quince días, quince días de aparente infortunio, he adquirido más experiencia y más nociones de la vida que en cincuenta años. Comienzo a vivir en todas las acepciones, hijo mío, en todas las acepciones. Soy más feliz que nunca.»

Las últimas páginas de la novela se caracterizan por la deliberada prescindencia de todo posible realismo, y se convierten poco menos que en un cuento de hadas, como el propio Pérez de Ayala señala al describir la casa en que las siete hermanas solteronas tienen encerrada a Simona. Con razón apunta Norma Urrutia: «Mientras tanto, la historia de Simona sigue por una ruta bastante inverosímil, propia de las novelas románticas de amor y de aventuras, aunque vista con ojos irónicos y burlones por el autor [...]. La descripción del lóbrego presidio dentro del cual se consumió durante algún tiempo la juventud inocente de Simona tiene algo de fantasía y caricatura: la tradicional oposición entre solteronas, madrastras, etc., y bellezas femeninas enclaustradas (Cenicienta, Blanca Nieves)»3.

Aparte de tan tradicionales modelos, Pérez de Ayala pudo tener a la vista otro más próximo de un autor muy admirado por él: la descripción que de las hermanas Porreño hizo Galdós en La fontana de oro y luego en Un faccioso más y algunos frailes menos. Hay un común denominador esperpéntico entre uno y otro grupo femenino de arpías y casi Parcas, por sus resonancias lúgubres y sepulcrales.

Como quiera que sea, toda esta parte de Los trabajos de Urbano y Simona se caracteriza por el repetido juego de contrastes, creador de un decorado casi guiñolesco, presidido por el cabalístico número siete, el de las hermanas solteronas, cruzado por dos gatos negro y blanco; un decorado muy en la línea de los esperpentos de Valle-Inclán. Naturalmente el máximo contraste radica en la oposición existente entre Simona y las arpías:

«Ellas, tan amojamadas y huesudas; Simona, tan fragante y tierna. Ellas, tan amarillas; Simona, tan blanca. Ellas, cardos; Simona violeta. Ellas, talludas, y todavía sin novio; Simona ya casada, una chiquilla.»



El acendrado dualismo de toda la novela, de sus dos partes, de la oposición de parejas -por un lado Urbano-Simona, por otro don Cástulo-Conchona-, de la fusión amor-muerte, etc., parece quedar resumido en ciertas consideraciones que Urbano se hace, casi al final de la acción:

«Urbano no volvió por las casas de trato. Durante dos días, anduvo perseguido por la visión del estudiante muerto y atosigado con preocupaciones trascendentales y trágicas. Obcecados y sin albedrío, desafiando a la muerte, los humanos corren hacia el amor, que reo es sino el triunfo y la superación de la vida sobre la muerte. Fatalmente el hombre gravita hacia la mujer y la mujer atrae al hombre, y no hay obstáculo que se interponga. Y no sólo la humanidad, sino la naturaleza entera está repartida en dos elementos, el eterno femenino, que atrae, y el eterno masculino, que es atraído inevitablemente. Y no sólo la naturaleza, sino su espejo, el lenguaje racional; hay palabras masculinas y palabras femeninas que se buscan y se unen mediante el verbo, la cópula, el acto de amor; todo lo demás en el lenguaje es accidental. El universo se le representaba una lucha infinita y absoluta de sexos, como girando sobre un eje, cuyos dos polos fuesen lo masculino y lo femenino, lo que es atraído y lo que atrae, lo que engendra y lo que concibe. Todas las viejas teogonías imaginaban asimismo el universo girando sobre dos polos fijos, el bien y el mal absolutos. Ormuzd y Ahrimán.»



Cabría recordar el hecho significativo de que una de las partes de Troteras y danzaderas lleva precisamente ése título Ormuzd y Ahrimán. Recuérdese que esta obra de Pérez de Ayala presenta una mantenida dualidad en los títulos, desde el de la obra misma, a los de sus partes: Sesostris y Platón -una tortuga y un pez-, Verónica y Desdémona, Troteras y danzaderas, Hermes Trimegisto y Santa Teresa y, finalmente, Ormuzd y Ahrimán.

Que todo esto no es casual sino que hay que relacionarlo con la esencia del arte, del estilo y de la concepción del mundo del autor, parece evidente tras lo que queda dicho. En un trabajo más extenso sobre Contrastes y perspectivismo en Ramón Pérez de Ayala tendré ocasión de insistir en lo apuntado en esta introducción a tan amplio tema.





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