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Dulcinea encantada

Angelina Muñiz-Huberman



Cubierta de la obra

La frontera entre el interior y el exterior es mínima.


PAUL KLEE                


A Lydia Rodríguez-Hahn







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ArribaAbajoSello primero

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Un día, yendo en automóvil por el Periférico, y apenas escuchando las palabras de los otros viajeros, te llega la revelación. Sí, la revelación. La revelación o sensación de que has descubierto algo. Creías no tener memoria de las cosas, creías carecer de recuerdos. Porque nada más vivías de los que te habían trasmitido, de los que te habían contado. Pero, de pronto, entre palabras de fondo que apenas entiendes, ocurre la revelación: sí tienes recuerdos. Recuerdos tuyos. Que te pertenecen. Que no son de nadie. Tuyos. Exclusivamente tuyos.

Tus padres y tus maestros te habían enseñado tanto. No tanto. Todo. Estabas en deuda. ¿Qué pequeño recuerdo poseías tú? Ninguno. Ninguno, en absoluto. Ante la grandeza de la historia, quién eras tú, humilde ser que miraba hacia arriba. ¿Hacia Dios? No, hacia tus padres, hacia tus maestros. Enormes personajes. Que todo te lo contaban y tú escuchando, escuchando, embelesada, no como ahora que las conversaciones se te escapan en ruido de fondo.

Es decir, sí poseías recuerdos. Sí poseo recuerdos. No serán los gloriosos de mis antecesores. Pero son buenos recuerdos también. No podré trasmitirlos, porque desconozco el arte de hablar. Pero podré pensarlos. Podré hilvanarlos por dentro. Por dentro me inundan las palabras, se me amontonan, no sé qué hacer con tantas de ellas. Pero que no me hagan hablar, que no me pregunten algo, porque sólo podré responder sí o no. El mundo hablante se me ha reducido en esas dos breves palabras. Sin embargo, las más importantes de todas. Las más temidas y las más temibles. Sí. No. Pertenecen al mundo externo. Al que no cuenta. Yo me quedo con el mundo   —12→   de dentro. No sé qué dirán los viajeros de este automóvil, pero si les digo un sí o un no, quedarán contentos. De todos modos los que hablan sólo se oyen a sí mismos. Con que guardes silencio y los mires a los ojos es suficiente. Te consideran el mejor de los escuchas.

Así que por dentro van los recuerdos. Cualquier recuerdo. Todos los recuerdos. Porque además de mis recuerdos van los otros recuerdos. Los que tantas veces escuché o leí o inventé.

He aquí que Dulcinea habita castillo de dura piedra sobre elevada colina. Altos torreones y amplio patio de homenaje. Jardines interiores con fuentes de agua clara y pájaros que trinan entre las ramas. Rosedales de rosas rosas, y rojas, y amarillas, y blancas. Jaulas de oro para aves de tierras extrañas. Pozo de piedra labrada. Bancos tallados. En las cuatro esquinas, naranjos de azahar perfumado.

Por los senderos pasea Dulcinea. Va aspirando las fragancias y gustando del frescor del aire que roza su piel. Su amplia vestidura flota ligeramente. En la mano lleva un libro y va buscando un lugar donde sentarse a leer. Se dirige a su rincón preferido, donde no hay muralla porque el escarpado acantilado la sustituye, donde se ve el mar abajo, golpeando contra las puntas rocosas, donde en el cerúleo horizonte, en ocasiones, vislumbra velas de barcos lejanos y sueña con irse en ellos.

Dulcinea no añora vivir en otra época porque vive en esa época. No añora un castillo porque vive en un castillo. No añora el campo ni el mar porque los tiene. No añora el tiempo lento y sin medida porque no conoce la premura. No añora la tranquilidad porque nada la agita.

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Su mundo se encierra en sus habitaciones y en los campos que envuelven el castillo. Y allá abajo, el mar.

Salones, cámaras y recámaras. Pasillos y corredores. La biblioteca es grande y cálida, los sillones cómodos y la larga mesa de caoba tallada invita a apoyar el libro sobre ella o, mejor aún, a escribir sobre ella. Los ventanales, de cristal emplomado, se abren a la vista marina y hasta al rumor del oleaje que, a esa altura, llega atenuado y perezoso. En invierno, la importante chimenea vuelve aún más cálido el ambiente y distrae a Dulcinea, quien se pasa largos ratos contemplando el juego de las llamas y el salto de las chispas.

Dulcinea soy yo. En este automóvil, por el Periférico del Sur, sin escuchar a los otros viajeros. Repasando mis recuerdos. Descubriéndolos. Pero sin decir palabra. No diré palabra. Qué cosas dicen los demás. Extrañas cosas. No es como en los libros. No, no es. Yo traigo aquí mi libro. Siempre me acompaña un libro. Vaya donde vaya. Un libro es buena compañía. La mejor. No habla. Una lo lee. En cualquier lado y en cualquier momento.

¿Te acuerdas, Dulcinea, del día que llegaste a México? Sí, sí me acuerdo. Llovía, ¿te acuerdas? Sí, el tren se había detenido en la estación de Balbuena. Grandes paraguas negros esperaban. Pero también me acuerdo de la diligencia de Puebla, del camino enlodado y del granizo persistente. Eran varios días de marcha y con peligro de ser asaltados al pasar por Río Frío.

Dulcinea, Dulcinea, busca tus recuerdos y no inventes. No invento. Es así. Todo lo que leí lo llevo por dentro. Luego es mío. Los castillos. Esos castillos que nunca he visto ni veré. Pero que me conozco muy bien. Porque yo he estado allí.

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Dulcinea vive sola, pero nobles caballeros la guardan y reverencian como a alta princesa que es, dueña de tierras que no se terminan de recorrer en el cabalgar de veloz corcel en todo un día.

El día que llueve, llueve menudamente. Desde los altos ventanales de vidrio emplomado, ve Dulcinea cómo el agua resbala por las hojas y los troncos. Vestida de terciopelo negro y alto cuello de encaje blanco disfruta de la lluvia, del golpe de las gotas en el cristal y del líquido escurrimiento de transparencia en transparencia.

Da gusto ver el paisaje desde dentro, acogedora sensación de hallarse protegida, a salvo de los rayos y entreviéndolos, en cambio, en instantánea luminosidad.

De niña había escapado del castillo para sentir en la cara y en el cuerpo la lluvia purificadora. Había levantado el rostro al cielo y había bebido gotas de agua, mientras las gárgolas de horrible boca retorcían el líquido elemento a lo lejos.

Las gotas tamborilean sobre el techo del automóvil y el limpiaparabrisas no alcanza a separar el vidrio del agua. No importa a dónde va el automóvil. Dulcinea tiene el tiempo por delante. Sobre todo desde que decidió no hablar. Sólo consigo misma. Pensar, nada más.

Junto con la revelación, el arte de la memoria se le convierte en el arte de escribir. Va a crear un libro dentro de su cabeza. No será un libro oral ni escrito. Será un libro mental. El primero que se compone. Un libro interno, en constante quehacer. Un libro que se repite o retoma por cualquier parte. Que se reforma y que nunca es igual. Que existe y no existe. Que vivirá en ella y que será tan largo como su vida. Que si llegara a publicarse duraría años su lectura, y no se sabría cuál era la versión definitiva. Que abarcaría todos los estilos y que   —15→   empezaría como los libros de Snoopy: «Había una vez una noche oscura». O bien: «Era de noche y sin embargo llovía».

Un libro elaborado sin ningún apuro. Cifrándose y borrándose en el proceso mismo. Sin ningún arrepentimiento, ni olvido, ni error. Perfecto. Como escrito en arena o en mar.

Dulcinea acompañó a Madame Frances Calderón de la Barca en muchos de sus viajes por tierras mexicanas. Cuando venía en la diligencia, de Puebla a México, sentía la emoción de lo que vería y aprendería en cuanto se uniera a la Marquesa. Había abandonado sus tierras del Toboso cuando fue elegida por la Marquesa como dama de compañía.

Dulcinea tenía catorce años cuando llegó a México, en abril de 1948. Había bajado del tren en la estación de Balbuena, fatigada y con náuseas. Su siguiente recuerdo es el camino. Con la lluvia empapándolo todo y las calles inundadas. La gente con los pantalones y las faldas arremangados, con los zapatos en las manos. Y ella con la emoción o sensación de aventura al haber llegado a un país nuevo. Atrás ya las guerras europeas, las muertes, las sangres y los desgarramientos.

Pero el día llegará. Llegará el día del fin y de la revelación. Está anunciado y llegará. Tu vecina, la que vende pasteles, exquisitos pasteles vieneses, con cada pastel que le compras te proclama la llegada del milenio. He aquí que viene con las nubes y todo ojo lo verá. Yo soy alfa y omega. Principio y fin.

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Y su cabeza y sus cabellos eran blancos como la lana blanca, como la nieve; y sus ojos como llama de fuego;

Y sus pies semejantes al latón fino, ardientes como en un horno; y su voz como ruido de muchas aguas.

Y tenía en su diestra siete estrellas: y de su boca salía una espada aguda de dos filos. Y su rostro era como el sol cuando resplandece en su fuerza.

Y cuando yo le vi, caí como muerto a sus pies. Y él puso su diestra sobre mí, diciéndome: No temas: yo soy el primero y el último;

Y el que vivo y he sido muerto; y he aquí que vivo por siglos de siglos. Amén. Y tengo las llaves del infierno y de la muerte:

Escribe las cosas que has visto, y las que son, y las que han de ser después de éstas.



¿Qué dicen, qué murmuran, qué susurran los que van en el mismo automóvil que Dulcinea? Nada, no dicen nada. Porque dicen lo que está pasando (dicen, por ejemplo, cómo llueve) y eso es lo mismo que nada. Cuando lo que hay que decir es lo que no está pasando. Lo que nunca pasó y lo que nunca pasará. Ésa es la única realidad y ésa es la única posibilidad de no guardar silencio. Lo que piensas es lo que vale la pena y, por lo tanto, es lo que nunca dirás. Te las ingenias para ser un caso de trivialidad.

Por eso Dulcinea no oye las palabras. Ni siquiera son las palabras como el golpeteo de las gotas en el cristal. Ni unicidad ni frescura. Eso sí, resbalan impunemente. Las palabras pronunciadas. Las palabras encarnadas. No así las otras palabras: las impronunciables y las guardadas: silencio.

Por eso Dulcinea ha ido perdiendo el habla. ¿Para qué hablar? Si nadie escucha ni entiende. Si nadie se da cuenta de que una no habla. Eternos monólogos sin sentido.

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Además a mí nunca me ha pasado cosa alguna, ni me acuerdo de lo que me cuentan de los demás. Del clima no digo nada, porque decir que llueve cuando llueve o que hace frío cuando hace frío, es tan obviamente cartesiano que no vale la pena. Mencionar la última película que viste es confrontar opiniones tan dispares como que a uno le gustó mucho y al otro no le gustó. En cuanto a libros, libros, libros, ¿qué es eso?, ¿quién los lee?, ¿quién cree en ellos? Yo, solamente yo. Yo soy la única que leo, que sé que hay libros, que los tengo, que los guardo, que los atesoro. Que los llevo conmigo. Aquí en mi bolsa -y la abro de vez en vez para comprobarlo- está el que leo ahora. Lo acaricio y lo siento. No podría vivir sin él. Soy librista: en el libro creo y al libro amo. Novelas de caballerías. Colecciono novelas de caballerías. Don Tristán de Leonís, Don Olivante de Laura, Don Palmerín de Inglaterra, Don Belianís de Grecia, El Famoso Caballero Tirant lo Blanch, Don Florismarte de Hircania, Don Florisel de Niquea, El Caballero Platir, El Caballero de la Cruz, La Gran Conquista de Ultramar, El Caballero Cifar, Las Sergas de Esplandián. Y, en primer lugar, Don Amadís de Gaula. Es mi guía y ejemplo, como lo fuera para don Quijote. Con la ventaja de que yo me he enamorado de él. Y él de mí.

Un día lo conocí, hace años, y lo que vivimos los dos no apareció en su novela, pero yo lo llevo escrito dentro de mí.

Después que escampó, Dulcinea se echó una gruesa capa de lana sobre los hombros y caminó rumbo al bosque de pinos que baja hasta la playa. Según iba caminando por las sendas preferidas, bajo la bóveda enramada o sobre el acolchado terreno de hojarasca y helechos, iba sintiendo una presencia tras los troncos o los matorrales,   —18→   a veces en lo alto y otras en lo bajo. Crujidos y un respirar ahogado. Una sombra que se desvanece. Casi un susurro. Lo que pudiera ser una forma o algo en movimiento. Un deslizar. Un detener. No un deseo de ocultarse, sino un deseo de no asustar. En un claro del pinar ya muy cerca de las olas arenadas, casi no le sorprendió verlo allí esperándola. Apoyado en el tronco de un árbol, vestido a la usanza de otras tierras, forastero de rasgos no comunes. Pelo rubio y lacio. Pómulos salientes. Ojos almendrados. Nariz recta. Finos labios. Alto y delgado. De negro vestido y con puñal al cinto. (Personaje bergmaniano. Amadís von Sydow). Tiene los brazos cruzados al frente y un pie apoyado en una piedra desprendida. Parece aguardar. Dulcinea se le acerca y es su espejo porque no habla. (Ya entonces hablaba poco. En aquella época). Cada uno piensa si el otro será real. Los dos sienten deseos de tocar sus caras, de palpar sus pieles.

En eso, empieza a llover de nuevo. Gruesas y veloces gotas de agua golpean sus cuerpos. Al principio no las notan. No les importa. Hasta que Dulcinea toma de la mano al forastero y corre guiándolo hacia una cabaña, en mitad del bosque, refugio para los caminantes. Adentro, Amadís enciende la chimenea y Dulcinea se sienta en un banco.

La diligencia pudo haber sido asaltada en Río Frío, pero el conductor había reservado las fuerzas de los caballos para que cuando llegaran al lugar peligroso cruzaran a la máxima velocidad posible. Lográndolo.

Dulcinea contemplaba los volcanes. Su forma perfecta y la nieve baja en esa época del año.

En realidad, por el Periférico se puede pensar no en una   —19→   novela, sino en varias. Pero no son novelas. Es la vida misma trascurriendo. Las personas que viajan en el automóvil hablan y hablan. No dejan de hablar. Son la vida misma escapándose en palabras. Porque cada palabra pronunciada es tiempo. Tiempo perdido. Para mí, en cambio, no corre el tiempo. Yo no hablo, yo no pierdo el tiempo. Es otro secreto que he descubierto, pero que no podré trasmitir.

¿Quién será quien maneja? ¿Amadís? Tiene el cuello largo y recto de Amadís. Debe de ser Amadís. Los otros pasajeros son difíciles de identificar y, sin embargo, parecen conocerme. Que me llamen por mi nombre no quiere decir que me conozcan. No. Solamente que saben cuál es mi nombre. Pero no me conocen. Si me conocieran. Si supieran que Amadís y yo. Si supieran que Amadís. Si supieran que yo.

Ir por el Periférico es ir sin paisaje. Es un rugido de cemento. Es el asfalto palpitante. Es el tigre sin árbol al cual treparse. Es el cielo empañado y el cristal opaco. Así que mejor pienso en la carretera de Cuernavaca. La primera carretera que conocí, poco después de llegar a México. Que ya entonces me figuraba transitada por diligencias, con peligros y aventuras. El llano antes de Tres Marías, con sus altos zacatales, me pertenecía. Los más altos aún, pinos, no digamos. Y las agujas y las piñas que tapizaban el suelo. Apoyaba mi frente contra el duro cristal de la ventanilla del turismo en el que viajaba. El turismo, esa limusina ya desaparecida que hacía la ruta México-Cuernavaca-México.

Qué bien que puedo hablar de cosas desaparecidas. De cosas que hay quienes no conocieron ni conocerán. Es decir, tengo recuerdos propios. Ya no dependo de los recuerdos de los demás. Tengo mi vida propia. Mis rincones exclusivos. ¿Seré yo por fin yo?   —20→   Dulcinea se acuerda de esos primeros viajes a Cuernavaca. El paisaje era muy importante. Claro que por la carretera vieja. Por esa carretera que cortaba en gris los pinares y los sembradíos. Luchando contra la hierba y las malezas. Dulcinea, ¿cuáles eran los colores? Los colores eran el verde, el café, el azul del cielo. Sobre todo. No recuerdo otros. Y olores, ¿recuerdas? Sí, si abría la ventanilla, el olor a pino y a hojas húmedas. A veces a paja incendiada. ¿Qué más?, sigue preguntándome, me gusta cuando me pregunto a mí.

El Zócalo de Cuernavaca: te sentabas en los bancos de hierro labrado. Claro que me acuerdo. Veías y oías el regreso de los pájaros a dormir en las espesas ramas. Y me encantaba. Los oscuros y frescos pasillos de los hoteles. Hoteles cuyos nombres ya no recuerdas. Algunos sí recuerdo: el Iberia, el Marik, Los Canarios. Otros, he olvidado. No así los pasillos y las baldosas negras y blancas, los macetones a los lados, el comedor, la cocina entreadivinada, los cuartos de dormir. Porque los cuartos de hotel no atraen. Tan distintos del cuarto que yo querría. Con tantos fantasmas incrustados ahí. Cuerpos desnudos en las paredes. Manchas que ya no están. Saliva. Sangre. Semen. Sudor. Orina. Heces. Notas la presencia de todo. La ausencia imaginada. Más terrible por la figuración. Desde niña sentías asco. Sí, de siempre. Dejabas de comer si sentías asco. Se cerraba tu garganta. El pan de peladura de papa no lo comías y preferías pasar hambre, cuando ibas en el tren con los otros niños españoles. Cuando nos trasladaron de la región boscosa de Mónino a Saratov, la región de los alemanes del Volga. Los soldados de Hitler penetraban en el territorio ruso y los niños de la Casa Internacional eran alejados del peligro. ¿Te acuerdas que en el tren te daban ese pan incomible y un salchichón grasoso? Que yo no comía y sólo bebía taza tras taza de té con un trocito de   —21→   azúcar. Y dormías amontonada con otros niños y había piojos y chinches. Te mantenías aparte y no hablabas. Ya no hablabas desde antes. Desde el día en que tus padres se despidieron de ti a bordo del barco que habría de llevarte de España a Rusia con los demás niños salvados. ¿Para qué hablar? La salvación es el silencio.

La gente siempre dice lo contrario. Aquí en el automóvil, ¿qué dicen los que acompañan a Dulcinea? Cualquier cosa. Cualquier cosa que sea la otra cosa. No la que ella entiende. Ni extiende. Ni atiende. Ni tiende. Por ejemplo, las palabras no le indican una conversación a seguir, sino que de una de esas palabras se le deshilvanan recuerdos ajenos y lejanos, o simplemente un fluir de sonidos. Como si estuviera en un tercer cuarto y oyera las conversaciones del primero y del segundo a la vez, más lo que ella conversara consigo misma.

Dulcinea llegó poco después de la Marquesa, encontrándola ya instalada y quejándose del frío. Había mandado traer gruesos tapetes de lana y, a falta de chimenea, había colocado braseros en los cuartos principales. La casa era amplia con un buen jardín pletórico de flores, frutos y pájaros, pero el interior era oscuro y húmedo. Al principio, a Dulcinea no le gustaron las altas vigas de su habitación y se estremeció de frío. De sus baúles fue sacando los largos y pesados vestidos que fue colocando, con la ayuda de una sirvienta, en el ropero de pino pulido. Sintió, de pronto, miedo por haber abandonado los parajes conocidos y encontrarse en tierra extraña. Casi deseó volver a empacar y tomar la diligencia de regreso. Y más aún le atemorizaba la idea de tanta gente desconocida. De tener que hablar y saludar.   —22→   A Dulcinea esa vida de Dulcinea en el México de finales del siglo XIX no le gusta. Va a tener que hacer cambios sustanciales. No puede elegirse una vida soñada que disguste. Se queda con la Edad Media. La ventaja de escribir en la mente es que, sin ningún remordimiento, se desecha lo que no sirva. La grabadora va en reversa y todo se borra.

¿Por dónde íbamos, Dulcinea? Dulcinea, regresa. No sé qué hacer con mis pensamientos. Con esta catarata -y no es imagen- de pensamientos. Porque se me amontonan y no sé por dónde empezar. Me paso los días en silencio, quieta, tratando de ponerle algún orden a este palabredal. Y no es posible: salto, divago, me entristezco. Nada se me olvida: acumulo y acumulo, sonidos sordos, sílabas impronunciables, frases, cuentos, novelas. La literatura toda. Ya no sé quién soy. Pero me lo repito por dentro. Yo soy yo. Yo soy yo. Yo soy yo. Y si no, me pongo a leer. Que es lo mismo Mejor dicho, lo opuesto. Yo no soy yo. Yo soy Penélope. Yo soy Orlando. Yo soy Rodrigo Díaz de Vivar (no doña Jimena, muy aburrida dama), soy Dulcinea, soy Santa Teresa, soy una de las hermanas Brontë, probablemente, Emily. Ah, también soy Elizabeth Browning, por intermedio de Virginia Woolf. Pero podría ser también algún cabalista hispanohebreo del siglo XVII; algún marino famoso del siglo XVI. O algún personaje de Walter Scott (creo que Rob Roy), o de Joseph Conrad (¿Lord Jim?).

La verdad es que te diviertes, Dulcinea, te diviertes. No puedes quejarte. No, si no me quejo. Si sí me divierto. Los demás son los que no se divierten. Estas personas que van aquí, en el automóvil, qué aburridas. Pobrecitas, no dejan de hablar. Para ellas, las palabras son sonidos. Pobrecitas, si logro atrapar algo de lo que dicen, por ejemplo, locura, no es la locura en sí. ¿Qué saben ellas de la locura?

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Locura la del ángel de Éfeso: el que tiene las siete estrellas en su diestra, el que anda en medio de los siete candeleros de oro, diciendo cosas como:

Yo sé tus obras, y tu trabajo y paciencia; y que tú no puedes sufrir los malos, y has probado a los que se dicen ser apóstoles, y no lo son, y los has hallado mentirosos:

Y has sufrido, y has tenido paciencia, y has trabajado por mi nombre, y no has desfallecido.



Locura la de los otros ángeles: el de Esmirna, y el de Pérgamo, y el de Tiatira, y el de Sardis, y el de Filadelfia, y el de Laodicea. Sublime locura. La locura de Dios.

¿Los hombres locos? Qué va. Remedo de locura.

Dulcinea, después del largo viaje desde Rusia hasta México, de haber llegado enferma, y de enfrentarse a sus padres, apenas reconociéndolos, siguió perdiendo el habla, poco a poco. Hablaba menos que en el tren y que en la Casa Internacional. Pero pensar: eso era una ebullición. Su refugio y su consuelo. Ir a encerrarse en el fondo de un armario y, en la oscuridad, pensar y pensar. Las figuras reducidas, sin rostros y sin cuerpos. Aquellos niños del recuerdo, bailoteando en el espacio sin límite, sin dónde apoyar los pies. Entre ellos, ella también, leve pluma arrancada. ¿Sus padres? ¿Serían sus padres sus padres? Ella no los recordaba. Entre la gente que esperaba a los viajeros no sabía a quiénes buscar, y, para disimular, fingía arreglar sus maletas y el saco en el brazo y el bolso. Que ellos la encontraran, evitando una mirada en busca de no se sabe quién. Una mirada desconcertada, confundida, que debería instantáneamente convertirse en reconocimiento. Sí, son ellos.   —24→   Sí, es ella. Por eso, bajaba los ojos Dulcinea y seguía acomodando y reacomodando sus maletas, su saco, su bolso.

En el automóvil de los padres, rumbo a la que, por fin, iba a ser su casa, fue cuando a Dulcinea se le ocurrió preguntarse: ¿y si no son mis padres?

La duda fue arraigándose más y más. Esas dos personas eran seres extraños. Seres irreales. Hablaban de cosas que ella desconocía. Le decían si se acordaba de la muñeca que le compraron poco antes de embarcarse de Valencia a Odessa, y ella estaba segura de que nunca tuvo una muñeca. La llamaban Dulce porque así la habían llamado de pequeña y a ella nunca nadie la llamó así. En cambio, le preguntaron qué era esa cicatriz en el dedo medio de la mano izquierda ignorando que se la había hecho al recoger leña en Mónino. Tampoco sabían cómo había disfrutado cortando fresas, moras, arándanos y zarzamoras en la región de Saratov, y llevándose una que otra a la boca furtivamente.

Ellos no la conocían a ella, ni ella a ellos. El pasado no era el mismo. Era difícil encontrar algo en común, un tenue cordón que aún los uniera a los tres.

No, no eran mis padres. ¿Cómo es que lo primero que me preguntaron, todavía en el automóvil, fue por mi hermano? ¿Por qué no me preguntaban de mí? ¿Por qué hablaban y hablaban de él y no de mí? ¿Acaso yo no estaba ahí, sentada, en el automóvil? Ellos eran los padres de él y no los míos.

Dulcinea siguió viendo a aquel forastero de negro vestido, por nombre Amadís, cada vez que iba al bosque o a la playa. Sin hablar, como en sueños, van conociendo Amadís y Dulcinea sus historias. Una hermosa no línea de puntos en sucesión no unidos. Un principio que se intuye condenado a un no terminar.

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Las historias que se cuentan van alargándose y perfeccionándose con los días. Historias que cada uno va aprendiendo en silencio, porque las palabras son las palabras que no suenan, las que se dicen por dentro, las que pueden llegar al más alto cielo. Todas las palabras y todas nuevas.

Dulcinea corre por la playa con Amadís. Se descalzan y mojan los pies en las delgadas olas. Fina arena se cuela entre sus dedos. Tibio sol dora sus pieles.

Podrían ser hermanos o podrían ser desconocidos. Dos hermanos que se enamoraran.

A lo lejos, Dulcinea veía los fuegos artificiales de Moscú. No recuerda en qué fecha, pero su hermano aún estaba con ella. Y no los habría de olvidar. Seguramente fueron los primeros fuegos artificiales que vio. A veces, antes de ir a dormir, se restregaba fuertemente los ojos porque había descubierto que también así se veían fuegos artificiales. Fuegos artificiales por dentro. Y esto es muy buena cosa. Que todo vaya por dentro. Era un grupo pequeño de niños los que fuimos a ver los fuegos. Era un campo muy verde y muy grande. Delante de la barda de gruesos troncos nos habíamos acodado. A lo lejos, Moscú y los fuegos artificiales. De colores. Todos los colores. Tan fugaces y de cascada que se borraba. Los blancos casi eran agua. Los rojos y azules me herían la vista. Igual que al dormir. Esos fuegos se me hundieron, sin saber yo en dónde. Pero los míos, los de dentro, los removía siempre y volvían a estallar aún en formas más bellas e inusitadas, sin que mi voluntad interviniera. Aparecían y reaparecían, escapándose de mi marco visual. No podía atrapar la forma que me gustaba, pues rápidamente se había convertido en otra. Su belleza era su instantaneidad. Su irrepetibilidad. Su unicidad. De tal   —26→   modo que sólo quedaba la memoria. En la memoria sí los guardaba. Aunque creo que yo no vi los fuegos artificiales de Moscú. Fue mi hermano quien los vio y me lo contó. Cuando descubrí que frotándome los ojos acudían esos puntos luminosos, los de Moscú se desvanecieron y quedaron los de dentro. Los de dentro, desfilando en oscuridad y en silencio.

No así los de México. La primera vez que los oí pensé que era la guerra de nuevo. Aquel francotirador nazi que había quedado solo, encaramado en un árbol y que tantas muertes causó. Cuando lo bajaron, los campesinos le clavaron hoces, y azadones y picos. Los cohetes de México, los cohetones, las palomas, los buscapiés, los chifladores, las dinamitas, las chinampinas, los garbancillos, las luces de Bengala, los bombillos, los cerillos. Y luego, los fuegos artificiales, las cascadas, los castillos, los toritos, las coronas. País de ruido. Cómo me daba pánico ir por las calles. Me tapaba los oídos y parpadeaba. Era capaz de no salir cuando iban a tirar cohetes. Disparo de fusil, de pistola, de ametralladora.

¿Seguiré o no seguiré con la historia de Dulcinea en el siglo XIX? Yo soy tantas historias que a veces es difícil elegir con cuál me quedo. Es decir, cuál soy yo. No importa. Puedo seguir intentando. Que desempaque Dulcinea, que no se regrese a sus tierras. En México conocerá nuevos paisajes. Nuevas flores, nuevas frutas, nuevas aves. Nuevas caras. Nuevos trajes. (El rebozo). Nuevas costumbres.

Su primer paseo con la Marquesa por el bosque y el castillo de Chapultepec le proporcionó una encerrada alegría. Poder olvidar las calles y, en cambio, recrearse en   —27→   la luz tamizada entre las hojas de los ahuehuetes y de los arbustos más pequeños. Las distintas clases de árboles con el helecho gris colgando de las ramas más altas. Lo que a la Marquesa le recordó sus lejanas tierras y cierto tono druídico. La tranquilidad y soledad de los parajes, las matas cargadas de frutillas silvestres. La melancolía no triste, sino acogedora. Tomar los caminos internos del bosque y casi sin esperarlo, llegar al lago. El silencio del agua quieta. Los cisnes interrogantes: entre los blancos algunos negros. Los reflejos de las nubes, de las ramas, deshaciéndose por las ondas concéntricas del nadar de los cisnes. («Las desatadas guirnaldas de rosas de espuma»). Sentarse a la orilla y no resistir mojar los dedos levemente en el agua. Cristal de agua. Luego el regreso, lento, hacia el carruaje, que habrá de llevar por el empinado ascenso hacia el castillo.

Ese día, 31 de diciembre de 1839, Frances Calderón de la Barca escribió: «Desde la terraza que rodea al castillo, la vista que se ofrece es el más extraordinario panorama que pueda imaginarse. El valle de México se muestra en un mapa; la ciudad, con sus innumerables iglesias y conventos; los dos acueductos cortando la llanura; las avenidas de álamos y olmos que conducen a la ciudad; las aldeas, lagos y valles que la envuelven. Al norte, la espléndida catedral de Nuestra Señora de Guadalupe. Al sur, los pueblos de San Agustín, San Ángel y Tacubaya, que parecen inmersos en los árboles, como un enorme jardín. Y aunque en las llanuras de abajo hay muchos campos sin cultivar y muchos edificios en ruinas, el glorioso marco de las montañas, enseñoreadas por los dos altivos volcanes el Pococatépetl y el Iztaccíhuatl, el Gog y el Magog del valle, de cuyos costados gigantescos se desprenden masas de nubes densas, y con su cielo turquesa siempre sonriendo en la escena, todo el paisaje, visto desde esta altura, es de belleza sin par».   —28→   Mientras trate de paisajes, voy bien. Es lo que me gusta. No este gris Periférico. ¿Qué hay en un Periférico? Por donde paso es como si ya hubiera pasado: fábricas, humo, asfalto, cemento, edificios despintados y descascarados, vidrios rotos. ¿Cuándo llegaré a algún árbol? Nunca me toca llegar a ningún árbol. Los de atrás no paran de hablar. Los de delante tampoco. ¿Qué puede decirse en un automóvil cerrado? Todavía si fuera abierto y el aire cortara el respirar. Las bocas irían cerradas y las moscas no entrarían.

Dulcinea y Amadís tuvieron un sueño, un mismo sueño. Deberían ir en busca de un ermitaño. Un ermitaño que habría de proporcionarles alguna clave. Y eso era todo el sueño. Así de vago. Pero los dos lo soñaron igual y en la misma noche.

Podrían no hacer caso del signo. Hay que entender que un signo es un signo. Porque puede no serlo. O puede que no se advierta como tal. Debe haber un deseo o una predisposición para reconocer un signo. Un pre-signo. Una luz que exponga la oscuridad. Un rayo que ilumine. Entonces se reconoce el signo.

Quien quiera encontrar signos los encontrará. Dulcinea y Amadís deciden salir por los caminos, abandonar el perfecto mundo cerrado que los envolvía. Ir en busca de un ermitaño. Como en cuento de hadas se habrán de enfrentar a lo que muchos siglos después Vladimir Propp nombrará las treinta y una funciones del cuento maravilloso:

I Alejamiento, II Prohibición, III Transgresión, IV Interrogatorio, V Información, VI Engaño, VII Complicidad, VIII Fechoría, IX Transición, X Principio de la acción contraria, XI Partida, XII Primera función del donante,   —29→   XIII Reacción del héroe, XIV Recepción del objeto mágico, XV Desplazamiento del héroe, XVI Combate, XVII Marca del héroe, XVIII Victoria, XIX Reparación, XX Vuelta, XXI Persecución, XXII Socorro, XXIII Llegada de incógnito del héroe, XXIV Pretensiones engañosas, XXV Tarea difícil, XXVI Tarea cumplida, XXVII Reconocimiento, XXVIII Descubrimiento, XXIX Transfiguración, XXX Castigo, XXXI Matrimonio del héroe.



Porque una de nuestras grandes preocupaciones es hallar nombres. Pensamos que sin nombre no hay existencia. Émulos de Dios que fue nombrando su creación. Nombre = sustancia. Sustantivo. Sustancioso. Sustancial. Treinta y una funciones que no se cumplirán en el caso de Dulcinea. La incumplidora.

La historia de Dulcinea fluye por muchos cauces. Es agua que se escapa. Con Amadís camina por los caminos, por los atajos, los bosques y las praderas. Deben llegar a una montaña. Una montaña lejos del pedregal y de las rocas. Una montaña con una cueva. Una cueva de difícil acceso. En ella, el ermitaño. Ermitaño de pocas palabras, de extraño humor, de ropas raídas y luenga barba. Ermitaño, hechicero, sabio, mágico prodigioso, atento herbolario, gran rezador, experto en penitencias, ducho en metáforas, paradigma del símbolo. Tan poco acostumbrado al sonido de las palabras que retumban en su interior fragorosamente. Del silencio, sólo el eco de la piedra lanzada en precipitado abismo, arrastrando, incauta, hierbecillas y espigas de escasa raíz, agregando al ruido descuidados roces, arrepentidos desgarrones. Sonidos que desglosa el ermitaño en sus posibles fracciones auditivas, en sus fusiones y derivaciones, en la línea recta o en la curva, en el deslizamiento o en las   —30→   anfractuosidades, según se tropiece la piedra en su descenso. Sonido cambiante, porque el espacio es inaprehensible y el tiempo se devora a sí mismo.

El ermitaño ya no conoce más que la distancia entre él y el manto divino. Los intermedios, las concesiones y los puntos de apoyo han desaparecido. Es él y su alma, Dios y su inmensidad. Así que no dudan y uno y otro se abarcan.

Este ermitaño puede ser sabio. Puede conocer muchos signos y señas. Para él son claros: tantas veces han aparecido en sus sueños, en su recibir palabras del cielo, en su dialogar en silencio. En sus paseos solitarios, cuando hubo avisos en las plumas de aves retenidas, en las ramas retorcidas de algún viejo árbol, en la única flor de un espino seco. Descifró ese lenguaje: ya no fue secreto ni hermético. Nadaba en él. Flotaba. Eran piruetas y saltos nunca vistos. Giros y contorsiones que elevaban cada diminuto significado. El mundo animal y el mundo vegetal se reinterpretaban. El ermitaño era roca desprendida y animada.

Dulcinea y Amadís podrán caminar todos los caminos del mundo. Hasta podrán encontrar al ermitaño. Para entonces, el ermitaño será mudo.

Como yo ahora. Qué bien. Me gusta la gente que no habla. Yo ya no entiendo las palabras de los demás. Ni siquiera suenan. Sólo se abren sus bocas, se separan los labios, se fruncen, se mueven también las cejas y los ojos, algo la nariz, y las manos mucho. Eso es hablar. Qué raro. Qué raro es. A veces se ve la lengua, desnuda y húmeda; los dientes, que pueden ser dientes con empastes; y con suerte, seguro mala, la campanilla. Hay quienes arrojan gotitas de saliva. Qué asco. Es un asco hablar. Degradante espectáculo. Mejor bailar. Bailando se pueden   —31→   decir muchas cosas. Mejor bailar. O pintar. Pintando se pueden decir muchas cosas. Haciendo esculturas también. Y claro que ahí está la música. ¿Escribir? No. Ahí no. Otra vez te das topes en la cabeza contra la pared. ¿Por qué? Por las malditas palabras. Son palabras que no suenan: peor aún, que se quedan grabadas. Y no son nada. Nada absolutamente. Unos signos arbitrarios y variantes, representantes del hórrido hablar.

Yo no pronunciaré ninguna palabra y lo que escriba será de memoria. Por los siglos de los siglos. La viejita pastelera cree en el fin del mundo y esto le da ánimos para vivir. Esto y los riquísimos pasteles que elaborará para el día del juicio final. Cada amanecer mejora sus recetas, pues no quiere estar desprevenida. A ella sí la oigo hablar, porque cree firmemente y anuncia la destrucción final.

Atravesamos Escandón. Qué feo es el Periférico. Allá abajo Escandón. Qué sórdido. Qué descascarado. Yo que soñaba con ríos y árboles. ¿Por qué estaré encerrada aquí? ¿Estarán encerrados los demás? ¿Se habrán dado cuenta de que están encerrados? Enorme prisión. Yo escapo. Yo vuelo. Abro la puerta y salgo volando. Es tan difícil regresar después.

Algún día no regresaré. Ocurre que hay quien no regresa. Algún día no regresaré.

Es más, ésa es mi meta en la vida. No regresar.

Lo malo es que tengo que desaprender lo aprendido. Olvidar todas las rutas. Borrar lo conocido. Abandonar el mundo de la razón y la cordura.

Por lo pronto ya no hablo. Si se me desvanecieran las palabras internas.

Sé que esto es una gran aspiración. Que ambiciono el extremo y desdeño el justo medio. Ah, pero no debo calificar. Todo ha de ser adivinado. Porque habrá quienes adivinen. Para todos habrá lugar. Hasta para mí. Para   —32→   no enloquecer te recomiendo pensar en lo cotidiano. ¿Sí? ¿Como en qué? Ah, pues en esos dos metros de tweed inglés que quieres comprarte. ¿Para hacerme un rebozo? Sí, exactamente, para hacerte un rebozo de tweed inglés. Estupendo, eso sí me entusiasma: nadie tiene un rebozo de tweed inglés. ¿Lo ves, lo ves? Lo cotidiano es diferente.

Ah, de eso se trata. De que lo cotidiano sea diferente. Claro, no de que lo diferente sea cotidiano. Pero la verdad, una vez que se deja de hablar ya no importa. Ya diste el gran paso. Porque lo cotidiano es hablar. ¿Te das cuenta de las veces que habrás dicho buenos días, buenas tardes, buenas noches? Hablar te vuelve cotidiana. Sólo el silencio es impredecible.

El silencio es la imaginación desatada. Cuando no oyes nada, todo lo sacas de ti. Ritmos de palabras te inundan. Por eso aprendiste, no sólo a estar sola, sino a estar sola entre los demás. Sola entre los niños, sola entre los adultos. Enormemente acompañada de ti. Sola en España, sola en el barco, sola en Rusia, sola en México. Sola en este automóvil que transita por el Periférico. ¿Quién lo maneja? ¿Será Amadís? El cuello se le parece. ¿Y los que van a mi lado? ¿Los conozco? ¿Me conocen? ¿Serán mis padres?

La verdad es que no quise a mis padres. Ni ellos a mí. Era una obligación por ambas partes. Se deshicieron de mí y yo me deshice de ellos. Por eso me inventé esas historias, ese ser princesa de tierras lejanas, ese negarlos a ellos: no, no eran mis padres. Yo nací por generación espontánea: en algún risco, entre los lobos, entre las espigas y las malvas.

Porque yo no me parezco a mis padres. Y si alguien me dice que en algo me parezco, inmediatamente lo borro. No, qué va. Yo no me parezco. Ni en broma. Me he esforzado, desde que regresé a su lado, en observarlos,   —33→   y en observarme luego en el espejo, para desterrar posibles asomos de semejanzas. Nada. Ni un lunar, ni un pelo, ni un diente serán igual. Ni un color, ni un sonido, ni un movimiento, ni un gesto. Nada. Yo no soy su hija.

Y todo porque quisieron transmitirme su memoria. Cuántas veces tuve que oír sus historias. Sus historias, las de sus padres, de sus abuelos y bisabuelos. Para recalcarme que de ahí venía yo. (Lo cual levantaba mis sospechas). Con un afán meticuloso de hacerme sentir envidia y pequeñez me destacaban las grandes diferencias de otros países y otras épocas. Aquello fue lo mejor. Lo de aquí y lo de ahora no valían. España. España. España. Y me gustó el nombre. Suena bien. Y lo amé. Todo en mi imaginación.

Fue cuando descubrí que la imaginación es la única realidad. Así que eso también se lo debo a quienes se dicen mis padres: me alienaron. Sí, me volví ajena. No que nada humano me fuera ajeno, sino que yo era la ajena. Es decir, yo estaba del otro lado. Literalmente: enfrente del océano Atlántico, arriba de la costa africana, pasando por ese estrecho de Gibraltar. ¿Sí? ¿Ya lo localizaste? Por ahí, en España.

Pero. Vivías en México. Vives. Buen caso para siquiatras. Ah, no. No estoy loca. Eso sí que no. No estás.

Mis recuerdos se quedarán conmigo. Yo no se los contaré a nadie. No haré lo que hacían mis padres. Para algo dejé de hablar. En buena hora. Me gusta repasarlos a solas. Un frío día de invierno. Frente a la chimenea. Nieva y los copos se depositan en el marco de la ventana. Desde mi casa de Mixcoac el blanco y el silencio de la nieve. El lago de Chapultepec ya debe estar congelado. Podría ir en la tarde a patinar allí. Divago: mis recuerdos: que   —34→   no se me escapen. Mis recuerdos amarrados de un hilito, como cuentas de collar.

A las personas que insisten en hacerme hablar les contesto en ruso. Así ellas y yo nos quedamos calladas.

Hablaba algo con mi hermano cuando en las tardes venía por mí y me llevaba al bosque. Pero poco. Él también era de escasas palabras. Caminábamos. Cortábamos frases, fresas. Moras. Recogíamos agujas de pino. Veíamos a las ardillas interrogantes. Todo eso es muy preciso y lo veo muy bien. Luego, creo recordar que, bajo un árbol, sin más, me sedujo. (Y conste que fue seducción, no violación, porque quedamos encantados, inmóviles). Más mudos quedamos los dos. Y sorprendidos. Ninguno de los dos sabíamos de qué se trataba. Sucedió. Así. Y dos días después aquel francotirador alemán mató a mi hermano.

Los silencios se me han ido acumulando. ¿A qué hablar si tengo tanto que repasar por dentro? Mis padres no lo supieron y el nombre de mi hermano no se separaba de sus labios. Bien. Que hablen los que no saben.



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