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Echeverría y la vigencia de su actitud estética

José Isaacson





Implícita o explícitamente, todo escritor ajusta su obra a módulos estéticos que, aun cuando pueden variar a lo largo de su vida, en lo esencial son coherentes con su actitud frente al mundo. Goethe, en su hora, ya destacó la relación entre la obra de arte y su circunstancia, y en una sola frase sintetizó toda una filosofía: El mundo es más genial que yo. Su alto magisterio resiste los siglos y las intemperies. Incluso la incurable vanidad de aquellos vates a quienes la autofilia les impide abandonar su vertebral narcisismo.

Goethe, Schiller, Byron y los románticos franceses fueron, como es sabido, los maestros de quien introdujo el movimiento romántico en Hispanoamérica. Nuestro trabajo no pretende reiterar lo que todos conocen sino esbozar algunas reflexiones en torno a la actualidad de su pensamiento.

Esto nos parece necesario, hoy más que nunca, por la extrema confusión con la que se manejan algunas palabras sacralizadas por el uso y, particularmente, el concepto de vanguardia.

En su época, al enfrentarse con el neoclasicismo imperante, Esteban Echeverría fue -¿Quién puede discutirlo?- un vanguardista. Queremos señalar, simplemente, que el vanguardismo corresponde a sucesivas etapas de la historia. Convertirlo en escuela literaria, como se pretende hacer y se hace, es nada menos que congelar la historia. Se suelen repetir hasta el hartazgo -para más claridad, ad nauseam- retóricas derivadas de las que alguna vez fueron escuelas vivas y aferrarse a moldes prefijados tan rígidos como los de la preceptiva tradicional. Pretenden ser vanguardistas quienes, por sus actos gratuitos, ajenos a su medio, resultan ser el testimonio de una lejanísima retaguardia.

Ser vanguardista significa ser contemporáneo y en cada momento de la historia esa vanguardia cambia sus contenidos y sus formas.

El caso de Echeverría es sumamente ilustrativo. Su estada en París entre 1826 y 1830 habría de ponerlo en contacto con la revolución romántica, y el romanticismo lo marcaría tanto en su obra lírica como en sus ensayos. Además, esa influencia fue tan decisiva en su pensamiento sociológico y estético como en su obra literaria. Excepto en El Matadero, que parece haber sido escrito en la época de Soutine.

Particularmente la figura de Byron, algunos de cuyos versos se erigen en el acápite inicial de La cautiva, constituiría una de sus devociones centrales. Por ello creemos adecuadas, también para Echeverría, algunas precisiones que Alfredo de la Guardia1 dedica a Lord Byron: «... se convierte en soldado de la libertad, no como ideal abstracto y en su fondo vacío, sino de la libertad humana entendida como redención del hombre de todas las esclavitudes sociales; no de la engañosa libertad amparadora de los abusos de los fuertes, sino de la libertad auténtica dentro de la justicia para todos».

Fácil es rastrear, y así lo han hecho ya muchos estudiosos del tema, las distintas influencias ejercidas sobre el maestro de la generación del 37, pero lo que aquí nos interesa es mostrar cómo esas influencias no fueron de ningún modo trasvasadas como meros y estériles moldes de yeso, sino transfiguradas y recreadas de acuerdo con nuestra circunstancia social e histórica. Bastaría recordar que Echeverría no sitúa su poema máximo en una Tebas mitológica sino que lo arraiga firmemente en su entorno, en el mal llamado «Desierto»2, que sería el adecuado marco para la historia de Brian y María. Más allá de su logro estético nos interesa la vigencia y contemporaneidad de su actitud. Si hubiese obrado como la mayoría de nuestros «vanguardistas» de hoy habría utilizado un lenguaje y una utilería aptos para cualquier parte y para ninguna, que se contenta con metáforas previsibles recurriendo a las zonas menos pensantes del ser con el argumento de que el arte es el reino de la intuición y no del raciocinio, descubrimiento que hubiese reclamado para sí el inefable y siempre presente Perogrullo. Entre intuición y pensamiento podemos establecer los mismos vínculos que relacionan la semilla y el árbol. Si bien es cierto que son distintos, no hay pensamiento creador donde no existe una intuición que, como bastón de ciego, va intentando descubrirnos nuevos y distintos horizontes. Uno de los más valiosos novelistas hispanoamericanos contemporáneos, Alejo Carpentier, enfrentando a los burócratas de lo maravilloso, se pregunta: «¿Hasta cuándo las mariposas se comerán a los sapos?»3.

Esteban Echeverría, hombre de su tiempo y de su tierra, en su Ojeada retrospectiva sobre el movimiento intelectual en el Plata desde el año 374, alude a la pobreza del desarrollo moral e intelectual de la Argentina que le tocó vivir y dice que éste «solo es visible en algunas cabezas, que a fuerza de estudio y de reflexión procuran perfeccionarse para adquirir el desengaño amargo de la inutilidad de su ciencia».

Con elevada obstinación se refiere al deber de los intelectuales para con el país y denuncia «la falta de buena fe unas veces y otras la incuria de nuestros pensadores y escritores, quienes debieran llevar el hilo de las ideas progresivas entre nosotros...».

En el mismo texto encontramos una advertencia válida para todos aquellos que lejos de la patria nos hacen señas de hacia dónde debemos dirigirnos, con toda la comodidad e inmunidad que ese alejamiento significa, e inscribe estas palabras cuya actualidad es inútil y necesario subrayar: «Emigrar es inutilizarse para su país». Salvo, claro está, cuando la emigración no es exilio ni busca de meros logros materiales, sino cauce para un desarrollo personal imposible en el lugar de origen, que revierte en beneficios para el propio país y para la cultura universal. Se nos ocurre mencionar a César Milstein, descubridor de los anticuerpos monoclonales, maestro de la ciencia contemporánea, como tal distinguido con el Premio Nobel y cuyo nombre llevará muy pronto una de las cátedras de la histórica Universidad de Oxford.

El acento nacional del pensamiento echeverriano es por otra parte una de las constantes de la generación del 37, y la Ojeada retrospectiva continúa siendo una de las páginas más valiosas para ser pensada a la luz de quienes buscan la luz de la panacea universal siguiendo modelos importados. Parecen escritas para hoy las siguientes palabras que no resistimos la tentación (recordemos que Oscar Wilde decía: «I can resist everything except temptation») de reproducir: «¿Qué nos importan las soluciones de la filosofía y de la política europea que no tiendan al fin que nosotros buscamos? ¿Acaso vivimos en aquel mundo?». Estas proposiciones son igualmente válidas en el campo de la cultura en sentido lato, y tienen mucho que ver con lo que señalábamos más arriba respecto de los importadores de fórmulas y de formulaciones, aptas quizá para otras latitudes, pero inválidas para nuestra contingencia. Sería ingenuo acusar a Echeverría de chauvinismo. Por el contrario, él, que había estudiado tan apasionadamente la literatura y las ciencias sociales de su tiempo y que, más aún, las había bebido en su propia fuente, tenía plena conciencia de que copiar estilos es como hablar sin pensar y que, por eso, era «indispensable» trabajar para que surgiera una literatura nacional americana que no fuese un mero reflejo de las literaturas extranjeras. «El genio -agrega- no es planta parásita ni exótica y sólo puede beber la vida y la inspiración» en las fuentes nacionales.

Echeverría acentúa, particularmente en el Dogma Socialista de la Asociación de Mayo, las claves de un pensamiento que busca conciliar los conceptos de patria y humanidad: «La América debe [...] estudiar el movimiento progresivo de la inteligencia europea; pero sin sujetarse ciegamente a sus influencias. El libre examen y la elección son el criterio de una razón iluminada. Ella debe apropiarse todo lo que pueda contribuir a la satisfacción de sus necesidades; debe, para conocerse y alumbrarse en su carrera, caminar con la antorcha del espíritu humano».

La democracia integral a la que Echeverría aspiraba era y sigue siendo la aspiración de todos los que creen en los derechos inalienables de la persona, en términos tales que el individuo y la sociedad puedan coexistir sin falsas primacías, pues si, por un lado, conducen al hormiguero, por el otro nos hacen caer en los brazos del autoritarismo y ambos, a la corta o a la larga, exigen iguales sumisiones.

Esa aspiración al equilibrio entre los senderos del individuo y los de la sociedad estaba siempre presente en el pensamiento de Echeverría, quien en el Dogma afirma: «Arte que no se anime de su espíritu y no sea la expresión de la vida del individuo y de la sociedad, será infecundo». Echeverría no se cierra, ya lo hemos dicho, a la cultura universal. En el mismo libro afirma: «Pediremos luces a la inteligencia europea pero con ciertas condiciones», condiciones ya enunciadas en la Ojeada retrospectiva: «Tendremos siempre clavado el ojo en las entrañas de nuestra sociedad».

La prematura muerte de Echeverría, acaecida en 1851 a los cuarenta y seis años de edad, así como las duras condiciones de su exilio montevideano -tan fielmente evocadas por Bartolomé Mitre, cuando denuncia la pública indiferencia frente a la edición de las Obras completas, entre 1870 y 1874, gracias a la devoción de Juan María Gutiérrez- dejó trunco el pensamiento sistemático que sobre materia estética cabía esperar del autor de La guitarra. Pero algunas páginas recogidas póstumamente por Gutiérrez, la mayoría simples borradores del poeta, permiten percibir la hondura y la coherencia de su pensamiento. Así, en «Fondo y forma en las obras de imaginación», leemos: «El fondo es el alma; la forma el organismo de la poesía; aquél comprende los pensamientos, ésta la armazón o estructura orgánica, el método expositivo de las ideas, el estilo, la elocuencia y el ritmo. En toda obra verdaderamente artística el fondo y la forma se identifican y completan, y de su íntima unión nace el ser». De esta identificación nace, precisamente, la obra de arte; toda cesura la invalida y la destruye. Dejemos a un lado ciertas ideas del maestro que pueden corresponder -y corresponden- a las características propias del romanticismo, pero rescatemos lo válido de su pensamiento, es decir, aquello que aun hoy podemos compartir, pues frente a todas las preceptivas, tradicionales o «vanguardistas», sólo -y volvamos a Goethe5- el verde árbol de la vida mantendrá vivas y vigorosas sus ramas frente a todas las grises teorías cuya única función suele ser enmascarar la realidad y alejarnos de nuestra contingencia. Sólo asumiéndolas plenamente podrá el poeta alcanzar la trascendencia que no se logra más allá del tiempo, sino a partir del efímero instante sin el cual la eternidad -aun la fugaz eternidad de la palabra- es imposible. «Cada concepción poética -nos dice Echeverría en el último de los trabajos mencionados- tiene en sí su propia y adecuada forma; cada artista original sus ideas y su modo de expresarlas; cada pueblo o civilización su poesía, y por consiguiente sus formas poéticas características».

Porque esta concepción se reitera en lo mejor de su obra, Echeverría será recordado siempre como uno de los fundadores de la inteligencia argentina, inteligencia nutrida por la cultura universal pero que sólo alcanza sus ápices cuando «clava sus ojos en las entrañas de nuestra sociedad», como ya hemos apuntado.

Refiriéndose a La Cautiva, puede, entonces, escribir Sarmiento6: «Este bardo argentino dejó a un lado a Dido y Argia que sus predecesores los Varela trataron con estro poético, pero sin suceso y sin consecuencia, porque nada agregaban al caudal de nociones europeas, y volvió sus miradas al desierto, y allá, en la inmensidad sin límites, en las soledades en que vaga el salvaje, en la lejana zona de fuego que el viajero ve acercarse cuando los campos se incendian, halló las inspiraciones que proporcionan a la imaginación el espectáculo de una naturaleza solemne, grandiosa, inconmensurable, callada; y entonces el eco de sus versos pudo hacerse oír con aprobación aun en la península española». Aquí, otra vez, se cumplió el precepto tolstoiano: Describe tu aldea y serás universal.

«Sobre el arte de la poesía» es otro de sus borradores rescatados por Gutiérrez en los que brilla la agudeza conceptual de Echeverría. Sus distinciones entre poesía filosófica, nacional y romántica, despojadas de sus ornamentos elocutivos, propios de la hora en que fueron escritas, revelan, una vez más, la hondura de Echeverría como pensador del fenómeno estético. Particularmente certeras son sus reflexiones en torno del proceso sustitutivo según el cual «se ha dado el nombre de poesía a las formas», procediéndose así, en materia tan sutil como el arte poético, del mismo modo que cuando se trata de «la materia inorgánica», agregando: «se han inventado, para distinguir lo que se ha llamado géneros de poesía, multitud de nombres bárbaros que nada dicen a la razón...».

Demos fin a estos comentarios con una última cita del maestro y recordemos sus palabras adecuadas a su contingencia: «Nuestra cultura empieza: hemos sentido solo de rechazo el influjo del clasicismo; quizá algunos lo profesan pero sin séquito, porque no puede existir opinión pública nacional sobre materia de gusto en donde la literatura está en embrión y no es ella una potencia social. Sin embargo debemos, antes de poner manos a la obra, saber a qué atenernos en materia de doctrinas literarias y profesar aquellas que sean más conformes a nuestra condición y estén a la altura de la ilustración del siglo y nos trillen el camino de una literatura fecunda y original...».

La unidad del pensamiento de Echeverría, aun en sus contradicciones, es sostenida y profunda. En una de sus obras mayores ya había escrito una frase que podría parecer irónica si no resultara dramática dado el contexto en que fue pronunciada: Nos extasiamos frente a lo nuevo. Continuamos extasiándonos ante los similores cuando lo que el país necesita y espera de sus filósofos y artistas es que lo analicen, lo desmenucen, lo comprendan e, incluso, lo denuncien. Con tal actitud vendrá, por añadidura, lo nuevo, y ésta será la base sobre la que se asentará la cultura argentina.





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