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«Eco solemne de la multitud»: José Zorrilla, poeta popular

Borja Rodríguez Gutiérrez





En las sociedades primitivas, y en otras más adelantadas, pero todavía de unidad sencilla y poderosa, era el cantor eco solemne de la multitud que le escuchaba [...], voz única, y de inmortal resonancia, del varón elegido por el Numen para marcarle con su sello. Este hombre, [no] se distinguía notablemente de la masa de su pueblo; pero todo lo creía, lo sentía y lo afirmaba de un modo más enérgico, más íntimo y más luminoso. Toda idea que pasaba por su mente se convertía instantáneamente en imagen, y toda imagen era veladura de aquel concepto universal vislumbrado por el poeta en una especie de ensueño. [...] debía todas estas maravillosas virtudes y aquella profusión de luz con que aparecían en su mente de la naturaleza, al hecho de ser vulgo, [...], de no ser apenas persona, en el sentido individual y autonomista de la frase. Llaman los críticos a la poesía de tales hombres poesía popular, y todos convienen en darle por nota característica la impersonalidad, [...] porque el pueblo contribuye a ella con la elaboración anónima, no de los versos, no de la forma [...], sino de la materia de la poesía, [...], de la leyenda; y el poeta, que tiene la dicha de concentrar todos estos rayos de luz en un foco, no es persona, en cuanto no es inventor ni creador de ninguna de estas cosas, sino que las acepta buenamente de la tradición, creyéndolas con fe encendida y sumisa. Sólo a tal precio será creído él, y será recibida su obra amorosamente por el pueblo. No es persona, en cuanto sus conceptos y aun sus pasiones no le pertenecen a él más ni menos que a cualquiera de los que le oyen; y sólo le pertenece una cosa, la forma. Pero la forma es de tal eficacia y virtud, que en ella se arraiga y fortifica su personalidad, y por ella se levanta, al mismo tiempo, el nivel de la cultura en el pueblo circunstante, que se reconoce a sí mismo en los cantos del poeta; pero ennoblecido y glorificado por el divino fulgor de la hermosura.


(Menéndez Pelayo, 1942: 332-333)                


Son palabras de Menéndez Pelayo, cuando en 1882 desarrolla la teoría de Heine del «poeta entero». Siempre en el difícil equilibrio entre su juvenil pasión por el clasicismo y su predilección madura por el romanticismo, describe un estado pasado terminado, finito. Una triste situación, pues «en otro tiempo había poetas nacionales, poetas de raza, de religión, primeros educadores de su pueblo, fundamento de su orgullo», pero esos tiempos han pasado y «es, pues, vana, aunque sea generosa empresa, la de querer reproducir en nuestra edad los prodigios líricos y épicos de la sociedades jóvenes y convertirnos en poetas populares».

En ese mismo año de 1882 la casa editorial barcelonesa Montaner y Simón, comenzó la publicación por entregas de La Leyenda del Cid de José Zorrilla, una narración en diecinueve mil versos, que fue objeto de una bella edición con dibujos de uno de los máximos ilustradores de la época, José Luis Pellicer. La publicación se prolongaría hasta 1883.

Además del estudio sobre Gaspar Núñez de Arce al que pertenecen las palabras de Menéndez Pelayo que antes he leído, 1882 es el año de El sabor de la tierruca, de El amigo manso, de La cuestión palpitante, de Marta y María. En 1883 aparecieron El Doctor Centeno, Pedro Sánchez y La Tribuna. La desheredada es de 1881, el año anterior a La Leyenda del Cid. Un año después del poema de Zorrilla, en 1884 salen a la luz La Regenta, Tormento y La de Bringas. Son años de plena efervescencia de la novela realista, y en los que Menéndez Pelayo afirmaba que en la sociedad española ya no cabía un poeta nacional y popular.

Pero Zorrilla, en la larga introducción que precede al poema, se atreve a reclamar para sí mismo este título de poeta nacional, contradiciendo a Menéndez Pelayo. En pleno auge del Realismo hace una profesión de fe romántica.

Pero antes de abordar el contenido es necesario detenernos en el contexto del poema. A finales de siglo, Zorrilla se había convertido en el mejor intérprete de sí mismo: su éxito como recitador público fue su mejor medio de vida. Que la poesía se recitara en público no era un hecho aislado, era lo lógico en una época en que «la poesía, de modo específico, sigue transmitiéndose por vía oral». Son palabras de Romero Tobar (1994: 177) que luego repasa las formas de transmisión: lecturas en tertulias y academias, actos públicos solemnes, inserción en representaciones teatrales, etc. Añade el crítico (178) que varios poemas de Espronceda se compusieron para ser leídos y que su hechura estilística no se entiende si no se reconstruye el acto para el que estaban destinados.

Pero en Zorrilla esta comunicación oral de su producción poética se había convertido en una actividad profesional. Marta Palenque (2011 y en prensa) ha estudiado esta actividad de Zorrilla y concluye que el vallisoletano se había construido un repertorio a la medida de sí mismo. El Zorrilla autor surtía de textos adecuados al Zorrilla actor y gracias a eso vivían los dos. Es decir que la creación poética de Zorrilla de sus últimos años está concebida para ser declamada antes que leída, pensada para un espectáculo público y que por tanto tendrá muchos de los recursos dramáticos que tan a la perfección sabía manejar Zorrilla.

Romero Tobar (1995: 168) divide la poesía de Zorrilla en dos etapas, la primera culmina en Los Cantos del Trovador (1840-1841). La segunda empieza a partir de esa obra. La primera es «muy parca en las declaraciones poetológicas», nos sigue diciendo este estudioso, mientras que en la segunda «hay múltiples explicaciones o justificaciones de los más diversos alcances». Más aún, esas declaraciones resultan las más de las veces contradictorias entre sí, hasta el punto de que Romero Tobar habla en ese mismo texto de «maraña de [...] declaraciones».

A su actividad profesional como recitador, y al frenesí autoexplicativo de su quehacer poético es necesario añadir el recurso de la autoflagelación, de la burla y desvalorización de sí mismo y de sus obras que cualquier lector de Zorrilla ha encontrado más de una vez. Esta característica se convierte en un «leit-motiv», casi en una obsesión para el vallisoletano. En los últimos días de su vida, el 9 de enero de 1893 (falleció el 23) escribía a Alfonso Pérez Nieva, director de Blanco y Negro, contestando a un cuestionario que la revista le había enviado. En ese cuestionario decía que su peor defecto era no saber hacer más que versos, y que su sueño dorado era borrar su nombre, sus historias, y las nueve décimas partes de sus escritos.

Este obsesivo explicador y devaluador de sí mismo ha dejado por escrito tantas contradicciones que se ha hecho muy complicado penetrar en la auténtica intimidad de su persona, hasta tal punto que se ha venido hablando incesantemente de la superficialidad del poeta. La imagen que Zorrilla se esforzó tanto por dar de sí mismo ha fructificado con tal éxito que se ha convertido en la peor enemiga de su obra literaria.

Pero, quizás haya que tener en cuenta, en muchas de esas páginas, más que la producción, la recepción. Más que en la intimidad del autor, hay que pensar en el efecto que se causa en el público. Por ejemplo en el Nosce te ipsum que declamó en Valencia en 18781 en el que después de un florido elogio a la ciudad y a los valencianos, proclama su modestia y su humildad y añade:


Nunca he sido yo más que un vagabundo
Yo soy el escritor de menos ciencia,
El ingenio español menos profundo,
El versificador más sin conciencia
Mas aunque soy, tal vez, el más fecundo,
Flor sin aroma, frasco sin esencia
De sentido y de lógica vacía
No es tal vez más que un son mi poesía.



Ni más ni menos que un elaborado ejercicio de retórica, una captatio benevolentia con la que el recitador, sólo, frente al teatro abarrotado de público2 buscaba el aplauso de la multitud. El gran poeta, el famoso dramaturgo, el literato admirado por todos salía a la escena y confesaba que era un ser normal, modesto, sencillo y sin afectaciones. El público quedaba ganado, la representación continuaba ante unos espectadores entregados y el éxito de esa función llevaba a otras funciones. Al salir del teatro más de uno comentaría la encantadora modestia del poeta, que se presentaba como uno más del público, como «vulgo» en palabras de Menéndez Pelayo.

En la Leyenda del Cid es Burgos y no Valencia, pero el artificio retórico sigue allí, junto con la obsesión por la explicación de su quehacer poético. Zorrilla se había lanzado a una de sus empresas más ambiciosas: la puesta en verso de la historia del Cid en la que inserta muchos romances del ciclo cidiano. La trama de la leyenda arranca con la muerte del Conde Lozano y llega hasta la venganza de los Infantes de Carrión: una amalgama de muchas de las tradiciones sobre el de Vivar. Romántico irredento, Zorrilla sucumbe a la fascinación por la figura del malvado, aquí Vellido Dolfos, que lejos de salir de la historia tras el asesinato del rey Don Sancho reaparece, cual villano de folletín, para vengarse del Cid y es quien instiga a los infantes de Carrión a perpetrar la afrenta de Corpes.

Quizás por la desmesura versificadora de su autor, quizás por ser un poema tardío de un escritor del que se han analizado, sobre todo, las obras dramáticas y los poemas de juventud, La Leyenda del Cid no ha sido objeto de un estudio crítico específico. Narciso Alonso Cortés (1941) se fijó en los romances cidianos que Zorrilla usa, reelabora e inserta en su texto; otros estudios mencionan esa obra sin entrar a fondo en ella. Jean-Louis Picoche (1997: 505) opina que La Leyenda del Cid nace ya vieja, porque su autor no supo ver que el momento de esas obras había pasado. Rebeca San Martín Bastida vio novedades en la forma de hacer zorrillesca en La Leyenda: «la presentación de una Edad Media más brutal y violenta, en la línea de los parnasianos y de Leconte» (2002: 236-237). Opinión a la que, en cierta manera, se suma López Castro (2006), que entiende que en sus últimos años, Zorrilla está atento a las nuevas corrientes y busca una expresión más sencilla y coloquial. Como indica Marta Palenque «los estudiosos de la obra poética zorrillesca han coincidido en señalar el intento de adaptación a la lírica realista que realizó el poeta tras su regreso a España» (1989: 330).

Declara Zorrilla que la fuente básica de su obra son las narraciones orales que desde niño oyó sobre el Cid:


Y como de el primer día
en que pude oír y hablar,
mi madre me entretenía,
con los cuentos que sabía
de Ruy Díaz de Vivar,
cifra primera de gloria
de la castellana historia
y del burgalés solar,
de Ruy Díaz la memoria
voy la primera a evocar.



Y puede hacerlo porque es un poeta tradicional, un poeta popular. A esa idea dedica la introducción. En consonancia con la idea de impersonalidad de la que hablaba Menéndez Pelayo, Zorrilla afirma que él, como poeta, por sí mismo no existe («nada soy en el mundo, / ni nada jamás he sido»). La identificación con lo popular hace desaparecer la individualidad del poeta («anonadado y perdido, / a fuerza de no ser nada / no doy razón de mí mismo»).

Reflejo del pueblo, no tiene la capacidad de controlar su canto. Es un eco, una repetición, un portavoz; «eco solemne de la multitud», como nos decía Menéndez Pelayo. Capta los sentimientos del pueblo y los pone en palabras, pero al ser un transmisor no ejerce control sobre el asunto de su obra, sobre el contenido de su canto («Tal vez de alegría lloro, / tal vez de tristeza canto, / mas de mi himno y de mi llanto / no sé acaso la razón»).

Porque no es el poeta el que escoge ser poeta del pueblo, no se puede llegar a ser poeta tradicional por elección propia. Es el Numen en que pone el sello, es el pueblo el que escoge al poeta para representarle, el que da sentido a esa ave que canta, a ese peregrino errante, a ese átomo flotando al viento con los que en varios momentos de este poema se representa a sí mismo:


¿Quién soy? - No sé. - Voz suelta sin pecho que la exhale,
voz que ella misma ignora su germen productor,
que busca sólo acaso que el aire la propale,
yo soy tal vez un eco de incógnito rumor;
mas eco procedente de mal sondado abismo,
que vive por sí mismo, de sí germinador,
yo soy la voz perdida que va todos los ecos
buscando que del mundo se esconden en los huecos,
para corear con ellos un himno al Criador.



Esta voz sin dueño, y que es por tanto eco de todas aquellas voces que se esconden, que no se oyen, las refleja y prorrumpe en cantos. Para Menéndez Pelayo la idea que pasa por la mente del poeta popular se convierte en imagen poética. Zorrilla ve y oye y ante los influjos del exterior reacciona y canta; más que ideas, son sensaciones las que le llevan a la poesía. En pleno auge del realismo, Zorrilla da cuenta de los paisajes que provocan su canto, dando una cumplida lista de escenarios del gusto romántico:


Y en una peña desencajada,
en la cruz puesta sobre un camino,
en una torre desvencijada,
en el murmullo del mar vecino,
en los escombros de un monasterio,
en la flor única de un cementerio,
en el arranque de un puente hundido,
en el fragmento de una inscripción;
en algo móvil que no haga ruido,
en algo oculto que de un sonido,
en algo ha mucho puesto en olvido,
fundo una historia, sondo un misterio
de que dar cuenta o explicación.



Paisajes, y en los paisajes los hombres y mujeres que en esos paisajes viven. El poeta popular está incardinado en el pueblo, unido indisolublemente a él, y de él saca su tema, su inspiración, su obra toda. Como indica Menéndez Pelayo «no es inventor ni creador de ninguna de estas cosas [tradiciones y leyendas], sino que las acepta buenamente de la tradición». Debe «todas estas maravillosas virtudes y aquella profusión de luz con que aparecían en su mente los espectáculos de la naturaleza, al hecho de ser vulgo».

En esa línea Zorrilla dice que:


recojo los cantares
y cuentos populares
que narra en sus hogares
el vulgo, de sus lares
ignaro historiador.
Yo hago una historia de una patraña,
que oigo á la ciega superstición
contar al fuego de una cabaña
de un aguacero de invierno al son.
Convierto en tiernos cuentos sencillos
de los pastores la relación,
y a los palacios y a los castillos
voy a hacer luego su narración.



Su ser popular, su relación profunda con el pueblo, se plasma a través de dos elementos básicos de su poesía: la patria y la religión. Zorrilla las asume, las canta, las cree con la «fe encendida y sumisa» de la que hablaba Menéndez Pelayo. Por la religión se relaciona con todos, hasta con los más humildes («cantar mi fe firme no tengo á desdoro: / no tengo del pobre vergüenza ó desvío»); por el patriotismo se hace presente en todos los hogares («y por do quiera francos encuentro en mi camino / amigos que me esperan y hospitalario hogar»).

Identificado con el pueblo, formando parte de él, sacando del pueblo las materias de sus poemas, ejerciendo de portavoz de sus afanes, de sus sueños y de sus necesidades, volcado hacia el pueblo porque la religión y el patriotismo, sus dos fes así se lo exigen, Zorrilla se representa a sí mismo como la más cumplida representación de ese «poeta popular» del que hablaban Heine y Menéndez Pelayo. Bien puede aplicársele las palabras del santanderino, «ni por lo que creía, ni por lo que sentía, ni por lo que afirmaba de las cosas de este mundo y del otro, ni por el odio o el amor que enfervorizaban su canto, se distinguía notablemente de la masa de su pueblo. [...] Sólo le pertenece una cosa, la forma. Pero la forma es de tal eficacia y virtud, que en ella se arraiga y fortifica su personalidad».

Es factible pensar que estas declaraciones de falta de ciencia, de ser un mero versificador, de no saber la razón de su canto, se refieren a esta situación de perfecto representante de la poesía popular. Y así conseguiría el premio del poeta popular, el premio al que aspiró un Zorrilla que nunca quiso ser más que poeta y se alejó de la política: «sólo a tal precio será creído él, y será recibida su obra amorosamente por el pueblo». Y qué duda cabe que Zorrilla en Valencia, en Burgos y en todas partes siempre buscó ese amor del público que asistía embelesado a sus recitales. Como en ese de Burgos en que finalizaba así:


A que mi patria me entienda,
no aspira a más mi ambición:
otro prez y honras pretenda:
mi atmósfera es la leyenda,
mi campo la tradición.
Si en tal aire cojo viento
y en tal campo hacino mies
Burgos, no llevo otro intento
sino que en tu hogar asiento
entre tus hijos me des.








Bibliografía

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  • SAN MARTÍN BASTIDA, Rebeca, Imágenes de la Edad Media: la mirada del realismo, Anejo 56 de Revista de Literatura, Madrid, CSIC, 2000.


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