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Ecología y estética en Gabriel Miró: el águila y el paisaje

Ricardo L. Landeira





En una conocida anécdota de Miguel de Unamuno y Gabriel Miró relatada por aquél en su Prólogo al tomo segundo de la Edición Conmemorativa y correspondiente a Las cerezas del cementerio con fecha de 1932, o sea dos años después de la muerte de nuestro escritor, Unamuno recuerda la visita al derruido monasterio tarraconense de Poblet donde coincidieron ambos en el mes de junio de 1916: «En las ruinas de aquel Poblet, de aquella pobeda catalana, levantina, y en un rincón de uno de sus claustros, escondido en un agujero del muro, encontró Miró a un mochuelo, y ahí se puso, delante de mí, de cuclillas, a contemplarlo. Y allí se estuvo Debiéndole con sus ojos, también glaucos -esto es: de mochuelo-, la mirada glauca. Porque glauco quiere decir mochuelesco -glaux es en griego la lechuza-, y más que verde señala fosforescente. Miradas que en la penumbra, y aun en las tinieblas, iluminan lo que miran. Y por esto es símbolo la lechuza de la sabiduría, de Minerva, que ve en lo oscuro aunque no ve en lo claro del medio día, ni menos como el águila de Patmos, puede mirar cara a cara al sol. ¡Aquel diálogo de miradas entre Miró y el mochuelo, en un rincón de un claustro de Poblet! ¡Cómo lo recuerdo y comprendo ahora! Porque la mirada glauca y serena de Miró ilumina cuanto mira...»1.

Mirada de mochuelo, según Unamuno, tenía Miró en mitológica yuxtaposición de ave y apellido, cuando precisamente había de ser al escritor vasco a quien, en conocidas iconografías los pintores Zuloaga y Solana y el caricaturista Bagaría, lo representasen a él mismo como un búho. El caso es que las únicas aves que a Unamuno de veras le interesaron a lo largo de su vida fueron las de papel, según lo demuestra la pajarita de plata que lucía en la solapa de la chaqueta en sus últimos años. Fruto de su peculiar fascinación por la cocotología fueron los millares de pajaritas, búhos y águilas que confeccionó en los cafés españoles y extranjeros. En cambio, Miró no adoleció de semejante aflicción. Sabemos, sí, por obra de Ian Macdonald2 y de Vicente Ramos3 que se interesaba por el mundo de los animales y sobre todo por la ornitología. Pero más que todos los tratados estrictamente científicos hallados en su biblioteca particular, es de estimar que a Miró le interesaba sobre todo la historia y la leyenda de las bestias.

Fue Gerardo Diego uno de los primeros en percatarse de la predilección mironiana por los animales. En un ensayo de 1942 el poeta y antologista de la Generación del '27 incluye un diminuto bestiario excusándose de su brevedad, ya que «uno completo -nos dice- constituiría por sí solo un librito de deleitosa lectura y relectura que valdría la pena editar aparte»4. En este nutrido bestiario al que alude Gerardo Diego notamos que serán siempre aquellas criaturas dotadas de varias identidades sobre las cuales recaerá una y otra vez su atención. En calidad bivalente de símbolo y criatura Miró se ocupa repetidamente del águila y del león, de la paloma y del búho, de los insectos y de los peces. Como su estética es su propia sensibilidad, Miró deposita una honda ternura en su caracterización de seres indefensos y nobles considerándolos víctimas de la crueldad e indiferencia del hombre. Las estampas que lo ilustran son numerosas y aparecen tanto en sus cuentos como en sus novelas, desde Del vivir hasta Años y leguas, esto es desde el principio hasta el fin de su producción.

Estos animales se hallan por lo común insertos en un paisaje detallado e identificable. En el mismo prólogo-memoria unamuniano escribe el rector salmantino: «Hase podido decir de Miró que en su obra todo es paisaje». Unamuno, cuyos libros de viajes (entre ellos Paisajes, De mi país, Por tierras de Portugal y España, y Andanzas y visiones españolas) tan bien estudia Ramón Lloréns García en un tomo prologado por Miguel Ángel Lozano Marco y editado en Alicante5, es gran conocedor de tierras y paisajes, por ello alaba el paisaje vivo mironiano y desdeña el de aquellos a quienes sospecha de no sentirlo. En su ensayo «El sentimiento de la naturaleza», fechado en noviembre de 1909, o sea un año tras la aparición del cuento «Las águilas», sin reticencia ninguna asevera don Miguel: «[...] sostengo que Pereda, nuestro novelista montañés, tan hábil y afortunado en describir el campo, apenas si lo sentía. Él mismo me confesó que gustaba muy poco del campo. Y esto lo había yo adivinado al ver lo poco panteístico de su sentimiento... No comulgaba con el campo»6.

La naturaleza y las criaturas, o el paisaje y el hombre, nos ayudan a entender la estética de Miró tanto como «Un hombre, un paisaje y una pasión» definen la de otro gran narrador actual, igualmente preocupado por el medio ambiente, que es Miguel Delibes. El orden natural de las cosas es una cadena inquebrantable de secuencias que afecta no sólo la vida de los hombres sino la del planeta que compartimos con los animales y las plantas. A que este orden se respete apela consciente e instintivamente Gabriel Miró a lo largo de su obra.

Miró en épocas dadas de su vida fue también un gran andarín al igual que sus padres literarios los noventaiochistas -los libros protagonizados por Sigüenza, mayormente el primero y el último, se pliegan al topos eterno del homo viator hasta llegar al hermosísimo «Lugar hallado» de Años y leguas. Término, por cierto, celebrado de modo especial con el número-homenaje del mismo título con el que Polop de la Marina recuerda a Miró en 1952.

Lo eterno e inmutable son virtudes de la naturaleza que Miró encarece, al tanto que lamenta la finitud y mezquindad del hombre que la transita. El autor no considera al hombre como valor supremo con respeto al resto de la creación o siquiera como medida de todas las cosas. «Quiso el Señor que fuesen las criaturas a su imagen y semejanza, y no fueron» escribe en las páginas de El humo dormido7.

La naturaleza la constituye no sólo el paisaje sino los animales que la habitan; y así como el hombre se diluye en el paisaje mironiano -salvo en su condición de narrador o testigo- otras criaturas la animan, la ennoblecen y la sensibilizan. Otro amigo que prologa el tomo séptimo de la Edición Conmemorativa del Libro de Sigüenza, Pedro Salinas, alude a la cita de Amiel: «Un paisaje es un estado del alma»; al hablarnos de lo que significaba para Gabriel Miró un paisaje. En cartas, como la que dirige a Ángel González Blanco, Miró confiesa una y otra vez: «Amo el paisaje desde muy niño...»8. En páginas inéditas, como el manuscrito citado por Edmund King nos lo dice igualmente: «Amo el paisaje de mi comarca porque lo han visto unos niños que fueron abuelos de mis abuelos. Todo el pasado familiar quedó y se deshizo en mi tierra»9. E igual repite a través de sus personajes, sobre todo Sigüenza a quien bautiza como: «[...] hombre apartadizo que gusta del paisaje y de humildes caseríos» (3); «El paisaje no nos espera más que una vez» (1004); y, por fin: «Contemplar [se entiende, el paisaje] es despedirse de lo que ya no será como es» (1011). En la única conferencia de que tenemos noticia, pronunciada en el Ateneo Obrero de Gijón, teatro Dindurra, el 5 de abril de 1925, y que Miró tituló «Lo viejo y lo santo en manos de ahora», el escritor afirmó ante su público auditorio que no hay: «[...] Nada tan viejo como el paisaje. Siempre es presencia de nuestros ojos. Obra de Dios...»10.

De la treintena de especies voladoras que según Antonio Porpetta11 aparecen representadas a lo largo de la producción mironiana, el águila destaca sobre todas las demás aves por su majestuosidad, su poder y su belleza. Dice Gregorio Torres Nebrera en su cuidadosa edición de Corpus y otros cuentos que en el relato «Las águilas» que figura en esta colección, «aparece por vez primera uno de los símbolos que más se reiterarán en ocasiones posteriores: el águila»12. Miró tenía veintinueve años cuando lo publicó. En los veintitantos que le quedaban de vida la intratextualidad del águila a través de sus obras es prodigiosa, reapareciendo en La palmo rota (1909), Las cerezas del cementerio (1910), Dentro del cercado (1916), Libro de Sigüenza (1917), El humo dormido (1919), El ángel, el molino, el caracol del faro (1921), Nuestro Padre San Daniel (1921) y El obispo leproso (1926).

Es precisamente en la penúltima -si exceptuamos los dos cuentos «Las águilas» y «El águila y el pastor» de 1908 y 1919 respectivamente- de estas obras donde el águila se nos revela en lo amplio de su simbolismo y significancia. Habla don Magín con Cara-Rajada y le dice: «¡Dios y águila! ¿Dios y águila, verdad? ¿Tú has mirado de cerca un águila, pero no un águila de esas de jaula que se duermen rascándose como un hombre, sino un águila libre que se revuelve hacia la soledad con un temblor bravo de su grandeza, de oír y ver las distancias que están ciegas y calladas para otras criaturas?» (837). Veremos muy pronto cuan importante es la distinción: libre versus capturada.

Cuando Miró y su familia pasan a Madrid en 1920, enfrente de su edificio número 46 de la calle Rodríguez San Pedro, donde también vivía el poeta y futuro académico Dámaso Alonso, se hallaba ubicada la señorial «casa de las Águilas» que tanto había de obsesionarlo13. Sus impresiones de esta curiosa residencia del barrio madrileño de Arguelles las fija Miró en el capítulo «La nena de la tos ferina», el último del Libro de Sigüenza: «De lejos, de una casa nueva, que remataba en una torrecilla india con cuatro águilas de fundición, vienen por las noches, atravesando un lugar vallado, aullidos de ahogo [...] De día las águilas de faldellín de hierro colado y membranas de foca no hacen nada; pero, en lo profundo de la noche, se truecan en gárgolas horrendas y vivas que se tragan la tos de la nena y la precipitan de sus picos...» (658).

Águilas vivas, águilas literarias, esculpidas, mitológicas, bíblicas -todas le obsesionan. Estas aves de gran tamaño, color leonado, de vuelo raudo y altísimo son poderosos carnívoros («[...] pueden con perros y corderos», dice el campesino de nuestro cuento: 115) y de una vista que es a la vez microscópica y telescópica. Según el Libro de Proverbios (23:5) este gran pájaro que vuela al cielo es capaz de mirar fija y directamente al sol; su prodigiosa velocidad se apunta en el Libro de Samuel II (1:23) y en el de Jeremías (4:13). Siglos antes los egipcios habían iniciado su alfabeto jeroglífico con la letra inicial de su nombre -al igual que el nuestro castellano.

Así como en el cristianismo el águila hace el papel de mensajero del cielo (Dante la llama «el pájaro de Dios», y San Jerónimo la considera símbolo de la Asunción) al vivir en pleno sol los antiguos pensaban que su luminosidad la derivaba de los elementos del Aire y del Fuego. En la mitología griega es el ave de Júpiter, el pájaro-trueno. Por doquier se la identifica con los dioses del poder y de la guerra; por eso se la representa con cabeza de león a veces. El poderío de naciones la erige en su símbolo desde el águila agrifada, bicéfala del emperador Carlos I hasta el escudo nacional de los Estados Unidos hoy día -poder y libertad según este pueblo.

Finalmente, y no hurta decirlo, su contrario mítico es el búho, ave de la oscuridad y, por tanto, de la muerte.

Miró da a la luz su narración titulada «Las águilas» en 1908 en el umbral de sus treinta años. En ella alegoriza: 1) la simbología del ave majestuosa; 2) la crueldad del hombre del campo; 3) la codicia del hombre de la ciudad; y, 4) la desestabilización ecológica del hortus conclusus14 constituido por un tranquilo valle.

Tras haber enumerado todas las partes del valle (senderos, cultivos, pinares, caseríos, barrancos) en un larguísimo párrafo que consta de una sola oración cosida por puntos y comas, y un repetido polisíndeton, el narrador concluye que «[...] todo estaba como ennoblecido, espiritualizado y sellado de la adustez y grandeza melancólica de las dos aves, que anidaban en la desgarradura de un peñasco» (114). El valle y las águilas juntamente forman un todo completo y armónico, un locus amoenus en equilibrio. El esplendor y el recogimiento del valle se lo confieren las águilas. Y en esta coyuntura merece la pena recurrir otra vez a «El sentimiento de la naturaleza» donde Unamuno nos decía: «[...] me gusta recogerme en aquellos mis vallecitos vascos, que atraen y retienen como un nido»15. A un año de diferencia -Miró en 1908 y don Miguel al siguiente- y ambos escritores coinciden perfectamente. El valle como nido para éste; el valle como hortus conclusus y habitáculo de las águilas para el alicantino.

Para Miró el valle y sus águilas son así desde un principio: «Habló [el forastero] con los campesinos, y le dijeron que ya sus abuelos conocieron siempre dos águilas en el valle» (115) -recuérdense las anteriores palabras mironianas citadas por Edmund King:(«Amo el paisaje de mi comarca porque lo han visto unos niños que fueron abuelos de mis abuelos»). Vemos de esta manera que el valle siempre tuvo sus águilas -son parte íntegra de esta articulación natural; figuran tanto como las nubes o el cielo azul; su presencia es constante, esperada, acostumbrada. El forastero (parcial narratorio) empieza siendo únicamente un curioso observador que se entretiene con el vuelo alto y silencioso de las águilas. Sin embargo, pasa pronto a desear, primero; contemplarles más de cerca y sentir «su poderío y altivez de los ojos que se incendian de sol» (recuérdese la cita de Proverbios 23:5, así como la oración: «Podrá mirar de hito en hito al sol», hallada en El obispo Leproso, 989) para, seguidamente, ansiar «tocar, abrazar sus cuerpos ardientes» (115). Cuando culmina así su deseo, al decir el narrador: «¡Si él pudiera tenerlas!», adivinamos el trágico fin del relato.

Incapaz de aproximarse a las aves que «giraban dulcemente mirando al hombre» (115), éste «[...] Aborrecía, amaba y envidiaba las águilas. Las quería suyas» (115). Y, significativamente, nos comunica todavía el narrador el pensamiento torcido, tan temido por Miró: «Es que sólo en la posesión se alcanza el cabal conocimiento de lo deseado» (115). De hecho, sucede todo lo contrario. Para nuestro autor posesión equivale a desmitificación y por tanto a destrucción. El símbolo no es asequible al no encerrar realidad alguna sino su representación, al igual que un cuadro lo mismo puede representar un héroe que una marina. La realidad física del cuadro es un marco, un lienzo y unos pigmentos de óleo. El águila como símbolo representa la majestad y el poderío. Su captura rinde un cuerpo maltrecho de pico, garras y plumas. El águila es águila como símbolo cuando existe según la imaginamos en las alturas de vuelos silenciosos. En tierra el águila pierde toda su magia y su grandeza.

Ansioso, si bien conscientemente presa de «la intranquilidad que produce el penetrar en el claustro de un codiciado secreto» (167), el joven visitante procura la ayuda del campesino con quien se hospeda para atrapar las águilas. Al viejo casero, insensible a semejante audacia lo caracteriza Miró como un «hombre descarriado, recio, que al sonreír enseñaba una dentadura blanca que parecía cuajada en un solo hueso muy frío» (115), un hombre que «caminaba bestialmente» (116) y que «aulla» (116) al lograr la caída del águila hembra.

El campesino anuncia que sólo muertas podrá el joven poseer las águilas. El impacto de tal realización lo encaja el visitante con la repetición del vocablo muertas, la cuarta vez de su propia voz, cuando asiente: «¡Pues... muertas!» (115); uniéndose a la crueldad del hombre del campo para quien las águilas no representan más que un animal de difícil captura.

Y es así como una vez derribada la hembra, el águila reina de las alturas, se reduce a en «una convulsión ruidosa de huesos, de plumas, de pico, de garras» (116). Oración eco del soneto CLXVI gongorino cuyo broche es el endecasílabo: «[...] en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada». Verso, a su vez, remedado por Sor Juana y de manera igualmente ajustado a la muerte: «[...] es cadáver, es polvo, es sombra, es nada» (Soneto «A su retrato»).

La hembra de la pareja acaba con «el cuello roto, las alas dobladas, las patas rígidas... ¿Dónde la realeza y el poderío del águila, si él [el forastero] la hallaba tan mísera como un ave de corral degollado?» (116). En «El águila y el pastor» -nótese el orden de protagonistas- tras la captura del animal, sus verdugos la tratan como si fuera una oca, «[...] soplándole al plumón para verle los piojos en la piel desnuda» (740) y acaban por colocarle un bozal de perro de corral, humillándola, desvirtuándola y mutilando su esencialidad. La simbología del águila supera su condición de ave, de ahí que su captura decepciona a quien consiga derribarla. Mas, en mayor medida, queda disminuido aquél que la capture -el sufrimiento del animal humaniza a éste, en tanto que la crueldad de su verdugo desdice de su condición humana. Recordemos otra vez la advertencia de don Magín: «[...] no un águila de esas de jaula que se duermen rascándose como un hombre...», citada anteriormente.

La muerte y pérdida del águila trastorna el orden natural de las cosas, «[...] el valle [a su vez símbolo bíblico -"este valle de lágrimas"- del mundo que habitamos] quedó mutilado, vulgarizado, sin misterio» (116). El forastero quizás arrepentido de su fechoría «sentía la amargura del silencio de su alma, su alma como un valle sin magnificencia de águilas vivas, fuertes y gloriosas» (116). El valle no lo es ya del todo sin las águilas, es un hortus incompleto, mutilado; por eso grita el narrador al final: «¡[...] el valle se queda sin águilas!» (116). Entretanto, el visitante vuelve a la ciudad una mañana de otoño y deja el valle empobrecido y huérfano a causa de su codicia. La ciudad, claro está, es lugar donde las águilas jamás son vistas.

En términos alegóricos este noble y bello animal simboliza un eslabón ineludible en la cadena ecológica de nuestro reducido espacio terreno. La exclamación: «¡Pero el valle se queda sin águilas!»; viene a demostrarnos a finales de nuestro siglo la conciencia del orden natural de los seres, los lugares y las cosas que Gabriel Miró tenía, muchos años antes de que se le llamase a semejante inquietud con el nombre de ecología.

Al igual que al joven filisteo mironiano, vemos por doquier las grandes multinacionales que pretenden apropiarse de estos símbolos, desvirtuándolos. Una compañía de aviación americana ha pretendido adueñarse del águila en meses recientes, reproduciendo de cuerpo entero a este animal salvaje en el timón de su flota de aviones. ¿Qué pretende con semejante insignia? ¿Ennoblecerse? ¿Dar más confianza en la seguridad de sus vuelos a los pasajeros identificándose con el ave más poderosa de las alturas? ¿Adherirse al partido verde con el fin de aumentar simpatías y por ende, ingresos? ¿De todo esto es capaz una empresa que derrocha millones de litros de keroseno todas las semanas? Y como ésta hay muchas otras compañías que, a sabiendas, hollan el medio ambiente y sus símbolos más admirados. Otro tanto ha pretendido la famosa fábrica de motocicletas Harley-Davidson que acaba de conseguir como patente un águila desafiante de insignia de su corporación, destacando así la sensación de libertad que supone montar en su artefacto mecanizado.

Nos hallamos con que el águila como posible símbolo supremo de nuestro pequeño planeta puede ser abatido tanto por un campesino y un señorito mironianos como por una agencia de publicidad actual. En el relato titulado «El turismo y la perdiz», el último publicado en vida por nuestro autor y por ende su testamento literario (recordemos que muere el 27 de mayo y el cuento salió en El Sol de Madrid el 16 de abril de 1930), Miró reincide en sus temas más queridos: el paisaje y sus criaturas. En él recogemos por última vez su visión de un mundo en peligro de desaparecer. Al tener que habérselas diariamente con «un paisaje anecdotizado en el Kodak y en el cine»16, el narrador sueña con un lugar apartado donde leemos: «Alguna vez, de cumbre en cumbre, volaban las águilas que, de repente, se paraban como subiéndose su manto y preguntándose quién era yo. Y se alejaban nadando por el silencio azul»17.

Hoy ese mundo casi ideal y casi desaparecido cuya pérdida lamenta Miró en sus últimas páginas, corre cada vez más graves riesgos de perecer. Hoy nos damos perfecta cuenta de que la alteración de este orden natural puede provocar desastres inmediatos (el apocalipsis nuclear de Chernobyl, por ejemplo), así como otros cuyo impacto a largo plazo es inimaginable, pero que bien pudiese destruir nuestro frágil planeta. La pegatina «Eagles are forever» («Las águilas son eternas») adherida al parachoques de un coche delante del mío en un semáforo en la ciudad de Boulder, Colorado, donde vivo, la habría entendido muy bien Gabriel Miró.





 
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