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Otro prodigio que como milagroso refieren también los devotos cronistas de la Edad Media, señaló el reinado del segundo Alfonso. Cerca de ocho siglos hacía, dicen, que el cuerpo del Apóstol Santiago había sido traído de la Palestina por sus discípulos y depositado en un lugar cerca de Iria Flavia, en Galicia. Pero las continuas guerras y trastornos de aquel país habían hecho olvidar el sitio en que el sagrado depósito se guardaba, hasta que se descubrió en tiempo de Alfonso el Casto: cuentan las crónicas haber acaecido del modo siguiente: Varios sujetos de autoridad comunicaron a Teodomiro, Obispo de Iria, haber visto diferentes noches, en un bosque no distante de aquella ciudad, resplandores extraños y luminarias maravillosas. Acudió en su virtud el piadoso Obispo al lugar designado, y haciendo desbrozar el terreno y escavar en él, hallose una pequeña capilla que contenía un sarcófago de mármol. No se dudó ya que era el sepulcro del Santo Apóstol. Puso el Prelado el feliz descubrimiento en noticia del Rey Alfonso, que se hallaba en Oviedo, e inmediatamente el monarca se trasladó al sagrado lugar con los nobles de su Palacio, y mandó edificar un templo el Campo del Apóstol (que desde entonces acaso de Campus Apostoli se denominó Compostela), y le asignó para su sostenimiento el territorio de tres millas en circunferencia.

 

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Atento el monarca no sólo a los asuntos de interés religioso, sino también a los civiles y políticos de su reino, adicto a las costumbres y gobierno de los godos, que vivían en su memoria, restableció el orden gótico en su palacio, que organizó bajo el pie en que estaba el de Toledo antes de la conquista; promovió el estudio de los libros góticos, restauró y puso en observancia muchas de sus leyes, y llevó a la Iglesia su antigua disciplina canónica.

 

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No amenguaron por eso las dotes de guerrero que desde el principio había desplegado. En las expediciones, que Abderramán II, sucesor de su padre Alhakem en el imperio musulmán, hizo por sí o por sus caudillos a las fronteras de Galicia, encontráronle siempre los infleles apercibido y pronto a rechazarlos con vigor.

 

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Hacia los últimos años de su reinado, un caudillo árabe, Mohammed-ben-Abdel-Gebir, que en Mérida se había insurreccionado contra el gobierno central de Córdoba, acosado por las victoriosas armas del emir, hubo de buscar un asilo en Galicia, que el Rey Alfonso le otorgó con generosidad dándole un territorio cerca de Lugo donde pudiesen vivir él y los suyos sin ser inquietados. Correspondió más adelante el pérfido musulmán con negra ingratitud a la generosidad hospitalaria que había debido a Alfonso, y tan desleal al Rey cristiano como antes lo había sido a su propio emir, alzose con sus numerosos parciales y apoderose por sorpresa del castillo de Santa Cristina, dos leguas distante de aquella ciudad. Voló el anciano Alfonso con la rapidez de un joven a castigar a sus ingratos huéspedes, y después de haber recobrado el castillo que les servía de refugio, les obligó a aceptar una batalla en que pereció el traidor con todos sus secuaces. Alfonso regresó victorioso a Oviedo por última vez.

 

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Los monjes de los monasterios de San Vicente y San Pelayo iban diariamente en comunidad a orar sobre los restos del Rey Casto, y aún conserva el cabildo catedral la costumbre de consagrarle anualmente un solemne aniversario. Su memoria vive en Asturias como la de uno de los más celosos restauradores de su nacionalidad.

 

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Sus restos mortales fueron depositados en el panteón de su iglesia de Santa María. Aún se conserva intacto el humilde sepulcro que encierra las cenizas de tan glorioso príncipe.

 

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Deseoso el Rey de adornar la Basílica del Salvador con una rica ofrenda, había reunido gran cantidad de oro y joyas con intento de hacer labrar una preciosa cruz. Inquieto y apesadumbrado andaba por no hallar en sus Estados artista bastante hábil para poder ejecutar tan piadosa obra, cuando repentinamente, al salir un día de misa, dicen las crónicas y leyendas, se le aparecieron dos desconocidos en traje de peregrinos, que le habían adivinado su pensamiento, y se ofrecieron a realizarle. Al instante los llevó el Rey a un aposento retirado de su Palacio. A poco tiempo, habiendo ido algunos palaciegos a examinar el estado en que los artífices llevaban su trabajo, sorprendieron los dos prodigios a un tiempo. Los peregrinos habían desaparecido: una cruz maravillosamente elaborada suspendida en el aire, despedía vivos resplandores. Aquellos peregrinos eran dos ángeles, dijo el pueblo cristiano, y así se lo persuadió su fe; y la preciosa Cruz de Alfonso el Clasto, revestida de planchas de oro y piedras preciosas, que hoy se venera todavía en la Basílica de Oviedo, sigue llamándose la Cruz de los Ángeles.

 

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El primero que mencionó como milagrosa la obra de esta Cruz fue el monje de Silos, a quien siguieron después Pelayo de Oviedo y otros cronistas.

Los que no creen bajasen los ángeles a fabricar esta Cruz, suponen que los dos mancebos o peregrinos que se habían aparecido al Rey Alfonso, y ofrecídosole a elaborarla, serían artistas árabes de Córdoba que ya en aquel tiempo tenían fama de excelentes plateros, y se distinguían por el primor y delicadeza con que trabajaban esta clase de obras. Si así hubiera sido, no extrañamos que el monarca cuidara de no herir el celo religioso de su pueblo, que a no dudar se hubiera ofendido de que un objeto que representaba el símbolo de su fe hubiera sido trabajado por manos mahometanas.

(Historia general de España, por D. Modesto Lafuente, tomo III.)