La aparición en el mercado editorial de los libros electrónicos ha
suscitado de nuevo el problema, aún no resuelto, de los impresos y
materiales llamados hasta ahora “no–libros”. Se trata de todos
aquellos papeles que por su entidad, por su número de páginas o por
su funcionalidad intrascendente no se podrían calificar como
libros. Algunas definiciones aceptadas universalmente coinciden en
denominar libro al conjunto de más de 49 páginas, sin contar la
cubierta, que se cosen por uno de los lados de las hojas y que
contienen texto o imágenes. Todo lo demás se considera folleto
(menos de 48 páginas), pliego u hojas sueltas. Los impresores
solían denominar a ese material “remendería” (de mendum=defecto),
es decir algo defectuoso, inacabado o endeble. Sin embargo es tan
larga la lista de papeles que se podrían incluir en ese apartado y
tan importante su uso para nuestra vida, que no hay más remedio que
considerarlo seriamente como importante. La mayor parte de los
archivos y bibliotecas de todo el mundo han empezado ya a usar las
siglas MNL (Material No Libro) para designar y clasificar ese
universo de papel impreso que en ocasiones llegó a llamarse,
incorrectamente, efímero. En efecto, la belleza de algunos diseños,
el interés emocional de algunos de esos papelillos intrascendentes,
los blindó contra el olvido y los protegió de su desaparición. De
ese modo hemos recibido todo el material (pliegos de cordel,
folletos, catálogos, cromos, tarjetas de visita, tarjetas postales,
billetes de espectáculos, billetes de lotería, programas de mano,
recordatorios, anuncios, secantes con publicidad, librillos de
papel de fumar, paipáis, etc. etc. etc.) como síntoma inequívoco de
una incesante actividad tipográfica que llenó nuestra existencia
cotidiana y que sirvió, como los marcadores de libros, para señalar
algunos hitos destacados en nuestras vidas.