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Editorial.

DIAZ GONZALEZ, Joaquín

Béla Bartók (1881-1945), cuyo centenario celebramos este año, decía acerca de la canción folklórica: "Es un modelo de alta perfección artística. Yo la comparo con una obra maestra en miniatura, del mismo modo que una fuga de Bach o una sonata de Mozart entran en el mundo de las grandes formas".

Pues bien, esa miniatura, esa pequeña obra de arte -que se puede hacer extensible a muchas de las manifestaciones tradicionales decantadas y perfeccionadas por el uso- reviste en cada pueblo, en cada grupo étnico, un aspecto diferente. Tal o cual comunidad puede, y debe, enorgullecerse por poseer una multitud de ideas, sueños y mitos universales a los que su propia idiosincrasia ha envuelto en una imagen característica. Esta pluralidad de representaciones no puede hacernos olvidar, sin embargo, que lo peculiar adquiere su verdadero valor cuando se compara con manifestaciones semejantes de otros lugares, de otras gentes o países. Un orgullo desmedido por nuestra tradición que nos arrastrara al error (tantas veces cometido) de rechazar o menospreciar algo por el simple hecho de no pertenecer aparentemente a "nuestra cultura", sería tan contraproducente como despreocuparnos de aquélla sin conferirla otro valor que el del recuerdo más o menos sentido, o el que se otorga a una pieza antigua de coleccionista.

En cierto modo, de nosotros depende que la tradición siga siendo algo vivo o natural, o pase a convertirse en una mercancía obsoleta.