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Eduardo Martínez Torner, del papel pautado al fotograma

Juan Bonifacio Lorenzo Benavente





Como se sabe, el centenario del nacimiento en Oviedo de Eduardo Martínez Torner (1888-1955) ha quedado atrás, y la primera realidad que quiero destacar es que seguimos, por desgracia, sin podernos valer de un estudio riguroso y definitivo sobre su polifacética personalidad y actividades. Y todo ello pese a la tesina de licenciatura de María Luisa Mallo del Campo (publicada en 1980 con el acertado título de Torner, más allá del folklore, dentro de la colección «Ethos-Música» que dirige el profesor Emilio Casares Rodicio), la cual por sus inexactitudes e insuficiencias se halla claramente muy por debajo del discurso Vida y obra de Eduardo M. Torner, leído por Ángel Muñiz Toca en el acto de su solemne recepción académica en el Instituto de Estudios Asturianos, el día 24 de enero de 1961, y del preciso prólogo de Modesto González Cobas a la segunda edición del Cancionero Musical de la Lírica Popular Asturiana.

La figura de Torner, en consecuencia, aunque valuada en ámbitos diversos, continúa necesitando de una monografía que sirva para descubrir, ciertamente y de un modo exhaustivo, sus profundas y variadas aportaciones, entre ellas, por supuesto, las realizadas a nuestra filmografía regional, las cuales voy a tratar de esbozar en este trabajo desde sus antecedentes más remotos.




ArribaAbajoMúsica y cinematógrafo

El cine nació mudo, pero también como síntesis con una aportación propia como aprendizaje de la otras artes, no resignándose desde el principio a renunciar a una dimensión sonora que le diera más vida, por lo que cabe apuntar que ninguno de los primitivos cinematógrafos, careció de una orquestina o un piano que acompañara la acción proyectada sobre la pantalla, con fragmentos escogidos o, acaso, con frecuencia improvisados.

Y es que la música, ya en aquellos tiempos heroicos, junto a una función «anestésica», para neutralizar eventuales rumores de la sala y romper, por lo tanto, un silencio que pudiera desviar la atención del espectador, representaba en el cine un papel complementario, resaltando con sus medios y sus valores expresivos las situaciones emotivas de las escenas filmadas.

En ese sentido, el ensayista Jean D'Yvoire, en un escrito enviado desde París y publicado en el número 24, perteneciente a mayo de 1956, de la Revista Internacional del Cine, opinaba que los elementos visuales y acústicos debían «yuxtaponerse en un equilibrio armonioso», como un coro o varias voces en el que las partes se completaran en el acorde o se correspondieran por el contrapunto, pero sin «marchar simplemente al unísono o, por el contrario, en una independencia discordante». De existir esta simbiosis, sentenciaba D'Yvoire, la música llegaría a «ocupar un lugar considerable, hasta el punto de dar ritmo a todo el desarrollo de la película».

Jean D'Yvoire, pese a ser consciente de la escasa nómina de cineastas confeccionadores de la banda sonora de sus films, defendía con verdad esta idea de «concierto», que tendría que orientar a la hora del trabajo a directores, guionistas y músicos, pues observaba que, a menudo en el cine, la partitura se le encargaba precipitadamente a un profesional, que se decidía a elaborarla criticando a los productores, por lo cual surgían los conflictos... y las orquestaciones bastardas, a menos que el «maestro» fuera un simple ordenador de trozos de cinemateca.

Abundando en esta línea, conviene recordar que Charles Chaplin, que asimismo demostraba ser un consumado compositor, había confesado en 1928, sin reservas, en una entrevista concedida a Gladys Hall, que la cinematografía se parecía «a la música más que a cualquier otro arte», en tanto que el inquieto realizador alemán Walter Ruttmann, responsable de films con títulos tan musicales como la serie experimental Opus (1922-1925) y los celebrados documentales Berlín, sinfonía de una gran ciudad (1927) y La melodía del mundo (1929), hallábase plenamente convencido de que el film sonoro, por ver el hombre más de lo que oye, resultaba el «instrumento musical perfecto».

Igualmente es oportuno señalar que el culto Abel Gance, autor de La Décima Sinfonía (1918), en aquellas mismas fechas, hablaba de «música luminosa», de «contrapuntos visuales» y de la «armonía visual convertida en sinfonía», al estimar que un gran film debía «ser concebido como una sinfonía, como una sinfonía en el tiempo y como una sinfonía en el espacio», ya que el cine tendía «a parecerse cada vez más a la música». Según Gance, había dos tipos de música, «la música de los sonidos y la música de la luz», que no era sino la cinematografía, y esta poseía para él una escala de vibraciones superior a la primera», lo que significaba reconocer, de un modo directo, su especial disposición para «jugar con nuestra sensibilidad con la misma fuerza e idéntico refinamiento».

El concepto del «ritmo visual puro», en fin, se encontraba enraizado con profundidad en las vanguardias cinematográficas de los años veinte, calificando así la antigüedad de la relación cine-música, antes de que el sonoro alcanzara a constituir una realidad industrial en Estados Unidos.




ArribaAbajoTorner y la generación de 1914

Charles Chaplin (1889-1977), Walter Ruttmann (1887-1941) y Abel Gance (1889-1981), pongo por caso, eran coetáneos de Eduardo Martínez Torner, quien, por nacimiento, vida y actividad, pertenecía de pleno a la llamada «Generación-Novecentista» o «Generación de 1914», la cual, según el catedrático Martínez Cochero, inicia su período en 1879, con el ovetense Luis Álvarez Santullano (1879-1952), finalizándolo once años más tarde.

La «Generación de 1914», que siguió a la de los bohemios del 98, estaba dotada de mucha perfección intelectual, científica incluso, y debido a la formación universitaria de prácticamente todos sus miembros fue conocida también como la «de los profesores», pues teniendo sus raíces en los ilustrados españoles del siglo XVIII, al igual que ellos, y a través de la educación del pueblo, pretendía sacar al país de su inveterado atraso.

La Residencia de Estudiantes (1910-1936), que dirigía el malagueño, hijo de la no menos mítica Institución Libre de Enseñanza, Alberto Jiménez Fraud (1883-1964), era entonces el punto de confluencia obligado a la hora de desarrollar una cultura viva e ilimitada que hiciera moderna a la nación. Y es que por la «Colina de los Chopos», nombre poético que le diera Juan Ramón Jiménez (1881-1958), pasaba una impresionante «lista de personajes (físicos, economistas, geógrafos, músicos, artistas plásticos, etcétera), para instruir a las nuevas generaciones y comunicarles su entusiasmo, frente al tradicional pesimismo de los «noventayochistas».

El Centro de Estudios Históricos, a la cabeza del cual se encontraba el sabio, de origen asturiano, Ramón Menéndez Pidal (1869-1968), asimismo jugaba por su lado un decisivo papel en la lucha contra el tiempo perdido, reconstruyendo el camino o la dirección del pasado para poder ir a parte alguna con seguridad. Pues bien, tanto en la Residencia de Estudiantes como en el Centro de Estudios Históricos tuvo parte activa Eduardo Martínez Torner, verificando ideas con los compañeros más diversos para luego proyectarlas con éxito hacia la meta propuesta.

En la Residencia de Estudiantes, por ejemplo, trató a futuros cineastas como Luis Buñuel Portolés (1900-1983) y su entonces inseparable amigo y colaborador Salvador Dalí i Domènech (1904-1989), quien parece ser que llegaría a adornarle un trabajo suyo con sus singulares grabados.

En el año 1921 recordaba Ángel Muñiz Toca, colega y paisano de Martínez Torner, «me traslado a Madrid como pensionado de la Excelentísima Diputación Provincial para continuar mis estudios de Música, y tengo la fortuna de conseguir una plaza en la llamada Residencia de Estudiantes, establecida en la calle del Pinar, en los altos del antiguo hipódromo de la Castellana, regida por el incomparable sociólogo D. Alberto Jiménez Fraud».

»En el pabellón que me instalé, 'Pabellón de Peques', con que nos calificaban los estudiantes mayores establecidos en otros edificios contiguos «y cuya dirección llevaba por entonces otro ilustre ovetense, D. Luis Santullano, tenía Torner su habitación; yo era el único alumno que aunque asistía a las clases de segunda enseñanza, dedicábame a la música. Torner supo enseguida de mi presencia y vino a interesarse por tan insignificante 'personaje'. Desde aquel día comenzó una larga convivencia y amistad entre nosotros a pesar de la diferencia de edad».

En el Centro de Estudios Históricos, en calidad de jefe de la Sección de Musicografía y Folklore -director de la Subsección Musical del Archivo de la Palabra-, y junto al prestigioso filólogo Tomás Navarro Tomás (1884-1979), autor del significativo libro titulado El idioma español en el cine parlante (1930), Eduardo M. Torner recogió por medio de discos de gramófono y películas sonoras canciones y bailes, ya que, de acuerdo con el ensayista Pierre Michaut, el cine «permite, por análisis y por comparación, el estudio de las danzas folklóricas», y «la danza está considerada por los etnólogos como uno de los testimonios más significativos y auténticos del estado social y religioso de los pueblos... (Pierre Michaut: El cine, la danza y el «ballet»: películas de archivo; documentales; cine coreográfico, ponencia presentada en la Semana Internacional CIDALC, celebrada en Madrid del 23 al 29 de mayo de 1955).

Respecto a los films de archivo para el estudio del folklore, de la etnografía, el célebre compositor francés Darius Milhaud (1892-1974) había ya vaticinado: «Desde el punto de vista de los archivos del folklore musical, el film sonoro va a prestar inapreciables servicios, por que resulta difícil imaginar músicas más horrorosas que las que nos han hecho oír cuando han aparecido en la pantalla danzas negroafricanas o de cualquier otro país exótico. A partir de ahora va a ser posible restituir las músicas auténticas correspondientes a las danzas que la pantalla nos ha descubierto desde hace tiempo».

Y es que Eduardo M. Torner, al igual que músicos tan renombrados como Erik Satie (1866-1925), Arthur Honegger (1892-1955) y Georges Auric (1899-1983), miembros estos dos últimos luego del denominado «Grupo de los Seis », ideado por el polifacético Jean Cocteau (1889-1963), y estrechamente vinculados todos ellos con el mundo del cine, había sido alumno aventajado de Vincent D'Indy (1851-1931), director de la no menos afamada Schola Cantorum de París, institución cuyo sistema de enseñanzas «significaba -en palabras de Muñiz Toca- un culto a la mejor tradición, a la más pura línea histórica, compendio de enseñanzas inconmovibles, pero culto ecléctico que permitía la visión serena de nuevos horizontes y todo cuanto podía suponer un progreso estético-técnico». De ahí, pues, el que Torner estuviera en posesión de los más poderosos recursos técnico-artísticos.

Mas aquí conviene no olvidar que en el orden regional, en Oviedo, Martínez Torner formaba parte además de una tertulia, que operaba como una verdadera vanguardia cultural y que en 1961 era descrita así por Ángel Muñiz Toca (1903-1964):

«Allá por el año 1913 agrúpase en el llamado Café Español, sito en la calle de Cimadevilla, una tertulia polifacética, integrada por jóvenes intelectuales con gana de 'pelea' dialéctica, filosófico-artística y política, pero impulsados por afanes constructivos. Fue iniciador solitario de aquella agrupación liberal Fernando Señas Encinas; después se le uniría Eduardo Torner...»

«... En torno a Señas y Torner van agrupándose en el Café Español otros jóvenes: el escultor Víctor Hevia, el poeta Gamoneda, el maestro de periodistas J. A. Cepeda, el pintor Eugenio Tamayo, el hoy catedrático y cronista de Oviedo, Juan Uría Riu; los hermanos de Eduardo Torner, Fernando, el gran erudito, y Floro, publicista y catedrático; el intelectual maestro peluquero Calzón, el literato y filósofo Fernando Vela, el pintor gijonés Evaristo Valle, el que fue profesor de la Universidad de Madrid, José Ramón P. Bances; el actual catedrático y director de la Facultad madrileña de Ciencias Político-Económicas, Valentín Andrés; el sacerdote, músico y crítico Secundino Magdalena, y el abogado Guillermo Castañón.»

«Este brillante resumen humano de alta calidad intelectual y artística recibió el apelativo de 'la Claraboya', porque como casi todos llevaran gafas, sus imágenes, agrupadas tras el ventanal del café, semejaban una claraboya de minúsculos e inquietos vidrios.»

«De aquel amistoso grupo surgieron obras culturales de muy estimable valor social: exposiciones personales de escultura y pintura, conferencias, campañas periodísticas resonantes, publicaciones poético-teatrales, la primera Gran Exposición de Artistas Asturianos del año 1916 y la fabulosa concentración de folklore asturiano en el Festival de la Plaza de Toros, año 1921, quién sabe si la más importante realizada en España hasta entonces.»



«La Claraboya» era, en fin, un poco consecuencia del espíritu adelantado de la Extensión Universitaria, experiencia traída de Gran Bretaña e implantada por vez primera en España en Asturias, en el año 1898, por unos cuantos docentes seguidores del krausismo, entre los que se encontraba Leopoldo Alas (1852-1901), y bajo la inevitable influencia de las controvertidas propuestas de la Institución libre de Enseñanza.

Y es que hay que decir que ese carácter en verdad divulgador, que miraba a Europa, desarrollado a través de muchas conferencias, con frecuencia acompañadas de proyecciones, había calado hondamente en la sociedad asturiana, como lo demuestra el hecho, por ejemplo, de que en la revista gijonesa Cultura e Higiene, fundada en 1912, podamos leer esta novedad:

«En reunión celebrada en nuestra casa, se acordó adquirir cines para las Sociedades de Cultura e Higiene de Tremañes, El Notahoyo y la Calzada. Las demás asociaciones que aún no poseen este utilísimo elemento de cultura recreativa, estudian con todo interés su adquisición, siendo de esperar próximos y afirmativos acuerdos en tal sentido. Consideramos preciso insistir en la demostración de los grandes beneficios que los cinematógrafos han de reportar a las sociedades hermanas, puesto que sabemos que en el ánimo de todas está el llegar a poseerlos en el plazo más breve posible, en el convencimiento de su utilidad».



Debo añadir que la última tentativa en esa línea, ya durante la II República, vendría de la mano de las famosas Misiones Pedagógicas, creadas en Mayo de 1931, y en las que participarían tanto Eduardo Torner como su concuñado «Alejandro Casona» (1903-1965), quien, por cierto, a lomos de caballerías acercaría el cine a apartados pueblos españoles.

Torner fue, pues, todo un pedagogo liberal, carente de prejuicios, que aunque encuadrado cronológicamente en la «Generación de 1914» ya dejaba vislumbrar los fastos de «la del 27», del mismo modo que su paisano y contertulio de «La Claraboya», el polígrafo Fernando Vela (1888-1966), avanzado estudioso de la estética del film y entendido crítico musical. Mientras tanto, la realidad calidoscópica estaba ahí, claro es, alrededor...




ArribaAbajoLa experiencia decisiva de «Bajo las nieblas de Asturias»

Como ya hemos visto, Eduardo M. Torner pertenecía a una generación de educadores, partidaria de una didáctica bien entendida, abierta, que buscaba con afán una utilidad práctica, respondiendo a la idea de «coordinar al hombre con la Naturaleza y los demás hombres».

En consecuencia, Torner, guiado por un espíritu verdaderamente divulgador, estaba por comunicar de una manera incesante al mayor número de personas posibles el estado en que se encontraban sus conocimientos, disertando en cualquier tribuna que se le ofreciera, lo mismo en universidades que en centros obreros u otras asociaciones ciudadanas.

Por ello, en 1920, la Excelentísima Diputación Provincial de Oviedo le patrocinará la edición del Cancionero musical de la lírica popular asturiana, un preciado trabajo de musicología moderna, en el que Torner emplea una metodología nueva, ignorada hasta entonces, consistente en clasificar y agrupar las canciones no por su letra, sino por las características melódico-armónicas de cada caso, procedimiento éste que sería aplicado, al parecer, unos años después por el adelantado Béla Bartók (1881-1945), compositor y folklorista húngaro asimismo relacionado con la cultura del cine.

Así las cosas, en noviembre de 1924, precedido por una gran fama y subvencionado por la Excelentísima Diputación Provincial de Oviedo, Torner iniciaría un viaje de varios meses de duración a Cuba y México desde El Musel, en el vapor «Alfonso XIII», acompañándolo en aquella travesía los intérpretes de tonada asturiana José Menéndez Carreño (Cuchichi) y su hija Faustina Menéndez, con el objeto de ilustrar, con escogidos ejemplos prácticos, sus valiosas enseñanzas,

Debo señalar aquí, además, que esas conferencias-concierto de Torner en América comenzaban siempre, para preparar al auditorio en cuestión, con un film introductor sobre las costumbres regionales, el cual había sido amablemente cedido, según me dice José Fernández Buelta, por la empresa Valle, Ballina y Fernández, S.A., de Villaviciosa, dato ése que me recuerda que, poco tiempo antes, el poeta y sacerdote orensano Antonio Rey Soto (1879-1966) había hecho algo semejante al idear el documental Viaje a través de Galicia y Asturias (1923) como soporte de sus elocuencias allende los mares.

Torner -me amplía su amigo Fernández Buelta- era víctima entonces de un temor producido por algo que ni él mismo sabía expresar y que a fuerza de conversaciones llegué a comprender, durante los varios meses que, por economía, compartimos habitación en un hotel de La Habana. Se trataba del miedo a la incomprensión del público en aquella gira, a pesar de que la prensa habanera se mostraba portadora de la expectación con que se esperaban sus ilustradas conferencias».

Esos temores, por fortuna, carecían de fundamento y Torner lograría «seducir a un auditorio más dispuesto en general a escuchar coplas que conferencias sobre el valor histórico de la música tradicional y la importancia de los estudios folklóricos para la comprensión del espíritu de los pueblos». Y eso, naturalmente, con la ayuda de unas cuantas proyecciones cinematográficas.

Por ello, a mediados de 1925, a su regreso de ultramar, coincidiendo con el auge de los films producidos, rodados y revelados en Asturias para consumo principalmente de nostálgicos emigrantes al otro lado del Atlántico, Torner tendrá ocasión de realizar una experiencia decisiva.

Y es que constituida la editora Asturias Film en Oviedo, en 1926, con el veterano operador vallisoletano Julio Peinado Alonso y el empresario piloñés Modesto Montoto Álvarez en calidad de cabezas visibles de la misma, Torner iba a ser el encargado de la adaptación para la pantalla silente de un agradable cuento del primero, Bajo las nieblas de Asturias, así como de la selección de la música y de los cantos populares del Principado que habrían de conformar su «banda sonora».

Bajo las nieblas de Asturias, con su presentación en la Villa y Corte, en el Palacio Real, el sábado 12 de febrero de 1927 y luego, una semana después, en el Teatro Eslava con éxito grande de crítica y público, llegaría a convertirse en la cinta astur más representativa, sin discusión, en la historia del cine mudo español.

«En varios momentos interesantes de la película -puede leerse en la reseña del exigente José Sobrado de Onega, comentarista con el seudónimo de 'Focus' del diario El Sol-, la proyección fue acompañada por cantos populares de Asturias, expresados por la señorita Vega, 'el ruiseñor astur' y el famoso 'Botón', solistas del Orfeón de Oviedo, venidos de intento a Madrid sólo para tomar parte durante el discurso del film. Ambos artistas, de mérito extraordinario, fueron ovacionados con frenesí. Sus canciones, dichas con una dulzura emocionante, añaden a la película un exquisito realce, y han sido escogidas por el inteligente conocedor del folklore asturiano señor Torner, que también tuvo intervención artística muy valiosa en el desarrollo del film».

Bajo las nieblas de Asturias quedaría así como un camino claro a seguir por la futura cinematografía regional, máxime desde que en Cuba alcanzara un rotundo triunfo, al estrenarse en el Teatro Payret -el mayor de La Habana-, el sábado 3 de diciembre de 1927, demostrando brillantemente con ello que «el medio es el mensaje».




ArribaAbajo«Cumbres», una zarzuela cinematográfica inédita

En el lejano 1908, el perspicaz escritor gijonés Alfredo García García, «Adeflor» (1876-1959), afirmaba sin rodeos lo siguiente:

«Hoy, en esta España progresiva y culta, enamorada como nunca del arte literario y lírico, es el Cine la síntesis del buen gusto. No se hable del Teatro Nacional. ¿Qué son sus glorias, qué sus genios, qué sus abolengos? ¿Qué? Nada. El cine español es quien goza de la hegemonía. Quien dice Cine, lo dice todo. Dice películas, ópera, zarzuela, drama, juegos circenses, sainete, género chico; amén de artistas del cuplé, encanto de la vista; truchimanes o explicadores de cintas, encanto del oído, espectadoras vecinas, encanto del tacto...»



Era aquella una época de profundos cambios en los gustos y en las costumbres y por ello, un año antes, la revista madrileña El Arte del Teatro había señalado como «al poco tiempo de sentar sus reales el cinematógrafo en Madrid, visto el rapidísimo auge que adquiría y la franca predilección que mostraba el público por él, llegó a creerse, y no sin fundamento, que lo mismo que el género chico había derrocado a la clásica zarzuela grande, y el género ínfimo al género chico, el cine no tardaría en enseñorearse en absoluto sobre las cenizas del teatro por horas, al que desde un principio parecía amenazar de muerte... Pero los expertos, los reflexivos, los que no se conforman con las apariencias para formar juicio de las cosas, lejos de participar de esta absurda opinión, pensaban que el éxito del cinematógrafo, como espectáculo, sería tan efímero y pasajero como lo fue el del género ínfimo. La exhibición de las películas animadas no puede ser en realidad, por muy interesante y muy duradero que sea el asunto que en ellas se presente, bastante por sí solo para constituir un espectáculo. Tiene, además, el inconveniente de que fatiga si la exhibición es muy duradera. Es, pues, el cinematógrafo un aliciente muy agradable, un complemento de función, un fin de fiesta, pero no un espectáculo completo».

»Prueba que así lo reconocen implícitamente no sólo el público, sino hasta los mismos que lo explotan, el hecho de haber buscado siempre algo más, de índole muy distinta, para completar la sección, y como precisamente pretendieron encontrar este complemento en el género ínfimo, que sucumbió víctima de su monotonía e insustancialidad, difícilmente podía servir éste de sólido refuerzo a aquél. Como no podía menos de ocurrir, la falta de atractivo, de variedad de estos números que se adicionaban a la exhibición cinematográfica, había de hacer que la atención de los espectadores se concentrara en esta exhibición, y como ella por sí sola no reúne condiciones bastantes para constituir espectáculo, pronto había de decaer el éxito con que fue acogido el cinematógrafo en un principio. Y he aquí cómo por efecto de la natural evolución de las cosas, buscando elementos auxiliares que lo salvaran de la muerte, ha venido a encontrarlos en aquello mismo que amenazaba destruir, en el teatro, en el género chico, y cómo ha llegado a demostrarse que no estaban en lo cierto los que aseguraban que el cine había herido de muerte al teatro por horas».

Mas, según puede leerse en otro lado, la causa del rápido auge del cine y de la decadencia del género chico está «mucho más a la superficie, como que solamente obedece a la diferencia de precio. Por lo que le cuesta a una familia asistir a una sola función de cualquier teatro, puede presenciar diez o doce secciones en los cines; es decir, que tiene para distraerse seis u ocho días. Y ese es el secreto».

Corrían, pues, tiempos de crisis para la zarzuela, la cual estaba al borde del agotamiento y de la confusión, hasta el punto de que el inspirado y sensible compositor catalán Amadeu Vives (1871-1932), al plantearse qué era el género grande, muy cerca de la creación de su célebre obra Doña Francisquita (1923), llegaría a responder con total sinceridad:

«Lo primero que noto es que es un género innominado. El nombre zarzuela pertenece por igual a los dos géneros, chico y grande. Luego el género grande no tiene nombre propio. El chico se ha formado de la sustancia del sainete. Podría llamarse sainete lírico. Algunas veces toma todas las formas de la opereta», con todas sus insustancialidades. Pero el género grande no es ópera ni opereta. ¿Qué es, pues? El verdadero parentesco del género grande se encuentra en ciertas óperas que se estrenaban en el extranjero hace cuarenta o cincuenta años. La mayor parte de este repertorio ha desaparecido del mundo de los vivos. ¿Cómo hablar de una cosa que hay que resucitar?».



En aquel entonces, también Eduardo M. Torner, en una carta enviada al no menos reputado musicólogo Adolfo Salazar (1890-1958), con razón se habría de lamentar de la inculta actitud al respecto del público español:

«Cuando creemos que realmente avanzó y afinó su sensibilidad, de repente ¡zas! se revuelca, borracho de placer, en una obra zarzuelera donde el chum-chum del bombo es la parte principal de la instrumentación. Las melodías gangosas de un clarinete, sensibleras y ñoñas, acompañadas de toda la idiotez de un compositor de zarzuelas, esa es la música de nuestro público. No creo que haya desaparecido ni uno solo de los melómanos cursis e italianizados, cuando no de gustos ordinarios, de los tiempos de Larra, Clarín, Valera, etcétera. Valses, valses y más valses. Estamos como estábamos, poco más o menos admito el poco más (y esto lo subraya)».



Había que hacer algo, lógicamente, y por esto Torner, que era un hombre de acción buscaba a pesar de todo, y de acuerdo con depurados criterios, la manera de sentar las bases de lo que debía ser un teatro lírico regional con caracteres de universalidad, en el que la música y los cantos populares se integraran de un modo perfecto con el libreto; o sea, en pocas palabras, lo mismo que intentaban con ahínco los propios norteamericanos con su afamada comedia musical.

Así, el ensayo de ese ambicioso proyecto de Martínez Torner tendría lugar, por fin, el 9 de mayo de 1928, miércoles, al estrenarse con franco éxito, en el Teatro de la Latina de Madrid, La promesa, una zarzuela en dos actos, de costumbres asturianas, con texto de Alfredo Escosura y Fernando Dicenta, que sería además muy bien acogida por la crítica especializada más exigente, siendo por ello saludada desde las páginas de El Sol de esta forma:

«Es de celebrar que el maestro Torner arribe, con su cultura y sus entusiasmos artísticos, a nuestros teatros en auxilio del género lírico, tan enfermo de exotismo y de pedantería».



Martínez Torner sabía igualmente, por otra parte, que ya el cine primitivo, aunque mudo, había descubierto la zarzuela en la pantalla, con trasposiciones de títulos tan conocidos como, por ejemplo, Bohemios, que en 1905 había dirigido el heroico catalán Ricard de Baños. Por eso me atrevo a pensar que, tal vez, el triunfo resonante que alcanzara en 1927 la obra de ambiente segoviano La del Soto del Parral, luego convertida en film por León Artola, fuera la causa inmediata que iniciara esa nueva actividad de nuestro folklorista.

Y es que León Artola iba a encargarse precisamente, al parecer, del guión técnico y la realización de Cumbres, una zarzuela fílmica con partitura de Eduardo M. Torner, y argumento y diálogos de Alfredo Escosura, desarrollando una historia situada en las montañas astures en torno al año 1870.

Producción que, en definitiva, sospecho, debería de haber corrido a cargo de una efímera editora de Oviedo, puesta en marcha en el verano de 1928, con auxilio de la periodista del diario El País, de La Habana, Carmen Velacoracho, para rodar una versión de la novela Altar Mayor, de Concha Espina (1877-1955). Una empresa que, guiada por su patriotismo sincero, querría afianzar allende los mares los laureles de la extinta Asturias Film, pero a la que las circunstancias adversas del momento, cuando los «talkies» comenzaban a ser una realidad industrial en Estados Unidos, conducirían, por desgracia, al fracaso más irremediable.

Estoy por aventurarme asimismo a creer que Cumbres, en diciembre de 1928, tras la celebración en Madrid del Primer Congreso Español de Cinematografía, pasaría a figurar en la cartera de la recién constituida, con un capital de un millón de pesetas, nada menos, Sociedad Cinematográfica Española, en cuyo Consejo de Administración encuentro, amén de los nombres de las mencionadas Carmen Velacoracho y Concha Espina, el del financiero de origen asturiano Olegario Riera Cifuentes, el cual abrigaba entonces la intención de impresionar films sonoros en los más hermosos paisajes del Principado; esforzados propósitos que a la postre, lamentablemente, resultarían sólo meras promesas huecas, pues, por azares de la política, dicha fundación ni siquiera lograría dar señales de vida.




ArribaConsideraciones finales o el cine como medio para Torner

Según me confirma José Fernández Buelta, que tuvo con él una amistad consolidada, Torner «era una de esas personas que cautivan y suman amistades con la naturalidad y cordialidad de su trato. Más que conversador, era un observador agudo, de temperamento aparentemente quieto, parco de palabras».

Eduardo Martínez Torner había advertido así, atinadamente, de acuerdo con el maestro Hugo Rieman (1849-1919), que la «música, a diferencia de las artes plásticas, no es reproducción ni transformación de representaciones tomadas de la realidad; no tiene base análoga a la de las demás artes que repose en la experiencia de los sentidos, por lo cual puede decirse que es el arte que parece más distante de la Naturaleza. Sin embargo, ninguno como él tiene tan hondas raíces en el espíritu humano; porque el canto es en el hombre una manifestación tan primitiva y espontánea como el llanto y la risa.

»La unión de la música y la poesía -apostillaba Torner- viene a ser la yuxtaposición de dos lenguajes, regidos ambos de una manera idéntica por las leyes del acento rítmico.

»Todo nuestro organismo está sujeto a un ritmo determinado... Hay un ritmo vital, y el ritmo en la música y en la poesía es como una proyección al exterior de este ritmo interno. Es una necesidad espiritual, por la cual buscamos la medida y el orden en todas las cosas; una tendencia de la mente a establecer medidas relativas, tanto de los espacios ocupados por figuras, como del tiempo que llena una serie de sonidos».

Vemos, por tanto, cómo Torner al escribir en Oviedo, en 1919, la introducción a su Cancionero musical de la lírica popular asturiana y enfrentarse a la génesis de las formas artísticas, al estudio del ritmo en la música popular, implícitamente lo que estaba haciendo era hablar del «timing», del tiempo cinematográfico, en términos muy parecidos, por ejemplo, a los de Jean D'Yvoire, expuestos ya por mí en el comienzo de este trabajo, resultando, en una palabra, consecuencias naturales de la cultura cosmopolita propia de París.

«El ritmo en el cine -para Borrás y Colomer- se podría definir como la inmaterial parcela que determina la musicalidad de las imágenes y su peculiar cadencia».

Y es que una «película es rítmicamente perfecta» tal y como explican Jesús Borrás y Antoni Colomer en su libro, publicado en Barcelona en 1977, El lenguaje básico del film, «cuando se concibe un tema y se desarrolla adecuadamente en un guión, con tratamiento y planificación idóneas, se rueda con las imágenes suficientes, en la sala de montaje se explotan al máximo las posibilidades de combinación y con la banda sonora se da término a la obra en función de la primitiva idea núcleo».

Eduardo M. Torner, musicólogo, folklorista, compositor y, también, cineasta, tenía plena conciencia además de que con el influjo de la moderna civilización, con el industrialismo en aquellos años de la Guerra del 14, nuestras antiguas y expresivas canciones iban borrándose poco a poco de la memoria de los campesinos, por lo que no era exagerado el suponer que cada viejo que moría llevaba consigo a la tumba «una de estas manifestaciones espirituales de la raza».

«Es indudable -insistía Torner- que la canción influye poderosamente en la educación de los instintos populares. Ella es el libro inmortal de la sabiduría y de los sentimientos del pueblo, y en ella está reflejada el alma de los hombres con imagen mucho más precisa que en ninguna otra manifestación espiritual».

Torner, sabido es, pertenecía a una generación de educadores, hijos de la Institución Libre de Enseñanza, cuyo espíritu generoso había impregnado incluso la vida misma de sus familiares (y aprovecho para recordar aquí que el profesor Florentino Martínez Torner, en su exilio mexicano, sería asimismo traductor de la Historia del cine mundial, de Georges Sadoul). A Torner le dolía España profundamente, por lo que sin cruzarse de brazos, en la precitada carta a su colega Adolfo Salazar, manifestaría, lejos de optimismos falsos, su ideario de laborar en común y con tesón hasta desarmar a la gente. «Que deje de ser gente -sentenciaba Torner- para convertirse en personas. En personas con todas las ventajas espirituales que ello implica».

Pues bien, para cumplir esa difícil misión pedagógica hay que señalar que todas las diligencias eran válidas, ocupando, claro está, el cine un lugar con preferencia, por su condición de arte total y su propiedad de difundir.

El cine exige, en suma, al autor una disposición innata para la creación, existiendo paralelamente algo tan necesario como la observación y el conocimiento del hombre como individuo (psicología), la comprensión de sus constantes (historia y sociología) y la madurez de los conceptos en el análisis.

Para Torner, que se encontraba precisamente en la capital francesa al publicar el malogrado Ricciotto Canudo (1879-1923) su célebre Manifiesto de las Siete Artes, el cinema no era un fin, sino un medio de archivo en primera instancia y, luego, un eficaz auxiliar de los procesos especiales de la enseñanza, dada la universalidad de su lenguaje visual, ampliador de las vías sensitivas, eliminando las diferencias en la capacidad de abstracción que el verbo impone y requiere.

Mas la rica documentación reunida al efecto por Torner, por vicisitudes de la locura fratricida de 1936-1939, quedaría dispersa y quizás definitivamente perdida.

«Todo este material -le escribirá Torner, desde su destierro británico, en 1947, al melómano mecenas astur-mexicano Carlos Prieto- lo tenía en Madrid, en el Centro de Estudios Históricos... Allí se quedó todo en unión de otros muchos trabajos que tenía en marcha».

Es oportuno indicar, sin embargo, que esas doctrinas de Eduardo M. Torner tendrían continuación, en cierto modo, al presentar el antes mencionado José Fernández Buelta una ponencia en el Primer Congreso Provincial del Turismo en Asturias (agosto 1954), a favor de «destacar equipos con personal bien preparado a todos los rincones de Asturias recogiendo en el cine sonoro, cintas y bandas magnetofónicas todas las manifestaciones folklóricas de danzas y canciones ancestrales que amenazan perderse en la noche de los tiempos, dispersas en innumerables pueblos y aldeas», y la creación de «un archivo fonofotográfico provincial donde se recojan todas estas manifestaciones», añadiendo luego que en dicho archivo «por medio del cine y la fotografía en color, deberán recogerse las distintas variantes del traje típico regional, a disposición del segundo paso de esta labor que sería la creación del Museo del Traje».

Nobles iniciativas ésas que, desgraciadamente, al instante, caerían en el saco roto oficial, por lo que el inquieto riosellano Fernández Buelta, en la medida de lo posible, empuñando la cámara cinematográfica, trataría de llevarlas a cabo por su cuenta y riesgo.

Y es que, no en vano, Fernández Buelta -que el próximo día 18 de marzo cumplirá 96 años- me repite con orgullo que «en el ruar diario por aquel Oviedo pequeño de principios de siglo, cuando se reunía con sus amigos en el Café Español» había conocido a Eduardo M. Torner. Lo acompañó «a Cuba y, antes y después de 1924, por Asturias en algunas de sus excursiones de investigador folklorista»; lo siguió en sus trabajos, en sus conferencias y fue «testigo presencial de algunas conversaciones científicas entre él y su maestro, don Ramón Menéndez Pidal».

«Al morir Torner en Londres, el 17 de febrero de 1955 -me puntualiza Fernández Buelta-, dejó inéditas muchas obras...» Inéditas en gran parte, todo hay que apuntarlo, porque Torner, como buen astur que era, poseía un talante muy enciclopédico, que tendía claramente a desparramar su atención sobre innumerables temas dispares para estar al tanto de todo, cosa que también le sucedía, por ejemplo, a su compañero de «La Claraboya», Fernando Vela.

«Los sucesos del mundo se llevan cada uno un poco de mi alma, que ya no sé donde está -confesaba Vela-. No me dejan ponerla toda y entera a una sola tarea. Se me dispersa hecha trizas. Únicamente en alguna vacación, en el ocio veraniego, he podido recomponer sus restos y quedarme a solas con ella, como el señor de Montaigne en su torre».

«Esta dispersión -reconocía Vela- tiene sus ventajas, porque impone una curiosidad universal, una observación constante del mundo contemporáneo, el atisbo de lo que nace, lo que perdura, decae y desaparece...»

Pero para «vivir al día» -concluía Vela-, lógicamente, «hay que renunciar a los largos proyectos a largo plazo y dedicarse a lo inmediato, cotidiano...»

Y en ese mismo sentido debo decir que el literato de Avilés, Constantino Suárez Fernández (1890-1941), en vísperas de la Guerra Civil, le había reprendido a Torner amistosamente porque determinadas obras suyas sobre diversas materias se quedaban a medio hacer, «aplazados de continuo año tras año los propósitos y abandonados al fin».

Por eso, naturalmente, la vocación de Torner a proseguir las labores renovadoras de su colega Francisco Asenjo Barbieri (1823-1894) respecto a la zarzuela, uniendo a la vez lo culto y lo popular, elaborando un teatro lírico regional que, lejos de la sarta, supiera distinguir entre el pot pourri folklórico y la sinfonía temática, se vería relegada, por ocupaciones posteriores notables, justo al irrumpir en España el cine sonoro.

En consecuencia, pienso que, quizás, lo que Torner intentara con su inédita zarzuela fílmica Cumbres se hallaría en la línea de lo conseguido por Benito Perojo en 1935 con la trasposición a la pantalla de La verbena de la Paloma; y así, en la crítica sobre ese film aparecida en la revista Cinegramas, en el número correspondiente al 29 de diciembre de 1935, puede leerse:

«La realización dramática, o lo que pudiéramos llamar instrumentación óptica de la partitura, es otro de los grandes aciertos del director. Se ha salvado el enorme peligro de los planos-paréntesis, en que los cantantes detienen la acción. Al contrario -para que se vea que en el cine todo problema de arte tiene solución dinámica-, la música de este film robustece la acción y la impulsa con fuerza lírica a una corriente ofuscadora de imágenes bellas, cómicas o graciosas, como si cada nota fuese, al par que un sonido, una expresión gráfica».



El cine para Eduardo Martínez Torner sería, a la vista de lo expuesto, lo mismo que los discos de gramófono o la radio (puesto que terminaría sus días haciendo programas para la BBC de Londres), un medio en lucha con las circunstancias, una nueva técnica altamente valiosa a lo largo de su fructífera carrera, pero nunca jamás un fin.

La personalidad de Eduardo M. Torner, en resumidas cuentas, es propia de un período de transición, encontrándose al igual que la mayor parte de los representantes europeos con base en el positivismo, apoyada, por un lado, en la tradición y en los viejos presupuestos y, por otro, en la búsqueda de una metodología más de laboratorio en su proceso, lo cual implica, como es fácil entender, un comportamiento sumamente ecléctico.

A vanguardia y sin ninguna afectación fue el lema vital que rigió siempre el calidoscópico andar tras la autenticidad de Eduardo Martínez Torner.





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