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Eduardo Paolozzi, chatarra como catedrales

Sergio Ramírez





En una ya legendaria presentación celebrada en el verano de 1952 en la Dover Street de Londres, un joven artista nacido en Edimburgo -de padres inmigrantes de Italia, provenientes de Viticusso en el Adriático- proyectó durante más de una hora una serie de diapositivas que hasta entonces permanecían en su álbum secreto: portadas de revistas ilustradas e historietas de ciencia ficción; robots y Mickey Mouses; anuncios de automóviles de lujo, coca colas y corbatas, anuncios de latas de conservas, estrellas de segunda clase en trajes de baño, todo un panorama de la cultura masiva de la sociedad industrial de la segunda mitad del siglo, en sus inicios, sacado de la más poderosa de esas sociedades en donde el reclamo publicitario se convierte en un mito, la norteamericana.

Así se dio reconocimiento a una sensibilidad nueva, a un estilo de arte que aparecía entonces en embrión pero que reconocía ya a su fundador, Eduardo Paolozzi: el arte pop, asociado también después del año 1958 al también británico Richard Hamilton, pero que Paolozzi ya anunciaba en sus collages desde la década de 1940, bautizando incluso todas sus manifestaciones futuras -su explosión se produjo por supuesto en los Estados Unidos, como no podría ser de otro modo- con la resabida palabrita, pop: estallido fútil del maíz al reventar, estallido de mentira de las pistolitas de juguete al disparar.

El arsenal de composición de Paolozzi sería en adelante, al concretar su actividad artística más que nada como escultor de un estilo que llegaría a ser mucho más que el ya arcaico pop, tomado de esos mismos valores ambientales del consumo y que él mismo enlista: viejos aparatos mecánicos, piezas de relojes desarmados, émbolos, piezas de motores, ruedas y engranajes eléctricos, todo lo que pueda encontrarse junto con desechos de juguetes infantiles en un basurero olvidado. Paolozzi descubre esa sensibilidad de lo pop en la sociedad de consumo, pero no es tan fácil banalizarlo como algo pasajero; laberíntico, polifacético -collagista y dibujante, grabador, modelador, diseñador de textiles- su trabajo va desde la seria reproducción de cabezas rembrandtianas en un estudio impecable a tinta, hasta sus juguetes gigantes a lo disneyland en brillantes colores de play-land-park; y sobrio, delicado y pleno de una suave armonía en sus grabados a color.

Para un hombre que a los 20 años dejó Escocia, donde por su ascendencia italiana fue siempre un outsider, y encontró estrecho el Londres de las academias de arte donde no pudo aprender nada nuevo y tuvo que irse -cuándo no- al París donde aún reinaba Breton recién pasada la liberación, el surrealismo representó un impacto serio para su obra futura y sobre todo para sus esculturas, donde siempre hay algo onírico; pasó por las manos de Tzara y por la fascinación de Marcel Duchamp allí mismo -ya se había ido Duchamp a los Estados Unidos en 1946, pero Paolozzi pudo ver entre otras cosas suyas el cuarto de la casa de su amiga Mary Reynolds tapizado de mapas en colores.

Y en París, a través de los soldados norteamericanos pudo encontrarse con esos números de Time Magazine y Look donde aprendería a ver lo que buscaba, descubriendo entonces en él esa sensibilidad subyacente y subyugante que emana de las latas Libby's y Campbell, de los dibujos de Disney y la figura de Charles Atlas. Hasta ese tipo de cultura había que ir a descubrirlo a París.

Paolozzi, como Hamilton y como Kinholz, ha llegado también a Berlín para residir aquí por un año y trabajar (se ha dicho que su atelier de la Kottbusserdamm parece el cuarto de juegos de un niño de millonarios por el lujo de las piezas de colores que utiliza para sus esculturas; pero lo primero que produjo en ese barrio de trabajadores turcos, fue su serie gráfica «Kottbusserdamm y música turca», homenaje a otros outisiders como él). A finales de febrero, la exposición retrospectiva de sus collages, ya piezas de museo, y de sus esculturas, se abrió en la Galería Nacional; la de sus grabados, en el gabinete del Museo de Dahlem.

Juguetes de chatarra pulida y decorada, ensamblada hasta conseguir esas formas de catedrales de un gótico irreal que recuerdan la megalópolis de Fritz Lang, o monumentos de ciudades de los filmes espaciales; héroes griegos como robots de hierro viejo, el desolado y pétreo proyecto para un monumento al prisionero político desconocido; y torres tiránicas, ídolos hermafroditas, obispos de un lugar ignoto llamado Kuban, un arreglo multifacético de bronces bruñidos y aluminios ensamblados que se llama «Hamlet a la manera japonesa», su museo imperial de guerra. Un despliegue imaginativo construido sobre remaches y fundiciones, parque de juegos míticos y metalización de sueños. Un artista que descubrió una sensibilidad en lo banal pero que ha sabido proyectarla y lograrla en sus mejores posibilidades. Un outsider siempre, al inventar ese mundo de interconexiones alucinantes.

Berlín, marzo de 1975.





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