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Edward Kienholz: retablos contemporáneos

Sergio Ramírez





Hemos asistido al comienzo del verano a un encuentro con Edward Kienholz (1927) en su apartamento del número 6 de la Meinekestrasse, muy cerca de la Kürfustendamm, donde los huéspedes del programa cultural berlinés del DAAD -Kienholz es también uno de ellos- hemos podido recorrer las habitaciones para ver los últimos de sus trabajos que formarán parte de su «Art Show» a presentarse más tarde de este año.

Kienholz nació en 1927 en Fairfield, estado de Washington, en una zona rural cerca de la frontera con Ohio, y las experiencias de trabajo en los primeros años de su juventud marcan visiblemente su obra futura: estuvo empleado como enfermero en un hospital de alienados, fue comerciante en autos usados, manejó un restaurante, administró una banda de música, vendió aspiradoras de puerta en puerta, oficios conectados todos con las imágenes de la sociedad norteamericana -el american way of life- que su obra diseca para reproducir.

Se inició como pintor y realizó sus primeras exposiciones en graneros y en iglesias rurales, y para el tiempo que se trasladó a vivir a California, ya sus pinturas comenzaban a transformarse a través de la adopción de relieves esculturales sobre los planos, en el tipo de composiciones tridimensionales que darían paso después a sus retablos contemporáneos: completas reproducciones de aposentos, bares, cuartos de hospital, salas caseras, burdeles amoblados y habitados, con olores y sonidos, una copia escultural, ambiental, decorada con lo que él llama «los deshechos de la experiencia humana», retablos en los que el espectador participa porque penetra dentro de la obra y puede sentirse así parte de la soledad y el abandono establecida a través del conjunto de sus valores plásticos.

Richard Hamilton, de quien he hablado en un artículo anterior, utiliza la misma visión de Kienholz para la composición de sus cuadros y por tanto, echa mano de los mismos materiales pero más que todo en un sentido fotográfico; para Kienholz la reproducción visual consiste en transportar hasta la obra misma los elementos todos: muebles, empapelados, fonógrafos, decoraciones, viste a sus maniquíes con las ropas apropiadas; como en el caso de Tàpies, sus materiales serán los que la sociedad industrial utiliza y deshecha: fibra de vidrio, madera, hierro, trapos, incluso huesos, pero no recogidos de los basureros y mostrados en su abandono final, ya inservibles, sino que rescatados de su mismo uso actual para, en tal calidad, funcionar dentro del retablo.

Allí estará por ejemplo esa obra de la cual parte Kienholz, Roxy's, un burdel de Las Vegas reproducido del año 1943: Zoe y Feli, las prostitutas que habitan sus recámaras, con fotos reales suyas en las paredes, incluso cartas de sus familiares en el fondo de las gavetas de sus tocadores; o El monumento de guerra portátil, los marinos clavando la bandera en el monte Suribachi junto a un mostrador donde se vende Coca-Cola; La operación ilegal que no es más que una vieja silla quirúrgica con los forros raídos donde se ha practicado un aborto, el instrumental y algodones ensangrentados al pie; Las once, hora final, el aparato de televisión, concebido como una lápida de cementerio a la hora en que el locutor habla de muertes que no pueden tocar al vidente en su salita modesta; o en fin el Five Car Stud, la castración de un hombre de color por racistas blancos a la luz de los faros de los coches.

Ahora, pues, en su casa, he podido confrontar al Kienholz clásico, con el nuevo de sus futuras exposiciones; aquí están sus planos escenográficos proyectados en sus propios aposentos: lechos, figuras vaciadas en yeso a partir de modelos grotescos; el cadáver de un soldado de la segunda guerra, sus despojos en el viejo uniforme, preside la sala mientras brota del ataúd una música, tal vez una balada, una pieza de jazz que el soldado habrá escuchado cuando vivo; maniquíes cuyas cabezas son aparatos electrónicos, transistores, alambres. Todo, encarnación de fantasmas contemporáneos.

Berlín, 1974.





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