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ArribaAbajoJuventud de Agustín. Don Lorenzo


ArribaAbajo- I -

Graduose Agustín de bachiller en el Instituto antiguo de Alicante una mañana de septiembre, tan clara, que se transparentaba todo hasta muy lejos.

En seguida que tuvo el documento de su suficiencia sintió bullirle el ansia de decírselo a otro, que no fuera el profesor lugareño que vino acompañándole, el cual ya lo sabía, y como un penitenciario le brumó de máximas y avisos:

-Advierte lo que ya eres; y piensa en lo que has de ser. Mira que ya se te presenta el día de mañana con todos sus peligros. Ahora empiezas a sufrir; ya se acabaron para ti los holgorios de los chicos. Como hombre has de comportarte. ¡Cuánto has de llorar después si ahora yerras el camino!...

-Pero, don Francisco, ¿yo qué he hecho?

-¡Bien puedes cavilar en tu porvenir!

¡A quién le diría que ya era bachiller!

Se lo dijo a un viejo que estaba parado delante del portal y que vendía hacecicos de regalicia, esportillas de madroños, de acerolas, de almezas con sus cañutillos para disparar los huesos como por cerbatana. Pero este buen hombre, luego de escucharle, le preguntó si le mercaba algo.

Agustín quiso ir a los muelles, para ver de cerca la anchura magnífica del Mediterráneo.

Desde el faro volvió los ojos a la tierra. Muy remotas, camino de su pueblo, subían unas sierras enlazadas y desnudas. La más excelsa se parecía al Berna, pero un Berna tiernecito y azul, hecho de un jirón del cielo.

Se lo dijo al profesor. ¡Válgame qué enojo tuvo el profesor!

-¡Ay, si te oyese don César, que tanto sabe! ¿Y tú, tú eres bachiller? Pues no recuerdas que el Berna está al sur de Serosca, y esa montaña que dices la vemos al norte, la vemos... y sí que me parece el Berna; el norte de acá es el sur allí... ¡como que es el Berna!

El mar palpitaba bajo una lluvia gloriosa de sol, de gotas anchas que deslumbraban temblando encima y dentro de los hoyuelos de la aguas. Algunas veces venían las gaviotas, y descansaban sus buches en las deliciosas centellas, meciéndose y holgándose todas juntas; se zambullían y se sacudían erizadas desgranando luz. La llama blanca y cegadora de una barca de vela, las alzaba, y las aves se cernían rodeándola hermosamente haciendo una guirnalda de vuelos y de gritos; algunas hendían toda la paz de la dársena, y se alejaban hasta perderse en una pulverización brumosa.

Allá, en la lejanía, el tesoro de lumbre estaba rasgado por la escondida hoz del viento; pero después resucitaba inmenso, derretido en una planicie, en una soledad candente.

Aquella dorada lámina debía prolongarse hacia el rumbo que llevó su padre. Mamá Rosa le dijo que si viviese semejarían hermanos; le contaba que fue muy gallardo, muy impetuoso y tan desgraciado como su madre. Él se los fingía, los veía que le miraban, pero sin hablarle, siempre tristes. ¿Cómo hablarían sus padres? ¡Qué silencio en todo su pasado! Y quería el profesor que se cuidase del día de mañana sin haber vivido infantilmente el ayer. ¡Qué solos sus pobres abuelos! Mamá Rosa parecía sola aunque la rodeasen todos, y el abuelo, siempre inquieto, un niño enfadado por cualquier antojo... «¡Si vienes bachiller -le ofreció con toda la solemnidad de su figurita antigua-, recibirás mis regalos!».

Era encantador el abuelo. Llamaba tobinas a las americanas; se asombraba aun de lo más menudo. «Eso de que los antiguos se quedarían turulatos si levantasen la cabeza y viesen el telégrafo, la locomotora, y otros inventos, y que pensarían en la intervención del Enemigo, eso todavía es poco o es mucho, porque yo, que, gracias a Dios, no necesito levantar mi cabeza, me pasmo siempre que enciendo un fósforo... ¿Han imaginado ustedes cuán grande es ese don de que acuda dócilmente el fuego a nuestro capricho?».

¡Cómo se enternecía el sencillo varón leyéndole al nieto las cartas de su padre, el primer Agustín, el bisabuelo, cartas amarillas arrugaditas por la vejez, guardadas en el cofrecito de las joyas! Eran de un estilo ingenuo, patriarcal y pomposo. Cuando nombraba a su mujer, decía: «la señora madre firmará para acreditar el firme estado de su salud». Siempre se despedía de esta guisa: «y dispón de los leales afectos de un padre que ama a su Familia.- Agustín Fernández Pons de Quereda».

Don Arcadio miraba un rato los «leales afectos». Después volvía a plegar la carta reverentemente, y aspiraba conmovido el olor de la oblea marchita.

También conservaba alguna de las suyas, de una dulce sumisión: «Queridos señores padres» -se leía después de la cruz, y acababan todas: «...quedando como siempre de ustedes afectísimo y humilde hijo.- Arcadio Fernández Pons y Gumiel».

...Y el nieto, con la mirada esparcida en el mar, sonreía, porque él tuteaba a sus abuelos, no comprendiendo que se hablase de usted más que a don César, al señor Llanos y al preceptor.




ArribaAbajo- II -

¡Hoy es en verdad un día histórico para esta familia! -repetía don César sin que nadie le hiciera caso, afanosos todos por agasajar al viajero.

-¡Si tu padre te viese! -le decía llorando la abuela.

Y don Lorenzo nombró a la madre. Las miradas buscaron las vidrieras del dormitorio solitario. Parecía surgir la pálida figura de la cubana, acostada en el enorme lecho de columnas vestido de damasco rojo, que siempre evocaba una agonía llena de sangre. Aquel recinto había perdido toda la blancura, el tibio perfume de intimidad de la muerta. Se habían renovado las ropas, los muebles. Era ya uno de esos aposentos que nadie pisa, que siempre está umbroso; algunas noches se ve pasar como una sombra muy leve, muy blanda; parece que alguien haya suspirado; y la cama roja, trágica y sagrada como una tumba, hacía volver los ojos por un brillo húmedo que sacaba de la seda una onda de luna, fría y pálida como las manos de Carlota la noche de luna de un Jueves Santo...

Agustín recibía contento y aturdido los parabienes de las criadas, las caricias de la vieja Camila, las preguntas y exhortaciones del señor Llanos, del catedrático, y miraba su casa, después de tres semanas de ausencia, y hallábala más suya, más grande y más amada...

-¡Tan poco tiempo fuera, y qué alegría da ver todo lo mío!

Otra vez le besaron sus abuelos.

Don Arcadio estaba radiante de felicidad.

-¡Esa criatura siente la raza! ¿Lo negará usted, don Lorenzo?

Don Lorenzo estuvo a punto de negarlo. El bachiller parecía más nervioso que el mismo don Arcadio, más vehemente que el padre; el bachiller era ya un acabado levantino.

Callóselo, porque precisamente entonces el abuelo entregaba al nieto los prometidos regalos: una bujeta trabajada primorosamente por los chinos, que el hijo envió desde Cebú, meses antes de morir, y dentro un relojito de plata empañada con su leontina de dados de ónix y amatistas. Mucho tiempo estuvo el bachiller mirándolo; después lo sacó del bello estuche; sus dedos oprimieron el botoncito de la cuerda y de las agujas, las cuales se movían obedeciendo la voluntad de Agustín; pero las entrañas del reloj permanecían silenciosas. De nuevo hizo crujir el resorte; zarandeó la esfera junto a su oído; y el reloj continuaba quietecito y mudo.

-¡Pero esto no anda, abuelo!

-Ni le hace falta, hijo mío. Es el más precioso de todos los relojes del mundo, el primero que llevó mi padre y el que yo usé a tu edad. Este reloj no es como los otros, sino al contrario; mira: los relojes sirven para averiguar las horas que pasan, para saber el momento del tiempo en que estamos cuando se nos ocurre mirar sus saetas; pues éste, no, señor; éste señala las horas que han pasado, y nace meditar más; es el Kempis de los relojes. Te prevengo que estoy repitiéndote las mismas palabras que le pronuncié a tu padre y que me dijo el mío; y para que me entiendas he de añadirte que este reloj no puede andar ni debe hacerlo. Cuando salgas de casa o te dispongas a cumplir o hacer algo que requiera estudio, meditación, etc., antes colocas las agujas en la hora que entonces sea; ¿ya regresas o terminas el asunto?, pues bonitamente sacas tu relojito, y sabes el tiempo que has invertido... Claro que necesitas otro reloj que ande; pero, vamos, aquí, en la sala, tienes uno de consola, y en el comedor otro de pesas, muy hermoso y seguro, que nunca necesitó que las manos de ningún mecánico lo remendasen ni nada.

Atendía el bachiller a su abuelo, pero no le miraba; miraba constantemente su reloj ladeándolo, revolviéndolo.

Y añadió don Arcadio:

-...Catorce años tenía yo cuando me lo dio mi padre... Lo traje dos más.

Y en tanto que lo decía contemplaba con avidez al nieto.

El cual, como si hablase a solas, no hacía sino repetirse:

-...Para poner la hora que sea al salir, y después mirar otro y saber el tiempo que estuve fuera... Para mirar la hora parada... Y no anda... ¿Para mirar...?

Y Agustín tornó a moverlo y escucharlo; y de súbito exclamó, entre risueño y malhumorado:

-¡Abuelo; este reloj está roto! ¿De qué sirve?

Viose que el abuelo sufría, que se le mojaban los ojos, que miraba compasivamente al bachiller, su nieto, en quien siempre se recreó su alma.

-¡Valiera más que hubieses tenido la fe que yo tuve! Sí; ¡este reloj está roto! Dos años me costó averiguarlo; dos años pasé atento a esas horas paradas que decías. ¡Y aquella simplicidad de entonces hoy me procura el tiempo pasado que tú nunca verás en el pobre reloj roto!

El señor Llanos allegose a don César, murmurando:

-Es un reloj de doscientos reales si acaso; de modo que no me explico...

...Esa noche durmiose el peregrino bachiller sin ninguna alegría de su título ni de sus recompensas... ¡Cuánto habían llorado sus abuelos! ¡Qué tristeza en la frente y en la mirada de don Lorenzo! ¿Por qué miraría tanto la cama roja?¿Cómo hablaría su madre?

Dos veces le despertó mamá Rosa para quitarle pesadillas.

-¿Qué soñabas, qué soñabas?

Y no lo dijo; pero vio una cabeza pálida y rubia como la suya reflejada en un espejo que todo lo envejeciese; y la cabeza salía del mar para contemplarle y tornaba a hundirse y aparecía más lejos, siempre mirándole desde las aguas llenas de sol...




ArribaAbajo- III -

El músico, don Arcadio y Agustín salieron por los campos que estaban vestidos de la delicada niebla de las flores de almendro.

Agustín le había cogido el bastón a su abuelo, y con el cuento rompía los cachos de las almantas, que, al quebrarse, mostraban entre su miga, húmeda y fresca, las tiernas simientes recién abiertas a la vida.

-¡Me angustio cuando veo el almendral en flor! -decía el caballero de Serosca-. Yo no sé para qué esa prisa, esa impaciencia de rebrotar, si después viene el tramontana, el gigante de los vientos de estos parajes, o una escarcha de las nuestras, y los abrasa y trae la perdición de todos. ¿A ustedes, no les da lástima?

Don Lorenzo se detuvo bajo un árbol grande, de ramaje negral y rugoso; su fortaleza y vejez recibían la gracia de las rosas menudas y leves, tan místicas y sensuales, rodeadas de abejas.

-No piense usted ahora en hielos ni quebrantos de cosechas. Mire bien este almendro; quizá tenga ochenta años...

-¡Tiene muchos más...!

-Mejor. Vea la piel de su tronco y de sus ramas que debe parecerse a la de algunos santos varones del yermo; y ha bastado que un rústico le injertara unas púas verdes, dulces y juveniles, para resucitar y engalanarse con esos primores. ¿Verdad que no se ponen en ridículo estos almendros viejos vestidos femeninamente con esos briales de Pascua, junto a los almendritos tiernos? Yo encuentro la vejez de las plantas y de algunas cosas más bellas que la de los hombres...

-¡Nunca; no diga usted filosofías!

-Se acerca la primavera; y nosotros sólo probamos un género de alegría amarga; y si a alguno de nuestra edad se le seca el meollo y quiere ataviarse más vistosamente de lo que le permiten sus años, resulta una personilla ridícula que merece el dictado de viejo verde... En cambio, mire usted estos árboles: en cada arruga se han prendido una flor...

-¿Y qué quiere usted que yo le haga, o qué pretende que deduzca?

-Al menos, que admita usted las excelencias del injerto...

-¡No seré yo quien lo niegue!

-Las excelencias del injerto en los vegetales y en todo. Un sabio cirujano, más sabio que don César, aunque usted lo dude, descubrió ya el injerto de la carne; sólo el de la sangre rejuvenece las razas, las familias... Por qué no abandonar esa malquerencia quimerista y romántica contra esos señores de la costa, que ya se han transfundido con nosotros...

-¿Con nosotros? ¡Conmigo no!

Y pasado su primer ímpetu, lamentose el hidalgo de la escasa eficacia que tuvo para el artista la reciente lectura del Compendio de las hazañas de Serosca. ¿No sentía, no anhelaba nada? ¡Qué cansancio interior rendía a don Lorenzo! Y él que era como el hervidero del hontanar, renaciéndole inagotablemente la vida de los suyos. ¡Inquieto más que un mozo, y era mayor que su padre, María Santísima! Recordaba a su padre de sesenta años, rasurado, con pantalón color barquillo y levita entallada; y le parecía tan viejo como un patriarca; y él ya le pasaba en siete años. ¡Qué enormidades sucedían! ¡Había para volverse loco cavilando, cavilando!

El nieto se había recostado en la raigambre de un almendro, colgada de un ribazo. El hondo reposo de la mañana le traía muy claras las voces de los dos caballeros; mirábales y sonreía de sus gestos recortados en el azul y tornaba al estudio de la Influencia de las resistencias pasivas de un librillo de mecánica.

El blanco rosal del árbol ponía un dosel a su figura delicada y patricia.

Llegaron el abuelo y don Lorenzo contemplándole dulcemente. Y aquél dijo:

-¡Qué solo mi tío Alejandro delante de la cortina encarnada, el del óleo!

Y don Lorenzo profirió:

-¡Tú serás músico, te dije siendo chiquito! Tú serías músico, Agustín...

Y miró al árbol, allí donde se mostraba la venturosa herida del injerto.




ArribaAbajo- IV -

Servidos los postres -los predilectos eran nueces y almendras bañadas de miel de los panales de la heredad-, ocurriósele al hidalgo de Serosca preguntar por don Lorenzo, que no acudía a las tertulias familiares. Y contó gravemente con los dedos los días que pasaran sin verse.

-¡La única ausencia en diez y ocho años lo menos!

-¡En veintidós! -enmendole suavemente la esposa.

-De seguro que a don Lorenzo le sucede algo grave...

Y ella le reconvino con dulzura.

-¡Y lo temes y no fuiste a saberlo!

-No, no; si no es sólo ahora; es siempre. Don Lorenzo apenas habla. Ya no le queda sonrisa... ¿No lo notaste? Pues Agustín sí; Agustín me lo dijo cuando vino en las pasadas vacaciones.

El distraído caballero decía verdad: llegaba el amigo; sentábase en una sillita baja de coser; cogía una prenda bordada por las manos de la señora, y quedábase contemplándola y aspirándola como una flor. Era menester instarle con ahínco para que abriese el piano; y se estaba mucho tiempo pasándose la diestra por la frente, hundiéndose los dedos en su lacia y abundosa cabellera de plata.

Había de despertarle don Arcadio de aquel embelesamiento.

-¡Qué tiene usted! Es decir: ¿qué tienen ustedes? ¡Si parecen hermanos! ¡Lo mismo, lo mismo son de mustios!

Y doña Rosa y don Lorenzo sonreían y hablaban un poquito súbitos, alocados por la sofocación...

-Y Agustín viene, y se escapará de la Raza, lo perderemos como a su padre. Más que nunca necesitamos ahora de don Lorenzo.

Y acabose la taza de tomillo y salió en su busca.

Sus pisadas menuditas resonaban limpiamente en la quietud de la siesta.

Pasó la calle de la Lonja, del Tinte, de Floridablanca, la plazuela de las Monjas... Delante, iba un mocito enjuto y ágil, con traza de amanuense humilde, que se deslizaba por las baldosas como si patinase por un lago cuajado; de trecho en trecho daba retozos. Junto al portal de una tienda se hacinaban costales de trigo, que infundían en el aire un olor de molino y de granja feraz; y aquel oficialillo puso las manos en el saco de la cumbre, y los pasó todos de un brinco descomunal; viéronse sus piernas campaneando sobre el cielo.

-¡Pero este diablo es una cabra! -se dijo admirado el buen caballero.

Y se detuvo en un cantón para buscar el nombre de otra calleja. Ésa debía de ser donde vivía don Lorenzo, llamada Costanilla de la Cochura; y halló ser la de Atalajes. Y siguió.

Costanilla de la Cochura -pensaba-; quizá fuese el lugar más antiguo y, por tanto, el más legítimo de Serosca; allí, aún no había llegado la edificación invasora con sus cancelas vanas, las fachadas rojas o verdes con adornos apelmazados de dulceros. Esas casas de crudos afeites y colores parecían las rameras de la arquitectura de Serosca. En la calle de don Lorenzo todas las casas eran de piedras desnudas, castas y morenas, con sus anchos balconajes de piso de tablas y ventanas angostas. Algunos de estos casones estaban empotrados o fundados en los históricos adarves... ¡Costanilla de la Cochura, sitio amadísimo y venerable!... ¿Calle de la Santa Faz? ¡Pero la de la Santa Faz... con dos casas modernas! ¡María Santísima! ¡Y cómo ansiaba entrarse por la noble Costanilla!... ¿Pero dónde estaba la Costanilla de la Cochura? ¡Señor, no lo sabía, no lo recordaba! ¿Estaba loco o ciego?

Apareció el joven saltarín, y como viese al caballero asomarse a las esquinas, retroceder y vacilar, ofreciósele como vecino de la calle de la Santa Faz.

-¿Es usted de Serosca o de los otros? -le dijo don Arcadio, sin reprimir el agravio que contra sí mismo sentía.

-De Serosca soy; y mis padres también; los otros, los otros no sé quién serán los otros; mi abuelo era de la mar...

-De la mar; ya me lo dijo usted; ahora lo recuerdo; ya me lo dijo usted una mañana. ¿Y usted conoce a don Lorenzo el músico?

-Claro que le conozco, que vive en la Costanilla de la Cochura... -y el descendiente de advenedizos tendía el brazo hacia el camino que dejara atrás don Arcadio.

-Ando buscándola, que Dios sabe el tiempo que no pasé por ella.

-Pues venga que se la muestre.

¡Y el caballero de Serosca tuvo que seguirle!



A punto de subir el peldaño de la casa de su amigo, se detuvo don Arcadio mirando el azulejo del número: un 27 gastado, descolorido, entre dos pomas amarillentas como de greca de manises de refectorio... 27 ¡allí era!

En la entrada había un viejo sofá y una Venus de yeso, descabezada.

Don Arcadio sonrió, diciéndose: «¡Se le ha caído verdaderamente la cara de vergüenza!». Y después, sintiendo una blanda punzada de remordimiento se añadió: «Yo nunca he venido, nunca he visitado a este hombre, y es tan bueno, que no se queja; pasa los días conmigo, y, el 10 de agosto, día de San Lorenzo, y en Navidad, come en casa; y qué tristeza tendrá cuando regrese, y se vea solo en este zaguán, con esa señora decapitada y ese estrado donde parece que haya muerto alguien, y lo tienen aquí para que se oree... ¡Nunca, nunca he venido!».

Y don Arcadio buscaba la borla de la esquilita. No había cordel en la cancela ni aldaba en el portal.

¿Este don Lorenzo sería capaz de no tener llamador? ¡María Santísima, y él que no podría vivir si en su vestíbulo no colgase el hermoso cordón de borla azul, y si en las puertas no brillasen de limpias las dos manazas de bronce con su sortija ciñendo el dedo anular y la bola de la palma hendida de los golpes! ¡Este don Lorenzo, no sabía, no sabía vivir! Y él tampoco sabía cómo llamar.

Al cabo de grandes cavilaciones, golpeó la vidriera de una reja volada y polvorienta que salía de un lado de la entrada.

Abrieron un postigo. Una mujer lisa y vieja de color de ceniza le pidió que apagase la voz, que no pisase recio.

-Pues ¿qué pasa? ¿Y don Lorenzo?

-¡Don Lorenzo se muere, se muere, madre mía!

-¿Que se muere? ¿Quién, don Lorenzo? ¿Por qué se ha de morir? ¿Se muere, y no me envía un simple recado? ¡No diga usted atrocidades!

Y miró de terrible manera a la pobre mujer.

Desde luego, no había estado nunca en aquella casa, ni supuso jamás que pudiera ser tan enteramente distinta de la suya.

Se sabe de don Arcadio que una de sus inocencias, de sus distracciones, era creer que todos viviesen como él vivía, y que todas las casas fuesen en su interior y menaje como su hogar, todas menos las de las gentes desdeñadas. De aquí que, cuando su esposa le contaba el infortunio de los que acudían a su dádiva, don Arcadio, aunque de condición liberal, quedábase muchas veces sorprendido y algo malicioso, imaginando al necesitado mullido en el sillón de grana de su escritorio. Y no comprendía esas miserias.

Los quebrantos de su misma hacienda le fueron curando de estas simplicidades.

La casa de don Lorenzo tenía un abandono irremediable. El matrimonio que le cuidaba, y la hija, una doncellita de señoril belleza, que el artista negaba por chanza que fuese hija de padres tan rudos, y decía que seguramente debieron bailarla o traérsela envuelta en ricos pañales como la «ilustre fregona»; ellos, y más que todos la gentil Loreto, no sosegaban aseando las habitaciones; pero la pereza y la indisciplina del músico, malograban la afanosa solicitud de la familia estanciera.

Los libros y las ropas se amontonaban sobre los muebles; los armarios y alacenas no podían cerrarse, henchidos de grabados, de retratos de músicos, de revistas, libros, partituras y curiosidades de sus años de nómada.

Cuadros colgaban de todas las paredes; lienzos obscuros, patinosos; y de estas tenebrosas pinturas emergía la claridad de la carne desnuda, y carne de mujer; brazos, senos, torsos y hasta muslos. ¡Muslos, muslos del todo! ¡Pero este don Lorenzo no había transparentado tan briosas y verdes aficiones!

Estaba el enfermo postrado en una vieja cama, ornamentada con un laberinto fabuloso de flora y fauna de hierro.

Le caía un torrente de luz de un ancho ventanal, por donde entraba un trozo de paisaje de sierra ya apagada; y ardían como antorchas de sol los picos de las cumbres. Eran las últimas lámparas del monte y de toda la tarde.

La cabellera y las barbas de plata crecieron invasoras, consumiendo el rostro huesudo del artista. Tenía una faz de santo, una cabeza de Cristo viejo, un Jesús desclavado, mirándose tristemente las llagas.

Don Arcadio también vio esta semejanza con el Cristo canoso y resignado. La única, la única sagrada imagen que había en el dormitorio y en toda la casa.

Y la imagen le miraba con ansiedad infinita y amarga; sus labios azules y sedientos temblaban y sonreían.

Y el amigo inclinose para mirarle, y le dijo:

-Eso que usted tiene debe de ser un catarro; ¡un catarro, sí, hombre! ¡Pero si este invierno último apenas se puso usted el abrigo!

La cabeza de Jesús se torció negando.

-Pues si no es catarro, ¿qué quiere usted que sea?

Y rodaba una rosetilla floja y gemidora del barandal de los pies.

Don Lorenzo entornó los ojos, y anhelando, balbució:

-¡Es que ya no me queda medula!

-¿Medula? ¿La medula es eso de los huesos? Entonces es una enfermedad larguísima. ¡Arriba ese ánimo! ¡Le queda mucha vida; sí, ya sé que hay que vivir sufriendo, pero eso... todos en este mundo...! ¿Que no?

-¡Mi mal está acabando! -gimió don Lorenzo.

-¿Acabando? ¿Luego usted ya estaba enfermo? ¿Y no se le ha ocurrido a usted decírmelo antes?

Y don Arcadio, enojado como una criatura, comenzó a pasear por el grande dormitorio. Desde la puertecita de un pasillo le llamaba la mano de Loreto.

-¡No le hable usted así, por Dios, que se muere! ¡Lo ha dicho el médico!

El buen hidalgo se estremeció. Había recibido entonces la emoción de la verdad oyendo entre esas palabras un aliento duro, fatigoso, de estertor.

Fue acercándose al amigo. Lo vio llorar calladamente; refulgían sus lágrimas por el lívido surco de las ojeras, y luego se escondían en las secas mejillas, bajo la blanca frondosidad de las barbas. Acongojose don Arcadio de lástima y sintió un amoroso miedo de conturbar más al postrado. Había de hablarle, de confortarle. Y le dijo, quitándose su llanto con los dedos:

-¿Usted llora, don Lorenzo, usted siempre tan frío y razonador? A mí, se lo confieso, a mí ha llegado usted a darme grima por su frialdad y sus burlas; y ahora, ahora llora usted, llora y se fatiga.

Y don Arcadio ladeó la mirada ocultando su flaqueza. ¡Lloraba él también, María Santísima!

Sobre el silencio de la alcoba, parecía deslizarse el silencio de los campos, que pasaba deshaciéndose sobre la frente de los afligidos como un humo oloroso.

Entró Loreto y acercó una copa a los labios del enfermo. Y él la rechazó; no podía tragar. Le resonaba la laringe con un ruido de vidrios rotos.

-¡Arcadio, Arcadio!

Ese nombre pronunciado solo, sin el tratamiento ceremonioso que en ellos resultaba efusivo, tenía una grandeza y una sencillez desoladoras.

Don Arcadio inclinose para mirarle y oírle.

Los ojos de don Lorenzo, velados por un telo de angustia y de misterio, le seguían con un torpe ahínco.

Y sus manos señalaron a la doncellita encomendándosela al amigo; después cayeron, crispando las ropas.

-¡Arcadio, Arcadio!... ¿No veré a Rosa?

-¿A Rosa, a Rosa?

Y don Arcadio llegó hasta sudar de pasmo, de perplejidad.

¡Qué ocurrencia! ¡A Rosa! ¡Si hubiese sido a Agustín le habría avisado para que anticipase su llegada! ¡Y todavía no le hablara nada del nieto!

-Don Lorenzo... don Lorenzo -decíale don Lorenzo como antes; lo notaba y se lo consentía a sí mismo-. Don Lorenzo, aún no lo dije, y le busqué con ese propósito. El que viene pronto es Agustín.

-¿Y Rosa? -exhalaba desde muy hondo el artista.

Oyéronse las voces del catedrático, del fabricante de sombreros, de un clérigo viejecito y travieso, que amaba la música sobre todas las cosas, y a don Lorenzo sobre todos los músicos.

Y el caballero de Serosca salió de la alcoba seguido por las pupilas veladas del moribundo.



Alzose doña Rosa cuando apareció don Arcadio en la sala y le dijo la enfermedad del amigo.

-¿Ha muerto? -y le miraba con delirante fijeza.

-No, no; ¡qué ha de morir!... Aún no ha muerto...

Se sentaron en las rancias butacas.

-¡Aún no ha muerto!... Pero morirá... Arcadio, ¿morirá?

No contestó el esposo.

Ella, muy blanca y muy tenue, le dijo:

-Debemos estar a su lado...

-¿Tú también?

-Yo puedo ser más necesaria que vosotros.

-¿Tú también lo quieres?

-¿Es que antes que yo lo quiso alguien?

-Lorenzo me ha pedido que fueras...

-¡Lo ha pedido!

Y la señora se redujo en sí misma; se le encendieron delicadamente las mejillas. Y aguardó que el esposo le hablase.

Había de decidirlo él. Don Arcadio se revolvía haciendo crujir la seda del respaldar. ¡Oh, no tener a su lado un don Lorenzo que le aconsejase! ¡Un don Lorenzo, qué atrocidad!

Permanecieron silenciosos sin mirarse, oyendo el cansado pulso de un venerable reloj de péndulo enorme como una rodela.

A las once retumbó la aldaba del portal.

Se estremecieron espantados los viejos esposos. Gritó don Arcadio para que abrieran, porque las criadas dormitaban en la cocina.

Después, una voz jadeante subió desde la fosca rinconada de la plazuela. Y oyeron:

-...Que don Lorenzo acaba de morir...






ArribaAbajoTiempos modernos. Agustín el inventor


ArribaAbajo- I -

¡Si te viera don Lorenzo! -dijo la señora contemplando, llorosa y palpitante de alegría, a su nieto, ya hombre fuerte y hermoso, con los rubios cabellos encrespados y quizá demasiado largos.

Se lo notó en seguida el abuelo.

-Te sobran de tres a cuatro dedos... Al pobre amigo le hubiese agradado esa abundancia; pero estas gentes se reirán de ti, no las nuestras, sino las otras; y las nuestras también.

Agustín les sonreía mirando el cuarto de estudio, midiendo la longura de sus paredes, la altitud del techo.

-Yo necesitaré derribar este tabique; porque todo el lienzo de muro ha de ser para carpintería y torno de los modelos; el otro de la izquierda, que os parece tan grande, no basta para mis telares de randas. Me ha ofrecido un ingeniero belga venir cuando yo le avise. ¡Ya veréis esas máquinas de encajes! Parecen personas discretas, trabajadoras, con primor y gracia de mujeres. Y eso y cuanto yo imagino no ha de producir estrépito. Las invenciones modernas han de tener la perfección del silencio. Ese alboroto y fragor de las maquinarias y de la vida de las ciudades es preciso que se suavicen. Una apariencia de reposo, de deliciosa serenidad, invita y mantiene el ahínco de la atención. Yo no puedo resistir el estruendo de los talleres, las voces de las calles.

-Hijo, con gentes como éstas de la Marina -le advirtió don Arcadio- no hay silencio ni inventos de los que piensas. Fíjate, fíjate cómo gritan para vender unos pobres altramuces, y oye el escándalo de ese hombre para decir que sabe apañar o lañar los paraguas y lebrillos. Pues pasa también un viejo escandaloso que no me explico cómo no se ha matado de tan de prisa que anda. ¡Qué impaciencia y qué voces! ¡Y no vende más que números atrasados de periódicos!... ¡Mira, déjate de máquinas!

Agustín nombró al amigo muerto.

Saliose la señora buscando el retiro de su sala.

Don Arcadio murmuró:

-Si don Lorenzo tarda en morirse de la medula se hubiera muerto de hambre. A nadie enojó, a nadie pidió ni agua. ¡Y claro, yo le creía con un pasar mediano! Y lo había agotado todo. Es que yo no suelo enterarme de nada. Lo doy todo o casi todo, pero han de pedírmelo. Ya ves; me encomendó la hija del matrimonio que le asistía, y aquí nos la trajimos.

-¿Es la que estaba cosiendo con mamá Rosa? ¿Ésa? ¡Pero si es muy gentil, muy delicada, como si fuese hija de casa principal!

-Pues todo se lo debe a don Lorenzo, que la fue puliendo. Hasta creo que toca el piano. A ganarse la vida no la enseñaría. ¡Aunque con tantos primores, algunas veces se le descubre la urdimbre de la casta, que has de saber que no pertenece a la limpia calidad de Serosca, sino a familia de la ribera que gastó sus ahorros en la holganza, y gracias a don Lorenzo comieron pan! Y ya que hablamos de esta criatura, quiero decirte algo muy grave que nos pasa. Tu abuela, tu abuela es la de siempre; tan blanda que se deshace; mira: vino Loreto a esta casa -se llama Loreto la recogida-; pues vino Loreto, y tu abuela quiso que comiera con nosotros, a nuestro lado, porque decía que había de continuar la obra comenzada por don Lorenzo. ¡Ya ves! Yo consentí. Y ahora ¿qué? Ahora tu presencia dispone otro sitio para los extraños. Es lo justo, lo decoroso, porque la familia...

-¡No, señor! -dijo Agustín riéndose-. Mi presencia no dispone nada. La justicia y el decoro y la familia y yo estamos de acuerdo con mi abuela.

-¡María Santísima! ¡Tú faltabas! Nada le he dicho a Loreto, pero ella lo adivina todo, porque discreción y buena crianza no le faltan, y ya ha pedido que no la sentemos a nuestra mesa. ¿No te parece que su boca debió ser la medida de nuestro gusto? Pues ahora mi mujer se las da de terca diciendo que no quiere que sufra Loreto viéndose quitada de la intimidad de antes; y sobre esto anda con rodeos para hablarte. A ti, hijo, te toca convencerla de su engaño, de que no tiene razón.

-¡Quien no la tiene es la pobre Loreto, y claro que usted tampoco!

Y Agustín prosiguió calculando el orden de sus talleres y de su estudio de inventor.




ArribaAbajo- II -

La Colombófila se había trocado en Casino republicano. Las paredes estaban adornadas de rozagantes lazos de los colores nacionales, entreverados con los de la bandera de la República. Entre los tulipanes del gas, aparecían los retratos de Thiers, Mac-Mahon, Ruiz Zorrilla, Figueras, y de todos los presidentes de la junta del Casino. Encima del aguamanil del billar, y guardado por un hermoso vidrio, había un cromo grande, rojo y alegórico, de la figura de la matrona o Minerva republicana con un capacete encendido en vez del casco olímpico, rodeada de una muchedumbre que trae divisas y letreros llenos de consoladoras promesas.

Nadie se acordaba ya de los gerifaltes y palomas; los designios políticos y una onda, un fervor oratorio hinchaba los corazones de los socios. Eran comunicativos, socarrones y fantásticos; murmuraban buenamente de todo. No sucedía lance ni aventura de barraganía que no se supiese y celebrase; y, en punto a fisgas y holgorios, nunca se saciaban ni bailaban círculo que pudiera imitarles. El secretario entró una noche montado en su yegua pía para leer el acta de una junta general.

Don Arcadio, el catedrático, el señor Llanos, las familias graves y recogidas de Serosca tenían siempre una frase de desprecio y condenación para esa casa de escándalo. Desde luego, el noble hidalgo ya no era socio.

En cuaresma pasaban los tres mantenedores de la raza frente a la marquesina del abominable círculo, de cuyas vidrieras pendía un nefando anuncio: «Todos los viernes, baile; y el Viernes Santo, banquete de promiscuación».

Y don Arcadio y sus amigos lo miraban a hurtadillas, poseídos de santo despecho. ¿No eran estas palabras una desgarradura horrenda en la raigambre cristiana de la amada ciudad? Ellos se sentían escarnecidos. Y todas las tardes se renovaban este vilipendio, pasando y leyendo el anuncio del pecado.

Desde las rejas de la secretaría les acechaban los pecadores.

Aquí fue donde más se habló de la llegada de Agustín, de la brava opulencia de su cabellera, del misterio de sus trabajos.

Por las noches, los últimos ociosos del círculo no se retiraban a sus hogares sin rodear las albarradas del huerto de los Fernández-Pons, para verle bajo la vieja lámpara de aceite.

Los que conocieron al padre de Agustín, y los que de antiguo sabían de esta familia, le señalaban entre todos por hombre raro, gallardo, hosco y aventurero, y añadían fábulas a la verdad de su vida, que después de hincarse y de transfundirse en la fe lugareña, volvían a los mismos fabulistas con todos los rumores del pasmo de Serosca y el encanto sabroso de lo nuevo.

Estos levantinos amaban y acataban la audacia y la leyenda de las figuras desvanecidas por la distancia, pero no podían consentir que el heroísmo, lo extraordinario residiese a su lado.

La igualdad se había hecho carne en Serosca. Aquí todos eran unos. Las invenciones geniales de Agustín fueron notadas en seguida del vicio de residencia, que se daba de mano con el de la pobreza.

Esparció las primeras noticias de las obras del ingeniero, un maestro de fundición, a quien confiara sigilosamente el modelo de un engranaje infernal.

Creyose un sueño de embaucador cuanto Agustín prometía de su máquina de puntillas y blondas; pero la venida del enviado de una casa belga hizo revibrar todo el cordaje de los nervios de Serosca.

Luego fue emblandeciéndose. Para ella, las maravillas del sabio habían de ofrecerse con firmeza y pompa; quien se alzara sobre todas las frentes había menester la pronta prueba y el crisma de esa excelsitud. Una dilación les fatigaba demasiado, y como los prodigios de Agustín permanecieron bajo el silencio, y el belga marchose sin el telar de encajes, subió el renombre del padre y menguó la fama del hijo. «Éste sería tan pobre hombre como el abuelo». Y hablose mucho de don Arcadio y recordose entonces la grande amistad de don Lorenzo. Nadie osó poner en ella un ápice de malicia ni de sospecha de desenvoltura para la noble doña Rosa, que se iba adelgazando y secando como una flor guardada entre las páginas de un libro. Pero es lo cierto que el nombre del músico muerto y el de la honestísima señora anduvieron juntos en lenguas de malsines.

Don Arcadio se asomaba al retiro del nieto.

Agustín, envuelto en una blusa azul de mecánico, limaba, taladraba, combaba un acero, leía sus gráficos, meditaba sobre su mesa de dibujo. Loreto, diligente y graciosa, le ayudaba calladamente en lo primoroso de sus obras, acabadas ya todas las haciendas de la casa.

Salía el abuelo con don César y el fabricante al otero del calvario.

El señor Llanos preguntaba al historiador por las bodas de una de sus hijas, prometida a un rico hacendado de la Marina.

Oyéndoles, tropezaba don Arcadio en todas las pedrezuelas y ramas de los setos; trenzaba sus manos a la espalda, tosía, musitaba alguna letrilla... Y una tarde no pudo domeñar su enojo y habló malhumoradamente de la apostasía del sabio.

El sabio le respondió de esta manera:

-La raza es una cosa, amigo mío, y el hogar otra; y sin éste, sin la familia, no puede producirse aquélla. ¡Ni quién soy yo para sacrificar a nadie! ¡La familia! ¡Si usted supiera cuántas dolorosas abdicaciones nos presenta la Historia! Todavía está muy apartado el ideal del individuo del ideal histórico. Entre el sacrificio de la familia y el mío, prefiero austeramente el mío; yo me entrego, me sacrifico yo, que además estoy jubilado desde el 20 de febrero. ¡Una iniquidad española! Y si no, fíjense en Ortells, el de Matemáticas, que sigue en su cátedra, y hace pocas noches lo recogieron de la calle, en calzoncillos, maquinando sobre los lados de no sé qué triángulo...




ArribaAbajo- III -

Desde Mengs escribió el ingeniero belga al de Serosca, aviniéndose a comprarle el privilegio de la «Encajera Fernández-Enríquez». Es verdad que la oferta traía toda la bellaquería y astucia del mercader ruin, pero el alborozo y la confianza que sintió el inventor viéndose solicitado de gentes extrañas, le arrebataba a la eminencia y pureza de la vida, velando los bajos caminos del logro ajeno.

En cambio, cuando don Arcadio oyó traducida la carta, no pudo contener su cólera; maldijo al extranjero, y tanto oro dijo de pedir, que toda la sala parecía resplandecer maravillosamente.

Aquietábale el nieto contando las tribulaciones y angosturas de esclarecidos mecánicos, como Arkwright, Peel, Heathcoat.

-¡Yo no los conozco! -murmuraba don Arcadio con indiferencia.

Loreto sorbía, embelesada, la cálida palabra de Agustín, que abría las alas de la gloria sobre las amadas frentes.

-¡Te falta estímulo, te falta ambición!

-¡Qué ha de faltarme, abuelo! ¡Mira!

Y descogió una cartulina. Y vieron un hermoso dibujo de verjas.

Se miraron sorprendidos, sin entender, sin adivinar nada.

-Ahí tenéis las verjas, con cierre imaginado por mí, que cercarán nuestro futuro palacio. Porque tendremos palacio cuando acabe mis máquinas de la substitución de la hélice y del movimiento continuo, esta última tan reída como la alquimia de los cocedores de oro. ¡Y yo, yo -acabó diciendo inspiradamente-, yo coceré ese oro de este invento, porque mi máquina andará siempre por la potestad que le ha sido dada al hombre!

Mamá Rosa lloraba: don Arcadio brincaba en su sillón; la doncella recogía dentro de sus ojos y de su vida la mirada de luz del ingeniero.

Pero la raza antigua, simbolizada por el señor Llanos y don César, acogió con desvío las nuevas de Mengs.

La otra, la mestiza las recibió en mangas de camisa, que era ya verano. Casi todas las noches había algún santo que agasajar; y muchos portales se enjoyaban con luminarias de aceite; sonaban guitarras y bulla de baile, y el manso viento llevaba esta alegría al reposo del valle y lo subía a los montes, donde ardían las hogueras de los apriscos.

Vendiose al belga el telar de blondas. Don Arcadio lo consintió.

Fue una mañana en que el abuelo dobló humillado su cabeza delante de un hombre recio, oriundo de la ribera, que le negó más dineros por una nueva hipoteca sobre El Almendral, la heredad prócer de los Pons. Entonces reparó el hidalgo que traía rotas las suelas de fieltro de sus bordados pantuflos y que su esposa vestía en su vida retirada las prendas de su doncellez y de recién casada, de una tristeza tan íntima y tan grande, sedas arcaicas, estrechas y mustias, de un señorío irónico vislumbrado al sol de los corrales, que allí salía la dama a mudar el agua de las gavetas y colodras del averío, porque ya no quedaba de servidumbre sino Camila, y Loreto había de trabajar largamente en el taller de Agustín, llevada de una encendida ansia y de la fuerza de ahorrar salarios.

Pulían las manos de la doncella los rayos sutiles de una rueda de acero y de madera de peral; otra, ya acabada, estaba tendida encima de un banco, y Agustín la iba enredando de lienzas muy delgadas, revestidas de un unto gelatinoso. De cuando en cuando, miraba el inventor el dibujo del artefacto, semejante a una azuda.

Por la abierta ventana llegaba el fresco ruido del caño de la balsa y un rumor gozoso de vuelo de palomos, de seis palomos viejos que aún cuidaba don Arcadio, y al pasar bajo el sol hacían sus alas tirantes una cándida resplandecencia. Entraban los densos olores de los bancales cortados por el riego, un olor húmedo de ternura de raíces calentado por el vaho de la siesta; y a veces aparecía, con un temblor sonoro, hondo, grave, la nota rubia y alada de una abeja todavía blanda y mojada de volcarse dentro de las frutas y flores; cruzaba despacio la llanura de la mesa, rasaba el yermo del encerado; se adelgazaba, se quebraba su murmuración porque había encontrado una doladura de la madera del peral, que guardaba gusto de árbol vivo; después subía vehementemente como enojada del engaño; asustaba a la doncella volando enloquecida cerca de su boca; quedábase un instante en el cuadro azul de la ventana, y, de súbito, se hundía en el dorado aire del huerto. Entonces resaltaba el silencio del estudio, y los dos obreros se oían el dulce fervor de la colmena de sus almas.

La mirada de Loreto, humedecida por la fatigosa fijeza, se tendía hasta el claro confín campesino; luego tornaba a su trabajo, doblando su cabecita de perfil sereno sobre la línea casta y gallarda de su busto.

Si se encontraban sus ojos, dábanse una mirada buena y animadora.

-¿La tendrá terminada para mañana a las doce?

Ella le sonrió diciéndole:

-¡Y ha de sobrarme tiempo! ¡Es usted, Agustín, el que se duerme tejiendo esa malla!

-Yo le digo que a mediodía, bajo el campaneo del Corpus, comenzará la prueba de nuestra máquina.

-¡Pero tanto vale que una cosa ande o se mueva seguidito, seguidito!

Levantose Agustín, y delirantemente fue nombrando y tocando serpentinas de hierro, tubos, girándulas, cilindros, cajas que tenían inocencia y gracia de juguetes infantiles; otros aparatos parecían monstruos mutilados, arañas feroces; fragmentos y miniaturas de aperos agrícolas, de acumuladores de fuerza de una dinámica estupenda. Todo aquello se transformaría en maravillas científicas cuando les dejase en sus entrañas el precioso soplo de vida. ¡Y sin embargo, todo yacía olvidado, preterido por dos ruedas que, siendo tan frágiles, habían de realizar el más alto y afanoso pensamiento!

-¡Amiga mía, pronto han de acabarse nuestros agobios!

Al otro día, en la grande quietud de la mañana, oyose la voz de Agustín, dándose aliento para el remate de la obra. Su grito resonó augusto por todas las salas, cayó en el sol de los patios; las gallinas ladearon sus cuellos, y quedáronse mirando la ventana, con las inflamadas crestas torcidas. Tenían una insolencia plebeya. Pero el ingeniero no lo advirtió. Sus manos parecían lanzaderas pasando hilos, tramándolos entre las pinas. Articuló los goznes imanados con los ejes de ponderación; lubricó y dio enlace a todo el mecanismo. Y cuando comenzaban a tocar las campanas de las parroquias, cubierto de ese manto sonoro de gloria que tendían las torres sobre la ciudad y el paisaje, avanzó el inventor por los viales del huerto llevando delicadamente en sus brazos la máquina recién creada, como un hijo chiquito.

Loreto le seguía, mirando amorosa en su regazo los trebejos con que acabar de unir el argadillo a la umbría de la balsa.

En la lisa y resplandeciente haz de las aguas, se retorcían los menudos renacuajos; patinaban los garapitos dudando siempre; los cínifes envolvían una piedra musgosa. El viejo granado, que amparó el dolor del padre de Agustín, se miraba, se espejaba entre pedazos de cielo hondo y magnífico; alguna vez se le caía una frutilla con sus almenas menudas, y de dentro desbordaba la fresca pelusa de fuego de la flor; el agua recibía la tierna corona rizándose en levísimos círculos solitarios, hasta que acudía vibrante y gentil una libélula o se asomaba socarronamente una rana gordezuela, con las ancas y las manos abiertas como un bondadoso rentista tendido en su sofá; se deslizaban llameantes los peces; y de improviso se sumergieron despavoridas hasta las más menudas sabandijas, ante la aparición de Agustín y Loreto y el monstruo de las ruedas hiladas.

-¡Hay que hundirlas hasta los cubos! Estos hilos gelatinosos, mojándose y trenzándose cuando bajen al agua, y secándose y templándose por el beneficio del aire, cuando suban, imprimen y alimentan el impulso, que lo recoge serenamente esta cámara apiñonada. Yo sé que esto es un ensayo de la futura máquina sublime... sublime... un ensayo que ha de... de la sublime...

Dentro de las viciosas ramas del árbol cantaba un pardillo gozosamente.

Alzó Loreto su cabeza para mirarlo, y en los ojos de color de miel de la doncella se copió el cielo. Tenía risueños los labios; la garganta desnuda, y por su blancura descendía el sol alumbrando los pálidos misterios del seno estremecido. ¡Oh, Señor, que Loreto no era la misma belleza resignada, grave y meditadora del estudio! A la sombra del granado, comunicada de la mañana fragante y libre, su cuerpo se transfiguraba, su hermosura era fuerte y de tentación con aromas de castidad; todos los encantos y delicias de la Naturaleza se resumían y amaban en esta mujer.

Agustín la contemplaba rendidamente. Ella dejó su mirada dentro de la suya; se sonrieron señoreados de una íntima, de una inefable complacencia, sintiéndose vestidos de luz y de gracia, sin cuidados ni memoria de nada; miraban el sueño de la alberca y sólo vieron sus cuerpos felices y juntos; miraban los árboles y una pomposa nube que viajaba en el azul del día, y ellos imaginaban que todo había sido hecho para cobijarlos en su dicha. Y, durante un momento, quedáronse bajo una obscuridad placentera; una obscuridad aterciopelada, dorada; obscuridad de ojos entornados por el beso, un beso muy lento; y al abrirlos y ver, bailaron sus figuras en la paz de las aguas, tan enlazadas como los ramos del granado. Y no vieron el abandono y naufragio de las dos ruedas de la máquina sublime, rodeadas de un mundo de pasmadas criaturas de la balsa; no lo vieron porque habían sido poseídos de la verdad y del impulso perdurables de la máquina excelsa del amor, que todo lo ata y mueve con sus cuerdas sutiles que nunca han de quebrarse...




ArribaAbajo- IV -

Se buscan los que se aman y se desean; se miran en los ojos; se contemplan todo el cuerpo y parece que le expriman la delicia con la voracísima mirada; se solicitan el tibio aire de sus bocas, como si sólo él pudiera traerles el de la vida; piensan que besándose probarán todos los sabores de amor, si por su desventura tienen vedado el poseerse; pero la llama que gustosamente les quema, salta de los labios a los brazos y a toda la carne; y ya no hay reposo en sus vidas. No lo tuvieron Loreto y Agustín después que se besaron. Ella recordaba sus imágenes, abrazadas en el espejo de la alberca, y le ardían las mejillas de rubor como si se hubiese visto desnuda.

Se afanaban hasta dolorosamente por hallarse y mirarse; y se veían, y no se curaban de la ansiedad.

Sorprendió don Arcadio la ruina del invento una tarde de riego de un tablar de panizo. Lastimado y abatido, subió al estudio para saber la razón del abandono de la máquina.

Allí no estaba la gentil protegida como antes, dejando un perfume de animación, de alegría de trabajo, sino sólo Agustín, solo, apagado y ocioso.

Quiso hablarle, y nada le preguntó, porque la actitud del nieto rechazaba todo coloquio de intimidad. Era lo mismo que su padre cuando le poseían sus delirios. ¡Oh, raza malaventurada!

Durante las comidas, y por las noches, sentados bajo el jazminero de los balcones del comedor, Agustín hincaba sus ojos en los de la amada, que siempre los traía tímidamente puestos en la tierra, temblándole los párpados.

No hablaban, y así oían claramente deshilarse el caño de la alberca, y el limpio sonecillo dejaba en el huerto la emoción de la mañana que se besaron.

Un día la vio desde su reja salir furtiva y leve. Fue siguiendo las apariciones de su blancura entre los árboles, hasta que ella se acercó al agua como una cervatilla sedienta.

Gustar Loreto de ese umbroso retiro era prenda firmísima de enamorada. Y el júbilo de las campanas de aquel Corpus de su amor resonó hasta en la más íntima bóveda de su alma.

Dejó el estudio; bajó los venerables peldaños; toda la casa retumbaba de la loca carrera. Y quebrando ramajes y hollando macizos, llegó al granado.

Pensó Loreto evitarle y huir; pero él le tomó las manos que se rebullían de dulce susto entre las suyas de ascuas deleitosas.

-¡Déjame que te ciña, amiga mía, y que de esta manera te asome al espejo de nuestra felicidad! ¡Por qué hemos de resignarnos a este sufrir, a no tener nunca expansión ni en los ojos! Vivimos acechando nuestra alma, no tolerándola un anhelo que todas han sentido y alimentan... ¡Yo, después del beso, no vivo sino para recordarlo y quererte mía, toda mía! ¿No consentirás en quererme?

Loreto elevó su frente y su mirada húmeda y dolorida con fijeza de plegaria. Confusa y encendida le pidió que la dejase. Los dedos del amado le rodeaban la blancura lechosa de sus muñecas. Y sintiéndose recostada encima de su pecho, le dijo:

-¡Si nos vieran, si lo supieran se morirían de pesar!

-Pero ¿no morirán también viendo que me apago y me consumo, sin afanarme por levantar esta casa tan caída, porque yo estoy lleno de ti, del deseo tuyo? ¡Bendita seas, y maldito mi egoísmo!



Pasaron otros coloquios semejantes entre los dos enamorados, que ya acababan besándose y ofreciéndose entrambos su sacrificio: ella el de aguardar el remedio de los nobles viejos y el triunfo de sus ideales; él, de renunciar a todas las glorias por trabajos humildes y fáciles.

De este recatado idilio sólo sospechó la triste señora.

Las miradas de adoración que se daban en las veladas familiares, que ahora se tenían rodeando la mesita de labor, fueron las primeras heridas del sosiego de la dama.

Y una tarde que entrose con su librillo de rezos bajo el verde techado de las parras, como una prelada en su claustro, no pudo terminar las oraciones, y se retiró llorando para no sorprender toda la verdad junto a la alberca.

Nada quiso decirles entonces. Confiaba que adivinarían su dolor, pero ciegos estaban los de casa; agobios y amor conturbaban todos los corazones. Y ella, tan apocada, tan indecisa, buscó al nieto, y le dijo:

-¡Ya que de mí no te dueles porque ni me miras, apiádate del pobre abuelo! ¡Yo nada necesito; es su pobreza la que me aflige, y tú sólo vives para lo que le mataría antes que la misma ruina! ¡Agustín, Agustín!

Agustín la abrazó; puso sus mejillas cerca de la marchita boca de la abuela; y ella se las besó con santo gozo. Echose, después, encima de la alfombra, descansando la cabeza en el liso regazo de la señora, que le contemplaba y acariciaba venturosamente.

-¡Antes que de nadie he de ser vuestro! ¡Yo he de libraros de todo lo malo que os aflige; lo juro!

-¿Y Loreto? -susurró apenada la vocecita de mamá Rosa.

-¡Loreto! ¡Loreto no es como las demás mujeres! Recuerda que un hombre extraordinario modeló su espíritu... Loreto fortifica y esclarece mi alma. ¡Pero si una mujer es un impulso divino para nosotros! ¿Tú no sabes cómo fue inventada la máquina de medias? No lo sabes, pobrecita. Pues por el amor; mira: Lee fue un inventor; Lee estaba enamorado de una señorita lugareña, retraída y seca, que al verle tomaba sus agujas de tejer medias para no atenderle. Lee, odió esa labor que le quitaba la mirada y la atención de la hacendosa señorita. Tenía sabiduría y una voluntad inagotable. Y decidió vencer los maldecidos moldes. Resistió un seguido esfuerzo de algunos años, y al cabo inventó la máquina urdidora de punto que hizo baldías las manos amadas. ¡Qué no lograré, mamá Rosa, no siéndome enemigas, sino ayudándome las manos de Loreto!

-¡Si te oyese don Lorenzo! -Y la señora sonrió y besó los cabellos de Agustín-. ¡Dios mío, sería pecado sentirse un instante dichosa!




ArribaAbajo- V -

Miraba el ingeniero sus olvidados trozos de máquinas, que parecían hundidos en una lejanía polvorienta. ¡Qué pesadumbre, qué rigidez de muertas cosas tenía lo que meses antes iba tomando la forma dócil, cálida y viva de su pensamiento! Todo lo tocaba con una fiebre de deseo, de las asperezas y herrumbes de los armazones y círculos dentados, inquietadores como ingenios de suplicio.

Pero cuando sus manos, sus ojos y su recuerdo llegaban a un punto que habían recibido la gracia del esfuerzo, de la colaboración de la amada, entonces tornábase la rudeza de la madera y del acero en algo leve, generoso, fácil y vestido de la luz de la idea madre.

Tanto ahínco, tanto poderío había en su mirada, que ya lo veía articularse, moverse, tronándole dentro de su vida. Sentíase poseído de un impulso de acción, de una voluntad infinita; pero al decidir aplicarla determinadamente y fijarla para cada propósito, le atormentaba el dolor de la amputación de su quimera.

Le estaba ya vedado hasta por sí mismo desfallecer y soñar.

Volviose. Don Arcadio se había asomado cauteloso y tímido. Pero don Arcadio quedó maravillado de que su nieto le acogiese tan animoso, tan decidor. ¡Qué locura meditaría Agustín!

Agustín le miraba como nunca. Su abuelo tenía setenta y cinco años; no había realizado ninguna de sus ansiedades. Perdió el hijo, empobreció; y su cuerpecito cenceño, nervioso, conservaba la presteza, el ímpetu de los tiempos de prosperidad y de ideales; pero en sus pupilas había un apagamiento de tristeza.

Agustín seguía contemplándole enternecido. ¡El pobre abuelo!

-Todo esto -le dijo guiándole por el estudio-, todo esto que parece inútil y de chanza, según dice la gente, lo has de ver muy pronto cambiado en algo provechoso, práctico, como también dice la gente.

Don Arcadio suspiró.

-¿Lo dudas; tú también dudas de mí? Aquella máquina hundida en la balsa la haré de hierro, pero de ella ha de salir, no lo que pensaba, sino un modelo de carretilla para la vendimia de los altos viñares de las sierras, una carretilla que substituya a los mulos, y que...

Don Arcadio meneaba su cráneo negando.

-¡Son mejores los mulos! Y aunque no lo fueran, nosotros preferiríamos los mulos. Perdona, pero la terquedad es lo único que nos queda de la vieja raza; y lo peor es que a la nueva tampoco le serviría tu invento. Perdóname que así te hable; paso unos días horribles. No me aventuré a decirte nada, porque siempre que me acercaba a esta puerta te sentía muy alejado de mí; y yo me preguntaba: ¡Es que cuando se tiene talento ya no se puede querer a nadie, ni siquiera al abuelo!

Riéndose se abrazaron. Y don Arcadio exclamó:

-¡Me he reído, me he reído, y me muero de angustia pensando en nuestro Almendral! ¡Los almendros de nuestro solar, Agustín! Cada uno de estos árboles es como un árbol genealógico. Ya rebrotan, y si este año se hielan, la perdición sería tan grande, que bien podría pegarme un tiro con la vieja pistola de un glorioso antepasado que cita don César en su Compendio.

En los ojos del nieto llameaba la ilusión; en sus labios pasaba el temblor de la palabra; y permanecía callado.

-¡No me atiendes, Agustín! ¿Me oyes? Estoy solo entre gentes que saben nuestra ruina y quizá se complacen en ella. Yo todas las tardes voy a la heredad; miro los almendros que se van cuajando de brotes; antes de cinco días se abrirán... ¡Y aún estamos en febrero, el febrero más helado de mi vida!

-¡Esas flores han de ser todas fruto!

-¡María Santísima, tú qué sabes!

-¡Lo sé! ¡Yo lo quiero!

-¡Nunca hizo el frío de hogaño!

-¡Qué me importan todas las heladas del mundo! ¡Esas flores serán almendras!

Don Arcadio vio a su nieto inflamado, transfigurado como un elegido en un rapto de gracia. Y le creyó.

Después, bajaron; y sentándose a la mesa, renovó Agustín la nueva jubilosa de la abundancia. Tomó el pan cocido en el horno de casa; lo fue cortando, y dijo, como si evocase el Eclesiastés:

-¡Tiempo hay para soñar, y tiempo para realizar!

Mamá Rosa y don Arcadio le escuchaban con devoción.

La amada le miró sumisa y casi sobrecogida, en tanto que recibía de su mano la orilla de la torta, un trocito de rubia corteza y de miga enjuta, que era lo que más le gustaba.

Los ojos del inventor parecían traspasar las paredes y las distancias, y posarse sobre un horizonte remoto, alumbrándolo con un haz del sol de su genio.

Los recogió, después, a la inmaculada blancura de los manteles; bajó su frente, y sirviose de una opulenta col, lardeada con tropezones de tocino rancio, que exhalaba un vaho humilde y generoso.




ArribaAbajo- VI -

Aquella misma tarde salieron el abuelo y el nieto camino de El Almendral, la postrera hacienda de su mayorazgo, y empeñada, por añadidura.

No había en toda la comarca de Serosca árboles mejor criados y que llevasen más esquilmo; árboles grandes, hermanados, nacidos en una hoya de tierra delgada y de dulce tempero; pero esos mismos favores hinchaban las gemas que se abrían tempranamente, y luego se veían desvalidas, desnudas, bajo los fríos y rosadas.

Don Arcadio y Agustín se internaron por las almantas de la hermosa arboleda.

Don Arcadio tocaba los troncos, los escuchaba, los hubiera abierto para contener con sus manos la resurrección de la savia tan mal aconsejada.

Agustín iba contando los árboles, medía los liños, el hondo de los alcorques, lo alto de la horcadura; y todo lo anotaba en su cartera.

Un viento duro, afilado, desolador, venía de los puertos y cumbres, y se tendía por el llano y traspasaba gemidoramente el almendral.

Agustín, sin cuidarse del abuelo, ya rendido, saltaba márgenes, se alejaba, volvía. Hizo que le enseñasen las mosteleras, las cargas de leña, los almiares. Estuvo mucho tiempo conversando con los labradores. Ellos acudieron al viejo señor, rezongando y quejándose de los mandados recibidos. Pero don Arcadio les repuso que había de hacerse lo que a su nieto se le antojara.

Aquella noche tornó solo el abuelo a Serosca.

Los labriegos la pasaron acarreando paja, gavillas de sarmientos, costales de encina y de enebros. Agustín corría toda la heredad con una tea ardiente, y su sombra y la de los árboles y la de los leñadores danzaban locas y diablescas sobre los sembrados y rastrojos endurecidos por la helada.

Otro día, muy temprano, vieron las gentes de los postreros arrabales de Serosca que, encima de la finca de don Arcadio, estaba parado un humo espeso de incendio que cegaba el paisaje de todo aquel término.

Salieron muchos para mirar de cerca la perdición. Y esto fue, cuando Agustín venía cabalgando en una mula de la labranza, y a todos sonrió contento y sosegado.

Acudió don Arcadio, ansioso de saber la locura del nieto. Le acompañaban el fabricante y el docto catedrático, que, aunque jubilado, iba escogiendo de los archivos de la Historia ejemplos de calamidades y cuitas que sirvieran de consuelo y enseñanza.

Pero apareció Agustín, gritándoles alborozadamente que el fuego que veían no era de ruina, sino de promesa; que se apresurasen a presenciar cómo había triunfado del peligro de los fríos, y al sabio don César enfriósele entre las manos la masa de su erudición. Todos los héroes citados por gloriosos en el paso de pesadumbres y adversidades, corridos y enojados, se le subían a las gafas, pidiéndole cuenta por haberles removido baldíamente de sus doradas tumbas. ¡Tan resignado que tenía ya a don Arcadio!

Estaba la finca poblada y ruidosa de familias de los casales campesinos. Muchachos y grandes rebullían junto a los ruedos de leña encendida que, como anillos de brasas, ceñían el pie de los troncos. Los labriegos alimentaban la lumbre, la hurgaban con almocafres y horcones, acomodándola redondamente en los hoyos. El humo subía denso y aciago; y arriba se desplegaba, tejiendo una túnica sutil y milagrosa que velaba los árboles, dejándoles el calor de la vida.

Lejos, en las hitas de la heredad, quedaron solos dos almendros sin los cuidados de la ardiente niebla; toda su desnudez se calaba en el azul de la mañana.

Arrancó Agustín algunas flores y las puso ante los ojos del abuelo.

Estaban arrugadas; y en lo íntimo del seno se había congelado, matándolas, la gotita del rocío.

Penetró después Agustín por un cerco de rescoldos; volvió con otras flores recién abiertas; olían a incendio, pero dejaban en los dedos la ternura de sus jugos.

-¡María Santísima! ¡Bendito sea ese fuego del Señor, bendita sea tu frente!

Y, transportado del regocijo de la simple maravilla, amparose don Arcadio en el pecho del nieto y lo besó llorando.




ArribaAbajo- VII -

Cuando el señor Llanos acabó de referir las amarguras de don Arcadio, y dijo cómo mediara él para consolarle, entonó la familia de don César un cántico de elogios.

La esposa y las hijas doncellonas del historiador, que estrenaban vestidos primaverales, comprados en Valencia por la hija, la casada, rodearon mimosamente a la mujer del fabricante, y le dijeron:

-¡Nada, nada; es preciso que nos lleven a la nueva heredad! Dicen que es de lo que no hay; que la casa, los graneros, el lagar, las caballerizas, todo es de finca de señores nobles. ¡Las lágrimas que habrá costado esa pérdida a la pobre de doña Rosa!

-Mucha compasión me da esa mujer -les respondió la de Llanos, que era arrugadita y dura como una nuez ferrada-, mucha compasión, pero a veces es justo que Dios humille el demasiado orgullo; porque ¡ustedes saben lo enhuecada que ha sido esa señora! ¡Siempre en su sala, como una reina!

-¡Es de veras! -confirmó la catedrática.

-Nosotros, alabada sea la hora que lo digo... -quiso proseguir la otra, pero la del sabio le interrumpió:

-Ella y don Arcadio hicieron que esta hija mía... -y mostró a la mediana, enjuta, descolorida y algo rendida de espaldas como su padre.

-Nosotros, alabada sea la...

-...Que esta hija mía penase tanto.

-Nosotros, alaba...

-¡Porque usted no puede imaginarse cómo estaba Agustín, el otro, el que se casó con aquella mallorquina, que ni tan siquiera nombre tenía! Estaba como loco por Anita antes de los estudios de ingeniero. Y aun en Madrid también; desde Madrid le enviaba qué sé yo las cosas: programas de las óperas del Real, un álbum para retratos... Y en las primeras vacaciones ya vino el estudiante encogido, que ni intentaba mirarla. ¡Todas lecciones urdidas por los padres!

-Nosotros, alabada sea la hora que lo digo -pudo ya decir la sombrerera-, nosotros jamás caímos en la tentación de las grandezas. Bien que guardemos el decoro de vivir según somos, pero dentro de la modestia ¿verdad?

La menor de las doncellas, maciza, de ardientes ojos, se pasó la lengua por los labios, que el industrial solía mirarle con indomable codicia; y, sonriendo, dijo:

-Pues este Agustinito anda mucho con nuestro cuñado, y hablan de vapores; y antes no salía a los portales de su casa.

-Ése -revolviose la madre-, ése estará ya harto de lo casero...

-¿Cree usted que la... recogida y él...? -insinuó escandalizada la de Llanos.

-¡Yo no pondría las manos en el fuego!

-¡Ése es fuego terrible, señora! -lamentose don César-; ¡fuego que malogró a esforzados varones!

Siguió una pausa. Parecía que todos meditasen en esas llamas de condenación.

Refulgieron las gafas del sabio, y añadió:

-En cuanto a los inventores, afirmo que los considero una desdicha...

-Pero si eso de rodear los almendros con lumbre viene va en libros antiguos de agricultura, y está rechazado por caro...

-¡Y a mí me lo dice, amigo mío! Podría recitarle de memoria páginas enteras de la gloriosa obra de Columela De re rustica; podría recordarle los cultivos primitivos del almendro en la Tarraconense en la Baleárica, en la Bética...

La esposa del catedrático contemplaba al matrimonio fabril desde el alto asiento de tanta sabiduría, que ella incluía entre los bienes gananciales.

-Yo, de esos puntos no sé, pero he leído que esa defensa del fuego nada más se hacía en noches muy crudas; y Agustín lo encendió a todas horas, hasta agotar los pajares y leñeras.

-¡Y como éste es simple -comentó su mujer-, allá fue con sus dineros, y tuvo que quedarse con la finca pagando la hipoteca y todo y sin leña!

-¡No se arrepienta por amor de Dios! -dijo don César-. La Humanidad persiste y persistirá en virtud de la abnegación de algunos elegidos. Podría citarle cien nombres...

Se repitieron los parabienes; pasaron otros comedimientos, y salió la visita.

-¿Qué os parecen? -murmuró Anita.

La madre dijo casi silbando de envidia:

-Que son un par de zorros.

El sabio quedose con los ojos vueltos a la Historia; la Historia podría, también, depararle cien nombres...

Cruzaron la plazuela de la iglesia Arciprestal. Por la esquina de la casona de los Fernández asomaba el carro cosario de Murta. Dentro iba Agustín.

Don César tendió su brazo, y compungido y tribunicio, profirió:

-¡Delenda est domus amici Arcadii o Arcadi!... Arcadi, con una i...




ArribaAbajo- VIII -

En la umbría del viejo granado, donde Agustín besó a Loreto, como si fuese su velada, allí también la besó con la amargura de la despedida. Allí le dijo sus ambiciones para bien de todos. Le juraba que había de volver poderoso.

Su quietud era ya ruindad. Los abuelos morirían de pena si él no les alzaba del abatimiento de su pobreza. Vendría pronto, porque el ansia de hacerla dichosa le prendía alas de águila en su vida.

Para el pueblo ya sólo era el ingeniero regalado, el inventor de burlas que precipitaba con delirios la perdición de su casa. Y él sentía dentro de su sangre una levadura de quimeras, y el reposo, la fría serenidad del calculador. Su renacimiento y su triunfo en España serían demasiado lentos. Cuanto más se alejara, más merecería, que todo trabajo y sacrificio piden, atraen la recompensa. Sabía de oídas o por lecturas, de cuyo origen no se acordaba, que Bolívar, el Liberador, dijo: «Llamemos a las gentes europeas que nos traigan sus artes, sus ciencias. Nos faltan mecánicos y agricultores». Pues él, acabó sonriéndose lo mismo que hubiera sonreído don Lorenzo, él como geórgico, como agricultor, no buscaba acogida en la apartada América, pero veía resplandecer y trepidar aquellos pueblos con la llama y el fragor de sus invenciones.

Loreto le escuchó llorando, y sólo le dijo:

-Vete si es preciso por remediar a los abuelos. No he de contenerte un instante; pero cuando tengas para ellos, no te alejes un paso más por mí. Yo puedo trabajar, velando las noches, haciendo de criada y de obrera.

Agustín le selló la boca con la suya, le secó los ojos con sus besos, y la tuvo mucho tiempo abrazada, recogiéndole todo el aliento que le subía estremecido de sollozos.

Ella le confesó su miedo de que no volviese, como contaban de su padre.

-¡Qué martirio, por las noches, pensando en tu soledad, en que puedas sufrir, en que puedas morirte tan lejos, madre de mi vida!

Nublose el alma del amante; un frío de augurio, una tristeza de predestinado abatían el llamear de su fe. Pero le sonreía, grande y magnífica la mañana de primavera. En todos los frutales, en lo más humilde y escondido del huerto, reventaban los gérmenes, retallecían jugosamente los verdores de la promesa. Se tendían graciosas encima del azul las curvas de los montes convidando a hollarlas y traspasar distancias. Todo era bueno y hermoso.

Lo mismo que con exaltación de enamorado dijera a Loreto, escribió también a los abuelos. Dejó la carta en la mesita de labor de mamá Rosa, para evitar que lágrimas y súplicas deshiciesen la entereza de sus designios de partir.

Se sabe que, fuera de Serosca, pasó el héroe del carro ordinario a la galera de un fabricante de curtidos, de los hombres de la Marina, que le alabó sus intenciones y le admiró por su viaje aún más que por todos sus inventos. Era preciso luchar, y descrismarse hasta «abrirse paso». Y el buen curtidor se frotaba las manos pensando en su casa abundante, en su regalada quietud.

Quizá cuando se hundía bajo la bóveda umbrosa del camino de Murta, hallaban los ancianos la carta del nieto.

-¡Es el padre! -gritó don Arcadio-. ¡Como su padre huye! ¡Toda mi vida pensando en la raza y los míos se me pierden!

-¡No huye, no huye! -gimió Loreto.

-¡Tú lo sabías! -le dijo llorando la abuela-. ¡Lo sabías, y no nos avisaste ni lo impediste!

-¡Es que se marchaba por ustedes!

La señora la besó maternalmente, y sus corazones se escucharon juntos, en un mismo latido de amor y congoja.

Apartose don Arcadio releyendo los párrafos del nieto.

...«Necesita aquel país que vayan gentes europeas honradas que les lleven sus ciencias y sus artes. Yo iré...».

-¡De modo -se dijo el abuelo-, que mi nieto, un Fernández-Pons, es decir, un Fernández-Enríquez, será allí como cualquiera de la Marina en Serosca! ¡Eso es terrible, María Santísima!

...«Dejo en mi arqueta los dineros que pude recoger vendiendo a mis amigos de Bruselas algunos modelillos y estudios de aplicaciones eléctricas. No os apenéis por mí, que todavía me queda para el viaje... Tengo una carta de presentación que me ha escrito el yerno de don César».

Don Arcadio subió al cuarto de estudio; miró amorosamente los libros, los planos; sentose en la butaca donde Agustín descansaba de sus vigilias; besó las huellas que dejaron sus codos en los brazos raídos del mueble; y miró el camino de Murta, fresco y arbolado como un río... Terminaba la carta, diciéndoles:

«Me llevo la vieja pistola rota y oxidada; ahora va en el fondo de mi bolso de viaje forrado de alfombra; os la traeré en mi equipaje de príncipe; me llevo el relojito que señala las horas del pasado, y el bastón del abuelo...

¡Quered mucho a Loreto, por Dios!...».

Levantose el hidalgo. Ella y la esposa le buscaban.

Don Arcadio enjugose los ojos; quiso ser fuerte; invocó los bríos y austeridad de la antigua Serosca para sellar tan hondas emociones con una frase definitiva. Tosió cuan recio pudo, y temblándole la voz, dijo:

-¡Pero esta criatura... ha debido comprarse un bastón nuevo!






ArribaAbajoEl abuelo del rey


ArribaAbajo- I -

De un señor de la Marina al yerno de don César.


2 de octubre...

«Escribí a mi sobrino de Montevideo haciendo la recomendación de ese señor Fernández, de Serosca; y puse en mi carta más interés del que vi en la tuya; es verdad que tú recomendabas tan sólo a un paisano... y para mí era un desconocido que me pareció hasta pintoresco.

Bueno; ese señor Fernández no llegó en el barco que tú me anunciabas; y dice mi sobrino que si algún día llega, aunque lo duda siendo de Serosca, y se le disipan esos humos de inventor, acaso le busque sitio acomodado en sus peleterías.

Mi sobrino se da a los diablos por tu flojedad. Me jura que no mediando yo, ni hablaría del asunto de vuestro ingeniero. Motivo le sobra para su enojo, pues el negocio o empresa que te propuso debiste siquiera agradecérselo. Dice que ahí en Serosca te pudrirás como buen español hasta que tengas que curtir tu piel y la de tus hijos, si el Señor te los concede, porque llegará día que no quede ni una cabra ni un carnero, los cuales han de preferir morirse hartos de pasturar las basuras de los muladares. Tú te ríes de estos augurios, y yo también. Aquí no habrá prados o dehesas tan ricos y grandes como en otros países, pero es donde más abunda o más fácilmente se mantiene el ganado.

Paseando por las afueras de Alicante he visto cabras que se regodeaban en unas tierras secas, polvorosas, sin una mata; no había más que piedras, papeles pringosos, desperdicios de la ciudad. ¿Qué comen estos animales? ¡Es lástima que no saquemos provecho de su sobriedad y mansedumbre! ¡La leche misma! Yo tengo mucha fe en la leche».

(Suprimimos por innecesarias las consideraciones y alabanzas que de la leche hace el señor de la Marina).




25 de noviembre...

«El muy americano de mi sobrino ha comprado no sé cuántas leguas de pradería en la Patagonia para ensanchar sus negocios, que comienzan a florecer. Me escribe que está contentísimo no sólo por su prosperidad, sino porque imagina el coraje que ha de roerte cuando tú lo sepas. Como ves, las alegrías americanas se parecen a las nuestras.

En mi próxima te contaré algunos lances curiosos del arribo de vuestro paisano a Montevideo, que al cabo llegó, y del cual asegura mi sobrino que se morirá de hambre o será un hombre extraordinario».




31 de diciembre...

«¿Ahora sale tu suegro con sus reparos históricos a que hay más ganado cabrío en España que en otros países? Yo no lo afirmé dogmáticamente; no hice estadística. Ese análisis que hace de los pastos será muy científico, pero ya te dije que nuestras cabras comen con resignación todo cuanto nuestra tierra les depara; quizá comen sólo tierra, y les parece hierba cencida.

Lo del señor Fernández resulta algo épico. ¡Ah, y antes de que se me olvide, quiero que me facilites noticias de ese hombre que todos mis amigos encuentran de una agradable rareza!

Durante el camino, cuentan que tuvo rasgos que interesaron a todo el pasaje; hasta monseñor Rojas, obispo de Tucumán, un anciano rollizo y bondadoso, que fuera de su ministerio sólo le preocupan las etimologías, abandonó su mesa privilegiada y una raíz hebrea, y asomose a la cámara de segunda por escuchar a vuestro serosquense.

Fondeó el buque ya de noche, y muy apartado del puerto. Estaba la mar hinchada; llovía recio. Y el vaporcito que acudió para el transporte de los viajeros a los muelles daba unas costaladas horribles. Bajó el señor Fernández con su maletita o bolso de alfombra; le siguieron otras gentes, todas humildes. Avisó el obispo que le aguardasen. Pasaba tiempo; y la lluvia, el viento y la corriente del Plata atemorizaron al mismo patrón del barco, un napolitano cobarde y avaro. Subió vuestro paisano en busca de monseñor. Y monseñor empezaba su cena y discutía con su familiar una licencia poética.

-¿Pero es que me esperaban?... ¡Pues, hijo, no puedo ir; no voy ahora! -le repuso sonriendo.

Cuando el patrón lo supo echaba venablos, porque perdía el único pasajero que pudiera ser dadivoso.

Ya lejos, solita la lancha vapora en medio de las aguas, pidió a cada uno dos pesos por la travesía. Los hombres murmuraron, y lloraron algunas mujeres; pero la garra del napolitano iba exigiendo el precio. Rebelose un grupo a pagar el escote. Dio un grito el patrón, y el vaporcito se detuvo. Sin gobierno y parado, quedó a merced del oleaje y del hervor del gran río. La gente, consternada, imploró a aquel hombre que siguiese; y él se reía y fumaba sentado sobre una rosca de cuerdas. ¡O los dos pesos, o toda la noche allí!

Entonces el señor Fernández, empuñando una enorme pistola, le obligó a coger la rueda del timón, y desde la escotilla se impuso bravamente al maquinista.

Y el barco avanzó.

Todos le rodeaban admirados y agradecidos de su arrojo.

Y cuando llegaron al muelle agarró al napolitano de la faja y lo puso en presencia de un policía, que, por más señas -dice mi sobrino-, era negro. El agente ató los pulgares del marino con una cadenita; y el señor Fernández alejose impasible y sencillo con su bolso, donde guardaba la heroica arma.

¿Qué os parece? ¿Y ese joven es un soñador apocado? Yo más le tengo por un aventurero impetuoso, y no me explico cómo no triunfó en España».




11 de marzo...

«...Apenas se sabe ya de él. Mi sobrino no pudo tenerlo en su casa. "Sabía tanto -dice- que perdíamos el tiempo y la plata siguiendo sus cálculos y su humor; y si le contrariábamos se ponía loco". Después pasó a la Argentina, ingresando en la poderosa granja de Vockel y Compañía, de la que saliose muy pronto. Sospechan que se ha internado en Chile, seguido de unos indios.

Ya puede citarme tu suegro toda la historia y hasta las actas del Concejo de Mesta. No sabía yo que el nombre de España significase abundancia de conejos. Y no se opone a lo que yo digo. Nada como España para la cría y granjería de los ganados. La leche es, sin duda, uno de los negocios mejores de nuestra patria; la leche de cabra, y hasta la de vaca, aunque te asombre. He decidido probar. No necesito de prados. Nutriré mis ganados con pienso; y el pienso lo compraré en la Argelia, que allí resulta más bajo de precio por la misma razón que les resulta a los ingleses más barata la almendra de nuestros campos que a nosotros. Es decir, no veo la razón. Yo creo haber acertado y reunido todos los pormenores de este asunto, que no consiste sólo en la leche, sino que principalmente depende de las lecherías. Hay que ofrecer la leche sobre un fondo de blancura que recuerde la suya, y servirla siempre embotellada

Yo he comenzado por siete vacas y diez y seis cabras...».

(Sigue hablando de la leche).




20 de junio...

(Comienza tratando de lo mismo).

Después dice de Agustín:

«He aquí lo último que he podido averiguar del señor Fernández: En la granja de Vockel y Compañía trabajaban seis onas, que un gerente de la Casa en Punta Arenas quiso traer a las excelencias de la civilización. Para estos humildes fueron las mejores palabras, la solicitud, la ternera del señor Fernández, que les desmenuzaba con paciencia de misionero las explicaciones de las cosas. Los indios, que antes se arrastraban bajo los ojos y la voz de Vockel y Compañía, empezaron a tener el sentimiento de su voluntad, de sus preferencias, porque notose que prescindían de la "razón social" y sólo buscaban el someterse al señor Fernández. Le oían como si fuese un mago, y mirándole se les mojaban los ojos, sobrecogidos de un gustoso pasmo. El señor Fernández les hablaba con dulzura que ellos nunca habían catado.

Una tarde, los onas rompieron unas magníficas cribadoras mecánicas. Temblaban los pobres indios aguardando la ferocidad de los capataces. En aquel punto pasaba vuestro serosquense, y se arrodillaron diciéndole su horror. Alzoles riéndose el señor Fernández; se culpó a sí mismo el daño, y se estuvo toda la noche trabajando en la máquina rota hasta dejarla mejorada con nuevas perfecciones de su ingenio.

Los onas le besaban las manos y los pies con gratitud de mastines.

Y no se sabe si fue por ellos o porque vuestro paisano se hartó de la obediencia a Vockel y Compañía, y de oficinas y horarios; pero lo cierto es que los indios y el señor Fernández desaparecieron de la granja.

Después se dijo que se fueron juntos a la isla de Dawson; otros creen que a una isla que me parece se llama la Georgia, y otros, que a otra.

Lo indudable para mi sobrino es que vuestro inventor está en algún punto apartado; entre salvajes, desde luego.

El capitán de un buque que llega hasta Cabo de Hornos le afirmó categóricamente, un día, en el escritorio, que hay cerca del Estrecho de Magallanes una isla muy frondosa y rica gobernada por un sabio europeo.

¿Será español? ¿Será el señor Fernández, que quiere renovar desde la misma punta de América nuestro pasado poderío?

¿Qué te parece? ¡Yo, la verdad, yo te confieso que no me asombraría que el señor Fernández fuese rey!».






ArribaAbajo- II -

Los cinco fragmentos epistolares de los que antes se da casi un puntual traslado, corresponden a otros cinco movimientos del espíritu de Serosca, y son como un vivo glosario de las cartas del levantino, y un claro espejo de los serosquenses.


2 de octubre...

Lo que en la carta de este día se refiere despierta y trae en volandas la memoria de Agustín, que ya se esfumaba en la noble ciudad. Y todos murmuran:

¿De modo que Agustín, el señor Fernández, no había llegado de América? ¡Pero si hubo tiempo hasta para haber naufragado!... ¡Ése ni se embarcó ni ya se embarca! ¡No es el padre!

La risa de la burla pasa heladamente por las calles arcaicas y modernas de Serosca.

Serosca ha sido engañada.

Mucho se habló de Agustín los primeros días de su partida, y se le elogió por ella.

Agustín era serosquense, y su viaje, su apartamiento, probaba a todos que también ellos serían capaces de salir de la «Capua de su sedentarismo y pereza», según dijo el catedrático en una de las elegantes conferencias que pronunció después de jubilado en el paraninfo del Instituto.

Pasó tiempo. El nombre de Agustín fue escondiéndose bajo un silencio melancólico. Y si alguien lo recordaba añadía: «¡Como inventor, el pobre nada!... ¡Pero lleva algo en su pecho!».

-¡Sí que lo lleva! -confirmaban todos.

Y diciéndolo, diciéndolo, durmiose la memoria del héroe. Aunque con socarronería, la carta del 2 de octubre aviva y alumbra su recuerdo.

Serosca había sido burlada; y acaso se regocijó en su engaño...




26 de noviembre...

Dos días después de esta fecha toda la ciudad prorrumpe:

-¡Sí que se fue y llegó! ¡Y ahora que manifestase su fuste y enjundia porque, para hacer lo mismo que hizo aquí, bien pudo quedarse quieto aunque le hubiesen caído encima los viejos artesones de su casa!

Algunos afirmaron que Agustín no se volvería sin tasajo.

Otros sonrieron. Pero todos decían:

-¡Por lo pronto, sí que se fue; se fue y llegó!


Nótase en Serosca el aumento del pastoreo. Muchas calles huelen a majada.




31 de diciembre...

Por la noche y todo el día siguiente de cabo de año, el Casino viejo y el Círculo, las tiendas, los portales, todo Serosca pronuncia el panegírico de las proezas de su paisano.

Principalmente en el Círculo, donde el yerno del sabio historiador ha leído, declamándola, la carta del amigo de la Marina, en el Círculo, los fervorosos comentaristas traman sin advertirlo un segundo relato del arribo de Agustín a Montevideo.

Parece que el héroe llegó a disparar la pistola; que él solo guió el barco casi hundido en las negras aguas, después de atar en la chimenea al patrón y maquinista.

Hablose con fisga y frases avanzadas de la gula y flema de monseñor Rojas, relacionando al obispo de Tucumán con los males de la patria.

El más imaginativo y leído de los socios ve en Agustín un símbolo de la España valerosa, manumitida, moderna, y en monseñor otro símbolo.

Por último, se reúne la Junta de gobierno, acordándose darle el parabién a don Arcadio por la temeraria y feliz llegada de su nieto "a una de las antiguas hijas de la madre España".

Esta cortesía fue muy bien acogida de todo Serosca.

Don Arcadio la agradeció tiernamente.




11 de marzo...

La ciudad duda. La ciudad desconfía y espera. Pasa un temblor de sonrisa y anhelo haciendo ondular las almas como el aire sobre la mies.

Agustín queda lacio, obscuro, desceñido de todos los atributos y galas del héroe. Puede abatirse al suelo ruin de una vencida criatura.

Pero pronto se oculta bajo las nieblas del misterio.

Y la mirada de Serosca se tiende insaciablemente encima de ese humo infinito y azul de la distancia y de la quimera.

¿Habrá muerto?

Serosca contempla lastimada los cerrados balcones de la casona de los Fernández-Pons.

Cuando sale don Arcadio a misa, tan encorvadito y caduco, se quedan todos mirándole.

¡Este pobre abuelo!


El señor Llanos abre una magnífica lechería, dotada de todos los progresos higiénicos.

Tiene en El Almendral cuatro vacas y veinte cabras.




20 de junio...

Apenas el yerno de don César lee la carta de este día, busca atropelladamente a su mujer. La leen juntos; entran al despacho del historiador, que les recibe con el volumen III del Viaje de Anacharsis.

-¿Qué tenéis? -les pide asustado el padre.

-¡Agustín, el nieto de don Arcadio, es rey!

-¡Rey! ¿Rey, cómo? ¿Rey?... ¿Pero rey de dónde?

-¡Rey! ¡Rey de una isla de indios!

Y le entregan la carta del señor de la Marina. Don César no la despliega. Clío sopla en los rescoldos de su erudición de catedrático.

-¿De indios? Indios hay muchos: tenemos los Pampas, los Tuelchus, los Puelches, los Aucas, que adoran a Antú y le rezan con palabras semejantes a algunas del Pater noster de nosotros, que dicen, si mal no recuerdo: Tuva che malvin bemuelo aenfil ante sloin enchinichemo: me daréis de comer hoy a mí y a mi gente... etcétera. Tenemos los Onas...

-¡Onas! Ésos: ¡los onas! -gritaron los hijos.

-Pues los onas suelen ser de natural blando, pero cuando se enfurecen son todo lo contrario. Traen vestidos de guanaco...

-¡Ésos son, papá!

Y salen a decirlo. Desde las rejas del comedor se lo gritan al señor arcipreste, que viene de celebrar en Santa María.

-¡Pero, don César, qué opina! -exclama aturdido el piadoso varón.

-Papá conoce a esos indios; sabe todas, todas sus costumbres.

La nueva se derrama por Serosca. Las gentes se juntan en corros.

Confiesa la ciudad que presentía algo estupendo de ese hombre. ¡Hijo de padre! Es decir, ¡bastante más que el padre!

Una voz exclama altivamente:

-¡Yo le llevé en mi galera hasta la estación de Murta!

Y los otros le miran con reverencia como los indios a Antú.

Entretanto don César ha leído la carta del señor de la Marina. Y cavilando se acerca a la librería de manuscritos, y alcanza de un vasar una carpeta rebultada, en cuyo tejuelo hay unas letras diminutas, seniles, que parecen hormiguitas, y dicen: Compendio de las hazañas de Serosca.

Toda la mesa de trabajo gime bajo el mazo de glorias y los codos de don César. Su diestra traza en el blancor purísimo de una cuartilla: Apéndice XV.

Durante un momento vacila aquella mano. Después escribe:

«Jamás sintió Serosca el cansancio de sus entrañas. Cuando los siglos semejaban haber secado las fuentes de su generosa maternidad, ofrece a su crónica una página espléndida. Mi trabajada pluma recibe el mandato de...».

-¡Papá, papá, que está todo ya frío! -le avisa desde el comedor su hija la mediana, la doncellona enjuta y triste, que fue enamorada del padre del héroe.

¡Ella! ¡La elegida para reina-madre! ¡Y que una de Mahón se interpusiera!

Y la docta mano crispa la comenzada página. Y la rasga.

La Historia ha callado. Perdonemos su silencio. La voz y la mano del pueblo enaltecerán el nombre de un rey y lo grabarán en el oro eterno de la leyenda...






ArribaAbajo- III -

Murió la pálida doña Rosa antes de la exaltación de su nieto. Tuvo una muerte bienaventurada, sin agonía; expiró mirando el grabado de Mozart.

Desde su viudez fue secándose la vida del hidalgo. Apenas salía de su dormitorio. Allí le servía filialmente Loreto, blanca, lisa, dolorida de pensar.

Por las tardes rodeaban a don Arcadio los amigos, amigos nuevos y amigos del pasado, que a todos acogía con la misma sonrisa paternal y triste, que parecía descender de un trono.

-¿Todo igual? -insinuaba alguien de los llegados.

-Todo -repetía el caballero.

De tiempo en tiempo, un recuerdo de intimidades, de un episodio infantil, referido menudamente por el abuelo, acercaba la figura del héroe.

Se sentía el paso de Agustín entre el grupo de levantinos, un tránsito alado, una aparición de encantamiento.

-Si queríamos verle brincar de alegría no teníamos más que darle ciruelas confitadas, pero confitadas por Camila...

-¡Ciruelas!

Y se miraban; y a poco quedaba acordado que no había dulce más delicioso y digestivo que el de ciruelas.

-¡Con esta pluma escribió su ultima carta, la de despedida!

Y la pluma recorría todas las manos del ruedo.

-Ésta es la carta...

Y leían todos la firma.

-La t de Agustín -dijo un antiguo intérprete de puerto- es exacta, exactamente igual a la de un comandante de Marina que se llamaba Cortés, y descendía del otro Cortés tan célebre: Hernán Cortés, me parece. Y el comandante la copió de un pergamino que me creo que está en Madrid en un arca.

Todos volvieron a mirar la t de la firma.

Don Arcadio sentíase mecido en el regazo de Serosca, y se dormía. Entonces salían las amistades, y entraba Loreto para desnudarlo y acostarlo.



Y sucedió que, una tarde, recibió la doncella una carta muy sellada. Traía en el sobre un letrero, un membrete azul:

«Compañía Anónima Chilena de Importación y Exportación».

Desconocía los trazos manuscritos, pero le punzaron como abejitas en el alma. ¡Era la carta para ella! Y palpitando refugiose en la solitaria sala de costura.

Allá dentro, en la tertulia, repetían:

-¡Y esa compota de ciruelas que ustedes le daban!...

Y también:

- El entrecejo, y la pronunciación, y aquel levantar la mano...

Loreto abrió el sobre y leyó:

«¡Qué pensarán mis abuelos; qué pensarás tú, Loreto mía, de mí! No quise escribiros por no mentir disfrazando mis sufrimientos.

Y esta carta, que aún puede sobresaltar a nuestros viejecitos, va para ti con letra ajena en el sobre; y te pido que no se la des a ellos si temes que la rápida confesión de mis trabajos pueda entristecerles mucho.

He estado enfermo; me sentí desamparado; y una noche de sed de fiebre me vi dentro del agua clara de la alberca, me vi lívido, ahogado...

...Ahora ya tengo pan; ya lo tenéis vosotros; me paso el día detrás de mi escritorio horrible de «jefe de envases». También recorro a caballo las estancias. ¡Soy un centauro! Tengo un criado indio que me cree un dios; lo llevaré a nuestra casa. Por las noches estudio idiomas; y descanso de mi faena con mis inventos. He inventado un precinto de cajas y un lacre de legitimidad para frascos.

Me ofrecen mil pesos. La dirección todavía no ha podido estudiarlo; me esperaré algún tiempo antes de vender el privilegio a otra gente. Las direcciones son iguales en todos los países... Estoy contento; quiero que tengáis también vosotros esta alegría de la fe. ¿Llora mucho mamá Rosa? ¿Y tú, Loreto, y tú? Iré... Todas las mañanas, al levantarme, me ciego el ojo izquierdo para mirar por los agujeritos del bastón de mi abuelo, y veo cerca el cielo de las tardes campesinas de Serosca, la torre de Santa María, nuestros árboles, todo lo que me gustaba mirar así para verlo lejano. Y por las noches abro el relojito de bachiller, que es ya de oro pálido, descolorido, y en sus horas paradas contemplo mi casa, mi infancia, toda mi vida... ¡Y decía mi abuelo que no podría verlas porque, siendo chico, averigüé que estaba roto el pobre reloj!».

...Salían los amigos de don Arcadio, y la llamaban. El enfermo apenas les atendiera aquella tarde.

Pasó Loreto llevando la carta sobre el temblor tibio y fragante de su seno.

Nunca le pareció el anciano tan postrado. Tenía la mirada caída, blanda y obscura; los brazos rígidos, sarmentosos, muy largos, muy largos, y las piernas se le retorcieron cuando quiso alzarse de la butaca y pisar.

Fue la primera noche que se notó sola para subirlo a la cama. Y tuvo miedo. Se le escapaba; la rendía. Colgaba una mano del enfermo; golpeaba su cabeza contra las columnas de los velos de la cama.

-¡Ayúdese por Dios, ayúdese, que no podré subirlo!

Don Arcadio se reía, y daba frío la mueca de su risa. Y tartamudeó:

-¡Si es que no sé subir; estoy todo enganchado; soy un alambre de una máquina del rey mi nieto!

-¡Por Dios, no hable, que aún se cansa más!

-¡Soy un esqueleto vivo, un esqueleto vivo que se ha roto! ¡Mira por dónde se me ha ido un brazo! ¡Cógeme los pies!

Sonaba su risa entre un hervor de saliva, de espuma de su boca morada. Le crujió un hueso.

Ella cegose toda de horror. Y empujaba ansiosamente aquel cuerpo derribado, duro, de garfios... Se sentía exaltada por la soledad, bajo el dominio de la muerte o de la locura.

La carta de Agustín dejó una caricia en su costado, un aleteo dichoso; y pudo seguir y tender y abrigar al pobre enfermo.

Latían sus respiraciones y su pulso tan sonoramente que parecían repercutir en todo el recinto.

Don Arcadio abrió los ojos y Loreto quiso reanimarle, y le dijo:

-¡Y si recibiésemos noticias suyas muy pronto; si nos escribiese!

-¡María, María Santísima! ¡Calla, mujer, mujer! Un rey no escribe... ¡Vendrá un enviado!

Quedose inmóvil. Y apagadamente murmuraba:

-¡Agustín III... Agustín I... Primero... ¿de dónde?

Estuvo seis días en una quietud rígida, con los ojos siempre abiertos, muy tirantes, alzados. De rato en rato se le meneaban las quijadas; parecía que mascase un pan amargo; y le salía un hilo de voz y de espuma.

Loreto le enjugaba las sienes, siempre sudadas, y los ásperos labios.

-Primero... primero... ¿de dónde?

La sexta noche sufrió convulsiones y náuseas; abrió la boca hasta torcer la mejilla izquierda; se desgarró un labio.

La enfermera gritó.

En el escritorio velaba el cazador de Calpe; y cuando pasó, recibiole la mirada blanca de dos pupilas dilatadas de cadáver.

Los labios de don Arcadio quedaron fijos en alto redondos, naciendo, dibujando una o interrogadora; tenía la lengua pegada a las encías.

Acudieron gentes viendo entornado el portal. Y preguntaron.

Asomose el hombre de Calpe y les dijo:

-El abuelo del rey ha muerto ahora mismo.

Había luna. La noche parecía de jazmines.






ArribaSerosca contemporánea

No es posible negar los progresos urbanos de Serosca.

En 1898 se derriban los trozos de murallas que aún ceñían los arrabales del Norte. Las calles de la Santa Faz, de Atalajes, del Tinte, de la Lonja y de la Costanilla de la Cochura, desbordan sus edificios recientes en el frescor de las primeras huertas expropiadas.

En 1901 queda aprobado un definitivo plan de ensanche.

El primer kilómetro de la calzada de Murta pasa a las pulidas manos del Municipio, que tala todos los árboles, olmos centenarios, de las orillas o cunetas, porque el camino mide de anchura siete metros, y la nueva calle, que seguramente ha de llamarse «Avenida de Sandalio Mora», alcaide entonces, ha de tener de ancho 7,15.

En 1904, otro corregidor culto, moderno, codicioso de la policía, de la belleza de la ciudad, publica un bando de revoque de fachadas. Y bastan cuatro meses para que Serosca se levante del apagamiento de su vetustez y surja toda clara, envesada de colores.

El yerno de don César elige para su nueva casa un enlucido verde, de un tono tierno de manzana.

Adquirió esta finca en la subasta judicial que promovieron los acreedores de don Arcadio. Es la noble casona de los Fernández-Pons.

Debajo del flamante mirador hay un rótulo, cuyas letras de un ocre intenso parecen de relieve, y no son de relieve, donde se lee:

«La Marina.- Consignaciones y Tránsitos».

Pero en los escritorios de las tenerías y de todas las fábricas de tejidos y fieltros, en las mismas oficinas municipales, todo Serosca, para indicar y referirse a «La Marina», siempre, siempre dice: la casa del abuelo del rey.

Loreto, enlutada, dulce, muy pálida, cuida de una señora devota; labra randas con mundillo, borda ajuares.

Su voz y su sonrisa parecen venir inspiradas de lo lejano.

Nada se sabe del rey.

Y esto es para Serosca la más segura prueba de la verdad de su reinado y de su gloria.

1912.