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ArribaAbajoEscena XI

 

Meseta árida, en la cual no crecen más que cardos y aliagas. A trechos, rocas de singulares formas que parecen cuerpos a medio salir del suelo arenoso. Termina la planicie por el Norte bruscamente, como si la tajaran de un golpe con arma formidable. Allí está el filo del cantil, colosal muralla que del mar se eleva, en algunos sitios con declive de peñas escalonadas, en otros con una verticalidad espantable, terrorífica. La altura varía, por la   —300→   desigualdad de la rasante en la meseta; pero en ninguna parte deja de ser tal, que difícilmente la soporta sin vértigo la mirada. Sube de lo profundo el murmullo hondo y persistente de la mar, dando testarazos en la base del cantil. Anochece. El cielo es tempestuoso.

 

EL CONDE.-    (Solo, andando lenta y descompasadamente, fatigado ya de la carrera que emprendió en su fuga de Zaratán.)  Ya me lo decía el corazón... Carmelo, el Mediquillo, y ese Alcalde que envenena a media Humanidad con sus fideos falsíficados, han vendido sus conciencias a la infame. ¡Hechuras mías habían de ser! Yo les favorecí, ellos me crucifican, me escarnecen, quieren enjaularme. ¡Dios mío, las veces que le he matado el hambre a ese Pepillo Monedero, cuando venían inviernos crudos y no podía trajinar con sus caballerías!... Con el vino que me ha robado, cuando me traía las tercerolas de Villarán, se podría emborrachar Carmelo, cuyo vientre es una bodega... Al padre de ese mediquejo le libré de presidio, cuando las talas de Laín. Era un hombre que siempre que Rafael o yo pasábamos por su lado, se ponía de rodillas, y teníamos que darle de palos para que se levantara... Y ahora ¡ay!... ¡Generación ingrata, generación descreída y que nada respetas, generación parricida, pues devoras el pasado, y menosprecias las grandezas que fueron! El honor, la pureza de los nombres, ¿qué son para estos menguados, que se pasan la vida hociqueando en el suelo, para recoger el pedazo de pan que la suerte les arroja? Son de vista baja, y no ven el cielo, ni el sol que nos alumbra... Y ahora, recobrada mi libertad, voy detrás de   —301→   mi idea, como los Reyes Magos tras de la estrella que les guió al pesebre, en que acababa de nacer la verdad.  (Detiénese, un tanto sobrecogido del espantoso estruendo de la mar en aquel sitio. Retumba el suelo. Las olas, en pleamar, penetran en tortuosas cavernas, y se revuelven con furia en las profundidades tenebrosas.)  ¡Cómo brama! Mal vino trae esta noche el agua... Y allá, el reventar de la ola suena como cañonazos... Desde este borde distingo el tremendo salivazo de espuma cuando lo escupe para arriba... ¡Hermoso, sublime!  (Continúa andando, no sin dificultad, porque va de cara al viento, que sopla del Oeste en rachas violentísimas.)  Vaya con el aire... hay que ponerle la proa sin miramientos, y cortarlo con la cabeza, después de bien asegurado el sombrero. De nada me sirve el palo... ¡Qué soledad! O yo no veo absolutamente nada, o no pasa alma viviente por estos sitios... ¿Quién demonios, quién que no sea el estrafalario Albrit, este loco enjaulable, se ha de arriesgar por el horrible páramo en noche tempestuosa?  (El viento le hace girar sobre sí mismo; tiene que acudir con ambas manos al sombrero; el palo se le cae.)  Hola, hola, ¿esas tenemos, señor vientecito? Pues ahora nos veremos las caras. Primero se cansará usted que yo. Recojo mi palo, y adelante. Potestad me llamo: no hay quien me rinda.  (Es ya noche cerrada, noche lúgubre, de cielo revuelto, invadido de negras nubes veloces, que corren hacia el Este, montando unas sobre otras, acometiéndose... Por entre sus vellones deshilachados, se deja ver, a ratos, la luna creciente, despavorida, que con su lividez ilumina el Páramo, y da siniestro relieve a los peñascos esparcidos, los cuales semejan aquí gatos en acecho, allí esfinges egipcias, más adentro esqueletos de ballenas.)  Vaya... parece que afloja la racha. No podía ser menos. ¡Vientecitos a mí...! Adelante...  (Sorprendido de oír una voz, que parece humana.)    —302→   ¿Qué voz es esa? Si no es que el viento se da a la imitación del graznido de los hombres, ha sonado una voz.  (Parándose, para oír mejor.)  Sí, hasta parece que oigo mi nombre... No, no: es el viento, que sabe pronunciar la última sílaba: brit... brit...

 

(En dirección contraria a la que lleva EL CONDE, avanza un hombre; pero como anda a favor del viento, más bien parece que vuela. Lo que en tan extraño sujeto aparenta alas son faldones de un largo abrigo. Pasa veloz junto al CONDE. Se para no sin gran esfuerzo, le llama... vuelve a llamarle.)

 


ArribaAbajoEscena XII

 

EL CONDE; D. PÍO, sin sombrero, que le ha sustraído el huracán; lleva bufanda al cuello, que se enrosca y desenrosca a cada instante; levitón largo, que se le pone por montera; los pantalones arremangados.

 

EL CONDE.-    (Con voz firme.)  ¿Quién es... quién me llama? Si es el viento... perdone, hermano, no llevo suelto.

D. PÍO.-    (Que se ve obligado a agarrarse al CONDE para no caer.)  Soy yo, señor. ¿No me ha conocido? Soy Pío, el profesor de las niñas.

EL CONDE.-   ¡Ah! Coronado... Acabáramos. ¿Y qué traes por estos sitios tan amenos, en noche tan deliciosa?

D. PÍO.-   En el momento de encontrar a usía buscaba mi sombrero, que arrebató el viento.

  —303→  

EL CONDE.-   Pues no es fácil que te lo devuelva. Si temes constiparte sin sombrero, ponte el mío. En verdad, no me sirve más que de estorbo...

D. PÍO.-   Gracias, señor Conde. Estamos en el peor sitio. Agarrémonos bien el uno al otro, y vámonos a lugar más abrigado y seguro... Por aquí, señor...  (Se agarran y se internan, alejándose del cantil.) 

EL CONDE.-   Por lo visto, las revueltas del Páramo te son familiares.

D. PÍO.-   Si es mi paseo favorito. Esta soledad, esta aridez, este ruido de la mar me enamoran. Llega para mí un momento, al terminar el día, en que me hastían de tal modo las personas, que me arrimo a los animales; pero me hastían también los domésticos, y busco la compañía de los lagartos, de los saltamontes, de los cangrejos, y de todo lo que más se diferencia de nosotros.

EL CONDE.-   Comprendo tu odio al género humano, infeliz Pío. Dícenme que eres muy desgraciado en tu casa.

D. PÍO.-    (Llevándole a un sitio resguardado del viento.)  Sí, señor. Más de una vez he venido a estos cantiles con el propósito de arrojarme por el más empinado. Pero...

  —304→  

EL CONDE.-   Te ha faltado valor.

D. PÍO.-    (Candoroso.)  Sí, señor... Me faltan ánimos. Esta noche misma llegué decidido, tan decidido, que ya me estaba viendo cenado por los peces; pero en el momento crítico...

EL CONDE.-   ¡Matarse, qué locura! Hay que luchar, luchar sin desmayo para aniquilar el mal.

D. PÍO.-    (Con tristeza.)  ¡Ah!, eso no es para mí. Luche quien pueda. Yo no sirvo; nací para dejar que todo el mundo haga de mí lo que quiera. Soy un niño, señor Conde, y no un niño de raza humana, sino de la raza ovejuna; soy un cordero, aunque me esté mal en decirlo. Nací sin carácter, y sin carácter he llegado a viejo. Permítame que me alabe. Soy el hombre más bueno del mundo; tan bueno, tan bueno, que casi he llegado a despreciarme a mí mismo, y a futrarme, con perdón, en mi propia bondad.

EL CONDE.-   Y tuya es una frase que corre como proverbial en Jerusa: «¡Qué malo es ser bueno!».

D. PÍO.-   Porque de la bondad me vienen todas mis desgracias... parece mentira. En mí no encuentro   —305→   fuerza para hacer daño a ningún ser, llámese mosquito, llámese mujer u hombre. Donde yo estoy, está el bien, la verdad, el perdón, la dulzura... y llueven sobre mí las desdichas como si mi bondad fuera un espigón de metal que atrae el rayo... Señor, he llegado a un extremo tal de sufrimiento, que ya no puedo más; quiero arrojar por ese cantil el fardo de mi bondad, que es mi vida. Mi vida, o sea mi bondad, ya me enfada, me apesta, me revuelve el estómago... ¡Váyase a los profundos abismos, bendita de Dios!

EL CONDE.-   Ten paciencia, Pío. Si eres tan bueno, Dios te dará tu merecido... Pero si hemos de charlar, desahogando en la confianza y amistad recíprocas las penas de uno y otro, no será malo, bendito Coronado, que me lleves a un sitio cómodo donde pueda sentarme. Por mi nombre te juro que estoy cansado.

D. PÍO.-    (Guiándole.)  Precisamente llegamos a un recodo donde estaremos a cubierto del vendaval. Entre estas peñas enormes, que parecen dos formidables canónigos con sus sombreros de teja, he descabezado yo mis sueñecitos algunas noches que he dormido fuera de casa. Aquí podemos sentarnos, sobre esta limpia arena llena de caracolitos, y hablar todo lo que nos dé la gana.  (Se sientan.) 

EL CONDE.-   Dime, Pío: ¿al fin se murió tu mujer?

  —306→  

D. PÍO.-    (Tocando las castañuelas.)  ¡Al fin!, sí, señor. Dos años hace ya que el infierno la quiso para sí.

EL CONDE.-   ¡Cuánto habrás padecido, pobre Coronado! De veras te digo que no hay en la sociedad vicio más desorganizador ni de peores consecuencias que la infidelidad conyugal; y cuando ese atroz delito trae el falseamiento de la ley del matrimonio y el fraude de la sucesión, no hay palabra bastante dura para anatematizarlo. Pues bien: aquí donde me ves, yo estoy en el mundo para combatir y anular las usurpaciones de estado civil, producidas por el desacuerdo entre la Ley y la Naturaleza. Nuestros legisladores no han tenido valor para abordar este problema. Yo lo tengo. He declarado la guerra a la impureza de los nombres, y a todas las ilegitimidades producidas por el infame adulterio.

D. PÍO.-    (Embobado.)  Ya... ¿Y qué hace el señor Conde para...?

EL CONDE.-   Por de pronto, descubrirla usurpación... sacarla a la vergüenza pública... ¿Te parece poco?  (D. PÍO, ensimismado, no dice nada.)  Pero no hablemos ahora de mis cuitas, sino de las tuyas. Tu mujer, según creo, te dejó un mediano surtido de hijas.

D. PÍO.-    (Secamente, mirando al suelo.)  Seis...

  —307→  

EL CONDE.-   Que son seis arpías, según se cuenta.

D. PÍO.-    (Con aflicción.)  Llámelas usía demonios o fieras infernales, pues arpías es poco. No me tienen ningún respeto, ni viven nada más que para martirizarme.

EL CONDE.-   ¡Y lo aguantas! Tu bondad, pobre Coronado, raya en lo inverosímil, porque si no miente el vulgo... permíteme que te hable con una franqueza que resulta tan extremada como tu bondad... tus hijas... no son tus hijas...

D. PÍO.-    (Después de una pausa.)  Señor, por duro que sea declararlo, yo... En efecto, tan cierto como ésta es noche, esas hijas... no me pertenecen.

EL CONDE.-   Y si de ello estás tan seguro, ¿cómo las tienes contigo?

D. PÍO.-   Por ley de la costumbre, que es la gran encubridora de las perrerías que hace la bondad. Desde que nacieron las tengo a mi lado. Me quito el pan de la boca para dárselo a ellas... Las he visto crecer, crecer... Lo peor es que de niñas me querían, y yo... ¿para qué negarlo?... las he querido, casi las quiero, no lo puedo remediar...   —308→    (ALBRIT suspira.)  No tengo vergüenza, ¿verdad, señor Conde? No soy digno de hablar con un caballero como usía.

EL CONDE.-   Eres un desgraciado, y yo quiero que seamos amigos. Dime otra cosa: esas tarascas, ¿permanecen solteras?

D. PÍO.-   Dos casaron con los primeros ladrones del pueblo. A una la abandonó el marido, y está otra vez en mi casa: empina el codo, y me dice las cosas más indecentes que se le pueden decir a un hombre. María y Rosario tienen por novios a dos perdidos: el uno barbero, el otro muy dado al matute. Esperanza es loca por los hombres, y se va tras ellos por las calles y caminos, sin reparar que sean soldados, amoladores o titiriteros, y Prudencia, la más chica, me ha salido un poquito bruja. Echa las cartas, cura por salutaciones... y roba todo lo que puede.

EL CONDE.-    (Con piadosa lástima.)  No conozco otro ser más dejado de la mano de Dios. Sobre tu bondad caen todas las maldiciones del Cielo. ¿Cómo en tantos años no has tenido un día, una hora de entereza de carácter, para echar de tu lado a esas hembras espúreas que te consumen la vida?

D. PÍO.-   No me pida el señor Conde que tenga carácter, que es como pedir a estas peñas que den   —309→   uvas y manzanas. Soy bueno; me reconozco el mejor de los hombres. En un punto está que uno sea un santo o un mandria. Mi mujer, que de Satanás goce, me dominaba; me hacía temblar con sólo mirarme. Yo hubiera tenido valor delante de una docena de tigres; delante de aquel monstruo no lo tenía. Tan grande como mi paciencia era su liviandad. Me traía los hijos; nacían en casa. Yo le decía verdades como puños; pero no me escuchaba. ¿Qué había de hacer yo con las pobres criaturas, ni qué culpa tenían ellas? ¡No las había de tirar en medio de la calle! Crecían, eran graciosas, se dejaban querer. El tiempo me alargaba la bondad, y yo era más bueno cada día... y me dejaba ir, me dejaba ir... Nunca tuve resolución... Mañana será otro día, decía yo, y, en efecto, señor, todos los días, en vez de ser otros, eran los mismos... El tiempo es muy malo, es como la bondad... Entre uno y otro hacen estas maldades que no tienen remedio.

EL CONDE.-    (Meditabundo.)  Buen Pío, tu filosofía resulta dañina; tu bondad siembra de males toda la tierra.

D. PÍO.-   Déjeme que siga contándole, para que acabe de despreciarme. Lo que sufro con esas culebronas a quienes llamo hijas no hay palabras para decirlo. Ellas me pegan, ellas me insultan, ellas me matan de hambre; ellas gozan con mis dolores, con mi vergüenza... ¡Qué malas, qué malas son! Cada una es un demonio,   —310→   y juntas el Infierno. Y que no me vale huir de mi casa y abandonarlas, porque salen desaforadas a buscarme, y me cogen, y me llevan por fuerza, y me besuquean y hacen mil carantoñas. Tengo el corazón tan blando, que cuando veo llorar a alguien soy un río de lágrimas. Pues cuando alguna se pone mala, ¡si viera usía lo inquieto y apenado que estoy! Nada, que me falta tiempo para correr a casa del médico, a la botica...

EL CONDE.-   Eres cosa perdida. Vas al abismo, buen Coronado.

D. PÍO.-    (Agitadísimo.)  Lo sé, señor Conde... Por eso pido a Dios que me lleve pronto al Cielo, porque allí, lo que es allí... supongo que podrá uno ser tierno de corazón y de voluntad sin perjudicarse... allí puede uno ser todo amor, sin que le descalabren, le pellizquen y le aporreen.

EL CONDE.-   El Cielo, sí. Para ti no hay otro sitio. Aquél es tu mundo, y no debiste, no, Coronado, no debiste venir a éste.

D. PÍO.-    (Con desesperación.)  ¿Pero acaso yo me he traído?

EL CONDE.-   Si no te has traído, puedes volverte cuando quieras. Ahora comprendo la razón y excelente lógica de tus propósitos de suicidio.

  —311→  

D. PÍO.-    (Con efusión.)  Me suicido porque soy un ángel, y nada tengo que hacer en este mundo.

EL CONDE.-    (Indicando la dirección del cantil.)  Es verdad... Vete pronto al tuyo, al Cielo. Por hacerme compañía no te entretengas.

D. PÍO.-    (Que, sintiendo frío en la cabeza, se la cubre con el pañuelo, y anuda las puntas bajo la barba.)  Si quisiera el señor Conde prestarme su pañuelo para sonarme, pues el mío me lo he puesto por la cabeza...

EL CONDE.-   Hijo, sí; tómalo y suénate todo lo que quieras... Me parece que debemos continuar andando, porque nos enfriamos. Yo estoy aterido.

D. PÍO.-   Como el señor Conde guste.  (Levántase y le da la mano.)  El viento afloja; ahora se descubre la luna.

EL CONDE.-    (Andando los dos del brazo.)  Pues en este momento, mi buen Coronado, se me ocurre una idea que puede ser tu salvación. Tú te librarás de todo mal a que tu bondad te ha traído, y yo tendré el gusto de producir en ti el único bien que has disfrutado en tu vida.

D. PÍO.-    (Algo inquieto.)  ¿Qué idea es esa, Sr. D. Rodrigo?

  —312→  

EL CONDE.-   Pues muy sencillo. Tú no tienes valor para lanzarte de este mundo al otro. El valor que a ti te falta, a mí me sobra. Te agarro, te arrojo por el cantil, y al llegar abajo ya eres cadáver y se han acabado tus sufrimientos.  (Pausa.) 

D. PÍO.-    (Que se rasca la cabeza, metiendo la mano por debajo del pañuelo.)  Es una idea excelente. Por mi parte, no me opongo... Al contrario... Lo único que temo es que la muerte no sea muy rápida...

EL CONDE.-   ¿Pero qué estás diciendo? Morirás en menos de cinco segundos. No, no encontrarás muerte mejor, ya emplees arma, veneno, o el ácido carbónico. Muerte instantánea, súbita entrada en la felicidad, en el Paraíso, de que nunca debiste salir. Si no me engaño, estamos en una parte del cantil que ni de encargo. Aquí la cortadura es vertical, la altura vertiginosa... Con que...

D. PÍO.-    (Algo alelado.)  Sí, sí... Pero ahora caigo en otro inconveniente, y éste sí que es grave, gravísimo, señor Conde. Como alguien nos habrá visto venir hacia acá, fácil es que acusen a usía de mi muerte; y le metan en la cárcel... y causa criminal al canto, por homicidio, con nocturnidad, alevosía... No, no, señor Conde. ¡Cómo había yo de consentirlo!

  —313→  

EL CONDE.-   Nadie nos ha visto, ni es lógico que sospechen de mí... Decídete: ya ves qué fácil, ahora... ¿Oyes la mar que brama, como pidiendo que le arrojen algo con que entretenerse?... Pero hay más, carísimo Pío: figúrate tú el chasco que se llevarán tus hijas cuando vean que ya no tienen a quién martirizar, que se les ha escapado la víctima... ¡ja, ja!... Se revolverán unas contra otras, y furiosas, tirándose de los pelos, se enzarzarán con uñas y dientes...

D. PÍO.-    (Riendo.)  Sí, sí... y a ver quién les mantiene el pico... ¡Y que van a rabiar poco esas bribonas cuando yo me vaya! ¡Y con qué júbilo les diré yo desde allá: «Fastidiaos ahora, grandísimas puercas...!». Por supuesto, créame el Sr. D. Rodrigo, al recibir la noticia de que me ha tragado la mar, llorarán... porque, en medio de todo, me quieren... a su modo.

EL CONDE.-   Y tú a ellas también. Remachas tu bondad con el tremendo deshonor de amarlas. Para poner fin a tanta ignominia es preciso...  (Le agarra fuertemente por la cintura.) 

D. PÍO.-    (Riendo, para disimular su temor.)  Otro día, señor Conde, otro día... Esta noche me encuentro algo destemplado.

EL CONDE.-    (Soltándole.)  Como tú quieras.

  —314→  

D. PÍO.-    (Alejándose del cantil.)  No podemos, no podemos tomar esa determinación sin que yo escriba un papel en que diga que sucumbo de motu proprio.

EL CONDE.-   Bien. No está de más hacer las cosas con la preparación y formalidad debidas.

D. PÍO.-    (Gravemente.)  Otra noche, después de disponerlo todo muy bien, nos reuniremos aquí.

EL CONDE.-   Pues mira, ahora me alegro de que se quede la función para otra noche, porque así podrás darme algunas informaciones acerca de mis nietas... Dime: ¿en dónde estamos ya?

D. PÍO.-   Cerca del Calvario, en el lindero del bosque.

EL CONDE.-   Pues al pie de la cruz echaremos otra sentada... Me harás el favor de decirme...

D. PÍO.-   Todo lo que el señor Conde quiera.  (Despéjase un poco el cielo, y a la claridad de la luna andan los dos ancianos con menos lentitud. Llegan al Calvario, y se sientan en la meseta de granito que sustenta las cruces.) 

  —315→  

EL CONDE.-   Muy bien estamos aquí... Hablemos de Nell y Dolly. Dime, ante todo: ¿tú te sientes con el saber, con la suficiencia necesaria para instruir a mis nietas? ¿Te reconoces verdadero maestro de lo que ellas ignoran?

D. PÍO.-   Señor Conde, yo...

EL CONDE.-   Nada, nada: deja a un lado el amor propio, y respóndeme. Olvídate de quién soy y de quién eres. Somos dos amigos.

D. PÍO.-    (Olvidando las categorías.)  Pues amigo Albrit, diré a usted... digo a usía que, tan cierto como ese astro es luna, yo no sé una palabra de nada. Sabía, sí, sabía mucho, aunque me esté mal el decirlo; pero las desgracias me han desconcertado horriblemente el magín. Mi memoria es un desván lleno de telarañas. Subo a él en busca de mi sabiduría, y sólo encuentro retazos deshechos, trastos inútiles... Y como soy hombre de conciencia, más de una vez le he dicho a D. Carmelo que busque otro preceptor para las niñas... Una sola ciencia, o arte más bien, conservo en mi caletre. Es lo único que me queda en esta dispersión tristísima de mis conocimientos.

EL CONDE.-   ¿Qué es?

  —316→  

D. PÍO.-   Pues la Mitología. Todo lo he olvidado, menos el admirable y poético simbolismo de los griegos... Es raro, ¿verdad? ¿Y a qué debo atribuir que se agarre a mi entendimiento la dichosa Mitología? Pues lo atribuyo a que en ella todo es falso. En conciencia, señor Conde, yo declaro que no puedo enseñar a las niñas más que dos cosas: la reforma de letra, por Torío, y la fábula mitológica.

EL CONDE.-   Ya no tendrás que enseñarles nada, bendito Coronado... Y ahora, vamos a mi asunto: tú que las has tratado íntimamente, tú que has vivido en contacto con sus inteligencias en capullo, con sus corazones virginales, dime: ¿cuál de las dos te parece más noble, más moralmente bella, más digna de ser amada?

D. PÍO.-    (Meditabundo.)  No es tan fácil determinar...

EL CONDE.-   Porque iguales no han de ser. En la Naturaleza no hay dos seres enteramente iguales.

D. PÍO.-   Igualdad, en efecto, no hay. Los caracteres son distintos. Vaya usted a saber si salen al padre, a la madre, o a los abuelos...

  —317→  

EL CONDE.-   Yo quiero que designes la mejor. Figúrate que una ley ineludible te obliga a tomar una y a sacrificar la otra.  (D. PÍO se muestra sorprendido y confuso.)  Hazte cuenta de que no hay más remedio, de que no puedes evadir el dilema terrible.

D. PÍO.-    (Rascándose la cabeza.)  ¡Vaya un compromiso! Pues si la cosa es tan por la tremenda, si no hay más solución que escoger una...  (Decidiéndose, tras larga vacilación.)  Pues... con todas sus travesurillas, con toda su inquietud diablesca, y, si se quiere, desvergonzada, la preferida es Dolly.

EL CONDE.-   ¿Y en qué te fundas para tu preferencia?

D. PÍO.-    (Lleno de confusiones.)  No sé... Hay algo en Dolly que me parece superior a cuanto vemos en el mundo. O mucho me equivoco, señor de Albrit, o la engendraron los ángeles.

EL CONDE.-    (Gozoso de encontrar una afirmación.)  Mi Rafael era un ángel. Soy de tu opinión con respecto a Dolly, agudísimo Coronado. Veo que tu inteligencia sabe penetrar en la razón y fundamento de las cosas. Y me figuro que tu juicio se funda en observaciones...

  —318→  

D. PÍO.-    (Con inocencia angelical.)  Sí, señor... también. Cuando estuvo aquí toda la familia dos años ha, observé en el señor Conde de Laín la misma preferencia.

EL CONDE.-    (Excitado.)  ¿De veras?... ¿Qué me dices?

D. PÍO.-   Cuando paseaban, que era las más de las tardes, Dolly iba colgadita del brazo de su papá.

EL CONDE.-   ¡Oh, Coronado ilustre, qué consuelo me das!

D. PÍO.-    (Apoyándose en la rodilla de ALBRIT.)  Y Nell del de su madre. D. Rafael idolatraba a Dolly.

EL CONDE.-   ¿Dices que hace dos años?

D. PÍO.-   Y antes lo mismo. Después no volvió por aquí.

EL CONDE.-    (Animadísimo.)  Pío, gran Pío, abrázame. La concordancia de tus ideas con las mías me llenan de júbilo.

D. PÍO.-    (Con desaliento.)  El señor Conde es feliz. Sus nietas le adoran y le dan mil consuelos. Yo, en cambio, tengo el Infierno en mi casa.

  —319→  

EL CONDE.-    (Gozoso.)  Respira, hijo. Tus infortunios concluirán pronto, gracias a mí, y te hartarás de bienaventuranza, y tu bondad podrá explayarse, ser eficaz, y servir de ejemplo en el Cielo mismo.

D. PÍO.-    (Sorprendido de la animación de su amigo.)  Parece que está contento el señor Conde.

EL CONDE.-   Sí... ¡Siento en mí una alegría...! Me río de pensar en la cara que pondrán Gregoria y Venancio cuando me vean entrar. Esta noche cenarás conmigo.

D. PÍO.-    (Suspirando.)  Bueno: así entraré más tarde en casa. Cuando llegue a las tantas, y cenado, será ella.

EL CONDE.-   Te acompaño, ¿quieres?, y armados los dos con buenas estacas, daremos un recorrido a las bribonas de tus hijas.

D. PÍO.-    (Contagiado del humor festivo del CONDE.)  Por Saturno, padre de los dioses, señor, que eso sería un lindo paso. Pero, ¡ay, cómo se vengarían después las muy perras!

EL CONDE.-    (En vena de hilaridad.)  ¡Y ese bon vivant de Carmelo, y el Médico, que creen haberme dejado preso en los Jerónimos, figúrate la cara que pondrán...!

  —320→  

D. PÍO.-    (Tocando las castañuelas.)  Sí, sí: estará bueno el sainete.

EL CONDE.-    (Impaciente.)  Vamos, vamos, que ya es hora de que nos riamos tú y yo, para desenmohecer nuestros espíritus, quitándonos las murrias de esta noche lúgubre... Bendito Coronado, padre general de los pelmazos, compendio de todos los males que acarrea la bondad, ya mereces la alegría... Vena a mi casa... (Se agarran del brazo, y apoyándose el uno en el otro, se dirigen con incierto paso a la Pardina.) 



ArribaAbajoEscena XIII

 

Comedor en la Pardina.

 
 

VENANCIO, GREGORIA, SENÉN, disponiéndose a cenar; después EL CONDE y D. PÍO. GREGORIA pone la mesa.

 

VENANCIO.-   Me parece mentira que estemos libres de ese estafermo insoportable.

GREGORIA.-   ¡Ay qué descanso! Ya vivimos otra vez en la gloria. Cenaremos tranquilos, y nos acostaremos dando gracias a Dios.

SENÉN.-   ¿Y estáis bien seguros de que se conformará con el encierro?

  —321→  

GREGORIA.-   Y si no se conforma, que llame a Cachán.

VENANCIO.-   Dice D. Carmelo que se quedó dormidito en el coro. Pues como se desmande y quiera escabullirse, no faltará quien le sujete; que el Prior de Zaratán no es hombre de mieles como nosotros, y las gasta pesadas.

 

(Óyese la campana de la puerta.)

 

GREGORIA.-    (Temblando.)  ¡Jesús me valga!

VENANCIO.-   Ha sonado la campana... Alguien entra...  (Se asoma a la ventana.)  Será José María...

SENÉN.-    (Que también se asoma.)  ¡Qué chasco, si fuera Albrit!...

GREGORIA.-    (Trémula.)  Si me parece que he oído su voz diciendo: «¡Ah de casa!».

VENANCIO.-   No puede ser...  (Mirando afuera.)  ¡Rayos y jinojos, él es!

GREGORIA.-   Será un alma del otro mundo...

  —322→  

SENÉN.-   Se ha escapado el león...

EL CONDE.-    (Entrando; tras él D. PÍO, que, distraído, conserva su pañuelo a la cabeza.)  Sí, aquí está la fiera... Soy yo, mis queridísimos Gregoria y Venancio; el propio Albrit, vuestro señor que fue, después vuestro huésped.  (Dirígese con calma al sillón que suele ocupar.)  Y me acompaña mi buen amigo D. Pío Coronado, a quien veis en esa extraña facha porque el aire le privó de su sombrero.

D. PÍO.-    (Con timidez, quitándose el pañuelo.)  Perdón les pido... Me retiraré si estorbo.

EL CONDE.-   Aquí no estorba nadie...  (A VENANCIO y GREGORIA.)  Ya comprenderéis que no vengo a pediros nuevamente hospitalidad. Con vuestras groserías me arrojasteis de la Pardina. No veáis en mí al pobre importuno que, despedido cien veces, cien veces vuelve. No: no entro en vuestra casa; entro en la casa de mis nietas, a quienes necesito ver esta noche.

VENANCIO.-   Señor... yo no he arrojado a usía... Es que se creyó que estaría mejor en los Jerónimos.

EL CONDE.-   ¡Al diablo tú y los Jerónimos!

  —323→  

GREGORIA.-   La santa Virgen nos ampare.

SENÉN.-    (Queriendo meter su cucharada.)  Lo que quiere decir el señor Conde es que...

EL CONDE.-    (Impaciente.)  Lo que quiero decir es que necesito ver a mis nietas pronto. ¿Dónde están? ¿Por qué no han salido a recibirme?

GREGORIA.-   Ha olvidado el señor que las convidó la señora del Alcalde.

EL CONDE.-    (Severo.)  Que vayan a buscarlas inmediatamente.  (GREGORIA y SENÉN se ofrecen a traer a las niñas.)  No, de ti no me fío... Tampoco tú eres de fiar... D. Pío, hágame el favor de traerme a Nell y Dolly.

SENÉN.-    (Lisonjero.)  Iré yo también, para que vea usía con qué solicitud ejecuto sus órdenes.  (Vanse SENÉN y D. PÍO.) 

VENANCIO.-    (Haciendo de tripas corazón.)  El señor querrá tomar algo.

GREGORIA.-   Como no contábamos con usía, nada hay preparado.

  —324→  

EL CONDE.-   Os lo agradezco. Cuando vengan mis nietas decidiré. Tú, Venancio, me harás el favor de ir a la Rectoral, y decir a Carmelo que deseo verle esta noche.

VENANCIO.-   El señor cura estará cenando...

EL CONDE.-   Eso no es cuenta tuya. Haz lo que te digo.

VENANCIO.-   Bien, señor.

GREGORIA.-   ¿Y a mí qué me manda usía?

EL CONDE.-   Que puedes irte a tus quehaceres. Deseo estar solo.  (Apoyando en la mano su cabeza, quédase meditabundo.) 

GREGORIA.-    (A su marido, que, al retirarse, amenaza con un gesto furtivamente al CONDE.)  ¡Por Dios, Venancio...!

VENANCIO.-   ¡Otra vez en mi casa...! Yo te juro que mañana no habrá en la Pardina más que un león... el de piedra, que está en el escudo.  (Se van.) 


  —325→  

ArribaAbajoEscena XIV

 

Jardín y casa del ALCALDE. Al llegar SENÉN y D. PÍO, ven y admiran el jardín, iluminado con farolitos de colores colgados de los árboles. En la sala baja, cuyas ventanas están abiertas, suena el cascabeleo del piano. Óyense desde la calle alegres risotadas, cantos juveniles y pataditas de baile.

 
 

LA ALCALDESA, SENÉN; después NELL; mucha y diversa gente, pollas y chicarrones de la localidad.

 

SENÉN.-    (Hablando con LA ALCALDESA en la puerta de la sala baja, que está de bote en bote.)  Sí, señora, que vayan al momento. Nos ha mandado a D. Pío y a mí con esta comisión. Al maestro le he dejado en el jardín como un palomino atontado. Esta y no otra es la razón de que vengamos a turbar el regocijo de su fiesta monocrástica.

LA ALCALDESA.-    (Sofocando la risa.)  Onomástica, Senén.

SENÉN.-    (Sin dar su brazo a torcer.)  En Madrid lo decimos de varios modos. Decimos también fiesta morganática.

LA ALCALDESA.-   Bien, hombre, no riñamos por una palabra... Pero no acabo de creer que el león se haya escapado de la espléndida jaula de Zaratán. Cuando lo sepa José María, ¡bueno se pondrá! ¡Y   —326→   D. Carmelo tan confiado en que el Prior se daría sus mañas para retenerle!

SENÉN.-   Me inclino a creer que no hay quien pueda con Albrit. Para su soberbia no se han inventado jaulas ni barrotes fuertes.

LA ALCALDESA.-   Te advierto que las chicas no saben nada de esta conspiración para enjaular a su abuelo.

SENÉN.-   Conviene que lo ignoren.

LA ALCALDESA.-   Es un dolor que ese viejo extravagante las llame en lo mejor de la fiesta. ¡Están tan divertidas las pobres! Lo que han gozado esta tarde no puedes figurártelo. Entra, y tomarás un dulce y una copa.  (SENÉN da las gracias, y trata de ganar terreno dentro de la sala; pero el apretado gentío se lo impide.)  Está esto imposible... Pues sí: ahora se ve que a estas infelices niñas de Albrit les gusta la sociedad, y que para la sociedad han nacido. Da pena verlas hechas unos saltamontes, del bosque a la playa y de la playa al bosque, cuando su centro, su atmósfera, como quien dice, es la buena sociedad, el dar broma con decoro, y el divertirse lícitamente. Esta tarde lo hemos visto. ¡Virgen, lo que han picoteado con Manolo y Serafín, los de la confitería! Ellos son saladísimos, llenos de picardía, eso sí; pero elegantitos. Estudian en Madrid.

  —327→  

SENÉN.-    (Introduciéndose más.)  Les conozco.

LA ALCALDESA.-   Van a los estrenos, frecuentan las reuniones, saben de memoria todas las tonadillas del género chico, montan en bicicleta...

SENÉN.-   Son chicos muy simpáticos... Allá veo a Dolly de conversación tirada con el tontaina de Tomasín, el del Registrador. Como hay Dios, que le está tomando el pelo.

LA ALCALDESA.-   ¿Esa? Es capaz de tomárselo al lucero del alba.

SENÉN.-   Procure usted, Doña Vicenta, echármelas para acá, y si no puede usted a las dos, cójame a la que pueda... que ya es tarde y el león debe de estar impaciente, sacudiendo las melenas.

 

(Intérnase VICENTA. NELL, rompiendo por entre el gentío, sofocada, fulgurantes los ojos de la batahola del baile y de la excitación de tanto charloteo, va en busca del antiguo criado de su casa.)

 

SENÉN.-   Señorita Nell, aquí estoy.

NELL.-   ¡Vaya un fastidio, Senén! ¡Qué poco nos dura el contento! ¿Por qué no nos deja el abuelito   —328→   cenar aquí? ¿Se ha puesto malo?  (SENÉN deniega.)  Pues nos iremos. Espérate un poquito... A ver dónde está Dolly.

SENÉN.-    (En tono de protección.)  ¡Es lástima que las señoritas no disfruten de la sociedad!... Pero, según mis informes autorizados, pronto se les acabará el aburrimiento y la sosería de este destierro de Jerusa.

NELL.-    (Con vivo interés.)  «Según tus noticias», has dicho... Ah, Senén, tú has estado en Verola. ¿Hablaste con mamá?

SENÉN.-    (Haciéndose el discreto.)  Vine esta mañana de Verola. Los vientos que allí corren son que la señora Condesa, cuando regrese a Madrid, no dejará a sus hijas en esta villa provinciana.

LA ALCALDESA.-    (En alta voz, en medio de la sala, dando palmadas.)  Aquí no se cabe, señoritas y caballeros. Al jardín, a mi jardín, que para eso os lo he iluminado a la veneciana.

 

(Salida impetuosa de la muchedumbre juvenil de ambos sexos, y de las personas mayores. La juventud se precipita, toma la delantera a los viejos, y se desborda fuera del recinto, ávida de mayor y más fresco espacio en que producir su actividad bulliciosa; la oleada pasa junto a SENÉN, pero no le arrastra.)

 
  —329→  

NELL.-    (Que permanece en la sala, conteniendo su afán de correr también hacia el jardín.)  Dime pronto. ¿Te habló mamá? ¿Nos llevará consigo?  (SENÉN afirma.)  ¿Pero es verdad, o suposiciones tuyas? ¿Vuelve mamá por aquí?

SENÉN.-   Seguramente. Dentro de unos días... Hay allí mucha grandeza, marqueses y duques.

NELL.-   ¿Y eso qué...?

SENÉN.-    (Como quien recela decir lo que sabe.)  La señora no podrá... En fin, no sé. Eso depende...

NELL.-    (Inquieta.)  Habla pronto; dime lo que sepas, o me voy.

SENÉN.-   No podré comunicar nada a la señorita si no tiene un poquitín de paciencia.  (NELL quiere conducirle al jardín.)  Mejor hablamos aquí. Ya ve la señorita que nos hemos quedado solos.

NELL.-    (En quien por el momento puede más la curiosidad que el anhelo de divertirse.)  Bueno: pues aquí me estoy.

SENÉN.-   Por esta noche, me limito a consignar... y esta es noticia adquirida en los centros oficiales...   —330→   que la señora Condesa ha decidido presentar a sus niñas en sociedad.

NELL.-   Tú me engañas, Senén maldito. ¡Oh! Pues si eso fuera verdad, y acertaras... vamos, te regalaría yo muy pronto un alfiler de corbata mejor que ese que llevas... ¿Hablas en broma?

SENÉN.-    (Radiante de fatuidad.)  Hablo con toda la seriedad propia de mi carácter. Y si la señorita me promete guardar secreto, le diré otra cosa. Pero ha de asegurarme que esto no saldrá de entre los dos. ¿Palabra?

NELL.-   Palabra... y el alfiler si resulta que no me engañas.  (SENÉN remusga, haciéndose de rogar.)  Maldito, habla de una vez... Vamos, no sé qué te haría.

SENÉN.-   Queda entre los dos... No fastidiar... Pues... quieren casar a la señorita...

NELL.-    (Vivamente, poniéndose muy encarnada.)  ¡A mí!

SENÉN.-   A usted... con el primogénito de los Duques de Utrech... Ya sabe: Paquito Utrech, Marqués de Breda... lleva ese título hace seis meses. ¡Vaya un partido! ¡Rico él, elegante él, guapo él!...

  —331→  

NELL.-    (Afectando incredulidad y conteniendo la risa, para que no le salga al rostro el contento, que, no obstante, sale a borbotones.)  ¡Vaya unos embustes que te traes! Quita allá... ¿tú crees que yo soy tonta?... No me digas esas cosas si no quieres que te...

LA ALCALDESA.-    (Llamando desde el jardín.)  ¡Nell, Nell!

NELL.-   Aquí estamos... Voy.  (Corre al jardín, y SENÉN tras ella.) 

LA ALCALDESA.-   Hija, no sé dónde se ha metido tu hermana. Hace un momento estaba aquí...

NELL.-    (Llamando.)  ¡Dolly!

SENÉN.-   Vámonos pronto.

 

(Preguntando en los corros, se averigua que DOLLY hablaba momentos antes con D. PÍO, y... no se sabía más.)

 

NELL.-   Se habrá ido con él.

SENÉN.-   Sin duda. En la Pardina la encontraremos.

 

(Despídese NELL y sale con SENÉN, a punto que entra el señor ALCALDE, bufando. Viene de la sesión del Ayuntamiento, que ha sido borrascosa. Sus colegas le han hecho el desaire de rechazar la moción, por él presentada, para que a la calle de Potestad se le cambie el nombre, llamándola Calle del Siglo XIX.)

 

  —332→  

ArribaAbajoEscena XV

 

Comedor en la Pardina.

 
 

EL CONDE, en la propia actitud en que quedó al final de la escena XIII. Llegan sucesivamente DOLLY, con DON PÍO, NELL, con SENÉN; VENANCIO y GREGORIA, EL CURA, EL ALCALDE.

 

EL CONDE.-    (Oyendo ruido.)  Ya vienen.

DOLLY.-    (Entrando presurosa.)  ¡Abuelito de mi alma... aquí, tan solito, y nosotras de fiesta!

EL CONDE.-    (Besándola.)  Alma mía, paréceme que hace un siglo que no te veo.

D. PÍO.-    (Sofocadísimo.)  En cuanto le dije que usía la llamaba, le faltó tiempo para echar a correr.

EL CONDE.-   ¡Hija querida!

D. PÍO.-   Ni siquiera se despidió de Doña Vicenta. Me ha traído ¡ay!, como si viniéramos a apagar un fuego.

EL CONDE.-   ¿Y Nell?

  —333→  

DOLLY.-   Por no detenerme no me cuidé de buscarla entre el tumulto.

D. PÍO.-   Ya me parece que llega.

NELL.-    (Entrando, seguida de SENÉN.)  Albrit... ¿qué ocurre? ¿Qué le pasa al primer caballero de España, mi ilustre abuelo?

 

(GREGORIA y VENANCIO aparecen por el fondo.)

 

EL CONDE.-    (Sorprendido del lenguaje ceremonioso que usa NELL.)  Chiquilla, desde que no nos vemos has estudiado más de lo que creí... has adelantado prodigiosamente en la ciencia del mundo.

NELL.-   ¿Has paseado mucho...?

DOLLY.-    (Acariciando al abuelo.)  Demasiado... ¡Pobrecito! ¡Cómo habíamos de permitir tal infamia si la hubiéramos sabido!

NELL.-    (Sorprendida.)  ¿Pues qué ocurre?

 

(Entra el CURA, un tanto cohibido. No sabe a quién dirigirse primero, si a las niñas o al CONDE.)

 

DOLLY.-   D. Carmelo te lo dirá.

  —334→  

EL CURA.-   Niñas mías, podéis creer que al llevarle a Zaratán nos guiaba el deseo de aposentarle dignamente. Creía y sigo creyendo...

EL CONDE.-    (Que sale generosamente a la defensa del CURA.)  No te apures, Carmelo, por sincerarte. Estas tontuelas no están bien enteradas. Todo se reduce a que me llevasteis a dar un paseo en coche, y yo tuve la humorada de volverme a pie en compañía del buen Coronado.

EL ALCALDE.-    (Que entra presuroso, dando resoplidos.)  Me lo temía, sí... me lo temía. El señor Conde se nos ha vuelto un chiquillo...

EL CURA.-    (Animándose con el refuerzo del ALCALDE.)  Y desconoce el grandísimo bien que hemos querido hacerle.

EL ALCALDE.-    (Con petulancia.)  ¡Vamos, que fugarse del Monasterio! No he visto otra... ¡Desmentir así su respetabilidad!

EL CONDE.-    (Con jovialidad desdeñosa.)  Amigo Monedero, no es lo mismo hacer fideos que encerrar leones.

EL ALCALDE.-    (Quemado.)  En una y otra cosa, Sr. de Albrit, me tengo por hombre que sabe su obligación.

  —335→  

EL CONDE.-   No la sabe muy bien cuando tan mal le ha salido esta tentativa.

EL CURA.-    (Interviniendo pacíficamente.)  Permítame, señor Alcalde...

EL ALCALDE.-    (Echando roncas.)  Digo y repito que sé mi obligación, y que no necesito que nadie me enseñe a sujetar a los que no deben estar sueltos.

EL CONDE.-    (Con desprecio.)  No te conozco... No puedo ver en esas arrogancias al buen Pepe Monedero, servidor que fue de mi casa, cuando aquí, siguiendo las tradiciones de mi santa madre, consagrábamos parte de nuestra hacienda al socorro de los desvalidos.

EL ALCALDE.-    (Desconcertado.)  Pues si usted me desconoce, le diré...

EL CONDE.-   No te empeñes en ello. No te conozco. Sobre que no veo bien, la ingratitud desfigura los rostros...

DOLLY.-   No sea usted ingrato, D. José María.

EL ALCALDE.-    (Reventando de vanidad.)  Haga usted entender a su señor abuelo que soy el Alcalde de Jerusa.

  —336→  

DOLLY.-    (Estallando en ira, con gallarda fiereza.)  Pues al Alcalde de Jerusa, y al Cura de Jerusa, y a todos los alcaldes y a todos los curas habidos y por haber en el mundo, les digo yo que es una oficiosidad inicua lo que han querido hacer con mi abuelo...

EL CURA.-   ¿Pero tú...?

EL ALCALDE.-   ¡Esta mocosa...! Usted...

DOLLY.-    (Creciéndose a cada palabra.)  Sí, señor, yo... yo misma. Han faltado al respeto que merece el noble desvalido, el anciano, el padre de Jerusa, el que no debiera entrar en estos valles y en este pueblo sin que antes las piedras se levantaran para bendecirle, y hasta los árboles se arrodillaran para adorarle... ¿Por qué queréis privarle de libertad? No padece más locura que el cariño que nos tiene; y si los que se han criado a su sombra le menosprecian o le ultrajan, aquí estamos nosotras, sus nietas, para enseñar a todo el mundo la veneración que se le debe.

EL CONDE.-    (En pie, cruzando las manos. La emoción le ahoga.)  ¡Señor, Señor, ella es... es la mía...! Su noble fiereza lo declara...  (Vuélvese a CORONADO, que está junto a él.)  Esta, esta... la mía.

  —337→  

EL CURA.-    (Que ha permanecido junto a NELL.)  Cálmate, hija mía: tratábamos de mejorar su situación...

EL ALCALDE.-   ¡Vaya un geniecillo!

NELL.-    (Corriendo al lado del CONDE.)  Abuelito querido, sosiégate. Creyeron que en Zaratán tendrías mejor albergue que aquí... Y no me parece mala idea, francamente, porque si nosotras nos vamos con mamá...

EL CONDE.-    (Con dulzura un poco seca, sin rechazar sus caricias.)  Sí: tú, tú puedes marchar cuando quieras.

NELL.-    (Sin comprender.)  Se acabó la cuestión... Ahora descansas... Antes se te dispondrá la cena. Dolly, démosle de cenar.

EL CURA.-   Podría venir a mi casa...

DOLLY.-   ¡Pero si está en la nuestra!

EL CURA.-   Dígolo porque... Bien sabéis que las desavenencias de estos días han creado cierta incompatibilidad entre el señor Conde y Venancio...

  —338→  

NELL.-   ¡Incompatibilidad! Estamos en nuestra casa.

VENANCIO.-    (Adelantándose, seguido de GREGORIA.)  Perdone la señorita. Las señoritas, lo mismo que el señor Conde, están en mi casa.

NELL.-    (Acobardada.)  Es verdad; pero...

DOLLY.-   ¿Qué dices...?

VENANCIO.-   Digo que, a pesar de todo, por esta noche le alojaremos y le serviremos.

DOLLY.-    (Con brioso arranque.)  ¿Cómo se entiende? Por esta noche! Por esta y por todas las noches del mundo, mientras nosotras estemos aquí. La casa es tuya, es verdad; pero somos tus amas nosotras, mi hermana y yo: somos tus amas, ¿lo entiendes bien? A excepción de esta huerta, las tierras que cultivas y que tienes en arrendamiento casi de balde, o en administración, nuestras son, nuestras. Somos las herederas de la casa de Laín, y tú, Venancio, y tú, Gregoria, servís a mi abuelo, no por caridad, que caridad está visto que no tenéis, sino porque yo os lo mando, ¿lo entendéis bien?, yo os lo mando...  (Repite el concepto con firme autoridad.) 

  —339→  

VENANCIO.-   La que manda... es...

GREGORIA.-   La señora Condesa.

DOLLY.-    (Altanera.)  Silencio. A disponer la cena...  (A GREGORIA.)  Tú a la cocina... de cabeza... El Conde de Albrit vive con sus nietas. No nos tenéis de limosna... Cenará aquí, cenaremos los tres aquí,  (Da un fuerte golpe en la mesa.)  en esta mesa. Dormirá en su aposento, que para eso se lo arreglé yo misma esta tarde. Y si no queréis ir a la cocina, iré yo... Y si habéis descompuesto la alcoba, irá Nell a arreglarla... Pronto, vivo...  (A VENANCIO y GREGORIA.)  A poner la mesa... Señores, se les convida.

EL ALCALDE.-    (Con desvío.)  Gracias.

EL CURA.-   Pero, chiquilla, tú...

DOLLY.-   Yo... Me basto y me sobro. Nieta soy de mi abuelo.

EL CONDE.-    (Con inmensa ternura y entusiasmo, abrazándola.)  ¡Sí, sí!... ¡Sangre mía, corazón de Albrit!



 
 
FIN DE LA JORNADA CUARTA