Escena V |
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NELL,
DOLLY;
EL CONDE;
SENÉN, que ha presenciado de lejos, oculto tras
un árbol, el encuentro del abuelo y sus nietas.
|
SENÉN.-
¡Qué estropeado y
qué caído está el viejo león de Albrit!... Hoy por
hoy, no me conviene malquistarme
—45→
con él. Nunca se sabe de
qué cuadrante sopla la suerte.
(Viendo avanzar el grupo, se adelanta
sombrero en mano.) Señor Conde, bien venido sea, mil veces bien
venido, a la tierra de sus mayores. ¡Qué hermosa figura hace
Vuecencia en medio de estos dos ángeles!
|
EL CONDE.-
(Parándose.) ¿Quién me habla?
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NELL.-
Es Senén, papá.
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DOLLY.-
¿No te acuerdas?
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SENÉN.-
Senén Corchado, señor,
el que fue... no me avergüenzo de decirlo... criado del señor
Conde de Laín.
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EL CONDE.-
¡Ah, lacayo!
(Con súbita cólera,
requiriendo el garrote.) ¿Vienes a que te dé dos
palos?
|
SENÉN.-
(Retirándose.) ¡Señor...!
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NELL.-
Abuelito, ¿qué
haces?
|
DOLLY.-
¡Si es de casa, si es nuestro
amigo!
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—46→
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EL CONDE.-
(Reportándose.) Perdonadme, niñas
queridas... he confundido sin duda... Y tú, Séneca, Cenón,
o como quiera que te llames, perdóname también... te he tomado
por otro. Pensé que eras tú el infame que se permitió
decirme... Ven acá, dame la mano. Tengo el genio poco sufrido...
|
SENÉN.-
(Dándole la mano.) Siempre fue lo mismo
Vuecencia.
|
EL CONDE.-
Luego, esta continua
disminución de mi vista no me permite distinguir a los bribones de las
personas honradas. La ceguera me hace irascible... ¿Y qué tal? Ya
recuerdo que me hablaron de ti: sé que estás hecho un hombre.
|
SENÉN.-
(Con falsa
humildad.) Aunque me iba muy bien en casa del señor Conde de
Laín, me dio por abandonar la servidumbre y trabajar en cualquiera
industria o negocio...
|
EL CONDE.-
Muy bien pensado. Así se hacen
los hombres. ¿Y qué eres ahora? ¿Zapatero?
|
SENÉN.-
Señor, no.
|
NELL.-
Papá, si es empleado.
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—47→
|
DOLLY.-
Empleado de Hacienda con tantos miles
de sueldo.
|
EL CONDE.-
Vamos, que tú querías
ganar dinero a todo trance... El dinero lo ganan, Senén, todos aquellos
que con paciencia y fina observación van detrás de los que lo
pierden: fíjate en esto.
|
SENÉN.-
(Inflándose.) La señora Condesa me
consiguió un destinito...
|
NELL.-
Mamá le ha protegido y le
protege, porque es buen muchacho...
|
EL CONDE.-
La Condesa es una gran potencia. Nadie
le niega nada. Ya sabes tú, picaruelo, a qué aldabones te
agarras.
|
DOLLY.-
Aquí donde le ves, papá,
es la economía andando, y mira por su ropa como una mujer.
|
EL CONDE.-
Séneca, digo Senén,
tú pitarás. Y ahora, ¿estás aquí con
licencia?
|
SENÉN.-
He venido de Durante para tener el
honor de saludar al señor Conde de Albrit y a la señora Condesa
de Laín, que también debe de llegar hoy.
|
—48→
|
NELL.-
¡Que viene mamá!
(Despréndense las dos de los
brazos de su abuelo, y saltan gozosas.)
|
DOLLY.-
¡Jesús, qué
alegría!
|
NELL.-
Pues no sabíamos nada.
¿Lo sabías tú, abuelito?
|
EL CONDE.-
(Pensativo.) Sí.
|
DOLLY.-
(Volviendo a
coger el brazo de
ALBRIT.) Vamos aprisita.
|
NELL.-
(Inquieta.) Tenemos que arreglarnos.
|
SENÉN.-
Las señoritas han de ir al
hotel del señor Alcalde, a esperar a
su mamá.
|
NELL.-
¿Pero va mamá a casa del
Alcalde?
|
DOLLY.-
¿Por qué no viene a la
Pardina con nosotros, con abuelito?
|
|
(SENÉN se encoge de
hombros.)
|
EL CONDE.-
La Pardina no le parecerá a tu
mamá bastante cómoda... En fin, no quiero que os detengáis
por mí... Vamos, hijas mías.
|
—49→
|
NELL.-
¡Ah! Se me olvidaba... Amigo
Senén, ¿querrías hacernos un favor?
|
SENÉN.-
Todo lo que las señoritas
quieran. ¿Qué es?
|
NELL.-
Subirse a aquel árbol a coger
la Historia.
|
EL CONDE.-
¡A coger la Historia!
|
DOLLY.-
El pícaro libro, que se
echó a volar.
|
NELL.-
Jugando, lo tiramos al aire.
|
EL CONDE.-
(Gozoso.) Comprendo, sí... Estudiáis
mirando al cielo... Senén, intrépido Senén, sube pronto,
hijo... Anda, que cuando eras muchacho ya treparías más de una
vez para coger nidos.
|
SENÉN.-
(Disimulando
su disgusto, se quita la americana.) Allá voy.
|
NELL.-
Ten cuidado no se te rompa el
traje.
|
SENÉN.-
Que es nuevo... ya lo ven.
|
—50→
|
DOLLY.-
¡Vaya un alfiler de corbata que
te traes!... Por Dios, no te caigas.
|
EL CONDE.-
No temáis: éste sabe
subir y agarrarse bien. Si cae, será porque le tiene cuenta.
|
SENÉN.-
Por ahora, señor Conde, me
tiene más cuenta apoyarme bien en las ramas fuertes... Ajajá...
Ya te cojo, Historia maldita.
|
DOLLY.-
Bájate pronto...
|
|
(Desciende
SENÉN a las ramas bajas, y se tira de un
salto.)
|
NELL.-
(Cogiendo el
libro.) Dios te lo pague. Vaya, sigamos.
|
DOLLY.-
¿No quiere el abuelito entrar
por el pueblo?
|
EL CONDE.-
No, no: vamos por el atajo, que nos
lleva directamente a la Pardina sin pasar las calles de Jerusa. No quiero ver
gente, y menos jerusanos.
|
SENÉN.-
(Poniéndose la americana.)
¡Lástima no haber sabido antes que venía el señor
Conde! El pueblo le habría preparado un buen recibimiento.
|
—51→
|
EL CONDE.-
(Con
desdén.) ¿A mí?... ¿A mí Jerusa?...
Brrr...
|
SENÉN.-
Habría salido la música,
el orfeón... No faltaría el arquito de ramaje, y luego
lunch en la Casa Consistorial.
|
EL CONDE.-
Veo que eres un cursi tremendo.
Conozco esos homenajes, que en otro tiempo, cuando los merecía y estaba
en disposición de recibirlos, me halagaban, sí. Hoy me
harían el efecto de una burla cruel. Antes de verme tan viejo y tan
pobre como ahora, tuve ocasión de apreciar la villana ingratitud de mis
compatriotas los habitantes del señorío de Jerusa.
(Se detiene y suspira.) Veinte
años ha, la última vez que aquí estuve, los colonos que
habían llegado a ser ¡Dios sabe cómo! propietarios de mis
tierras, los señoritingos nacidos de mis cocineras, o engendrados por
mis mozos de cuadra, me recibieron con frío desdén, que me
llenó de tristeza y amargura. Dijéronme que la villa se
había civilizado. Era una civilización improvisada y postiza,
como la levita que compra el patán en un bazar de ropas hechas.
|
NELL.-
Papaíto, no olvida tu pueblo
los beneficios que de ti ha recibido.
|
DOLLY.-
No los olvida, no. La calle principal
de Jerusa se llama
de Potestad.
|
—52→
|
NELL.-
La fuente de los cinco caños,
junto a la iglesia, se llama
del Buen Conde.
|
EL CONDE.-
Sí, Sí, mi abuelo
paterno. Historia, cosas pasadas, que sólo dejan tras sí un
letrero, una inscripción... Todo se borra, ¡ay! aun las piedras
escritas. Cuando la roña y el musgo las empuercan, y se han criado en
ellas cien generaciones de arañas y lagartijas, viene el progreso, y las
manda picar para escribir otra cosa... o aprovecharlas en una alcantarilla. No
me quejo, no. Ese es el mundo. Rodamos todos hacia lo infinito.
|
SENÉN.-
(Enfáticamente.) Jerusa, por más que
digan, no puede olvidar que debe su existencia a los Albrit de la Edad
Media.
|
EL CONDE.-
(Meditabundo.) Y a mis abuelos y a mí todo lo
que en ella es de algún valor. La casa Ayuntamiento, que era el
primitivo palacio de los Condes de Laín, fue donada por D. Martín
de Potestad, capitán de las galeras de Nápoles. La calzada de
Verola y el puente sobre el río Caudo, obra fue de mi madre. Mi abuelo
materno hizo el hospital y la casa-cuna; y yo traje las aguas riquísimas
de Santaorra; levanté el muro de contención que defiende al
pueblo de las avenidas del Caudo; fundé y doté la Hermandad de
Pescadores, haciéndoles además una dársena para abrigo de
sus
—53→
lanchas; repoblé el monte comunal... sin contar otras
mejoras de que ya no me acuerdo. ¿Y cómo pagaron mis paisanos
tantos beneficios? Pues cuando me vieron mal de intereses, recargaban
horrorosamente mis propiedades en todos los repartos de contribución
para obligarme a vendérselas... Y lo conseguían... En sus manos
rapaces está todo.
|
NELL.-
Abuelito, no pienses cosas
tristes.
|
DOLLY.-
¿No estás alegre de
vernos y de tenernos a tu lado?
|
EL CONDE.-
(Deteniéndose para abrazarlas y besarlas con
efusión.) Sí, sí, ángeles inocentes. Soy
feliz con vosotras, y lo demás nada me importa.
|
SENÉN.-
(Con malicia
indiscreta, que resulta más antipática por lo pedantesco de la
expresión.) Y de que no seríamos justos achacando a
Jerusa el pecado de la ingratitud, tenemos hoy una prueba elocuente,
señor Conde, porque, sabida con antelación la llegada de la
señora Condesa de Laín, se le prepara un recibimiento entusiasta,
cual corresponde a quien tan grande fomento ha dado a los intereses materiales
y morales de esta villa. Saldrá el Alcalde a la estación...
|
EL CONDE.-
Y se dispararán cohetes. Todo
eso está muy en carácter.
|
—54→
|
NELL.-
(Impaciente.) ¡Cohetes, música...! Vamos,
vamos pronto.
|
DOLLY.-
Abuelito, por aquí, si quieres
que vayamos derechos a la Pardina.
|
EL CONDE.-
¿Estamos ya en la loma que
llaman la
Asomada?
|
SENÉN.-
Sí, señor: de
aquí se ve toda la villa; y si Vuecencia quiere dar un vistazo a la
población, en dos minutos estamos en la plaza.
|
EL CONDE.-
No, no. Gracias. Por esta otra calleja
bajamos a la Pardina.
(Deteniéndose y mirando al pueblo,
que en aquel punto se ve totalmente, rodeado de arboledas y verdes
lomas.) Sí, sí... te conozco, Jerusa; distingo un
montón de tejados rojos y de ventanales blancos... más
allá manchas de verde lozano. Eres Jerusa; te siento bajo mis pies, te
huelo al pisarte... Tu ingratitud me da en el olfato. Hiciste escarnio del que
fue tu señor, aplicándole un mote burlesco... Pues ahora, el
león flaco de Albrit, que nada te
pide, que para nada te necesita, te manifiesta su desprecio con toda la
efusión de su alma, no queriendo de ti ni un pedazo de tierra para
sepultar sus pobres huesos.
(Volviéndose hacia las
niñas.) Si me muero aquí, que me lleven a enterrar a
Polan, o que me tiren al mar.
|
—55→
|
DOLLY.-
Papaíto, no es hoy día
de cosas tristes.
|
NELL.-
¡Si estamos muy contentas!
|
EL CONDE.-
(Limpiándose una lágrima.) Sí,
sí... Vamos, para que lleguéis a tiempo de presenciar los
homenajes a vuestra mamá.
|
SENÉN.-
Por esta calleja llegamos en un
instante a la Pardina.
|
EL CONDE.-
Conozco bien el camino... En este
sitio, torciendo a la izquierda, dejamos de ver el mar.
(Parándose a contemplar el
Océano.) ¡Oh, qué hermosura! Es el amigo de mi
infancia.
|
NELL.-
¡Y qué espléndido,
qué azul! Hoy se viste de gala para recibirte.
|
EL CONDE.-
¿Sabéis por qué
gozo tanto en mirarle? Porque le veo... es lo único que distingo bien,
por razón de su magnitud. Desde que voy perdiendo la vista, hijas
mías, mis pobres ojos no aprecian bien más que las cosas
grandes... ¡Cuanto mayores son, mejor las veo! Quisiera que en el mundo
fuera todo colosal, inmenso... Lo pequeño, creedlo, me entristece, me
enfada...
(Se internan en la calleja.)
|
Escena VII |
|
GREGORIA,
EL CONDE, las dos niñas,
SENÉN y
VENANCIO.
|
GREGORIA.-
(Besando la
mano al
CONDE.) Bien venido sea mi
señor...
|
VENANCIO.-
Y que entre en su casa con
bendición.
|
EL CONDE.-
(Con
señorial bondad.) Gracias, gracias, mis buenos amigos Venancio y
Gregoria. Me alegro de veros contentos y saludables... digo, como veros...
(Mirándoles fijamente.)
No, no veo bien más que las cosas grandes.
|
—58→
|
VENANCIO.-
¿Se sienta el señor
aquí?
(Conduciéndole a un sillón
de vaqueta, junto a la mesa de nogal.)
|
EL CONDE.-
Donde quieras.
|
NELL.-
Y ahora nosotras, abuelito, hemos de
vestirnos a escape...
|
EL CONDE.-
Sí, sí; no os
detengáis.
|
DOLLY.-
Pronto volveremos, papaíto...
Vendrá mamá con nosotras... supongo.
|
EL CONDE.-
Sí, sí...
(Las besa.) Hasta luego...
|
GREGORIA.-
(Dándoles prisa.) Vivo, vivo... Vais a llegar
tarde.
(Vase
GREGORIA con las niñas.)
|
SENÉN.-
Yo también, con permiso del
señor Conde, me retiro.
|
EL CONDE.-
Sí, sí... Ve a disparar
cohetes...
|
SENÉN.-
Si el señor me necesita...
|
—59→
|
EL CONDE.-
No... muchas gracias... Y me alegro de
que te ausentes... No, no es por nada ofensivo para ti, Séneca... o
Senén. ¿Te lo digo?
|
SENÉN.-
Nada que usía me diga puede
ofenderme.
|
EL CONDE.-
Pues deseo que te marches, porque...
Hijo, gastas un perfume, que marea. Los aromas demasiado fuertes me dan
vahídos... Dispénsame...
(Dándole la mano, y acariciando la
de
SENÉN.) perdóname que te
despida con una impertinencia.
|
SENÉN.-
(Desconcertado.) Señor... una gotitas de
heliotropo...
|
EL CONDE.-
No he dicho nada... Abur.
|
SENÉN.-
(Aparte,
retirándose.) Malas pulgas trae el
león flaco de Albrit.
|
Escena VIII |
|
EL CONDE y
VENANCIO. Larga pausa.
EL CONDE inclina la cabeza sobre el pecho y se cubre
los ojos con la mano.
VENANCIO permanece en pie, a bastante distancia,
contemplándole.
|
EL CONDE.-
(Alzando la
cabeza y llevándose la mano al pecho, en que siente
opresión.) ¡Ay, Venancio! La emoción que he sentido
al entrar aquí, no me deja respirar...
(VENANCIO suspira
—60→
y calla.) No creí volver a verte, casa mía,
casa bendita de mis mayores, de mi madre... No esperaba recibir en mi alma esta
ola de vida, formada por los recuerdos, embate de calor y de salud, que al
pronto reanima al ser caduco; pero después... mata, sí, mata. La
memoria me abruma, el sentimiento me ahoga...
(Vuelve a pasarse la mano por los
ojos.) No debí venir, no, no.
|
VENANCIO.-
Señor, los recuerdos de la
Pardina serán gratos para Vuecencia.
|
EL CONDE.-
(Señalando a la derecha.) En esa alcoba
nací yo... En ella nació también mi madre, y en la de
arriba murió... No sé si es que me engaña mi poca vista;
paréceme que nada ha variado, que los muebles son los mismos...
¡Qué ilusión!
|
VENANCIO.-
Poco hemos cambiado. Se conserva todo
a fuerza de cuidado y aseo.
|
EL CONDE.-
(Con profunda
tristeza.) Aquí pasé mi infancia, al lado de mi madre,
que enviudó a los pocos días de mi nacimiento... Heredero de los
Condados de Albrit y de Laín, ¡cuántas veces, joven, en la
plenitud de la vida, y con todo el verdor de las ilusiones fomentadas por la
grandeza de mi linaje; cuántas veces, solo, con mi esposa, o con mis
amigos, vine a pasar alegres temporadas en la Pardina! En aquel tiempo
tú eras un niño. Tus padres, y otros padres de gentes ingratas
que andan
—61→
por esos mundos en diferentes oficios, eran entonces mis
servidores. En mí veíais al señor, al rey de la Pardina, y
hasta cierto punto, al amo de toda Jerusa... Pasó tiempo; creció
mi hijo Rafael. Correspondiéronle por muerte de su madre, y según
el fuero de Laín, este Condado y esta casa... Yo volví a la
Pardina: ya no era el señor; mas era el padre del señor, y
tú, ya grandecito, y los demás servidores de esta antigua casa,
me mirabais con respeto, con cariño, con veneración. El Conde de
Albrit, poderoso todavía, os remuneraba vuestros servicios con la noble
largueza que era en él habitual.
|
VENANCIO.-
Siempre fue Vuecencia el primer
caballero de España.
|
EL CONDE.-
(Con
melancólica dignidad, levantándose.) Pues hoy, el primer
caballero de España, el generoso y grande, viene a pedirte hospitalidad.
Vicisitudes y trastornos que no quisiera recordar, esta revolución
crónica que hace y deshace los Estados y las familias, y todo lo trueca
y baraja, te han dado a ti la propiedad de la Pardina. En ella entro yo a
pedirte albergue, no como señor, sino como desvalido sin hogar,
abandonado de todo el mundo. Si me la das, ya sabes que has de hacerlo por pura
caridad, no por remuneración ni recompensa. Soy pobre; todo lo he
perdido.
|
VENANCIO.-
El señor Conde viene siempre a
su casa, y nosotros, hoy como ayer, somos sus criados.
|
—62→
|
EL CONDE.-
(Se
sienta.) Gracias... Te lo digo tranquilo y sin ninguna
afectación, pues con la realidad no caben juegos de retórica. He
llegado a los escalones más bajos de la pobreza; pero por mucho que
descienda, no he llegado ni llegaré nunca al deshonor. Fuera de la
decadencia material, soy y seré hasta el último día lo que
fui.
|
VENANCIO.-
Y yo igualmente, hoy como ayer,
servidor humilde del señor D. Rodrigo.
|
EL CONDE.-
Te lo agradezco, créeme que te
lo agradezco en el alma... Pero... bien mirado, es tu obligación, y
cumples como cristiano. Todo lo que eres y todo lo que tienes, me lo debes a
mí.
|
VENANCIO.-
Sin duda.
|
EL CONDE.-
No haces nada de más en
ampararme... en ver en mí a tu señor, y en respetar, no
sólo mi nombre y mi historia, sino mi ancianidad, mis achaques... Las
desgracias, hijo mío, me han hecho algo quejumbroso, algo impertinente.
Mi genio altivo se exacerba cada día más con la pérdida de
la vista... No puedo sofocar mis ímpetus de absolutismo, de persona
acostumbrada a mandar.
|
VENANCIO.-
Bien, señor.
|
—63→
|
EL CONDE.-
Y a ser obedecida.
|
VENANCIO.-
También tengo el hábito
de la obediencia... Y ante todo, señor, ¿en qué aposento
quiere vuecencia dormir?
|
EL CONDE.-
Arriba, en la alcoba que fue de mi
madre.
|
VENANCIO.-
(Contrariado.) ¿La que da al pasillo grande? La
tenemos llena de trastos.
|
EL CONDE.-
Pues sacas los trastos y me metes a
mí.
|
VENANCIO.-
Señor, es un trastorno...
|
EL CONDE.-
(Sulfurándose ligeramente.) ¿Ya
empezamos?
|
VENANCIO.-
La hemos convertido en secadero:
allí colgamos las judías...
|
EL CONDE.-
(Sulfurándose más.) Pon las
judías en otra parte. ¿Vale tan poco mi persona que no merece...
una molestia insignificante de las señoras hortalizas?
|
—64→
|
VENANCIO.-
(Sin acabar
de resignarse.) Bien, señor... Ello es que...
|
EL CONDE.-
¿Todavía
refunfuñas? Debiste, desde que te lo dije, asentir con delicadeza
obsequiosa. ¿Será preciso que te lo mande?... Por poco me apuras
(Golpeando el brazo del
sillón.) ¡Oh, triste cosa es para mí ser
huésped de mis inferiores! Venancio, quiero someterme al destino, quiero
olvidarme de mí mismo, y no puedo, no puedo. La autoridad es esencial en
mí. Por Cristo, súfreme o arrójame de mi casa, quiero
decir, de la tuya.
|
VENANCIO.-
Eso no...
(Viendo venir al
CURA.) Ya tiene aquí a su amigo D.
Carmelo.
|
Escena IX |
|
EL CONDE,
VENANCIO y el
CURA, hombrachón de buen año; de
aventajadas dimensiones, enormemente barrigudo, sin carecer por eso de cierta
agilidad y soltura de miembros. Su cara es arrebolada, su boca risueña,
su nariz como pico de garbanzo, sus ojos pillines. Usa gafas de un azul muy
claro, que se le corren sobre el caballete. Viene a palo seco, es decir, sin
balandrán, por ser buen tiempo. Es limpio, y la sarga de su sotana,
pulcra y reluciente, ciñe y modela sin arrugas la redondez del abdomen,
bien atacados todos los botoncitos que corren desde el cuello hasta la panza.
Un gorro negro alto, con caída de fleco, y paraguas de reglamento, que
así le sirve
—65→
para el sol como para la lluvia. Entra en la
casa y en la habitación presuroso metiendo bulla, y se dirige al
CONDE con los brazos abiertos.
|
EL CURA.-
¡Carísimo amigo y
dueño, D. Rodrigo de mi alma!...
|
EL CONDE.-
(Abrazándole.) ¡Pastor
Curiambro, ven a mis brazos!... Pero, hijo, ¡qué
gordísimo estás!... No me cabes... ¿ves?, no me cabes...
Me cuesta trabajo poner en tu espalda las palmas de mis manos.
|
EL CURA.-
¡Qué sorpresa tan grata,
qué alegría!
|
EL CONDE.-
(Tocándole.) Pero, chico, ¿es tuyo todo
esto? ¿Es ésta tu barriga, o te has traído por delante el
púlpito de tu iglesia?
|
EL CURA.-
(Riendo.) Es que en esta tierra, Sr. D. Rodrigo, de
nada le sirve a uno hacer penitencia.
|
EL CONDE.-
¿Penitencia tú?
¡Hombre, qué cosa tan rara!... En fin, siempre que des gusto a tus
feligreses...
|
VENANCIO.-
(Lisonjero.) Tenernos un párroco que vale mas
que pesa.
|
—66→
|
EL CONDE.-
¿Y de salud, bravamente? Tu
cara...
(Observándole.) Pues,
mira, te veo, te veo bien. ¡Como eres tan grandón! ¡Ah!...
Me permitirás que te tutee, a pesar del tiempo transcurrido.
|
EL CURA.-
(Con modestia
suma.) ¡Señor Conde, por amor de Dios!...
|
EL CONDE.-
(Muy
cariñoso.) Bien, Carmelo; bien,
Pastor Curiambro. Siéntate a mi
lado. ¡Cómo corren, ¡ay!, cómo se escabullen los
pícaros años! Tú... a ver si acierto... andarás en
los cincuenta.
|
EL CURA.-
Andaba en ellos... dos años
ha.
|
VENANCIO.-
Como yo. Somos del mismo tiempo.
|
EL CONDE.-
No podía ser menos.
Tenías veintiséis cuando...
|
EL CURA.-
Cuando murió mi padre. A la
generosidad del señor Conde debí el poder terminar mi carrera de
Teología y Derecho.
|
EL CONDE.-
(Con natural
delicadeza.) Pues, mira tú, de eso no me acordaba.
|
EL CURA.-
¡Ah, yo sí!
|
—67→
|
EL CONDE.-
¿Te acuerdas de aquellas
merendonas del Soto de Aguillón? Desde entonces, te profeticé que
serías
la première fourchette de
l'Espagne.
|
EL CURA.-
(Riendo.) Era un tenedor tremendo, sí,
sí...
|
EL CONDE.-
¿Y sigues con la
higiénica costumbre de comer copiosamente, y de digerir clavos?
|
EL CURA.-
Ya no soy ni sombra de lo que fui;
pero todavía...
|
VENANCIO.-
Todavía... si el caso llega, no
deja mal puesto el pabellón.
|
EL CONDE.-
¿Te acuerdas de cuando
apostabas con Valentín, el escribano de Verola, a quién
comía más?
|
EL CURA.-
(Riendo a
carcajadas.) Y siempre le gané, siempre.
|
EL CONDE.-
Un día de vigilia..., Venancio,
no lo creerás, pero es verdad... le vi comerse una langosta de este
tamaño, entera y verdadera, detrás de un arroz con pescado y
marisco... y delante de docena y media de torrijas.
|
—68→
|
EL CURA.-
Esos tiempos pasaron.
|
VENANCIO.-
Pero hasta hace poco... yo recuerdo el
día de la jira en Novoa... su postre era un queso de bola, enterito.
|
EL CONDE.-
¡Lo que yo gozaba
viéndole comer!
|
EL CURA.-
Me tranquiliza sobre ese punto la
opinión de San Francisco de Sales, que dice: «Lo que entra por la
boca no daña al alma».
|
EL CONDE.-
Y tenía razón.
|
Escena XI |
|
EL CONDE y
EL CURA.
|
EL CURA.-
Ya me dijo Senén que la Condesa
y usted se habían citado aquí...
(Su solapada curiosidad quiere apoderarse
del pensamiento del
CONDE, tomándole las vueltas.)
Aquí pueden ventilar con toda calma
—71→
las cuestiones de
intereses...
(Pausa.
EL CONDE no dice nada.) O las cuestiones
de otra índole, cualesquiera que sean.
|
EL CONDE.-
Volviendo a las niñas, te
diré, querido Carmelo, que han producido en mi alma una impresión
hondísima.
|
EL CURA.-
¿De alegría?...
|
EL CONDE.-
Sí... Estas alegrías
pronto las convierto yo en intensísima tristeza, agobiado como me veo
por crueles desgracias, perseguido de pensamientos revoltosos, obra de esta
fiebre de análisis que traen consigo la experiencia del mal, el excesivo
tesón de mi carácter, los años, la ceguera misma...
Figúrome que no me entiendes, mi buen Carmelo, y has de permitirme que
por ahora no te diga más.
|
EL CURA.-
Francamente, me he quedado en
ayunas.
|
EL CONDE.-
(Con
humorismo.) ¿En ayunas tú?... No lo creo.
|
EL CURA.-
¿Tienen algo que ver esas
tristezas, que sin duda son nerviosas, con el porvenir de las señoritas?
|
—72→
|
EL CONDE.-
(Rehuyendo
entrar en el asunto.) No sé... Déjame que te diga otra
cosa. Mi primera impresión al verlas y oírlas, fue... claro que
fue excelente, de gran regocijo y orgullo, como has dicho. Creí notar
una perfecta consonancia, igualdad más bien, en el timbre de sus voces.
Como no veo bien, sus rostros me han parecido como dos reproducciones exactas
de un mismo tipo. ¿Serán, por ventura, iguales también sus
caracteres, sus almas?
|
EL CURA.-
(Después de un ratito de perplejidad.)
¡Oh, no, Sr. D. Rodrigo! Ni son iguales sus voces, ni sus caras, ni menos
sus caracteres.
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EL CONDE.-
(Con gran
interés.) Pues siendo distintas, la una será forzosamente
mejor que la otra. Dime, tú que las has tratado y visto bien,
¿cuál de las dos es la más inteligente; cuál la de
corazón más puro, recto y generoso?...
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EL CURA.-
Difícil es, a fe mía, la
respuesta. Ambas son buenas, dóciles, inteligentes, de corazón
hermoso y nobilísimo... algo traviesas, eso sí; pero observantes
de la ley del pudor, muy firmes en los principios elementales, temerosas de
Dios.
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EL CONDE.-
Todo eso es lo que hay en ellas de
común: comprendido. ¿Y qué las diferencia?
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—73→
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EL CURA.-
Pues discrepan... Verá usted...
Dolly toma la iniciativa en las travesuras; Nell parece más inclinadita
a las cosas graves, más previsora... Dolly es una imaginación
viva, una voluntad impetuosa; Nell, una naturaleza reflexiva, más fija y
constante que la otra en sus aficiones; Dolly, divagando, muestra pasmosas
aptitudes para la vida práctica; Nell, haciendo diabluras, nos deslumbra
con destellos de asombrosa inteligencia... ¿Pero qué he de
decirle yo al señor D. Rodrigo, si en cuanto las trate familiar y
diariamente, usted ha de conocerlas y diferenciarlas mejor que nadie?
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EL CONDE.-
(Dejándose llevar de su sinceridad.) De eso
trato; a eso he venido.
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EL CURA.-
¿Ha venido a...?
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EL CONDE.-
A estudiarlas, a intentar un
análisis detenido de sus caracteres... Las razones de esto no
está bien que las sepas por ahora...
(Variando de tono.) Oye, Carmelo,
¿por qué no te quedas hoy a comer conmigo? Gregoria no te
tratará mal.
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EL CURA.-
La conozco... y sé lo que vale.
Pero sin perjuicio de tributar a Gregoria en otra ocasión los honores
debidos, hoy, lo que es hoy, señor Conde de Albrit, se viene usted a mi
casa, a hacer penitencia con
este cura.
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—74→
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EL CONDE.-
Acepto; sí, señor,
acepto... ¿A qué hora?
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EL CURA.-
A la una y media en punto.
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Escena XII |
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EL CONDE,
EL CURA;
EL MÉDICO, joven, pequeñito, de conjunto
simpático y mirar inteligente. Viene de levita y sombrero de copa, el
cual revela en su forma de ser prenda de respeto, usada tan sólo de
año en año, en ocasiones muy solemnes.
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EL CURA.-
¡Oh, mediquillo, ven!...
(Presentándole.) Salvador
Angulo, nuestro médico titular.
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EL CONDE.-
(Estrechándole la mano.) Muy señor
mío.
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EL MÉDICO.-
Vengo a ofrecer mis respetos al
Señor de Jerusa y de Polan...
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EL CONDE.-
(Recordando.) Angulo, Angulo... espérese
usted...
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EL CURA.-
Es hijo de Bonifacio Angulo,
aquél que llamaban aquí por mal nombre
Cachorro, guarda de los montes de
Laín.
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—75→
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EL CONDE.-
¡Oh, sí!...
Cachorro, hombre sencillo y un tanto
rudo... servidor fiel... Le recuerdo perfectamente.
(Le da otra vez la mano, que
EL MÉDICO le besa.)
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EL CURA.-
Y no habrá olvidado el Sr. D.
Rodrigo que a este chico le costeó la carrera en Valladolid.
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EL MÉDICO.-
Por lo cual, debo al señor
Conde lo poco que soy y lo poco que valgo.
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EL CONDE.-
De eso no me acordaba... mi palabra
que no me acordaba.
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EL CURA.-
Pues ha de saber usted... no es porque
esté delante... que este chico es una notabilidad... pero una
notabilidad, en la ciencia médica.
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EL MÉDICO.-
Por Dios, D. Carmelo.
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EL CONDE.-
(Muy
cariñoso.) Bien, hijo mío; dame un abrazo.
(Le abraza.) Me permitirás
que te tutee. No puedo corregir este hábito de familiaridad desde que
entro en Jerusa.
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(EL MÉDICO asiente
con mudas demostraciones de respeto.)
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EL CURA.-
Y ya, ya sé por qué
vienes tan pitre, cañamoncito de Jerusa.
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—76→
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EL MÉDICO.-
Me han nombrado de la comisión
que ha de recibir a la señora Condesa de Laín...
Dispénseme, señor Conde, si después de saludarle con el
debido respeto, me retiro...
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EL CURA.-
Hijo, no hay prisa todavía.
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EL CONDE.-
Sí, sí: ve, anda.
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EL CURA.-
Oye, Salvador. en cuanto se acabe la
función, una vez que el pueblo desfogue su entusiasmo con un poco de
pólvora y cuatro berridos, y suene en los aires la última
simpleza del discurso que ha de pronunciar D. José Monedero, te vienes
corriendito a casa, y tendrás el honor de comer con el señor
Conde y conmigo.
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EL MÉDICO.-
Bien, bien. ¡Qué honra
tan grande!
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EL CONDE.-
(Con
alegría.) ¡Qué feliz coyuntura para consultarle con
toda calma!
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EL MÉDICO.-
¿Un padecimiento?
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EL CONDE.-
No es eso. Tú conoces a mis
nietecitas; las habrás asistido en alguna dolencia.
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—77→
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EL MÉDICO.-
Nell y Dolly disfrutan de una salud
enteramente campesina y plebeya. Las he visitado para indisposiciones sin
importancia.
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EL CONDE.-
Pero que a ti, como perspicaz
observador, te habrán bastado para conocer sus temperamentos, qué
afecciones prevalecen en cada una, qué predisposiciones
patológicas se marcan en una y otra naturaleza... porque de seguro
habrá diferencia grande en la complexión, en la
constitución anatómica y fisiológica de las dos
chiquillas. No sé si me explico.
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EL MÉDICO.-
Perfectamente. Pero hasta hoy no he
tenido ocasión de determinar entre una y otra notorias diferencias.
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EL CURA.-
En fin, ya tendrán ustedes
ocasión de hablar largo y tendido.
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(Suena un cohete.)
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EL CONDE.-
(Estremeciéndose.) Ya está
aquí.
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EL MÉDICO.-
(Con mucha
prisa.) Ya llega...
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EL CONDE.-
Anda, hijo, anda.
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—78→
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EL MÉDICO.-
Con su permiso... No necesito
decirle... Humildísimo, incondicional servidor...
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(Suenan más cohetes.)
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EL CONDE.-
(Al
CURA.) ¿Y tú, no vas,
Carmelo?
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EL CURA.-
Indefectiblemente tengo que asomar las
narices por allí. No diga la Condesa que soy descortés...
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EL CONDE.-
No eche de menos la población
figura tan culminante en esta clase de ceremonias.
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EL CURA.-
Sí, sí... Me voy.
Cuidado, señor Conde. A la una y media en punto.
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EL CONDE.-
No faltaré. De las pocas cosas
que me quedan, una es el respeto, la religión de la puntualidad.
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(Óyese música
lejana.)
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EL MÉDICO.-
Hasta luego.
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EL CONDE.-
Divertirse...
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(Vanse
EL CURA y
EL MÉDICO.)
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EL CONDE.-
(Solo,
meditabundo.) ¿Me ayudarán éstos en mis
investigaciones?... ¿Se penetrarán del espíritu de
rectitud, del sentimiento
—79→
de justicia con que procedo?...
(Con desaliento.) Lo dudo...
Viven en ambiente formado por las conveniencias, el egoísmo y la
hipocresía, y cuando se les habla de la suprema ley del honor, ponen
cara de asombro estúpido, como si oyeran referir cuentos de brujas. Si
no me auxilian, trabajaré yo solo. El viejo Albrit se basta y se sobra.
(Suenan más cerca la música
y el rumor popular.) ¡Ah! Ya llega, ya entra en Jerusa Lucrecia
Richmond... ¡Ya estás aquí, bestia engalanada, estatua
viva, deshonesta! ¡Cuánto deseaba yo esta ocasión!...
¡Tú y yo solos, frente a frente!
(Se asoma a una ventana.) No
sé quién es peor: si tú que paseas impune por el mundo tu
desvergüenza, o un pueblo servil y degradado que te festeja y te adula.
(Óyense campanas.) Repican
por ti... y luego tocarán a la oración.
(Furioso, gritando en la ventana, hacia
afuera.) ¡Pueblo imbécil, esa que a ti llega es un
monstruo de liviandad, una infame falsaria! No la vitorees, no la agasajes.
Apedréala, escúpela.
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