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ArribaAbajoJornada II


ArribaAbajoEscena I

 

Sala baja en la casa del SEÑOR ALCALDE DE JERUSA, D. JOSÉ MARÍA MONEDERO, decorada con lujo barato, en toda la plenitud de la cursilería con dinero. Cubren las paredes paisajes al óleo, de los que en parejas, con marco y todo, se venden al aire libre en las calles céntricas de Madrid, obra de artistas desdichados. Hacen juego con estos mamarrachos, cromos de cacerías o de revistas navales, figuras de bazar, fruslerías bordadas, mil laborcillas fáciles de mujer, de esas cuya explicación y dibujo traen en su sección de recreos útiles los periódicos de modas. Flores de trapo, en tiestos de cartón, exhalan en los ángulos su fragancia de cola y tintes descompuestos. Piano desafinado, musiquero, retratos prendidos en esterillas japonesas, redoma con peces.

 
 

NELL y DOLLY; LUCRECIA, CONDESA VIUDA DE LAÍN. Es mujer hermosa, de treinta y cuatro años, del tipo que comúnmente llamamos interesante, mezcla feliz de belleza, dulzura y melancolía; castaño el cabello, el rostro alabastrino, de un perfil elegante, precioso modelo de raza anglo-sajona, recriada en América. Sus ojos son grandes, obscuros, con ráfagas de oro, y el mirar sereno y triste, como de tigre enjaulado que dormita sin acordarse de que es fiera. En su talle esbelto se inicia la gordura, fácil de   —82→   corregir todavía con la ortopedia escultórica del corsé. Viste con elegancia traje de luto. En su habla, apenas se percibe el acento extranjero.

 

LUCRECIA.-    (Abrazando y besando a las niñas.)  Hijas mías, no me harto de besaros. ¿Teníais ganitas de verme?

NELL.-   Figúrate...

DOLLY.-   Hemos venido a la carrera... ¡Cuánta gente! Creí que no podíamos entrar, y que nos atropellaban los coches.

LUCRECIA.-   ¡Qué fastidio! Vengo a Jerusa sólo por ver a mis niñas, y me encuentro con este horrible entorpecimiento del entusiasmo público.

NELL.-   Mamá, la gratitud del pueblo...

LUCRECIA.-   Creed que he pasado un sofoco y una vergüenza...

DOLLY.-   Te quieren.

LUCRECIA.-   Demostraciones tan molestas como ridículas. ¿Y a mí, por qué me aclaman?... En fin, ya hemos pasado el mal rato de la entrada triunfal...   —83→    (Mirándolas cariñosamente.)  Estáis muy bien... las caras tostaditas. Eso quiero: que se os ponga la tez como de manzanas pardas, señal de salud y de buena sangre...

NELL.-   Mamá, tú sí que estás guapísima.

LUCRECIA.-    (Besándolas otra vez.)  Vosotras, mis ángeles salvajitos, sí que sois bellas y buenas, y...  (La interrumpe la ALCALDESA entrando de improviso.) 



ArribaAbajoEscena II

 

Dichas; LA ALCALDESA, señora enjuta y menudita, que no tiene en aquel momento más preocupación que aparecer fina, y este singular estado de su espíritu, con la tirantez consiguiente, se revela en todos sus actos, en sus palabras melosas, y hasta en los mohines estudiados de su boca y nariz. Viste bata azul, elegante, que le han enviado de Madrid. Poco después de ella entra EL ALCALDE, señorón macizo, sanote y jovial que, al contrario de su mujer, pone todo su esmero en parecer muy bruto, dejando al descubierto, desnudo de toda gala retórica, su natural llano y la tosca armazón de su ser moral. Entiende que los hombres deben ser claros, cada cual mostrándose como Dios le ha hecho. De origen humildísimo, empezó a sacar el pie del lodo con la carretería; trabajó honradamente después en distintas industrias, hasta que halló su suerte en la fabricación de pastas para sopa. Su laboriosidad le hizo rico, y la herencia de un tío de América le ascendió a millonario. Viste levita, y su chistera, que usa con frecuencia por razón de su cargo,   —84→   es sin disputa la mejor del pueblo. Su esposa cuida de renovar esta prenda con la precisa oportunidad para que no sea ridícula.

 

LA ALCALDESA.-    (Finísima.)  Dispense usted, Condesa. Mi esposo y yo hemos tenido que convencer a los notables del pueblo de que usted, por razón de su luto y del cansancio del viaje, no puede recibir a nadie...

NELL.-    (Asomándose a la ventana.)  Mamá, mamá, si está la plaza llena de gente.

DOLLY.-   Quieren que te asomes para darte vivas.

LUCRECIA.-   Por Dios, Vicenta, líbreme usted de este compromiso... ¡Vivas a mí! Yo no salgo; no sirvo para eso... Por Dios, que se vayan, que me dejen. Y lo agradezco en el alma...

LA ALCALDESA.-   Las ovaciones populares, por más que sean merecidas, molestan y fastidian... Jerusa no puede mostrarse ingrata, ni olvidar los beneficios que usted le prodigó...

LUCRECIA.-    (Aterrada del rumor popular.)  ¿Qué beneficios ni qué niño muerto? Yo no he hecho nada, absolutamente nada. ¿Pero están locos aquí? Créalo usted, Vicenta, me da miedo la voz pública.

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NELL.-   Mamá, que te asomes... Quieren despedirse de ti.

DOLLY.-   Hay pueblo y señores... y hasta curas... Mamita, ¿qué te importa que te vitoreen? Mira que si no sales, nos darán los vivas a nosotras.

LUCRECIA.-   Que no salgo, vamos. Vicenta, por Dios, que su marido de usted me haga el favor de echarles una arenga, diciéndoles... que estoy enferma, y que les agradezco infinito sus manifestaciones... que no las merezco... En fin, él sabrá.

EL ALCALDE.-    (Limpiándose el sudor de la frente, la levita desabrochada, el chaleco abotonado a medias.)  Ya, ya se van... ¿Pero qué le costaba a usted, Condesa, asomarse un poquito? Con una inclinación de cabeza cumplía usted. Pero, en fin, respeto su repugnancia de la apoteosis. Lo mismo me pasa a mí. Siempre que me ovacionan me echo a llorar, y se me descompone el vientre.

LUCRECIA.-   ¿Pero qué he hecho yo, señor D. José de mi alma, para estos obsequios, este entusiasmo?

LA ALCALDESA.-   Hija, la carretera de Forbes, la estación telegráfica... la condonación...

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LUCRECIA.-   Me bastó pedírselo al Ministro...

EL ALCALDE.-   Más que todo eso vale el Instituto de segunda enseñanza, que nos disputaban los de Durante. Nada agradecen tanto los pueblos, señora mía, como el que les den algo que se le quita al vecino. Cuestión de amor propio: la entidad pueblo es lo mismo que la entidad persona. Fastidiar al vecino, y caiga el que caiga. Jerusa verá siempre en la ilustre Condesa de Laín una individualidad digna de todos nuestros respetos. Y yo, que llevo el corazón en la mano, que digo siempre la verdad llana y monda... soy así, muy bruto, muy francote... le aseguro a usted que la queremos aquí... como sabe querer Jerusa; y si lográramos que nos concedieran la Escuela de Comercio que pretenden los de Durante, no le quiero decir a usted... La apoteosis que le haríamos retumbaría en la China.

LUCRECIA.-    (Sonriente.)  Yo sí que no vuelvo de mi apoteosis.

DOLLY.-    (Desde la ventana.)  Ya, ya se retiran.

NELL.-   Parece que van descontentos ¡Y cómo nos miran!

LA ALCALDESA.-   No extrañe usted, Condesa, las vehemencias de mi Marido. Desde que es edil,  (Marcando bien la   —87→   palabra.)  no vive. La fiebre de la cosa pública altera su genio pacífico. Verdad que no hay otro que mejor cumpla, ni que sepa consagrarse tan de lleno a los deberes de un cargo espinoso.

LUCRECIA.-    (Por decir algo.)  Estos son los hombres, estos son los grandes ciudadanos...

UNA CRIADA.-    (Entrando con una bandeja de huevos moles.)  Esto mandan a la señora Condesa las monjas Dominicas.

NELL.-    (Corriendo a verlo.)  ¡Huevos moles! ¡Qué ricos!

DOLLY.-   ¡Vaya un regalo, mamá!

EL ALCALDE.-   Para que diga usted que no se portan bien las monjitas de mi tierra.

LUCRECIA.-   ¡Pobrecillas! Tendré que visitarlas.

LA ALCALDESA.-   Iremos. Son finísimas.

OTRA CRIADA.-    (Entrando con un descomunal ramo de flores.)  De parte de los capataces de la Granja modelo...

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LUCRECIA.-   También tendré que hacerles una visita.

EL ALCALDE.-   Iremos; sí, señora. Verá usted los carneros moruecos, que han traído ahora para padres.

LA ALCALDESA.-    (Que ha salido un momento, vuelve trayendo una labor de tapicería y mostacilla.)  Mire usted, Lucrecia, lo que manda la maestra del colegio de niñas.

NELL.-   ¡Ay, qué precioso!

DOLLY.-   Mira, mamá. ¿Es un gorro?

LUCRECIA.-   No, hija: es un cosy para cubrir las teteras...

LA ALCALDESA.-    (Pesarosa de no haber acertado antes el uso de aquel chisme.)  Es un adminículo extranjero. Aquí no lo usamos.

EL ALCALDE.-   Tiene usted que visitar el colegio.

LA ALCALDESA.-   ¡Pobre Condesa! Ya le cayó que hacer.

EL ALCALDE.-   Y podrá decir que en ninguna parte del mundo ha visto usted labores tan primorosas como   —89→   las que hacen las alumnas del colegio de Doña Severiana.

LA ALCALDESA.-   Bordan a maravilla... Ya lo ve usted... Y allí tiene usted a las chicuelas todo el santo día sobre los bastidores...

EL ALCALDE.-    (Mirando su reloj, descomunal pieza de oro.)  Y a todas éstas, Vicenta, son las tantas y no comemos. Mi señora Doña Lucrecia tiene apetito... las niñas están desfallecidas. ¿Verdad, Nelita y Dolita, que deseáis sentaros a la mesa?... y yo... ¿por qué no he de decirlo?, estoy ladrando de hambre... Con que...

LUCRECIA.-   Me arreglaré un momento.

LA ALCALDESA.-   Subamos a mi tocador. Mientras usted se arregla, dispondré que nos sirvan la comida.

EL ALCALDE.-   Y yo, si la señora Condesa me lo permite, voy a librarla de otra lata horrorosa.

LUCRECIA.-   ¿Qué?

EL ALCALDE.-   El orfeón del pueblo quiere venir a cantar durante la comida.

LUCRECIA.-   ¡No, por Dios!

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EL ALCALDE.-   Ahí está el director. Voy a quitárselo de la cabeza...

LUCRECIA.-   Sí, sí; que lo agradezco, que siento mucho...

LA ALCALDESA.-   Que está muy fatigadita. Crea usted que no perdemos nada. Desafinan como perros.

EL ALCALDE.-   Y que, motivado al luto, no está usted para músicas... Ya, ya sabré despacharles... Y sobre todo, que lo mando yo, ea...  (Vase presuroso.) 



ArribaAbajoEscena III

 

Tocador de LA ALCALDESA.

 
 

LUCRECIA, DOLLY y NELL; una criada extranjera que ayuda a vestir a su ama y no habla; después LA ALCALDESA.

 

LUCRECIA.-   ¡Qué descanso! Solas un momento. Prefiero una enfermedad a los entusiasmos de Jerusa.

NELL.-   Mamá, es que te quieren.

LUCRECIA.-   Sí, sí: cariños que reclaman la fuga inmediata, como quien escapa de una epidemia. Es   —91→   violentísimo tener que mostrar gratitud ante estas mojigangas.

DOLLY.-   Mamá, ten paciencia.

LUCRECIA.-    (Bajando la voz.)  Lo mismo que soportar las amabilidades de estos pobres cursis... Son muy buenos, lo reconozco... y les aprecio verdaderamente. Pero en Jerusa no quiero ver a nadie más que a vosotras.

NELL.-   Mamá, ¿cuándo nos llevas contigo?

LUCRECIA.-    (Meditabunda.)  No sé... Tal vez muy pronto. Depende de circunstancias eventuales...

DOLLY.-    (Vivamente.)  Mamá, ¿no sabes? Ha llegado el abuelito.

LUCRECIA.-    (Disimulando su disgusto, que sólo se trasluce en rápidos destellos de sus pupilas rasgueadas de oro.)  Ya, ya lo sé... Llegó esta mañana. ¿Y qué? Tan gruñón y desabrido como siempre.

NELL.-   A nosotras nos quiere mucho.

DOLLY.-   Irás a verle...

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LUCRECIA.-   Sin duda. Ya sé que hoy come con D. Carmelo... ¿Y con vosotras ha estado muy expansivo? ¿Qué hacíais cuando llegó?

NELL.-   Le encontramos en el bosque. Primero tuvimos mucho miedo, porque no le conocíamos.

LUCRECIA.-   Y después de conocerle, más.

NELL.-   No, no: el pobrecito no acababa de hacernos cariños. Nos da mucha lástima de verle tan agobiado, viejecito, casi ciego.

LUCRECIA.-   Y en el camino del bosque a la Pardina, ¿no habló con nadie? ¿No le salió al encuentro alguna persona conocida?

DOLLY.-   Sí, mamá: SENÉN.

LUCRECIA.-    (Disgustada.)  Ya me han dicho que está aquí ese tábano. El tal marea... y pica. Os recomiendo el menor trato posible con él.

LA ALCALDESA.-    (Entrando.)  Cuando usted quiera.

LUCRECIA.-   Ya estoy.

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LA ALCALDESA.-    (Llevándola a la ventana, y mostrándole al ALCALDE, que en la calle habla con un joven.)  Vea usted, Lucrecia, los apuros que pasa mi esposo por defenderla a usted de impertinencias. Ese con quien habla es Pepito Cea, el periodista de Jerusa, que quiere colarse aquí para celebrar con usted una interview.

LUCRECIA.-   ¡Una interview!... ¿Pero está loco ese hombre?

LA ALCALDESA.-   Mire usted... mire usted a José María, más colorado que un pavo... Parece que quiere romperle el bastón en la cabeza... Ahora le coge de las solapas... Al fin parece que le convence.

LUCRECIA.-   ¿Pero qué quiere preguntarme ese tipo, ni qué tengo yo que decirle?

LA ALCALDESA.-   Pues nada: a qué hora entró en el tren; si le gustó el paisaje; si le prueba bien Jerusa; si quedó contenta de la ovación o le ha parecido poca, y, por fin, cuál es su actitud en el asunto de la Cámara de Comercio, es decir, si apoyará a raja-tabla en Madrid las pretensiones de esta villa.

LUCRECIA.-   ¡Dios me ampare!

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LA ALCALDESA.-    (Mirando.)  Ya, ya le ha despachado. Allá va el pobre Cea con viento fresco. Pondrá esta noche las paparruchas que le habrá encajado José María... Que usted adora al pueblo; que ha venido muy cansada y con dolores de reuma, y que se desvivirá por conseguirnos lo de la Cámara de Comercio, apabullando a los de Durante... Ya entra mi marido. Bajemos al comedor.

LUCRECIA.-    (Salen las dos señoras, enlazadas del brazo; las niñas delante.)  Es delicioso. Pero no me hace ninguna gracia que ponga ese majadero la noticia falsa de mi reumatismo. Es una enfermedad que me desagrada más que otras, porque, no siendo grave, hace engordar.

LA ALCALDESA.-    (Bajando la escalera.)  Es muchacho fino, y dirá que está usted nerviosa.

LUCRECIA.-   ¡Menos mal!

 

(En la puerta del comedor encuentran al señor ALCALDE, que ofrece su brazo a LA CONDESA. Sofocado, aunque de buen humor, da cuenta del gracioso quite con que logró evitar la formidable tabarra con que les amenazaba el audaz foliculario. Debe decirse, tributando a la verdad los honores debidos, que fue excelente y copiosa la comida, feliz combinación del estilo de fonda y del arte casero en casa rica; el servicio atropellado y lento, pues   —95→   las pobrecitas criadas no acertaban a desenvolverse en aquel mete-y-saca y quita-y-pon de platos, fuentes y salseras. Sentáronse a la mesa, a más de LA CONDESA y sus hijas y los dueños de la casa, los dos niños de éstos, escolares escogidos que se hallaban en plena edad del pavo, y eran de lo más desaborido que en tan lastimosa edad comúnmente se ve. De personas extrañas sólo había una, la que toda Jerusa conocía por CONSUELITO, de apodo la Solitaria, prima del ALCALDE, viuda rica sin hijos, que en investigar vidas ajenas se pasaba mansamente la suya, y era, por tanto, un viviente archivo de historias, enredos y chismes. Amenizó el señor ALCALDE la comida con un jaquecoso disertar sobre las mejoras pasadas, presentes y venideras de Jerusa, y a nadie dejaba meter baza. Pugnaba su esposa por intercalar observaciones finas en medio de la gárrula oratoria del buen Monedero; pero rara vez vio coronado por el éxito su laudable propósito. Cuando servían el café (que, entre paréntesis, llegó a la mesa mal hecho, recalentado y frío), entraron a saludar a LA CONDESA el señor CURA, que ya la había visto, y SENÉN, que aún no había tenido el honor de besarle la mano.)

 


ArribaAbajoEscena IV

 

Jardín que no necesita descripción, pues ya se comprende que es un afectado y ridículo plagio en pequeño del estilo inglés en grande; trazado en curvas, con praderas, macizos, bosquecillos plantaciones ornamentales de variada coloración.

 
 

LUCRECIA, NELL y DOLLY, EL ALCALDE, LA ALCALDESA, sus dos hijos, que no hablan, y peor sería que hablaran; CONSUELITO, EL CURA y SENÉN.

 
 

(Fórmanse grupos distintos que cambian de figuras.)

 
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EL CURA.-    (Sentándose con LA CONDESA y LA ALCALDESA en un banco rústico, de los muchos que hay en el jardín, alternando con los civilizados.)  Ya comprenderá la señora Condesa que no he venido esta tarde sólo por el gusto de verla, que siempre es grande, sino...

LUCRECIA.-   Ya, ya... Ha comido usted con él... y me trae algún mensaje; recadito por lo menos.

EL CURA.-   Dispénseme si le digo que se equivoca. El señor Conde no me ha dado ninguna comisión ni recado para la Condesa de Laín.

LUCRECIA.-   Entonces...

EL CURA.-   Lo que yo diga será por cuenta mía, por inspiración propia y consejo de amigo.

LUCRECIA.-    (A LA ALCALDESA, que se aparta discretamente.)  No, no se retire usted, Vicenta. No hablamos nada reservado. Puede usted oírlo. Siga, Don Carmelo. Mi ilustre papá político, como si lo viera, habrá dicho de mí... qué sé yo... horrores espeluznantes.

EL CURA.-   No, señora. Ni una sola vez la ha nombrado a usted durante la comida.

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LUCRECIA.-   Permítame el Sr. D. Carmelo que no le crea, con todo el respeto debido. Es usted un santo, que en este instante no dice la verdad... por exceso de virtud. Se dan casos.

EL CURA.-   Habló mucho de su hijo muerto, dignísimo esposo de usted; ponderó sus virtudes, su mérito no común, lloró...

LUCRECIA.-    (Que palidece, e intenta desviar la conversación.)  También hablaría de su desdichado viaje a América. Lo emprendió atraído por la ilusión, por el espejismo de un caudal que allí dejó su abuelo el Virrey, y después de mil fatigas y trabajos, sufriendo desaires y persecuciones, ha vuelto descorazonado y sin una peseta. Al diantre se le ocurre plantarse en el Perú a reclamar las famosas minas de Holgayos, olvidadas durante un siglo.

EL CURA.-   También nos habló de eso... y de otras cosas. Demuestra un cariño ardiente a sus nietas. Oyéndole hablar de ellas hemos observado Angulo y yo cierta exaltación del afecto paternal, y una tenacidad monomaniaca en el propósito de estudiar y desentrañar los caracteres de una y otra... Por la incoherencia con que se expresa, no hemos podido apoderarnos de su pensamiento, si es que alguno tiene. Angulo cree más bien que en aquella cabeza hay un desconcierto   —98→   lastimoso, ideas de grandeza, ideas de venganza, el orgullo y la miseria, que rabian de verse juntos.

LUCRECIA.-   No será extraño que las desdichas, amargando su alma, toda soberbia y altanería, lleven al buen D. Rodrigo a la locura...

EL CURA.-   No diré yo tanto. Sólo apunto la idea de que el señor Conde, por su ancianidad, por su pobreza, por el estado de amargura e irritación de su espíritu, merece y reclama exquisitos cuidados, y de esto precisamente quería que hablásemos usted y yo.

LUCRECIA.-   Por mí no ha de quedar. Pienso decir a Venancio que si el Conde permanece en la Pardina tenga con él toda clase de miramientos, le cuide, le agazaje5, atienda con delicadeza a sus necesidades. Pero yo dudo que acepte estos beneficios dispuestos por mí. Usted le conoce...

EL CURA.-   Sí, y sé que es atrabiliario, descontentadizo, y que la exaltación de la dignidad le impulsará a rechazar el bien que usted le ofrezca.

LUCRECIA.-    (Cruzándose de brazos.)  Entonces, ¿qué debo hacer? Vicenta, dé usted su opinión.

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LA ALCALDESA.-    (Con finura.)  Yo... ¿Qué quiere usted que le diga? Paréceme que no será difícil encontrar un medio de darle amparo decoroso, digno de su alcurnia, sin que la vidriosa dignidad de D. Rodrigo se sintiera ofendida.

EL CURA.-    (Aprobando enfáticamente.)  Mucho, mucho... Vicenta, con su talento admirable, nos indica el mejor camino. Pues bien: yo tengo una idea, que quiero someter al buen criterio de usted...

EL ALCALDE.-    (Presuroso, hacia LA CONDESA.)  Lucrecia, ahí tiene usted una visita. El Prior y dos Padres Jerónimos del convento de Zaratán vienen a ofrecer sus respetos.

LUCRECIA.-   ¡Ah!... Zaratán... Ya me acuerdo. Di una cantidad para la restauración... y Rafael consiguió del Gobierno un dineral para que estos benditos pudieran instalarse.

LA ALCALDESA.-   ¿Están en la sala? Vamos un momento. No tema usted que la fastidien. Son finísimos.

EL CURA.-   Vamos allá... ¡Qué oportunidad, qué feliz coincidencia!

 

(Entran en la casa LUCRECIA, EL CURA, EL ALCALDE y su señora.)

 
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SENÉN.-    (En otro grupo, con NELL y DOLLY, CONSUELITO y los niños del ALCALDE, que no hablan ni a tiros.)  ¿Quieren ver la pajarera?

NELL.-   Lo que queremos ver es las sortijas que llevas tú en el dedo meñique.

DOLLY.-   Son preciosas. Ya podías regalárnoslas.

SENÉN.-   Están a su disposición.

DOLLY.-   ¡Truhán! Ya sabes que no las tomaríamos.

SENÉN.-   ¿Por qué no? Hagan la prueba.

NELL.-   Te morirías de rabia.

CONSUELITO.-   Las necesita para deslumbrar a las chicas del pueblo.

DOLLY.-   ¿Cuántas novias tienes? Dinos la verdad.

NELL.-   Lo menos dos docenas.

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CONSUELITO.-   Que yo conozca, tres... A mí no me lo negarás, pillo, engañador. Te he visto de telégrafos con Delfina, la del confitero; sé que te carteas con Amalia Ruiz, y es de dominio público que le mandas versitos a ese retaco de Hilaria Sevillano, y que ella te envía, con la mujer del peón caminero, peras de su huerta. Todo se sabe, amiguito.

SENÉN.-   Sí, y lo primero que sabemos es que se deja usted tamañita a La Correspondencia. Todo lo averigua y todo lo trabuca. Para que se entere, no han sido peras, sino abridores.

CONSUELITO.-   Y ahora te está preparando una calabaza de cabello de ángel. Es rica la niña, aunque cargadita de espaldas; pero los padres, que son plateros y conocen el oro falso, no te pasan... Tienes liga...

 

(No se oye lo que contesta SENÉN, porque NELL y DOLLY, viendo pasar a un sujeto al través de la verja que da a la calle de Potestad, se abalanzan gozosas a llamarle.)

 

DOLLY.-   ¡D. Pío, Pío, Piito, venga, ven acá!... entra.

CONSUELITO.-    (Dejando a SENÉN con la palabra en la boca.)  ¿Es Coronado, vuestro maestro?

NELL.-    (Gritando.)  Maestro, maestrillo, entra. Mamá quiere verte.

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DOLLY.-   No seas vergonzoso... ven.

SENÉN.-   No entrará ni a tiros. Es muy corto de genio.  (Se asoman los cuatro, y ven a un anciano que se aleja calle adelante, y risueño saluda con la mano.) 

NELL.-   ¡Pobrecillo!... ¡Le queremos más!...

 

(Los dos niños del ALCALDE se dedican, con perseverancia digna de mejor causa, a untarse las manos de tierra mojada. La Solitaria, viendo salir a los frailes, y a las señoras, que en la verja de la plaza les despiden, corre a guluzmear6. Fórmanse nuevos grupos: en un lado están EL CURA, LA ALCALDESA y CONSUELITO; en otro, EL ALCALDE, LA CONDESA, SENÉN y las niñas.)

 

CONSUELITO.-    (A LA ALCALDESA.)  ¿Se puede saber a qué han venido los padricos de Zaratán?

LA ALCALDESA.-   Visita de parabién, y nada más.  (Al CURA.)  La verdad, D. Carmelo, aquí que nadie nos oye: ¿D. Rodrigo le dijo o no le dijo a usted los horrores que supone Lucrecia?

EL CURA.-    (Escurriendo el bulto.)  Psch... Exageraciones, monomanías... chocheces.

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CONSUELITO.-   A esta buena señora no le vendría mal mirar un poquito por su reputación... Ella será buena; pero no puede hacerlo creer a nadie.

LA ALCALDESA.-   Chitón, Consuelo. Lucrecia está en mi casa.

EL CURA.-   De todas las historias que por ahí corren, descontemos lo que añaden la malicia, la envidia, el afán de los chistes, y...

CONSUELITO.-   Quite usted todo el jierro que quiera, y siempre quedará lo que es público y notorio.

LA ALCALDESA.-   ¿Y quién te asegura que no sea invención?

CONSUELITO.-   No creo en las invenciones, ni siquiera en la de la pólvora... Esta Vicenta, cuando se pone a no querer entender las cosas...

LA ALCALDESA.-   Indicábamos que podría ser invención...

CONSUELITO.-   ¿He inventado yo que esta buena señora no tenía ni pizca de amor a su marido... y que le dejó morir como un perro en una fonda de Valencia?

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LA ALCALDESA.-   ¡Consuelo, por Dios...!

CONSUELITO.-   Hija, en Madrid lo oí... Los chicos de la calle no sabían otra cosa. Bueno: que es mentira. ¿Queréis que diga y sostenga que miente todo el mundo? Pues lo digo: a benevolencia nadie me gana. Pero también os aseguro una cosa: en mi fuero interno creo que el Conde de Albrit tiene razón en odiar a su nuera, y lo pruebo, como diría Senén.

EL CURA.-    (Riendo.)  Recomiéndele usted a su fuero interno que no sea tan malicioso.

CONSUELITO.-   Pero no puedo recomendar a mis ojos que no vean lo que ven; y han visto que la cara de la Condesa se queda como el mármol cuando le nombran a su suegro.

EL CURA.-   De mármol blanco. Es que tiene una tez que ya la quisiera usted para los días de fiesta.

CONSUELITO.-   Yo no presumo.

EL CURA.-   Podía...

LA ALCALDESA.-    (Cortando la cuestión.)  Basta. Mientras esta señora esté en mi casa, yo no tolero...

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CONSUELITO.-   Claro... pero conste que ella viene a honrarse a tu casa... no eres tú quien se honra con recibirla y agasajarla. ¡Pues no le han dado hoy poquita ovación!... Y dice que no le gustan los vivas... A poco más revienta de orgullo.

EL CURA.-   Señora Doña Consuelito, no abre usted la boca sin decir algo en ofensa del prójimo. Haga caso de mí, que la quiero bien: ponga mesura en sus palabras, y enfrene un poco su curiosidad de las vidas ajenas.

CONSUELITO.-   ¿Qué mal hay en saber lo que pasa, siendo verdad? La curiosidad es hija de Dios, y de la curiosidad nace la historia que usted cultiva, y nace la ciencia que descubre tantas cosas.

EL CURA.-   La curiosidad perdió a Eva.

CONSUELITO.-   Hay opiniones...

EL CURA.-    (Riendo.)  Es dogma.

CONSUELITO.-   Bueno... lo creo por ser dogma, que si no, no lo creía. Una cosa siento, acordándome de lo del Paraíso... Sí, señor, siento no haberlo visto yo, para que nadie me lo contara.

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LA ALCALDESA.-    (Viendo llegar a LA CONDESA.)  Silencio... Aquí viene.

LUCRECIA.-   ¡Pobre Senén! Las chiquillas le traen loco.

 

(La inopinada presencia del periodista en la verja de entrada exige una nueva intervención de la muleta del señor ALCALDE. Preséntase también el director del orfeón. LA ALCALDESA se ve precisada a poner coto a los juegos inocentes de sus hijuelos, y acude al estanque, donde se lavan las manos, mojándose la ropita nueva. NELL y DOLLY llaman a CONSUELITO y al CURA. SENÉN y LA CONDESA se encuentran un rato solos.)

 

LUCRECIA.-    (Sentada a la sombra de una magnolia frondosísima.)  Ya sé que has visto a ese hombre, que le has hablado.

SENÉN.-    (En pie, respetuoso.)  Viene de malas.

LUCRECIA.-    (Disimulando su miedo.)  ¿Y qué me importa? Forzoso es darle algo para que viva... Me dejará en paz.

SENÉN.-   Lo dudo... Como soberbio que es, no querrá limosna; como quisquilloso y camorrista, querrá escándalo.

LUCRECIA.-    (Trémula.)  ¡Escándalo!... ¿Qué?... ¿te ha dicho algo?

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SENÉN.-    (Haciéndose el misterioso.)  A mí, no... En Madrid, un amigo mío que vivió en Valencia con el señor Conde, me dijo que éste, desde la muerte de su hijo (Dios le tenga en su gloria), no vive más que para un fin: revolver lo pasado, los desechos del pasado...

LUCRECIA.-   Como los traperos en los motones de basura.

SENÉN.-   Revolver para sacar... lo que encuentre.

LUCRECIA.-    (Muy inquieta.)  Y a ti te haría mil preguntas... Sabe que fuiste mi criado... y los criados siempre poseen algún secreto... digo mal, algún dato de las intimidades de sus amos.

SENÉN.-    (Enfáticamente.)  En mí tuvo y tendrá siempre la señora Condesa un servidor leal...

LUCRECIA.-   Lo sé... Confío en ti.

SENÉN.-   Y aunque no me obligaran a la lealtad los motivos de agradecimiento que me hacen esclavo de la señora, seré fiel y seguro, porque tengo la honradez metida en las entrañas...

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LUCRECIA.-   Lo sé...  (Apuradisíma por librar su olfato del insoportable perfume de heliotropo que SENÉN despide de su ropa, saca el pañuelo, y se acaricia con él la nariz, fingiendo constipación.) 

SENÉN.-   Sirvo a la Condesa de Laín desinteresadamente en todo aquello que guste mandarme, sea lo que fuere... Pero no olvide la señora que su humilde protegido, el pobre Senén, no merece quedarse a mitad del camino en su carrera.

LUCRECIA.-    (Con hastío y desdén.)  ¿Pero qué... quieres más? ¿Solicitas otro ascenso? Ahora es imposible.

SENÉN.-    (Quejumbroso.)  No es eso. Por la administración a secas no se va a ninguna parte.

LUCRECIA.-   ¿Pues qué pretendes?... Dilo pronto y acaba de una vez. ¿Quieres el arzobispado de Toledo o la cruz laureada de San Fernando?

SENÉN.-   Aspiro a una posición obscura y de mucho trabajo, con lo cual podré asegurar mi subsistencia en lo que me quede de vida.

LUCRECIA.-    (Impaciente, deseando que se vaya.)  Bueno: la tendrás. ¿Es cosa que puedo hacer yo?

  —109→  

SENÉN.-   Facilísimamente, no dejando pasar la ocasión. Es cosa muy sencilla. Que me nombren agente ejecutivo de la cobranza de Derechos Reales.

LUCRECIA.-   ¿Y eso da dinero?

SENÉN.-   ¡Que si da!...

LUCRECIA.-   ¿De modo que pidiéndolo al Ministro...?

SENÉN.-   Como tenerlo en la mano.

LUCRECIA.-    (Levantándose, por huir del perfume y del perfumado.)  Si es así, cuenta con ello.

SENÉN.-   Permítame la señora un momentito...

LUCRECIA.-   ¡Insufrible pedigüeño! ¿Todavía más?

SENÉN.-   Se me olvidó decir a la señora que para desempeñar ese cargo necesito fianza.

LUCRECIA.-    (Muy displicente.)  ¿También eso?

  —110→  

SENÉN.-   Una fuerte fianza.

LUCRECIA.-    (Sofocando su ira.)  Yo no puedo ponértela...

SENÉN.-    (Dando un paso hacia ella.)  Pero el señor Marqués de Pescara me la facilitará sólo con que la señora se lo diga... o se lo mande.

LUCRECIA.-   ¡Oh!... Esto ya es absurdo... Pides cosas difíciles, enfadosas.

SENÉN.-    (Dando un paso en seguimiento de LA CONDESA, que se aleja.)  Si la señora no quiere molestarse para que yo salga de pobre, no he dicho nada... Se me olvidaba manifestarle que el dinero estará seguro, y el señor Marqués cobrará intereses de la Caja de Depósitos.

LUCRECIA.-    (Deseando concluir.)  Está bien... Pero es dudoso que yo pueda ver a Ricardo...

SENÉN.-    (Con seguridad.)  Le verá mañana o pasado.

LUCRECIA.-    (Con súbito interés, aproximándose a él, sin temor a la fragancia hetiotrópica.)  ¿Dónde?... ¿Qué dices?... ¿Dónde?

  —111→  

SENÉN.-   En Verola, a donde la señora va desde aquí.

LUCRECIA.-   ¿Y cómo lo sabes?

SENÉN.-   Cuando lo digo, es porque lo sé... y lo pruebo.

LUCRECIA.-   ¡Él también en Verola!... ¡Ah!, lo sabes por su ayuda de cámara, que es tu primo. ¿Estás seguro?

SENÉN.-   Prométame la señora que si encuentra allí al señor Marqués le pedirá la fianza. Con eso me basta.

LUCRECIA.-    (Rehaciéndose, avergonzada de sostener coloquio familiar con un inferior.)  Yo veré... Ignoro en qué disposición encontraré a Ricardo.

SENÉN.-    (Muy animado.)  Prométame hablarle de mi fianza si le encuentra en buena disposición. Me conformo.

LUCRECIA.-   Te prometo no olvidar el asunto, mirarlo con interés... siempre que tú me asegures una lealtad a toda prueba...

  —112→  

SENÉN.-    (Con aspavientos de adhesión.)  ¡Señora!...

LUCRECIA.-    (Tapándose la nariz.)  Retírate...

SENÉN.-   ¿Qué... está la señora constipada?

LUCRECIA.-    (Burlona.)  No, hombre... Es que usas unos perfumes tan fuertes, que no se puede estar a tu lado... Vete ya.

SENÉN.-    (Turbado.)  Pues yo creía... No molesto más...  (Saludando a distancia.)  Señora...

LUCRECIA.-    (Agitando con su pañuelo el aire, para alejar los miasmas olorosos.)  ¡Qué desgraciada soy, Dios mío! ¡Tener que soportar a ese animalejo, y oírle, y olerle... sólo porque le temo!...

LA ALCALDESA.-    (Que vuelve a meter en cintura a sus niños.)  ¿Qué hace usted, Lucrecia?

LUCRECIA.-   Limpiar la atmósfera de los perfumes que usa este imbécil.

LA ALCALDESA.-    (Riendo.)  Sí, sí: tiene infestada... toda la población.

  —113→  
 

(Entra en el jardín Capitán, el perrito de la Pardina, y corre hacia las niñas, brincando de alegría, y meneando el plumacho que tiene por cola.)

 

DOLLY.-    (Bajándose para cogerle de las patas delanteras.)  Hola, pillo, ¿vienes a ver a tus niñas?

NELL.-   ¿Qué trae por aquí el chiquitín de la casa? Tú no has venido solo, Capitán.

DOLLY.-   ¿Con quién has venido?

EL ALCALDE.-    (A LUCRECIA.)  Ahí tiene usted a Venancio, con un recado del León de Albrit... Cuidado que no le llamo flaco ni gordo, ni hablo de sus pulgas.

LUCRECIA.-    (Demudada.)  Voy... ¿Qué será?  (Entra en la casa, acompañada de LA ALCALDESA.) 

EL ALCALDE.-    (A CONSUELITO, que ávida de noticias se le aproxima.)  Esta tarde no podremos librarnos del orfeón. Ya le he dicho a Fandiño que con un par de cantatas nos daremos por bien servidos.

CONSUELITO.-   Y echarán, aplicándolo a tu amiga, el coro dedicado a Isabel la Católica, que dice: «Salve, matrona excelsa...».  (Cantando.) 

  —114→  

EL ALCALDE.-   El tábano de Cea debiera celebrar su interbú contigo. Pero como estás sorda, le encargaré que se traiga una trompetilla.

CONSUELITO.-    (Amenazándole con su abanico.)  ¡Sorda yo!

EL ALCALDE.-   Quiero decir que debieras serlo... y muda.

CONSUELITO.-   Eso quisieras tú, para hacer mangas y capirotes en el Ayuntamiento.

LUCRECIA.-    (Que vuelve de la casa, con LA ALCALDESA y EL CURA.)  Mi noble suegro me pide hora y sitio para nuestra entrevista. He dicho a Venancio que le contestaré esta tarde.

EL CURA.-   Me parece bien que no se demore el careo. Sea usted humilde si él es orgulloso. Tiene usted la juventud, la fuerza, no sé si la razón... Él es anciano, infeliz... Merece indulgencia.

LUCRECIA.-    (Mirando más al suelo que a los que la rodean.)  No sé qué pretenderá... Lo sabremos mañana.

EL ALCALDE.-   Citémosle aquí. Verá usted cómo conmigo no se desmanda. ¡Leoncitos a mí!

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LUCRECIA.-    (Vacilando.)  No sé... no sé...

CONSUELITO.-   Si quiere usted celebrar la entrevista en mi casa, pongo a su disposición una sala hermosísima... Con franqueza. Estarán ustedes solitos... Se cierran bien las puertas...

LUCRECIA.-   No, gracias... Iré a la Pardina.

EL CURA.-   Fije usted la hora, y yo le llevaré el recado.

LUCRECIA.-   Mañana, a las diez.

LA ALCALDESA.-    (Desconsolada.)  ¡Mañana que pensaba yo llevármela a visitar a las monjitas!

EL ALCALDE.-   Y el colegio, y la fábrica, y el matadero, y los casinos de la masa obrera, y el hospital, y el instituto, y las escuelas... Condesa, que espere el león un día más.

LUCRECIA.-   No puede ser, mi querido D. José María, porque me voy mañana.

  —116→  

LA ALCALDESA.-    (Con asombro y cierta indignación, de que participa su esposo.)  ¿Cómo es eso? ¡Lucrecia, por Dios...!

EL ALCALDE.-    (Dando resoplidos.)  ¡Trómpolis! Eso no es lo tratado.

LA ALCALDESA.-   No, hija mía; no lo consentimos. Dijo usted que cuatro días.

EL ALCALDE.-   Me opongo. Saco la vara.

EL CURA.-   Y yo saco el Cristo.

CONSUELITO.-   ¡Ingrata! ¡Dejarnos tan pronto!

LUCRECIA.-    (Remilgada, suspirando.)  Lo siento en el alma...

EL CURA.-   ¿Pero tan mal la tratamos?

CONSUELITO.-    (Poniendo morros.)  Sin duda la tratan mejor en Verola, en el castillo de sus amigos los Donesteve.

LUCRECIA.-   Compromiso ineludible. Me esperan mañana. Pero no hay que apurarse... volveré.

  —117→  

EL ALCALDE.-    (Con grosería.)  ¿De veras? ¡Cómo nos está tomando el pelo!

LA ALCALDESA.-   No, no nos engaña. Volverá.

LUCRECIA.-   Como que es muy probable que allí determine llevarme a las chiquillas... Francamente, me inquieta un poco dejarlas en Jerusa.

EL CURA.-    (Frunciendo el ceño.)  Tal vez...

NELL.-    (Corriendo hacia su madre.)  ¡Mamá, el orfeón!

DOLLY.-   ¡El orfeón! Ahí están.

NELL.-    (Batiendo palmas.)  ¡Qué gusto!

DOLLY.-   ¡Qué alegría!

CONSUELITO.-    (Cantando bajito.)  «Salve, matrona excelsa...».