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El aforismo como escritura poética. (Algunos sacrilegios sobre la brevedad)1

Carlos Marzal

Tengo la sospecha de que pronunciar una conferencia sobre el género aforístico entraña en cierta medida una contradicción, por no decir que supone un sacrilegio. El aforismo es el reino de la brevedad, de la síntesis, de la concentración. En aforística -si es que podemos llamar así a la costumbre de reflexionar por breve-, la sentencia que tiene siete palabras dice mejor que la que dice con ocho, y así en orden descendente. (El aforismo mágico, el Aforismo con mayúscula, que duerme su sueño conceptual en el paraíso de las Ideas, es el que se formula con una sola Palabra, también con mayúscula: es el aforismo imposible, el colmo del aforismo, su antonomasia.) Las conferencias, sin embargo, pertenecen al ámbito de lo extenso, que es en realidad, por comparación, cualquier género que no sea el aforístico. Las conferencias, por muy ajustadas que sean, por muy bien medidas que estén, por muy sintéticas que se pretendan, siempre son una demasía con respecto a la búsqueda de lo mínimo, con respecto a la aspiración de significar con apenas nada.

De manera que el aforista aficionado que hay en mí se siente un traidor a su código de honor aforístico, al disfrazarse de conferenciante y tener que parafrasearse durante más tiempo de lo debido. En buena ley, digámoslo con una rotundidad aforística, la mejor conferencia sobre el aforismo es un aforismo que valga por una conferencia.

Si yo fuese un performer de la aforística nacional, y tuviese menos respeto del que tengo por el género y por los espectadores (sobre todo a esta hora taurina de la tarde, en que hay que tener mucha moral para venir a escuchar conferencias, si no es que a uno lo obligan con las mil y una formas que existen para obligar a un espectador a escuchar conferencias), si no tuviese algo de esa alta virtud conocida como vergüenza torera, digo, me callaría, diría que ya he terminado y que eso es todo lo que tengo que decir al respecto, para no cometer perjurio con el género literario que trato de cultivar.

Pero el caso es que, insisto, ni soy -no sé si para bien o para desgracia de los espectadores- un performer, ni me considero nieto cercano de los primeros surrealistas, en especial de Salvador Dalí, aquel extraordinario botarate de la cultura del siglo XX, quien fundó hace ya mucho tiempo la variedad aforística de la conferencia, o viceversa, la variedad conferencística del aforismo, cuando dijo en cierta ocasión ante su público: Voy a ser tan breve que ya he terminado.

Yo no voy a ser tan breve, porque no he terminado; pero trataré de no alargarme más de lo debido, porque bien podría no terminar nunca. Hablar del aforismo es como hablar de poesía, como hablar de filosofía, como hablar de la ficción: el cuento de nunca acabar. Lo que no cabe ni en un aforismo, ni en una conferencia. Ni en todos los aforismos del mundo, ni tampoco en todas las conferencias que se pudiesen pronunciar.

Se me ocurre que la herejía de lesa patria aforística no es sólo formal -no tiene que ver tan sólo con la medida, con la extensión-: también es de índole conceptual. Porque pronunciar una conferencia acerca del aforismo supone por obligación tener que definirlo, y tener que definirlo debería significar que uno sabe a ciencia cierta en qué consiste. Sin embargo no es así: no albergo una teoría sobre el género, no sé con certidumbre cuáles son sus fronteras (si es que las tiene), soy incapaz de enunciar sus reglas de composición. Entiendo el aforismo como una práctica más de la absoluta libertad de la escritura, como una variedad más de la libertad absoluta del pensamiento cuando se entrega a su propio discurrir.

Ahora bien, entiendo que, llegados a este punto, y una vez aceptado el encargo de tener que hablar acerca del género breve, sería escurrir el bulto más de la cuenta el hecho de no intentar alguna forma de descripción, a pesar de todo lo dicho anteriormente. Digamos, pues, que mi acercamiento a una posible definición, o a varias definiciones a la vez, significa una manera de sobreponerme a mi falta de argumentos para definir el género. No se trata de una excusa, sino de una evidencia que suena como tal -como una excusa-, en el momento mismo de estar enunciándola.

Los escritores somos, en buena medida, no sólo individuos que observan el mundo desde la atalaya de sus propios ojos, sino seres asombrados de tener ojos propios desde cuya atalaya observarse a sí mismos como individuos. Escribir es una manera de analizarse, de psicoanalizarse, de construirse, de fundarse, de descubrirse, de comunicarse, de averiguarse: de todo eso y de casi todo lo que queramos añadir a esta lista. Lo bueno de la literatura es que permanece inmaculada frente a todos los intentos de definirla, de acotarla. La literatura es, sobre todo, todo aquello que no sabemos decir sobre la literatura. La literatura es especialmente, todo aquello que hacemos mientras no tenemos la obligación ni la necesidad de definirla.

Si digo esto, es porque, en el ejercicio escrutador de mí mismo que entraña lo que escribo, he observado que el aforismo es una de las maneras habituales en que trabaja mi mente. Tal vez la manera más propia en que suele afrontar la tarea que podríamos denominar el pensamiento. Ignoro si esto se ha estudiado, si se ha dicho antes o si resulta una obviedad. No sé si les ocurre igual al resto de los mortales. Pero creo que no voy muy desencaminado con respecto a mí mismo en este apunte de autoanálisis, de autoexploración. Pienso en aforismos, la mayor parte de las veces. Creo que el mecanismo que rige mi cabeza es de naturaleza sentenciosa: obra por máximas; es decir, por destellos, por enunciados que tienden a contener una idea completa, cerrada en sí misma, autosuficiente.

Ya digo que no sé si esto es una sospecha de carácter exclusivo o un proceder natural de todas las mentes, y que ya ha sido estudiado por la psicología hace ya mucho tiempo. En cualquier caso, es la primera vez que lo pongo por escrito. Aunque ya tenía escrito un aforismo que rezaba del siguiente modo: Pienso en aforismos, y algunas veces me parafraseo.

Con ello no quiero decir que todo pensamiento me sobrevenga bajo especie de aforismo, ni mucho menos que todo pensamiento que me sobrevenga bajo especie de aforismo constituya un aforismo. Y ni muchísimo menos que, cuando ocurre todo lo anterior, el resultado sea un buen aforismo. Trato de explicar y explicarme cómo creo que trabaja mi mente por lo común, y no sólo cuando trata de escribir. Me parece que tengo un flujo mental de naturaleza aforística, un proceder intelectual que opera por enunciaciones de ese tipo. Desconozco si esto es más habitual de lo que me figuro o si se trata de una anomalía (una más de las tantas anomalías en que yo consisto).

El razonamiento, el hilo discursivo de un texto extenso, su necesidad de coherencia interna, de desarrollo estructural, de vinculación entre sus partes, es, desde el punto de vista psicológico, un artificio siempre, una violencia que nos impone el género de escritura que afrontamos, que nos imponemos al afrontar ese género de escritura. El acto de componer un artículo, un reportaje, el capítulo de un ensayo, escribir una conferencia, representa para mí un acto absolutamente antinatural (como les sucede a todos, por otro lado), y no sólo desde el punto de vista -llamémoslo- físico, (porque debemos obligarnos a ello, forzarnos a estar sentados, a empujar el texto hacia su destino: escribir no es una función biológica), sino que también es antinatural (y esto no sé si a todos les sucede), desde el punto de vista psíquico. Mis textos más extensos son las paráfrasis, los circunloquios de ocurrencias breves, de máximas mínimas, de adagios privados.

Si me paro a pensarlo, no me parece descabellado afirmar que mis poemas han nacido y nacen, en buena medida, de ese modo: a partir de un enunciado sentencioso que está sometido a un ritmo interno, es decir a una música de lo sucesivo y, a la vez, de lo simultáneo, de lo que nace obligado y también libre en su caminar: lo metódico y a la vez fruto de la inspiración, lo sometido a un esquema y al mismo tiempo nacido del capricho del creador. Música pensada, ideas que revolotean alrededor de un eje de carácter acústico. Como si una melodía y un vislumbre de naturaleza conceptual tratasen de llevarse a buen puerto en compañía, como si procurasen apoyarse mutuamente para darse a luz, para terminar siendo lo que termina por ser un poema. Una canción que escarba en las ideas, mientras las ideas hurgan en la canción. Algo así creo que me sucede a menudo, cuando me embarco en la escritura de un texto poético.

El aforismo, pues, tiene en mí una vinculación directa con la poesía, al menos desde el punto de vista compositivo, pero creo que no sólo desde él. La mirada con que observo los dos ámbitos -poesía y aforismo- tiende a situarlos en territorios muy próximos, con fronteras que se confunden con facilidad, con características compartidas en ocasiones, con rasgos de familia que me los vuelven muy cercanos. El título de esta conferencia así lo afirma: el aforismo como escritura poética. Pero ¿en qué sentido considero que el aforismo está emparentado con la poesía?

Tengo la impresión de que la aforística y la poesía son dos maneras de entender el ejercicio de la literatura, teniendo como principio básico la búsqueda de la intensidad en el lenguaje. No se trata de que el aforismo deba aspirar a una cierta condición lírica, ni de que el poema pueda, si lo cree conveniente, perseguir la profundidad filosófica, la hondura conceptual. Es más bien que uno y otro procuran, cada cual con sus reglas propias, cada cual con sus limitaciones y virtudes, aquilatar el lenguaje, comprimirlo, alquitararlo, para conducirlo hasta el extremo del decir, hasta el final de la significación. La poesía es, entre otras cosas, la extremosidad en lo verbal, la prueba máxima de lo que se puede alcanzar, en el universo del lenguaje, con las herramientas del lenguaje mismo. El aforismo también (al menos en mi mirada de aficionado al género) significa la demostración de cómo se puede formular la mayor cantidad de pensamiento con el menor número de recursos verbales posibles. Aquí también tendría validez el famoso aserto de Mies van der Rohe: less is more, menos es más (que constituye también toda una conferencia acerca del proceder del género breve).

A su modo, pues, el aforismo también es otra extremosidad, otra criatura nacida de la tensión permanente entre nuestras ideas y nuestros recursos para expresarlas. El aforismo también se impone a sí mismo, como la escritura poética, una serie de limitaciones, una serie de reglas, una serie de pautas que representan, a fin de cuentas, los límites de su libertad. Así como el ritmo, la rima, la condición estrófica acaban por suponer los pilares con que el poema, restringiéndose, adquiere su propio espacio, el aforismo halla en su concisión y en su poquedad toda su eficacia.

En cierta manera ya he cumplido con algo de lo que he hablado más arriba: algunas posibles definiciones del aforismo. Pero seamos un poco más rigurosos. Ordenemos dichas definiciones y expliquémoslas.

Entiendo el aforismo como un pensamiento formulado de la manera más breve posible. Con ello pretendo delimitar el género por sus aspectos cuantitativos. Creo que todo aquello que excede las dos o tres líneas, hablando en sentido genérico, rompe con una de las primordiales normas del aforismo: la concisión. Más allá de una extensión mínima, se está en un terreno cercano a nuestro género, pero distinto: el universo del fragmento, de la anotación, del apunte, cuyo tono puede participar de la sentenciosidad aforística, pero sin ser un aforismo en sí mismo. Las fronteras son difíciles de asignar, pero tengo la impresión de que el lector, sin necesidad de mayores disquisiciones, sabe por él mismo de qué estamos hablando. Existen muchos libros de celebres aforistas -por ejemplo los Carnets de Joseph Joubert, las Maximes et pensée de Chamfort, los Pensée, de Pascal- que mezclan ambas formas -los aforismos y las anotaciones- de manera indistinta.

Considero -y aquí hago que mi gusto propio sea juez y parte, de manera más evidente aún- que el aforismo necesita un tono de robustez, una vocación sentenciosa. Una vocación y una robustez que provienen de la misma formulación concisa, tajante -es decir, que se concede el mismo aforismo, desde fuera-; pero que al mismo tiempo, desde dentro del propio género, le es concedida: porque la voz del aforismo se disfraza de sabiduría, se permite la licencia de investirse de una condición experta. El aforista, cuando ejerce de tal, es un hombre de mundo, un hombre del mundo, que nos alecciona sobre el mundo del hombre. De ahí que yo entienda como aforismo especialmente la sentencia de carácter moral, la fórmula de intención ejemplarizante.

Digamos que, en mi contemplación del aforismo, no cabe, por ejemplo, la greguería, tan concisa en ocasiones como el más conciso de los aforismos, pero cuya intención es absolutamente distinta. La greguería, como hija de las vanguardias, está más cercana a la imagen poética de naturaleza irracional, a la asociación de índole acústica, al juego de carácter humorístico. Ramón Gómez de la Serna es un maestro del género breve, y el creador de una variedad -la greguería- de enormes posibilidades de expresión, pero no me parece que sea un aforista. Ni por intenciones, ni por carácter ni por resultados. Incluso cuando trata de ser severo, le asoma siempre la sonrisa del niño juguetón, el niño que hubiese preferido hacer una cabriola verbal, una travesura conceptual, un volantín de ocurrencias felices.

A este respecto, el polaco Stanislaw Jerzy Lec -otro gran cultivador del género breve- me parece que tiene en ocasiones gran parentesco con Ramón Gómez de la Serna. Son primos lejanos que pertenecen a un mismo planeta del temperamento: el planeta del humor como sistema para habitar en el planeta.

La diferencia estriba en que Lec es un moralista al que le vence el humor, y Ramón un humorista que pocas veces se deja tentar por el moralismo. Ambos se encuentran, al otro lado de su propio extremo, en la tierra de todos del humor, aunque el humor de Lec, siendo también acrobático, suele inclinarse hacia el sarcasmo y la ironía. Recordemos que él fue quien dijo: Cuando el agua te llegue al cuello, no te preocupes de si es potable, o Todos desean vuestro bien. No dejéis que os lo quiten, o La primera condición para la inmortalidad es la propia muerte.

(Hay un humor, dicho sea entre paréntesis, una variedad seria -seriamente loca y locamente seria- del chiste, que también se aproxima a las fronteras aforísticas, sobre todo cuando entraña un sarcasmo que en el fondo supone una lección de naturaleza moral. Hay un cinismo grouchomarxista que a veces no sólo no desmerece de las afirmaciones aforísticas, sino que llega tanto o más lejos que ellas. Como por ejemplo esta: Lo único importante en la vida son las pequeñas cosas: un pequeño castillo, un pequeño yate, una pequeña fortuna.)

He hablado más arriba acerca de la sabiduría de la que se inviste la voz aforística. Me gustaría insistir sobre ello. Se trata de una de las imposiciones del género: de uno de los contagios que obra sobre todo aquel que lo practica. En aforismo, por necesidad, uno no puede dejar de aparecer con cierta soberbia, aunque no sea soberbio, en ninguna acepción, lo que aparezca en sus aforismos. La apretura, la síntesis, lo taxativo de lo que se indica tienen ese efecto sobre el texto. Lo diré con un aforismo: El aforismo sabe siempre más de lo que sabe el aforista. Es el hábito -el hábito de la costumbre y el de la vestimenta-, que si no hace enteramente al monje, al menos lo disfraza de tal: de monje sabio, de sacerdote que está al cabo de la calle de lo divino y lo humano. Bajo especie de aforismo, todas las voces que hablan pertenecen a la especie de los filósofos, o al menos lo parecen: filósofos sin método, filósofos desperdigados, filósofos sin aspiraciones totalizadoras; pero filósofos. Los cultivadores del aforismo suelen pertenecer al elenco de los que creen que el único sistema que explica el universo consiste en que no existe ningún sistema que lo explique de manera absoluta.

No estoy seguro de que se trate enteramente del género, que exige, por su condensación, no andarse por las ramas, no sucumbir a las elucubraciones, no perderse en elementos digresivos, pero, por lo general, la mayor parte de los grandes cultivadores del aforismo -Marco Aurelio, La Rochefoucauld, Joubert, Lichtenberg, Nietzsche, Schopenhauer, Wilde, Cioran, Porchia- son siempre transparentes, diáfanos. El aforismo es el reino de la cortesía filosófica, que como se sabe es la obligación de claridad. Las voces de los aforistas nos suenan enormemente cercanas: voces amigas, voces correligionarias, voces de quienes nos han escuchado, nos han conocido, nos han interpretado y han dicho con las palabras justas, en el momento preciso en que lo necesitábamos escuchar, aquello que mejor nos explicaba a nosotros mismos.

Me parece que, entre todas las variedades literarias, el aforismo y la poesía son los géneros medicinales por excelencia, los géneros curativos, los que, por la palabra, mejor nos sirven de bálsamo para nuestras penalidades, dudas y tormentos diarios. Creo que cuando Borges -otro hacedor de aforismos a su manera, otro acuñador de sentencias memorables- se refiere, en su poema «Fragmentos de un evangelio apócrifo», a los felices que recuerdan palabras de Virgilio o de Cristo, porque ellas darán luz a sus días, está explicando buena parte del secreto y del misterio del funcionamiento aforístico, buena parte del valor terapéutico que creo que posee. Cada vez confío más en la naturaleza medicinal de la literatura, y en especial de la variedad literaria de los adagios, de las máximas. Quien consigue transportar algunos en la cabeza, creo que debe aplicárselos en momentos de congoja, o en instantes de éxtasis, bien para conjurar los demonios que nos acechan, o bien para intensificar nuestras mejores ocasiones. Los aforismos son un género hecho a la medida del hombre, a la medida de cualquier memoria: la mejor literatura portátil. Yo tiendo a administrármelos como un bálsamo, como una cataplasma de conocimiento, o a prescribírmelos como una píldora de lucidez, o como un jarabe de intensidad emocional. Los llevo de acá para allá, conmigo, y suelo recordármelos cuando la ocasión lo requiere. Es un sistema para volver el mundo más amable, para volver el mundo más intenso: una fórmula -nunca mejor dicho: la fórmula farmacológica, la fórmula magistral-, para tratar de ser más felices, y esa, la persecución de la felicidad es, a mi modo de ver, la función sagrada del arte.

A menudo me digo, por ejemplo, lo que Juan Gil-Albert nos recuerda en su Breviarum vitae (uno de los mejores libros españoles dedicados al género breve, en general, en el pasado siglo XX: Hay que vivir ilusionados, pero sin hacerse ilusiones. O cuando leo una crítica absurda de un buen libro, cuando asisto a un caso de incomprensión, recuerdo las palabras de Lichtenberg: Un libro es un espejo: un asno no puede reflejarse en él y pretender ver a un santo. Y sobre todo me aconsejo con Joubert un comportamiento sensato, porque como él dice: La mitad de mí mismo se ríe de la otra mitad.

El psicoanálisis, ya lo sabemos, habla de una talking cure, de una cura por el habla (la confesión es, en cierta medida, con su acto de contrición, con su arrepentimiento verbal, una suerte de psicoanálisis antes de hora); se ha dicho innumerables veces que el ejercicio de la literatura representa una writing cure, una sanación por la escritura. Pues bien: yo creo en una listening cure, en una curación por la escucha, por el transporte íntimo que hacemos de nuestros poemas favoritos, de algunos de nuestros aforismos predilectos. Una cura por la escucha y por la repetición: como el rezo, pero de ningún credo en concreto; como las plegarias, pero de nuestros autores más amados. Cualquiera tiene la experiencia cotidiana del valor terapéutico de las palabras: verbalizar nuestra desdicha significa enfrentarnos a ella, y enfrentarnos a ella representa, en cierta medida, domesticarla, y el acto de creerla domesticada supone haberla vencido en parte. Los aforismos mejores son como los mantras que pronunciamos en un templo sin dioses, como las salmodias que nos recitamos sin necesidad de suscribir ningún dogma.

He dicho más arriba que sospecho que el funcionamiento de mi cabeza -o la falta de un funcionamiento claro en ella- es de inclinación aforística. Lo más natural, en mí, sería dedicarme a la trascripción de las ocurrencias que con forma de aforismo me dicta mi mente. Y quiero señalar algo curioso que no sé si tiene o no que ver con todo lo que trato de referir. Ahora que me he convertido, como casi todos los escritores de mi edad -y no sólo de ella-, a la religión informática del ordenador, he vuelto a escribir a mano, en pequeños cuadernos -casi siempre en libretas Moleskine-, los aforismos. Me parece descubrir una corriente especial entre la caligrafía propia y mi forma de cultivar el género: una corriente eléctrica que va directamente desde el pensamiento al papel, utilizando como mediadores mi letra y la tinta. No sé si sería o no capaz de escribirlos con ordenador: casi seguro que sí. Pero me temo que no significarían lo mismo. Las sentencias -las de vida y las de muerte- se firman de puño y letra de quien tiene la obligación de dictarlas. La caligrafía supone una interpretación musical propia de la partitura del lenguaje articulado, de manera que no me parece absurdo que el pensamiento -esa otra interpretación, también musical, del lenguaje, que trata de establecer afirmaciones de valor más o menos genérico-, el pensamiento de índole aforística se ejecute a mano, con la letra propia. (La lástima es que no se pueda leer de la misma forma, porque -qué diría el viejo abuelo Sigmund de todo ello- mi caligrafía convierte en ilegibles (a veces, incluso para mí mismo) las máximas que aspiran a la máxima legibilidad, a la claridad por principio.

No quisiera terminar sin entregarme de manera breve a una modalidad ensimismada del aforismo: al aforismo que aforiza sobre el propio género aforístico. Al pensamiento, que es de naturaleza alborotadora, de carácter revoltoso, le gusta mirarse al espejo, para verse mejor, para hacerse muecas, para asustarse de sí mismo, para asombrarse de su perfil estrafalario, para complacerse, para desilusionarse. Todo cabe en la actividad reflexiva del pensamiento. Todo debe caber en la tarea autocontemplativa. He titulado, por eso, este apartado «Diez onanismos aforísticos».

  1. El placer de escribir aforismos es de naturaleza mecánica: ver avanzar la máquina de nuestro pensamiento.
  2. Quién iba a decirme que iba a decirme tantas cosas.
  3. Escribir es saberme yendo, sin saber a dónde.
  4. Mis aforismos también son retratismo de sujetos ausentes.
  5. He hecho de mis aforismos una cuestión personal.
  6. No hay nadie tan idiota como para no ser capaz de escribir un aforismo memorable
  7. Entiendo la escritura como pugna: ni lo fácil, ni lo imposible
  8. La última palabra de cualquier enunciación debería ser quizá.
  9. El escritor es un intrahombre.
  10. Los aforismos son pistas en el bosque de uno mismo, para saber volver.

Ya he pecado más de lo que me proponía, ya he infringido más de lo aconsejable ese código no escrito del sentido común que exige no resultar permanentemente paradójico; es decir, no extenderse acerca de lo que no quiere tener extensión, y no comportarse con morosidad con aquello que aspira al derroche. Al aforismo le sienta bien todo lo que no es demasiado grande: las palabras justas de todos los días, la media voz de las confidencias directas, las recopilaciones que no apabullen, el desorden de los armarios en donde se acumula la misma vida, con sus cosas útiles y con sus cachivaches inservibles. Ya he dicho que me parece un género hecho a la medida del hombre: lo que mezcla las bromas y las veras; lo que conjuga la sentenciosidad y la falta de lo mismo; lo que tan pronto se sube a un púlpito para amonestarnos, como desciende al suelo y se revuelca. Los aforismos tienen el poder de dibujar un hombre a la medidad de su lector, del pensamiento de su interlocutor: establecen una comunión de inteligencias. Cuando estoy ante un aforista, tengo la impresión de estar ante un individuo, ante un hombre con sus preocupaciones, con sus grandezas, con sus miserias: tengo la impresión de estar delante de un espejo prestado, en el que miro mi imagen mejor de lo que lo podría hacer en los espejos propios.

Espero no haber sido más desordenado de lo que requieren estas ocasiones de las conferencias, aunque al aforismo le vaya bien cierto desorden. A mí me gusta leerlos sin premeditación, sin plan, sin seguir el suceder de sus páginas. Acostumbro a leer uno, cerrar el libro y meditar, escucharme diciéndolo, verme pensándolo. Me gusta leer una pieza y sentir cómo nacen en mí las ganas de escribir algo en relación con lo que acabo de leer. Los aforismos son tan buenos por lo que dicen en sí mismos, como por lo que nos hacen decirnos gracias con su reflujo, con su marea, con su eco. Tienen capacidad expansiva, se propagan en ondas concéntricas, pero a diferencia de las ondas concéntricas terrestres, no se disipan a medida que se expanden, sino que se agrandan y se aceleran, como el mismo universo, según dicen los científicos. Resulta que el pequeño universo del aforismo es igual que el inconmensurable universo.

Ojalá haya habido aquí algo, por breve que sea -o mejor: especialmente si ello ha sido breve- que pueda tener esas características expansivas, esa fuerza generadora de interés perpetuo.

Con todo, no quisiera terminar de una forma demasiado severa. Quisiera acabar aforísticamente: con una severidad que abogue por la falta de severidad absoluta. Es un consejo propio que me doy a menudo: Por muy serio que te pongas, nunca te pongas tanto que pensemos que te tomas en serio.

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