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«El alcalde de Zalamea»: historia, ideología, literatura

Domingo Ynduráin





El alcalde de Zalamea, de Calderón, aparece como una constelación de temas literarios y de problemas históricos, de manera que cualquier interpretación filológica de la obra debe tener en cuenta el complicado juego de concordancias y variaciones que Calderón realiza en ella. Como es bien sabido, el tema central está tomado de la obra homónima de Lope de Vega1; esto implica, en primer lugar, que los lectores u oyentes de la obra calderoniana conocían el conflicto y el desenlace del drama que se les presentaba. El interés de la historia no reside en el «argumento», sino en el desarrollo de la acción, en cómo se llega al resultado final, a la solución de un conflicto que, en principio parece no tenerla. Aceptar un tema conocido y señalarlo desde el título de la comedia es práctica corriente en el teatro del Siglo de Oro, pero en el caso que nos ocupa no responde sólo a la teoría de la imitatio o emulación, ni al deseo de explotar un tema de éxito; tampoco a urgencia o falta de ideas que lleve a tomar lo que se encuentra más a mano. El tema es suficientemente conflictivo y peligroso como para no tratarlo a la ligera: si Calderón lo plantea es porque tiene una propuesta, una solución que ofrecer al enfrentamiento entre soldadesca y campesinos, entre la razón individual y la social, o lo que se entiende por tal en la época. La obra, pues, es una didáctica, y como tal se expone, como veremos.

La dependencia de Lope no es la única conexión literaria, argumental, que aparece en El alcalde de Zalamea, aunque sea la más evidente y marcada. La obra calderoniana puede verse como centro o confluencia de una red de relaciones, ecos y controversias: cada conexión plantea un problema cuyo tratamiento y resolución supone una toma de partido, implica la adscripción a una ideología. O, dicho de otra manera, no se trata solamente de ir marcando las «fuentes» de la obra, ni de señalar sus elementos constructivos en cuanto piezas de una nueva construcción; el interés se centra en apreciar el sentido de esos elementos y el valor que cobran al integrarse en el nuevo conjunto en el que aparecen.

Naturalmente, no todos los elementos ajenos tienen la misma categoría; señalaré por ello sólo los que me parezcan más significativos para la explicación de la obra. Así, y empezando por el principio, el alcalde se llama ya Pedro Crespo en la obra de Lope de Vega: se trata de una figura folclórica, pues Pedro Crespo aparece ya en la primera parte del Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán, y Crespo -aunque no Pedro- se llama el alcalde en el Pedro de Urdemalas cervantino. Dada la relación entre Cervantes y P. Padilla2, es posible que el autor del Quijote tomara el apellido Crespo del Thesoro de varias poesías (Madrid, 1580), donde aparece varias veces, como Antón de Herrán Crespo (fol. 351v.): Antón Crespo (401r.); Crespo (39v., 399v.) y, por fin, como Pedro Crespo (fols. 397v., 401v.) y, en la Ensaladilla pastoril de una bayla y un beato, se lee «dixo Crespo ell alcalde» (fol. 427r.). En cualquier caso, haya influido en Cervantes o no3, la del Thesoro es la más antigua referencia a Pedro Crespo, alcalde, que conozco, aunque es probable que fuera uno de esos personajes o personajillos que corrían en cuentos y facecias tradicionales por las dos Castillas. Sea esto como fuere, lo que ahora nos interesa es que nombre y apellido (o apelativo) se caracterizan por su rusticidad, como corresponde a la figura cómica de los alcaldes campesinos, habitual motivo literario de burlas y escarnios por su zafia ignorancia; no hay más que recordar a este respecto el entremés de La elección de los alcaldes de Daganzo. Sin duda, la burla del rústico ignorante, desde los autos de Juan del Encina, o desde el Auto del repelón, como contraste, implican una perspectiva aristocrática o señorial y, en ciertos momentos, especialmente cuando ocupan cargos civiles o de otra naturaleza, los ataques y burlas suponen cierto afán de revancha mezclado con la difusa denuncia de las mañas y astucias campesinas4. Este es el punto de partida en relación con el cual el cambio introducido por Lope y Calderón resulta altamente significativo: es el conocido proceso que lleva al «ennoblecimiento» del labrador rico estudiado por N. Salomón5 en esta y otras comedias. En el fondo de estas obras, gratificantes para el campesinado, se vislumbra una parte de las contradicciones y conflictos sociales de la época. En la Península, como en tantos otros lugares, la riqueza fundamental es la que proporciona la agricultura; y son los agricultores quienes pagan los impuestos con que la corona hace frente a sus necesidades; no hace falta recordar que los nobles no trabajan directamente en actividades productivas y que, en cualquier caso, nobles, hidalgos y religiosos no pagan pechos a la real hacienda.

El aumento de las guerras interiores y exteriores, el desarrollo de los gastos suntuarios de la corte y otros factores provocan, por una parte, que muchos campesinos sean enrolados a la fuerza o con engaños (de manera que huyen o se entregan de donados a la Iglesia) y que, por otra, los pocos que quedan trabajando las tierras, realizando un trabajo productivo, vean cómo los impuestos aumentan de forma desmesurada. Ambos factores hacen que el campo quede despoblado: unos lo abandonan atraídos por el brillo y la vida despreocupada de la milicia o de la corte, y van a aumentar el número de pícaros y ganapanes6; otros corren a refugiarse en la religión o compran títulos de nobleza, lo que, en cualquier caso, si les libra de pagar tributos, también les impide trabajar y acrecentar la riqueza obtenida. La situación es complicada: la corona necesita labradores para aumentar la producción y para tener alguien a quien cobrar impuestos (dado que la burguesía ha sido prácticamente eliminada), pero es, precisamente, la excesiva carga tributaria lo que obliga a los campesinos a abandonar su actividad7. En El alcalde de Zalamea se describe bien este panorama y se valora muy positivamente la dignidad de Pedro Crespo, dignidad que, paradójicamente, le libra de la tentación de hacerse noble, a pesar de que se lo pide una y otra vez su hijo.

La solución al conflicto, una de las soluciones, mejor dicho, es recompensar el esfuerzo de los campesinos mediante el reconocimiento de la importancia, valor y dignidad del trabajo que ejercen; para ello se pueden utilizar, por ejemplo, obras teatrales en las que su vanidad resulte satisfecha; es un remedio exclusivamente ideológico, por tanto. En ese tipo de obras, la asunción de enaltecimiento que el teatro otorga implica, por parte de los beneficiarios, la asunción de la ideología dominante, aunque de manera ambigua y deformada. En efecto, el labrador tendrá honra, pero no nobleza, y por ello seguirá siendo villano o, si se prefiere, cumpliendo sus obligaciones tributarias. Por eso, la verdadera nobleza del campesino seguirá siendo su riqueza; y su honra, el respeto debido a su persona. En la práctica (teatral) el reconocimiento de su honor queda reducido al ámbito sexual; y esto sólo para los labradores ricos, para los grandes propietarios. Caro le cuesta a Pedro Crespo la concesión que le lleva de personaje de entremés, zafio y rústico, a la condición de protagonista digno y honrado de una comedia.

Hay otros temas tradicionales que sufren sutiles trasformaciones para adaptar su función al nuevo esquema; veamos un ejemplo donde el viejo modelo se transparente bajo la artística remodelación calderoniana; me refiero al tema clásico del viejo celoso, del senex que protege la virtud de una doncella, tema bien conocido desde la tardía latinidad, desarrollado tanto en fabliaux y novelle como en la Tragicomedia. Aquí, el conflicto evita el tono farsesco (y la complicidad de la doncella) para adquirir tintes dramáticos y un patetismo mucho más acusado que en la versión lopesca, o cualquier otra. La figura del viejo ha sido dignificada en este aspecto, y la burla ha dejado de ser motivo de regocijo para adquirir tintes dramáticos que provocan la compasión y la solidaridad. Y aunque no alcance el nivel trágico de La hija del aire, pongo por caso, la historia de Pedro Crespo y su hija entra claramente en la obsesión calderoniana por escenificar el tema de la inutilidad de guardarse o encerrarse la persona que se espera que cause -o sea causa de- una desgracia, como ocurre también en La vida es sueño8 y en tantas otras obras. Aquí, con Isabel ocurre lo mismo que con Semíramis, me refiero a que es el juego de alabanzas y ocultamiento de la hermosura femenina lo que provoca el desastre9. Notemos, sin embargo, que en la obra que nos ocupa y, aunque se aluda a la conocida copla «Madre, la mi madre»10, Isabel sí quiere guardarse y es ella misma quien decide ocultarse para evitar el eventual peligro; tampoco hay en ella el menor asomo de rebeldía contra la autoridad del padre o del hermano. Frente a Lope y frente a la tradición farsesca o celestinesca, la versión calderoniana del tema es más patética y supone una manifestación más de un principio frecuentemente utilizado por Calderón: que el hombre propone y Dios dispone, y que es mejor enfrentarse limpiamente a los peligros que huir de ellos (cfr. Clarín y Basilio), pues lo que cuenta es la actitud moral con que el individuo se enfrenta al destino. Entre esos dos polos, tragedia y farsa plautina o fabliaux, se sitúa El alcalde de Zalamea. Más desvaída es la relación de nuestra obra con el tema de Dido; recordemos que Eneas aprovecha el hospedaje y la ayuda recibida de la reina para seducirla, primero, y abandonarla, después11. El tema es retomado casi al pie de la letra por Tirso cuando donjuán, náufrago también, es acogido por Tisbea en su rústica choza. Lo que acerca la obra del mercedario al planteamiento de Calderón es la diferencia social; lo que la aleja, lo mismo que a su modelo, es la ausencia de fuerza y la acogida espontánea. Por otra parte, el motivo del caballero que en acción de guerra encuentra una villana cuya belleza le cautiva es de sobra conocido; no hay más que recordar las serranillas del marqués de Santillana, donde también se produce la conversión ennoblecedora de la villa en dama e, incluso, se insinúa en filigrana la (convencional) resistencia de la serrana y la fuerza del caballero. Y es la pasión amorosa (o directamente sexual, como aquí) lo que permite a los escritores de la época plantear un conflicto entre las clases que, sin embargo, no atente contra el orden social existente, aunque las valoraciones habituales para noble y villano resulten invertidas en la obra y en la situación concretas.

En cuanto a la oportunidad para el asalto amoroso, en nuestra obra el capitán se encuentra por casualidad con que el hermano de Isabel está ausente por haberse incorporado a la tropa, lo que le deja el campo libre (o casi libre); es lo que ocurre, de manera intencionada, en Peribáñez. En cualquier caso, lo que me interesa señalar a este respecto es el mecanismo según el cual un hecho, en principio deseado y positivo, se transforma en ocasión para que la desgracia se produzca: el procedimiento dramático consiste en situar a un personaje (Juan) ante y entre una doble lealtad, la que debe a la autoridad (aquí el capitán) y la que debe a su honra. Equivalente es el conflicto de Pedro Crespo, situado en el dilema de elegir entre su condición de padre ofendido, en busca de venganza, y su deber de alcalde, al servicio de la justicia. En ambos casos, los ofendidos optarán por la misma alternativa, aunque de forma muy diferente, como veremos.

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La obra de Pedro Crespo se desarrolla sobre un fondo histórico concreto y enlaza con él: en junio de 1580, Felipe II se pone al frente de las tropas que le esperaban en la provincia de Badajoz para entrar en Portugal. En cuanto a los enfrentamientos entre campesinos y soldados, eran muy frecuentes, como lo atestigua el caso que relata Castro Rossi, y aduce José María Aguirre para explicar la conducta de Pedro Crespo: «Su abuso de autoridad podría considerarse psicológicamente válido, fundado en la desconfianza del villano de que la nobleza le haga justicia; tal desconfianza está justificada por Castro Rossi, narrando el caso de un soldado que, habiendo herido al padre y el hermano de una doncella, que luego violaría, fue mandado prender por su jefe, don Pedro Girón, quien "la misma noche le dio libertad"»12. A la misma situación se refiere el artículo tercero del edicto que Felipe II promulga durante su estancia en Badajoz «que ningún soldado ni otra persona de cualquier grado ni condición que sea ose ni se atreva a hacer violencia ninguna de mujeres, de cualquier calidad que sea, so pena de la vida»13. Los dos textos que acabo de reproducir ofrecen estrecha relación con la obra que nos ocupa, pero estos casos, lo mismo que otros semejantes, se inscriben en una situación general frecuentemente denunciada ya desde antiguo; véase, si no lo que dice Escobar en 1524:

«[...] pues la gente de armas dexado los nobles, a quien no menos la buena crianza que el temor de dios refrena, pero quantos civiles soldados ved los rigores e insultos que ejecutan en los tristes labradores por no haver razón ni justicia ni castigo ni temor de dios en ellos, por los campos roban los jumentos y a los mismos los venden y rescatan, por las casas les comen las provisiones que para su familia tienen, y del campo los ganados, y no les pagaran, y de los relieves de la mesa no les dexan gozar. Al que demanda ser pagado ponen crueles manos en el, las deshonestidades y strupos abominables y de no decir, las ropas de sus camas no solamente se las toman y llevan a otras partes y vendenlas a menos precio, las casas las deshazen para quemar la madera, las injurias que les dizen esso es lo de menos, vanse los tristes de sus casas y tierras después de empobrecidos, que lo menos grave les parece dexarlo: Justicia a quien se quexen no la ay y muriendo de hambre compran su mismo pan por dineros a los tiranos que impossible cosa es no subir a dios los gemidos de tantas personas affligidas y perpetuamente empobrecidas»14.


En 1562, Barahona escribe una carta al rey describiendo la situación en Italia:

«[...] no quiero tampoco persuadir a V. M. dé autoridad a los soldados para que maltraten a sus vasallos, antes digo que no conviene que el de la tierra tome las armas contra el soldado por ningún pecado que cometa, so pena que se levantarán cada hora contra ellos y los matarán como lo hacen a cada paso donde se les antoja y se salen con ello pagando cuatro reales»15.


Esta es la situación que refleja El alcalde de Zalamea.

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Sobre estos antecedentes históricos y literarios se desarrolla el conflicto planteado en El alcalde de Zalamea, el problema que Pedro Calderón debe resolver. Y resolver significa aquí llegar a una explicación aceptable para todos los estamentos, simultáneamente. Hemos visto ya cómo la historia y el desenlace formal de El alcalde (la ejecución del noble por un villano) eran perfectamente conocidos por el público de su tiempo: el final estaba claramente anunciado desde el título. El interés de la obra consiste, entonces, en averiguar cómo el autor es capaz de justificar social y moralmente el desenlace, en averiguar la casuística empleada para hacer aceptable un hecho que, si resultaba gratificante para la mayoría del público, especialmente para el campesinado, era inadmisible para el buen orden de la sociedad. Esto quiere decir que si para los villanos la victoria de Pedro Crespo era algo que debía llenarles de satisfacción, sin embargo, aceptar, sin más, el halago suponía aceptar también la trasgresión de las leyes y del orden social: incapacidad del alcalde para condenar y aplicar la pena capital, jurisdicción especial del soldado, alterar la superioridad del noble sobre el villano, etc. Además, Calderón debe tener en cuenta que el desenlace no era para los nobles tan gratificante como para los villanos.

Calderón, desde el principio, va preparando un sistema que acerque a los dos bandos que luego se van a enfrentar mediante un sutil juego de contrapesos, esto es, de degradaciones y elevaciones. Así, la figura del hidalgo ridículo, don Mendo, es fundamental en la creación del ambiente propicio. Este individuo juega en dos terrenos, pues, si por una parte pertenece a Zalamea, por otra forma parte de la clase a la que pertenece el capitán. Como es bien sabido, el hidalgo es un tipo folclórico objeto de burlas por lo menos desde fines del siglo XV; en nuestra obra se cumple e, incluso, se intensifica el papel tradicional: desprecia a Isabel puesto que se propone seducirla y abandonarla, pero no es capaz de enfrentarse al capitán cuando éste la corteja, y desaparece también en los momentos de peligro. Es una manera de elevar a Crespo por encima de un hidalgo, y de ridiculizar a un «noble» de forma admisible en cuanto es una figura. En el otro bando, en el de los soldados, encontramos a Rebolledo, que cumple una función simétrica a la del hidalgo: es soldado, pero, por la clase a la que pertenece, le correspondería formar con los campesinos; es un individuo marginal que sirve para rebajar al mismo tiempo a (determinado tipo) de soldados y villanos. De esta manera, esos dos personajes sirven a la tesis de la obra, la que sitúa el honor por encima de los condicionamientos sociales, como cualidad espiritual personal, directamente relacionada con Dios. Este reconocimiento de que, en cualquier grupo (nobles o villanos, tropa o «civiles»), hay seres marginales poco recomendables prepara la degradación del Capitán, y, en definitiva, la ascensión, sobre él, de Pedro Crespo.

Pero toda la interpretación de la obra, lo mismo que la valoración funcional de los rasgos que acabo de señalar, depende, en definitiva, del caso final.

Empezando por el principio, parece claro que la actuación del alcalde Pedro Crespo es ilegal, cosa que se reconoce sin mayores problemas en el texto: lo dice el Capitán y lo afirma Felipe II, pero es un error de procedimiento puramente formal. La pena es justa, pues tanto las leyes civiles como el edicto real condenaban a muerte al violador. Por otra parte, Pedro Crespo es amenazado por el capitán, y ya Sánchez de Arévalo en la Suma de la política cuenta el caso de un juez que condena a muerte a un caballero por haber sido amenazado por él16, de manera que motivos o causas justas para la condena no fatal. Ha habido un delito y se ha aplicado la pena correspondiente, con algunos defectos de forma, es cierto, pero como sentencia Felipe II con su autoridad inapelable, no importa errar lo menos si se acertó lo principal: eso anula la indudable trasgresión, pues como dice el Digesto: «Quod principi placuit, legis habet vigorem» y, en este caso, la voluntad regia está regulada por la razón y de acuerdo con la ley divina, como exige santo Tomás17. Incluso en el caso de que el capitán hubiera sido condenado y ejecutado sin atender al fuero militar, debe recordarse que el bien social es superior a la felicidad individual, como se argumenta en el De regimine principum (cap. IX), y por ello es lícito el sacrificio de un individuo en aras del bien general, la unidad y el orden. Por todo ello, la decisión de Felipe II es justa, aunque no entre a valorar la conducta de Pedro Crespo.

A este respecto, Calderón no deja de subrayar la excepcionalidad de la historia, que reside no sólo en lo extraño del caso, sino en la serie de casualidades que lo hacen posible sin que produzca el desastre que a cada paso parece inminente: en efecto, el milagro teatral (tan lopesco) se produce una vez con la providencial aparición de don Lope cuando, en el acto primero, luchan Juan y don Álvaro; la segunda es la elección, en el momento más comprometido, de alcalde, puesto que recae precisamente en P. Crespo; la tercera es la presencia del padre-alcalde cuando Juan va a matar a Isabel; la cuarta y definitiva es la repentina entrada del rey, cuya presencia evita la destrucción de Zalamea. Notemos, al paso, que así como todos los personajes importantes de la obra han sido descritos antes de aparecer en escena, el Rey llega de improviso, sin presentación previa: a Calderón le basta y le sobra con la información histórica que el público tiene de un rey conocido, precisamente, por su prudencia.

Ahora bien, en lo que atañe al problema moral, Pedro Crespo, ¿hizo justicia como alcalde, o se vengó como padre? En mi opinión, es cierta la segunda posibilidad: Pedro Crespo utiliza su cargo como coartada e instrumento para acudir a su interés personal, lo cual, sin embargo, no implica despojar a P. Crespo de su aureola ejemplar. En último término, su venganza coincide con la justicia en cuanto al resultado; y la venganza, cuando la honra está en juego, está moralmente permitida (v. gr. Azpilicueta)18 y socialmente aceptada.

A partir de este momento, cualquier intento de explicación debe tener en cuenta la teoría de los grupos, es decir, la diferente comprensión y valoración que de unos mismos hechos realiza el público según la clase social a la que pertenezca.

En cualquier caso, la intervención regia sitúa al monarca por encima de grupos y clases, como padre de todos. Lo cual, desde otra perspectiva -sobre todo desde la villana- implica la asunción del sistema, de un sistema cuya piedra angular es, precisamente, la institución monárquica y la ideología aristocrática que la sustenta. Y ahí está la trampa y la ambigüedad del caso.

La victoria personal del alcalde (y la colectiva de Zalamea) no se logra sin que se produzcan estragos. La necesaria publicidad del delito obliga a que la víctima, Isabel, sea sepultada en un convento. Y es que la victoria de Crespo le supone aceptar, precisamente, el sistema de valores de sus oponentes. Quien crea que el campesino ha vencido y se identifique o alegre de su decisión está aceptando al mismo tiempo, y de manera automática, la ideología señorial, ideología que afirma la superioridad de esa negra que llaman honra sobre los bienes materiales. Y es, en último término, el impalpable honor lo que justifica que se violen y seduzcan villanas.

Y esto es así porque ese honor que -dice Crespo muy orgulloso- es patrimonio del alma y pertenece solamente a Dios, no tiene en el texto (ni en la realidad) nada espiritual, no reside en la conciencia personal, sino en la opinión, palabra repetida hasta la saciedad por Crespo y por su hijo; es una convención social impuesta por quien puede hacerlo, y lo hace con su cuenta y razón. Para la clase no sólo ideológicamente dominadora, el comportamiento de P. Crespo no dejará de despertar simpatías, pues objetivamente es un aliado, un defensor de los principios ideológicos de la nobleza de sangre, acepta al reparto establecido de cargas y privilegios y no aspira a cosa de mayor peligro para la sociedad estamental que a que su hijo no sea violada y abandonada.

Lo que ocurre en El alcalde de Zalamea es que el punto de partida es falso. Pedro Crespo enuncia de manera rimbombante un principio bien conocido y aceptado, que el honor es patrimonio del alma: desde Séneca anda rodando tal afirmación19 que suele referirse a la identificación aristotélica honra = virtud, y aplicarse al ámbito religioso. Pedro Crespo, sin embargo, afirma la validez del principio aplicándolo a la vida civil, pero esa declaración de principios es puramente verbal, ya que cuando actúa lo hace de acuerdo con el concepto de honra = opinión. Sólo esto explica que recluya a Isabel en un convento cuando ella no ha consentido y, sobre todo, que se sienta agraviado en su honor cuando ni él ni su hija ha cometido, ante Dios, pecado alguno. El mismo hecho de que sólo pueda recuperar su honra u honor mediante el castigo legal y material del capitán, demuestra que no es patrimonio del alma. No hay apoyo alguno en la religión que permita interpretar la violación de Isabel como menoscabo de una cualidad del alma; por ejemplo, Fray Martín de Córdoba, coincidiendo en esto con el Libro de las claras y virtuosas mugeres de don Álvaro de Luna, escribe: «[...] como dixo Santa Lucía: -No se ensucia el cuerpo si la voluntad no consiente. Donde si alguna virgen fuese, por fuerça, corrompida, siempre queda virgen; ni aún por eso pierde el aureola que es dotada a las vírgenes en el cielo, antes les es doblada»20 . Y cerca, en Mérida, tenía P. Crespo el ejemplo de Santa Eulalia, hija de un ciudadano rico de esa ciudad llamado Liberio, de la cual escribe Pedro de Medina en el Libro de las grandezas de España lo siguiente: «Desque el juez oyó estas palabras, muy turbado, con gran rubor, viendo que la virgen no se quería convertir a su mal propósito mandóla luego desnudar y azotar muy crudamente. Ella dijo: -Qué te aprovecha, maligno, descubrir mi cuerpo y honestidad? Mi cuerpo tienes debajo de tu poderío, más mí ánima sólo Dios»21. Donde incluso la formulación de la frase es próxima a la de Crespo. No lo es la consecuencia o coherencia entre enunciado y actuación.

Quedan aún unas pocas consideraciones. El egoísmo, la vanidad y la obstinación de Pedro Crespo no sólo llevan a Isabel al convento y ponen a todo el pueblo al borde de la destrucción, sino que esa asunción del concepto ajeno de la honra le acarrea su propia ruina: los herederos de sus cuantiosas riquezas se marchan dejándole solo. El hijo es reclamado por don Lope y arrastrado con la tropa, cosa que se hace, además, con el beneplácito y la satisfacción del padre, que reflexiona:


   ¿Qué había de hacer conmigo,
sino ser toda su vida
un holgazán, un perdido?
Váyase a servir al rey.


(vv. 763-768)                


Leva curiosa la que no sólo consigue su objetivo, sino que, además, provoca un encendido elogio de la tropa como la mejor escuela para la educación de los jóvenes pecheros. No habrá que subrayar un hecho irónico: Pedro Crespo entrega a un único hijo a sus ofensores y con ello absuelve a la institución armada del pecado cometido por uno de sus miembros. Juan representa aquí la confraternización pueblo-ejército. No sé cómo se ha podido decir que El alcalde es una obra antimilitarista.

Y este es el final. La rebeldía de Pedro Crespo ha dado sus frutos: un hijo ha ido a la milicia, la hija a la iglesia, y él queda como pechero ejemplar. Sin duda, y de manera emblemática, cada uno de los tres estamentos medievales cobra su débito. En efecto, P. Crespo es un modelo admirable.





 
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