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«El Aleph». Paradigma del vanguardismo narrativo borgeano

Luis Sáinz de Medrano Arce





Como cuestión previa, habremos de decir algo que concierne a la justificación del título de nuestro trabajo, que se sitúa, bajo el supuesto que nos convoca en estas jornadas: es decir, el reconocimiento de Borges como escritor vanguardista. Creo que es obvio que el vanguardismo representado por Borges no es sino muy limitadamente el que tiene que ver con el ultraísmo. Desde muy pronto se vio que la deuda borgeana con este movimiento era sumamente relativa: la que puede tenerse con un brillante estímulo que dará origen a un quehacer muy independiente. Mucho más importante fue, por supuesto, la relacionada con otras corrientes culturales centroeuropeas a las que tuvo acceso antes de su primera llegada a España. De todos modos, cualesquiera que hayan sido sus incitaciones básicas, Borges se manifiesta como escritor vanguardista en cuanto se constituye en el más sólido renovador de las letras rioplatenses a las que aporta una vigorosa y distinta apreciación de lo fantástico, una singular dimensión metafísica y unas estrategias de la construcción del relato no menos insólitas. Decimos esto sin ignorar naturalmente el contexto en el que aparece Borges y la significación de la obra del Lugones de Las fuerzas extrañas y los Cuentos fatales, así como la de un Macedonio Fernández, por quien mantuvo una declarada devoción, ni el papel de otros como Horacio Quiroga, y los dispersos puntos de arranque que las innumerables revistas y manifiestos canónicos de las vanguardias hispanoamericanas han opacado. La notoria presencia de Borges en la eclosión del ultraísmo porteño y sus abominaciones posteriores del mismo vinieron a complicar más las cosas al crear una cortina de humo ante sus más profundas conexiones con otros modelos.

La obra de Borges «se caracteriza desde sus comienzos -como señaló muy oportunamente Gutiérrez Girardot- por un esfuerzo de reflexión y por una lúcida conciencia de su situación»1. Entre otras cosas, la originalidad de Borges tiene mucho que ver con su temprano descubrimiento de que la vanguardia no podía consistir en prolongar hasta la saciedad las formas rituales de un momento. Esta clarividencia, que en nuestros días sigue siendo una rara cualidad, nos admira en escritores de aquella época febril2. En segundo lugar, la singularidad borgeana se basa en haber vinculado su creación literaria a las encontradas sugestiones que el misterio del mundo y las respuestas ante él suscitan en un espíritu curioso y especulativo tras haber superado tempranamente la trampa de luchar por conquistar dos condiciones que le eran irremediablemente consustanciales, «ser moderno» y «ser argentino»3. Su posición ante el mundo y su lenguaje, fijados en lo sustancial desde entonces, le han dado a su obra esa continuidad, esa unidad tonal, esa admirable monotonía -cargada de sabia movilidad- que la hace invulnerable, frente a los azarosos esfuerzos de otros por renovarse a fortiori. Borges, en suma, construyó su propia vanguardia, y la construyó para siempre dotándola de una resistencia verdaderamente excepcional para no acabar siendo devorada por los museos -destino, según definió bien Sanguinetti4 de la vanguardia en general-. Por eso en esta hora vidriosa de la llamada posmodernidad, en la que asistimos a la penosa liquidación de tantas audacias que hace tiempo cumplieron sobradamente su función, la obra de Borges, palimpsesto de sí misma5, permanece incólume.

Tras estas consideraciones iniciales, pasemos a observar uno de los relatos más representativos de Borges, «El Aleph», publicado dentro del libro del mismo título en 1949, relato que constituye una de las claves y paradigmas más acusado de la vanguardista narrativa de Borges (y usamos intencionadamente el epíteto). Al enfrentarnos a él, es difícil no sentirse tentado a decir como el clásico Balbuena: «todo en este discurso está cifrado»6.

«El Aleph», definido como «el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos»7 es la objetivación más lograda y, en lo que cabe, precisa, de un cierto concepto borgeano que podemos definir por aproximación al decir que se encuentra en un campo semántico cuyo núcleo sería la «iluminación súbita», algo que hemos visto definido por Alberto Julián Pérez como «revelación»8 con diferentes variantes.

Podríamos señalar muchos momentos en los que entra en juego este fenómeno en los relatos de Borges. Un caso notable es el que fundamenta la deserción del bárbaro Droctulft, el primer protagonista de la «Historia del guerrero y la cautiva» (El Aleph), para quien la contemplación de Rávena, la plaza que asedia con los suyos, es un revulsivo que le hace optar por Roma, olvidando dioses y ciénagas de Alemania. «Bruscamente lo ciega y lo renueva esa revelación, la Ciudad», algo que no entiende pero en cuya configuración adivina «una inteligencia inmortal» (II, p. 39). Distinto es cuanto a la motivación el caso del sargento Cruz «Biografía de Tadeo Isidoro Cruz», El Aleph), quien, participante con otros soldados en una misión que lo lleva a Buenos Aires, rehúsa entrar en ella: «Comprendió [...] que nada tenía que ver con él la ciudad» (II, p. 43). Su instante privilegiado, ese momento «en que el hombre sabe para siempre quién es» (II, p. 44), le llega cuando al acosar con otros representantes de la ley a «un malevo que debía dos muertes a la justicia» (II, p. 44), el propio gaucho Martín Fierro, «comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro gregario» (II, p. 45) y se une al perseguido. En «La escritura de Dios» (El Aleph), a Tzinacán, el sacerdote azteca prisionero en una cárcel de piedra que comparte con un jaguar, le es dado llegar a una situación de éxtasis en la que contempla una rueda donde se encuentran «las cosas que serán, que son y que fueron» (II, 90) y, en virtud de la clarividencia que la rueda le transmite, llega a comprender el sentido de los signos representado por las manchas del animal, catorce palabras emanadas del propio Dios, su escritura, mediante cuyo uso el sacerdote podría adquirir poderes absolutos. Tzinacán renuncia a ello y, por consiguiente, a su propia liberación, «porque quien ha entrevisto el universo [...] no puede pensar en un hombre, en sus triviales dichas o desventuras, aunque este hombre sea él» (II, p. 90). Al sacerdote le resulta suficiente la felicidad del conocimiento («Oh dicha de entender, mayor que la de imaginar o la de sentir» II, p. 89) exclama, antes de iniciar un entusiasta discurso anafórico, regido por el mismo «Vi» que utiliza, más profusamente, el contemplador del Aleph). Otro buen ejemplo es el de «El Zahir» (El Aleph). Aquí la propuesta, más vaga, es igualmente sugestiva: el Zahir -que ha adaptado formas diversas a través de los tiempos, y ha tomado en Buenos Aires la de una moneda de veinte centavos- es, según la creencia islámica, «uno de los noventa y nueve nombres de Dios» (II, p. 82) y parece ser, en lo material, su forma visible. Su casual posesión por el narrador produce en él un desasosiego del que no podrá librarse aun después de alejar de sí la moneda, incluso sin haber llegado a experimentar la plenitud de sus efectos.

Hay muchas más situaciones de este tipo en la obra de Borges. La «nota», «El acercamiento a Almotásim» de Historia de la eternidad (1936) se refiere a los afanes de un estudiante islámico que en la India, en medio de confusos episodios, va en busca de un hombre, Almotásim, cuya claridad reverbera en otros y que puede ser «emblema de Dios», aunque el narrador estima «poco estimulante» tal conjetura, que sustituye por la de que «también el Todopoderoso está en busca de Alguien, y ese Alguien de Alguien superior (o simplemente imprescindible e igual) y así hasta el Fin -o mejor, el Sinfín- del Tiempo, o en forma cíclica» (I, p. 397). En «El congreso», de El libro de arena, por ir a un texto muy distante de este último, don Alejandro Ferri, el espléndido Mecenas del quimérico congreso universal, es capaz de aceptar serenamente su ruina al haber cobrado conciencia de que ese congreso en cuya organización ha gastado toda su fortuna es una empresa imposible pero fascinante «que abarca [...] el mundo entero», y es una labor sin fin que ha empezado a llevarse a cabo «con el primer instante del mundo». Simplemente esa lúcida comprensión de tal realidad le resarce sobradamente de sus pérdidas materiales: «Mi ruina no me duele porque ahora entiendo». «[...] Estaba ebrio de victoria» (II, pp. 482-483), apostilla el narrador. Recuérdense asimismo en este libro dos cuentos, «La noche de los dones» y «El espejo y la máscara», sobre el conocimiento, respectivamente, del amor y la muerte, y la belleza, a través de un solo verso, «que es un don vedado a los hombres» (II, p. 504); y en «Deustches Requiem» (El Aleph), la insólita seguridad con que el nazi Otto Dietrich Zur Linde percibe que la propia destrucción de Alemania es también un don para la consecución de un orden nuevo, «un don orbicular y perfecto» (II, p. 67).

Hombres de toda condición recorren las páginas de Borges en busca de su revelación o simplemente la encuentran de improvisto. El sentido unitario de esta obra nos lleva a recordar también situaciones bien significativas a este respecto en su poesía. En el «Poema conjetural» de El otro, el mismo, el capitán Francisco de Laprida, perseguido por los montoneros de Aldao, encuentra la iluminación en la certeza de que todos los intrincados caminos de su vida conducían a ese instante en que «el íntimo cuchillo en la garganta» va a ponerle fin. La pasión-lógica de Laprida-Borges explica el «júbilo secreto»9 de esa peculiar víctima. En el mismo libro el poeta supone a Baltasar Gracián, en el poema homónimo, deslumbrado en el más allá por la contemplación de «los Arquetipos y los Esplendores»10 -sólo, es verdad, como hipótesis que no tardará en ser útil por otra- de modo que está trasladando a un nivel sobrenatural el sagrado momento. «La razón, que no cesará de soñar / con un plano del laberinto» («Otro poema de los dones»11), es un impulso irrefrenable que a través de toda la obra borgeana, persigue y arma estos supuestos instantes, cuya objetivación toma diversos aspectos: una pequeña esfera, una rueda, una moneda, un hombre divinizado, una presencia luminosa, unas palabras, una simple reflexión. A todos los compendia el primero: el Aleph, concreción del sumo conocimiento.

Todo esto parte de la base de que hay un orden superior detrás del aparente azar («algo que ciertamente no se nombra / con la palabra azar rige estas cosas», «Poema de los dones»12), que es válido «el concepto del mundo como sistema de precisas compensaciones» («El inmortal», El Aleph, II, p. 19), que «toda negligencia es deliberada, todo casual encuentro una cita, etc.» («Deustches Réquiem, II, p. 64).

El segundo aspecto que nos interesa observar en «El Aleph» es la amplia utilización de un efecto especialmente grato a Borges: el oxímoron. El autor ha hablado muchas veces de este procedimiento y lo ha descrito con precisión en «El Zahir». El narrador de este relato, que como en tantas otras ocasiones se identifica con el Borges real, reflexiona acerca de su conducta al dejar el velatorio de Teodolina Villar, una mujer a la que ha amado, y toma una bebida alcohólica en un «almacén»: «En la figura que se llama oxímoron, se aplica a una palabra un epíteto que parece contradecirla: así los gnósticos hablaron de la luz oscura: los alquimistas de un sol negro. Salir de mi última visita a Teodolina Villar y tomar una caña en un almacén era una especie de oxímoron: su grosería y su facilidad me tentaron» (II, p. 79). Tenemos, pues, dos tipos de oxímoron: el gramatical y el estructural, tempranamente avizorado éste por Ana Barrenechea13 y bien captado por J. Alazraki14 como componente básico de los ensayos borgeanos.

En «El Aleph» ambos tipos son muy evidentes. Recordemos la formidable nota descriptiva de Beatriz: «Había en su andar (si el oxímoron es tolerable) una como preciosa torpeza» (p. 113), y más adelante: «admiración rencorosa» (p. 117), «maligna felicidad» (p. 119), «brusca penumbra» (p. 123). Pero los que nos interesa destacar son los oxímorons estructurales. Curiosamente hay unas líneas maestras coincidentes en el esquema de «El Zahir» y «El Aleph»: en ambos casos el descubrimiento del objeto portentoso se produce después de que el narrador abandona la casa de la mujer amada que ha fallecido (no importa que en «El Zahir» esto ocurra inmediatamente y en «El Aleph» años después). Pues bien, recuérdese que en este último relato al patetismo de la muerte se opone la observación del narrador de que «las carteleras de fierro de la plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos» (p. 112). Todo un símbolo, en último término, de que el mundo sigue andando indiferente a la desaparición de un ser humano, pero un símbolo poseedor de un valor sémico análogo al de la anterior situación: la extrema vulgaridad del acto que se produce como contrapunto del hecho doloroso, de donde se deriva también el marcado oxímoron. En seguida nos referiremos a la coincidencia representada por la ingestión de una bebida alcohólica barata en ambos casos aunque no en relación a la misma circunstancia. La estructura en oxímoron de «El Aleph» brota asimismo de otras situaciones en las que se producen flagrantes desajustes de correspondencia entre lo que sucede y lo que rodea el suceso. Eso es lo que encontramos, particularizado, en el momento en que Carlos Argentino Daneri, «con esa voz llana, impersonal, a que solemos recurrir para confiar algo muy íntimo» (p. 118) informa a Borges de la existencia del Aleph, y más aún cuando nos damos cuenta de que la desazón de Carlos por la pérdida del prodigioso objeto -que se producirá como consecuencia de la proyectada demolición de la casa- nace exclusivamente de que el Aleph le es indispensable para llevar a término un absurdo poema. Es un oxímoron también que el Aleph se encuentre en un sótano desordenado y poblado de ratones en una casa normal situada en una calle no menos normal de Buenos Aires, que para observarlo, volviendo a lo antes dicho, Borges tome previamente una copa de coñac del país -lo que nos lleva a pensar en la análoga función oximorónica, bien puntualizada por el narrador, de la caña ingerida por quien acaba de abandonar una casa mortuoria en El Zahir- y que repantingue su cuerpo en unas ordinarias bolsas de lona: lo es asimismo el trivial comentario de Carlos cuando la visión ha terminado: «Tarumba habrás quedado de tanto curiosear donde no te llaman...» «¿Lo viste todo bien, en colores?» (p. 123). Pero el oxímoron fundamental se produce con motivo de la «Postdata del primero de marzo de 1943» introducida por el narrador, con la que se desvaloriza el Aleph visto por el mismo, al dar por supuesto que «era un falso Aleph» (p. 124).

Algo de lo que tendremos ocasión de examinar posteriormente nos llevará de nuevo a este tema, pero no quiero dejar de señalar el peso del oxímoron en la composición de otros relatos a través de un rasgo muy curioso que acaso pueda parecer intrascendente. Me refiero a las especificaciones de las causas del fallecimiento de algunos personajes extraordinarios: «El atroz redentor Lazarus Morell» (Historia universal de la infamia), explotador y asesino despiadado de hombres de color, muere oscuramente en un vulgar hospital, «de una congestión pulmonar» (I, p. 252), como cualquier ciudadano común. Borges no puede menos de advertir sobre el anómalo desenlace: «Contrariamente a toda justicia poética (o simetría poética), tampoco el río de sus crímenes fue su tumba» (I, p. 252). Irineo Funes, en «Funes el memorioso» (Ficciones), una de las criaturas borgeanas en quienes se da lo que Ana María Barrenechea llama «la posesión angélica del universo»15, cuyas increíbles dotes de retención de datos infinitos asombran, tampoco merece una muerte superior: «murió en 1889 de una congestión pulmonar» (I, p. 484). En su caso el oxímoron se produce también porque «la rusticidad de Funes contrasta -como observa A. M. Barrenechea- con su papel de pseudodivinidad»16, lo mismo que su privilegio con su impotencia para aprovecharlo. El misterioso Pedro Damián («La otra muerte», El Aleph), capaz de revivir en su última hora una batalla ocurrida cuarenta y dos años antes para sustituir la cobardía por el heroísmo, muere, en fin, de esa misma congestión pulmonar, que tiene atisbos de endemia en el territorio de la ficción borgeana.

Otro rasgo del célebre cuento, que consideramos también una constante de la obra de Borges es la introducción de pistas falsas e indicios desorientadores.

La primera de ellas es la presentación de la recién desaparecida Beatriz Viterbo, en términos que permiten y aun hacen suponer que nos encontramos ante un cuento sentimental, «Cambiará el universo, pero no yo, pensé con melancólica vanidad» (p. 112). Estas palabras del narrador y los amplios párrafos que siguen referentes a la iconografía de Beatriz, la pertinacia del narrador de no dejar de visitar a sus familiares en los aniversarios de la muerte de la mujer, y los elogios a algunos aspectos de sus encantos físicos (el modo de andar, las manos) y, luego, ciertas exclamaciones algo intempestivas ante sus retratos reflejan una actitud afectiva característica de tal especie de relatos y nos sitúan ante la crisis de un hombre que ha perdido a su amada, crisis que ofrece, por su especificidad, marcadas expectativas de no diluirse, de mantenerse como elemento generador de situaciones básicamente vinculadas a ella. Tales expectativas no se cumplen, y la figura de Beatriz pasará a tener una vaga función de otra naturaleza. Otro tanto sucede con Carlos Argentino Daneri, primo de Beatriz, a cuya estulticia dedica el narrador un buen espacio en el que queda ampliamente definida su tosquedad espiritual, manifestada especialmente en sus gustos literarios que han dado lugar a un absurdo poema en curso de realización, del que se nos ofrecen prolijamente muestras y donosos comentarios. El proceso de la narración parece haber convertido inesperadamente a un personaje ocasional, respecto a Beatriz, en el protagonista, y es fácil sentir que nos encontramos ante un relato cuyo propósito es la ridiculización de los escritores vacuos. No es ése evidentemente el caso. Carlos Argentino no tiene ninguna misión más importante que la de facilitar al narrador el acceso al Aleph, asunto central del cuento.

Dos últimas pistas falsas son las que se insinúan en la «Postdata». La primera es la información ofrecida sobre la suerte corrida por el detestable poema, que obtuvo un inmerecido premio literario, lo cual motiva la indignada y sarcástica censura del narrador y vuelve a traer a un primer plano un asunto que, en la economía del relato, habíamos supuesto ya situado fuera de sus vías de articulación esencial. La segunda, abandonada ya -no menos inesperadamente- la mencionada información, se produce en lo que estimamos un intento de racionalizar el valor del Aleph a través de unos datos eruditos que nos sumen en la perplejidad desde el momento en que sirven no para negar la existencia de lo que la mente humana tiende a juzgar inverosímil, sino para proponer un reparo que no niega la existencia de lo maravilloso: «Yo creo que el Aleph de la calle Garay era un falso Aleph» (p. 124).

En cuanto a lo que llamamos «indicios falsos», tienen una significación paralela a la de las pistas falsas y sólo se diferencian de éstas cuantitativamente desde el momento en que carecen de desarrollo o lo tienen muy somero. El primero de ellos es el «alfajor». Al referirse a sus reiteradas visitas a la casa donde vivió Beatriz y sigue siendo residencia de sus familiares, el narrador notifica: «en 1934, aparecí, ya dadas las ocho con un alfajor santafecino» (p. 113). La trivialidad del dato (con la precisión cronológica incluida) pone enseguida en guardia al lector avisado, obligado a suponer que una información de este tipo ha de tener un sentido, con lo cual queda acechando el momento en que aparecerá la «consecutio» derivada de tal indicio. Este receptor cargado de avidez por los rasgos semióticos se sobresalta de nuevo cuando el narrador vuelve a ofrecerle una nueva referencia de presunto valor sintomático: «El treinta de abril de 1941 me permití agregar al alfajor una botella de coñac del país» (p. 113), que fue juzgado como «interesante», tras probarlo, por Carlos Argentino. A diferencia del anterior, este indicio reaparece para suscitar una posible propuesta, no desarrollada, desde luego, pero una vez que la inoperancia de aquél ha ido devaluándolo por contagio, su inesperada reaparición inclina a considerarlo muy seriamente. Carlos Argentino anima al narrador, antes de que éste baje al sótano donde podrá contemplar el Aleph, a tomar una copa de tal bebida, cuya deficiente calidad se subraya otra vez («el seudo coñac», p. 120). Posteriormente el narrador, encerrado en el oscuro recinto, se siente súbitamente atemorizado por la idea de que el licor ha sido usado para envenenarle. Tal propuesta convertirá al relato en una historia de horror a lo Poe, cuyo «Tonel de amontillado» puede muy bien contextualizar este momento. Esa previsión, evidentemente, no se cumple y el indicio deja de funcionar luego de haber servido a su misión desorientadora. No creemos que tenga otra. La experiencia del Borges contemplador del Aleph no nos parece como propone Ramona Lagos «entre narcótica y lúcida»17 sino simplemente lúcida, a pesar del pseudocoñac.

Todas estas dispersiones tienen que ver con técnicas de novela policial aplicadas a un relato de muy distinto carácter (como ha dicho Sábato: «A Borges le gusta confundir al lector: uno cree estar leyendo un relato policial y de pronto se encuentra con Dios o con el falso Basílides»18. El propósito de esto es ir sosteniendo la atención por el procedimiento de sustituir reiteradamente los factores en que ésta se sustenta por otros nuevos. Cada dispersión motiva, a su vez, situaciones que nos vuelven a colocar ante el fenómeno del oxímoron:

A) La idealización inicial de Beatriz no solamente no va a configurar un cuento amoroso, sino que quedará abruptamente destruida en el momento en que entre las vertiginosas imágenes ofrecidas por el aleph el narrador puede encontrar «cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino» (p. 122). No hace falta ponderar la absoluta falta de correspondencia entre la tonalidad de sentimiento atribuible hasta ahora al personaje femenino (no empequeñecido por ciertas arrogancias apuntadas en su comportamiento) y la que posee con toda nitidez el tosco y mediocre varón con quien queda inusitadamente relacionada. Obsérvese que, por lo demás, la nueva situación ofrece unas consecuencias muy ambiguas, que también divergen de la norma existente en la tradición literaria realista. Borges se niega, ciertamente, a reconocer la importancia del Aleph ante Carlos, como un acto de explícita venganza. ¿Se trata de una venganza motivada por el conocimiento de su relación con Beatriz? Si es así, hay que reconocer que estamos ante una fría represalia intelectual poco acorde con la virulenta reacción que el honor del amante ofendido exigiría. No resulta fácil admitir que se trate de la penalización al villano de un triángulo amoroso. Más bien encontramos aquí el absoluto desprecio hacia el hombre vulgar a quien se le ha concedido -oximorónicamente, por cierto- un inmerecido don del intelecto: el propio Aleph.

B) La ridiculización de los gustos literarios de Carlos Argentino Daneri y de su desorbitado poema «La tierra», pasaje que Borges trabaja con ejemplar minuciosidad, no conduce en puridad a ninguna parte. Eso resulta claro sobre todo después de la visión del Aleph. Con todo, el narrador tras haber comprometido las expectativas del receptor con un asunto que reclama atención absoluta, se permite volver el tal poema al informar con disgusto que «La tierra» recibió el Segundo Premio Nacional de Literatura, en un nuevo escarceo que amaga una revalorización del mismo. Es un oxímoron la morosidad con que se aborda algo tan secundario y el hecho mismo de retomarlo. Lo ha sido, flagrantemente, el hecho de que alguien tan equilibrado y carente de sensibilidad como Carlos Argentino haya recibido en primicia la visión del Aleph y, más aún, se vea convertido en «maestro» llamado a iniciar a otro en tamaña experiencia. De ahí no resta más que un paso para considerar el aspecto paródico concurrente también en tal personaje con relación al hecho frecuente de que las revelaciones de orden superior hayan sido frecuentemente concedidas a personas de humilde condición (humildad aquí sustituida por necedad).

C) Las reflexiones de la postdata sobre el Aleph son acaso el más flagrante oxímoron por la razón dicha en su momento. Como dice Alberto Julián Pérez, en la obra de Borges «la postdata equivale a un nuevo final para un cuento» y en el caso concreto del que nos ocupa, «opera como una inversión del final, que en lugar de cerrar la historia la reabre, declarando la anterior falsa historia»19.

Esto se relaciona con el doble final de algunas de las creaciones de Borges, poemas, relatos y aun ensayos, donde tras haber ofrecido una conclusión aparentemente válida, el autor vuelve sobre sus pasos para aportar otra posible que invalida o modifica la anterior. Rosalba Campra ha señalado cómo en Tlön, Uqbar, Urbis Tertius (Ficciones), «el segundo final [que elude a la trasformación de la tierra en Tlön, ya invadida por su idioma y su historia y ciertas otras ciencias] borra el primero, introduciendo el desorden de un mundo imaginario que se superpone al real»20, a despecho de haberse aclarado anteriormente que toda la Enciclopedia del planeta fue obra de unos laboriosos impostores.

En el poema «Baltasar Gradan» de El otro, el mismo, el poeta que ha imaginado al jesuita, colmada en plenitud su inquietud indagadora, deslumhrado ante la verdad pura en la vida de ultratumba, postula aviesamente antes de terminar el poema otra posible solución, según la cual Gradan no habría visto la gloria y continuaría en el otro mundo los inútiles ejercicios dialécticos que tanto le atrajeron en éste. Un ejemplo en el campo de la prosa puede ser el cuento «Parábola del palacio», de El hacedor, donde tras haberse descrito la muerte de un poeta por el emperador -a causa de haber recitado una inoportuna composición- el narrador añade: «Otros refieren de otro modo la historia» (II, p. 340), y aporta un nuevo final (que, curiosamente, sólo sirve para ser, a su vez, rechazado), pensemos también en las distintas versiones planteadas al suceso del que se ocupa «La otra muerte» (El Aleph): Damián, su protagonista, puede ser un cobarde o un héroe.

En el cuento del que partimos -y con ello pasamos a otro aspecto cuyo alcance paradiomático nos interesa destacar, tras la «boutade» de presumir la falsedad del Aleph de la calle Garay, Borges entra en un terreno que le es muy grato, el de la copiosa erudición como apoyatura de sus escarceos dialécticos. Para empezar, responsabiliza a Pedro Henríquez Ureña del descubrimiento en una biblioteca de la ciudad brasileña de Santos de un manuscrito del capitán Burton -figura histórica que frecuenta la obra de Borges- en el que éste se refería a un misterioso espejo que reflejaba el universo y a otros objetos de análogas propiedades. Las cenizas del admirable humanista, cuya lucidez investigadora le define como el hombre menos proclive a novelerías, han debido conmoverse cuando Borges escribió esto. Se trata de un procedimiento muy borgeano éste de atribuir a algún erudito prestigioso, de identidad conocida o no, una determinada información de importancia o hacerle tomar partido en una determinada situación controversial acerca de una cuestión bibliográfica. Un caso típico es el de «Tlön, Uqbar, Urbis Tertius», donde Adolfo Bioy Casares trae a colación un juicio de uno de los heresiarcas de Uqbar sobre el carácter abominable de los espejos, de donde arrancan las indagaciones y hallazgos que dan contenido al relato. En el mismo, un ingeniero inglés, experto matemático, es el transmisor, póstumamente, del libro que contiene los datos sobre el asombroso planeta Tlön. Seguidamente Borges hace intervenir a tres intelectuales, Néstor Ibarra, Ezequiel Martínez Estrada y Drieu La Rochelle en la singular empresa de discutir sobre la existencia de tomos distintos al undécimo de la First Encyclopaedia of Tlön donde se describe en parte la vida del planeta. Para colmo, Borges atribuye al atareadísimo Alfonso Reyes la proposición de acometer entre todos -el narrador incluido- la elaboración de los tomos de realidad incomprobable. Imaginar que cualquiera de los mencionados pudiera tomar en serio tal historia y tal labor -los casos de Martínez y Reyes nos resultan particularmente increíbles- entra dentro de lo delirante. En «El informe de Brodie», del libro del mismo título, Borges manifiesta -también en postdata- que el manuscrito del misionero escocés David Brodie -cuya traducción constituye la historia que va a relatar- se encontraba en un ejemplar de Las mil y una noches, que le fue facilitado por su «querido amigo Paulino Keins» (II, p. 430). Muy curiosa es la indicación de que el doctor Nahum Cordovero comentó en su obra A coat of many colours la versión castellana hecha, como en el caso anterior, por el narrador, de un manuscrito, también encontrado en una obra literaria, en el que se cuenta la historia que constituye «El inmortal» (El Aleph), para llegar a la conclusión de que «todo el documento es apócrifo» (II, p. 22), conclusión que, recordado sea de paso, tiene el mismo carácter desvalorizador que la manifestada por Borges respecto al Aleph y a lo ocurrido en «Parábola del palacio».

Una variante de este sistema es la introducción de un intelectual que hace de «testigo-adyuvante». Es el caso de Emir Rodríguez Monegal, de quien el narrador asegura en «La otra muerte» (El Aleph) que le facilitó el contacto con un coronel uruguayo de quien obtuvo determinada información. Cabe señalar también la existencia del «testigo aquiescente», como las dos damas, baronesa de Bacourt y condesa de Bagnoregio, que en «Pierre Menard, autor del Quijote» (Ficciones) dan el visto bueno -como si ello resultara imprescindible- a la lista de la producción bibliográfica de este autor -antes desvirtuada con imperdonable ligereza por una tal Madame Henri Bachelier- según la enumeración propuesta por el narrador.

Está claro que Borges actúa en este campo o con impunidad o con la despreocupación de quien sabe que nada importaría que alguno de sus supuestos testigos impugnara su pretendida participación en los hechos descritos (algo que seguramente no ha ocurrido nunca). En cualquier caso se salvaría la intención del procedimiento: introducir un guiño de realismo y de rigor, que no hay que interpretar al pie de la letra -el lector Borges, un lector resabido por definición, difícilmente lo hará- sino como nota, eventualmente paródica- que sitúa los datos o acontecimientos afectados en el reino de este mundo. Lo inverosímil de algunas atribuciones no elimina lo sustancial de ese realismo: simplemente juega con él, porque en la creación borgeana no hay casi ningún elemento que no pueda tener una funcionalidad múltiple.

Hemos hablado de parodia y de juego. La refutación del Aleph en la postdata va sustentada sobre un copioso aparato bibliográfico: el manuscrito de Santos, Las mil y una noches, la Historia verdadera de Luciano de Samosata, el Satyricon de Capella, The Faery Queen, una cita de Abenaldún, que se une al utilizado anteriormente en el cuento. Se incluye además un dato erudito: la referencia a la mezquita de Amr en El Cairo, en una de cuyas columnas se contiene el universo. Como tantos otros casos (el de Pierre Menard, al que acabamos de referirnos, con la mención de diecinueve publicaciones de este autor, amén de un buen número de otras de origen vario, es uno de los más representativos), el afán puntillosamente erudito de Borges tiene, en efecto, un mucho de tal parodia y de tal juego, si bien es cierto que las doctas referencias, ofrecidas a veces, con una deliberada disciplina escolar que contradice el tono libre de los ensayos o relatos (por ejemplo en «Las kenningar», «La doctrina de los ciclos» y «Los traductores de las 1001 noches», relatos de Historia de la eternidad), pueden ser veraces. Es ilustrativo el testimonio de Amado Alonso, quien dijo, a propósito de Historia Universal de la Infamia: «Me complazco en reconocer que casi todas las fuentes declaradas son libros existentes de verdad»21. Uno de los autores reales muy bien aprovechados, como se ha dicho, es el capitán Burton, que, además de en «El Aleph», aparece en relatos como «La doctrina de los ciclos» (también de Historia de la eternidad) y «Los traductores de las 1001 noches». Pero el mismo Borges ha reconocido en Pierre Menard el enriquecimiento que para el arte de la lectura puede tener la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas como «recorrer la Odisea como si fuera posterior a la Eneida» o «atribuir a Louis Ferdinand Céline o a James Joyce la Imitación de Cristo», algo que «puebla de aventuras los libros más calmosos» (I, p. 433).

He ahí, pues, otra de las funciones de la erudición. Pero indiscutiblemente puede haber otras como reforzar el papel mismo de la literatura «único mundo capaz de alojar y asegurar la existencia de nueva literatura», según la interpretación de John Updike22 -algo muy normal en quien ha podido afirmar «pocas cosas me han ocurrido y muchas he leído»23-, o hacer un permanente gesto de desaire a la iconoclastia y antitradicionalismo de la vanguardia convencional. El recuerdo puede ser frecuentemente, como ocurre en «El Aleph», una forma de oxímoron: el que nace del esfuerzo mismo, sentido, en último término, como imposible, por dar un soporte serio a algo inverosímil. Con todo, por qué no pensar que la intención fundamental de Borges en estos casos es acaso mostrar la validez, o lo que es lo mismo, el decoro del esfuerzo especulativo, en el que el ser humano encuentra la plenitud de su dignidad. No en vano ha afirmado en Elogio de la sombra: «Desconocemos los designios del universo, pero sabemos que razonar con lucidez y obrar con justicia es ayudar a esos designios, que no nos serán revelados» (II, p. 363), y, escudándose en Pierre Menard: «Pensar, analizar, inventar [...] no son actos anómalos, son la normal respiración de la inteligencia» (I, p. 433).

Otra característica que despierta nuestra atención en «El Aleph» es la impavidez, la falta de correspondencia entre la importancia de ciertos acontecimientos y el eco que despiertan en quienes los viven. Ya hemos visto cómo Carlos Argentino comunica a Borges la existencia de la extraordinaria esfera «con voz llana, impersonal» (p. 118). Borges le concede al disparatado personaje la gracia de ser impávido en el momento de hacer una confesión íntima -aunque esta dignidad quedará inmediatamente desvalorizada-. También sabremos que Beatriz en su agonía, «no se rebajó un solo instante al sentimentalismo ni al miedo» (p. 112). Borges mismo, como personaje del relato, mantiene una posición de displicencia, cuya serenidad prevalece sobre la ironía o el sarcasmo. De modo alguno creeremos que haya aceptado compartir la congoja de Carlos, como afirma al suponer que la de éste se debe a la natural inquietud humana al afrontar un cambio después de los 40 años. Sus inesperadas y excesivas exclamaciones ante el retrato de Beatriz inmediatamente antes de pasar a contemplar el Aleph, algo fuera de lugar, no son sino una parodia del lenguaje amoroso, una ridiculización-distanciadora, algo similar a lo que encontramos en «El congreso» a propósito de otra Beatriz que también era «alta» como la de «El Aleph», pero no «frágil» sino «esbelta» (II, p. 480) (dejamos con esto apuntado el rasgo borgeano de la repetición de esquemas tipológicos como sucede en Valle Inclán). La única ocasión en que encontramos un desbordamiento emocional del narrador que nos parece sincero en «El Aleph» es aquella en que declara sentirse conmovido por la contemplación del prodigio: «Sentí vértigo y lloré porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo» (p. 122). Se trata de un momento paralelo al vivido por el antes mencionado sacerdote Tzinacán de «La escritura de Dios». Estamos ante la inefable «dicha de entender», la única que parece haber alterado el pulso de Jorge Luis Borges. Pero junto a eso, la reacción a la hora de reflexionar sobre el Aleph representa un redoblado esfuerzo distanciador. De hecho sus análisis sobre él poseen la frialdad de lo técnico, frialdad que implica un buscado distanciamiento en su apreciación. Si Borges se dedica a ocultar cuidadosamente el impacto que en su espíritu ha producido el Aleph, tras haber aceptado que éste ha tenido lugar, no es sólo por la malignidad de no conceder ese gusto a Carlos Argentino, sino por su sistemático pudor hacia este tipo de manifestaciones. Lo explica muy bien en «Tlön, Uqbar, Urbis Tertius», donde, tras el hallazgo del libro fundamental, afirma: «Me puse a hojearlo y sentí un vértigo asombrado y ligero que no describiré porque ésta no es la historia de mis emociones sino de Uqbar y Tlön y Urbis Tertius» (II, p. 413). Ésta es, en efecto, la clave de la impavidez borgiana, que va incluso más allá de las razones pragmáticas que están detrás del axioma aristotélico de que la pasión quita conocimiento, porque eso sólo no justificaría la que él admira en los malevos orilleros, siempre dispuestos a morir o hacer morir sin aspavientos, como el Jacinto Chiclana de la milonga homónima, «capaz de no alzar la voz / y de jugarse la vida»24, o el Francisco el Real de «Hombre de la esquina rosada», que muere pidiendo que le tapen la cara, porque «sólo le quedaba el orgullo y no iba a consentir que le curiosearan los visajes de la agonía» (I, p. 294), o la que él mismo utiliza en el «Poema de los dones» al analizar su censura, como una «declaración de la maestría de Dios» (dador de los libros y de la imposibilidad de leerlos) que nadie debe rebajar a «lágrima o reproche»25, o, para finalizar, la de otro de sus personajes favoritos, real en este caso, su abuela inglesa, Fanny Haslam, que desdramatizó con autoridad y entereza su propia agonía.

Todas las isotopías destacadas tienen, como hemos ido apuntando, un indiscutible valor en la macrosemántica de los relatos borgeanos. Volviendo a ellas, una sincopada reflexión última nos deja ver en la iluminación un acto de fe -construido con los penosos materiales del escepticismo- en las claves secretas del mundo: el oxímoron nos habla de ese mundo como ensamblaje de contrarios, nos remite a su admirable condición de paradoja: pistas e indicios desorientadores, más allá de una estrategia para atrapar al receptor, conforman una parábola de cómo la realidad se constituye en colosal perífrasis (como «el jardín de senderos que se bifurcan» lo es del tiempo): las dobles soluciones que perplejidad e hipótesis aguardan al final de cualquier análisis: la erudición y los personajes testimoniales o cooperadores que eventualmente la acompañan son -metáfora de metáfora- reflejos de la imposible Biblioteca de Babel y sus indagadores: la impavidez es, en fin, la armadura que protege el decoro, la vocación estoica del autor.

Así pues, en «El Aleph», Borges el escritor de avanzada desdeñoso de la «greña jacobina» de las vanguardias, cuentista por incompatibilidad con la tautología de la novela, puede desconcertar al lector desprevenido con sus dispersiones y rupturas de clímax, que parecen atentar, contra el rigor del relato. No es así. Otra cosa es que destruyan -de ahí, también, su vanguardismo- una organización textual y una entonación habituales. Borges rechazó explícitamente hasta su última hora «el desorden y la azarosa improvisación» en literatura y señaló que «un prefijado desenlace debe ordenar las vicisitudes de toda fábula»26. Ninguno de los componentes o modos del discurso narrativo borgeano tiene que ver con desajustes o arbitrariedades. Ninguno de los aquí examinados deja de cumplir una misión en la economía precisa del cuento que hemos tomado como base ni en la estructura global de su obra.

No es casual que muchos críticos hayan usado un adjetivo o un nombre que remite a orden y pertinencia al referirse a ella, y que destacan en las siguientes citas. Rodríguez Monegal dijo que «la invención de Borges es [...] la de una lengua y, a través de esa lengua, de un coherente universo de mitos»27. Para Arturo Echevarría, «Borges ofrece en sus ensayos y prólogos una visión coherente de la naturaleza y función del lenguaje, la literatura y el escritor»28. Nosotros retendremos de forma especial las palabras, que nos llevan más allá, de Ventura Doreste: «No nos extraña la coherencia evidente en cada uno de sus relatos, porque Borges ha dicho más de una vez que cada acto del universo presupone todos los anteriores»29.





 
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