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El amigo Manso


Benito Pérez Galdós





  -1-  

ArribaAbajo- I -

Yo no existo


Yo no existo... Y por si algún desconfiado o terco o maliciosillo no creyese lo que tan llanamente digo, o exigiese algo de juramento para creerlo, juro y perjuro que no existo; y al mismo tiempo protesto contra toda inclinación o tendencia a suponerme investido de los inequívocos atributos de la existencia real. Declaro que ni siquiera soy el retrato de alguien, y prometo que si alguno de estos profundizadores del día se mete a buscar semejanzas entre mi yo sin carne ni hueso y cualquier individuo susceptible de ser sometido a un ensayo de vivisección, he de salir a la defensa de mis fueros de mito, probando con testigos, traídos de donde me convenga, que no soy, ni he sido, ni seré nunca nadie.

Soy (diciéndolo en lenguaje oscuro para que lo entiendan mejor), una condenación artística, diabólica hechura del pensamiento humano (ximia Dei), el cual, si coge entre sus dedos algo de estilo, se pone a imitar con él las obras que con la materia ha hecho Dios en el mundo físico; soy un ejemplar nuevo de estas falsificaciones del hombre que desde que el mundo es mundo andan por ahí vendidas en tabla por aquellos que yo llamo holgazanes, faltando a   -2-   todo deber filial, y que el bondadoso vulgo denomina artistas, poetas o cosa así. Quimera soy, sueño de sueño y sombra de sombra, sospecha de una posibilidad; y recreándome en mi no ser, viendo transcurrir tontamente el tiempo infinito, cuyo fastidio, por serlo tan grande, llega a convertirse en entretenimiento, me pregunto si el no ser nadie equivale a ser todos, y si mi falta de atributos personales equivale a la posesión de los atributos del ser. Cosa es esta que no he logrado poner en claro todavía, ni quiera Dios que la ponga, para que no se desvanezca la ilusión de orgullo que siempre mitiga el frío aburrimiento de estos espacios de la idea. Aquí, señores, donde mora todo lo que no existe, hay también vanidades, ¡pasmaos!, ¡hay clases, y cada intriga...! Tenemos antagonismos tradicionales, privilegios, rebeldías, sopa boba y pronunciamientos. Muchas entidades que aquí estamos, podríamos decir, si viviéramos, que vivimos de milagro.

Y a escape me salgo de estos laberintos y me meto por la clara senda del lenguaje común para explicar por qué motivo no teniendo voz hablo, y no teniendo manos trazo estas líneas, que llegarán, si hay cristiano que las lea, a componer un libro. Vedme con apariencia humana. Es que alguien me evoca, y por no sé qué sutiles artes me pone como un forro corporal y hace de mí un remedo o máscara de persona viviente, con todas las trazas y movimientos de ella. El que me saca de mis casillas y me lleva a estos malos andares es un amigo...

Orden, orden en la narración. Tengo yo un amigo que ha incurrido por sus pecados, que deben de ser tantos en número como las arenas de la mar, en la pena infamante de escribir novelas, así como otros cumplen, leyéndolas, la condena o maldición divina. Este tal vino a mí hace pocos días, hablome de sus trabajos, y como me dijera que había   -3-   escrito ya treinta volúmenes, le tuve tanta lástima que no pude mostrarme insensible a sus acaloradas instancias. Reincidente en el feo delito de escribir, me pedía mi complicidad para añadir un volumen a los treinta desafueros consabidos. Díjome aquel buen presidiario, aquel inocente empedernido, que estaba encariñado con la idea de perpetrar un detenido crimen novelesco sobre el gran asunto de la educación; que había premeditado su plan; pero que faltándole datos para llevarlo adelante con la presteza mañosa que pone en todas sus fechorías, había pensado aplazar esta obra para acometerla con brío cuando estuvieran en su mano las armas, herramientas, escalas, ganzúas, troqueles y demás preciosos objetos pertinentes al caso; que entre tanto, no gustando de estar mano sobre mano, quería emprender un trabajillo de poco aliento, y que sabedor de que yo poseía un agradable y fácil asunto, venía a comprármelo, ofreciéndome por él cuatro docenas de géneros literarios, pagaderas en cuatro plazos; una fanega de ideas pasadas, admirablemente puestas en lechos y que servían para todo, diez azumbres de licor sentimental, encabezado para resistir bien la exportación, y por último una gran partida de frases y fórmulas, hechas a molde y bien recortaditas, con más de una redoma de mucílago para pegotes, acopladuras, compaginazgos, empalmes y armazones. No me pareció mal trato, y acepté.

No sé qué garabatos trazó aquel perverso sin hiel delante de mí; no sé qué diabluras hechiceras hizo... Creo que me zambulló en una gota de tinta; que dio fuego a un papel; que después fuego, tinta y yo fuimos metidos y bien meneados en una redomita que olía detestablemente a azufre y otras drogas infernales... Poco después salí de una llamarada roja, convertido en carne mortal. El dolor me dijo que yo era un hombre.



  -4-  

ArribaAbajo- II -

Yo soy Máximo Manso


Y tenía treinta cinco años cuando me pasó lo que me pasó. Y si a esto añado que el caso es reciente y que muchos de los acontecimientos incluidos en este verdadero relato ocurrieron en menos de un año, quedarán satisfechos los lectores más exigentes en materias cronológicas. A los sentimentales he de disgustarles desde el primer momento diciéndoles que soy doctor en dos facultades y catedrático de Instituto, por oposición, de una eminente asignatura que no quiero nombrar. He consagrado mi poca inteligencia y mi tiempo todo a los estudios filosóficos, encontrando en ellos los más puros deleites de mi vida. Para mí es incomprensible la aridez que la mayoría de las personas asegura encontrar en esa deliciosa ciencia, siempre vieja y siempre nueva, maestra de todas las sabidurías y gobernadora visible o invisible de la humana existencia.

Será porque han querido penetrar en ella sin método, que es la guía de sus tortuosos senos, o porque estudiándola superficialmente, han visto sus asperezas exteriores, antes de gustar la extraordinaria dulzura y suavidad de lo que dentro guarda. Por singular beneficio de mi naturaleza, desde niño mostré especial querencia a los trabajos especulativos, a la investigación de la verdad y al ejercicio de la razón, y a tal ventaja se añadió, por mi suerte, la preciosísima de caer en manos de un hábil maestro que desde luego me puso en el verdadero camino. ¡Tan cierto es que de un buen modo de principiar emana el logro feliz de difíciles   -5-   empresas, y que de un primer paso dado con acierto depende la seguridad y presteza de una larga jornada!

Digan, pues, de mí que soy filósofo, aunque no me creo merecedor de este nombre, sólo aplicable a los insignes maestros del pensamiento y de la vida. Discípulo soy no más, o si se quiere, humilde auxiliar de esa falange de nobles artífices que siglo tras siglo han venido tallando en el bloque de la bestia humana la hermosa figura del hombre divino. Soy el aprendiz que aguza una herramienta, que mantiene una pieza; pero la penetración activa, la audacia fecunda, la fuerza potente y creadora me están vedadas como a los demás mortales de mi tiempo. Soy un profesor de filas que cumplo enseñando a los demás lo que me han enseñado a mí, trabajando sin tregua; reuniendo con método cariñoso lo que en torno a mí veo, lo mismo la teoría sólida que el hecho voluble, así el fenómeno indubitable como la hipótesis atrevida; adelantando cada día con el paso lento y seguro de las medianías; construyendo el saber propio con la suma del saber de los demás, y tratando por último de que las ideas adquiridas y el sistema con tanta dificultad labrado, no sean vana fábrica de viento y humo, sino más bien una firme estructura de la realidad de mi vida con poderosos cimientos en mi conciencia. El predicador que no practica lo que dice, no es predicador, sino un púlpito que habla.

Ocupándome ahora de lo externo, diré que en mi aspecto general presento, según me han dicho, las apariencias de un hombre sedentario, de estudios y de meditación. Pero antes que por catedrático, muchos me tienen por letrado o curial, y otros, fundándose en que carezco de buena barba y voy siempre afeitado, me han supuesto cura liberal o actor, dos tipos de extraordinaria semejanza. En mi niñez pasaba por bien parecido. Ahora creo que no lo   -6-   soy tanto, al menos así me lo han manifestado directa o indirectamente varias personas. Soy de mediana estatura, que casi casi, con el progresivo rebajamiento de la talla en la especie humana, puede pasar por gallarda; soy bien nutrido, fuerte, musculoso, mas no pesado ni obeso. Por el contrario, a consecuencia de los bien ordenados ejercicios gimnásticos, poseo bastante agilidad y salud inalterable. La miopía ingénita y el abuso de las lecturas nocturnas en mi niñez me obligan a usar vidrios. Por mucho tiempo gasté quevedos, uso en que tiene más parte la presunción que la conveniencia; pero al fin he adoptado las gafas de oro, cuya comodidad no me canso de alabar, reconociendo que me envejecen un poco. Mi cabello es fuerte, oscuro y abundante; mas he tenido singular empeño en no ser nunca melenudo, y me lo corto a lo quinto, sacrificando a la sencillez un elemento decorativo que no suelen despreciar los que, como yo, carecen de otros. Visto sin afectación, huyendo lo mismo de la novedad llamativa que de las ridiculeces de lo anticuado. Apuro mi ropa medianamente, con la cooperación de algún sastre de portal, mi amigo; y me he acostumbrado de tal modo al uso del sombrero de copa, a quien el vulgo llama con doble sentido chistera, que no puedo pasarme sin él, ni acierto a sustituirle con otras clases o familias de tapa-cabezas, por lo cual lo llevo hasta en verano, y aun en viaje me lo pondría muy sereno si no temiera caer en extravagancia. La capa no se me cae de los hombros en todo el invierno, y hasta para estudiar en mi gabinete me envuelvo en ella, porque aborrezco los braseros y estufas. Ya dije que mi salud es preciosa, y añado ahora que no recuerdo haber comido nunca sin apetito. No soy gastrónomo; no entiendo palotada de refinados manjares ni de rarezas de cocina. Todo lo que me ponen delante me lo como, sin preguntar al   -7-   plato su abolengo ni escudriñar sus componentes; y en punto a preferencias, sólo tengo una que declaro sinceramente aunque se refiere a cosa ordinaria, el cicer arietinum, que en romance llamamos garbanzo, y que, según enfadosos higienistas, es comida indigesta. Si lo es, yo no lo he notado nunca. Estas deliciosos bolitas de carne vegetal no tienen, en opinión de mi paladar, que es para mí de gran autoridad, sustitución posible, y no me consolaría de perderlas, mayormente si desaparecía con ellas el agua de Lozoya, que es mi vino. No necesito añadir que personalmente me tienen sin cuidado los progresos de la filoxera, pues mis bodegas son los frescos manantiales de la sierra vecina. Únicamente del tinto y flojo hago prudente uso, después de bien bautizado por el tabernero y confirmado por mí; pero de esos traidores vinos del Mediodía, no entra una gota en mi cuerpo. Otra pincelada: no fumo.

Soy asturiano. Nací en Cangas de Onís, en la puerta de Covadonga y del monte de Auseba. La nacionalidad española y yo somos hermanos, pues ambos nacimos al amparo de aquellas eminentes montañas, cubiertas de verdor todo el año, en invierno encaperuzadas de nieve; con sus faldas alfombradas de yerba, sus alturas llenas de robles y castaños, que se encorvan como si estuvieran trepando por la pendiente arriba; con sus profundas, laberínticas y misteriosas cavidades selváticas, formadas de espeso monte, por donde se pasean los osos, y sus empinadas cresterías de roca, pedestal de las nubes. Mi padre, farmacéutico del pueblo, era gran cazador y conocía palmo a palmo todo el país, desde Ribadesella a Ponga y Tarna, y desde las Arriondas a los Urrieles. Cuando yo tuve edad para resistir el cansancio de estas expediciones, nos llevaba consigo a mi hermano José María y a mí. Subimos a   -8-   los Puertos Altos, anduvimos por Cabrales y Peñamellera, y en la grandiosa Liébana nos paseamos por las nubes.

Solo o acompañado por los chicos de mi edad, iba muchas tardes a San Pedro de Villanueva, en cuyas piedras está esculpida la historia tan breve como triste de aquel rey que fue comido de un oso. Yo trepaba por las corroídas columnas del pórtico bizantino y miraba de cerca las figuras atónitas del Padre Eterno y de los Santos, toscas esculturas impregnadas de no sé qué pavor religioso. Me abrazaba con ellas, y ayudado de otros muchachos traviesos, les pintaba con betún los ojos y los bigotes, con lo cual las hacía más espantadas. Nos reíamos con esto; pero cuando volvía yo a mi casa, me acordaba de las figuras retocadas por mí y me dormía con miedo de ellas y con ellas soñaba. Veía en mi sueño las manos chatas y simétricas, los pies como palmetas, las contorsiones de cuerpos, los ojos saltándose del casco, y me ponía a gritar y no me callaba hasta que mi madre no me llevaba a dormir con ella.

Yo no hacía lo que otros chicos perversos, que con un fuerte canto le quitaban la nariz a un apóstol o los dedos al Padre Eterno, y arrancaban los rabillos de los dragones de las gárgolas, o ponían letreros indecentes encima de las lápidas votivas, cuyas sabias leyendas no entendíamos. Para jugar a la pelota, preferíamos siempre el pórtico bizantino a los demás muros del pobre convento, porque no parecía que el Padre Eterno y su corte nos devolvían la pelota con más presteza. El muchacho que capitaneaba entonces la cuadrilla es hoy una de las personas más respetables de Asturias y preside ¡oh ironías de la vida!, la Comisión de Monumentos.

La naturaleza de los sitios en que pasé la infancia ha dejado para siempre en mi espíritu impresión tan profunda, que constantemente noto en mí algo que procede de la   -9-   melancolía y amenidad de aquellos valles, de la grandeza de aquellas moles y cavidades, cuyos ecos repiten el primer balbucir de la historia patria, de aquellas alturas en que el viajero cree andar por los aires sobre celajes de piedra. Esto, y el sonoro, pintoresco río, y el triste lago Nol, que es un mar ermitaño, y el solitario monasterio de San Pedro, tienen indudablemente algo mío, o es que tengo yo con ellos el parentesco de conformación, no de sustancia, que el vaciado tiene con su molde. También parece que ha quedado sellada en mi vida la hondísima lástima que me inspiraba aquel rey que fue comido del oso. Siento como impresos o calcados en mi masa encefálica los capiteles que reproducen la terrible historia. En uno el joven se despide de su tierna esposa, en otro está acometiendo al fiero animal, y más allá este se lo merienda. Cuando yo hacía travesuras, mi padre me amenazaba con que vendría el oso a comerme como al señor de Favila, y muchas noches tuve pesadillas y veía desfilar por delante de mí las espantables figuras de los capiteles. Por nada del mundo me internaba solo dentro del monte; y aun hoy siempre que veo un oso me figuro por breve instante que soy rey, y también si acierto a ver a un rey, me parece que hay en mí algo de oso.

Mi padre murió antes de ser viejo. Quedamos huérfanos José María, de veintidós años, y yo de quince. Tenía mi hermano más ambición de riquezas que de gloria, y se marchó a la Habana. Yo despuntaba por el desprecio de las vanidades y por el prurito de la fama, y en mi corta edad no había en el pueblo persona que me echase el pie adelante en ilustración. Pasaba por erudito, tenía muchos libros, y hasta el cura me consultaba casos de filosofía y ciencias naturales. Llegué a adquirir cierta presunción   -10-   pedantesca y un airecillo de autoridad de que posteriormente, a Dios gracias, me he curado por completo. Mi madre estaba tonta conmigo, y siempre que la visitaba algún señor de campanillas, me hacía entrar en la sala, y con toda suerte de socaliñas me obligaba a mostrar mi sabiduría en historia o en literatura, hablando de cosas tales, que aquellas materias vinieran a encajar en la conversación. Las más de las veces era preciso traerlas por los cabellos.

Como teníamos para vivir con cierta holgura, mi madre me trajo a Madrid, animándola a ello la idea de que pronto se me abrirían aquí fáciles y gloriosos caminos; y en efecto, después de ocuparme en olvidar lo que sabía para estudiarlo de nuevo, vi nuevos y hermosos horizontes, trabé amistad con jóvenes de mérito y con afamados profesores, frecuenté círculos literarios, ensanché la esfera de mis lecturas y avancé considerablemente en mi carrera, hallándome muy luego en disposición de ocupar una modesta plaza académica y de aspirar a otras mejores. Mi madre tenía en Madrid buenas amistades, entre ellas la de García Grande y su señora (que figuraron mucho tiempo en la Unión liberal); pero estas relaciones influyeron poco en mi vida, porque el fervor del estudio me aislaba de todo lo que no fuera el tráfago universitario, y ni yo iba a sociedad, ni me gustaba, ni me hacía falta para nada.

Estoy impaciente por hablar de mi ser moral, por la afición que tengo a la predilecta materia de mis estudios. Sin quererlo, se me va la pluma a donde la impulsa el particular gusto mío, y la dejo ir y aun le permito que trate este punto con sinceridad y crudeza, no escatimando mis alabanzas allí donde creo merecerlas. Decir que en materia de principios mi severidad llega hasta el punto de excitar   -11-   la risa de algunos de mis convecinos de planeta, parecerá jactancia; pero lo dicho dicho está y no habrá quien lo borre de este papel. Constantemente me congratulo de este mi carácter templado, de la condición subalterna de mi imaginación, de mi espíritu observador y práctico, que me permite tomar las cosas como son realmente, no equivocarme jamás respecto a su verdadero tamaño, medida y peso, y tener siempre bien tirantes las riendas de mí mismo.

Desde que empecé a dominar estos difíciles estudios, me propuse conseguir que mi razón fuese dueña y señora absoluta de mis actos, así de los más importantes como de los más ligeros; y tan bien me ha ido con este hermoso plan, que me admiro de que no lo sigan y observen los hombres todos, estudiando la lógica de los hechos, para que su encadenamiento y sucesión sea eficaz jurisprudencia de la vida. Yo he sabido sofocar pasioncillas que me habrían hecho infeliz, y apetitos cuyo desorden lleva a otros a la degradación. Estas laboriosas reformas me han adiestrado y robustecido para obtener en la moral menuda una serie de victorias a cuál más importantes. Yo he conseguido una regularidad de vida que muchos me envidian, una sobriedad que lleva en sí más delicias que el desenfreno de todos los apetitos. Vicios nacientes como el fumar y el ir al café han sido extirpados de raíz. El método reina en mí y ordena mis actos y movimientos con una solemnidad que tiene algo de las leyes astronómicas. Este plan, estas batallas ganadas, esta sobriedad, este régimen, este movimiento de reloj que hace de los minutos dientes de rueda y del tiempo una grandiosa y bien pulimentada espiral, no podían menos de marcar, al proyectarse sobre la vida, esa fácil línea recta que se llama celibato, estado sobre el cual es ocioso pronunciar sentencia absoluta, porque podrá ser imperfectísimo o relativamente perfecto   -12-   según lo determine la acumulación de los hechos, es decir, todo lo físico y moral que, arrastrado por las corrientes de la vida, se va depositando y formando endurecidas capas o sedimentos de hábitos, preocupaciones, rutinas de esclavitud o de libertad.

Mi buena madre vivió conmigo en Madrid doce años, todo el tiempo que duraron mis estudios universitarios y el que pasé dedicado a desempeñar lecciones particulares y a darme a conocer con diversos escritos en periódicos y revistas. Sería frío cuanto dijera del heroico tesón con que ayudaba mis esfuerzos aquella singular mujer, ya infundiéndome valor y paciencia, ya atendiendo con solícito esmero a mis materialidades para que ni un instante me distrajese del estudio. Le debo cuanto soy, la vida primero, la posición social, y después otros dones mayores, cuales son mis severos principios, mis hábitos de trabajo, mi sobriedad. Por serle más deudor aún, también le debo la conservación de una parte de la fortunita que dejó mi padre, la cual supo ella defender con su economía, no gastando sino lo estrictamente preciso para vivir y darme carrera como pobre. Vivíamos, pues, en decorosa indigencia; pero aquellas escaseces dieron a mi espíritu un temple y un vigor que valen por todos los tesoros del mundo.

Yo gané mi cátedra, y mi madre cumplió su misión. Como si su vida fuera condicional y no tuviese otro objeto que el de ponerme en la cátedra, cumplido este, falleció la que había sido mi guía y mi luz en el trabajoso camino que acababa de recorrer. Mi madre murió tranquila y satisfecha. Yo no podía andar solo; pero ¡cuán torpe me encontré en los primeros tiempos de mi soledad! Acostumbrado a consultar con mi madre hasta las cosas más insignificantes, no acertaba a dar un paso, y andaba como a tientas con recelosa timidez. El gran aprendizaje que con ella había   -13-   tenido no me bastaba, y sólo pude vencer mi torpeza recordando en las más leves ocasiones sus palabras, sus pensamientos y su conducta, que eran la misma prudencia.

Ocurrida esta gran desgracia, viví algún tiempo en casas de huéspedes; pero me fue tan mal, que tomé una casita en la cual viví seis años, hasta que, por causa de derribo, tuve que mudarme a la que ocupo aún. Una excelente mujer, asturiana, amiga de mi madre, de inmejorables condiciones y aptitudes se prestó a ser mi ama de llaves. Poco a poco su diligencia puso mi casa en un pie de comodidad, arreglo y limpieza que me hicieron sumamente agradable la vida de soltero, y esta es la hora en que no tengo un motivo de queja, ni cambiaría a mi Petra por todas las amas que han gobernado curas y servido canónigos en el mundo.

Tres años hace que vivo en la calle del Espíritu Santo, donde no falta ningún desagradable ruido; pero me he acostumbrado a trabajar entre el bullicio del mercado, y aun parece que los gritos de las verduleras me estimulan a la meditación. Oigo la calle como si oyera el ritmo del mar, y creo (tal poder tiene la costumbre) que si me falta el ¡dos cuartitos escarola! no podría preparar mis lecciones tan bien como las preparo hoy.




ArribaAbajo- III -

Voy a hablar de mi vecina


Y no hablo de las demás vecindades porque no tienen relación con mi asunto. La que me ocupa es de gran importancia,   -14-   y ruego a mis lectores que por nada del mundo pasen por alto este capítulo, aunque les vaya en ello una fortuna, si bien no conviene que se entusiasmen por lo de vecina, creyendo que aquí da principio un noviazgo, o que me voy a meter en enredos sentimentales. No. Los idilios de balcón a balcón no entran en mi programa, ni lo que cuento es más que un caso vulgarísimo de la vida, origen de otros que quizá no lo sean tanto.

En el piso bajo de mi casa había una carnicería, establecimiento de los más antiguos de Madrid y que llevaba el nombre de la dinastía de los Ricos. Poseía esta acreditada tienda una tal doña Javiera, muy conocida en este barrio y en los limítrofes. Era hija de un Rico y su difunto esposo era Peña, otra dinastía choricera, que ha celebrado varias alianzas con la de los Ricos. Conocí a doña Javiera en una noche de verano del 78, en que tuvimos en casa alarma de fuego, y anduvimos los vecinos todos escalera arriba y abajo, de piso en piso. Pareciome doña Javiera una excelente señora, y yo debí de parecerle persona formal, digna por todos conceptos de su estimación, porque un día se metió en mi casa (tercero derecha) sin anunciarse, y de buenas a primeras me colmó de elogios, llamándome el hombre modelo y el espejo de la juventud.

«No conozco otro ejemplo, Sr. de Manso -me dijo-. ¡Un hombre sin trapicheos, sin ningún vicio, metidito toda la mañana en su casa; un hombre que no sale más que dos veces, tempranito a clase, por las tardes a paseo, y que gasta poco, se cuida la salud y no hace tonterías...! Esto es de lo que ya se acabó, Sr. de Manso. Si a usted le debían poner en los altares... ¡Virgen!, es la verdad, ¿para qué decir otra cosa? Yo hablo todos los días de usted con cuantos me quieren oír y le pongo por modelo... Pero no nacen de estos hombres todos los días.

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Desde aquel la visité, y cuando entraba en su casa (principal izquierda), me recibía poco menos que con palio.

«Yo no debiera abrir la boca delante de usted -me decía-, porque soy una ignorante, una paleta, y usted todo lo sabe. Pero no puedo estar callada. Usted me disimulará los disparates que suelte y hará como que no los oye. No crea usted que yo desconozco mi ignorancia, no, Sr. de Manso. No tengo pretensiones de sabia ni de instruida, porque sería ridículo, ¿está usted? Digo lo que siento, lo que me sale del corazón, que es mi boca... Soy así, francota, natural, más clara que el agua; como que soy de tierra de Ciudad-Rodrigo... Más vale ser así, que hablar con remilgos y plegar la boca, buscando vocablotes que una no sabe lo que significan».

La honrada amistad entre aquella buena señora y yo crecía rápidamente. Cuando yo bajaba a su casa, me enseñaba sus lujosos vestidos de charra, el manteo, el jubón de terciopelo con manga de codo, el dengue o rebociño, el pañuelo bordado de lentejuelas, el picote morado, la mantilla de rocador, las horquillas de plata, los pendientes y collares de filigrana, todo primoroso y castizo. Para que me acabara de pasmar, mostrábame luego sus pañuelos de Manila, que eran una riqueza. Un día que bajé, vi que había puesto en marco y colgado en la pared de la sala un retrato mío que publicó no sé qué periódico ilustrado. Esto me hizo reír; y ella, congratulándose de lo que había hecho, me hizo reír más.

«He quitado a San Antonio para ponerle a usted. Fuera santos y vengan catedráticos... Vamos, que el otro día, leyendo lo que de usted decía el periódico, me daba un gozo...».

No me faltaba en las fiestas principales ni en mis días   -16-   el regalito de chacina, jamón u otros artículos apetitosos de lo mucho y bueno que en la tienda había, todo tan abundante, que no pudiendo consumirlo por mí solo, distribuía una buena parte entre mis compañeros de claustro, alguno de los cuales, ardiente devoto de la carne de cerdo, me daba bromas con mi vecina.

Pero las finezas de doña Javiera no escondían pensamiento amoroso, ni eran totalmente desinteresadas. Así me lo manifestó un día en que, de vuelta de la parroquia de San Ildefonso, subió a mi casa, y sentándose con su habitual llaneza en un sillón de mi sala-despacho, se puso a contemplar mi estantería de libros, rematada por unos cuantos bustos de yeso. Estaba yo aquella mañana poniendo notas y prólogo a una traducción del Sistema de Bellas Artes de Hegel, hecha por un amigo. Las ideas sobre lo bello llenaban mi mente y se revolvían en ella, produciéndome ya tal confusión, que la vista de aquella señora fue para mi pensamiento un placentero descanso. La miré y sentí que se me despejaba la cabeza, que volvía a reinar el orden en ella, como cuando entra el maestro en la sala de una escuela donde los chiquillos están en huelga y broma. Mi vecina era la autoridad estética, y mis ideas, direlo de una vez, la pillería aprisionada que, en ausencia de la realidad, se entrega a desordenados juegos y cabriolas. Siempre me había parecido doña Javiera persona de buen ver; pero aquel día se me antojó hermosísima. La mantilla negra, el gran pañolón de Manila, amarillo y rameado (pues venía de ser madrina de bautizo de un chico del carbonero), las joyas anticuadas, pero verdaderamente ricas, de pura ley, vistosas, con muchas esmeraldas y fuertes golpes de filigrana, daban grandísimo realce a su blanca tez y a su negro y bien peinado cabello. ¡Bendito sea Hegel!. Todavía estaba doña Javiera en muy buena edad, y aunque la vida   -17-   sedentaria le había hecho engrosar más de lo que ordena el Maestro en el capítulo de las proporciones, su gallarda estatura, su buena conformación, y reparto de carnosidades, huecos y bultos casi casi hacían de aquel defecto una hermosura. Al mirarla destacándose sobre aquel fondo de librería, hallaba yo tan gracioso el contraste, que al punto se me ocurrió añadir a mis comentarios uno sobre la Ironía en las Bellas Artes.

«Estoy aquí mirando los padrotes», dijo, volviendo sus ojos a lo alto de la pared.

Los padrotes eran cuatro bustos comprados por mi madre en una tienda de yesos. Los había elegido sin ningún criterio, atendiendo sólo al tamaño, y eran Demóstenes, Quevedo, Marco Aurelio y Julián Romea.

«Esos son los maestros de todo cuanto se sabe -indicó la señora, llena de profundo respeto-. ¡Y cuánto libro! ¡Si habrá letras aquí... Virgen! ¡Y todo esto lo tiene usted en la cabeza! Así nos sabe tanto. Pero vamos a nuestro asunto. Atiéndame usted».

No necesitaba que me lo advirtiese, porque tenía toda mi atención puesta en ella.

«Yo le tengo a usted mucha ley, Sr. de Manso; usted es un hombre como hay pocos... miento, como no hay ninguno. Desde que le traté se me entró usted por el ojo derecho, se me metió en el cuerpo y se me aposentó en el corazón...».

Al decir esto rompió a reír, añadiendo:

«Pues no parece sino que le hago a usted el amor; y no es eso, Sr. de Manso. No lo digo porque usted no lo merezca, ¡Virgen!, pues aunque tiene usted cara de cura, y no es ofensa, no señor... Pero vamos al caso... Se ha quedado usted un poco pálido; se ha quedado usted más serio que un plato de habas».

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Yo estaba un poquillo turbado, sin saber qué decir. Doña Javiera se explicó al fin con claridad. ¿Qué pretendía de mí? Una cosa muy natural y sencilla; pero que yo no esperaba en tal instante, sin duda, porque los diablillos que andaban dentro de mi cabeza jugando con la materia estética y haciendo con ella mangas y capirotes, me tenían apartado de la realidad; y estos mismos diablillos fueron causa de que me quedara confuso y aturdido cuando oí a doña Javiera manifestar su pretensión, la cual era que me encargase de educar a su hijo.

«El chico -prosiguió ella, echándose atrás el manto-, es de la piel de Satanás. Ahora va a cumplir veintiún años. Es de buena ley, eso sí, tiene los mejores sentimientos del mundo, y su corazón es de pasta de ángeles. Ni a martillazos entra en aquella cabeza un mal pensamiento. Pero no hay cristiano que le haga estudiar. Sus libros son los ojos de las muchachas bonitas; su biblioteca los palcos de los teatros. Duerme las mañanas, y las tardes se las pasa en el picadero, en el gimnasio, en eso que llaman... no sé cómo, el Ascatin, que es donde se patina con ruedas. El mejor día se me entra en casa con una pierna rota. Me gasta en ropa un caudal, y en convidar a los gorrones de sus amiguitos otro tanto. Su pasión es los novillos, las corridas de aficionados, tentar becerros, derribar reses, y su orgullo demostrar mucho pecho, mucho coraje. Tiene tanto amor propio, que el que le toque, ya tiene para un rato. ¡Virgen!... En fin, por sus cualidades buenas y hasta por sus tonterías, paréceme que hay en él mucho de perfecto caballero; pero este caballero hay que labrarlo, amigo D. Máximo, porque si no, mi hijo será un perfecto ganso... Tanto le quiero, que no puedo hacer carrera de él, porque me enfado, ¿ve usted?, hago intención de reñirle, de pegarle, me pongo furiosa, me encolerizo a mí misma   -19-   para no dejarme embaucar; pero en estas viene el niño, se me pone delante con aquella carita de ángel pillo, me da dos besos, y ya estoy lela... Se me cae la baba, amigo Manso, y no puedo negarle nada... Yo conozco que le estoy echando a perder, que no tengo carácter de madre... Pues oiga usted, se me ha ocurrido que para enderezar a mi hijo y ponerle en camino y hacer de él un hombre, un gran señor, un caballero, no conviene llevarle la contraria, ni sujetarle por fuerza, sino... a ver si me explico... Conviene arrearle poco a poco, irle guiando, ahora un halago, después un palito, mucho ten con ten y estira y afloja, variarle poquito a poquito las aficiones, despertarle el gusto por otras cosas, fingirle ceder para después apretar más fuerte, aquí te toco, aquí te dejo, ponerle un freno de seda, y si a mano viene, buscarle distracciones que le enseñen algo, o hacerle de modo que las lecciones le diviertan... Si le pongo en manos de un profesorazo seco, él se reirá del profesor. Lo que le hace falta es un maestro que, al mismo tiempo que sea maestro, sea un buen amigo, un compañero que a la chita callando y de sorpresa le vaya metiendo en la cabeza las buenas ideas; que le presente la ciencia como cosa bonita y agradable; que no sea regañón, ni pesado, sino bondadoso, un alma de Dios con mucho pesquis; que se ría, si a mano viene, y tenga labia para hablar de cosas sabias con mucho aquel, metiéndolas por los ojos y por el corazón».

Quedeme asombrado de ver cómo una mujer sin lecturas había comprendido tan admirablemente el gran problema de la educación. Encantado de su charla, yo no le decía nada, y sólo le indicaba mi aquiescencia con expresivas cabezadas, cerrando un poquito los ojos, hábito que he adquirido en clase cuando un alumno me contesta bien.

«Mi hijo -añadió la carnicera-, tiene y tendrá siempre   -20-   con qué vivir. Aunque me esté mal el decirlo, yo soy rica. Las cosas claras; soy de tierra de Ciudad-Rodrigo. Por eso quiero que aprenda también a ser económico, arregladito, sin ser cicatero. No tengo a deshonra el pasar mi vida detrás de una tabla de carne. ¡Virgen! Pero no me gusta, amigo Manso, que mi hijo sea carnicero, ni tratante en ganados, ni nada que se roce con el cuerno, la cerda y la tripa. Tampoco me satisface que sea un vago, un pillastre, un cabeza vacía, uno de estos que después de salir de la Universidad no saben ni persignarse. Yo quiero que sepa de todo lo que debe saber un caballero que vive de sus rentas; yo quiero que no abra un palmo de boca cuando delante de él se hable de cosas de fundamento... Y véase por dónde me han deparado Dios y la Virgen del Carmen el profesor que necesito para mi pimpollo. Ese maestro, ese sabio, ese padrote, es usted, Sr. D. Máximo... No, no se haga usted el chiquitito ni me ponga los ojos en blanco... Para que todo venga bien, mi Manolo tiene por usted unas simpatías... Como se ponga a hablar de nuestro vecino, no acaba. Y yo le digo: 'pues haz por parecerte a él, hombre, aunque no sea más que de lejos...'. Ayer le dije: 'Te voy a poner a estudiar tres o cuatro horas todos los días en casa del amigo Manso', y se puso más contento... Le tengo matriculado en la Universidad; pero de cada ocho días, me falta siete a clase. Dice que le aburren los profesores y que le da sueño la cátedra. En fin, Sr. D. Máximo, usted me lo toma por su cuenta o perdemos las amistades. En cuanto a honorarios, usted es quien los ha de fijar... Bendito sea Dios que le trajo a usted a poner su nido en el tercero de mi casa... Lo que digo, amigo Manso, usted ha bajado del sétimo Cielo...».

Mucho me agradó la confianza que en mí ponía la buena señora, y por lo agradable de la misión, así como   -21-   por la honra que con ella me hacía, acepté. Resistime a tomar honorarios; pero doña Javiera opuso tal resistencia a mi generosidad, y se enojó tanto, que estuvo a punto de pegarme, y aun creo que me pegó algo. Todo quedó convenido aquel mismo día, y desde el siguiente empezaron las lecciones.




ArribaAbajo- IV -

Manolito Peña, mi discípulo


Doña Javiera era... (me molesta el sonsonete, pero no lo puedo evitar) viuda. El establecimiento había prosperado mucho en manos del difunto, hombre de gran probidad, muy entendido en cuerno y cerda, sagaz negociante, castellano rancio, buen bebedor, con la pasión de los toros llevada al delirio. Falleció de un cólico miserere a los cincuenta años. Cuatro habían pasado desde esta desgracia cuando yo conocí a doña Javiera, que andaba a la sazón alrededor de los cuarenta; y por aquellos mismos días los murmullos del barrio la suponían en relaciones ilícitas con un tal Ponce, que había sido barítono de zarzuela, sujeto de chispa y de buena figura, pero ya muy marchito; holgazán rematado, aunque blasonaba de ciertas habilidades mecánicas que para nada servían, como no fuera para que él se impacientara y se aburrieran los demás. Todo el santo día lo pasaba este hombre en la casa de mi vecina, bien haciendo un palacio de cartón para rifarlo, bien construyendo una jaula tan grande y complicada, que no se acababa nunca. Era un retrato del Escorial hecho en alambre. Sabía hacer   -22-   composturas y tenía máquina de calar, con la que confeccionaba mil fruslerías de tabla, chapa y marfil, todo enmarañado y de mal gusto, frágil, inútil y jamás concluido.

Pero dejemos a Ponce y vengamos a mi discípulo. Era Manuel Peña de índole tan buena y de inteligencia tan despejada, que al punto comprendí no me costaría gran trabajo quitarle sus malas mañas. Estas provenían del hervor de la sangre, de la generosidad e instintos hidalgos del muchacho, del prurito de lo ideal que vigorosamente aparece en las almas jóvenes; de su temperamento entre nervioso y sanguíneo; de su admirable salud y buen humor, que le ponían a salvo de melancolías, y por último, de la vanidad juvenil que en él despertaban su hermosísima figura y agraciado rostro.

Mi complacencia era igual a la del escultor que recibe un perfecto trozo del mármol más fino para labrar una estatua. Desde el primer día conocí que inspiraba a mi discípulo no sólo respeto, sino simpatías; feliz circunstancia, pues no es verdadero maestro el que no se hace querer de sus alumnos, ni hay enseñanza posible sin la bendita amistad, que es el mejor conductor de ideas entre hombre y hombre.

Buen cuidado tuve al principio de no hablar a Manuel de estudios serios, y ni por casualidad le menté ninguna ciencia, ni menos filosofía, temeroso de que saliera escapado de mi despacho. Hablábamos de cosas comunes, de lo mismo que a él tanto le gustaba y yo había de combatir; obliguele a que se explicase con espontaneidad, mostrándome las facetas todas de su pensamiento, y yo al mismo tiempo, dando a aquellos asuntos su verdadero valor, procuraba presentarle el aspecto serio y trascendente que tienen todas las cosas humanas, por frívolas que parezcan.

  -23-  

De esta suerte las horas corrían, y a veces pasaba Manuel en mi casa la mayor parte del día. De las determinaciones de su espíritu me parecieron más débiles el concepto y la volición. En cambio noté que en la cooperación armónica de sus variadas actividades fundamentales, se determinaba con gran brío su espíritu como sentimiento, y eché de ver las ventajas que yo podía obtener cultivando aquella determinación en el terreno estético. Excelente plan. Sin vacilar ataqué por la brecha del arte la plaza de su ignorancia, seguro de que me facilitaría la entrada la imaginación, siempre traicionera y mal avenida con las penalidades de un largo asedio.

Principié mi obra por los poetas. ¡Lástima grande que el chico no supiera ni jota de latín, privándome de darle a conocer los tesoros de la poesía antigua! Confinados en nuestra lengua, la emprendimos con el Parnaso español, tan afortunadamente, que mi discípulo hallaba en nuestras conferencias vivísimo deleite. Yo le veía palidecer, inflamarse, reflejando en su cara la tristeza o el entusiasmo, según que leíamos y comentábamos este o el otro lírico, fray Luis de León, San Juan de la Cruz, o el enfático y ruidosísimo Herrera. Pocas indicaciones me bastaban al principio para hacerle comprender lo bueno, y bien pronto se adelantaba él a mi crítica con pasmoso acierto. Era artista, sentía ardientemente la belleza, y aun sabía apreciar los primores del estilo, a pesar de hallarse desposeído en absoluto de conocimientos gramaticales.

Más tarde estudiamos los poetas contemporáneos, y en poco tiempo se familiarizó con ellos. Su memoria era felicísima, y a lo mejor le sorprendía recitando con admirable sentido trozos de poemas modernos, de leyendas famosas y de composiciones ligeras o graves. Razón había para esperar que mi discípulo, que de tal modo se identificaba   -24-   con la poesía, fuera también poeta. Cierto día me trajo con gran misterio unas quintillas; las leí, pero me parecieron tan malas, que le ordené no volviese a tutear a las musas en todos días de su vida, y que se mantuviera con ellas en aquel buen término de respeto y cariño que imposibilita la familiaridad. Yo le convencí de que no era de la familia, de que son cosas muy distintas sentir la belleza y expresarla, y él, sin ofensa de su amor propio, me prometió no volver a ocuparse de otros versos que de los ajenos.

Al comenzar nuestras conferencias me confesó ingenuamente que el Quijote le aburría; pero cuando dimos en él, después de bien estudiados los poetas, hallaba tal encanto en su lectura, que algunas veces le corrían las lágrimas del tanto reír; otras se compadecía del héroe con tanta vehemencia, que casi lloraba de pena y lástima. Decíame que por las noches se dormía pensando en los sublimes atrevimientos y amargas desdichas del gran caballero, y que al despertar por las mañanas le venían ideas de imitarle, saliendo ahí con un plato en la cabeza. Era que, por privilegio de su noble alma, había penetrado el profundo sentido del libro en que con más perfección están expresadas las grandezas y las debilidades del corazón humano.

Uno de los principales fines de mis lecciones debía ser enseñar a Manuel a expresarse por medio del lenguaje escrito, porque si en la conversación se producía bien y con soltura, escribiendo era una calamidad. Sus cartas daban risa. Usaba los giros más raros y la sintaxis más endiablada que puede imaginarse, y la pobreza de vocablos corría parejas en él con la carencia de criterio ortográfico. Conociendo que la teoría gramatical no le serviría de nada sin la práctica, combiné los dos sistemas, obligándole a   -25-   copiar trozos escogidos, no de los antiguos, cuya imitación es nociva, sino de los modernos, como Jovellanos, Moratín, Mesonero, Larra y otros.

Y en tanto, para completar el estudio de la mañana, salíamos a pasear por las tardes, ejercitándonos de cuerpo y alma, porque a un tiempo caminábamos y aprendíamos. Esta es la eficaz enseñanza deambulatoria, que debiera llamarse peripatética, no por lo que tenga de aristotélica, sino de paseante. De todo hablábamos, de lo que veíamos y de lo que se nos ocurría. Los domingos íbamos al Museo del Prado, y allí nos extasiábamos viendo tanta maravilla. Al principio notaba yo cierto aturdimiento en la manera de apreciar de mi discípulo. Pero muy pronto su juicio adquirió pasmosa claridad, y el gusto de las artes plásticas se desarrolló potente en él como se había desarrollado el de los poetas. Me decía: «antes había venido yo muchas veces al Museo; pero no lo había visto hasta ahora».

Yo gustaba de enseñarle todo prácticamente usando ejemplos siempre que no tenía a mi disposición la realidad viva, esa consumada doctora que tiene por cátedra el mundo y por libros sus infinitos fenómenos. En la esfera moral, la experiencia ha hecho más adeptos que los sermones, y la desgracia más cristianos que el catecismo. Si quería imbuirle algún principio artístico, procuraba hacerlo delante de una obra de arte. En lo moral, empleaba apólogos y parábolas y hasta demostraciones materiales, y los fenómenos del orden físico los explicaba, siempre que podía, delante del fenómeno mismo. Esta era la parte más débil de mi pedagogía, porque, no poseyendo sino lo rudimentario, mis enseñanzas se concretaban a los hechos metereológicos, y a trazar de ligero, como quien corre sobre ascuas, la monografía del rayo, de la lluvia, de la nieve, con un poquito   -26-   de arco iris y algunos pases de auroras boreales. No me gustaba mucho meterme en estas averiguaciones.

Yo era feliz con esta vida, y veía con gozo aumentar el afecto que me tenía mi discípulo. ¡Qué grandes victorias había alcanzado yo sobre sus voluntariedades, sobre las rebeldías y asperezas de su carácter! Pero de esto hablaré más adelante. Ahora, para que no se crea que en mi vida todo eran rosas, voy a hablar de algunas molestias y sinsabores, dando la preferencia a una persona, a un cínife que frecuentemente interrumpía la paz de mis estudios con sus visitas, y chupaba la sangre acuñada de mis bolsillos, después de zumbarme y marearme con insufrible charla y aguda trompetilla. Me refiero a la infeliz señora de García Grande, unida siempre en mi memoria al tierno recuerdo de mi madre, que inspirada de su inagotable bondad, me dejó este regalo, este censo, esta fastidiosa carga, contribución de sangre, dinero, tiempo y paciencia.




ArribaAbajo- V -

¿Quién podrá pintar a doña Cándida?


Nadie, absolutamente nadie. Pero como el intentarlo sólo es heroísmo, voy a ser héroe de esta empresa pictórica, que estaba guardada para mí desde que el tal cínife describió su primera curva graciosa en el aire y halagó la humana oreja con el do sobre-agudo de su trompetilla. Doña Cándida era viuda de García Grande, personaje que desempeñó segundos o terceros papeles en el período político llamado de la Unión liberal. Era de estos que no fatigan a la   -27-   posteridad ni a la fama, y que al morirse reciben el frío homenaje de los periódicos del partido y son llamados probos, activos, celosos, concienzudos, inteligentes o cosa tal. García Grande había sido hombre de negocios, de estos que tienen una mano en la política menuda y otra en los negocios gordos, un bifronte de esta raza inextinguible y fecundísima, que se reproduce y se cría en los grandes sedimentos fangurales del Congreso y la Bolsa; hombre sin ideas, pero dotado de buenas formas, que suplen a aquellas; apetitoso de riquezas fáciles; un sargentuelo de pandilla de esas que se forman con las subdivisiones parlamentarias; una nulidad barnizada, agiotista sin genio, orador sin estilo y político sin tacto, que no informaba sino decoraba las situaciones; una sustancia antropomórfica, que bajo la acción de la política apareció cristalizada de distintas maneras, ya como gobernador de provincia, ya como administrador de patronatos, ahora de director general, después de gerente de un desbancado Banco o de un ferrocarril sin carriles.

En estos trotes, García Grande, cuya determinación psico-física acusaba dos formas primordiales, linfatismo y vanidad, derrochó su fortuna, la de su mujer, y parte no chica de varios patrimonios ajenos, porque una sociedad anónima para asegurarnos la vida, de que fue director gerente, arrambló con las economías de media generación, y allá se fue todo al hoyo. Decía que García Grande era honrado, pero débil. ¡Qué gracia! La debilidad y la honradez están siempre mal avenidas, así como la humildad evangélica y el amor a los semejantes suelen andar a la greña con aquel vigor de carácter que el manejo de fondos propios y particulares exige.

Sirva de disculpa a García Grande, aunque no de consuelo a los que aseguraron sus vidas en él, la afirmación de   -28-   que su eminente esposa era un ser providencial, hecho de encargo y enviado por Dios sobre las sociedades anónimas (¡designios misteriosos!) para dar en tierra con todos los capitales que se le pusieran delante y aun con los que se le pusieran detrás; que a todas partes convertía sus destructoras manos aquella bendita dama. Jamás vio Madrid mujer más disipadora, más apasionada del lujo, más frenética por todas las ruinosas vanidades de la edad presente.

Mi madre, que la conoció en sus buenos tiempos, allá en los días, no sé si dichosos o adversos, del consolidado a 50, de la guerra de África, del no de Negrete, de las millonadas por ventas de bienes nacionales, del ensanche de la Puerta del Sol, de Mario y la Grissi, de la omnipotencia de O'Donnell y del Ministerio largo; mi madre, repito, que fue muy amiga de esta señora, me contaba que vivía en la opulencia relativa de los ricos de ocasión. A su casa (una de las que fueron derribadas detrás de la Almudena para prolongar la calle de Bailén), iba mucha gente a comer, y se daban saraos y veladas, tes, merendonas y asaltos. Las pretensiones aristocráticas de Cándida era tan extremadas, que mientras vivió García Grande no dejó de atosigarle para que se proporcionase un título; pero él se mantuvo firme en esto, y conservando hacia la aristocracia el respeto que se ha perdido desde que han empezado a entrar en ella a granel todos los ricos, no quiso adquirir título, ni aun de los romanos, que según dicen, son muy arreglados.

Si mientras los dineros duraron la vanidad y disipación de Cándida superaban a los derroches de la marquesa de Tellería, en la adversa fortuna esta sabía defenderse heroicamente de la pobreza y enmascarar de dignidad su escasez, mientras que la amiga de mi madre hacía su papel de pobre lastimosamente, y puesto el pie en la escala de la   -29-   miseria, descendió con rapidez hasta un extremo parecido a la degradación. La de Tellería tenía ciertos hábitos, ciertas delicadezas nativas que le ayudaban a disimular los quebrantos pecuniarios; mas doña Cándida, cuya educación debió de ser perversa, no sabía envolver sus apuros en el cendal de nobleza y distinción que era en la otra especialidad notoria. Veinte años después de muerto su marido, y cuando Cándida, sin juventud, sin belleza, sin casa ni rentas, vivía poco menos que de limosna, no se podía aguantar su enfático orgullo, ni su charla llena de pomposos embustes. Siempre estaba esperando el alza para vender unos títulos... siempre estaba en tratos para vender no sé qué tierras situadas más allá de Zamora... se iba a ver en el caso doloroso de malbaratar dos cuadros, uno de Ribera y otro de Pablo de Voss, un apóstol y una cacería... Títulos, ¡ah!, tierras, cuadros, estaban sólo en su mente soñadora. No abría la boca para hablar de cosa grave o insignificante, sin sacar a relucir nombres de marqueses y duques. En toda ocasión salía su dignidad; de su infeliz estado hacía ridícula comedia, y lo que llamaba su decoro era un velo de mentiras mal arrojado sobre lastimosos harapos. Tan transparente era el tal velo, que hasta los ciegos podían ver lo que debajo estaba. Pedía limosna con artimañas y trampantojos, poniéndose con esto al nivel de la pobreza justiciable. Yo la conocía en el modo de tirar de la campanilla cuando venía a esta casa. Llamaba de una manera imperiosa, decía a la criada: «¿está ese?», y se colaba de rondón a mi cuarto interrupiéndome en las peores ocasiones, pues la condenada parece que sabía escoger los momentos en que más anheloso estaba yo de soledad y quietud. Conociendo mi flaqueza de coleccionar cachivaches, mi enemiga traía siempre un plato, estampa o fruslería, y me la mostraba diciéndome:

  -30-  

«A ver ¿cuánto te parece que darán por esto? Es hermosa pieza. Sé que la marquesa de X daría diez o doce duros; pero si lo quieres para tu coleccioncita, tómalo por cuatro, y dame las gracias. Ya ves que por ti sacrifico mis intereses... una cosa atroz».

Me entraban ganas de ponerla en la calle; pero me acordaba de mi buena madre y del encargo solemne que me hizo poco antes de morir. Doña Cándida había tenido con ella, en sus días de prosperidad, exquisitas deferencias. Además de esto, García Grande, director de Administración local en 1859, salvó a mi padre de no sé qué gravísimo conflicto ocasionado por cuestiones electorales. Mi madre, que en materias de agradecimiento alambicaba su memoria para que ni en la eternidad se le olvidase el beneficio recibido, me recomendó en sus últimas horas que por ningún motivo dejase de amparar como pudiese a la pobre viuda. Comprábale yo las baratijas; pero ella con ingenio truhanesco hallaba medio de llevárselas juntamente con el dinero. Variaba con increíble fecundidad los procedimientos de sus feroces exacciones. A lo mejor entraba diciendo:

«¿Sabes? Mi administrador de Zamora me escribe que para la semana que entra me enviará el primer plazo de esas tierras... ¿Pero no te he dicho que al fin hallé comprador? Sí, hombre, atrasado estás de noticias... ¡Y si vieras en qué buenas condiciones!... El duque de X, mi colindante, las toma para redondear su finca del Espigal... En fin, tengo que mandar un poder y hacer varios documentos, una cosa atroz... Préstame mil reales, que te los devolveré la semana que entra sin falta».

Y luego, por disimular su ansiedad de metálico, tomaba un tonillo festivo y de gran mundo, exclamando:

«¡Qué atrocidad!... Parece increíble lo que he gastado   -31-   en la reparación de los muebles de mi sala... Los tapiceros del día son unos bandidos... Una cosa atroz, hijo... ¡Ah! ¿No te lo he dicho? Sí, me parece que te lo he dicho...».

-¿Qué, señora?

-Que entre mi sobrina y yo estamos bordando un almohadón. Como para ti, hombre. Es atroz de bonito. La condesa de H y su hija la vizcondesa de M, lo vieron ayer y se quedaron encantadas. Por cierto que desean conocerte. Yo les dije que tú no vas a ninguna parte, que no piensas más que en tus libros y en tus discípulos. Con que adiós, hijo, que lo pases bien.

Hacía que se marchaba, fingiendo una distracción de buen tono, y a mí me parecía que veía el cielo abierto mirándola partir; mas desde la puerta volvía, diciendo:

«¡Ah! ¡Qué cabeza la mía!... ¿Me das o no esos mil reales? La semana que viene te podré entregar un par de mil duros, si te hacen falta para tus negocios... No, no me lo agradezcas... Si me haces un gran favor... ¿Dónde hallaría mayor seguridad para colocar mi dinero?».

-A mí no me hace falta nada -le decía yo.

Veníanseme a la boca las palabras: «vaya usted noramala, señora»; pero calculando que me pedía para el casero o para otra urgente necesidad, cedían mis ímpetus egoístas ante mi generosa flaqueza y el recuerdo de mi madre, y le daba la mitad de lo pedido.

No pasaba el mes sin que volviese trayéndome un viejo reloj o miniatura antigua de escaso mérito.

«Me vas a hacer un favor. Acepta esto en memoria mía. ¡Si vieras qué enferma estoy, una cosa atroz!... Un estado nervioso... Yo no sé cómo explicártelo. Ni yo lo entiendo, ni los médicos tampoco. Cuando voy por la calle, parece que se derrumban sobre mí las paredes de las casas... Hace tantísimas noches que no duermo. No como más que alguna   -32-   pechuguita de chocha, una tostadita de foie gras y a veces media copita de Chablis».

Yo, que sabía cómo se alimentaba la cuitada, no podía contener la risa.

«Para distraerme -continuaba-, estuve anoche en el Real. Me subí al Paraíso, porque no tenía ganas de vestirme. Desde arriba vi a la duquesa de Tal en su palco. Acaba de llegar de París... Con que volviendo a lo de antes: te regalo esos objetos preciosos, porque yo me muero, hijo, me muero sin remedio, y quiero dejarte esa memoria; son piezas de tan raro mérito, que el anticuario de la Carrera de San Jerónimo me ha ofrecido dos mil reales por ellas».

-Pues llévelas usted al anticuario y cobre los dos mil, que no le vendrán mal.

-No me hagas ese desaire, hombre... ¡qué atrocidad! Acuérdate de tu buena madre que tanto me quiso.

Se empeñaba en afligirse, y tan bien sabía desempeñar su papel, que concluía por obsequiarme con una lágrima.

«Cercana a la tumba -decía con patética voz-, parece que se enardecen mis afectos y que te quiero más, una cosa atroz... Adiós, hijo mío».

Levantábase pesadamente; pero al dar los primeros pasos hacia la puerta, se metía las manos en el bolsillo, lanzaba una exclamación de contrariedad y sorpresa, y decía:

«¡Vaya... qué cabeza!, ¡qué atrocidad! ¿Pues no se me ha olvidado el portamonedas?... Y tenía que ir a la botica. Tendré que volver a casa y subir los noventa escalones... ¡Qué mala estoy, Dios mío! Dime, ¿tienes ahí1 tres duros? Te los mandaré esta tarde con Irenilla».

Se los daba. ¿Qué había de hacer? Pero un día de los muchos en que me embistió con esta estratagema, no pude contener el enfado y dije a mi cínife:

  -33-  

«Señora, cuando usted tenga falta, pídame con verdad y sin comedias, pues tengo el deber de no dejarla morir de hambre... Me gusta la verdad en todo, y las farsas me incomodan».

Ella lo tomó a risa, diciéndome que mis bromitas le hacían gracia, que su dignidad... ¡una cosa atroz!, y no sé qué más.

Después de que le eché tal filípica, pareciome que había estado un poco fuerte, y sentí vivos remordimientos, porque la pobreza tiene sin duda cierto derecho a emplear para sus disimulos los medios más extraños. La indigencia es la gran propagadora de la mentira sobre la tierra, y el estómago la fantasía de los embustes.

Doña Cándida había sido hermosa. En la primera etapa de su miseria había defendido sus facciones de la lima del tiempo; pero ya en la época esta de las visitas y de los ataques a mi mal defendido peculio, la vejez la redimía del cuidado de su figura, y no sólo había colgado los pinceles, sino que ni aun se arreglaba con aquel esmero que más bien corresponde a la decencia que a la presunción. Deplorable abandono revelaban su traje y peinado, hecho de varios crepés de diferentes colores, añadidos y pelotas como de lana, aspirando el conjunto a imitar la forma más en moda. Así como en su conducta no existía la dignidad de la pobreza, en su vestido no había el aseo y compostura que son el lujo, o mejor, el decoro de la miseria. El corte era de moda, pero las telas ajadas y sucias declaraban haber sufrido infinitas metamorfosis antes de llegar a aquel estado. Prefería harapos de un viso elegante, a una falda nueva de percal o mantón de lana. Tenía un vestido color de pasa de Corinto, que lo menos, lo menos, databa de los tiempos de la Vicalvarada, y que con las transformaciones y el uso se había vuelto de un color así como   -34-   de caoba, con ciertos tornasoles, vetas o ráfagas que le daban el mérito de una tela rarísima y milagrosa.

Usaba un tupido velo que a la luz solar ofrecía todos los cambiantes del iris, por efecto de los corpúsculos del polvo que se habían agarrado a sus urdimbres. En la sombra parecía una masa de telarañas que velaban su frente, como si la cabeza anticuada de la señora hubiera estado expuesta a la soledad y abandono de un desván durante medio siglo. Sus dos manos, con guantes de color de ceniza, me producían el efecto de un par de garras, cuando las veía vueltas hacia mí, mostrándome descosidas las puntas de la cabritilla y dejando ver los agudos dedos. Sentía yo cierto descanso cuando las veía esconderse por las dos bocas de un manguito, cuya piel parecía haber servido para limpiar suelos. De perfil tenía doña Cándida algo de figura romana. Era mi cínife muy semejante al Marco Aurelio de yeso que figuraba con los otros padrotes, sobre mi estantería. De frente no eran tan perceptibles las reminiscencias de su belleza. Brillaba en sus ojos no sé qué avidez insana, y tenía sonrisas antipáticas, propiamente secuestradoras, con más un movimiento de cabeza siempre afirmativo, el cual, no sé por qué, me revelaba incorregible prurito de engañar. La figura de sus modales era otra reminiscencia que la hacía tolerable, y a veces agradable, si bien no tanto que me hiciera desear sus visitas. El parecido con Marco Aurelio, que yo hice notar cierto día a mi discípulo, fue causa de que este le diese aquel nombre romano; pero después, confundiendo maliciosamente aquel emperador con otro, la llamaba Calígula.

Impresionada sin duda por la filípica que le eché aquel día, varió de sistema. Larga temporada estuvo sin ir a mi casa sino muy contadas veces, y nunca me pedía dinero verbalmente. Para darme los golpes se valía de su sobrina,   -35-   a quien mandaba a mi casa, portadora de un papelito pidiéndome cualquier cantidad con esta fórmula: «Haz el favor de prestarme tres o cuatro duros, que te devolveré la semana que entra».

Las semanas de doña Cándida se componían, como las de Daniel, de setenta semanas de años o poco menos.

El sistema de poner el sablote en las inocentes manos de una niña, era prueba clara de la astucia y sagacidad de la vieja, porque, conociendo mi grande amor a la infancia, calculaba que era imposible la negativa. Y tenía razón la maldita; porque cuando yo veía entrar a la postulante alargándome el papelito sin rodeos ni socaliñas, ya estaba echando mano a mi bolsillo o a la gaveta para adelantarme a la acción de la pobre niña y evitarle la pena de dar el fastidioso recado.




ArribaAbajo- VI -

Se llamaba Irene


Su palidez, su mirada un tanto errática y ansiosa, que parecía denotar falta de nutrición; su actitud cohibida y pudorosa, como si le ocasionaran vivísimo disgusto las comisiones de su tía, me inspiraban mucha lástima. Así es que además de la limosna, yo solía tener en mi mesa algún repuesto de golosinas. Presumiendo que rara vez tendrían satisfacción en ella los vehementes apetitos infantiles, dábale aquellas golosinas sin hacerla esperar, y ella las cogía con no disimulada ansia, me daba tímidamente las gracias, bajando los ojos, y en el mismo instante empezaba   -36-   a comérselas. Sospeché que este apresuramiento en disfrutar de mi regalo, era por el temor de que si llegaba a su casa con caramelos o dulces en el bolsillo, doña Cándida querría participar de ellos. Más adelante supe que no me había equivocado al pensar de este modo.

Me parece que la estoy mirando junto a mi mesa escudriñando libros, cuartillas y papeles, y leyendo en todo lo que encontraba. Tenía entonces doce años y en poco más de tres había vencido las dificultades de los primeros estudios en no sé qué colegio. Yo la mandaba leer, y me asombraba su entonación y seguridad así como lo bien que comprendía lo que leía, no extrañando palabra rara ni frase oscura. Cuando le rogaba que escribiese, para conocer su letra, ponía mi nombre con elegantes trazos de caligrafía inglesa, y debajo añadía: catedrático.

Hablando conmigo y respondiendo a mis preguntas sobre sus estudios, su vida y su destino probable, me mostraba un discernimiento superior a sus años. Era el bosquejo de una mujer bella, honesta, inteligente. ¡Lástima grande que por influencias nocivas se torciese aquel feliz desarrollo o se malograse antes de llegar a conveniente madurez! Pero en el espíritu de ella noté yo admirables medios de defensa y energías embrionarias, que eran las bases de un carácter recto. Su penetración era preciosísima, y hasta demostraba un conocimiento no superficial de las flaquezas y necedades de doña Cándida. Solía contarme con gracioso lenguaje, en el cual el candor infantil llevaba en sí una chispa de ironía, algunos lances de la pobre señora, sin faltar al respeto y amor que le tenía.

La compasión que esta criatura me inspiraba, crecía viéndola mal vestida y peor calzada. Durante muchos meses, que ahora se me representan años, vi en ella un como sombrero de paja, una especie de cesta deforme y abollada,   -37-   con una cinta pálida, como el propio rostro de Irene, que caía por un lado del modo menos gracioso que puede imaginarse. Todo lo demás de su vestimenta era marchito, ajado, viejo, de tercera o cuarta mano, con disimulos aquí y allí que aumentaban la fealdad. Tanto me desagradaba ver en sus pies unas botas torcidas, grandonas, destaconadas, que determiné cambiarle aquellas horribles lanchas por un par de botinas elegantes. Entregarle el dinero habría sido inútil porque doña Cándida lo hubiera tomado para sí. Mi diligente ama de llaves se encargó de llevar a Irene a una zapatería, y al poco rato me la trajo perfectamente calzada. Como le vi lágrimas en los ojos, creí que las botinas, por ser nuevas, le apretaban cruelmente; pero ella me dijo que no, y que no. Y para que me convenciera de ello se puso a dar saltos y a correr por mi cuarto. Riendo, riendo se le secaron las lágrimas.

Algunos días el papelito, después de la petición de dinero, traía esta nota:

«Te ruego que proporciones a Irene una gramática».

Y en otra ocasión:

«Irene tiene vergüenza de pedirte un libro bonito que leer. A mí mándame una novela interesante o, si lo tienes, un tomo de causas célebres».

Lo de los libros para Irene lo atendía yo con muchísimo gusto. Pero su palidez, su mirada afanosa me revelaban necesidades de otro orden, de esas que no se satisfacen con lecturas, ni admiten sofismas del espíritu: la necesidad orgánica, la imperiosa ley de la vida animal, que los hartos cumplimos sin poner atención en ella ni cuidarnos del sufrimiento con que la burlan o la trampean los menesterosos. ¡Cosa, en verdad, tristísima! Irene tenía hambre. Convencime de ello un día haciéndola comer conmigo. La pobrecita parecía que había estado un mes privada de todo   -38-   alimento, según honraba los platos. Sin faltar a la compostura, comió con apetito de gorrión, y no se hizo mucho de rogar para llevarse envueltos en un papel, los postres que sobraron. De sobremesa parecía como avergonzada de su voracidad; hablaba poco, acariciaba al gato, y después me pidió un libro de estampas para entretenerse.

Era niña poco alborotadora y que no gustaba de enredar. Fuera de aquella ocasión de las botas, nunca la vi saltando en mi cuarto, ni metiendo bulla. Generalmente se sentaba callada y juiciosa como una mujer, o miraba una tras otra las láminas colgadas en la pared, o pasaba revista a los rótulos de la biblioteca, o cogía, previo permiso mío, cualquier librote de ilustraciones o viajes para recrearse en los grabados. Tanto respeto me tenía, que ni aun se atrevía a preguntar, como otros niños: «¿qué es esto, qué es lo otro?». O lo adivinaba todo, o se quedaba con las ganas de saberlo.

El día de mi santo vino a traerme una relojera bordada por ella, y ¡caso inaudito!, aquel día, por consideración especial del cínife, no trajo papelito. En otras solemnidades me obsequió con varias cosillas de labores y una cajita de papel cañamazo, que no conservo aún, porque un día la cogió el gato por su cuenta y me la hizo pedazos. Yo correspondí a las finezas de Irene y a la compasión que me inspiraba, comprándole un vestidillo.

Esta inteligente y desgraciada niña no era sobrina de doña Cándida, sino de García Grande. Sus padres habían estado en buena posición. Quedó huérfana en vida del esposo de doña Cándida, el cual la trató como hija. Vino el desastre con la muerte del asegurador de vidas; pero afortunadamente Irene no estaba en edad de apreciar el brusco paso de la bienandanza a la adversidad. Conservola a su lado mi cínife, por no tener la criatura otros parientes.   -39-   Y yo pregunto: ¿fue un mal o un bien para Irene haber crecido entre escaseces y haberse educado en esa negra academia de la desgracia que a algunos embrutece y a otros depura y avalora, según el natural de cada uno? Yo le preguntaba si estaba contenta de su suerte, y siempre me respondía que sí. Pero la tristeza que despedían, como cualidad intrínseca y propia, sus bonitos ojos; aquella tristeza que a veces me parecía un efecto estético, producido por la luz y color de la pupila, a veces un resultado de los fenómenos de la expresión, por donde se nos transparentan los misterios del mundo moral, quizás revelaba uno de esos engaños cardinales en que vivimos mucho tiempo, o quizás toda la vida, sin darnos cuenta de ello.

A medida que el tiempo pasaba y que Irene crecía, escaseaban sus visitas, lo que no significaba mejoramiento de fortuna en doña Cándida, sino repugnancia de Irene a desempeñar las innobles misiones de la esquelita del petitorio. Desarrollado con la edad su amor propio, la pequeña venía a mi casa sólo para las exacciones de cuantía, y las menudas las hacía la criada. Por último, rodando insensiblemente el tiempo, llegó un día en que todas las comisiones las desempeñaba la criada. Dejé de ver a la sobrina de mi cínife, aunque siempre por este y por la muchacha tenía noticias de ella. Supe, al fin, con injustificada sorpresa, que llevaba traje bajo, cosa muy natural, pero que a mí me pareció extraña, por este rutinario olvido en que vivimos del crecimiento de todas las cosas y la marcha del mundo. Me agradó mucho saber que Irene había entrado en la Escuela Normal de Maestras, no por sugestiones de su tía, sino por idea propia, llevada del deseo de labrarse una posición y de no depender de nadie. Había hecho exámenes brillantes y obtenido premios. Doña Cándida me ponderaba los varios talentos de su sobrina, que   -40-   era el asombro de la escuela, una sabia, una filósofa, en fin, una cosa atroz...

Esta parte de mi relato viene a caer hacia 1877. En este año me mudé de la sosegada calle de Don Felipe a la bulliciosa del Espíritu Santo, y poco después conocí a doña Javiera, y emprendí la educación de Manuel Peña, con todo lo demás que, sacrificando el orden cronológico al orden lógico, que es el mío, he contado antes. El tiempo como reloj que es, tiene sus arbitrariedades; la lógica, por no tenerlas, es la llave del saber y el relojero del tiempo.




ArribaAbajo- VII -

Contento estaba yo de mi discípulo


Porque algunas de sus brillantes facultades se desarrollaban admirablemente con el estudio, mostrándome cada día nuevas riquezas. La historia le encantaba y sabía encontrar en ella las hermosas síntesis que son el principal hechizo y el mejor provecho de su estudio. En lo que siempre le veía premioso era en expresar su pensamiento por la escritura. ¡Lástima grande que pensando tan bien y a veces con tanta agudeza y originalidad, careciese de estilo, y que teniendo el don de asimilarse las ideas de los buenos escritores, fuese tan refractario a la forma literaria! Yo le mandaba que me hiciese memorias sobre cualquier punto de historia o de economía. Hechas en breve tiempo, me las leía, y admirando en ellas la solidez del juicio, me exasperaba lo tosco y pedestre del lenguaje. Ni aun pude corregir en él las faltas ortográficas, aunque a fuerza de constancia, mucho adelanté en esto.

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Para que se comprenda el tipo intelectual de mi discípulo, faltaba sólo un detalle, que es el siguiente: Mandábale yo que aquello mismo tan bien pensado en las memorias y tan perversamente escrito, me lo expresase en forma oral, y aquí era de ver a mi hombre transformado, dueño de sí, libre y a sus anchas como quien se despoja de las cadenas que le oprimían. Poníase delante de mí, y con el mayor despejo me pronunciaba un discurso en que sorprendían la abundancia de ideas, el acertado enlace, la gradación, el calor persuasivo, la influencia seductora, la frase incorrecta pero facilísima, engañadora, llena de sonoridades simpáticas.

«Vamos -le dije con entusiasmo un día-. Está visto que eres orador, y si te aplicas llegarás a donde han llegado pocos».

Entonces caí en la cuenta de que su verdadero estilo estaba en la conversación, y de que su pensamiento no era susceptible de encarnarse en otra forma que en la oratoria. Ya empezaba a brillar en el diálogo su ingenio un tanto paradójico y controversista, y le seducían las cuestiones palpitantes y positivas, manifestando hacia las especulativas repugnancia notoria. Esto lo vi más claro cuando quise enseñarle algo de Filosofía. Trabajo inútil. Mi buen Manolito bostezaba, no comprendía una palabra, no ponía atención, hacía pajaritas, hasta que no pudiendo soportar más su aburrimiento, me suplicaba por amor de Dios que suspendiese mis explicaciones, porque se ponía malo, sí, se ponía nervioso y febril. Tan enérgicamente rechazaba su espíritu esta clase de estudios, que, según decía, mi primera explicación sobre la indagación de un principio de certeza, había producido en su entendimiento efecto semejante al que en el cuerpo produce la toma de un vomitivo. Yo le instaba a reflexionar sobre la unidad   -42-   real entre el ser y el conocer, asegurándole que cuando se acostumbrase a los ejercicios de la reflexión, hallaría en ellos indecibles deleites; pero ni por esas. Él sostenía que cada vez que se había puesto a reflexionar sobre esto o sobre la conformidad esencial del pensamiento con lo pensado, se le nublaba por completo el entendimiento, y le entraba un dolor de estómago tan pícaro, que suspendía las reflexiones y cerraba maquinalmente el libro.

¡Refractario a la filosofía, rebelde al estilo! ¡Pobre Manolito Peña! Si a medida que se rebelaba contra la enseñanza filosófica no me hubiera asombrado con sus progresos en otros ramos del saber, mucho habría perdido el discípulo en el concepto del maestro. Lo único que pude conseguir de él en esta materia, fue que pusiese alguna atención en la historia de la filosofía, pero mirándola más que un objeto de curiosidad y erudición que como objeto de conocimiento sistemático y de ciencia. Me enojaba que Manuel se educase así en el escepticismo. Grandes esfuerzos hice para evitarlo, pero con ellos aumentaba su aversión a lo que él llamaba la teología sin Dios. Ya por entonces gustaba de condenar o ensalzar las cosas con una frase picante y epigramática. Era a veces oportunísimo, las más paradójico; pero esta manera de juzgar con epigramas las cosas más serias priva tanto en nuestros días, que casi casi se podía asegurar que mi discípulo, poseyendo aquella cualidad, remataba y como que ponía la veleta al gallardo edificio de sus aptitudes. Observando estas, viendo lo que a Manuel faltaba, y lo que en grado tan exceso tenía, me preguntaba yo: «Este muchacho, ¿qué va a ser? ¿Será un hombre ligero o el más sólido de los hombres? ¿Tendremos en él una de tantas eminencias sin principios, o la personificación del espíritu práctico y positivo?». Aturdido yo, no sabía qué contestarme.

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Iba descubriendo además Manolito un don de gentes cual no he visto semejante en ningún chico de su edad. Sabía inspirar vivas simpatías a toda persona con quien hablaba, y su gracia, su fácil expresión, su oportunidad, daban a su palabra una fuerza convincente y dominadora que le abría las puertas de todos los corazones. Sabía ponerse al nivel intelectual de su interlocutor, hablando cada uno el lenguaje que le correspondía. Pero lo más digno de alabanza en él era su excelente corazón, cuyas expansiones iban frecuentemente más lejos de lo que los buenos términos de la generosidad piden. Yo tuve empeño en regularizar sus nobles sentimientos y su espíritu de caridad, marcándole juiciosos límites y reglas. También trabajé en corregirle el pernicioso hábito de gastar dinero tontamente, empleándolo en fruslerías tan pronto adquiridas como olvidadas. Imposible me fue quitarle el vicio de fumar, por ser ya viejo en él; pero triunfé contra la maldita maña suya de estar siempre chupando caramelos, de los cuales tenía lleno el bolsillo: Con esto y el fumar, se le quitaban las ganas de comer; y lo peor era que durante la lección me engolosinaba a mí; y tal imperio tiene la costumbre y de tal manera se apodera de nuestros flacos sentidos cualquier vano apetito, que el día en que, por mi propio mandato, faltaron los caramelos, los echó mi lengua de menos, y casi casi me mortificó aquella falta.

Cuánto me agradecía doña Javiera las reformas obtenidas en la conducta de su hijo, no hay para qué decirlo. Las declaraciones de su gratitud venían a mí por Pascuas y otras festividades en forma de jamones, morcillas y butifarras, todo de lo mejor y abundantísimo; pero tan grande economía resultaba a la señora de Peña de las restricciones impuestas por mí al bolsillo filial, que aunque me regalase media tienda, siempre salía ganando.

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Vestía Manuel2 con elegancia y variedad, y jamás intenté moderarle mucho en esto, porque la compostura de la persona es garantía de los buenos modales y un principio por sí de buena educación. Como el muchacho era rico y había de representar en el mundo papel muy airoso, debía de prepararse a ello, cultivando y ensayando desde luego el aspecto, la forma, el buen parecer, el estilo, pues estilo es esto que da al carácter lo que la frase al pensamiento, es decir, tono, corte, vigor y personalidad. Lo que no me gustaba era verle adoptar algunas veces, con capricho elegante, las maneras y el traje de la gente torera, para ir al encierro o a una expedición de campo o a visitar la dehesa en que pacen los toros. Discusiones reñidas y un tanto agrias tuvimos sobre esto; él se defendía con zalamerías, y yo, conociendo que debe dejarse a cada edad, si no todo, parte de lo que le pertenece, y que además es locura prescindir del medio ambiente y del influjo local, transigía, dejando que el tiempo, con las exigencias serias de la vida, curara a mi discípulo de aquella pueril vanidad.

Yo no cesaba de pensar en las dificultades con que Manolito tendría que luchar para abrirse paso en la sociedad y para ocupar en ella un puesto conforme a sus altas dotes. ¡Delicada cuestión! Es evidentísimo que la democracia social ha echado entre nosotros profundas raíces, y a nadie se le pregunta quién es ni de dónde ha salido para admitirle en todas partes y festejarle y aplaudirle, siempre que tenga dinero o talento. Todos conocemos a diferentes personas de origen humildísimo que llegan a los primeros puestos, y aun se alían con las razas históricas. El dinero y el ingenio, sustituidos a menudo por sus similares, agio y travesura, han roto aquí las barreras todas, estableciendo la confusión de clases en grado más alto y con aplicaciones más positivas que en los países   -45-   europeos donde la democracia, excluida de las costumbres, tiene representación en las leyes. Bajo este punto de vista, y aparte de la gran desemejanza política, España se va pareciendo, cosa extraña, a los Estados-Unidos de América, y como esta nación, va siendo un país escéptico y utilitario, donde el espíritu fundente y nivelador domina sobre todo. La historia tiene cada día entre nosotros menos valor de aplicación y está toda ella en las frías manos del arqueólogo, del curioso, del coleccionista y del erudito seco y monomaniaco. Las improvisaciones de fortuna y posición menudean, la tradición, quizás por haberse hecho odiosa con apelaciones a la fuerza, carece de prestigio, la libertad de pensamiento toma un vuelo extraordinario, y las energías fatales de la época, riqueza y talento, extienden su inmenso imperio.

Pero esta transformación, con ser ya tan avanzada, no ha llegado al punto de excluir ciertos miramientos, ciertos reparillos en lo que toca a la admisión de personas de bajo origen en el ciclo céntrico, digámoslo así, de la Sociedad. Si el bajo origen está lejano, aunque solamente lo separe el tiempo presente el espacio de un par de lustros, todo va bien, muy bien. Nuestra democracia es olvidadiza; pero no ha llegado a ser ciega; así, cuando la bajeza está presente y visible, cuesta algún trabajo disimularla con dinero. ¿Quién duda que en ciertos escudos de nobleza podría pintarse una pierna de carnero, un pececillo o cualquier otro emblema de baja industria? Pero el origen de estas casas se halla ya tan lejano, que nadie se cuida de él, mientras que en el caso de mi discípulo, aún subsistía abierto el plebeyo establecimiento, y aquel Manolito Peña tan listo, tan discreto, tan guapo, tan distinguido, tan noble en todo y por todo, solía ser llamado entre sus compañeros de la Universidad el hijo de la carnicera.

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Yo no hablaba con él de estas cosas; pero pensaba mucho en ellas y temía penosas contrariedades. Un día que hablábamos de su porvenir y de sus proyectos, me confesó que andaba algo enamorado de la hija del empresario de la Plaza de Toros, chica bonita y graciosa. Doña Javiera también lo supo y no pareció contrariada. La niña de Vendesol era de honrada familia, heredera única de una gran fortuna, parecía de inmejorables condiciones morales, y en jerarquía superaba a Manuel3, pues si bien los Vendesol habían sido carniceros, la tienda se cerró treinta años ha, y luego fueron tratantes en ganado, contratistas de abastos en grande escala. Doña Javiera veía con gusto la inclinación de su hijo, y con su buen humor me decía:

«Esto parece cosa de la Providencia, amigo Manso. La chica tiene parné, y en cuanto a nobleza, allá se van cuernos con cuernos».

Respetando esta argumentación positivista y cornúpeta, creía yo que la edad de Manuel (que no pasaba de veintitrés años), no era aún propia para el matrimonio, a lo cual me dijo la señora de Peña que para casarse bien todas las edades son buenas. Comprendí que aquel era un asunto en el cual no debía entrometerme, y me callé. Me parecía que doña Javiera estaba rabiando por entroncar con Vendesol, personaje de bajísimo origen, que de niño había corrido y jugado con los pies descalzos en los arroyos sangrientos de las calles de Candelario, pero cuya bajeza estaba ya redimida por treinta años de posición rica, honrosa y respetado. La señora y las hermanas de Vendesol vivían en un pie de elegancia y las relaciones que a mi vecina, por motivos de tabla auténtica y visible, le estaba aún vedado. No las conocía más que de nombre y de vista doña Javiera; pero deliraba por tratarlas y ponerse a su nivel, cosa que a ella le parecía muy fácil, teniendo dinero. Por   -47-   Ponce supe un día que se trataba de traspasar la tienda, poniendo punto final al comercio de carne.

Manuel se enzarzaba más de día en día en sus amores, escatimando tiempo y atenciones al estudio. Dos años y medio llevábamos ya de lecciones, y aunque no se habían enfriado la dedicada afición y el respeto que me tenía, nuestra comunidad intelectual era menos estrecha y nuestras conferencias más breves. Nos veíamos diariamente, charlábamos de diversas cosas, y mientras yo procuraba llevar su espíritu a las leyes generales, él no gustaba sino de los hechos y de las particularidades, prefiriendo siempre todo lo reciente y visible. Disputábamos a veces con calor, y decíamos algo sobre las obras nuevas; pero ya no paseábamos juntos. Él salía todas las tardes a caballo y yo paseaba solo y a pie. Últimamente, ni en el Ateneo nos veíamos por las noches, porque él iba al teatro muy a menudo y a la casa de Vendesol.

Notaba yo en mí cierta soledad, el triste vacío que deja la suspensión de una costumbre. Habíamos llegado a un punto en que debía dar por finalizada la dirección intelectual de mi discípulo, quien ya podía aprender por sí solo todo lo cognoscible, y aun aventajarme. Así lo manifesté a doña Javiera, que se mostró muy agradecida. La buena señora subía a acompañarme a prima noche, y su conversación exhalaba ciertos humos de vanidad, que hacían contraste con su llaneza de otros días. La idea de emparentar con los de Vendesol empezaba a trastornarle el juicio, y como se sentía con fuerzas pecuniarias para hacer frente a una situación de lujo, su vanidad no parecía totalmente injustificada. Era por demás irónico el efecto que resultaba de la grandeza de sus proyectos y del lenguaje con que los traducía, llamando, por vieja costumbre, al dinero parné, al figurar darse pisto. Ya más de una vez su   -48-   hijo había intentado, con poco éxito, traer a su mamá a las buenas vías académicas en materia de lenguaje.

Unas cosas me las confiaba doña Javiera claramente, y otras me las daba a entender con discreción y gracia. Lo de quitar la tienda y limpiarse para siempre de las manos la sangre de ternera, me lo manifestó palabra por palabra. Yo lo aprobaba, aunque para mis adentros decía que si la señora continuaba hablando de aquel modo, hallaría para lavarse las manos la misma dificultad que halló lady Macbeth para limpiarse las suyas. Indirectamente me declaró el propósito de legitimar sus relaciones con Ponce, y de conseguir algo que le decorase en sociedad y le diera visos de persona respetable, como por ejemplo, una crucecilla de cualquier orden, aunque fuera de la Beneficencia, un empleo o comisión de estas que llaman honoríficas.

Por aquellos días, que eran los de la primavera del año 80, volvió doña Cándida a darme sus picotazos personalmente. Ella y doña Javiera se encontraban en mi despacho, y no necesito decir lo que resultaba del rozamiento de dos naturalezas tan distintas. Cada cual se despachaba a su gusto; la carnicera, toda desenfado y espontaneidad; la de García Grande, toda hinchazón, embustería y fingimientos. Estaba delicadísima, perdida de los nervios. La habían visto Federico Rubio, Olavide y Martínez Molina, y por su dictamen, se iba a los baños de Spa. Doña Javiera le recetaba vino de Jerez y agua de hojas de naranjo agrio. Reíase doña Cándida del empirismo médico, y preconizaba las aguas minerales. De aquí pasaba a hablar de sus viajes, de sus relaciones, de duques y marqueses, y al fin, yo, que la conocía tan bien, concluía por suponerla estampada en el Almanaque Gotha.

Cuando mi cínife y yo nos quedábamos solos, dejaba el clarín de vanidad por la trompetilla de mosquito, y entre   -49-   sollozos y mentiras me declaraba sus necesidades. ¡Era una cosa atroz! Estaba esperando las rentas de Zamora, y ¡aquel pícaro administrador!... ¡qué administrador tan pícaro! Entre tanto no sabía cómo arreglarse para atender a los considerables gastos de Irene en la escuela de Institutrices, pues sólo en libros le consumía la mayor parte de su hacienda. Todo, no obstante, lo daba por bien empleado, porque Irenilla era un prodigio, el asombro de los profesores y la gloria de la institución. Para mayor ventaja suya, había caído en manos de unas señoras extranjeras (doña Cándida no sabía bien si eran inglesas o francesas), las cuales le habían tomado mucho cariño, le enseñaban mil primores de gusto y perfilaban sus aptitudes de maestra, comunicándole esos refinamientos de la educación y ese culto de la forma y del buen parecer, que son gala principal de la mujer sajona. Tenía ya diez y nueve años.

Tiempo hacía que yo no la había visto, y deseaba verla para juzgar por mí mismo sus adelantos. Pero ella, por no sé qué mal entendida delicadeza, por amor propio o por otra razón que se me ocultaba, no iba nunca a mi casa. Una mañana me la encontré en la calle, junto a un puesto de verduras. Estaba haciendo la compra en compañía de la criada. Sorprendiéronme su estatura airosa, su vestido humilde, pero aseadísimo, revelando en todo la virtud del arreglo, que, sin duda, no le había enseñado su tía. Claramente se mostraba en ella el noble tipo de la pobreza llevada con valentía y hasta con cariño. Mi primer intento fue saludarla; mas ella, como avergonzada, se recató de mí, haciendo como que no me veía, y volvió la cara para hablar con la verdulera. Respetando yo esta esquivez, seguí hacia mi cátedra, y al volver la esquina de la calle del Tesoro ya me había olvidado del rostro siempre pálido y expresivo de Irene, de su esbelto talle, y no pensaba más que   -50-   en la explicación de aquel día, que era la Relación recíproca entre la conciencia moral y la voluntad.




ArribaAbajo- VIII -

¡Ay mísero de mí!


¡Ay infelice! Mortal cien veces mísero, desgraciado entre todos los desgraciados, en maldita hora caíste de tu paraíso de tranquilidad y método al infierno del barullo y del desorden más espantosos. Humanos, someted vuestra vida a un plan de oportuno trabajo y de regularidad placentera; acomodaos en vuestro capullo, como el hábil gusano; arreglad vuestras funciones todas, vuestros placeres, descansos y tareas a discreta medida para que a lo mejor venga de fuera quien os desconcierte, obligándoos a entrar en la general corriente, inquieta, desarreglada y presurosa... ¡Objetivismo mil veces funesto que nos arrancas a las delicias de la reflexión, al goce del puro yo y de sus felices proyecciones; que nos robas la grata sombra de uno mismo, o lo que es igual, nuestros hábitos, la fijeza y regularidad de nuestras horas, el acomodamiento de nuestra casa!... Pero estas exclamaciones, aunque salidas del fondo del alma, no bastan a explicar el grande y radical cambio que sobrevino en mis costumbres.

Oíd y temblad. Mi hermano, mi único hermano, aquel que a los veintidós años se embarcó para las Antillas en busca de fortuna, me anunció su propósito de regresar a España trayendo toda la familia. Veinte años había estado en América probando distintas industrias y menesteres,   -51-   pasando al principio muchos trabajos, arruinado después por la insurrección y enriquecido al fin súbitamente por la guerra misma, infame aliada de la suerte.

Casó en Sagua la Grande con una mujer rica, y el capital de ambos representaba algunos millones. ¿Qué cosa más prudente que dejar a la Perla de las Antillas arreglarse como pudiese, y traer dinero y personas a Europa, donde uno y otras hallarían más seguridad? La educación de los hijos, el anhelo de ponerse a salvo de sobresaltos y temores, y, por otra parte, la comezoncilla de figurar un poco y de satisfacer ciertas vanidades, decidieron a mi hermano a tomar tal resolución. Dos meses habían pasado desde que me anunció su proyecto, cuando recibí un telegrama de Santander, participándome ¡ay!.. lo que yo temía.

Diome la corazonada de que el arribo de aquel familión trastornaría mi existencia, y así el natural gusto de abrazar a mi hermano se amargaba con el pensamiento de un molestísimo desbarajuste en mis costumbres. Corría el mes de Setiembre del 80. Una mañana recibí en la estación del Norte a José María con todo su cargamento, a saber: su mujer, sus tres niños, su suegra, su cuñada, con más un negrito como de catorce años, una mulatica, y por añadidura diez y ocho baúles facturados en grande y pequeña, catorce maletas de mano, once bultos menores, cuatro butacas. El reino animal estaba representado por un loro en su jaula, un sinsonte en otra, dos tomeguines en ídem.

Ya tenía yo preparada la mitad de una fonda para meter este escuadrón. Acomodé a mi gente como pude, y mi hermano me manifestó desde el primer día la necesidad de tomar casa, un principal grande y espacioso donde cupiera toda la familia con tanto desahogo como en las viviendas americanas. José María tiene seis años más que yo;   -52-   pero parece excederme en veinte. Cuando llegó, sorprendiome verle lleno de canas. Su cara era de color de tabaco, rugosa y áspera, con cierta transparencia de alquitrán que permitía ver lo amarillo de los tegumentos bajo el tinte resinoso de la epidermis. Estaba todo afeitado como yo. Traía ropa de fina alpaca, sombrero finísimo de Panamá, con cinta negra muy delgada, corbata tan estrecha como la cinta del sombrero, camisa de bordada pechera con botones de brillantes, los cuellos muy abiertos, y botas de charol con las puntas achaflanadas. Lica (que este nombre daban a mi hermana política), traía un vestido verde y rosa, y el de su hermana era azul con sombrero pajizo. Ambas representaban, a mi parecer, emblemáticamente la flora de aquellos risueños países, el encanto de sus bosques poblados de lindísimos pajarracos y de insectos vestidos con todos los colores del iris.

José María no tenía palabras, el primer día, más que para hablarme de nuestra hermosa y poética Asturias, y me contó que la noche antes de llegar a Santander se le habían saltado las lágrimas al ver el faro de Ribadesella. Pagado este sentimental tributo a la madre patria, nos ocupamos en buscar habitación. Me había caído que hacer. Atareado con los exámenes de Setiembre, tenía que multiplicarme y fraccionar mi tiempo de un modo que me ocasionaba indecibles molestias. Al fin encontramos un magnífico principal en la calle de San Lorenzo, que rentaba cuarenta y cinco mil reales, con cochera, nueve balcones a la calle, y muchísima capacidad interior: era el arca de Noé que se necesitaba. Yo calculé los gastos de instalación, muebles y alfombras en diez mil duros, y José María no halló exagerada la cantidad. Los hechos y los números de los tapiceros me demostraron más tarde que yo me había quedado corto, y que mi saber del conocimiento exterior y   -53-   trascendente no llegaba hasta poseer claras ideas en materias de alfombrado y carruajes.

Aún estuvo la familia en la fonda más de un mes, tiempo que se empleó en la transformación de vestidos y en ataviarse según los usos de aquende los mares. Bandada de menestrales invadió las habitaciones, y a todas horas se veían probaturas, elección de telas, cintas y adornos, y las modistas andaban por allí como en casa propia. Proveyéronse las tres damas de abrigos recargados de pieles y algodones, porque todo les parecía poco para el gran frío que esperaban y para defenderse de las pulmonías. A los quince días, todos, desde mi hermano hasta el pequeñuelo, no parecían los mismos.

Satisfechas estaban Lica y su mamá y hermana de la metamorfosis conseguida, no sin arduas discusiones, consultas y algún suplicio de cinturas; las tres alababan sin tasa la destreza de las modistas y corseteras, y principalmente la baratura de todas las cosas, así trapos como mano de obra. Tanto las entusiasmaba lo arregladito de los precios, que iban de tienda en tienda comprando bagatelas, y todas las tardes volvían a casa cargadas de diversos objetos, prendas falsas y chucherías de bazar. Los dependientes de las tiendas aparecían luego trayendo paquetes de cuanto Dios crió y perfeccionó la industria en moldes, prensas y telares. Las docenas de guantes, las cajas de papel timbrado, los bibelots, los abanicos, las flores contrahechas, los estuchitos, paletas pintadas, pantallas y novedades de cristalería y porcelana, ofrecían sobre las mesas y consolas de la sala un conjunto algo fantástico. Francamente, yo creía que iban a poner tienda. También daban frecuentes asaltos a las confiterías, y en el gabinete tenían siempre una bandeja de dulces, por la necesidad en que Lica se veía de regalarse a cada instante con golosinas,   -54-   entreverando los confites con las frutas, y a veces con algún pastelillo o carne fiambre. Como se hallaba en estado de buena esperanza (y ya bastante avanzada), los antojos sucedían a los antojos. Es verdad que su hermana, sin hallarse, ni mucho menos, en semejante estado, también los tenía, y a cada ratito decían una y otra: «Me apetece uva, me apetece huevo hilado, me apetece pescado frito, me apetece merengue». Las campanillas de las habitaciones repicaban como si anduvieran por los altos alambres diablillos juguetones, y los criados entraban y salían con platos y bandejas, tan atareados los pobres, que me daba lástima verles. Las tres damas pasaban las horas echadas indolentemente en sus mecedoras, con los vestidos que habían traído de la calle, dale que dale a los abanicos si hacía calor, y muy envueltas en sus mantos, si hacía frío. Por la noche iban al teatro, luego tomaban chocolate y se acostaban. Dormían la mañana, y cuando venía la peinadora, estaban tan muertas de sueño, que no había forma humana de que se levantaran. Vencida de su abrumadora pereza, Lica, no queriendo levantarse ni dejar de peinarse, echaba la cabeza fuera de las almohadas, y en esta incómoda postura se dejaba peinar para seguir durmiendo.

En tanto, las dos niñas y el pequeñuelo enredaban solos en una pieza destinada a ellos y a sus bulliciosas correrías. Cuidábanles la mulata Remedios y el negro Rupertito. Los gritos se oían desde la calle; jugaban al carro arrastrando sillas, y no pasaba día sin que rompieran algo o rasgaran de medio a medio una cortina o desvencijaran un mueble. A poco de llegar se revolcaban casi en cueros sobre las alfombras, hasta que, habiendo refrescado el tiempo, se les veía jugar vestidos con los costosos trajes de paño fino guarnecidos de pieles que les habían hecho para salir a paseo.

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Rupertito era tan travieso que no se podía hacer carrera de él. De la mañana a la noche no hacía más que jugar o asomarse al balcón para ver pasar los coches. Cuando sus amas le llamaban para que les alcanzara alguna cosa, lo cual ocurría poco más o menos cada dos minutos, era preciso buscarle por toda la casa, y cuando le encontrábamos le traíamos por una oreja. Yo me encargaba de esta penosa comisión, tan desconforme con mis ideas abolicionistas, porque los ayes del morenito me molestaban menos que el insufrible alarido de las señoras diciendo a toda hora: «Pícaro negro, tráeme mis zapatos; ven a apretarme el corsé; tráeme agua; alcánzame una horquilla, etc...». Un día le buscamos inútilmente por toda la casa. «¿Dónde se habrá metido este condenado?» decíamos mi hermano y yo, recorriendo todas las habitaciones, hasta que al fin le hallamos en un cuarto oscuro. Su carilla de ébano se me pareció como un antropomorfismo de las tinieblas, que echaron de sí los dos globos blancos de los ojos, la dentadura ebúrnea y los labios de granate. Una voz ronquilla y apagada decía estas palabras: «mucho fío, mucho fío». Sacámosle de allí. Era como si le sacáramos de un tintero, pues estaba arrebujado en un mantón negro de su ama. Aquel día se le compró un chaleco rojo de Bayona, con el cual estaba muy en carácter. Era un buen chico, un alma inocente, fiel y bondadosa que me hacía pensar en los ángeles del fetichismo africano.

Casi todos los días tenía que quedarme a comer con la familia, lo cual era un cruel martirio para mí, pues en la mesa había más barullo que en el muelle de la Habana. Principiaba la fiesta por las disputas entre mi hermano y Lica sobre lo que esta había de comer.

«Lica, toma carne. Esto es lo que te conviene. Cuídate, por Dios».

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-¿Carne? ¡Qué asco!... Me apetece dulce de guinda. No quiero sopa.

-Niña, toma carne y vino.

-¡Qué chinchoso!... Quiero melón.

En tanto la niña Chucha (así llamaban a la suegra de mi hermano), que desde el principio de la comida no había cesado de dirigir acerbas críticas a la cocina española, ponía los ojos en blanco para lanzar una exclamación y un suspiro, consagrados ambos a echar de menos el moniato, la yuca, el ñame, la malanga y demás vegetales que componen la vianda. De repente la buena señora, mareada del estruendo que en la mesa había, llenaba un plato y se iba a comérselo a su cuarto. Distraído yo con estas cosas, no advertía que una de las niñas, sentada junto a mí, metía la mano en mi plato y cogía lo que encontraba. Después me pasaba la mano por la cara llamándome tiito bonito. El chiquitín tiraba la servilleta en mitad de una gran fuente con salsa, y luego la arrojaba húmeda sobre la alfombra. La otra niña pedía con atroces gritos todo aquello que en el momento no estaba en la mesa, y los papás seguían disertando sobre el tema de lo que más convenía al delicado temperamento y al crítico estado de Lica.

«Chinita, toma vino».

-¿Vino?, ¡qué asco!

-Mujer, no bebas tanta agua.

-¡Jesús, qué chinchoso! Que me traigan azucarillos.

-Carne, mujer, toma carne.

Y el chico salía a la defensa de su mamá, diciendo:

«Papá mapiango».

-Niño, si te cojo...

-Papá cochino...

-Yo quiero fideo con azúcar -chillaba una vocecita más allá.

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-Me apetece garbanzo.

-¡Silencio, silencio! -gritaba José María dando fuertes golpes en la mesa con el mango del cuchillo.

Una chuleta empapada en tomate volaba hasta caer pringosa sobre la blanca pechera de la camisa del papá. Levantábase José María furioso, y daba una tollina al nene; pegaba este un brinco y salía, atronando la fonda con su lloro; enfadábase Lica; refunfuñaba su hermana; aparecía la niña Chucha enojada porque castigaban al nieto y se sentaba a la mesa para seguir comiendo; llamaban a Rupertico, a la mulata, y en tanto yo no sabía a qué orden de ideas apelar, ni a qué filosofía encomendarme para que se serenara mi espíritu.

Como todo el día estaba comiendo golosinas, Lica no hacía más que probar de cada plato y beber vasos de agua. Al fin saciaba en los postres su apetito de cositas dulces y frescas. Servían el café, más negro que tinta; pero yo me resistía a introducir en mí aquel pícaro brebaje por temor a que me privara del sueño, y me impacientaba y contaba las horas, esperando la bendita de escapar a la calle.

Luego venía el fumar, y allí me veríais entre pestíferas chimeneas, porque no sólo era mi hermano el que chupaba, sino que Lica encendía su cigarrito y la niña Chucha se ponía en la boca un tabaco de a cuarta. El humo y el vaivén de las mecedoras, me ponían la cabeza como un molino de viento, y aguantaba, y sostenía la conversación de mi hermano, que despuntaba ya por la política, hasta que llegada la hora de la abolición de mi esclavitud, me despedía y me retiraba, enojado de tan miserable vida y suspirando por mi perdida libertad. Volvía mis tristes ojos a la historia, y no le perdonaba, no, a Cristóbal Colón que hubiera descubierto el Nuevo Mundo.



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ArribaAbajo- IX -

Mi hermano quiere consagrarse al país


Instaláronse a mitad de Octubre en la casa alquilada, y el primer día se encendieron las chimeneas porque todos se morían de frío. Lica estaba fluxionada, su hermana Chita (Merceditas) poco menos, y la niña Chucha, atacada de súbita nostalgia, pedía con lamentos elegiacos que la llevasen a su querida Sagua, porque se moría en Madrid de pena y frío. La casa estrecha y no muy clara era tediosa cárcel para ella, y no cesaba de traer a la memoria las anchas, despejadas y abiertas viviendas del templado país en que había nacido. Víctima del mismo mal, el expatriado sinsonte falleció a las primeras lluvias, y su dolorida dueña le hizo tales exequias de suspiros, que creíamos iba a seguir ella el mismo camino. Uno de los tomeguines se escapó de la jaula y no se le volvió a ver más. A la buena señora no había quien le quitara de la cabeza que el pobre pájaro se había ido de un tirón a los perfumados bosques de su patria. ¡Si hubiera podido ella hacer otro tanto! ¡Pobre doña Jesusa, y qué lástima me daba! Su única distracción era contarme cosas de su bendita tierra, explicarme cómo se hace el ajiaco, describirme los bailes de los negros y el tañido de la maruga y el güiro, y por poco me enseña a tocar el birimbao. No salía a la calle por temor a encontrarse con una pulmonía; no se movía de su butaca ni para comer. Rupertico le servía la comida, y se iba comiendo por el camino las sobras que ella le daba.

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En cambio, mi hermano, su mujer y su cuñada se iban adaptando asombrosamente a la nueva vida, al áspero clima y a la precipitación y tumulto de nuestras costumbres. José María, principalmente, no echaba de menos nada de lo que se había quedado del otro lado de los mares, y se le conocía la satisfacción que le causaba el verse tan obsequiado, y atraído por mil lisonjas y solicitaciones, que a la legua le daban a conocer como un centro metálico de primer orden. Hacía frecuentes viajes al Congreso, y me admiró verle buscar sus amistades entre diputados, periodistas y políticos, aunque fueran de quinta o sexta fila. Sus conversaciones empezaron a girar sobre el gastado eje de los asuntos públicos, y especialmente de los ultramarinos, que son los más embrollados y sutiles que han fatigado el humano entendimiento. No era preciso ser zahorí para ver en José María al hombre afanoso de hacer papeles y de figurar en un partidillo de los que se forman todos los días por antojo de cualquier individuo que no tiene otra cosa que hacer. Un día me le encontré muy apurado en su despacho, hablando solo, y a mis preguntas contestó sinceramente que se sentía orador, que se desbordaban en su mente las ideas, los argumentos y los planes, que se le ocurrían frases sin número y combinaciones mil que, a su juicio, eran dignas de ser comunicadas al país.

Al oír esto del país, díjele que debía empezar por conocer bien al sujeto de quien tan ardientemente se había enamorado, pues existe un país convencional, puramente hipotético, a quien se refieren todas nuestras campañas y todas nuestras retóricas políticas, ente cuya realidad sólo está en los temperamentos ávidos y en las cabezas ligeras de nuestras eminencias. Era necesario distinguir la patria apócrifa de la auténtica, buscando esta en su realidad palpitante, para lo cual convenía, en mi sentir,   -60-   hacer abstracción completa de los mil engaños que nos rodean, cerrar los oídos al bullicio de la prensa y de la tribuna, cerrar los ojos a todo este aparato decorativo y teatral, y luego darse con alma y cuerpo a la reflexión asidua y a la tenaz observación. Era preciso echar por tierra este vano catafalco de pintado lienzo, y abrir cimientos nuevos en las firmes entrañas del verdadero país, para que sobre ellos se asentara la construcción de un nuevo y sólido Estado. Díjome que no entendía bien mi sistema, y me lo probó llamándome demoledor. Yo tuve que explicarle que el uso de una figura arquitectónica, que siempre viene a la mano hablando de política, no significaba en mí inclinaciones demagógicas. Mostreme indiferente en las formas de gobierno, y añadí que la política era y sería siempre para mí un cuerpo de doctrina, un sabio y metódico conjunto de principios científicos y de reglas de arte, un organismo, en fin, y que, por lo tanto quedaban excluidos de mi sistema las contingencias personales, los subjetivismos perniciosos, los modos escurridizos, las corruptelas de hecho y de lenguaje, las habilidades y agudezas que constituyen entre nosotros todo el arte de gobernar.

Tan pronto aburrido de mi explicación como tomándola a risa, mi hermano bostezaba oyéndome, y luego se reía, y llamándome con vulgar sorna metafísico, me invitaba a enseñar mi sabiduría a los ángeles del cielo, pues los hombres, según él, no estaban hechos para cosa tan remontada y tan fuera de lo práctico. Después me consultó con mucha seriedad que a qué partido debería afiliarse, y le contesté que a cualquiera, pues todos son iguales en sus hechos, y si no lo son en sus doctrinas, es porque estas, que no le importan a nadie, no han sufrido análisis detenido. Luego, dándole una lección de sentido práctico, le aconsejé que se afiliara al partido más nuevo y fresquecito de todos, y él   -61-   halló oportunísima la4 idea y dijo con gozo: «Metafísico, has acertado».

Las relaciones de la familia aumentaban de día en día, cosa sumamente natural, habiendo en la casa olor a dinero. Al mes de instalación, mi hermano tenía la mesa puesta y la puerta abierta para todas las notabilidades que quisieran honrarle. Las visitas sucedían a las visitas, las presentaciones a las presentaciones. No tardó en comprender el jefe de la familia que debía desarraigar ciertas prácticas muy nocivas a su buen crédito, y así, en la mesa, cuando había convidados, que era los más días del año, reinaba un orden perfecto, no turbado por las disputas sobre carne y vino, ni por las rarezas de la niña Chucha, ni por las libertades de los chicos. Tomaron un buen jefe, un maestresala o mozo de comedor, y aquello parecía otra cosa. El buen tono se iba apoderando poco a poco de todas las regiones de la casa y de los actos de la familia, y en las personas de Lica y Chita no era donde menos se echaba de ver la transformación y el rápido triunfo de las maneras europeas. Mi cuñada supo contener un poco su pasión por las yemas, caramelos y bombones, y los niños, excluidos de la mesa general, comían solos y aparte, bajo la dirección de la mulata. Conociendo su padre lo mal educados que estaban, acudió a poner remedio a este grave mal, pues no sabían cosa alguna, ni comer, ni vestirse, ni hablar, ni andar derechos. Lica deploraba también la incuria en que vivían sus hijos, y un día que hablaba de esto con su marido, volviose este a mí y me dijo: -«Es preciso que sin pérdida de tiempo me busques una institutriz».



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ArribaAbajo- X -

Al punto me acordé de Irene


La cual para el caso venía como de encargo. ¡Preciosa adquisición para mi familia y admirable partido para la huérfana! Contentísimo de ser autor de este doble beneficio, aquella misma tarde hablé a doña Cándida. ¡Dios mío, cómo se puso aquella mujer cuando supo que mi hermano con toda su gente estaba en Madrid! Temí que la sacudida y traqueteo de sus disparados nervios la ocasionaran un accidente epiléptico, porque la vi echar de sus ojos relámpagos de alegría; la vi retozona, febril, casi dispuesta a bailar, y de pronto, aquellas muestras de loco júbilo se trocaron en furia, que descargó sobre mí, diciendo a gritos:

«Pero, soso, sosón, ¿por qué no me has avisado antes?... ¿En qué piensas? Tú estás en Babia».

Yo sorprendí en su mirada destellos de su excelso ingenio, conjunto admirable de la rapidez napoleónica, de la audacia de Roque Guinart y de la inventiva de un folletinista francés. ¡Ay de las víctimas! Como el buitre desde el escueto picacho arroja la mirada a increíble distancia y distingue la res muerta en el fondo del valle, así doña Cándida, desde su eminente pobreza, vio el provechoso esquilmo de la casa de mi hermano y carne riquísima donde clavar el pico y la garra. La risa retozaba en sus labios trémulos y su semblante todo denotaba un estado semejante a la inspiración del artista. Loca de contento me dijo:

«¡Ay Máximo, cuánto te quiero! Eres el ángel de mi guarda».

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No supe lo que me hacía al poner en comunicación al sanguinario Calígula con la inocente familia de mi hermano. Era ya tarde cuando caí en la cuenta de que, llevado de un sentimiento caritativo, había atraído sobre mis parientes una plaga mayor que las siete de Egipto juntas. Era yo el autor del mal, y me reía, no podía evitarlo, me reía al ver entrar en la casa para hacer su primera visita a la representante de la cólera divina, puesta de veinticinco alfileres, radiante, amenazadora, con expresión de fiera majestad semejante a la que debía de tener Atila. No sé de dónde sacó las ropas que llevaba en aquella ocasión trágica. Creo que las alquiló en una casa de empeños con cuyos dueños tenía amistad, o que se las prestaron, o no sé qué, pues hay siempre impenetrables misterios en los modos y procedimientos de ciertos seres, y ni el más listo observador sorprende sus maravillosas combinaciones. Lo que llevaba encima, sin ser bueno, era pasable, y como la muy pícara tenía cierto continente de señora principal, daba un chasco a cualquiera, y ante los ojos inexpertos pasaba por persona de las que imperaban en la sociedad y en la moda. Su noble perfil romano y sus distinguidos ademanes hicieron aquel día papel más lucido que en toda la temporada de los esplendores de García Grande en tiempo de la Unión Liberal.

Cuando vio a mi hermano, le abrazó de tal modo y tales sentimientos hizo, que yo creí que se desmayaba. Recordó a nuestra buena madre con frases patéticas que hicieron llorar a José María, y se dejó decir que ella era una segunda madre para nosotros. En su conversación con Lica y Chita se mostró tan discreta, tan delicada, tan señora, que las cubanas se quedaron encantadas, embebecidas, y Lica me dijo después que nunca había tratado a una persona más fina y amable. En aquella primera visita dio   -64-   también doña Cándida rienda suelta a sus sentimientos cariñosos con los niños, haciéndoles toda suerte de mimos y zalamerías, y demostrándoles un amor que rayaba en idolatría. La niña Chucha tuvo un breve consuelo a su nostalgia en las tiernas expresiones de aquella improvisada amiga, que supo hablarle del ajiaco, poniendo en las nubes las comidas cubanas, y terminó con un parrafillo sobre enfermedades. Hasta José María cayó en la astuta red, y un rato después de haber salido Calígula, me preguntaba si a los salones de doña Cándida iba mucha gente notable, al oír lo cual me entró una risa tan grande que creo oyeron mis carcajadas los sordo-mudos que están en el inmediato colegio de la calle de San Mateo.

Al día siguiente se presentó de nuevo en la casa mi cínife. Desde sus primeras charlas mostrose muy confianzuda, y decía a las mujeres: «Si parece que nos hemos conocido toda la vida... Las miro a ustedes como si fueran hijas mías». Luego les contaba sucesos de su vida, y hablaba de sí misma y de sus males en términos que me llenaba de admiración su numen hiperbólico. Había detenido el viaje a sus posesiones de Zamora para poder gozar de la compañía de tan simpática familia, y aunque sus intereses habían sufrido bastante por culpa de los malos administradores, no quería salir de Madrid, porque sus amigas la marquesa de acá y la duquesa de allá la retenían. Sus dolencias eran lastimosa epopeya, digna de que Homero se volviera Hipócrates para cantarlas. Por último, en aquel segundo día y en los siguientes (pues antes faltara el sol en el zenit que Calígula en la casa de Manso), demostró tal conocimiento y arte en materia de modas, que fue constituida en Consejo de Estado de Lica y Chita, y ya no se escogió sombrero, ni tela ni cinta sin previa opinión de la de García Grande.

«¡Pobrecitas! -les decía-, no entren ustedes en las tiendas   -65-   a comprar nada. En seguida conocen que son americanas y les hacen pagar el doble, una cosa atroz... Yo me encargo de hacerles las compras... No, no, hija, no hay que agradecer nada. Eso a mí no me cuesta trabajo; no tengo nada que hacer. Conozco a todos los tenderos, y como soy tan buena parroquiana, saco las cosas tan arregladas...».

Para que mi hermano se previniera contra los peligros económicos a que estaba expuesta la familia admitiendo los servicios de doña Cándida, le conté la dilatada y pintoresca historia de los sablazos, con lo que se rió mucho, no diciendo más sino: «¡Pobre señora!, ¡si mamá la viera en tal estado!...».

A los pocos días hablé con Lica del mismo asunto; pero ella, rebelándose contra lo que juzgaba malicia mía, cortó mis amonestaciones diciéndome con su lánguida expresión:

«No seas ponderativo... Tú tienes mala voluntad a la pobre niña Cándida. ¡Es más buena la pobre...! Sería riquísima si no fuera por los malos administradores... ¡Será que el refaccionista le hace malas cuentas...! Luego es tan delicada la pobre... Ayer tuve que enfadarme con ella para hacerle aceptar un favorcito, un pequeño anticipo, hasta tanto que le vengan esas rentas del potrero... no es potrero, en fin, lo que sea. La pobre es más buena... No quería tomarlo... ni por nada del mundo. Yo le pedí por la Virgen de la Caridad del Cobre que me hiciera el favor de tomar aquella poca cosa... Veo que te ríes; no seas sencillo... ¡La pobre!... me ofendí con su resistencia y se me saltaron las lágrimas. Ella se echó a llorar entonces, y por fin se avino a no desairarme».

Lica era una criatura celeste, un corazón seráfico. No conocía el mal; ignoraba cuánto de falaz y malicioso encierra el mundo, y a los demás medía por la tasa de su propia inocencia y bondad. Yo contemplaba con tanto gozo   -66-   como asombro aquella flor pura de su alma, no contaminada de ninguna maleza, y que ni siquiera sospechaba que a su lado existía la cizaña. Me daba tanta lástima de turbar la paz de aquel virginal espíritu inoculándole el virus de la desconfianza, que decidí respetar su condición ingenua, más propia para la vida en las selvas que en las grandes ciudades, y no le hablé más del feroz Calígula.

En tanto, Irene había tomado la dirección intelectual, social y moral de las dos niñas y el pequeñuelo. Se les destinó, por acuerdo mío, un holgado aposento, donde todo el día estaba la maestra a solas con los alumnitos, y en una habitación cercana comían los cuatro. Yo previne que todas las tardes salieran a paseo, no consagrando al estudio sedentario más que las horas de la mañana. La discreción, mesura, recato y laboriosidad de la joven maestra, enamoraban a Lica que, en tocando a este punto, me echaba mil bendiciones por haber traído a su casa alhaja tan bella y de tal valor. También mi hermano estaba contentísimo, y yo me consolaba así del mal que hice con llevarles la calamidad de doña Cándida; y pensando en la útil abeja, olvidaba al chupador vampiro.



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