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El anciano Iosif

Mihai Eminescu

Traducción de Ricardo Alcantarilla

De ese modo estaba sobre su silla, agachado con el pecho adelante, ya que la silla no tenía respaldo ni apoyo, con las manos caídas cruzadas sobre las rodillas, su frente muy desgastada por aquella pose agachada un tipo de apariencia ahondada, el pelo por la posición esta estaba subido arriba, parte caía sin orden sobre las sienes unas cepas llenaban la frente con su plata sedosa, parte la tenía subida, pero importante en su viejo orden. Los ojos, ahondados en sus bovedillas, parecían fijar un punto bajo las arrugadas cejas, los labios de la boca se había hinchado rizados en meditaciones, y la barba doblada por la inclinación del pecho se doblaba hacia arriba cabo tupido y plateado, dando a toda la cara una apariencia descontenta y rebelde. La vela delgada y enroscada de cera cobriza que estaba pegada a la mesa llena con libros abiertos tendía el moco negro y entallado y la luz roja y turbia en el cuarto, apenas llegando a los iconos monacal de las paredes, ahondando las sombras de la cara del soñador ermitaño y amarilleando su pelo blanco y los rasgos ancianos de la cara. La mano pequeña y peluda pasaba, con el dedo mojado, las páginas untadas de un manuscrito griego de astrología pintado con círculos y figuras geométricas rojas. Las letras iniciales de cada capítulo eran como de imprenta y rojas... ¿Qué miraba él en aquel libro? A menudo contaba entre hojas marcapáginas de seda a cuadros verdes, allá detenía su mirada más tiempo, y de nuevo regresaba y escribía cifras en un papel, sin embargo eclesiástico -es decir con escritos-; un silencio hondo había en el cuarto y solo la pluma vieja de oca rechinaba sobre el papel cárdeno y granulado o sonaba golpeada por los tinteros llenos de una tinta glutinosa y avinagrada. Al final él cerró el manuscrito viejo, lleno de notas marginales escritas muy pequeñas y atadas en pergamino; lo tiró descontento sobre una pila de libros, se atusó la barba con la expresión de una profunda insatisfacción consigo mismo.

El anciano Iosif tenía un defecto muy grande. Con una maestría rara él sabía que se engañaba a sí mismo. Todas las soluciones que le infundía su mente sana y aguda, él pensaba que provenían solo de las combinaciones astrológicas, en las que él descifraba lo que no estaba en ellas. Donde su propia mente no le daba una solución, allá ni la astrología griega no le podía hacer inmediatamente. Ella aprobaba solo a posteriori lo que él ponía en sus cálculos a priori.

A menudo le resultaba pesado de vida, no porque había vivido demasiado, sino porque había llegado al final a un tiempo al que el entendimiento le faltaba. No porque tan solo hubiera apreciado a hombres modernos, o hubiera creído en su superioridad espiritual. Con justa palabra presuponía que ellos no tienen más que el lustre exterior de una cultura que no comprende, ni sé representarla -todos estos hombres jóvenes eran tan vacíos, tan faltos de conocimientos, que les hubiera dado pereza avergonzarse por sus preguntas, de la naturaleza laica incluso-. Él era un sabio considerable, pero los millares de conocimientos amontonados en su cabeza se cristalizaban alrededor a una única semilla por encima de cualquier duda: la Biblia. Él tenía bastantes conocimientos astronómicos para saber que las estrellas no son chispas parecidas sobre la bóveda del cielo solo para el placer de los hombres, pero el lugar de la Biblia para él tenía un significado profundo. Según él, cada átomo era el centro del mundo entero, es decir, de la inconmensurabilidad, y cada uno estaba en relación con todas las cosas del mundo. Cada uno, según su idea, es contado por el ojo del Señor y sin falta en su existencia la pérdida de uno del mundo y todo el mundo se turba y cae. De aquí la consecuencia de que todo hombre puede estar influido por una estrella, es decir un mundo entero, con sus pueblos, con su vida puede influir sobre un individuo humano, como por ejemplo, también, quién sabe si la tierra no puede influenciar a una persona importante de un globo alejado. Esta era la relación entre sus conocimientos positivistas y entre su astrología.

Él no encontraba ninguna contradicción en la Biblia, donde todo el mundo dice ser creado para el buen gusto de los hombres. Si el mundo es inconmensurable, cada punto puede ser perfectamente su centro al igual que el que le rodea, así pues el mundo está hecho para el placer para cada uno de sus centros en la misma medida, cada uno dice que solo para él, y justamente, porque él es todo en el mundo, si muriese completamente, el mundo estaría muerto por siglos. Especialmente las naturalezas ricas tienen, en su opinión, que estar en con relación con una estrella. Porque ¿por qué no son todos los hombres sabios y grandes, pensaban él, porque de otro modo somos todos igualmente parecidos? Por eso se distinguen, porque unos tienen en ellos un rayo celestial que les hace ser penetrados por el poder sobrenatural de una estrella y a los otros, nacidos de lodo y no estando en relación con la cáscara de la tierra, son siervos con espíritu y felices solo cuando los hombres infundidos por el movimiento de las estrellas de Dios mismo se ponen frente a ellos y les prescriben los destinos.

Que no crea alguien que, a consecuencia de las explicaciones de los viejos teólogos, él era geocentrista. Es cierto que la tierra fue creada antes que el sol, decía él. Precisamente tal y como un relojero haría y pondría en orden todas las ruedecillas de reloj, así como Dios primero hizo la tierra como una rueda baladí y después de ella creó la rueda mayor y, en el medio del sistema, el sol. La historia vieja era para él una preparación al cristianismo, la Edad Media era su plantación, y los tiempos futuros harán de la tierra el jardín del Señor. De ese modo la Biblia era el núcleo de la entera manera de mirar el mundo y de sus pensamientos. La ciencia positiva la conocía y junto con las enseñanzas de la Biblia muy fácil y con mucha astucia -no así en cambio las ideas especulativas de nosotros-. Estas eran para él herejías paganas. Él decía que las enseñanzas de ninguna ciencia positiva no daban al hombre el derecho y el pretexto de dudar de la Biblia. Él no hallaba ninguna ruptura entre los hallazgos de los nuevos, de cuanto oía también él, y entre el libro de los libros, pero lo encontraba entre Biblia y entre lo que muchos de los hombres se esforzaban, según él, en encontrar en estas experiencias.

Estos fundamentos de su carácter anímico eran ahora, en la vejez, la raíz de un descontento que él no sabía explicar. Cuando entraba en contacto con algún hombre joven que se había apegado a las ideas del Poniente, él se sentía golpeado por un mundo completamente nuevo para él, un mundo no mejor, no más hermoso, pero totalmente otro. Y lo que le molestaba más era que este mundo contradecía en su corriente a la corriente aquella que él había puesto como la meta de la historia humana. Él había leído aún en la juventud los escritos de los enciclopedistas, pero ellos le habían insuflado apatía. Sus pruebas le parecían forzadas, porque se dirigían todas contra un axioma que él no permitía a nadie negar: la omnipotencia de Dios. Él se imaginaba que un hombre tenía que estar enfermo o ser muy desgraciado para componer libros contra la Biblia. Por eso su asombro era grande cuando veía que hoy pasa que se divulgan precisamente estas ideas que él creía como un paso atrás del mundo, y no uno adelante. Por eso él dudaba si el mundo aquel adelantado al que sus prójimos traían niños era en verdad adelantado. Estas dudas luego lo hacían consultar la astrología pero, ya que él solo no sabía qué responder, por eso la astrología respondía cosas cuyo significado oscuro él no entendía. Si la respuesta hubiera estado latente en él, si él lo hubiera presupuesto antes de preguntar a su libro, entonces por supuesto que hubiera sabido dar el sentido precisamente el deseado sin saber en las palabras oscuras de su Sibila, de ese modo sin embargo, a menudo en plena inseguridad en lo relativo a lo que preguntaba, él se sentía angustiado y dudaba a menudo de su propia mente.

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