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El anonimato de un barraco: Eduardo Ugarte

Ríos Carratalá, Juan Antonio


Universidad de Alicante



La memoria suele ser injusta con la realidad de numerosas iniciativas culturales. La necesidad de concretarlas en una serie limitada de circunstancias e identificarlas con unos pocos nombres señeros conduce al olvido de quienes, desde un relativo segundo plano, contribuyeron a hacerlas viables. El recuerdo de la trayectoria de La Barraca se ajusta a esta regla y es lógico que la compañía quede vinculada preferentemente a Federico García Lorca. Sin embargo, la lógica de una empresa colectiva nos lleva a pensar en otros artífices, imprescindibles para afrontar el devenir cotidiano del grupo universitario. La figura de Eduardo Ugarte Pagés (Hondarribia, 1900-México, 1955) emerge entonces para identificar al sujeto que se sitúa junto al poeta y los demás barracos en tantas fotografías, siempre con la timidez de quien parece condenado al anonimato del colaborador.

Esta evidencia de un rostro sin pie de foto durante muchos años de olvido motivó la redacción de una monografía publicada en 1995: A la sombra de Lorca y Buñuel: Eduardo Ugarte. El objetivo fue hilvanar, a partir de los pocos y dispersos datos disponibles, la trayectoria de este sujeto que a menudo aparece en las fotografías del período republicano junto a Lorca, Buñuel, Alberti, Neruda, Bergamín y otras personalidades de la cultura. Cuando inicié la investigación apenas era un rostro con una media sonrisa y unas gruesas gafas, que le envejecían con el remate de una frente despejada. Su figura aparece casi siempre situada a la sombra, en un lateral o en un segundo plano. Al lado del poeta cuando ambos evidencian su condición de directores, pero un poco atrás, como síntoma de su declarada timidez y, tal vez, de la conciencia de su papel secundario. La mirada acostumbrada a la profundidad de campo y los personajes secundarios me llevó a interesarme por su biografía. Al finalizar el penoso trabajo de búsqueda en las notas a pie de página, había recopilado los datos fundamentales acerca de una trayectoria intensa y jalonada por unos primeros estrenos en Madrid de obras escritas en colaboración con José López Rubio (De la noche a la mañana, Teatro Reina Victoria, 17-I-1929 y La casa de naipes, Teatro Español, 27-V-1930), una estancia en Hollywood contratado por la Metro Goldwyn Mayer como dialoguista de las versiones españolas de películas norteamericanas durante los inicios del sonoro (1930-1931), su trabajo en la productora Filmófono (1934-1936) junto a Luis Buñuel y, gracias a esta amistad con el aragonés, la dirección de La Barraca compartida con un arrollador Federico García Lorca, a menudo agradecido con la labor de su amigo y colaborador.

Así de sugerente resultaba su trayectoria hasta el inicio de la guerra civil. Durante el verano de 1936, Eduardo Ugarte participó con entusiasmo en la Alianza de Intelectuales Antifascistas y las milicias del teatro, trabajó en París a lo largo de 1937 como agregado a la Embajada junto a su cuñado José Bergamín y permaneció en el exilio mejicano desde la primavera de 1939, en compañía de su familia. En aquellas tierras de acogida, colaboró en iniciativas culturales de los republicanos y reanudó sus trabajos como guionista y director, aunque de unas películas sumidas en el olvido por su escasa entidad. El desánimo le condujo a la depresión y la enfermedad. En 1955, Eduardo Ugarte, casado con una hija de Carlos Arniches, tuvo un triste y prematuro final, salpicado por circunstancias familiares del mismo tono y compartido por tantos otros españoles a quienes la guerra negó cualquier futuro acorde con lo realizado hasta 1936, cuando la ilusión alentaba numerosas iniciativas.

Esta trayectoria pudo ser reconstruida gracias a los datos espigados en numerosas publicaciones dedicadas a diferentes autores y empresas culturales, donde Eduardo Ugarte siempre tenía una nota a pie de página o era el sujeto de un comentario circunstancial. Después de publicar una monografía escrita a base de estas pequeñas piezas, otras investigaciones (véase la bibliografía final) han completado el puzzle o la trayectoria de un hombre que nunca pretendió el protagonismo. Tal vez porque se sabía bien rodeado y aceptaba su papel.

El conjunto de datos permite conocer lo fundamental de las actividades públicas y culturales emprendidas por el colaborador de Lorca y Buñuel. Sin embargo, resulta improbable que rescatemos la voz o el testimonio del propio Eduardo Ugarte, salvo algunas esporádicas declaraciones a la prensa. El biógrafo a menudo se convierte en autor de una ficción más o menos documentada. El empleo de la imaginación a partir de lo conocido es lícito, pero tiene sus riesgos cuando se fuerza la coherencia del biografiado y no deja de ser una suplantación, porque este último debe mantenerse como el protagonista de todo el proceso. Cabe plantearse si queda otra posibilidad en el caso de individuos como Eduardo Ugarte. Siempre podemos encontrar nuevos datos y testimonios, pero es improbable que faciliten un conocimiento profundo de quienes por personalidad y trayectoria prefirieron el silencio, aun a sabiendas de saberse condenados al olvido, a esa sombra desatendida por unos investigadores deslumbrados por el brillo de los grandes protagonistas.

La carencia de una voz propia y nítida en el caso de Eduardo Ugarte me lleva a plantearme algunas preguntas cuyas respuestas sólo son hipótesis. La fundamental es qué pensaría de aquellos sujetos destacados y reconocidos, unos amigos a quienes ayudó en tareas con tanta repercusión en la cultura republicana. Federico García Lorca valoró positivamente en varias ocasiones el papel desempeñado por su hombre de confianza en La Barraca. La compañía siguió funcionando durante las largas ausencias del poeta gracias a la labor de Eduardo Ugarte, siempre presente en las giras con la responsabilidad de coordinar las actividades de «los barracos», desde el montaje a la dirección escénica. Así lo reconocieron algunos de los jóvenes universitarios en sus memorias o en entrevistas, donde el recuerdo de «Ugarte qué» evidencia respeto y agradecimiento.

Luis Buñuel, parco y peculiar a la hora de recordar amistades o peripecias, apenas mostró interés por hablar de sus etapas en Hollywood y en Filmófono. Sus memorias, El último suspiro, y el libro de conversaciones con Max Aub (1984) suponen un desafío para el investigador por su subjetivismo y evitan unas actividades poco interesantes para el aragonés. Probablemente, porque se situaban al margen de la personalidad pública que deseaba proyectar mediante sus escritos y declaraciones. En ambas etapas del período 1930-1936 se centra su relación con Eduardo Ugarte, a quien conocía desde mucho antes. Según cuenta a Max Aub, fue el director aragonés quien le llevó a los estudios de California. El dato es falso porque la iniciativa correspondió a Edgar Neville y Carlos Arniches, pero ambos amigos compartieron tareas tan indefinidas como bien pagadas, juegos sobre el convencionalismo de la cinematografía realizada en aquellas fábricas de los sueños y algunas veladas un tanto gamberras. Su recuerdo se traducía en una risotada de vanguardista e iconoclasta. Mientras Luis Buñuel cobraba sin trabajar en unos rodajes que apenas le interesaban, Eduardo Ugarte colaboró en los diálogos de las versiones españolas, experiencia que le resultaría útil para posteriores empresas cinematográficas. Junto a otros jóvenes de aires cosmopolitas y buen humor, ambos cineastas conocieron aquel mundo irónicamente despreciado por Enrique Jardiel Poncela, observaron la organización de sus estudios y, sobre todo, disfrutaron en compañía de algunas estrellas (Charles Chaplin fue el introductor del grupo hispano), conduciendo lujosos coches o visitando las mansiones de los productores. Las fotografías evidencian un momento de felicidad, diversión y plenitud.

Mientras La Barraca culminaba sus primeras giras por España, Luis Buñuel y Eduardo Ugarte, bajo el amparo empresarial de Ricardo M.ª Urgoiti, se pusieron al frente de Filmófono. La productora estrenó con éxito de público y crítica cuatro películas antes de la guerra: Don Quintín el amargao, 1935, La hija de Juan Simón, 1935, ¿Quién me quiere a mí?, 1936 y ¡Centinela, alerta!, 1936. Esta filmografía de polémica autoría supone la antítesis de la anterior etapa vanguardista del cineasta aragonés. Gracias a una producción rigurosa de acuerdo con lo observado en los estudios de Culver City, ambos amigos aprovecharon al máximo los medios humanos y técnicos, al tiempo que creaban una estructura empresarial que sólo la guerra pudo llevar al traste. Luis Buñuel no quiso reconocer como propias estas películas con una impronta demasiado popular y comercial, pero Eduardo Ugarte no tuvo problemas para figurar en sus títulos de crédito. Su responsabilidad abarca distintas facetas porque, al igual que en la empresa teatral de García Lorca, estaba dispuesto a afrontar cualquier tarea: selección de actores, dirección de ensayos, elaboración de guiones, control empresarial y hasta sustitución de unos directores a veces poco responsables.

La guerra fue un punto y aparte que, en algunas facetas, se convirtió en un punto final para Eduardo Ugarte. La Barraca acabó disuelta pocas semanas después del fusilamiento de su creador. Filmófono intentó continuar su trayectoria en Hispanoamérica, adonde se trasladó Ricardo M.ª Urgoiti. No desapareció como empresa, pero jamás recuperó el sentido anterior a 1936 y se convirtió en una firma dedicada a diversas actividades tras la vuelta a España del citado empresario. Eduardo Ugarte rehízo su vida, dentro de lo posible, en México, donde acabó filmando como director unas películas alimenticias: Bésame mucho (1944), a partir de una obra de Antonio Paso y Joaquín Dicenta, Por culpa de una mujer (1945)... El fracaso de ambas le condujo al pesimismo. Luis Buñuel y él volvieron a coincidir en el grupo de los exiliados dedicados al cine. Sin embargo, trabajaban en un contexto radicalmente distinto y para la mayoría resultaba imposible emprender tareas colectivas como las anteriores a la guerra. Los antiguos colaboradores y amigos, con la ausencia de Federico, habían dejado atrás la etapa de jóvenes inquietos, en una España cuya cultura atravesaba un momento de ebullición y entusiasmo. Ambos habían perdido la guerra y, sin el consuelo de una militancia inmune al desánimo, trataban de encontrar un acomodo en el país que les acogió. Luis Buñuel lo conseguiría tras superar enormes dificultades, pero Eduardo Ugarte ya no tenía con quien colaborar desde la sombra y se convirtió en un personaje triste, algo amargado también por circunstancias personales y familiares, hasta su temprana muerte.

En definitiva, la relación de amistad y colaboración entre los dos cineastas no se fraguó en las facetas más sugestivas de la trayectoria del aragonés. Eduardo Ugarte no tuvo la fortuna de estudiar en la Residencia, aunque por edad y aficiones compartió los ambientes en los cuales se movían aquellos jóvenes señoritos, término que utilizo sin sentido peyorativo y considero adecuado para definir a buena parte de los integrantes de la Generación del 27; incluidos los humoristas (Neville, López Rubio...), con quienes tan estrecha relación mantuvo Eduardo Ugarte. Como tales señoritos se comportaron en varios episodios durante su estancia en Hollywood y, gracias a esa privilegiada condición, emprendieron sin agobios algunas de las empresas culturales más destacadas del período republicano. La vanguardia no admitía a los asalariados de la pluma o la cámara. Reconocerles como señoritos no supone, por lo tanto, una circunstancia que influya negativamente en la consideración de estos sujetos, máxime cuando, en 1936, no fue un obstáculo para que algunos, Eduardo Ugarte es un ejemplo, se decantaran por el bando que socialmente les era ajeno, aunque no ideológica ni culturalmente. La coherencia les resultó cara.

La trayectoria de Eduardo Ugarte durante la II República fue menos espectacular que la de sus célebres amigos. De familia rica y licenciado en Derecho sin ninguna vocación profesional, el admirador de la revolución soviética no participó en las facetas más vanguardistas de sus amigos, con quienes compartía largas jornadas donde abundaba el tiempo libre y una voluntad de disfrutar de la amistad. En la órbita comunista desde su juventud -su familia frustró a la altura de Alemania una huida a Moscú-, se comprometió en la política y la cultura sin afán protagonista, puesto que este rasgo resultaba incompatible con su carácter y cualidades personales: constancia, seriedad, responsabilidad y fidelidad con los amigos. Ya en el exilio, lejos de encontrar motivos para reemprender una obra truncada junto con los amigos de la anterior etapa, Eduardo Ugarte acabó enfermo, sin aliento, «raro» para algunos de quienes le conocían (Max Aub y Manuel Altolaguirre), con graves problemas familiares y carente de apoyos para salir de la mediocridad del cine mexicano, al que sirvió con unas modestas aportaciones que ni siquiera le permitieron solventar sus problemas económicos.

Los motivos de la amistad están sujetos al azar y desconocemos las circunstancias concretas que propiciaron el encuentro entre Eduardo Ugarte, Luis Buñuel y Federico García Lorca. Los tres amigos compartían edad, aficiones e intereses en un mismo ambiente social y cultural, cuya brillantez suele hacernos olvidar sus reducidas dimensiones. En Madrid y a finales de los años veinte, un joven acomodado y con inquietudes culturales podía coincidir con Lorca y Buñuel, tan ajenos por entonces al pedestal que ocupan gracias a su obra y la atención que les prestamos, a veces en detrimento de otros protagonistas de aquel momento. Eduardo Ugarte era amigo de buena parte de la generación del 27, con quienes coincidió por la sencilla razón de que formaban parte de su ambiente. Por la lógica de su edad y condición, le vemos en los primeros cine-clubs junto al reducido grupo de cinéfilos de la época, dejando olvidados los estudios universitarios como todos sus amigos, intentando estrenar obras con aires vanguardistas, disfrutando de las cotidianas tertulias en diversos cafés... y sin oficio reconocido ni necesidad de tenerlo, en Hollywood o en Madrid, gracias a la familia. Mientras tanto, Eduardo Ugarte colaboraba en una productora o recorría España, provisto de un mono azul y junto a los estudiantes de La Barraca. La actividad fue intensa para tan poco tiempo, pero era el ritmo de unos años donde algunos jóvenes soñaron con la utopía, al menos la relacionada con una cultura vivida en un clima de ilusión.

Estos episodios de una biografía (Hollywood, La Barraca, Filmófono...) quedaron trazados en mi libro dedicado a Eduardo Ugarte en 1995 y reeditado en tres ocasiones hasta su publicación en un formato digital. Sin embargo, tal vez hayamos cometido un error al identificarlos demasiado con una serie de autores a los que otorgamos un protagonismo excesivo. A menudo, nos resulta difícil abarcar la pluralidad de los grupos y preferimos centrarnos en unas pocas personalidades brillantes, arrolladoras, capaces de arrastrar a todos los demás. La opción es lógica y hasta parece inevitable en muchos trabajos de síntesis o didácticos. Pero también resulta injusta, ya que ensombrecemos a quienes aportaron una colaboración tan necesaria como anónima. En el caso de Luis Buñuel, nos movemos en un medio como el cinematográfico, donde la autoría siempre es colectiva. Algo semejante sucede en compañías teatrales como La Barraca, según recordara un Federico García Lorca más dispuesto a reconocer la labor de sus colaboradores que algunos de los investigadores de su obra: «La verdad es que el que dirige soy yo y Ugarte es mi control. Yo hago todo; él lo observa todo y me va diciendo si está bien o mal, y yo siempre hago caso a su consejo, porque sé que siempre es acertado. Es el crítico que necesita siempre todo artista llevar consigo» (La Nación, Buenos Aires, 28-I-1934).

La concepción de la compañía universitaria por parte de Federico García Lorca fue genial, pero era necesario mantenerla viva día a día, solucionar una serie de pequeños problemas, que no podía afrontar quien por entonces estaba creando sus más geniales obras y a menudo permanecía ausente. La creación de Filmófono jamás debe ser entendida al margen de las ideas de Luis Buñuel acerca del cine popular y la producción en la España de aquella época, pero era preciso contar con alguien capaz de apaciguar las tensiones entre los directores y los actores, mantener relaciones con unos dramaturgos y guionistas alejados de los gustos del joven aragonés, garantizar la continuidad empresarial... Ahí es donde radica la importancia de un colaborador con voluntad de anonimato como era Eduardo Ugarte, dispuesto a mediar entre contrarios, resignado a desempeñar tareas de escaso relieve personal y sin reclamar un protagonismo que, según los usos de la época, no le correspondía.

Cabe preguntarse si, como estudiosos del período republicano, debemos asumir esa misma escala de los protagonismos. La respuesta es no, aunque nos resulten cómodos por su simplificación de la realidad histórica. Gracias a la avalancha de trabajos sobre Luis Buñuel y Federico García Lorca, tan inabarcable como repetitiva, podemos conocer hasta los detalles menos significativos de sus trayectorias. Nunca sobran, pero en ámbitos como el cine o el teatro estas grandes figuras necesitan un equipo de colaboradores. Muchos de sus integrantes siguen siendo meros nombres repetidos en las fichas de catalogación, sin un apunte biográfico que nos permita comprender su relación con quienes han pasado a la Historia con sus apellidos en letra de molde. Si dispusiéramos de ese material bio-bibliográfico, es probable que nuestra interpretación de la filmografía de Luis Buñuel o de la obra teatral de Federico García Lorca no variara en lo sustancial. Sus creaciones permanecen en las pantallas y los escenarios con una elocuencia que no precisa de esa información. Sin embargo, como historiadores que intentamos reconstruir un proceso de creación siempre complejo y múltiple, debemos recopilar datos acerca de los colaboradores para valorar y reconocer una labor que merece ser rescatada del anonimato.

Las consecuencias de estas desiguales circunstancias, la del protagonista y la del colaborador, se agravan en el caso de los españoles que acabaron en el exilio, aunque fuera en un país acogedor como México. Unos pocos tuvieron, con numerosos problemas, la oportunidad de completar su carrera y crear obras a veces más brillantes que las de su juventud. Amigos de Eduardo Ugarte como Max Aub, Luis Buñuel y Manuel Altolaguirre culminaron sus trayectorias y fueron autores reconocidos, pero esa posibilidad era inviable para un «colaborador».

El exilio mejicano fue pródigo en empresas culturales gracias a la voluntad de sus protagonistas. Eduardo Ugarte colaboró durante unos meses con la editorial Séneca (1940-1941), fue socio constituyente del Ateneo Español de México y aparece como uno de los redactores de la revista Romance (1940-1941), pero es lógico que estas iniciativas no culminaran las expectativas de quien había trabajado en La Barraca y Filmófono después de pasar por Hollywood. Durante la inmediata posguerra todavía conservaría parte del entusiasmo de la etapa anterior porque, como tantos otros, confiaba en un regreso tras la victoria de los aliados. Eduardo Ugarte empezó a trabajar pronto en el cine mejicano -en 1939 ya figura como dialoguista de El secreto de la monja, de Rafael J. Sevilla- y su nombre consta en las primeras actividades organizadas por los exiliados. Sin embargo, esta fase de aparente entusiasmo le duraría poco porque la primavera de 1945 no supuso el principio de una nueva etapa. Tal vez los problemas de salud, económicos y familiares determinarían su retirada a un anonimato más radical a partir de entonces. La propia personalidad de Eduardo Ugarte, tímido y melancólico según quienes le conocieron, contribuiría a ahondar en esta circunstancia. Lo fundamental, no obstante, sería la ausencia de un contexto adecuado para que un sujeto con voluntad de «colaborador» encontrara iniciativas en las que, incluso desde un segundo plano, se pudiera brillar. A diferencia de Luis Buñuel, Eduardo Ugarte no se adaptó a su condición de exiliado y su temprana muerte en 1955 es el punto final de quien, en realidad, lo había perdido todo en 1939.

En un trabajo anterior publicado con motivo del centenario de Luis Buñuel (Ríos Carratalá, 2004), señalé la necesidad de las grandes figuras para que nos acerquemos a quienes se sitúan a su alrededor. Sin la presencia del cineasta aragonés y Federico García Lorca, habría resultado inviable que un lector se interesara por la biografía de Eduardo Ugarte, que ha sido consultada y citada gracias a quienes figuran en el título. La trayectoria del «barraco» es interesante y hasta significativa en algunos aspectos, pero necesita del contrapunto brillante, de las fuertes personalidades y las sugestivas obras de Luis Buñuel y el poeta andaluz. Tal vez sea el destino inevitable de los colaboradores situados a la sombra. Si alguna vez salen a la luz pública, es gracias a quienes han estado y permanecen en un primer plano. Tampoco cabe lamentarse de una circunstancia derivada de nuestras pautas de comportamiento como historiadores y lectores, con límites distantes del ideal humanístico del conocimiento. Simplemente es así y, conscientes de esas limitaciones, cabe esperar que la continua atención a Luis Buñuel y Federico García Lorca permita que las peripecias de colaboradores como Eduardo Ugarte sean conocidas. La inmensa bibliografía sobre ambas figuras es la garantía de que la luz alumbre a quienes permanecieron en un segundo plano, en esas fotos donde siempre parecen estar de más porque nuestra mirada se centra en los rostros reconocidos. Para nosotros, algo más que curiosos en todo lo relacionado con esta época, no deben ocupar ese espacio complementario. Eduardo Ugarte y otros colaboradores en las empresas colectivas merecen ser recordados porque fueron imprescindibles.






Bibliografía

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