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El arte de contar en Sarmiento

Luis Sáinz de Medrano Arce





A pesar de los esfuerzos de la crítica más especializada (Carilla, Ana María Barrenechea, etc.), pesan sobre Sarmiento unos juicios, en buena parte preconcebidos que lo fijan como un escritor brillante y sugestivo pero desaliñado, aunque se concede que el interés de su prosa radica, en gran medida, en esta última cualidad. A ello contribuyeron no poco los propios comentarios del autor sobre su obra y en particular sobre la más celebrada, como éste que recogió, apostillándolo, Robert Bazin:

Facundo es, si se quiere, un monstruo. Libro extraño -juzgaba Sarmiento-, sin pies ni cabeza, informe, verdadero fragmento de roca que se arrojó a la cabeza de los tiranos1.



Nuestras lecturas de Facundo nos confirman, sin embargo, cada vez más en la idea de que, por encima de sus arrebatos, había en Sarmiento una voluntad de estilo que le llevaba, tal vez inconscientemente, a un terreno de autodisciplina en el momento de la creación, del que se derivaba un ordenado y eficaz sentido de la composición ciertamente insospechado.

Por todas partes puede detectarse en Facundo, a nuestro entender, esa voluntad de estilo. Sarmiento sabía que para convencer era preciso, ante todo, interesar, y en busca de tal fin se atiene a una auténtica regla de oro: evitar la monotonía en el relato. Para ello, en ocasiones acudirá a la utilización de encendidos apóstrofes («¡Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte!»2); se mostrará en otras como minucioso analista de los rasgos del paisaje y sus vinculaciones con los estados de ánimo, anticipando actitudes del Modernismo («Así, cuando la tormenta pasa, el gaucho se queda triste, pensativo, serio, y la sucesión de luz y tinieblas se continúa en su imaginación...» , p. 22); sabrá ser, en ciertas oportunidades, fríamente enunciativo («La guerra de la revolución argentina ha sido doble: 1.º, guerra de las ciudades...; 2.º, guerra de los caudillos contra las ciudades...», p. 37); abrumará con series interminables de interrogaciones implacablemente contrastadas con afirmaciones rotundas, a manera de particulares silogismos («¿Aborrece Rosas a los extranjeros? Los extranjeros toman parte en favor de la civilización americana...», p. 152) o se servirá, para terminar, de anáforas con el objeto de subrayar incansablemente determinados asertos («Porque él en quince años no ha querido asegurar las fronteras... Porque él ha perseguido el nombre europeo...», etc., p. 156). Con todo ello, Sarmiento diversifica constantemente su discurso, cuya línea cambiará siempre que tema que su dialéctica pueda resultar poco atractiva para el que lee («Si el lector se fastidia con estos razonamientos, contaréle crímenes espantosos» -p. 101-).

En efecto, y esto es fundamental, Sarmiento nunca se olvida del lector. Cuando parezca embeberse en sus propias disquisiciones, reaccionará inesperadamente para justificar el ritmo de su relato y advertir a quien lee que no le pierde de vista. Son frecuentes en Facundo expresiones como: «El que haya leído las páginas que preceden, creerá...» (p. 4). «El lector va a descubrir por sí solo...» (p. 28). «Doy tanta importancia a estos pormenores porque...» (p. 100). «Creo oportuno..., para que el lector comprenda mejor...» (p. 118). Certeramente pudo afirmar Emilio Carrilla que «Sarmiento escribe como si estuviera delante del lector»3.

Uno de los pasajes donde mejor puede observarse al Sarmiento estilista, es decir, atento a la consecución de una técnica expresiva que enriquezca lo que podría quedarse en mera información sobre hechos reales y convierta, por tanto, al lector en algo más que en un mero receptor de datos objetivos, es el referente al asesinato del feroz caudillo, que se encuentra al finalizar el capítulo IX («Barranca Yaco») de la segunda parte.

Sarmiento, en la introducción de la obra, al eludir incidentalmente a Simón Bolívar, había afirmado: «Bolívar es un cuento forjado sobre datos ciertos» (p. 7). Con ello pretendía indicar que el emancipador venezolano era más conocido a través de las versiones que pretendían ajustar su figura a las dimensiones de los generales europeos clásicos, que dentro de su contexto americano. A nosotros nos sirve ahora la frase, en una interpretación más literal, para definir al personaje estudiado por Sarmiento y afirmar que Facundo es un cuento forjado sobre datos ciertos, porque este es el gran hallazgo de nuestro autor, haber convertido en criatura literaria a una figura histórica, cumpliendo, de este modo, el destino del verdadero creador: fingir que es realidad lo que es realidad.

No son pocos los elementos novelescos existentes en Facundo. Ahora bien, entre ellos destacan, de modo muy particular, los dos episodios con que se inicia y se cierra, respectivamente, la segunda parte del libro. El primero es el sorprendente relato de las peripecias de un viajero que es sorprendido por un tigre en el desierto que se extiende entre San Juan y San Luis. Sólo al final sabremos que el viajero en cuestión era Facundo Quiroga. El segundo es el ya aludido de su muerte. Dos hechos violentos -y desde luego el primero, premonitorio- limitan, pues, la parte de la obra centrada en el caudillo de la Rioja; dos hechos que enmarcan, en forma imborrable, su personalidad y contorno vital, situándolo como personaje enfrentado con un trágico destino, configurado por ese tigre que, vencido inicialmente, dará su zarpazo definitivo en Barranca Yaco.

Resumiremos sucintamente la trama del último episodio: Juan Facundo Quiroga es invitado a interponer su influencia para eliminar ciertas fricciones surgidas en el norte del país. Sale, tras algunas indecisiones, de Buenos Aires y, después de vencer ciertos obstáculos, llega a la ciudad de Córdoba. De allí, sin aceptar el hospedaje de uno de los jefes políticos locales, los Reinafé, continúa hasta el lugar propuesto, realiza su gestión y emprende el regreso. Es de dominio público que existe una conspiración para acabar con su vida. Ningún aviso ni ruego harán, sin embargo, que Quiroga modifique su itinerario. En la posta de Ojo de Agua, antes de haber alcanzado de nuevo Córdoba, pasará la noche. Allí su secretario, el doctor Ortiz, trata, una vez más, de prevenirle y disuadirle del viaje. Todo es inútil. Finalmente, Quiroga y sus acompañantes llegan a Barranca Yaco. Todos -él mismo, el doctor Ortiz, el postillón, dos correos, un negro y un niño- son asesinados por Santos Pérez y su partida. Se describe después a este personaje y, por último, en breves líneas, Sarmiento da cuenta de la ejecución de los Asesinos en Buenos Aires y del eco dado por el gobierno a los hechos.

La secuencia narrativa tiene, en principio, una forma lineal. Ahora bien, el progreso de la acción está insistentemente cortado por una serie de elementos retardantes, que van modificando esta linealidad. Tales elementos están constituidos por los diferentes obstáculos que se interponen entre el punto de partida, Buenos Aires, y Barranca Yaco, y pueden precisarse de este modo:

  • a) Los «siniestros pensamientos» que pasan por la mente de Quiroga y le hacen mostrarse, en principio, poco inclinado a realizar el viaje («resiste», «vacila», dice Sarmiento).
  • b) El «arroyo fangoso» que detiene la galera que le transporta, poco después de iniciada la marcha.
  • c) La copiosa lluvia («cataratas del cielo») que convierte el camino en un torrente.
  • d) La falta de caballos en la posta de Pavón.
  • e) La solicitud de Reinafé de que pase la noche en Córdoba, hospedado por el gobierno.
  • f) El ofrecimiento de escolta hecho por los gobernadores de Santiago y Tucumán y su consejo de que tome un camino diferente.
  • g) La advertencia hecha por un joven al doctor Ortiz antes de que los viajeros lleguen a Ojo de Agua.
  • h) Las propias consideraciones que Ortiz hace a Quiroga durante la noche pasada en dicha posta.

La aparición de cada uno de estos elementos crea, por un momento, con mayor o menor intensidad, la sensación de que el destino trágico que se presiente puede ser evitado. Es preciso decir inmediatamente que el hecho de que el lector coetáneo de Sarmiento y el de nuestros días conozcan por anticipado el resultado de la peripecia es casi irrelevante. El tratamiento literario de un asunto histórico puede determinarlo así. El lector culto que acepta como un dato más la huida a Varennes de Luis XVI y su familia, ante una presentación literaria del hecho no puede impedir que surja en su subconsciente la confianza de que los personajes reales logren pasar desapercibidos en la posada, salvándose, en definitiva, de la guillotina. De hecho, lo que queremos resaltar es que Sarmiento acaba por dar a su biografiado un carácter de «personaje autónomo», a quien no se sabe qué va a ocurrirle.

Cada vez que uno de los referidos obstáculos ha sido superado y, en consecuencia, el acercamiento al terrible final se intensifica, crece evidentemente la tensión del relato. Sarmiento podía haberse ahorrado detalles e ir directamente al hecho definitivo. Su cuidadoso empleo de este juego de tensiones y distensiones -a veces coincidentes o simultáneas en cuanto ciertos obstáculos aportan por sí mismos un aumento de la temperatura del «pathos» de la narración- excede incuestionable a lo que su misión de mero historiador-sociólogo le exigiría. Hay una sabia combinación de puntos climáticos que pueden estar representados por:

1=La violencia de la naturaleza.
2(c)=E1 momento en que se menciona que el proyecto del crimen es de dominio público en Córdoba.
3=La consumación del crimen.
4=Los datos referentes al castigo dado a los asesinos de Quiroga, al final del capítulo.

Como hitos de distensión destacaríamos los siguientes:

I=«En el paso del Río III acuden los gauchos de la vecindad a ver al famoso Quiroga y pasan la galera punto menos que a hombros».
II=La solicitud de Reinafé.
III=Un joven advierte del peligro al doctor Ortiz.
IV(g)=Relato de la historia de Santos Pérez en los extremos no relacionados con el asesinato de Quiroga.

La narración que comentamos es, utilizando la terminología de Kayser, tanto «de acontecimiento» como «de personaje», y éste se halla rodeado de un grupo de individualidades de contorno más o menos difuso, sin que ninguna deje de cumplir una misión estructural. En determinados momentos, la acción parece cobrar vida per se; en otros, las personas -y más que nadie el tipo central- se aproximan al lector mediante vigorosos toques de zoom.

Un personaje de carácter axial nos atrae por su impasibilidad y su carga simbólica: nos referimos a la galera en que Facundo y sus acompañantes realizan el viaje. Borges subrayó su jerarquía en el episodio al definirla, en el conocido poema dedicado al mismo, con adjetivación muy afinada, en parte antropomórfica: «Un galerón enfático, enorme, funerario»4. La galera, en medio del dilatado y alucinante espacio, avanza inexorablemente, fundida en el destino de Facundo:

Vencido aquel primer obstáculo, la galera sigue cruzando la pampa como una exhalación [...].



Cuando la galera logra ponerse en marcha [...].



Los gauchos de la vecindad [...] pasan la galera punto menos que a hombros [...].



Llega el día por fin y la galera se pone en camino.



Pocas veces aparece tan patente como aquí esa analogía del carro con el ser humano, vigente en la tradición universal5. Sarmiento incluso nos presenta al vehículo como directamente «agredido» en el momento de la tragedia: «Llega al punto fatal y dos descargas traspasan la galera por ambos lados». Luego, para acentuar su personificación, nos la hará ver convertida no sólo en testimonio del crimen, sino también en auténtico cadáver: «La galera ensangrentada y acribillada a balazos estuvo largo tiempo expuesta a examen del pueblo».

Facundo, que durante toda la segunda parte de la obra ha sido mostrado como un ser cruel y arbitrario, poseedor, sobre todo, de una significación funcional, la de explicar una de las tendencias que luchan en el seno de la sociedad argentina, cobra ahora una relevancia y, ya lo hemos dicho, una autonomía especiales. El autor, definitivamente fascinado por su personaje, nos lo entrega engrandecido en su violencia y su obstinación, reflejos de un misterioso y prestigioso mundo interior secreto. No es casual que asocie sus inquietudes en el momento de emprender el viaje con las que una inmensa figura histórica, Napoleón, tuvo antes de partir para Waterloo.

Sarmiento siente que su personaje se le escapa. Atenúa considerablemente su actitud de narrador omnisciente para pasar a la de observador perplejo, que demuestra, en ocasiones, directamente o por persona interpuesta, la imposibilidad de entender las motivaciones de Facundo:

¿Qué siniestros pensamientos vienen a asomar, en aquel momento, su faz lívida, en el ánimo de este hombre impávido? [...]



Sus compañeros de viaje nada comprenden de este extraño sobresalto... [...]



¿Qué genio vengativo cierra su corazón y sus oídos, y le hace obstinarse en volver a desafiar a sus enemigos?



Sólo sabremos del personaje lo que sus acciones o palabras revelen. Únicamente en dos ocasiones se permite aplicar Sarmiento algún calificativo a su persona entre las treinta y dos veces que lo nombre en el episodio. Conoceremos que está angustiado porque pasa el tiempo sin que aparezcan los deseados caballos. Sus frases de impaciencia, sus exabruptos, sus exteriorizaciones, en fin, lo irán definiendo en lo posible; no los adjetivos. No entraremos en ningún momento en el interior de este personaje que queda así distante y un poco irreal. Su muerte que él mismo no puede entender, nos lo aleja diluido en un halo legendario. Sarmiento, tras referirse a las otras muertes, pasa inmediatamente a contarnos las circunstancias de la vida de un nuevo personaje, Santos Pérez, el asesino. Inesperadamente, después de esta extensa dispersión, la figura del pavoroso caudillo vuelve al primer plano del relato cuando se nos informa de la exhibición de la galera ensangrentada y de la difusión de su imagen litografiada, en un plano de fuerte expresionismo. La «sombra terrible de Facundo» permanece de este modo grabada en la mente del lector, a quien no le es difícil suponerlo en altiva prolongación de su viaje, por el más allá, como asegura la estremecedora versión de Borges:


Ya muerto, ya de pie, la inmortal, ya fantasma,
se presentó al infierno que Dios le había marcado,
y a sus órdenes iban, rotas y desangradas,
las ánimas en pen de hombres y de caballos6.



En lo que respecta a los demás personajes, forman en verdad una desazonante galería de individuos, cuya funcionalidad es estimular el ritmo del dramático periplo y sustentar, como apoyos o contrapuntos, la figura de Facundo. Los amigos de Buenos Aires son la seguridad perdida -una manifestación del «espacio feliz»-, los gauchos que pasan la galera sobre el Río Tercero son parte inconsciente de la fuerza irreversible del destino, como el Reinafé y los gobernadores de Santiago y Tucumán y el joven que previene al doctor Ortiz constituyen factores pretendidamente dilatorios del cumplimiento de ese destino. Todos, en compleja sintaxis, transmiten alguna carga de densidad, directamente o por contraste, a la línea central del relato, y muy especialmente el doctor Ortiz, sobre quien el autor se detiene de modo excepcional para referir sus agonías e intentos de convencer a Facundo en Ojo de Agua, secuencia que genera una situación tan patética que enlaza sin la menor ruptura con la del asesinato. Es ése el único momento en que cede el dinamismo de la acción para que todas las emociones se condensan en forma sostenida. El «tempo», vertiginoso en conjunto, del relato se aplaca; por primera vez parece haber suelo bajo los pies de Facundo Quiroga. Todo el espanto del hecho que se avecina queda ya dibujado en la conversación que Ortiz mantiene con el maestro de posta («¡Qué pormenores va a oír!») y luego con el propio Facundo, cuya abrupta reacción sella sin remisión el destino de todos los viajeros. El marco de la noche constituye el espacio adecuado para intensificar el efecto deseado.

Los personajes, de un modo u otro, asedian a Quiroga, por vía directa o indirecta, y a veces son signos de su dureza de una forma espectacular, como el maestro de postas que al comienzo del episodio es uncido a las varas de la galera. Ninguno es superfluo. El joven innominado y silencioso que se incorpora a la galera a la salida de Buenos Aires por una circunstancia fortuita y se separa del grupo sin que sepamos sino que era «conocido» de Facundo, pertenece al grupo de los estáticos e inermes. Su salvación resalta la intervención de un caprichoso gesto del azar, que no volverá a producirse para evitar el espantoso fin de los restantes miembros del grupo. Ese azar, al que con resultado contrario se debe la incorporación a la comitiva de dos correos «que han reunido por casualidad», es un escalofriante matiz de la tragedia, cuyo coro está justamente representado por el grupo de amigos de aquel joven que «van en tropel a visitarlo» cuando se queda en Córdoba y le hacen ver el peligro que ha corrido.

Estáticos e inermes y también anónimos, con excepción de Ortiz, encontramos, asimismo, a los acompañantes de Quiroga. De ellos sólo éste se rebela. Los restantes son seres dramáticos, desdibujados deliberadamente y pasivos ante la fatalidad que les arrastra. Borges les ha definido como «seis miedos» llevados a la muerte junto a aquél a quien designa como «un valor desvelado»7. Aparte del secretario, uno de ellos será traído al primer plano en el último momento. Nos referimos al niño cuyo asesinato por Santos Pérez será descrito en una escena que concentra todo el horror del crimen de Barranca Yaco, en contraste con la rapidez con que se relata el de los demás personajes. La función del niño sacrificado, por ser la más inocente de las víctimas, es en la recreación de Sarmiento la de sostener firmemente el clímax de la tragedia; de ahí la prolongación de su imagen en la parte que sigue, referente a otras circunstancias de la vida de su matador. Con no menor eficacia utilizará más tarde José Hernández en su Martín Fierro la mención a otra figura infantil martirizada8. En cuanto a Santos Pérez, acaparará, como hemos dicho, la atención del lector en la última parte de la narración, convirtiéndose, a su vez, en núcleo alrededor del cual giran nuevos personajes, con el propósito antes indicado; alejar al lector del tremendo clímax para hacerle entrar otra vez, desprevenido, en una situación análoga en las líneas finales.

Un aspecto más hemos de considerar, para concluir, mientras rehusamos introducirnos, por ahora, en otros bien sugerentes (como los referentes a espacio y tiempo, apenas apuntados), para reforzar nuestra convicción de que este relato se halla estructurado de tal forma que se destaquen en él, mediante un adecuado montaje, aquellos elementos que trasladan la mera realidad histórica a un plano donde queda transformada en materia literaria. Pensamos ahora en la configuración del episodio en orden a su adecuación a un esquema de carácter mítico.

Llegamos con esto a un terreno tan atrayente como intrincado. ¿El comportamiento humano reproduce este tipo de diseños en virtud de sujeción inconsciente a unos mimetismos impuestos por fuerzas ancestrales? ¿Selecciona, por la misma razón, el escritor hechos que encajen en aquéllos para reflejar la grandeza y la fatalidad de la aventura humana? -No hemos de entrar en la problemática que estas preguntas encierran. Nuestro objeto es mostrar cómo el relato que examinamos contiene básicamente algunos de los mitemas que según Joseph Campbell componen «la estructura mítica de la aventura del héroe», apoyándonos en el desglose hecho por Juan Villegas9. Señalamos a continuación dichos mitemas y su desarrollo en el texto de Sarmiento:

a) «El llamado».

b) «El maestro o despertador».

Ambos mitemas están manifestados de un modo sucinto, pero preciso: «Invítase a Facundo a ir a interponer su influencia para apagar las chipas que se han levantando en el norte de la república». El maestro o despertador (incitador) es, en este caso, el que pronto será gobernador de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas, según del contexto se deduce.

c) «El viaje».

Para Jung, nos recuerda Cirlot10, «el viajar es una imagen de la aspiración del anhelo nunca saciado, que en parte alguna encuentra su objeto». El viaje es evidentemente el núcleo de la peripecia de Facundo. Dentro de este mismo campo cabe reconocer otro mitema: el del «cruce del umbral», representado por el arroyo fangoso que ha de pasar la galera apenas iniciada la marcha. No olvidemos, por otra parte, que este hecho se ajusta también literalmente al simbolismo de «la travesía del vado», definida por Jung como «el punto decisivo del pasaje de un estado a otro»11.

d) «Iniciación a adquisición de experiencias».

Son, en palabras de Villegas, «los obstáculos, dificultades, situaciones favorables que le irán descubriendo progresivamente un nuevo sentido para su existencia o un sistema de valores diferente en el cual sustentar sus convicciones»12. Resulta obvio apuntar cuáles son, en este caso, los marcados obstáculos y las situaciones en principio favorables que afectan a Facundo.

e) «El encuentro».

Este mitema puede relacionarse estrechamente con el anterior. El encuentro es el que se produce con ciertos personajes que aparecen en el camino del «héroe» para protegerle o crearle dificultades. «Con mayor frecuencia -dice Villegas- los que surgen primero son los protectores, ya que los malignos o demoniacos tienen tendencia a presentarse con posterioridad, en otros instantes de la aventura»13.

f) «La experiencia de la noche».

Para Villegas, «en los ritos de iniciación puede corresponder al aislamiento del iniciante en algún lugar solitario y oscuro, donde experimenta una serie de acontecimientos, en general aterradores, cuya superación viene a probar que el joven está en condiciones de exceder a sus enemigos...»14. En nuestro relato está claro que el mitema se encuentra perfectamente incrustado en el devenir de los hechos y que corresponde a la noche pasada en Ojo de Agua, durante la cual Facundo es apercibido del «acontecimiento aterrador» que le espera. Su creencia de encontrarse en disposición de vencer a sus enemigos le impulsará a no arredrarse.

g) «La caída o el descenso a los infiernos».

Este mitema, que suele ofrecer un gran número de variantes, no se da explícitamente en Facundo, pero viene sugerido por el carácter semidiabólico del personaje, que va en busca de su auténtico centro. Borges no dudó, como hemos visto, en prolongar en el ámbito infernal la aventura de Quiroga. Por otro lado, puede haber una interpretación del «descenso a los infiernos» con la idea incluida del «morir-renacer», lo cual es bastante habitual. En este caso no hay más que recordar que Sarmiento concede a Facundo un halo de sebastianismo: su «sombra terrible» es invocada en la Introducción para que se levante y explique la naturaleza de las convulsiones que sacuden al pueblo argentino. Para los hombres de las ciudades y los gauchos, Facundo sigue viviendo. Sarmiento también lo admite: «Está vivo en las tradiciones populares, en la política y revoluciones argentina; en Rosas, su heredero, su complemento: su alma ha pasado a este otro molde más acabado, más perfecto...» (p. 1). Facundo ha descendido, pues, a los infiernos, se ha sumergido en las entrañas oscuras y ha regresado.

Nuestra breve conclusión puede ser ésta: Sarmiento escogió a Facundo y no a Rosas, a pesar de que éste, por muchas razones («molde más acabado, más perfecto») hubiera podido servirle mejor de explicación de la «revolución argentina» -y no olvidamos las aclaraciones que ofreció en la Introducción y en otros lugares de su obra-, porque el personaje, tosco y elemental, le atraía extrañamente, con una fascinación no muy distinta a la que sobre el también europeizante Borges ejercerán después los compadritos y los gauchos matreros. Quizá porque -y recogemos una idea de Gide- éstos realizaron desmesuras que los escritores habrían deseado -en un sentido muy lato- cumplir. Quizá porque, sin mengua de su civilizada aversión, Sarmiento estaba más cerca de lo que Facundo, como tipo humano, representaba -«instinto, iniciación, tendencia» (p. 1)- que de lo que había en el «corazón helado» de Rosas -«sistema, efecto y fin» (p. 1).

A partir de este supuesto, Sarmiento fue tallando a su personaje y magnificándolo insensiblemente. No dudamos de que hubo en Quiroga una indiscutible grandeza personal, pero nos parece incuestionable que fue mucha la que la añadió su creador, en virtud del fenómeno que Ernesto Sábato ha definido así:

Si es cierto que los personajes novelísticos salen del propio corazón del creador, nadie puede crear un personaje más grande que él mismo, y si lo toma de la historia lo bajará hasta su propio nivel... Al revés, modestos seres son levantados hasta la estatura de sus grandes creadores15.



En el caso que nos ocupa, esta teoría nos permite recordar con oportunidad estas palabras de Martínez Estrada: «Para Sarmiento, la realidad había tomado los caracteres constitutivos de su misma personalidad»16.

Esto no significa, de ningún modo, que Sarmiento falseara a Facundo: simplemente entró en su dimensión más profunda, que debía incluir, incorporada, toda la colosal problemática de la Argentina de su época y también el eco de su personal misterio humano. Para ello lo literaturizó y terminó por convertir en héroe romántico en el episodio de Barranca Yaco al odioso asesino de páginas anteriores.

«Supuesta, pues, la incertidumbre de la historia -leemos en El lazarillo de ciegos caminantes, de Concolorcorvo- vuelvo a decir, se debe preferir la lectura y estudio de la fábula, porque siendo ella parte de una imaginación libre y desembarazada, instruye y deleita más»17. Lo admirable es que Sarmiento ha logrado que lo que es historia parezca fábula. Lo consiguió con un planteamiento de alto valor literario que cubre dos aspectos: una efectiva arquitecturización del discurso y una adecuación de los hechos, a lo que Northrop Frye llama «un argumento típico», que muestra «una limpia línea de descendencia desde los mitos de las primeras mitologías»18.





 
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