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ArribaAbajo Tercera parte

La pintura ecuatoriana en la Colonia


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ArribaAbajoCapítulo X

La escuela de San Andrés: miniaturismo


Fray Reginaldo de Lizárraga, que recibió la tonsura de manos del primer Obispo de Quito, refiere que a fray Pedro Gocial, compañero de fray Jodoco Ricke, se le conocía popularmente con el nombre de fray Pedro «el pintor». A su cargo estaba la enseñanza de pintura en el Colegio de San Andrés. ¿En qué consistía la pintura enseñada por fray Pedro? Parece que principalmente en «miniar» los libros corales destinados al canto. En los testimonios contemporáneos, referentes al Colegio, se destaca la doble habilidad del canto y la pintura. Así en el documento de 1556 se dice que fray Jodoco enseñó a los indios, «a leer y escribir y tañer los instrumentos de música,   —158→   tecla y cuerda, sacabuches y chirimías, flautas y trompetas y cornetas y el canto de órgano y llano... Enseñó a los indios todos los géneros de oficios... hasta muy perfectos "pintores" y escritores y apuntadores de libros.» En un informe oficial del Cabildo de Quito al Rey, se dice el 23 de enero de 1577: «En todos los repartimientos y pueblos hay iglesias y monasterios en que se administran los santos sacramentos y se reza y enseña la doctrina cristiana a los naturales y en muchos de ellos hay escuelas fundadas en que se enseña a los naturales y huérfanos leer, escribir, cantar y tañer... Hay otras (escuelas) en que se avezan los indios a lo que está dicho y a cantar y otros ejercicios buenos y virtuosos, como es la latinidad y a apuntar y hacer libros de canto.» (Archivo General de Indias, 3-6-10.) La enseñanza del canto, tañido de instrumentos y escritura de notas, se había vuelto indispensable como método de apostolado religioso, introducido por la pedagogía franciscana. Fray Toribio de Benavente (Motolinía) escribe al respecto de los indios mexicanos: «pautaban y apuntaban canto llano como canto de órgano, y de estos que apuntaban hay hartos en cada casa, y han hecho muy grandes libros de canto llano, y de canto de órgano, con sus letras grandes.»

El mencionado Lizárraga proporciona datos concretos sobre la enseñanza de música y canto en el Colegio de San Andrés. «Esta sagrada religión (de San Francisco), dice, como más antigua, comenzó a doctrinar a los naturales con mucha religión y cristiandad, donde yo conocí a algunos religiosos tales, y entre ellos al padre fray Francisco de Morales, fray Jodoco y fray Pedro Pintor. Incorporado con el Convento tenían ahora cuarenta y cuatro años un Colegio, do enseñaban la doctrina a muchos indios de diferentes repartimientos: de mas de les enseñar la doctrina, les enseñaban también a leer, escribir, cantar y tañer flautas. En este tiempo las voces de los muchachos   —159→   indios, mestizos y aún españoles, eran bonísimas; particularmente eran tiples admirables. Conocí en este colegio un muchacho indio llamado Juan Bermejo, que podía ser tiple en la Capilla del Sumo Pontífice: este muchacho salió tan diestro en el canto de órgano, flauta y tecla, que ya hombre le sacaron para la iglesia mayor, donde sirve de maese de capilla y organista. De éste he oído decir que llegando a sus manos las obras de Guerrero, de canto de órgano, maese de capilla de Sevilla, famoso en nuestros tiempos, le enmendó algunas consonancias, las cuales venidas a manos de Guerrero, conoció su falta.»

Por este testimonio de Lizárraga se deduce que fueron conocidas y ejecutadas en Quito las obras musicales del maestro Francisco Guerrero, que fue maestro de capilla de la catedral de Sevilla, a partir de 1551. Guerrero publicó su primer libro de motetes en 1555. En 1563 publicó en Lovaina, dedicado a Felipe II, su Canticum Beatae Mariae Quod Magnificat nuncupatur. En 1556 hizo imprimir en París su Liber primus Wessarum, que dedicó al Rey Sebastián de Portugal y que mereció una carta laudatoria de San Pío V. En 1582 dio a la estampa en Roma su Missarum Liber Secundus, dedicado a la Virgen María. En 1584 publicó así mismo en Roma su Liber Vesperarum, que dedicó al Cabildo de Sevilla. No se puede afirmar con certeza cuáles fueron las obras que utilizaron los cantores del Colegio de San Andrés. Acaso se pueda señalar las Misas, Vesperales y Magnificat, por el reglamento del plantel que ordenaba la asistencia de los indios a la misa cantada todos los días y al canto de la salve para terminar la clase vespertina.

Más difícil es precisar el método seguido en la enseñanza del tañido de instrumentos. Para el tiempo de la organización del Colegio, había publicado fray Juan Bermudo su «Arte Tripharia» (Osuna, 1550) y   —160→   su «Declaración de instrumentos musicales... aprobado por los egregios músicos Bernardino de Figueroa y Cristóbal de Morales». (Osuna, 1555.)

Ahora se puede apreciar ya la labor de los «apuntadores» de libros de canto y los pintores «miniaturistas». La enseñanza de canto y tañido de instrumentos requería abundante copia de ejemplares, para la Schola Cantorum de San Andrés y luego para los maestros de capilla y músicos de la catedral y demás iglesias. Los Conventos de Regulares conservan todavía los Antifonarios y Responsoriales que se utilizaban, durante la Colonia, para el canto de los «oficios de Tiempo» y de las fiestas de los principales santos. Son libros de gran tamaño y sus folios de pergamino de cuero de borrego y de becerro.

Fuera de las notas musicales que acreditan la pericia de los apuntadores de libros, contienen algunos de éstos las letras iniciales curiosamente dibujadas y pintadas viñetas en miniatura, que revelan al artista. La pintura dio sus primeros pasos sobre hojas de pergamino, ilustrando los libros destinados al canto. El miniaturismo, comenzado en el Colegio de San Andrés, continuó durante toda la Colonia. A principios del siglo XVII, el padre Bedón compuso el Antifonario del oficia de Santo Domingo, que data de 1613, ilustrando las iniciales con rojo, azul, morado y violeta, orlándolas con arabescos entrelazados. Pueden distinguirse tres estilos de decoración: el primero, destinado a las mayúsculas que inician las antífonas, en este caso, las letras se hallan caprichosamente dibujadas y llevan en contorno adornos de fauna, flora y mascarones; en el segundo, las mayúsculas inician el texto de los salmos y se hallan enmarcadas dentro de un cuadro con figuras geométricas; el tercero exhibe las letras integradas con fragmentos de hojas entrelazadas con alas, mascarones, cabezas de animales y   —161→   dragones. En una de las páginas consta una figura, de 57 x 46 cm, del sueño del Papa Honorio, que recuerda la viñeta de la muerte de Lázaro, diseñada por el romano Passeri en Evangelicae Historiae Imagines de Jerónimo Nadal. (Amberes, 1593.)17

No sólo los libros corales fueron objeto de ilustración artística. Algunos libros manuscritos ofrecen también adornadas las mayúsculas que inician los tratados o capítulos. Del padre Bedón se conserva el primer libro de la Cofradía del Rosario, abierto en 1589, que lleva por carátula interior una viñeta, del busto de la Virgen del Rosario. El padre carmelita fray Martín de la Cruz escribió, en tres tomos, la vida de la religiosa Clarisa Sor Gertrudis de San Ildefonso, ilustrando con violetas, las escenas principales de la historia de la santa monja. El padre dominico fray Juan Albán escribió personalmente su Cursus Triennalis Philosophiae (1766-1768), adornando la carátula interior con dibujos florales y una página del Tratado de Metafísica.



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ArribaAbajoCapítulo XI

Los primeros maestros del siglo XVII



I. Pintura mural. El padre Bedón

El segundo paso que dio la pintura en Quito fue a la mural. El padre Bedón merece ser considerado como el representante máximo de este nuevo género de pintura. Apreciamos ya su habilidad para el miniaturismo de los libros corales. A fines de 1591 se exiló voluntariamente a la provincia de Colombia, donde dejó muestras de su pericia para el arte mural. Traslademos aquí el testimonio que escribió al respecto el padre Alonso de Zamora: «Muy a principios del Provincialato del Reverendísimo padre maestro fray Pedro Mártir (1591-1594) tuvo esta Provincia y Convento del Rosario   —164→   la dicha de que de la de Quito viniera el Venerable padre maestro fray Pedro Bedón, cuyas firmas se veneran en sus libros, como reliquias. En ellos se hallan, como Depositario en estos años, y en el Refectorio el año de 1594, cuya pintura se debe a sus manos. Con ellas; manifestó en las imágenes de diferentes pensamientos, el grande espíritu y devoción que tenía a los santos. Siendo toda la pintura en las paredes de todo el Refectorio, y habiendo cien años que lo pintó, están hoy tan vivos los colores, que no sólo admiran, sino que mueven a devoción, porque en todo imprimió la viveza de la que tenía en el corazón. Estuvo también en el convento de la ciudad de Tunja, en que pintó algo de su Refectorio.»

La estadía del padre Bedón en Tunja marcó un hito trascendental en la vida del propio artista y también del arte quiteño. Primero, en Tunja hubo de tratar el padre Bedón con don Juan de Castellanos, célebre autor de «Elegías de Varones Ilustres de Indias», versado en la literatura clásica y medieval y que presenció la intervención del religioso quiteño en las discusiones que se tuvieron en Tunja con motivo de las alcabalas. Luego en Tunja le fue dado estudiar de cerca las pinturas que Ángel Medoro acababa de realizar para la Capilla de los Mancípes. Finalmente, por ese mismo tiempo, se llevó a cabo la decoración de la Casa de don Juan de Vargas, aprovechando como modelo los grabados de Leonard Thiry (1540), Juan Vredeman de Vries (1565), Juan Van del Stret (1578), Alberto Durero (1515) y Juan de Arse (1585), (Martín S. Soria: La pintura del siglo XVI en Sudamérica.) Es evidente que el padre Bedón echó mano de alguno de esos mismos modelos para ilustrar los antifonarios del Convento de Quito. En 1598 estuvo de vuelta en Quito e intervino, como Prior del Convento, en el Capítulo Provincial, celebrado en abril de ese año. Son, sin duda, suyas, estas expresiones que encabezan   —165→   la Epístola dirigida a la Provincia. «Tres cosas son sumamente necesarias, para que alguien pueda adquirir con perfección la ciencia de alguna cosa: el arte, el uso y la imitación. El arte, para enseñar las reglas y principios; el uso para ejercitar; y la imitación para poner ante la vista los modelos. Este hecho se pone en evidencia en un pintor perito, el cual, para adquirir a perfección su arte, necesita primeramente que se le enseñen las reglas del arte, los modos de componer los colores y la proporción con que se los debe mezclar y la manera de pintar las imágenes; en segundo lugar, necesita el uso, porque nunca resultará pintor si no se ejercita en la pintura; en tercer lugar, ha menester de excelentes modelos, en los cuales vea cumplidos a cabalidad todas las reglas de teoría.» Tal fue el método de enseñanza, de que se sirvió el padre Bedón para continuar en Quito la Escuela de Pintura, que hacía medio siglo había fundado el padre Pedro Gocial. Los nombres de los alumnos constan en el libro de la Cofradía con el calificativo de «pintor». Ellos fueron: Alonso Chacha, Andrés Sánchez Gallque, Cristóbal Naupa, Francisco Gocial, Francisco Grijal, Francisco y Jerónimo Vilcacho, Juan José Vásquez, Sebastián Gualoto, Antonio y Felipe. De entre estos, tan sólo Andrés Sánchez Gallque ha dejado una muestra de su pintura, en el retrato que hizo, en 1599, de los negros de Esmeraldas, por encargo del Oidor Juan Barrio de Sepúlveda. En el número de cofrades del Rosario se hallaba también el célebre escultor Diego de Robles.

En 1600, el padre Bedón fundó el Convento de la Recoleta y dirigió por sí mismo la construcción de la iglesia y de los claustros. En éstos pintó al óleo las escenas de la vida del Beato Enrique Susón, como también, en el descanso de la grada, la imagen de la Virgen de la Escalera, que trasladada del muro al lienzo, se venera hoy en su capilla propia, en el templo de Santo Domingo.

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El doctor Francisco de Montalvo escribió en 1687: «Además de nuestra Señora de la Escalera, otras muchas imágenes de la Virgen hizo este Apeles sagrado, y aunque sus diseños no observan en todo las puntualidades del arte, según las maravillas que Dios obra por ellas, no puede dudarse que pintaba, como quería, parece que fueran sus pinturas de los cielos.» De la época del padre Bedón datan las pinturas murales, que se familiarizaron con el pueblo desde principios del siglo XVII. Una de ellas fue la imagen llamada Nuestra Señora de los Ángeles, de la cual hace Rodríguez de Ocampo, en 1650, la relación siguiente: «En la esquina del Hospital, junto a la puerta de la iglesia, se pintó en la pared la imagen de Nuestra Señora con su niño en los brazos: ha ido de tiempo en tiempo aumentando su hermosura y colores de la pintura, de que se originó la hermandad y devoción de esta santa imagen, la cual está en tabernáculo con puerta y llaves.» La imagen representaba a Nuestra Señora del Rosario, con Santo Domingo y San Francisco a los pies. De igual representación fue también la imagen llamada la «Borradora». Una y otra, trasladadas del muro al lienzo, reciben culto, en la capilla del Hospital y en la parroquia de San Roque, respectivamente. La misma iconografía tienen Nuestra Señora del Consuelo, del antiguo Guangacalle, y Nuestra Señora de las Lajas, pintadas las dos en piedras. Finalmente, es digna de mención una imagen mural de la Virgen con el niño, que se conserva en la capilla primitiva del Monasterio de Santa Clara y que fue pintada antes del Robo del Santísimo, acaecido el 19 de enero de 1649. Las orlas del manto son de un encaje dorado primoroso. El padre Bedón consagró su arte al servicio exclusivo de la Religión. Pero no faltaron en Quito estímulos a una temática de inspiración profana.



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II. Concursos artísticos

El 13 de septiembre de 1598 murió Felipe II en el Monasterio del Escorial. En marzo del año siguiente llegó a Quito la noticia oficial, en que se encomendaba a la Audiencia la organización de las honras fúnebres. El Corregidor, don Diego de Portugal, recibió la comisión de preparar el túmulo en el templo catedralicio. Por orden suya se obligaron los obrajes a proveer del paño negro necesario para cubrir la iglesia y de bayeta para el suelo. Delante del presbiterio se levantó el catafalco, compuesto de tres cuerpos con un crucifijo de remate. Se adornaron «los pilares con cuadros hechos a propósito de todas las ciudades de este distrito, que acompañaban otros tantos cuadros de las armas reales, que todo se obró, o lo más, en las casas de Cabildo, donde el Corregidor vivía ocupando en esto los pintores españoles e indios que había en la ciudad.» («Documentos sobre el Obispado de Quito», p. 67.)

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Muy luego, en julio de 1603, se presentó una nueva oportunidad para procurar el concurso de pintores. Fue con ocasión de las fiestas organizadas por la Audiencia y el Cabildo, en honor de San Raimundo de Peñafort, en cuya canonización se había empeñado el propio Felipe III. El Teniente General don Francisco de Sotomayor fue esta vez el responsable del programa de festejos. El número principal se hizo consistir en un desfile con carros alegóricos, para cuya ejecución intervinieron los artistas. Cuatro fueron los carros que entraron en competencia. El primero simbolizaba los coros de los ángeles, para cuya representación se había pintado como fondo un cielo estrellado, en que se destacaba la figura del Padre Eterno, cortejado por los Arcángeles conocidos en la Biblia. El segundo representaba la «ley natural», interpretada con cuadros figurativos de la creación, el Paraíso Terrenal y los Patriarcas. El tercero alegorizaba la «Ley Revelada », mediante un barco en cuya popa aparecía Moisés en el Monte Sinaí recibiendo las tablas de la ley; al frente, en la proa, se alzaba la serpiente suspensa de una cruz, y a los flancos se representaban las escenas de la batalla de Josué y la toma de Jericó. Por último, el carro de la «Ley de Gracia», en que se mostraba Cristo, en apoteosis de triunfo, rodeado de mártires y confesares.

De mayor estímulo para los artistas resultó el concurso promovido en 1613 por el corregidor don Sancho Díaz de Zurbano, con motivo de las exequias que se hicieron en Quito, en memoria de la reina Margarita de Austria. Precedió, ante todo, un concurso de diseños para el túmulo que debía levantarse en la catedral. En este primer certamen, a juicio de un jurado calificador, salió premiado el proyecto de Diego Serrano Montenegro, «hombre generalísimo de grandes trazas», a quien se encomendó la realización de la   —169→   obra. De inmediato, Serrano Montenegro convocó a junta «a todos los maestros pintores y a los más perfectos» les encomendó la pintura, en tamaño natural, de los ascendientes de Felipe II. Para este trabajo se echó mano de un libro reciente de Juan Bautista Urientino de Artuerpia, que contenía veinte grabados. Los retratos resultaron «tan al vivo y tan perfectos y acabados que fueron los mejores cuadros que hubo en todo el reino.» Luego «se hizo asimismo juntar a todos los entabladores, a que hiciesen de bulto todas las virtudes así teologales como cardinales y las demás, que todas fueron diez y siete figuras con su insignia.» Fuera de esta labor de los artistas plásticos, se abrió también un concurso de composiciones poéticas, con temas seleccionados y con valiosos premios para el vencedor, a juicio de un jurado nombrado de antemano (Archivo General de Indias, 76-6-10.- V. G. 4 S., 18).

¿Quiénes fueron los pintores, españoles e indios, que intervinieron en estos concursos artísticos? Aunque no se menciona nombre alguno en la relación de estos certámenes, podemos, sin embargo, señalar algunos de los existentes en Quito, en torno a 1600. Sea el primero el pintor romano Ángel Medoro, presente aquí en 1592, año en que puso su firma en un blasón heráldico que se conserva en el Museo de Santo Domingo. Pintó también para el Monasterio de la Concepción un lienzo de la Virgen con el Niño, que tiene a sus plantas a San Jerónimo y San Francisco. En segundo lugar, el pintor español Luis de Ribera, quien policromó las imágenes de Diego de Robles y pintó un retablo para la iglesia parroquial de Mira; tenía su taller en la parroquia de San Marcos, y firmó un documento el 21 de diciembre de 1619, llamándose a sí mismo pintor y maestro. Se destacó también el pintor indígena Andrés Sánchez Gallque, que figura. en el «Libro de la Cofradía del Rosario», del padre Bedón. De él se conserva el retrato de los negros   —170→   de Esmeraldas, que mandó pintar, en 1599, el oidor doctor Juan del Barrio de Sepúlveda, para enviarle al Rey Felipe III. En 1615 el pintor Matheo Mexía puso su firma al pie de un lienzo grande, que representa a San Francisco con los brazos en cruz. La aureola brillante de un dorado muy fino, recuerda un lienzo del Señor Resucitado, que se conserva en el Museo Jijón y Caamaño y revela a un artista de inspiración y estilo primitivos. En 1622 se da el calificativo de pintor a Juan Ruiz de Salinas, en una escritura de donación a favor de Nuestra Señora de Copacabana, que recibía culto en la iglesia catedral. Quizás uno de estos pintores trazó el retrato de fray Pedro Bedón, sobre el modelo de propio cadáver, el 27 de febrero de 1621.



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III. Identificación del hermano Hernando de la Cruz

En los últimos años de la vida del padre Bedón, estaba ya presente en Quito don Hernando de Ribera. Había nacido en Panamá en 1592. En su adolescencia se trasladó a Lima y ahí desarrolló su afición a la poesía y aprendió el arte de la pintura. Vino luego a Quito, «donde granjeó amigos con su apacibilidad y adquirió dineros con su arte.» Un hecho ocasional determinó el cambio de su vida y su destino. En un ejercicio de esgrima con espada blanca, le alcanzó al contendor amigo a uno de los ojos, de cuya pérdida se salvó casi por milagro. Este suceso le movió a concurrir con una hermana suya a la Recoleta de San Diego, donde, después de una confesión general, acordaron, ella encerrarse en el Monasterio de Santa Clara y él vestir el hábito de hermano coadjutor en la Compañía de Jesús.

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Treinta años contaba, cuando, en abril de 1622, cambió su nombre del siglo por el de Hernando de la Cruz. En su nuevo estado hizo el propósito de olvidarse de la poesía. No así de la pintura, porque «sus superiores le ocuparon en el ejercicio de pintar, a que accedió con toda prontitud y gusto. Era primoroso en este arte, y cuanto dibujaba el pincel en el lienzo, lo ideaba antes con la meditación y oración. A su trabajo se deben todos los lienzos que adornan la iglesia, los tránsitos y aposentos. Enseñaba a pintar a algunos seglares... entre ellos a un indio que después fue religioso de San Francisco. Pintó dos lienzos muy grandes que están debajo del coro de nuestra iglesia, el uno del infierno y otro de la resurrección de los predestinados, que son como predicadores elocuentes y eficaces que han causado mucho bien y obrado muchas conversiones». (Morán de Butrón)

La atribución del padre Morán de Butrón (1696) al hermano Hernando de la Cruz, de «todos» los lienzos que adornaban la iglesia, los tránsitos y aposentos, ha planteado un problema que ha dado ocasión a polémica entre artistas e historiadores. Desde luego, Rodríguez de Ocampo en 1650 afirma simplemente que el hermano Hernando fue «superior» pintor, «como se ve en los lienzos y cuadros que están en la iglesia de la Compañía.» El padre Velasco escribe, a su vez, en 1774 «que los muchísimos cuadros con que su diestro pincel enriqueció el templo y el Colegio Máximo fueron y son el mayor asombro del arte y el más inestimable tesoro.» El padre José Jouanen, en su Historia de la Compañía de la Antigua Provincia de Quito, publicada en 1943, atribuyó todos los cuadros al hermano Hernando de la Cruz, incluyendo los lienzos de los profetas. Esta última atribución, repetida enfáticamente por la señora Teresa López de Vallarino, provocó una polémica en que intervinieron el doctor   —173→   Pío Jaramillo Alvarado y varios artistas de Quito, que defendieron la tradición que atribuía los cuadros de los Profetas a Nicolás Javier Goríbar.

Don Jacinto Jijón y Caamaño dejó, como último escrito suyo, expuesto su criterio sobre el asunto, que dice así: «Promovida la duda de si los Profetas son del hermano Hernando de la Cruz o de Goríbar y sabiendo por Ocampo, Morán de Butrón y Velasco que la mayoría de los cuadros de la Compañía son de Hernando de la Cruz, parécenos que hay una forma de llegar a una solución definitiva del problema. El examen global de todas dichas pinturas, para ver si entre ellas hay una mayoría que revela una misma mano y si en ella se hallan comprendidos los Profetas. Creemos que tal examen revelará, con claridad meridiana, que los Profetas constituyen un grupo perfectamente distinto que nada tiene de común con el resto de los otros cuadros. Que los que se ven en los pilares hacia las naves interiores, con los más de los que hay en la sacristía, claustros y aposentos, tienen uniformidad notable y que siendo éstos la mayoría, son aquellos que deben atribuirse al gran pincel en todo caso no tan consumado como el que ejecutó los Profetas del hermano Hernando de la Cruz.»

Esta opinión de Jijón y Caamaño ha sido comprobada con la publicación reciente de la «Historia de la Provincia del Nuevo Reino de la Compañía de Jesús», del padre Pedro de Mercado (Bogotá, 1957). Este autor no sólo fue contemporáneo sino que trató de cerca al hermano Hernando: «Tuve, dice en «El Cristiano Virtuoso», la dicha de conocer al venerable hermano Hernando de la Cruz y alcanzarlo vivo más de ocho años.» El mismo padre Mercado, en la Historia citada, describe la sacristía de la Compañía en los términos que siguen: «Levantola el hermano Marcos (Guerra) desde sus cimientos: hízola de bóveda muy   —174→   vistosa por su belleza. En el frontispicio puso un retablo de madera y en su nicho se colocó una devotísima imagen hecha por el diestro pincel del hermano Hernando de la Cruz. La imagen es de nuestro padre San Ignacio revestida de sacerdote y está ofreciendo su corazón a la Santísima Trinidad.» Este lienzo, perfectamente conservado, permite distinguir, por el estilo y el colorido, los demás cuadros pintados por el célebre hermano Hernando, que se hallan en la sacristía y en los pilares de las naves laterales, todos ellos guarnecidos de marco colonial de idéntica factura. Representan escenas de la vida de la Virgen, alegorías místicas, San Juan Nepomuceno, Patrono de la Compañía y la muerte de San Ignacio. La composición es a base de muchas figuras humanas y de pocos colores dominantes, el rojo, el verde opaco, el morado y el azul.

Fuera de los lienzos del «Juicio» y del «Infierno» que les compuso con un fin moralizador, «promovió también el culto de Dios, de la Virgen y de los Santos, haciendo otros muchos lienzos, con que adornó los aposentos de aquel Colegio y enriqueció las residencias y demás casas de aquella provincia» (P. Mercado). Pintó también muchas representaciones de la muerte con esta inscripción: Hace est pulchritudo Humana.





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ArribaAbajoCapítulo XII

Miguel de Santiago



I. Miguel de Santiago a través de sus obras

El hermano Hernando de la Cruz murió el 6 de enero de 1646. Refiere el padre Mercado que dos amigos del difunto consiguieron que pintores hiciesen varios retratos del hermano, sobre el modelo del cadáver. Data de 1645 el lienzo más antiguo que lleva las iniciales de Miguel de Santiago. El cotejo de las fechas permite suponer que nuestro artista fue uno de los aprendices que se formaron en el obrador del hermano Hernando. Con la juventud de Santiago coincidió también la labor pictórica del dominico fray Tomás del Castillo, de quien afirma un Visitador en   —176→   1640, que era «lindo pintor de pincel, nacido en Indias, edad cuarenta y siete años.» De este pintor existe en la Concepción de Cuenca un lienzo de Santa Lucía, que lleva la inscripción que sigue: «Frter Thomas del Castillo-fecit an eo 1654-Noviembre 28.» Por estos mismos años trabajó también en Quito el pintor Juan López, quien consignó su firma (1657) en un lienzo de San Francisco de Asís, que se conserva en la Colección de Víctor Mena. Entre estos pintores de mediados del siglo XVII se destacó con una personalidad definida y genial Miguel de Santiago.

En el lienzo, que abre la galería de los cuadros de la vida de San Agustín, consta una doble inscripción, que permite situar al artista en el ambiente en que inició su vida de pintor. Refiriéndose al mecenas que patrocinó la obra, dice, textualmente: «Esta prodigiosa y esclarecida historia de la vida y milagros de la Católica luz de la Iglesia, nuestro gran padre San Agustín, mandó pintar nuestro muy reverendo padre maestro Basilio de Ribera, siendo Provincial de esta Provincia, de limosnas de religiosos y devotos de la Religión.» Luego concretando el dato relativo al artista, añade: «Este lienzo con doce o más pintó Miguel de Santiago, en todo este año de 1656, en que se acabó esta historia.»

El padre Ribera mereció un cumplido elogio de parte del maestro Antonio Navarro Navarrete, quien publicó en 1666 el poema heroico del doctor Hernando Domínguez Camargo en honor de San Ignacio de Loyola. Ahí se atribuye al ilustre agustino la construcción del frontispicio del templo, el labrado del coro, la decoración de la iglesia, las celdas del claustro principal, la pila del patio y «tantos retablos, que acuerdan la vida de su gran padre Agustino, con los ingeniosos atributos de esta gran lumbrera de la Iglesia, a donde los pinceles más delicados pudieran estudiar   —177→   perfecciones.» Esta alusión a los lienzos de Miguel de Santiago es el primer reconocimiento del valor de sus pinturas, como también el índice del concurso de arquitectos y escultores, entre quienes hubo de trabajar nuestro pintor. El padre Ribera, varón ilustrado «en todas letras divinas y humanas» y de toda «urbanidad y cortesía», que le hicieron asequible al afecto de «nobles y plebeyos», aprovechó de su ascendiente para realizar la obra de la decoración de los claustros de su convento. En su viaje a Europa había conseguido un ejemplar de los grabados de la vida de San Agustín, por Schelte Bolswert (1586-1659), que propuso por modelo a Miguel de Santiago, obteniendo al mismo tiempo que los personajes más representativos de Quito costeasen la pintura de cada lienzo. Los de la galería miden, con su marco respectivo, 3,10 x 2,70 m y se hallan encuadrados en molduras labradas y doradas, que corren en las paredes del claustro bajo hasta el remate superior. Los fondos de cada cuadro varían de acuerdo con el motivo que desarrollan. Los más se cubren con un cielo blanco de ocre, una capa de verde frío, con sobreposición de nubes sombreadas. Algunos exhiben una composición arquitectónica de gris café, interponiendo a veces ocre según los elementos. En la figuración de la Trinidad, de la Virgen o alguna aparición se echa mano de ocre amarillo claro. Uno que otro lienzo se estructura con grupos de árboles pintados al modo barroco. El santo protagonista viste siempre, su hábito negro y se cubre con una capa pluvial, con cenefa bordada de diversas figuras en ocre oscuro y claro y flores estilizadas en el cuerpo del manto. La fisonomía corresponde a la e dad varonil. De la interpretación de los grabados aprendió el artista a representar el cuerpo humano en todas las actitudes, al mismo tiempo que el ritmo de la composición tectónica de un lienzo.

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La condición impuesta por el cliente, de interpretar los grabados flamencos, le puso a Miguel de Santiago en la misma situación que a muchos célebres pintores europeos, El Greco, Velázquez, Zurbarán, Murillo, que iniciaron su carrera artística «imitando modelos». La crítica moderna ha comprobado el influjo que tuvo Flandes en España, vinculadas estrechamente bajo una misma Corona. Durero y Holbein y más tarde Rubens y Van Dyck, inspiraron la pintura española y también la de América, a través de los grabados. México, Tunja, Quito, ofrecen pruebas a la comprobación de este hecho. Miguel de Santiago defiende para Quito la capacidad de asimilación, que será una de las características de los artistas ecuatorianos. La genialidad del joven pintor estriba en haberse demostrado hábil para interpretar dignamente un buen modelo. De los grabados de Bolswert se sirvió también el pintor cuzqueño Basilio Pacheco, para los cuadros de la vida de San Agustín que se conservan en Lima y el Cuzco. La comparación demuestra que sólo Santiago estuvo a la altura del grabador, holandés.

Treinta años después de la pintura de los cuadros de San Agustín, tuvo Miguel de Santiago un nuevo compromiso, para pintar la serie de milagros de Nuestra Señora de Guadalupe de Guápulo. Esta vez fue el doctor José de Herrera, capellán del Santuario, quien reunió en su parroquia a los mayores arquitectos, escultores y pintores, para ofrecer a la Virgen un templo digno de la portentosa Imagen. Se le brindó entonces al artista la ocasión de demostrar su imaginación creadora y los recursos de su técnica. Los milagros fueron públicos y los más de ellos contemporáneos a la vida de Miguel de Santiago. En todos había de constar la aparición de la Virgen; pero en cada uno de ellos debía de cambiarse el escenario, que   —179→   unas veces fue la alcoba de un enfermo, otras la esquina de una calle, ya un paisaje campestre, ya también el panorama total de la ciudad y alguna vez la nave de un templo. Estos temas de referencia histórica permitieron al pintor trazar retratos auténticos de personajes conocidos, como también organizar grupos sociales y representar animales. En la tectónica de la composición fue indispensable introducir el fondo del paisaje quiteño. ¿Cómo vio Miguel de Santiago el ambiente de la naturaleza ecuatorial?

La situación geográfica de Quito hace que el sol irradie su luz brillante en forma de atenuar los colores y rodear el ambiente de un gris opaco, nada propicio a la representación pictórica. Una sequía, sin embargo, reiteraba la lucidez calcinante de la atmósfera que resecaba el suelo. El artista representó la escena interpretándola con la inscripción que sigue: «En el año de 1621 hubo en la ciudad de Quito una seca grande que se abría la tierra en muchas grietas y llegó a morir todo el ganado y en punto de perecer la gente, si no acordaran llevar a la Virgen en procesión y la pusieron en Santa Bárbara de donde la llevaron a la catedral y al punto la lluvia socorrió la necesidad».

En caso contrario, el pintor representó el cielo cargado de nubes preñadas de aguas que se cernían lentamente sobre segadores que pedían a la Virgen que ahuyentase la lluvia. La inscripción traduce la confianza del pueblo en el auxilio de María: «Con el sol, con el agua, por todos tiempos a pedir de boca a los labradores Nuestra Señora de Guadalupe nos ampara.»

De gran calidad artística es el lienzo que lleva la siguiente inscripción: «En el año de 1634 trajeron una india del pueblo de Pujilí enferma que había estado años tullida; viéndose imposibilitada de la salud acudió al remedio de la Santísima Virgen y fue a su casa   —180→   habiendo asistido diez días luego de ir... sana y buena.» El fondo montañoso contrasta con el grupo diminuto de indios a los cuales no falta el compañero fiel, el perro familiar.

El artista puso las iniciales de su nombre (M. D. S. T.) en el cuadro que responde a esta inscripción «Habiendo prometido don Francisco Romo ir a pie a un Novenario fuese a mula y le arrastró desde la esquina, de la plaza en el año de 1655. Y un hijo suyo estando comiendo se le atravesó un hueso y lo sacaron lleno de sangre.» Estas dos escenas milagrosas se hallan representadas en los extremos del lienzo. Para pintarlas el artista ha echado mano de una tela, en que, se hallaba pintada una Sagrada Familia. Con el tiempo se han desvirtuado los colores sobrepuestos y va poco a poco apareciendo la pintura del fondo.

Son doce los lienzos que se conservan en la sacristía de Guápulo y que revelan a Miguel de Santiago como pintor de asuntos historiales.

Antonio Palomino, contemporáneo en parte a Miguel de Santiago, publicó en 1722 el segundo tomo de «El Museo Pictórico», dedicándole a la «Práctica de la Pintura». En él señaló los grados normales de ascenso del pintor y maestro, que debía comenzar por «principiante», con el ejercicio de «copiante», para llegar a aprovechado, hasta convertirse en «inventor» y «práctico», con mira a devenir en «perfecto». La suerte había hecho posible a Miguel de Santiago seguir este proceso en su carrera de pintor. En San Agustín aprendió a desarrollar un tema con una serie de lienzos de regular tamaño. Guápulo le ejercitó en la inventiva sobre asuntos historiales. Ahora se le ofreció la oportunidad de interpretar las verdades del Dogma Católico. La catedral de Bogotá conserva la serie de lienzos en que Miguel de Santiago representó   —181→   los artículos del Credo. La colección consta de doce, correspondientes al número de artículos. Así en el primer artículo que formula: Credo Deum Pater omnipotentem creatorem coeli et terrae, figura Dios Padre en actitud de sacar de la nada al universo, de revolotear sobre las aguas, de crear los animales, de formar a la mujer del primer hombre, y aparece aún la escena del fratricidio de Caín. Esta variedad de escenas dentro de una misma composición ha permitido al artista multiplicar los recursos para representar la figura humana, ya desnuda, ya vestida, en todas las actitudes posibles y armonizar los grupos en un cuadro rectangular. No es tampoco difícil señalar las reminiscencias de modelos españoles e italianos. El lienzo que representa el segundo artículo ha sido compuesto de acuerdo con el cuadro de la «Transfiguración» de Rafael.

Tan hábil y magistral como en la interpretación de los artículos del Credo se manifestó Santiago en la representación de los demás capítulos de la Doctrina Cristiana. El problema que se planteó al artista fue representar en un mismo cuadro la figuración simbólica de un mandamiento, un sacramento, una virtud teologal o cardinal, una petición del Padrenuestro, un pecado capital y una obra de misericordia. Para ello precisaba conocer el enlace dogmático de estas verdades y estudiar los símbolos tradicionales que les correspondía. En cuanto a la disposición de las figuras aprovechó el pintor del esquema de un rectángulo, dentro del cual colocó, arriba, la representación del mandamiento y de un don del Espíritu Santo: al lado izquierdo los símbolos de la virtud y petición del Padrenuestro; al frente, la alegoría de un sacramento; al centro, en primer plano, la figuración del pecado capital y al fondo, la representación de una obra de misericordia. Cada alegoría entraña su propio interés   —182→   representativo y contribuye, al mismo tiempo, a la unidad del conjunto, que envuelve las figuras en un ambiente de solidaridad y armonio. La serie de estos lienzos constituye el mejor tesoro del Museo de San Francisco de Quito.

Una nueva serie de lienzos pintó Miguel de Santiago para interpretar el saludo popular de Ala-bado-sea-el-Santísimo-Sacramento-y la Virgen-María-Conce-bida-sin pecado-original. La separación con el guión responde al rótulo que encabeza cada cuadro. La colección consta de once lienzos de 1,96 x 1,45 my se conserva en el Camarín de la Inmaculada de la Iglesia, de San Francisco de Bogotá. Los seis primeros se refieren a la Eucaristía como sacramento y sacrificio y los restantes al privilegio de la Inmaculada. La técnica de la composición de estos cuadros es similar a la observada en la estructura de los lienzos de la Doctrina Cristiana. En los relativos a la Eucaristía, dos apóstoles colocados a lado y lado cortejan al motivo eucarístico que se representa al centro. En los de la Inmaculada se ha pintado a dos santas en los extremos para desarrollar al medio la representación de la alegoría referente a la Virgen sin mancilla. Las santas corresponden a la devoción quiteña del siglo XVII. Son ellas Santa Elena, Santa Inés, Santa Lucía, Santa Clara, Santa Gertrudis y Santa Catalina de Sena.

Entre los temas que preocuparon a nuestro artista se halla el de la Inmaculada, que reclamó su capacidad creadora. Su contemporáneo Bartolomé Murillo acertó con una representación, que se volvió clásica en España y que repitió el pintor para satisfacer a sus clientes. No así Miguel de Santiago, quien pintó una variedad de Inmaculadas, caracterizándolas con una concepción nueva. La más antigua se halla en la Sala Capitular de San Agustín. La Virgen representa a la mujer bíblica en actitud de aplastar la   —183→   cabeza del dragón. A la Inmaculada triunfadora le rodean las alegorías de la Biblia y la liturgia, no ordenadas en marco rectangular como en el caso de Juan de Juanes, sino en sentido de profundidad insinuadora de una tercera dimensión.

Otra figuración representa la Inmaculada, que se encuentra en el descanso de la grada del palacio arzobispal. La Virgen junta sus manos sobre el pecho, contempla abismada el cielo y posa sus pies inmaculados sobre la luna, cuyos cuernos sostienen a los lados San Ignacio y San Francisco Javier.

En un retablo lateral de Guápulo se halla una representación de la Inmaculada que interpreta un hecho histórico. El Rey Felipe IV consiguió del Papa Alejandro VII la proclamación de la Inmaculada como patrona de España y sus dominios y ordenó, mediante cédula del 24 de enero de 1622, que en la Madre Patria y en América se celebrasen fiestas por este acontecimiento. Miguel de Santiago interpretó este suceso, representando a la Virgen, con las manos juntas y su faz amable, que descansa sobre el globo, sobre cuya superficie se comba la luna, con sus cuernos; sostenidos a lado y lado por el Papa y el Rey representados de busto. En contorno de la Inmaculada se escalonan los Doctores de la Iglesia y la imagen de la Trinidad corona el lienzo.

De representación original es la Inmaculada Eucarística, que se conserva en el Museo de San Francisco. No reconoce antecedente iconográfico y es una contribución de Miguel de Santiago a la Mariología artística. En la parte superior figuran las tres divinas Personas sedentes y unidas por las manos. Del regazo del Espíritu Santo brota la Inmaculada en verticalidad de línea, hasta posar los pies sobre la luna. La Virgen sostiene una custodia, cuyo disco se abre sobre el corazón. La idea se insinúa fácilmente: La Inmaculada   —184→   concentra el amor de las tres divinas personas, para florecer en la ofrenda de la Eucaristía. La vinculación de la Inmaculada a la Eucaristía responde al sentimiento tradicional de Quito, que culminó en el siglo XVII.

En la temática religiosa hay que destacar también la inventiva de Miguel de Santiago para representar a la Trinidad y a los Ángeles. Las tres divinas personas intervienen como elemento integrante en la tectónica de algunos cuadros de la Virgen, como en el lienzo que representa la «Muerte de María», que se conserva en el trascoro de la catedral. En cuanto a los ángeles, ellos desempeñan funciones propias en los cuadros de los Artículos del Credo y la Doctrina Cristiana, tanto como en los lienzos representativos de la Inmaculada.

El genio de Miguel de Santiago abordó los asuntas religiosos con preferencia afectiva. No le faltó, sin embargo, la capacidad necesaria para tratar temas profanos. Pintó las alegorías de las cuatro estaciones, dejándose inspirar en el simbolismo clásico. En un país, donde las estaciones no se definen, ni en el curso del año ni con las características, cambiantes de la naturaleza, no había más recurso que acudir a las descripciones literarias. De este modo pintó la «Primavera» simbolizada en una diosa, flor entre flores, con huertos y cupidillos, pájaros y cielos alegres; el Estío, caracterizado por la diosa Ceres, entre frutos y cacerías; el Otoño, representado por un barco con copiosas cepas de uva, cosechas de vino, borrachos, unos caídos y otros brindando, pipas y danzas; y el Invierno, figurado por un viejo que se calienta al fuego, familia alada, árboles desnudos cubiertos de nieve y granizos, caras y máscaras, bayetas, lodo resbalando en las aguas.



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II. Presupuesto cultural de Miguel de Santiago

La simple enumeración de las variadas obras de Miguel de Santiago permite apreciar el acervo de cultura religiosa y de pericia técnica de que estaba dotado el artista. En su testamento declaró que dejaba «cuarenta libros, chicos y grandes, de distintos autores, propios y ajenos.» ¿Cuáles eran estos libros y quiénes los autores? En 1944 publicamos un «Tratado de Pintura», que manejó Manuel Samaniego, cuya caligrafía se podía identificar en las últimas páginas. Un estudio comparativo del texto con los lienzos de Miguel de Santiago nos convence que ese manuscrito procede del siglo XVII y contiene las directivas que respaldaron al artista en la ejecución de sus obras. Desde luego, es ya conocido el aprovechamiento de los grabados de Bolswert para las representaciones de la vida de San Agustín. Además, el «Tratado de   —186→   Pintura» menciona a Juan de Arce (1535-1603) de cuyo libro de «Varia Conmensuración» se transcriben las medidas del cuerpo humano, en sus diferentes edades. Como transición del cuerpo del hombre al de la mujer se establece las normas que Aristóteles señaló a la belleza. «Las partes de la hermosura y belleza corporal, que resplandece principalmente en la mujer, son tres: integridad de miembros, proporción en todas partes hermosa, y agradable color. Aristóteles. No ha de ser el cuerpo pequeño, sino de conveniente gentileza, algo menos que el varón. El color no sea muy blanco, sino del color de la rosa. La tez con lustre y claridad.» De Pablo de Céspedes (1538-1608) autor del «Arte de la Pintura» y de Francisco Pacheco (1571-1654) que compuso el «Arte de Pintar», se trasladan las normas técnicas que enseñan la práctica de la pintura. Finalmente, del holandés Carlos Bexmandes se adoptan 44 advertencias, procedentes de la experiencia de los mejores artistas, que han sobresalido en el arte de Apeles. Un capítulo especial se dedica a la simbología. Desde la Edad Media y más en el Renacimiento se habían hecho estudios acerca de las alegorías representativas de las divinidades paganas y de la iconografía cristiana. El «Tratado de Pintura» consigna los «enigmas simbólicos» de las virtudes y los vicios, de los animales y elementos, de los continentes y estaciones y del hombre en todas sus manifestaciones pasionales. Además, enumera una serie de recetas para obtener los encarnes apropiados a toda clase de imágenes, a la figuración de paños y ropajes y a la obtención de colores con elementos existentes en el país. Fuera de esta preparación de carácter técnico, Miguel de Santiago hubo de conocer a fondo los principios del Dogma Católico, adquiridos mediante la lectura y el trato con sacerdotes. En este aspecto, fue el intérprete más autorizado de la fe del pueblo quiteño del siglo XVII.



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III. Aspecto biográfico de Miguel de Santiago

En torno a la persona de Miguel de Santiago hay un vacío documental que ha sido llenado por la leyenda. Se ha supuesto que la pintura de los cuadros de San Agustín obedece al confinamiento, voluntario por evadir a la justicia; sin reparar que las autoridades civiles y eclesiásticas costearon la pintura de cada lienzo. Ricardo Palma afirma que siguió a Juan León Mera en la leyenda del sacrificio de un discípulo para obtener un modelo viviente para un Cristo de la Agonía. Últimamente se ha escrito todo un libro, (1852) con el título de «Vida y leyenda de Miguel de Santiago».

Ciertamente hay que lamentar la escasez de datos personales sobre la vida del máximo pintor quiteño. Fuera de la serie de la vida de San Agustín, pintada en una etapa conocida, no es posible establecer todavía   —188→   con certeza la relación entre los cuadros y las circunstancias del momento en que los compuso, para percibir la armonía de sus acordes.

Su testamento, sin embargo, proporciona algunos datos referentes a su vida. Nació en el Alto de Buenos Aires, parroquia de Santa Bárbara, hijo legítimo de Lucas Vizuete y Juana Ruiz. Cuando joven fue adoptado por don Hernando de Santiago, cuyo apellido hizo suyo legalmente. Al comenzar la pintura de la vida de San Agustín, casó con doña Andrea Cisneros y Alvarado, de quien tuvo por hijos a dos Agustines y un Bartolomé que murieron niños, a Isabel Cisneros y Alvarado y a Juana de Ruiz y Cisneros. A ninguno de sus hijos llamó con su apellido adoptado, sino con el de Cisneros que era el de su esposa. Quedó muy pronto viudo, en compañía de su hija Isabel y de su nieto Agustín, vástago natural de su hija Juana.

De su madre había heredado la casa donde naciera, que la transformó mediante el fruto de su trabajo y amplió el sitio consolares comprados por su cuenta, con huertos y nueva casa. Por los enseres enumerados en el testamento, se echa de ver que se había impuesto un ambiente de austeridad, compensado, en cambio, con numerosos lienzos europeos, cuadros propios acabados y a medio hacer y una buena dotación de libros.

En el largo proceso de sus años, vio a la muerte ensañarse con los suyos. Sucesivamente hubo de enterrar a su esposa, a sus tres hijos que murieron niños, a su yerno, el capitán Antonio Egas, a su hija Juana. Para su cansada vejez no le quedó más que su hija Isabel, su nietecito Agustín de ocho años de edad y su fiel sirvienta Ana Galarza, a quien dejó en recompensa un pedazo de tierra en el Alto de Buenos Aires.

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Fue devotísimo de San Agustín, cuyo nombre impuso a dos de sus hijos. No quiso separarse del Santo ni aún después de muerto, como se colige de esta cláusula testamentaria: «Encomiendo mi alma a Dios Nuestro Señor, que la crió y redimió con su preciosa muerte y pasión y el cuerpo a la tierra de que fue formada, el que quiero y es mi voluntad sea sepultado en la iglesia del convento del gran padre San Agustín y entierro de los religiosos de él, en virtud de Bula que tengo para ello en mi poder.»

Con Miguel de Santiago se iniciaron en la pintura algunos discípulos que colaboraron en los lienzos de San Agustín, como Carreño, Bernarbé Lobato y Simón Valenzuela. También con él trabajó en la casa su hija Isabel con su esposo el capitán Antonio Egas. En Guápulo fue discípulo suyo Nicolás Javier Goríbar, que había de mantener el prestigio del maestro hasta muy entrado el siglo XVIII.





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ArribaAbajo Capítulo XIII

Nicolás Javier Goríbar



I. Datos biográficos

Al comenzar la segunda mitad del siglo XVII fue el convento de San Agustín el escenario de competencia artística. Arquitectos, escultores y pintores estuvieron a órdenes de fray Basilio de Rivera, para hacer de la iglesia y claustro agustinianos un museo de arte religioso. Treinta años más tarde, a partir de 1682, el centro de actividades se trasladó a Guápulo. El arquitecto hermano Antonio Rodríguez, el escultor Juan Bautista Menacho y el pintor Miguel de Santiago fueron los jefes de operarios, que trabajaban por cuenta de don José de Herrera, párroco responsable del Santuario de Guápulo. La labor conjunta durante muchos   —192→   años, no pudo por menos que brindar ocasiones de ocasiones de compartir experiencias. Ni faltaron escenas de regocijo familiar. Una de ellas fue el 10 de octubre de 1688, con motivo del bautismo de Francisco Borja, primogénito de Nicolás Javier Goríbar, discípulo de Miguel de Santiago. Hizo de padrino el Bachiller Miguel Goríbar y administró el sacramento el maestro Francisco Martínez, deudo cercano de Goríbar y Santiago. A esta escena simbólica de optimismo de familia corresponde un lienzo firmado por Goríbar en que palpita un entusiasmo juvenil. La inspiración se mueve en torno a la apoteosis de María Inmaculada, proclamada patrona de España y de las Indias. El lienzo ocupa el sitio y figura de la estructura de un retablo clásico de dos cuerpos con un coronamiento. Cuatro columnas corintias, divididas por un entablamento, determinan tres espacios en cada cuerpo, que se han llenado con cuadros alusivos a la idea central. Los de la mitad representan: el de abajo, a la Virgen del Pilar, patrona de España, cercada de ángeles y en actitud de patrocinio sobre los devotos que la imploran; y, el de arriba a la Virgen Inmaculada en ademán de vuelo sobre alas de ángeles. Los cuatro laterales presentan a santos y personajes históricos en el acto de tocar el órgano y de cantar las glorias de María. La inscripción que lleva al pie explica el sentido espiritual de todo el conjunto. Dice así: Fama volat movilitate. Viget (et vires acquirit) eundo. Luego al centro: «Este órgano celestial lo tocan los grandes y chicos Alexandros y Filipos y todos en General.» Al pie: Te consonat fama coeleste hoc organum per orbem reconsonat totum. Por fin, se expresa el nombre del autor con esta inscripción de optimismo: Fecit Goribar Feliciter vivat.

En el estudio de Miguel de Santiago se mencionó su lienzo de alusión histórica a la intervención de Alejandro VII en la proclamación del privilegio de la Inmaculada   —193→   Concepción de la Virgen María. Goríbar alegorizó el suyo, a través del desahogo musical, la impresión de alegría que produjo la glorificación de María Inmaculada por el Rey Felipe y el Papa Alejandro. Este lienzo responde a la juventud del autor, feliz personalmente al verse rodeado de sus familiares que le alentaban en su iniciación y le felicitaban por el nacimiento del primer heredero del apellido Goríbar.

Treinta años más tarde, en 1718, Goríbar consignó nuevamente su nombre en un grabado, en que colaboraron dos Padres Jesuitas. La ocasión fue un Acto Académico, dedicado al Infante Luis, Príncipe de Asturias, hijo de Felipe V. La tesis versaba acerca De Statu Inncentiae. La alegoría para la dedicatoria la concibió el padre Juan de Narváez. Dos ideas centrales integran el cuadro: la una representa a la Provincia Jesuítica de Quito, mediante un mapa central flanqueado a los costados y abajo por una serie de marcos en que figuran las ciudades donde los jesuitas tenían colegios; la otra representa al Infante sonriente y sentado bajo un dosel, rodeado por las figuras simbólicas de las Virtudes Teologales y Cardinales. El enlace de las dos ideas se verifica por las figuras alegóricas de la Compañía y de Quito, que señalan con su mano el cartel en que se contienen los puntos integrantes de la tesis. La lámina de 0,32 x 0,43 m, fue grabada por el padre Miguel de la Cruz. ¿Cuál fue la parte que le cupo a Goríbar en la hechura de la lámina? Indudablemente el dibujo del grupo superior en que figura el Infante Luis Felipe con las alegorías de las virtudes.

Este hecho comprueba, además de la pericia pictórica, la vinculación de Goríbar con la Compañía de Jesús. De 1718 hay que esperar ocho años más para encontrarse nuevamente con Goríbar, encabezando   —194→   al barrio de San Roque, en una petición al Cabildo de Quito. La última vez que figura su nombre en un compromiso con el convento de San Francisco, para revocar las pinturas del Coro y de las celdas altas. De 1688, en que puso su firma en el lienzo de Guápulo, a 1736, mediaron 48 años durante los cuales Nicolás Javier Goríbar debió ejercer su profesión de pintor.



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II. Los profetas de la Compañía

Como su maestro Miguel de Santiago, Nicolás Javier Goríbar tuvo el compromiso de pintar asuntos religiosos en serie. Con Santiago se representaron los Artículos del Credo y las Verdades de la Doctrina Cristiana. Con Goríbar se completó el tema religioso, representando la serie de Profetas y de los Reyes de Judá. Acerca de la paternidad artística de los Profetas, que se hallan en los pilares del templo de la Compañía, se suscitó en 1950 una discusión que obligó a revisar los argumentos en que se basaba la atribución de esos lienzos a Goríbar. La tradición constante entre los pintores la consignó por escrito don Pablo Herrera a mediados del siglo XIX. De él aprovechó este dato don José Domingo Cortés en su «Diccionario Bibliográfico Americano», publicado en 1876 y luego el padre jesuita Ricardo Cappa en sus «Estudios Críticos acerca de la dominación española en América»,   —196→   editados en Madrid en 1895. Como hecho indiscutible fue aceptado también por Francisco Campos (1885), L. L. San Vicente, S. J. (1898), Camilo Destruge (1903) y el ilustrísimo señor González Suárez, en el tomo séptimo de su Historia General.

A última hora se ha venido a confirmar la tradición escrita por un argumento de carácter deductivo, que proporciona el padre Pedro Mercado en su citada obra que acaba de publicarse en 1957. Ahí menciona un lienzo pintado por el hermano Hernando de la Cruz, cuya técnica permite señalar los demás que se debieron a su pincel. La simple comparación demuestra que los Profetas no pudieron proceder del taller del santo hermano y que fueron pintados por Goríbar quien aprovechó para pintarlos de algunos grabados de la Biblia Sacra, editada por Nicolás Pezzana en Venecia en 1710.

La serie de Profetas consta de 16, los cuatro llamados «Mayores» que son Isaías, Jeremías, Ezequiel y Daniel; y los doce «menores», a saber, Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahún, Habucuc, Sofonías, Ageo, Zacarías y Malaquías. La caracterización de cada uno de ellos presuponía una información bíblica, para representarlos en su situación histórica y aludir al hecho principal que habían profetizado. La tectónica de la composición ofrece a cada profeta en actitud de indicar al espectador el motivo de la profecía, figurada en un extremo superior del cuadro; mientras algún suceso relativo a la vida del vidente se representa en la parte inferior del lienzo. Por lo general cada Profeta se halla informado de un aire varonil y completa su figura con la túnica y el manto de fastuosa sencillez. El dibujo y modelado acusan una comprensión de su valor religioso histórico, interpretado con una sobria estructura plástica. El colorido   —197→   es de notable transparencia, «inclusive en aquellos tonos oscuros, graves, de difícil ejecución, que parece que las enseñanzas impresionistas hubieran sido conocidas por el pintor.»



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III. Los reyes de Judá

La atribución tradicional, consignada por don Pablo Herrera, señala la paternidad de Goríbar sobre la serie de los Reyes de Judá, que se conserva en el Museo de Santo Domingo. Cabe, desde luego, destacar el propósito del pintor de completar las representaciones de los protagonistas del Antiguo Testamento, personificados en los Profetas y los Reyes.

Primitivamente los Reyes de Judá estaban colocados en el artesonado de la Capilla del Santísimo, lo que explica la forma circular en que se inscribe cada personaje. Esta nueva estructura ha obligado al artista a contraer la expresión psicológica en la cabeza y las manos en función de la referencia histórica. El movimiento de los paños obedece, a la vez, a la representación en busto y las curvas obligadas por el círculo en que se circunscribe la figura.

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Cada Rey representa al capítulo culminante de su actuación histórica. David revela la angustia suplicante y confiada de sus Salmos Penitenciales; Salomón entraña la actitud obediente a la inspiración d la Sabiduría; Roboam reviste la elegancia altiva de un autorretrato de Rembrandt en su juventud; Haza con su luenga barba blanca y sus manos juntas, demanda la piedad de Dios sobre su pueblo; Josafat, con el incensario en vuelo en su mano izquierda y la actitud resuelta de su diestra, demuestra su respeto a las Tablas de la Ley; Josías enseña con el índice de su diestra que el cielo es la recompensa del respeto a la ley y la justicia, simbolizada por la mano izquierda que descansa sobre el libro abierto encima de una espada; Achas acaricia con su diestra un ídolo, en la actitud impía que provocó la profecía de Isaías de la Virgen que concebiría y daría a luz a Emmanuel, el Dios con nosotros; el piadoso Ezequías, con sus manos cruzadas sobre el pecho y su cabeza dirigida al cielo, implora y consigue la prolongación de su vida por más años; Manasés, heredero del espíritu piadoso de su padre, deja caer sus manos juntas, mientras su rostro implora al Dios de sus mayores; Joaquín sucumbe al filo de la espada e inclina su cabeza hasta dejar caer su corona real. Hay cuatro lienzos más que integran la serie de los Reyes de Judá.



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IV. Los compañeros de San Francisco

Debemos a don Carlos Barnas el descubrimiento de una nueva serie de lienzos que revelan la técnica utilizada en los cuadros de los Profetas y los Reyes de Judá. De 1935 a 1950 este perito restaurador se estableció en Quito y consagró su labor especializada a tratar algunas obras de nuestros pintores coloniales, lo cual permitió conocer a fondo la técnica de cada uno de ellos. Antes había trabajado en el Museo de Amsterdam y realizado viajes de estudio por los museos de Alemania, Holanda, Italia, Francia e Inglaterra. En 1950 salió de Quito comprometido por el Museo de Houston, Texas.

Según Barnas, el pintor de los Profetas fue también el que pintó esta serie de los compañeros de San Francisco, que hoy se exhiben en una de las salas del Museo. Consta de 17 lienzos que representan, de medio talle, a los primeros discípulos del Poverello. Todas   —202→   son pinturas al temple y de rápida ejecución. La impresión de ser pinturas al óleo, se debe a la grasidad del temple empleado, friccionando la pintura con óleo, de acuerdo con la técnica común de aquellos tiempos. Los cuadros están pintados en lienzos preparados con un fondo pardo, de temple a base de cola mezclada con alumbre para hacerla resistente al agua. La pintura está extendida con la soltura propia de Goríbar.

El artista se ha ingeniado en caracterizar las 17 figuras, análogas en su vestido franciscano gris, mediante el juego rítmico de la fisonomía, las manos y postura, que revelan en cada cual un temperamento formado ya en la escuela de San Francisco, tal como se describe en las «Florecillas».

La colección se integra con la pintura de San Gabriel acerca del cual escribe Barnas lleno de entusiasmo: «Este San Gabriel es de una grandeza verdaderamente monumental. Fascina con sus ojos cautivadores al que lo mira. Revestido de fastuoso a la par que sencillo ropaje, da la impresión de divina distinción, subrayada más todavía por la actitud expresiva de las manos. La presentación de los colores es de lo más sencilla imaginable. Un manto rojo, movido por el viento, se pone hueco tras las alas vigorosas, una túnica verde-oscura con mangas blancas bordadas de oro y un ribete del mismo estilo alrededor del cuello: eso es todo.

Esta sencillez está en consonancia con el color que con parsimonia va desarrollándose sobre el cielo pintado en tonos grises tornasolados, como nácar, para dejar resaltar la encarnación de la cara y de las manos con buena vivacidad. Todo esto se ha logrado con los medios más sencillos. Aproximadamente con la paleta siguiente; prescindiendo del blanco y negro como colores, hay allí lumbre tostada, terra de Sienna   —203→   tostada, rojo de Venecia, ocre amarillo, auripigmento-amarillo, limón oscuro y azul. Tal vez cochinilla para las veladuras.»

Si Goríbar es verdaderamente el creador de los Profetas, es también el maestro que pintaba San Gabriel y los frailes compañeros de San Francisco. Comparemos, por ejemplo, el torso del Profeta Daniel con el de San Gabriel y encontraremos una consonancia perfecta: lo mismo nos manifiestan las manos de Micheas y San Gabriel, aquí y allá el mismo dibujo y la misma simplificación, que solamente un gran maestro puede permitirse.

Goríbar completó a Miguel de Santiago en la interpretación de la temática religiosa. Fue el pintor de los Reyes de Judá, los Profetas y los Apóstoles. Las figuras que salieron de su pincel revelan un aire varonil y de caracterización psicológica. Su trato familiar con sacerdotes debió facilitarle la adquisición de la cultura necesaria para representar a cada personaje bíblico de acuerdo con su situación histórica. En la petición de los Barrios al Cabildo, el 5 de febrero de 1726, puso su firma con la de su hijo Francisco Javier, a la cabeza de una veintena de representantes, lo que indica, que gozaba de comodidades y de prestigio social entre los moradores de San Roque. Con Goríbar llegó la pintura colonial al máximo de su alcance artístico. Con Miguel de Santiago y Goríbar se llena un siglo de apogeo, en que los dos pintores sostienen el prestigio de la Escuela Quiteña de Pintura, sobre las demás de Hispanoamérica.





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ArribaAbajoCapítulo XIV

Los pintores del siglo XVIII



I. Transición a la pintura del siglo XVIII

Goríbar alcanzó la misma avanzada edad de su maestro Santiago, cuyo influjo prolongó más allá de 1738. A partir de 1741 el ambiente cultural de Quito se sintió conmovido por la orientación científica que imprimieron los geodésicos franceses. La Universidad de San Gregorio fue la primera institución que reaccionó ante el nuevo movimiento. El 1.º de junio de 1742 los profesores de San Gregorio organizaron un acto académico en honor de la Academia de Ciencias de París. La tesis se formulaba: Actus divinus liber identificatur cum Deo et defectibilis realiter solum   —206→   quoad terminationem. La discusión debía realizarse bajo la dirección del padre Carlos Arboleda. La dedicatoria se grabó en una tarjeta de plata. El padre Pedro Milanesio, teólogo jesuita nacido en Turín, concibió la idea, que la diseñó un viejo hermano coadjutor y la grabó el señor de Morainville. La figura sedente de Minerva, que sostiene un escudo con la inscripción de Invenit et Perficit, preside a geniecillos que, a la izquierda, representan la triangulación de los geodésicos franceses y a la derecha manipulan los aparatos, el compás, el sextante, la brújula, el cuaderno de observaciones. La idea es ingeniosa, pero no puede compararse con el grabado que diseñó Goríbar en 1718.

A los Académicos llamó la atención la habilidad de los quiteños para las obras de arte. Don Antonio de Ulloa expresó esta grata impresión en su libro de Memorias. «Las mestizos, dice, aprenden diferentes profesiones y se dedican sobre todo a las artes, en que llegan a ser orfebres, pintores y escultores y dejan para los indios las ocupaciones puramente mecánicas. No pocos sobresalen en estas profesiones, señaladamente en la pintura y escultura. En la pintura fue célebre un maestro llamado Miguel de Santiago y de él se conservan con grande estimación algunas obras y otras de su mano pasaron hasta Roma, donde también la merecieron. En general, tienen un talento singular para la imitación y sorprende la perfección con que lo hacen, no obstante carecer de los medios necesarios.»

De este testimonio de Ulloa conviene subrayar la observación acerca del talento singular de nuestros artistas para la imitación de modelos europeos. En muchos casos la imitación se convirtió en asimilación de técnica, para interpretar temas originales. Desde principios del siglo XVIII circuló en Quito una colección   —207→   de grabados de José y Juan Klauber, quienes representaron las escenas principales de las vidas de los santos más populares a la piedad de los fieles. De estos ejemplares aprovecharon los pintores en la composición de sus lienzos. En cuanto a la temática se pusieron de moda, en el siglo XVIII, la Divina Pastora, de origen capuchino, Nuestra Señora de las Mercedes y la Virgen Inmaculada, en la representación legardiana.

El padre Juan de Velasco menciona los pintores quiteños de la primera mitad del siglo XVIII. «No pocos de los artistas, dice, se han hecho célebres de gran nombre. Entre los antiguos se llevó las aclamaciones en la pintura Miguel de Santiago, cuyas obras fueron vistas con admiración en Roma y en los tiempos medios un Andrés Morales. Entre los modernos que eran muchos, conocí a varios que estaban en competencia y tenían sus partidarios protectores. Eran un maestro Vela, nativo de Cuenca; otro llamado el «Morlaco», nativo de la misma ciudad; un Maestro Oviedo, nacido en Ibarra; un indiano llamado el «Pincelillo» nativo de Riobamba; otro indiano joven nativo de Quito, llamado el «Apeles»; y un maestro Albán, nativo también de Quito. Varias pequeñas obras de este último y de otros modernos, cuyos nombres ignoro, llevadas por jesuitas, se ven actualmente en Italia, no diré con celos, pero sí con grande admiración, pareciendo increíble que puedan hacerse en América cosas tan perfectas y delicadas.»



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II. Pintores pertenecientes a la familia Albán

¿Quién será el Maestro Albán de la referencia, del padre Velasco? En una de las pilastras de la nave derecha del templo de la Compañía hay un lienzo que representa a San Antonio de Padua y que lleva la firma de Carolus Albaniensis. La forma de la composición y el colorido caracterizan una serie de cuadros, que delatan la influencia de los grabados de Klauber.

En la Galería Windsor de Montevideo dimos con una pintura en cobre, proveniente de una, colección de Londres, que representaba la aparición de Nuestra Señora de Aránzazu y llevaba la firma de Francisca Albán, la fecha de 1745 y el lugar de Tacunga. Este hecho confirma el dato del padre Velasco, de que varias obras pequeñas de Albán fueron llevadas a Europa por los jesuitas. Por otra parte, la data de 1747   —210→   permite conectar la juventud de este Albán con la madurez de Goríbar. Francisco Albán asistió a los últimos años de la permanencia de los Jesuitas en Quito. Probablemente, en compromiso con ellos, pintó la serie de lienzos para la Casa de Ejercicios Espirituales del Tejar. El padre Bernardo Recio refiere el fruto que reportó a la sociedad de Quito, la predicación de los Ejercicios según el método de San Ignacio, alentada por el celo del ilustrísimo señor Juan Nieto Polo del Águila. Albán, en los cuadros de esta serie, que llevan su firma y la data de 1760 a 1764, representó los temas clásicos de los Ejercicios, a saber: «El último fin del hombre», «La Muerte», «El Juicio», «El Infierno», «La Gloria» y «El Hijo Pródigo». Como en el caso de Miguel de Santiago en San Agustín, cada lienzo lleva al pie el nombre del donante que costeó la obra. La composición de cada motivo se desarrolla en un cuadro rectangular: todos los lienzos presentan como protagonistas a San Ignacio; con Albán se inicia el uso de colores puros desvaídos.

Entre 1783 y 1788, Francisco Albán pintó una serie de lienzos de la vida de Santo Domingo para los claustros del tramo principal. Se conservan todavía algunos de ellos, que llevan la firma del autor. También pintó para la Merced cuadros alusivos a la vida de San Pedro Nolasco. En ambos conventos tenía religiosos parientes, que llevaban su apellido y eran aficionados al arte de la pintura. En el Coristado de Santo Domingo se conserva un lienzo, que representa en busto el retrato del padre Bedón, y que lleva por inscripción la dedicatoria, que en 1788, hizo a la Recoleta Dominicana, el padre mercedario fray Antonio Albán. En el Archivo de Santo Domingo, se guarda manuscrito el texto del curso de Filosofía, que dictó, entre 1766 y 1768, el padre dominico fray Juan Albán, quien adornó con viñetas artísticas, su Cursus   —211→   Triennalis Philosophiae, elaboratus ac proprio calamo exaratus.

Contemporáneo y deudo de Francisco fue Vicente Albán, cuyo nombre figura en un lienzo del Calvario, que se conserva en el Museo Jijón y Caamaño, con la inscripción de «Vicente Albán pinxit a. 1780.» De este mismo artista hay en el Museo de América, de Madrid, una colección de seis cuadros, que representan figuras folklóricas de la etnografía ecuatoriana de 1783. Llevan sucesivamente la inscripción de «Señora principal con su negra esclava», «Yapanga de Quito con traje que viste esta clase de mujeres que tratan de agradar», «India en traje de gala», «Indio principal de Quito en traje de gala», «Indio yumbo de las inmediaciones de Quito con su traje de plumas y colmillos de animales de caza que visten cuando están de gala», «Indio Yumbo de Mainas con su carga». Cada una de estas figuras se halla rodeada de árboles y frutos, con referencia numerada, para dar a conocer los productos del suelo de Quito. El lienzo que representa a la señora principal contiene la firma de Vicente Albán y la data de 1783.

Con el nombre de padre Juan de Albán existe, en la Capilla del Robo, un grabado que representa una alegoría del hurto de las Sagradas. Formas, consumado en la primitiva Iglesia de Santa Clara, el 19 de enero de 1649.



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III. Pintores quiteños de la flora de Bogotá

Durante la colonia la pintura era una profesión lucrativa. El cliente o mecenas imponía el tema. Al artista apenas le quedaba la posibilidad de desarrollar sus recursos técnicos. Por esto mismo, la pintura colonial revela en cada época y a través de cada pintor los gustos dominantes del ambiente social. En el último decenio del siglo XVIII se ofreció a los pintores quiteños la oportunidad de orientar su arte a la representación de la flora americana. La ocasión la dio la Expedición Botánica dirigida por don José Celestino Mutis. Este mecenas de la ciencia y el arte había traído de España, como dibujantes, a José Calzado y Sebastián Méndez a los que se juntaron en Bogotá. Salvador Rizo y Francisco Javier Matiz, cuya colaboración resultó insuficiente ante la abundancia de plantas que se ofrecían al examen botánico.

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La fama de la pericia de los pintores quiteños hizo que Mutis se valiera de la intervención oficial del Arzobispo Virrey de Nueva Granada para conseguir del Presidente de la Real Audiencia de Quito, el envío de algunos artistas. Por de pronto, don Juan Pío Montúfar comprometió a cinco jóvenes pintores que fueron: Antonio y Nicolás Cortés, que habían trabajado en el taller de su padre don José Cortés de Alcocer; Vicente Sánchez, Antonio Barrionuevo y Antonio Silva, que habían sido discípulos del Maestro Bernardo Rodríguez. El Presidente en persona acompañó a este grupo de pintores a Popayán y luego a Mariquita, donde prestaron sus servicios hasta 1790, año en que todo el personal de la Expedición se trasladó a Bogotá. El buen desempeño de este primer grupo estimuló a Mutis a procurar nuevos dibujantes de Quito y de hecho comprometió a Francisco Villarroel, Francisco Javier Cortés, Mariano Hinojosa, Manuel Ruales, José Martínez, José Xironsa, Féliz Tello y José Joaquín Pérez.

Don José Celestino, con vigilancia paternal a la vez que enérgica, había organizado el trabajo con sus mínimos detalles. Los pintores quiteños laboraban nueve horas al día, ocupado cada cual en su lugar respectivo, en dibujar en papel gran aigle las ramas más cargadas de flores, detallando la anatomía de las partes de fructificación con colorantes indígenas. El jornal por el trabajo variaba en relación con la capacidad del dibujante, quien recibía, al fin de semana, la cantidad debida, descontada la suma correspondiente a faltas. Los domingos y días de vacación se los empleaba en paseos y cacerías.

El rendimiento, con este método de trabajo, alcanzó el número de 6.717 dibujos, que se conservan en la Biblioteca del Jardín Botánico de Madrid, según el inventario   —215→   de 1869. Esta contribución de los pintores quiteños a la botánica mereció el elogio de Alejandro Humboldt y de Francisco José de Caldas, testigos oculares de la labor paciente de nuestros dibujantes. Transcribimos a continuación un fragmento del discurso de Caldas que pronunció en junio de 1803, en el Seminario de San Luis de Quito: «El grabador Smith ha obtenido el imperio del diseño hasta nuestros días. Yo vi balancear sobre su cabeza la corona que todos los sabios de concierto habían decretado al artista británico, cuando puse mis pies sobre los umbrales de la sala en que trabajaban los pintores. Las expresiones me faltan, señores, para referiros lo que mis ojos han visto. Al coger una lámina creía que tomaba un ramo vivo. La naturaleza con todas sus gracias, colores y matices se ve sobre el papel. Humboldt, tocado de este grado de perfección no superado, asegura que el pincel ha inutilizado las descripciones y que si llegase el caso de perderse los manuscritos, podría Jusseiu u otro profesor hábil describir la planta con tanta perfección como si la viese viva. ¡Cuánta parte tiene en esta gloria Quito! Los mejores pintores han nacido en este suelo afortunado. La familia de Cortés está inmortalizada en la flora de Bogotá. ¿Quién creyera, señores, que el pincel quiteño se había de elevar hasta ser émulo de Smith y de Carmona? ¡Cuánto valen el talento y la educación unida al premio y al honor! Los hijos de Cortés, Matiz, Sepúlveda, no habían salido en Quito de la clase de pintores comunes; pero al lado del sabio Mutis, en quien hallaron a un tiempo un padre celoso de la pureza de sus costumbres, un director de su genio y un admirador de sus talentos, desarrollaron sus ideas y han hecho ver al universo que el quiteño con educación es capaz de las mayores empresas. ¡Ah! si el ilustre mecenas como pensaba ahora diez años visitar este suelo, lo hubiera   —216→   verificado, estoy seguro que Cortés, los Samaniego, Rodríguez, habrían representado en el Nuevo Continente a Mengs, Lebrount y el Ticiano.» (Obras de Caldas, Bogotá 1912, pág. 97-105)



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IV. El taller de la familia Cortés

El jefe de esta familia de pintores fue don José Cortés de Alcocer. La fecha documental más antigua es la de 1762, en la que Legarda menciona a don José Cortés como uno de los priostes de la fiesta de San Lucas que anualmente celebraba el gremio de pintores y escultores. Para ese año era ya Cortés Maestro Pintor. Después, en 1786 fue uno de los pintores consultados para la provisión de dibujantes, que debían trabajar a órdenes de Mutis. De su taller salieron comprometidos sus dos hijos Antonio y Nicolás, quienes ganaban por su labor, dos pesos y diez reales diarios, respectivamente. Un tercer hijo, Francisco Javier, viajó a Lima, comprometido por Abascal, para la dirección de la Academia de Dibujo que se fundó en esa ciudad. De don José Cortés se conservan, con la constancia de su firma, algunos lienzos en la capilla del Hospital de San Juan de Dios y en el descanso de la grada del Hospital Eugenio Espejo. También   —218→   hay cuadros suyos en el convento mercedario del Tejar. Su nombre consta, asimismo, en la serie de misterios del Rosario, que se hallan en el palacio episcopal de Popayán. Espejo, en 1792, mencionó a Cortés al igual que a Caspicara, como los artistas más distinguidos entonces en Quito. También Caldas aludió a don José Cortés y a sus hijos, como hábiles pintores en 1803. Finalmente, un lienzo de Nuestra Señora de Nieva, que se venera en la iglesia matriz de Tulcán, lleva la inscripción: Josephus Cortés me fecit anno Domini 1803. Por lo visto, este pintor y sus hijos desplegaron su labor durante toda la segunda mitad del siglo XVIII.

Posiblemente, hijo del mismo artista fue don Casimiro Cortés, que pintó, en asocio de Antonio Astudillo, los cuadros de la vida de San Pedro Nolasco, para los Padres de la Merced. Astudillo trabajó para los franciscanos de Quito la «hechura de los cuadros de toda la vida de nuestro padre San Francisco, puesta en el claustro principal de este Convento Máximo que se ha renovado con esmero y acierto singular.» Entre los lienzos de Astudillo constan el que representa a fray Jodoco en actitud de bautizar a un indio (Archivolta de la portería) y la serie de cuadros ovalados que integran el artesonado de debajo del coro de San Francisco (entrada a la iglesia). Formado en el taller de los Cortés parece haber sido el pintor Luis Alarcón, cuyo nombre figura en una imagen de San José (propiedad de José Luis Arango, Bogotá) y en un lienzo de la Inmaculada, que se conserva en el Museo de Max Konanz y que perteneció a la familia Muñoz, de Cuenca.





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ArribaAbajoCapítulo XV

Los talleres de Rodríguez y Samaniego



I. Bernardo Rodríguez de la Parra y Jaramillo

El lienzo más antiguo, que lleva la firma de este pintor, data de 1775 y representa a San Eloy, patrono de los plateros, con el retrato al pie de Vicente López de Solís, pariente cercano de la mujer de Manuel Samaniego (Colección de Víctor Mena). En el Museo Jijón y Caamaño, hay un cuadro del Calvario que lleva la inscripción de: «Bernardo Rodríguez me fecit. abril 11 de 1783.» En 1786 recibió la visita del Presidente de la Audiencia, en demanda de discípulos, que pudieran comprometerse a trabajar en la Flora de   —220→   Bogotá. Luego, en 1780, se ocupó de pintar a cuenta de los Padres Mercedarios, como se colige de la referencia de «seis pesos siete reales dados a los Depositarios, por veinte y siete varas y media de lienzo de a dos reales para los cuadros del claustro que los está pintando Bernardito» (Archivo Mercedario). Este diminutivo revela la familiaridad del pintor en el convento mercedario. Rodríguez fue el que más contribuyó a la propaganda de la devoción de Nuestra Señora de la Merced, mediante imágenes de una dulcedumbre maternal, que abundan en Quito.

Trabajó también para el convento de San Francisco, como se comprueba por los lienzos de la Inmaculada y de los milagros de San Antonio de Padua, que se exhiben actualmente en el Museo. El de Jijón y Caamaño conserva también un San Camilo de Lelis, que lleva la inscripción: Fecit-Quito-1797. Bernardo Rodríguez por ruego de don Juan María Albán.

Al comenzar el siglo XIX, Rodríguez pintó para la catedral de Quito dos grandes lienzos que representan a «San Pedro y San Juan curando a un cojo a la puerta de un templo» y «San Pablo arroja la víbora al fuego». Estos cuadros interpretan los grabados 149 y 160 de un libro intitulado «Cuadros del Antiguo y del Nuevo Testamento que, en ciento cincuenta figuras, representan las más notables historias del Antiguo y del Nuevo Testamento, según los grabados de los maestros más hábiles.» El libro de grabados, que pertenece al señor Roberto Páez, lleva en la primera página la inscripción de: «Soy de Bernardo Rodríguez de la Parra y Jaramillo: costó 58 pesos.» Y en la última página señala la fecha de la compra: «Lo compré este libro en 22 de febrero de 1795 en 58 pesos y por ser verdad lo firmo yo su dueño Bernardo Rodríguez.» Entre 1801 y 1803 pintó asimismo los cuadros del Portal de Belén, el «Bautismo de Cristo»,   —221→   la «Adoración de los Magos» y el «Martirio de los niños Justo y Pastor», que adornan la nave lateral izquierda de la misma catedral.

Las referencias documentales sitúan la labor pictórica de Bernardo Rodríguez entre 1775 y 1803. Como Miguel de Santiago, aprovechó, para algunos de sus lienzos de los grabados europeos. En sus cuadros originales, los relativos a la apoteosis de Nuestra Señora de las Mercedes y del triunfo de Cristo en la Cruz, que se conserva en el Museo de San Francisco, se revela, como un artista, que gustaba de los colores puros, rojo, azul, amarillo.

Transcribimos a continuación un documento de contrato que permite apreciar la forma de trabajo de un pintor en compromiso con su cliente: «Quito, a 1 de octubre de 1793. Digo yo don Bernardo Rodríguez que he contratado con fray Joaquín Yánez del Orden de Santo Domingo y me he obligado a hacerle un cuadro de las Benditas Almas, de tres varas de largo y dos y medio de ancho, por el precio de cincuenta pesos; los cuarenta y seis me ha de dar en pan y velas, medio real de pan cada día y tres velas por un real los sábados, cuya contribución se cuenta desde hoy.- 2.º que he de entregar el cuadro dentro de ocho meses contados desde esta fecha, esto es todo el mes de mayo del año venidero de 94.- 3.º que fuera de las efigies que representan las Benditas Almas ha de contener el lienzo once imágenes que serán de Nuestra Señora del Rosario, con el vestido y los rayos sisados con oro, Señor San José, San Joaquín, Santa Ana, Santo Domingo, San Francisco, San Vicente Ferrer, Santa Teresa, Santa Rosa, el Venerable Porras y el Venerable Masías.- Que a más de los Ángeles que tiene el cuadro de Santa Bárbara ha de tener el contrato seis más y un sacerdote en representación de decir misa.- y confieso que tengo recibidos en plata buena y corriente   —222→   los cuatro pesos que restan para el entero de los cincuenta. Debiendo ser la entrega del lienzo acabado y perfecto, pronta el plazo señalado, pudiendo el dicho Pe. en caso de demora reconvenirme ante la justicia. Pues para que todo lo pactado conste firmamos los dos en esta ciudad. Fray Joaquín Yánez-Bernardo Rodríguez.»

Este lienzo se encuentra junto a la puerta de la sacristía de Santo Domingo.



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II. Manuel Samaniego y Jaramillo

Nació en Quito poco antes de 1767 en el barrio de San Blas. Por su madre estuvo emparentado con Bernardo Rodríguez y por su esposa con los plateros López de Solís. Desde adolescente comenzó el ejercicio de la pintura. Su temperamento le hizo compaginar con la gracia, expresada en el colorida brillante de sus imágenes, con fondo de paisajes alegres. Presto se convirtió en el pintor preferido. A los treinta años de edad dirigía la construcción y decorado del retablo mayor de Santa Clara y la decoración de la casa del Presidente de la Audiencia y era un «oficial público bien acreditado en las artes liberales de escultura y pintura y estaban a su cargo varias obras que debían entregarse con prontitud, para remitir a Santa Fe, Lima, Guayaquil y otras partes.»

Muy joven casó con doña Manuela Jurado y López de Solís, mujer enérgica que le llevaba con doce años   —224→   y le sobrevivió con seis. Parece que ejerció dominio sobre el pintor y fue el eje de la administración de los bienes. En 1757 le hizo poner preso en la cárcel, convicto de adulterio y no le permitió salir libre sino a condición «de no ofender, injuriar ni maltratar de obra, ni de palabra, directa ni indirectamente a su legítima mujer». En su matrimonio tuvo dos hijas: María Josefa que murió de quince años de edad y Brígida que se casó con don José Fortún. Samaniego prodigó las representaciones de la Virgen, en los misterios de su «Concepción Inmaculada» y de su «Asunción», como también en la advocación de «Divina Pastora». Tenía facilidad para realizar obras tanto en tamaño grande como pequeño y aún en miniatura. Sus imágenes, en general, son ágiles, bellas y agraciadas, con la pureza de una flor.

No hubo tema que no realizara, con facilidad de concepción y ejecución. Para la catedral de Quito, pintó al óleo las escenas murales de la vida de Cristo, «El Tránsito» del coro y las «sacras» que se exhiben en los días festivos. Decoró la celda provincialicia de la Merced, convertida hoy en museo. En 1788 trasladó de grabados europeos la colección de cuadros representativos de los países de Europa, que se conservan en el Museo Colonial. Pintó asimismo las alegorías de las «Estaciones» para la casa de hacienda del Marqués de Selva Alegre. La Casa Jijón mandó a hacer con él retratos de personajes de familia. Signada con su firma guarda la familia Noboa Icaza, de Guayaquil, un cuadro de la Inmaculada pintado para don Diego que fue Presidente de la República.

Caldas y Stevenson celebraron a Samaniego como a principal artista de Quito en torno a 1800. A los doce años de su muerte, acaecida en 1824, el escritor chileno Pedro Francisco Lira publicó en «Tesoro Americano   —225→   de Bellas Artes» (París, 1837) el siguiente elogio:

«Vivamente apasionado al estudio de su profesión, Samaniego se distinguió, tanto en la pintura del paisaje, como en la figura humana. Son muchos los cuadros que ha dejado, señalándolos con un estilo peculiar y propio de su escuela. Los lienzos que existen en la catedral de Quito, son los siguientes: la Asunción de la Virgen, en el altar mayor; el Nacimiento del Niño Dios, la adoración de los Reyes Magos, el sacrificio de San Justo y San Pastor y algunos otros relativos a la Historia Sagrada.

La entonación de su colorido es sumamente dulce. Feliz en la encarnación y frescura de sus toques, se distinguió en los cuadros de vírgenes y de otros santos, en cuyo ejercicio empleó una gran parte de su vida.

Sus paisajes son conocidos por la destreza en la pintura de los árboles, aguas, terrazas y arquitecturas; siendo sólo sensible que a su paleta le hubiese faltado el número suficiente de colores para diversificar el colorido; mas no debemos atribuir esta falta a su poca habilidad, sino a los tiempos de atraso en que vivió, pues se veía obligado a servirse de los pocos y malos colores que entonces existían en Quito.

Samaniego daba gran importancia a sus cuadros y no los pintaba sino a precios muy subidos: motivo por el cual sólo existen, además de los nombrados anteriormente, una galería pintada por él en una casa de campo del antiguo Marqués de Selva Alegre; pues no tenían medios para encomendarle sus obras.

Parece que no era de su agrada pintar retratos, porque, según se asegura, decía que en los retratos tenían voto hasta los cochinos.

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Tampoco debemos pasar en silencio y olvidar su gran habilidad para el trabajo de la miniatura y obras al óleo de una pequeñez que admira. Este artista falleció repentinamente en edad avanzada, dejando muchas discípulos y dando pruebas de mucha moralidad y consagración al trabajo.»



Un lienzo de la Virgen, que se conserva hoy en el Museo de San Francisco, lleva una de las últimas firmas del artista, que comprueba al mismo tiempo la supervivencia del patrocinio de San Lucas sobre el gremio de pintores. Dice así: «Este cuadro lo dio Manuel de Samaniego para el segundo nicho del Retablo del glorioso Señor San Lucas, Patrón del Gremio de Pintores, que se venera en la Capilla de Cantuña, en 28 de diciembre de 1816.»



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III. Los discípulos de Samaniego

Contemporáneo de Samaniego fue Tadeo Cabrera, cuyo nombre consta en un volumen de la serie de grabados de Klauber que tenemos a la vista. Tuvo por hermanos a Nicolás, que fue discípulo de Samaniego y a Ascensio, también pintor de profesión. A Tadeo se atribuyen los lienzos representativos de los milagros de Nuestra Señora de Guadalupe, que se encuentran en los muros laterales del Santuario de Guápulo. El Museo de Jijón y Caamaño conserva un cuadro de San Francisco Jerónimo que lleva el nombre de Nicolás Cabrera. Tadeo y Nicolás fueron los intérpretes de la devoción popular de la primera mitad del siglo XIX al Buen Pastor. La Divina Pastora, que prodigó Samaniego con aire de encanto femenino, introdujo la representación del Buen Pastor, que rescata la oveja descarriada de un matorral de espinas. Nicolás Cabrera fue maestro de don Joaquín Pinto y enseñó su profesión a sus hijos Nicolás y Manuel.

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Discípulo de Samaniego fue también José Lombeida, nativo de Riobamba. De él se conserva un cuadro de las Almas, en Yaruquíes, que lleva esta inscripción «Dio este cuadro el maestro Gómez en compañía de su mujer, doña María Puma. Año 1800. Hecho por don José Lombeida.» Las imágenes reflejan el estilo y colorido del maestro.

De entre los discípulos de Rodríguez y Samaniego, el más caracterizado fue Antonio Salas. «Poseído de fecunda imaginación, no se limitó a copiar como una gran parte de nuestros artistas, pues trabajó obras originales» (Pablo Herrera). Su vida se situó entre la época colonial y de vida independiente. De la Colonia heredó la preocupación religiosa que la reflejó en varios de sus cuadros, que se conservan en San Francisco y en el Museo Colonial. El período de emancipación política le movió a perpetuar el recuerdo de los próceres, trazando sus retratos que se conservan en el Museo Jijón y Caamaño.

Además de la longevidad, recibió como regalo de la vida una familia numerosa a la cual dejó por patrimonio la afición del arte. De su primera esposa, doña Tomasa Paredes, tuvo a Ramón; y de la segunda, doña Eulalia Estrada y Flores, le nacieron Rafael, Jerónimo, Diego, Brígida, Josefa y Gabina. Es posible que el nombre de Brígida le evocara el recuerdo de la hija de Samaniego. Todos estos descendientes de Antonio Salas prolongaron, durante la República, la remota orientación que éste recibiera del Quito Colonial. De las obras de este pintor se conservan la negación de San Pedro y la muerte de San José, en la catedral de Quito; el Hijo Pródigo, en el Carmen Antiguo; el Señor de la Agonía en la iglesia del Tejar; una Pietá en el Museo de Santo Domingo. Salas murió en Quito en 1860.



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IV. Contribución femenina al arte ecuatoriano

En el estudio de nuestros artistas, cabe preguntar hasta qué punto influyó en ellos el aliciente femenino. Diego de Robles declaró en su testamento: «Los bienes que tengo hoy día los he adquirido yo por mi industria y trabajo, de suerte que la dicha mi mujer antes me ha hecho ir a menos que a más». Miguel de Santiago declaró a su vez que fue «casado con doña Andrea Cisneros y Alvarado, la cual no trajo a mi poder dote ni bienes algunos... y los bienes que al presente poseo son adquiridos con mi propio sudor y trabajo». Bernardo de Legarda declaró, asimismo, haber sido casado con doña Alejandra Velásquez de quien tuvo que separarse por haber faltado ella a la fe del matrimonio, a poco tiempo de contraído. Manuel Samaniego y Jaramillo casó muy joven con doña Manuela Jurado, quien llevaba al esposo con doce   —230→   años y le sobrevivió con seis. Mujer apasionada y celosa, enjuició al pintor, acusándole de adulterio y le mantuvo preso durante varios meses.

Estos datos documentados permiten concluir, que muchos de nuestros artistas tuvieron conflictos de hogar y que no fueron totalmente comprendidos por sus respectivas esposas. Bien es verdad que no siempre el arte se compagina con la felicidad matrimonial. No es improbable que fuese una reacción psicológica el que Bernardo de Legarda y Manuel Samaniego se distinguiesen por la vida, movimiento y gracia de que informaron a sus imágenes femeninas.

Miguel de Santiago amó entrañablemente a su hija, Isabel de Santiago, que heredó del padre la sangre y la afición al arte y que fue para el pintor la única sobreviviente de su numerosa familia. Don Nicolás Carrión, en un discurso pronunciado en 1786, hacía el siguiente reparo: «Don Antonio Ulloa, al hacer mención de Miguel de Santiago, no tuvo noticia o se olvidó de su hija Isabel, quien si no le hizo ventaja en la valentía de los rasgos, le excedió, según sienten los del arte, en aquella calidad que los pintores llaman dulzura».

A mediados del siglo XVIII, el hogar formado en Riobamba por Don José Dávalos y Doña Elena Maldonado y Sotomayor se convirtió en mansión de cultura y arte. En su hacienda de los Elenes poseía don José una biblioteca de autores franceses. Su hijo don Antonio tradujo al español los escritos de Fontenelle. La Condamine escribe, al respecto, lo siguiente: «Don Antonio tenía tres hermanas; la segunda de ellas, de 16 años, traducía a primera vista a Moreri. Veíase en la casa de hacienda un torreón, adornado con muchas obras delicadas, muy bien ejecutadas por las manos de estas tres jóvenes. La mayor estaba dotada de un talento universal: tocaba el arpa, el clavicordio,   —231→   la guitarra, el violín y la flauta; mejor dicho, todos los instrumentos que llegaban a sus manos. Sin maestro alguno pintaba en miniatura y al óleo. Yo mismo vi en su caballete un cuadro que representaba la Conversión de San Pablo, con treinta figuras correctamente dibujadas, para el cual había echado mano de los malos colores que habían en el país. Con tantas prendas para agradar en el mundo, esta joven no deseaba más que hacerse carmelita y retardaba el cumplimiento de sus deseos tan sólo el amor tierno que profesaba a su padre, el cual, después de haber resistido largo tiempo, le dio al fin su consentimiento y así profesó en Quito el año de 1742». Esta joven, tan alabada por la Condamine, llamábase Magdalena Dávalos Maldonado, quien al vestir el hábito del Carmen Moderno, tomó el nombre de Sor María Estefanía de San José. Llegó a ser priora por varios períodos en el Monasterio. En su nuevo estado continuó ejerciendo el arte, especializándose en la escultura. Obras suyas son las imágenes de la Virgen del Carmen, que se venera en el nicho central del templo, el Tránsito de la Virgen, el Corazón de María y los Ángeles adoradores que integran el retablo. En el interior del Monasterio se conservan aún con veneración las piedras en que Sor María de San José solía moler las pinturas.

En el mismo monasterio se distinguió también como pintora la madre Ángela de la Madre de Dios Manosalvas, que había sido discípula de Nicolás Cabrera e inició en el arte a su sobrino el pintor Juan Manosalvas. La madre Manosalvas doró los ángeles tallados por la madre María de San José Dávalos.





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ArribaAbajoCapítulo XVI

Los maestros del siglo XIX



I. Una generación de pintores

A propósito de Literatura, ha hablado Petersen de «Generaciones Literarias» y señalado las condiciones que se requieren para afirmar la existencia de un grupo homogéneo que integre y forme una tal denominación. Laín Entralgo ha generalizado este aspecto crítico y escrito un libro sobre las «Generaciones, en la Historia» y aplicada sus propios principios a su estudio de la «Generación del Noventa y Ocho». Nos parece factible y útil aprovechar de las observaciones de estos historiadores críticos y aplicarlos a una generación de nuestros pintores. Adoptamos de hecho el esquema de Petersen para facilitar el estudio.

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CARACTERES HEREDITARIOS.- La Independencia política poco o nada afectó a la rama cultural de las Bellas Artes. Quizá, en el aspecto económico, también los artistas tuvieron que pagar la libertad conseguida para su Patria. Al año de la muerte de Samaniego, se formó el registro en que constan las contribuciones que debían satisfacer los ciudadanos, en proporción a sus haberes. En el título de «Pintores» se enumeran veinte y dos, que debían contribuir por los dos semestres del año 1825. Entre ellos, como más conocidos y acomodados, figuran: Antonio Salas, José Olmos pintor y escultor, Diego Benalcázar, Javier y Matías Navarrete, Mariana González, Antonio Vaca, Feliciano Villacrés, Esteban y José María Riofrío; Mariano Flor, José Díaz y José Páez, etc. Fueron discípulos contemporáneos de Samaniego. El más notable fue Antonio Salas, pintor al óleo, al pastel y a la acuarela, que conoció e hizo los retratos de los generales y jefes que libraron las luchas de la independencia. Con la sangre transmitió a sus hijos la habilidad artística. Pintores fueron Ramón, Rafael, Jerónimo, Diego, Brígida, Josefa y Gabina Salas. La herencia común para todos fue el patrimonio de tradiciones y prácticas pictóricas, consignadas por Samaniego en su Tratado de pintura y enseñadas de hecho por Antonio Salas.

COINCIDENCIA CRONOLÓGICA DEL NACIMIENTO.- La generación que pretendemos distinguir encuadra su nacimiento entre 1830, año de nacimiento de Luis Cadena y 1845 en que ve la luz Rafael Troya. Entre estas dos fechas extremas se escalonan Rafael Salas en 1830, Juan Manosalvas, nacido en 1840 y Joaquín Pinto en 1842.

HOMOGENEIDAD DE FORMACIÓN.- Todos ellos aprenden la pintura «practicando con algún, maestro».   —235→   Rafael Salas y Luis Cadena se formaron en el taller de Antonio Salas. Manosalvas frecuentó el estudio de Leandro Venegas. Rafael Troya se inició con el joven Cadena. Joaquín Pinto asimiló cuanto pudieron enseñarle Ramón Vargas, Rafael Venegas y Nicolás Cabrera. A Luis Martínez le orientó Rafael Salas. De entre ellos, Salas, Cadena y Manosalvas fueron becados a Italia para perfeccionarse en su arte. Troya y Pinto continuaron su formación en Quito.

MUTUA RELACIÓN PERSONAL.- A Cadena y Manosalvas les unía, además del arte, un lazo de parentesco político. Sus talleres eran centros de tertulia artística, frecuentados por las Salas, por Pinto y más tarde por Antonio Salguero y Leandro Venegas, el sordo. En 1871 fundó el Presidente García Moreno la Primera Escuela de Bellas Artes, que congregó a Maestros y discípulos en un anhelo de enseñanza y aprendizaje, aprovechando, además, de los modelos traídos de Europa por Cadena y luego por Manosalvas.

ACONTECIMIENTO DE EXPERIENCIA GENERACIONAL.- El 31 de enero de 1852 se fundó con solemnidad en Quito la Escuela Democrática de Miguel de Santiago. Concurrieron a la sesión inaugural noventa y dos socios, además del Protector Dr. Javier Endara, el Presidente don Ramón Vargas y el Vicepresidente Juan Agustín Guerrero. El objeto de la Sociedad era «cultivar el Arte del dibujo y estudiar la constitución de la República y los principales elementos del Derecho Público.» Con motivo del séptimo aniversario de la caída del General Flores, organizó la Sociedad una Exposición de Bellas Artes. El maestro pintor Antonio Salas fue el Presidente del jurado   —236→   calificador, integrado por José Páez y Medrano, José Ildefonso Páez y el Secretario Juan Pablo Sanz. Los premios obtuvieron Luis Cadena por su cuadro «La Aldea Campesina», Juan Pablo Sanz por representación del Templo de la Compañía, Agustín Guerrero por su alegoría de «El Pudor», Ramón Vargas por su cuadro de «Los Profesores», Leandro Venegas por su «Oración del Huerto» y los retratos de los Protectores de la Escuela Democrática, Vicente Pazmiño por sus «Reyes de Judá» y Nicolás Alejandrino Vergara por su miniatura «Rosa Elena». El ideal de la Escuela Democrática juntaba el arte con la inquietud patriótica, que satisfizo luego la personalidad de García Moreno, quien envió becados a Europa algunos artistas y fundó la primera Escuela Nacional de Bellas Artes en 1871.

Entre 1852 y 1871 se define la formación artística de nuestros pintores. En 1852 Cadena tenía 22 años, Juan Manosalvas 12, Pinto 10 y Troya 7. La primera Exposición Artística de la Sociedad Democrática de Miguel de Santiago fue para unos una experiencia de juventud y para otros un recuerdo de infancia. En todo caso, un acontecimiento de provecho. Cuando se fundó en 1871 la Escuela de Bellas Artes, el más joven de nuestros artistas llegaba a los treinta años de edad.

CAUDILLO DE LA GENERACIÓN.- A la cabeza del grupo de pintores estaba por derecho propio y por reconocimiento de sus compañeros, Luis Cadena. Tuvo treinta años cuando murió Antonio Salas y pudo aprender del maestro los secretos de su vieja experiencia de pintor. Hizo un viaje a Chile y luego fue becado a Roma en época del Presidente Robles. García Moreno le dio en 1872 la dirección de la escuela de Bellas Artes. A la habilidad artística reunía un carácter suave y moderado, que le facilitaba la adhesión de   —237→   los alumnos. Sus obras se encuentran dispersas en los Conventos de Santo Domingo, San Agustín y San Francisco, como también en colecciones particulares.

EXPRESIÓN CARACTERÍSTICA.- Todos hubieron de tratar el tema religioso, en condescendencia con la piedad del pueblo, que veía aún en sus pintores y su técnica, la expresión adecuada de su espíritu cristiano. Como novedad introdujeron el paisaje ecuatoriano representado cual motivo independiente. Rafael Salas fue, cronológicamente, nuestro primer paisajista. Le siguieron luego Luis Martínez y Rafael Troya. Ellos trataron de intuir la perfección estética de nuestra naturaleza ecuatoriana, en sus nevados, sus bosques tropicales, sus escenas paisajísticas. Troya fue juzgado digno de trabajar con Rudolf Reschreiter y con Stubel en pintura de los volcanes de nuestra Cordillera Andina. Cadena se especializó en retratos. Supo intuir la sicología de sus clientes y reflejarla con vigor y nitidez. Joaquín Pinto fue el primero que tomó en serio la representación del indio ecuatoriano y la interpretación de aspectos de folklore popular. En suma, la generación de pintores de la segunda mitad del siglo XIX aportó al arte ecuatoriano una temática nueva e introdujo los adelantos de la técnica europea. Entre ellos podemos destacar al más caracterizado por su consagración a la pintura y por su genialidad artística.



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II. Datos biográficos de Pinto

Joaquín Pinto nació en Quito el 18 de agosto de 1842. Fueron sus padres don Posé Pinto Valdemoros, portugués, y doña Encarnación Ortiz y Cevallos, ambateña. Su vocación de pintor se delató desde la infancia en los dibujos que delineaba sobre la pizarra y cuadernos de deber. Su formación de artista le obligó a frecuentar los talleres de nuestros pintores conocidos. Ramón Vargas, Rafael Venegas, Andrés Acorta, Tomás Camacho, Santos Cevallos y Nicolás Cabrera contribuyeron a integrar su personalidad como pintor.

En el aprendizaje del arte se puso en contacto con Goríbar, copiando sus Profetas de la Compañía y trató de aprovechar de los modelos europeos, a través de las enseñanzas de Cadena y de las copias por él traídas desde Italia.

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A pesar de su aspiración, no le fue dado conseguir una beca para Europa. Pero supo sacar partido del viaje de sus compañeros, asimilando de ellos la técnica adquirida en centros europeos. De este modo aprendió de Manosalvas la pintura a la acuarela. Dotado de singular talento, concibió al artista como los ejemplares magníficos del Renacimiento, de cultura humanística y de múltiple habilidad. A su imitación aprendió por sí el Latín, el Griego, el Hebreo, el Francés, Inglés y Alemán. Se ilustró, mediante lectura, en la Historia Universal del Arte. Integró su formación técnica con el estudio de la Geometría, Anatomía, Plástica y Perspectiva. En este aspecto fue un autodidacta.

Por su cultura y pericia artística fue un maestro ideal de juventudes. La enseñanza revestía en sus labios la amenidad de una exposición sencilla, casi amable, y la práctica transmitía, sin egoísmo alguno, las lecciones de una larga experiencia. Tuvo discípulos particulares y oficiales en la Escuela de Bellas Artes de Quito y en la Academia de dibujo y pintura de Cuenca.

En 1876 contrajo matrimonio con doña Eufemia Berrío, una de sus mejores alumnas y formó su hogar en una casa, situada en el barrio de San Roque, en las alturas de Argumasín. Fue ahí su taller y su retiro, donde pasó el resto de su vida en un ambiente de escasa economía, pero repleto de afecto, consideración y arte. Nunca dio descanso a su pincel. La pintura fue el vehículo obligado para desahogar su alma, repleta de inquietudes y animosa de ensayos de todo género.

Como una condescendencia femenina con la bondad de su propio temperamento, gustó reflejarse, autorretratándose, en algunos de sus cuadros. Las representaciones   —241→   de San Joaquín le dieron pretexto para tomarse a sí mismo de modelo. Ajeno al bullicio de fuera, reducido a las paredes de su pobre vivienda, gozando del afecto de sus cortos familiares, fue dueño de la libertad de crear a su gusto y dar forma a su talante, a una infinidad de ideas y experiencias. Nadie turbó la paz de su estudio. Ni siquiera la pobreza, a cuyas privaciones se acostumbró él y acostumbró a su familia. Esta, a la muerte del artista, hubo de vender las últimas reliquias, en que don Joaquín Pinto imprimió su espíritu creador. Pinto murió en 1906, año en que murieron también Rafael Salas y Juan Manosalvas.



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III. El indio, tema de inspiración artística

Durante la vida de Pinto no se consideró aún al indio como un problema de cuestión social, ni se exigió al artista, la militancia premeditada en el terreno de las ideas sociales. El indio seguía siendo una realidad que no llamaba la atención de los políticos, menos de los artistas. Andrés Sánchez Gallque trazó el retrato de los negros de Esmeraldas, como un documento de referencia que envió al Rey Felipe III, el Oidor Barrio de Sepúlveda el año de 1599. Miguel de Santiago introdujo en sus cuadros al indio, como integrante del escenario de un milagro de la Virgen. Vicente Albán representó a los indios para dar ocasión de presentar los frutos del suelo ecuatoriano.

El indio, elemento indispensable del paisaje andino, entró en la esfera del arte llevado por el afecto delicado de Pinto. Decimos por el afecto, porque este artista amó al indio con desinterés ideológico. Vio en el   —244→   indio una fuente de inspiración, un sujeto de folklore, un trabajador que contribuye, un ser que entraña una gracia natural y provoca el afecto y la compasión. Para la representación del indio se valió Pinto de la agilidad de la acuarela, aprendida de Manosalvas. Pinto acuarelista va desde la escena captada oscuramente hasta la nitidez de las figuras, de pincelada fresca y colorido nítido.

En una colección de cuadros costumbristas aparece el indio en todas sus facetas. El indio de las aparece zonas del Oriente que salía a Quito con su típico vestido, mereció de Pinto su representación característica. En cuanto al indio de la región interandina, no hay aspecto folklórico que hubiese evadido a la mirada curiosa y afectiva del artista. Sus acuarelas figuraron al indio vendedor de toda clase de objetos y comestibles: al aguatero, al pastor, al peón, al danzante, al disfrazado, al músico, al fiestero, etc.

Pinto, con sus representaciones, destacó la faceta agradable del indio, que no se convertía aún en pretexto para expresar y difundir ideas sociales de avanzada. A Pinto siguió de inmediato Antonio Salguero. Fue el retratista elegante del indio distinguido. Cuando Pinto dio las espaldas a la vida surgió la pintura del indio atormentado.



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IV. El alma de Pinto en algunos de sus cuadros

Pinto fue un artista vocacional e, incluso, creador. Pintó, sin duda, para satisfacer a clientes; pero la mayor parte de sus obras obedeció a la necesidad de expresarse, de desahogar su alma repleta de inquietudes. Sus discípulos le vieron en los últimos meses de su vida, encorvado y dolorido, pero todavía con el pincel en la mano.

El año de 1871, García Moreno envió a Roma a Juan Manosalvas, con una beca para la academia de San Lucas. Entonces Pinto frisaba en los treinta años y había dado muestras de talento artístico. Su modesta posición social no llamó la atención del mandatario enérgico. Pinto, tanto como Troya, fue muy amigo del señor González Suárez. Estas circunstancias influyeron quizás en el concepto que el artista tuvo de García Moreno. Cuando representó al ilustre   —246→   Presidente lo hizo con evidente alusión a la figura de Don Quijote. García Moreno cabalga sobre su rocinante con lanza en ristre y lleva al anca un lego sorprendido con guitarra en mano.

Pinto concibió una escena de «Inquisición» para representar un pasaje de su propia vida. Para su matrimonio tuvo que vencer todas las resistencias opuestas por los allegados a su prometida. Él y ella aparecen como víctimas de un tribunal compuesto por sacerdotes, religiosos y seglares que intervinieron en pro o en contra de la causa del pintor. Todas las fisonomías de los personajes que figuran en el cuadro son históricas y responden a un amigo o enemigo del artista.

La dedicación al arte le mantuvo alejado de la política. Desde su retiro de pintor no dejó, sin embargo, de observar los azares de los políticos, al modo de Goya, pero sin su amargura y crueldad, representó algunas escenas caricaturescas de los personajes del día. El señor Víctor Mena Caamaño posee preciosos cuadros que se refieren a episodios.

La estrecha vinculación de amistad con el ilustrísimo señor Federico González Suárez le movió a pintar varias veces su retrato, ya de simple sacerdote ya también de obispo. Colaboró con él en el trabajo del Atlas Arqueológico, publicado en Quito el año de 1892. Todas las láminas dibujó Pinto con precisión matemática, hasta satisfacer la exigencia del señor González Suárez.

Del año de 1894 datan algunas acuarelas que reflejan escenas panorámicas de nuestra variada naturaleza. Rumichaca, Ingapirca, el Chimborazo, el Río Paute, las comarcas de Biblián, Azogues, Cuenca y Tarqui han merecido las preferencias del pincel del artista.

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El problema de la luz se ofreció constantemente a la inquietud investigadora del artista. Como Goya dio con el secreto de encontrar para sus cuadros un centro luminoso, que repartiera distributivamente la luz sobre las imágenes. «El Soliloquio de María», demuestra el efecto del claroscuro. «Última veladura en el Misterio de la Redención» llamó a un grupo encantador en que el Niño Dios ilumina a los ángeles que le sostienen. La muerte de los patriotas chilenos Carrera, exhibe una escena acaecida en una prisión a medio iluminar. «Quito visto desde la casa del artista» en una tarde de fiesta, interpreta la ciudad después del ocaso del sol.

Pinto fue, finalmente, uno de los últimos intérpretes del arte religioso con técnica tradicional. Por satisfacer a clientes, pintó imágenes de la Oración del Huerto, de San José, de Nuestra Señora del Rosario de Pompeya y de Nuestra Señora de la Merced, en variadas representaciones. Interpretó también escenas bíblicas del Antiguo y Nuevo Testamento. De su espontánea inspiración y gusto compuso repetidas veces la imagen de San Joaquín, su patrono, en figuración de autorretrato. En el círculo diminuto de un centavo, representó la escena del Calvario; y en un reducido cobre, la gran escena del Dies Irae.

Con Pinto se extinguieron los postreros reflejos de la tradición pictórica de la Colonia. Por su cultura fue el último testigo auricular de un tesoro de recuerdos y el depositario de reliquias de Miguel de Santiago, de Goríbar y Samaniego. Tras él vino la generación nueva que figura en «La pintura Ecuatoriana del Siglo XX», de José Alfredo Llerena.







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ArribaAbajoCuarta parte

Folklore ecuatoriano


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Introducción

La palabra Folklore, de origen inglés, ha sido aceptada ya en el Diccionario de la Real Academia Española. Según Alfredo Poviña, significa «la ciencia que estudia las manifestaciones tradicionales y espontáneas de lo popular, en una determinada sociedad civilizada.»

Esta manifestación o hecho folklórico se caracteriza por lo social y colectivo, opuesto a lo individual; por lo no institucionalizado o no regulado; por su pertenencia preferente a las clases bajas, sin excluir las otras; por su tradicionalidad, su espontaneidad y su anonimato. No siempre es fácil señalar con precisión el origen de una manifestación folklórica. Pero una vez que se convierte en hecho, la tradición de su existencia se vuelve continua al través del tiempo. Según la naturaleza del hecho, el vehículo de su tradicionalidad es el relato oral que se convierte en leyenda o un   —252→   acto repetido que se transforma en costumbre. El carácter popular del hecho folklórico subraya su iniciación en el grupo social medio, que los latinos designaban con las palabras vulgo, plebe, no con sentido peyorativo, sino para significar el fondo social anónimo de la humanidad. El hecho folklórico brota de la masa popular como una eclosión de vida latente que aparece anónima. Cabe aceptar el caso de que un pensamiento o una acción tuviesen un autor reconocido; pero para convertirse en hecho folklórico, es menester que se acomodasen luego al espíritu de la masa popular y que ésta, los aceptase como un haber común e indeterminado.

Dos puntos de vista pueden facilitar el estudio de los hechos folklóricos. El uno, a base del espacio, en el que es dable encontrar hechos simultáneos, en todo el territorio del Ecuador o hechos aislados, que se encierran dentro de un límite geográfico provincial. El otro, a base de tiempo, que permite ahondar en la profundidad de la historia, para comprobar la ascendencia tradicional de los hechos folklóricos. La alianza de estos dos aspectos, que Ferdinan de Saussure llamó eje de simultaneidad y eje de sucesiones, permitirá describir y valorizar las costumbres de nuestro pueblo.

Precisa, ante todo, determinar el concepto de lo popular, como agente y mantenedor de los hechos folklóricos. Hay en el Ecuador el grupo de los indios, que forman la masa campesina, entre los cuales se han conservado, con tenacidad, costumbres, unas de procedencia vernácula y otras transformadas o recibidas en contacto con el elemento español. Luego, el grupo de criollos, o descendientes de españoles, que no pueden ser preteridos en el estudio del folklore, conservando en su ambiente, como supervivencias de prácticas heredadas de sus ascendientes hispanos. Intermedio entre los dos, se encuentra el grupo de los mestizos,   —253→   en quienes convergen los atributos, cualidades y defectos, de su doble origen étnico. Estos forman, de preferencia, el pueblo, creador y conservador de las costumbres folklóricas. Resulta simplificado en demasía este esquema de agrupaciones étnicas; pero basta para señalar el sujeto común a quien debe atribuirse las diversas manifestaciones del folklore. En un estudio integral sería preciso tomar en cuenta al montubio, caracterizado por el influjo del ambiente tropical , lo mismo que al negro, otro conservador tenaz de costumbres de raza.

Al abordar, el tema del folklore, hay que mencionar también el afán de estudiarlo como ciencia y establecer las relaciones con otras disciplinas. Efraín Morote Best sintetiza así las observaciones de Poviña: «Las relaciones del folklore con las ciencias son tan íntimas que en un momento dado complementa las actividades y puntos de vista particulares de cada una de ellas. Es ciencia histórica, en cuanto reconstruye patrimonios; ciencia de la realidad espiritual o psicológica, en cuanto trata de establecer los resortes de la persistencia de hechos funcionalmente vinculados con el modo íntimo de ser de los pueblos; ciencia sociológica, en cuanto contribuye a establecer bases para las generalizaciones de la sociología. Pero, en principio, es una ciencia antropológico-cultural, que registra, clasifica, compara, interpreta y generaliza cierto tipo de elementos constitutivos de la conducta humana o de las otras del hombre, orientándose hacia el camino común de todas las ciencias de su naturaleza: el mayor equilibrio entre el hombre y su ambiente; entre lo que es el hombre y lo que quiere ser». (Ciencias Sociales, Washington, N.º 36).

En nuestro caso tomaremos el folklore como hecho y como ciencia, insistiendo en el punto de vista histórico.



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ArribaAbajoCapítulo I

Supervivencias folklóricas del incario



Costumbres supersticiosas del incario

El Concilio Provincial celebrado en Lima en 1567 es la fuente más autorizada para conocer las creencias y prácticas de los indios del Incario. A esta asamblea conciliar concurrieron, convocados por el arzobispo fray Jerónimo de Loayza, los obispos de Quito fray Pedro de la Peña, de Charcas fray Domingo de Santo Tomás, de la Imperial fray Antonio de San Miguel y por el obispo del Cuzco, el licenciado Francisco Toscano. Después de aceptar imponer oficialmente los decretos del Concilio de Trento, los Obispos del Concilio   —256→   Provincial de Lima discutieron y formularon la legislación eclesiástica de las Diócesis de la América del Sur. Capítulo interesante de esta legislación fue la investigación de las supersticiones de los indios, lo cual obligó a un análisis de las creencias y ritos de los indígenas.

Era un hecho comprobado que en cada Provincia tenían los indios una Guaca, lugar célebre a donde todos concurrían y en cada pueblo tenían un templo para el culto de sus ídolos (Const. 88.- Archivo General de Indias, 2-2-5-10).

En los partideros de los caminos y a trechos calculados de una vía larga había adoratorios, que llamaban apachitas. Era el sitio obligado de descanso y en él, como ofrenda a los dioses del viajero, dejaban los indios coca, maíz, plumas de aves y alpargatas, que denominaban oshotas. Cuando no tenían qué ofrendar, echaban por lo menos unas piedras. La creencia era que con este don deponían el cansancio y tomaban nuevas fuerzas para proseguir el viaje. El Concilio observa que no pocos españoles habían adoptado también esta costumbre. (Const. 99).

En el transcurso del año los indios hacían sacrificios, al tiempo de la siembra y la cosecha, de la lluvia y las heladas. Pensaban que estos efectos provenían del diablo, al través de sus ídolos. (Const. 104).

De los informes presentados en las sesiones del Concilio, se dedujeron algunas prácticas supersticiosas de los indios del Incario. Tenían preocupación de augurio al imponer, quitar o cambiar el nombre a los niños, al cortarles por primera vez el cabello y envolverlos con pañales y al comenzar todo trabajo. Ante el cadáver del difunto, las mujeres se cortaban el cabello y vestían ropas de luto; llevaban prendas del muerto por los lugares que frecuentaba cuando vivos, tocaban los tambores, lloraban las plañideras y sobreponían al sepulcro comidas y bebidas. (Const. 105).

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A la Provincia de los Paltas se refiere el Concilio cuando delata la costumbre de deformar la cabeza del recién nacido, desde la base de la frente. A este rito llamaban Paltahuma: en otras Provincias ajustaban la cabeza entre las manos para dar al cráneo la forma de un cono, ceremonia que denominaban Zaitohuma (Const. 100).




Prácticas supersticiosas de los indios de Quito

A su regreso de Lima, el obispo de Quito, fray Pedro de la Peña convocó a Sínodo Diocesano, que se reunió efectivamente en la primera mitad de 1570. A esa Junta asistieron los párrocos y vicarios de todo el Obispado. La investigación de los ritos y ceremonias de los indios mereció la atención preferente del celosa Prelado: clérigos y religiosos doctrineros presentaron sus informes al respecto. Después de un prolijo examen, se llegó a las siguientes conclusiones:

Había cuatro clases de «Ministros del demonio» Hechiceros, omos, condebiecas y hambicamayos. Los hechiceros, en general, «con ponzoñas y artes diabólicas», espantaban y atemorizaban a los indios, haciéndoles creer que eran parte para causar enfermedades y curarlas, ocasionar sequías y hacer llover. Por ésta razón eran muy temidos y obedecidos. Los omos, condebiecas y hambicamayos custodiaban las huacas y hablaban con el demonio, confesaban a los indios y predicaban las supersticiones (Const. 21).

Como prácticas supersticiosas se conocían llevar las indias gargantillas y zarcillos, «el vandal y el envijarse», trasquilar los niños, curar anteponiendo ayunos, mascando coca y privándose de sal. Con ciertas   —258→   hierbas se procuraba el aborto y se hacía bien querer (Const. 21).

Los indios hallaban motivo de superstición en la mujer que daba a luz gemelos y la tenían por huaca, en el sitio en que caía un rayo, en el terreno donde crecía el junquillo llamado catequilla. Cuando los iluminaba el relámpago se metían al río y se aspergeaban el cuerpo y huían del trato social hasta sentirse purificados con ayunos y prácticas supersticiosas. En los eclipses de luna provocaban gran clamor, porque creían que estaba enojada y se caería sobre ellos (Const. 22).

El bachiller López de Atienza, quien escribió en 1575 el «Compendio; historial de los Indios de Quita», ofrece algunos datos para completar las referencias del Sínodo de 1570. Según él, los indios del actual Ecuador adoraban al sol y a la luna, en quienes ponían la confianza de ser socorridos. Como demostración de culto, procuraban que las puertas de las chozas dieran al oriente para, al levantarse, mochar al sol, es decir, hacer reverencias con mucho respecto. (Cap. XLI ). Este culto se practicaba principalmente en el estreno de la casa de algún cacique. La forma consistía en sacrificar animales vivos, como venados, carneros de la tierra y cuyes, a los cuales se extraían los corazones para ofrecer al sol y a la luna. Comían luego la carne cruda y con la sangre y maíz blanco molido y con la coca untaban las paredes de la nueva casa, persuadiéndoles los hechiceros que esta ceremonia garantizaría la duración de la vivienda inaugurada (Cap. XLIII).

Las eclipses del sol y de la luna interpretaban como una amenaza de muerte y de abandono. Para desagraviarles lloraban a gritos, hacían aullar los perros, tañían sus tambores y encendían fuego en los campos,   —259→   con la idea de ahuyentar a los enemigos de sus divinidades bienhechoras. Explicaban la causa del eclipse diciendo que unas arañas o lagartijas subían con las exhalaciones de la tierra a obscurecer el sal y la luna, y que entre tanto las comidas perdían su gusto natural y sus ollas y tinajas estaban en peligro de tornarse culebras. El pase del eclipse aflojaba la tensión de sufrimiento y abría la puerta al regocijo de ver alumbrar de nuevo a los astros familiares. (Cap. XLI).

Los temblores, tan frecuentes en este suelo ecuatorial, pensaban los indios que eran amenazas para privar a los hombres de sus miembros vergonzosos y a las mujeres quitarles los pechos. Las supersticiones más ahondadas eran creer que la tierra, donde se criaba un junquillo, que ellos llamaban catequilla, era de mal agüero e infructuosa y que los dueños habían de ser destruidos, y pensar que la mujer que paría dos de un vientre era un ser extraordinario y la tenían y respetaban como a huaca (Cap. XXXIV).

Fray Domingo de Santo Tomás observa, en su Gramática Quichua publicada en 1560, que en sus juramentos no invocaban los indios a sus dioses como testigos de lo que afirmaban, sino como instrumento de execración y maldición, por ejemplo: «Máteme el sol, ahógueme la luna, trágueme la tierra, si no es verdad lo que digo» (Gramática, CXXIII).




El culto a la Cruz

Como antídoto religioso a las supersticiones de los indios, se introdujo el uso y el culto a la Santa Cruz. El ilustrísimo señor fray Pedro de la Peña, en el Sínodo celebrado   —260→   en Quito en 1570, redactó la Constitución que sigue: «En las Vistas Generarles que Nos por nuestra persona hemos hecho en este nuestro Obispado, mandamos poner Cruz en las entradas de los pueblos y junto a las iglesias, imitando la loable costumbre de la Cristiandad, y también mandamos poner Cruces en muchas huacas y adoratorios que hemos mandado destruir, en las juntas de los caminos, en las camongas que son las cuentas de las leguas, en las entradas y salidas de los páramos, en los nacimientos de las fuentes, en las lagunas y en los cerros altos, porque generalmente en estos lugares son huacas y adoratorios de los indios: lo cual nos pareció, porque donde Dios fue ofendido, ahora sea bendecido y reverenciado. También mandamos poner Cruces a los caciques y señores en sus patios para que allí rezasen las noches y se encomendasen a Dios ellos y toda su familia y para que por la virtud que tiene la Cruz fuesen amparados de los espantos y temores nocturnos que el demonio les pone.» (Const. 53).

He aquí el origen y causa de la costumbre de poner Cruces a las entradas de las iglesias. En Quito no hay templo que carezca de la suya de piedra. La Cruz ha dado margen a denominaciones toponímicas como Cruzioma, Verdecruz, Chaupieruz, Cruz de piedra, etc. En las poblaciones rurales es de rito sobreponer la cruz en la mitad de la cubierta de las casas, añadiendo alguna vez las figuras de un toro y un torero.

La devoción a la Santa Cruz se ha adentrado en el corazón de los indios, quienes hacen fiesta el 3 de Mayo, arreglando con follaje las cruces de las entradas de los pueblos y llevando las suyas a la iglesia parroquial, para la misa de romería común de todas ellas.

A propósito del culto de la Cruz, el pueblo ha mantenido la costumbre de poner una pedrezuela al pie de   —261→   las cruces que se levantan a las entradas de los Santuarios (Quinche, Guápulo, el Cisne, las Lajas, Baños). Es una sobrevivencia quizá de la costumbre de los indios con sus apachitas o adoratorios, en los sitios obligados de descanso, donde los viajeros dejaban una ofrenda, como exvoto por el éxito del viaje.





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ArribaAbajoCapítulo II

El calendario folklórico en la Colonia


Como fuente histórica de referencia general al origen de las costumbres adoptadas por la Iglesia Ecuatoriana, puede señalarse la resolución del primer Obispo de Quito, el ilustrísimo señor García Díaz Arias, quien en el documento de Erección del Obispado de Quito, fechado a 13 de abril de 1546, decretó lo siguiente: «Queremos, estatuímos y ordenamos que los usos, constituciones, ritos y costumbres legítimas y aprobadas, así en los oficios, como en las insignias, los hábitos de aniversarios, misas y lo demás aprobado y en uso en la iglesia de Sevilla y demás Iglesias (de España) podamos trasladar libremente para decoro de la regencia de nuestra Iglesia Catedral. Y porque todo lo que por primera vez se establece, necesita de apoyo,   —264→   en virtud de las letras mencionadas Nos reservamos para nosotros y nuestros sucesores la más amplia facultad en lo futuro de establecer, ampliar y enmendar aquello que conviniere . (Documentos sobre el Obispado de Quito, pág. 31)

La segunda fuente documental de las costumbres religiosas del pueblo ecuatoriano es el primer Sínodo de Quito, celebrado por el ilustrísimo señor fray Pedro de la Peña, en junio de 1570. En sus Constituciones se confirman las costumbres ya establecidas y se introducen algunas nuevas, que de hecho se tornaron populares.

Finalmente, hay un testimonio escrito a fines del siglo XVI y principios del XVII, en que se describen las costumbres, que habían revestido un carácter folklórico en el pueblo ecuatoriano. Es el Formulario compuesto por Miguel Sánchez Solmirón, clérigo que fue maestro de ceremonias en la catedral de Quito, a la cual sirvió desde 1580 hasta 1640.

Diez años más tarde Diego Rodríguez de Ocampo compuso su Relación de la Iglesia Quiteña donde también aludió a prácticas tradicionales que las había aceptado el pueblo.

Sobre estas fuentes de primera mano, es posible organizar el Calendario de fiestas religioso-populares, que se celebraban en los meses del año.


Fiestas y costumbres de enero

Los conquistadores españoles introdujeron el uso del Calendario, con el nombre de los meses y el cómputo de días asignados a cada mes. El Cabildo de Quito, en su sesión del lunes 1 de enero de 1537, usó por   —265→   primera vez la denominación de primero día de Año Nuevo18. Es justo suponer que cada ciudadano viese y saludase al Año nuevo con un aliciente de esperanza; pero también como un índice del tiempo que sumaba un año más a la cifra de su edad.

La vida pública, en cambio, brindaba en Año nuevo la expectativa de una renovación. La mañana del 1 de enero, todos los Regidores de la ciudad acudían a la iglesia catedral para oír la Misa del Espíritu Santo. Luego se encaminaban a la Casa del Cabildo para realizar la elección de Alcaldes, que era por voto secreto. Los favorecidos con la mayoría eran posesionados por el Corregidor o Justicia Mayor, quienes debían asistir al acto eleccionario y presenciar el escrutinio. La transmisión del mando se hacía mediante la entrega de las varas de Alcaldes y la prestación del juramento. A la elección de Alcaldes seguían de inmediato las de Procurador, Mayordomo y Tenedores de Bienes de difuntos.

La ciudadanía no podía ser indiferente a este cambio de autoridades, producido en Año nuevo. Del acierto en la elección de Alcaldes dependía la suerte que había de caber al pueblo durante todo el año. El proceso de la elección debía verificarse al modo como se hacía en la ciudad de Panamá, de acuerdo con una Cédula de Carlos V, firmada en Valladolid el 4 de marzo de 1542, a petición de Alonso Hernández, delegado del Cabildo de Quito19. El 30 de junio de 1568, el Cabildo redactó el elenco de costumbres, que se observaban en la ciudad de Quito y pidió la aprobación del Rey a través de la Audiencia. Entre ellas se consigna el día primero de enero de cada año como fecha   —266→   señalada para la elección de Alcaldes y cambio de las autoridades comunales20.

El primer día de Año nuevo se verificaban también, en la Doctrina de Indios la elección de Alcaldes, encargados de vigilar el cumplimiento de los deberes religiosos entre los naturales. Este cambio de autoridad implicaba la entrega de la Vara, símbolo de autoridad y ceremonia que revestía novedad de expectativa entre los indios.

Según Sánchez Solmirón, el primero de enero había Misa solemne en la Compañía de Jesús, a donde acudía en corporación la Audiencia y Regimiento21.

También había solemne fiesta en la iglesia de Santo Domingo en honor del Nombre de Jesús, cuya cofradía estaba organizada, a par de la del Rosario, con cofrades españoles e indios.

En la gente del pueblo subsiste la creencia de que cuales se presentan los primeros días del año, tales serán los meses en el aspecto climatérico.

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En el trascoro de la catedral de Quito se levantaba el altar de Nuestra Señora de Egipto. En honor de ella había el Canónigo García de Valencia establecido una Misa Manual Cantada, que debía celebrarse en la Vigilia de la Epifanía22. Con los primeros días de enero coincidía el crecimiento de las mieses. El Veranillo del Niño iba seguido a veces de lluvias que comprometían las sementeras. A fin de garantizar buenas cosechas, el Cabildo de Quito, en sesión del 16 de octubre de 1601, eligió a Nuestra Señora de Egipto por patrona de los sembríos y dispuso que se estableciera una Cofradía, encargada de velar la celebración de la fiesta anual.

El 6 de enero celebra la Liturgia la fiesta de la Epifanía o Pascua de Reyes. El Pesebre, compuesto para Navidad, se integra con las figuras de los Reyes Magos. Hasta entonces los Santos Reyes aparecían lejos, montados en caballos enjaezados, en actitud de dirigirse a la cuna de Belén, guiados por una estrella. En la fiesta de la Epifanía, los Reyes están ya presentes en torno al Divino Niño, en ademán de ofrendar sus regalos. El Rey Blanco, Gaspar, de rodillas, abre su cofre para ofrecer el oro; el Rey Indio, Melchor, espera de pie el turno de su regalo, que consiste en un pebetero de incienso y, a distancia calculada, se yergue el Rey Negro, Baltazar, para el don de la mirra incorruptible.

Los imagineros han prodigado los recursos de su habilidad para tallar las imágenes y policromarlas sobre   —268→   fondo de oro y plata. La caracterización étnica de los Reyes Magos, correspondía a las clases sociales de españoles, indios y negros, que se veían representados, en torno al Divino Niño.

En los pueblos, la adoración de los Reyes se dramatizaba con representaciones vivas, que constituían el llamado teatro edificante, escenificación del pasaje bíblico por personajes preparados al efecto, bajo la dirección de un técnico que conservaba la tradición.

El 20 de enero, estaba consagrado a San Sebastián, patrono y titular de la parroquia que lleva su nombre. Durante el siglo XVI se organizaron las parroquias urbanas, las cuales, junto con los Conventos de Religiosos, determinaron la denominación de los barrios de la ciudad. En la fundación de Quito (1534) se creó la parroquia central, que más tarde se trasladó a la del Sagrario. El ilustrísimo señor fray Pedro de la Peña erigió en 1568, las parroquias de Santa Bárbara, de San Blas y de San Sebastián y el ilustrísimo señor fray Luis López de Solís estableció, en 1596, las de San Marcos, San Roque y Santa Prisca. La creación de una Parroquia implicó el registro de bautizos de los feligreses, que fue el comienzo de la caracterización folklórica de cada sector urbano.

El día del Santo titular acudía el Cabildo Eclesiástico en procesión a la Misa Cantada de la respectiva parroquia. La necesidad del culto obligó a los párrocos a procurar una imagen del santo parroquial. De este modo se representó a Santa Bárbara con una torre en la mano derecha, a San Blas con vestidura de obispo, a San Marcos con un león al pie, a San Sebastián atravesado con unas flechas y a San Roque con un pan en la diestra y un perro sentado a sus plantas.

El ejemplo de Quito siguieron las demás ciudades en la elección de los Santos Patronos de Parroquias.

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Cuenca estableció las parroquias urbanas de San Blas, San Sebastián y San Roque. Loja y la antigua Riobamba eligieron también a San Sebastián por titular de una parroquia.




Febrero

La Candelaria, San Blas y Carnaval


El 2 de febrero celebra la liturgia la fiesta de la Purificación de Nuestra Señora. Popularmente se llamaba también la fiesta de la candelaria. Era fiesta de carácter oficial. A celebrarla concurrían a la catedral los funcionarios de la Audiencia y el personal del Cabildo. Antes de la misa se bendecían las velas y el Prelado las distribuía, sucesivamente, a los representantes del clero y a los funcionarios de la Audiencia. La procesión recorría las naves y el trascoro de la catedral. Luego seguía el canto de la misa.

Las actas del Cabildo del 19 de enero de 1594 demuestran el interés del Ayuntamiento para conservar la tradición de la fiesta religiosa. «Tratose en este Cabildo que se compren las libras de cera para que se hagan velas para el día de la Candelaria.» Como el Procurador descubriese que el comerciante Juan González Ortega había hecho el monopolio de cien quintales de cebo, que vendía a excesivo precio, acordó el Cabildo comprar toda la existencia, a fin de facilitar al pueblo la provisión de velas para la fiesta de la Candelaria.

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El 3 de febrero se celebraba la fiesta de San Blas en su parroquia. El Cabildo se trasladaba en procesión desde la catedral para cantar la misa. El hecho de haber impuesto el nombre de San Blas a una parroquia urbana en Quito y Cuenca comprueba que fue una devoción traída por los españoles en sentido de folklore medicinal. San Blas fue médico de Sebaste (Armenia) en el siglo IV. Elevado a la Sede Episcopal de esa ciudad, realizó muchos milagros de carácter sanitario sobre todo, en males de garganta. Murió mártir, desgarradas sus carnes con las púas de un rastrillo de hierro. Por esto se le representa con capa pluvial de obispo, un cayado en la mano derecha y un rastrillo en la izquierda. Su culto se volvió popular, invocando al Santo para cura de los males de garganta -«garrotillo», «difteria».

En España la devoción popular a San Blas se reflejó en refranes y coplas, que hacían alusión, ya a su carácter de Abogado contra las enfermedades, ya también a los cambiantes del temporal en torno al 2 de febrero. Del primer aspecto es la siguiente copla: «si a la ermita de San Blas- vas a coger la verbena- pedirás que la garganta- el Santo me ponga buena». Del segundo es el refrán: «San Blas, una hora y más.» O la estrofa popular de Valdepeñas (Ciudad Real):


«San Ignacio es el que guía (Obispo y mártir)
el segundo, Santa María (Purificación)
el tercero, San Blas;
despedirse, muchachas hasta carnaval»23.



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El Carnaval fue un trasplante de las costumbres españolas a la América. Según un etnólogo moderno24 el Carnaval en España es un producto sincrético, relativamente moderno, de los rituales paganos y el cristianismo popular. Respondía a las fiestas del Invierno y se traducía en libertades y bromas, lidia de gallos, quema de muñeco representativo del carnaval saliente, etc. Entre nosotros el tiempo de Carnaval se contrae a los días que preceden al miércoles de ceniza y la fecha varía en relación con la fiesta de la Pascua, que fluctúa entre el 22 de marzo y el 25 de abril. El adelanto máximo de la Pascua ocasiona que el Carnaval pueda celebrarse en los primeros días de febrero.

El padre Pedro de Mercado, refiriéndose a las costumbres introducidas por los jesuitas a principios del siglo XVII, afirma; que en el templo de la Compañía se tenía expuesto el Santísimo los tres días de Carnestolendas, «Para evitar con su presencia los desórdenes de aquellos días, en los juegos que el demonio suele introducir.» -¿Cuáles eran esos juegos? De muy antiguo data en los pueblos del Ecuador el juego del carnaval con agua, que algunas veces degenera por su exageración. No hay familia, pobre o rica, que se prive de una comida para despedir al carnaval. En algunos pueblos se han vuelto rituales ciertos potajes propios de este tiempo, como el jucha, cocimiento de capulíes, peras y duraznos en las Provincias del Tungurahua y Chimborazo y el motepata25 y dulce de higos en la Provincia del Azuay.



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Marzo

Extramuros de la ciudad se hallaba la ermita de la Cruz, que se convirtió más tarde en la Iglesia del Belén. Durante los viernes de Cuaresma se predicaba ahí a los indios, los cuales habían organizado el Viernes del Concilio una procesión con los pasos de la Pasión. Rodríguez de Ocampo refiere que ese día se congregaban para esa ceremonia más de seis mil indios.

San José

El 19 de marzo se celebra la fiesta de San José en todas las Iglesias. Alonso Dorado había establecido una Capellanía en la catedral y «a su costa se hizo un retablo y el bulto del Santo». La devoción a San José se generalizó en Quito, en parte, por la recomendación de Santa Teresa, muy vinculada con la sociedad quiteña. Teresa de Ahumada pensaba ya en la reforma del Carmelo. Para fundar su primer monasterio en Ávila pidió a San José que le facilitara los recursos necesarios para compra de sitio y construcción de la casa ofreciéndole al Santo que bautizaría con su nombre el primer convento de la reforma. Coincidió que su hermano don Lorenzo de Cepeda le envió desde Quito el dinero suficiente a satisfacer los anhelos de su hermana. Ella le escribió el 31 de diciembre de 1561, agradeciéndole por la limosna y atribuyendo a San José el don recibido. De hecho llamó Monasterio de San José al primero que fundó la Santa con dinero enviado desde Quito.

El arte refleja normalmente las modalidades de la piedad del pueblo. La imagen de San José fue interpretada   —273→   así por la Escultura como por la Pintura. Durante toda la Colonia no faltan representaciones del Esposo de María ya con el niño en los brazos ya en las escenas familiares del hogar de Nazaret.

El 25 de marzo la liturgia celebra la fiesta de la Anunciación. Es el primer misterio gozoso del Rosario, cuya Cofradía tenía su fiesta solemne en su propia Capilla.

Ese mismo día se celebraba misa cantada en la capilla de Nuestra Señora de Loreto, en el templo de la Compañía. El padre Pedro de Mercado, testigo ocular de las costumbres quiteñas del siglo XVII, describe el folklore de esta solemnidad. «Los Indios, dice, que no son ladinos se han acogida en Congregación a la Casa de Nuestra Señora de Loreto como a casa de refugio de que a las veces han necesitado por los agravios que suelen hacerles los españoles. Muchas señoras de esta ciudad están juntas y alistadas para servir coma esclavas a esta gran Señora. Su imagen es bellísima, su capilla es hermosa, la Cofradía rica; tiene muchas joyas, ornamentos de tela, candeleros y vasos sagrados de plata, de suerte que no necesita de préstamos para su fiesta. Todas las que hay en todo el decurso del año consagradas por nuestra madre la Iglesia a la Santísima Virgen las previene esta santa congregación, celebrándolas con anticipados novenanos de misas cantadas a que acuden los músicos de la catedral asalariados para esta celebridad. La víspera de la Encarnación del Verbo en que hacen la fiesta a su Madre que lo concibió, en la casa de Loreto, la sacan en la procesión (tiene una casa hecha a semejanza   —274→   de aquella) acompañada de muchos niños españoles a quienes sus madres, para que en servicio de esta casa (que se llama angelical) remeden a los ángeles, les ponen curiosas guirnaldas de escarchado en las cabezas, alas en los hombros, ricas galas en los cuerpos. Van los niños angelitos sentados en unos tronos que levantan en peso algunos indios y esclavos con buen orden y concierto de procesión hasta entrar en algún convento de monjas que con armonía angelical celebran a la Virgen y a su santa casa que se les entró o se la metieron por sus puertas. En amaneciendo el día siguiente de la fiesta, vuelve la cofradía al convento para recuperar su querida y preciosa prenda, tráenla a nuestra iglesia con mucha armonía de música, con grande lucimiento de cera, con numeroso concurso de acompañamiento. Colocan la casa en el lugar diputado y a la hora competente se canta solemnemente la misa y sermón».26




Abril

La Semana Santa


Durante el período hispano de nuestra historia se generalizó en Quito el culto a San Francisco de Paula, cuya fiesta celebra la liturgia el 2 de abril. Abundan, en tamaño natural y reducido, las imágenes de este Santo, que lleva escrito sobre el pecho la palabra Charitas.

Recordamos ya que en el Documento de Erección del Obispado de Quito, que data de abril de 1546, se   —275→   contiene la adopción de los usos y costumbres de la Iglesia de Sevilla. De Sevilla adoptó, pues, la Iglesia de Quito la celebración de la Semana Santa, que era la culminación del tiempo de cuaresma.

En San Francisco estaba organizada la Cofradía de la Vera Cruz, desde fines del siglo XVI, con cofrades españoles e indios. La práctica principal de cada grupo eran las procesiones que salían por las calles los miércoles y viernes de Cuaresma. Los miércoles, a cargo de los indios, desfilaba la procesión con los Pasos del Redentor, con profusión de acompañantes, y de luces: los viernes, después del sermón de la tarde, salía, en cambio, la procesión de los españoles27.

El Domingo de Ramos iniciaba las, ceremonias de la Semana Santa; Sánchez Solmirón observa que en la catedral y demás iglesias se ponían en práctica las rúbricas del ritual. Lo típico consistía en la calidad de los ramos que se hacían bendecir y se los llevaba en la procesión. Según Luis Cordero estos ramos pertenecen a la familia de las Pandanáceas, que crecen en los Andes Orientales. Días antes del Domingo traen los indios a vender en el mercado atados de estas bellas plantas, cuyas hojas largas y flexibles se prestan para hacer curiosos tejidos. El Domingo de Ramos acostumbra la gente del pueblo llevar su ramo a la Iglesia para hacerlo bendecir, junto con manojos de romero y de albahaca. Estos ramos benditos se los guarda con piadosa devoción, para quemar algunas de sus hojas, cuando la tempestad de granizo amenaza destruir las sementeras.

En algunos pueblos se dramatizaba la entrada de Jesús en Jerusalén, haciendo que la imagen del Salvador   —276→   cabalgase sobre un asno, a cuya entrada en el templo se tienden los ramos al suelo.

Desde 1588 se estableció en el templo de Santo Domingo la Cofradía del Rosario, dividida en tres ramas, la de los españoles, de los indios y de los negros. Refiriéndose a la de los indios escribe Rodríguez de Ocampo: «Esta hermandad (de los naturales) ha lucido y permanecido muchos años, incesablemente, como se ha demostrado en las procesiones generales de los Miércoles Santo, cuando salen en procesión con insignias y cruces de la pasión de Nuestro Señor, con gran número de penitentes, adonde se llevan más de 1500 luces de cera con mucha devoción, sermones y demás oficios divinos, solemnidad y silencio.»28.

Del ceremonial del jueves santo trascendió al pueblo el Monumento, que, contenía la reserva del Santísimo en las iglesias y provocaba la visita de los fieles. La compostura del monumento fue trasplante inmediato de la Iglesia de Sevilla. Es célebre el monumento de la catedral sevillana, que según Ceán Bermúdez, fue trazado por Antonio Florentín en 1545 y se acabó de construir en 1554. Está aislado y tiene cuatro fachadas iguales, sobre planta de cruz griega. Al centro se coloca la célebre custodia de plata de Juan de Arse y en ella una urna de oro, en que se encierra la Sagrada Hostia.

Del arreglo del Monumento en la catedral de Quito dan testimonio los primeros libros de cuentas del Cabildo,   —277→   en que se hace constar los gastos exigidos por la compostura del altar. Basta para muestra la data de gastos del año 1569, donde dice: «Da por descargo que dio para el monumento resma y media de papel, costó siete pesos y medio»; «item da por descargo que dio para el monumento de la dicha iglesia tres libras de cardenillo, costó seis pesos»; «item da por descargo que pagó por cien clavos de tillado para el monumento, dos pesas y medio»29.

No había iglesia parroquial o conventual donde no se compusiera el Monumento el Jueves Santo. Durante todo el día y hasta muy entrada la noche los fieles acostumbraban visitar al Santísimo en las Iglesias. Sobre la antigüedad de esta costumbre hay el testimonio escrito en los Estatutos del Colegio de San Andrés fundado en San Francisco en 1552, donde se prescribe a los alumnos, «que el jueves santo hagan su procesión y se azoten y visiten los Monumentos y anden sus estaciones como lo hacen.»30.

El Viernes Santo era célebre por la Procesión de la soledad de la Virgen organizada por la Cofradía del Rosario establecida en Santo Domingo. Rodríguez de Ocampo en su Relación de 1650 dice al respecto: «La hermandad (del Rosario) ha lucido y permanecido muchos años, incesablemente, como se ha demostrado con la gran procesión de la Soledad de Nuestra Señora, cofradía de españoles, que se ha hecho de muchos años a esta parte con la devoción, reverencia, luces, silencio,   —278→   insignias de la pasión, sepulcro con la imagen de Nuestro Señor Difunto que ha dado memoria en todo este Reino de la veneración con que se ha celebrado y celebra cada Viernes Santo»31. Esta Procesión permaneció hasta principios de este siglo. En el Libro de la Cofradía, abierto en 1715, consta el «modo de ordenar la Procesión el Viernes Santo: 1 la Cruz, 2 el Ángel, 3 los Varones, 4 la campanilla, 5 el Prioste con el estandarte y sus alumbrantes. Las Insignias; 1 el Cáliz, 2 los 30 dineros, 3 la linterna, 4 el machete, 5 la soga, 6 la manopla, 7 San Pedro, 8 la túnica, 9, la columna, 10 un ramal de azote, 11 otro, 12 otro, 13 el Eccehomo-. Primera Bandera con sus alumbrantes- 14 la túnica colorada, 15 la corona, 16 la caña, 17 la sentencia, 18 la fuente, 19 el aguamanil, 20 la tohalla, 21 una verónica, 22 otra, 23, otra, 24 la túnica moarada, 25 los dados, 26 una cruz. -Segunda Bandera y sus alumbrantes- 27 una cruz, 28 la barrena, 29 los clavos, 30 el martillo, 31 otra cruz, 32 la porra, 33 la lanza, 34 una escalera, 35 otra, 36 las tenazas, 37 otro martillo, 38 un bote, 39 otro, 40 otro -Tercera Bandera y sus alumbrantes- San Juan, la Magdalena, los devotos que alumbran, el Colegio, la Religión, el Santo Sepulcro, el Presidente, la Compañía de María y las que alumbran a Nuestra Señora, la Música, las Marías, Nuestra Señora, el Cabildo, la Real Audiencia»32.

Viernes Santo, desde mediodía, ofrecía en algunas iglesias el Sermón de las Tres Horas, practica ritual que se conserva aún en los templos parroquiales. El compromiso del predicador corre por cuenta del prioste nombrado año tras año. Al fondo del presbiterio se compone el simulacro del Calvario. En la última de   —279→   las siete palabras se quema el sol y la luna y se pone en movimiento todo el aparato de la compostura en el momento en que el orador anuncia la muerte del Salvador.

Por la noche se predica el Sermón del Descendimiento, que en las parroquias rurales concluye con la dramatización de la bajada del Señor desde la Cruz y descanso en los brazos de María. El predicador dirige desde el púlpito la actuación de los santos varones, que vestidos con albas van desprendiendo, sucesivamente, la Corona, los clavos de las manos y los pies y luego cargan el cadáver del Señor Crucificado y lo llevan a la vista de la Madre y lo depositan, por fin, en el sepulcro.

Las procesiones de Semana Santa revivieron en Quito las escenas de los Pasos de Sevilla, dando ocasión a los imagineros para representar los episodios de la Pasión de Cristo. La Negación de San Pedro, la Traición de Judas, el Ecce Homo, el Señor atado a la columna, la Madre Dolorosa, la Virgen de la Soledad, la Sábana Santa, los Santos Varones, las Marías, etc., fueron asuntos familiares que ejercitaron la gubia de Diego de Robles, del padre Carlos, Bernardo Legarda y Caspicara. Algunos de estos motivos, bautizados con una advocación popular, pasaron a ser objetos de culto a la piedad quiteña. No hay persona, devota que no distinga la caracterización de la Virgen en sus advocaciones de Nuestra Señora de los Dolores, la Piedad y la Soledad. La primera lleva las espadas de dolor clavadas en el corazón, la segunda tiene sobre su regazo el cadáver de Jesús, la tercera, con sus   —280→   manos juntas en actitud de resignación, lamenta la orfandad en que le ha dejado su hijo.

Sánchez Solmirón y Rodríguez de Ocampo describen la costumbre tradicional de celebrar el Domingo de Pascua de Resurrección. En la catedral comenzaban los Maitines antes de las tres de la mañana. Seguía la Misa con la Exposición del Santísimo, calculando el tiempo en forma de hacer coincidir con las procesiones que salían del templo de San Agustín y de la Compañía. Hay, dice Rodríguez de Ocampo, otra procesión «la mañana de la santa Resurrección, que sale del Convento de san Agustín, con las imágenes de Nuestro Señor Resucitado y su Madre Santísima, con mucha cera y adorno, en cofradía de la cinta del Santo; y la misma mañana, otra Cofradía de naturales fundada en la Compañía de Jesús, que contiene mucho número de cofrades, con cirios de cera encendidos; y ambas Cofradías entran en la Iglesia catedral a hora que se acaba la misa del alba y se hace procesión con el Santísimo Sacramento por el espacio de la grada hacia la plaza mayor, y dentro de la Iglesia, y esto con mucha solemnidad, música, y aparato, en reverencia de la Santa Resurrección».33