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El arte ecuatoriano

José María Vargas



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ArribaAbajoPrimera parte

Urbanismo y arquitectura


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ArribaAbajoCapítulo I


I. Urbanismo primitivo de las ciudades ecuatorianas

La fundación de ciudades fue parte esencial del sistema colonizador de España. La Reina doña Juana dio ya instrucciones al respecto a Pedrarias Dávila, el 4 de agosto de 1513. Ordenanzas semejantes y otras más explícitas recibió Diego de Velásquez en 1518 y Francisco de Garay con ocasión de su entrada a Amichel (México) en 1521. En la Capitulación de la Reina con Francisco Pizarro hay una cláusula en que se ordena que «la conquista y población» se realice conforme a «las ordenanzas e instrucciones» que para este fin habían sido dadas y las que en adelante se darían.

A los Reyes Católicos tocó el destino de jalonar los últimos pasos de la Reconquista y señalar la estructura   —18→   de las nuevas ciudades españolas, según el plano del antiguo castrum romano, en contraste con la disposición urbana laberíntica, introducida por los moros. En América asumió renovada fuerza el sistema urbanístico a base del plano de damero, con plazas, calles y manzanas «trazadas a cordel». De este modo planificó Nicolás de Ovando la Ciudad de Santo Domingo, la primera fundada en el Nuevo Mundo, que debía servir de modelo a las que iban a fundarse, con profusión de vértigo, en la inmensa extensión del suelo ecuatoriano.

La experiencia de las ciudades americanas informó más tarde la legislación acerca de urbanismo, contenida en el título 7 del Libro IV de las Leyes de indias.

En su texto se conjugan ya los conceptos de naturaleza, clima y paisaje, como determinantes para la adecuada ubicación de las ciudades hispano americanas.

La fundación del Quito se proyectó por razón política, tres meses antes de la conquista definitiva de su suelo, el 15 de agosto de 1534. Con el nombre de Santiago de Quito pudo el mariscal Diego de Almagro exhibir, ante el Adelantado don Pedro de Alvarado, el documento de primacía cronológica en la conquista y fundación de la capital del Reino de Atahualpa. El 6 de diciembre se llevó a cabo el establecimiento de la nueva ciudad. Para su ubicación se aprovechó del emplazamiento de la población incaica. Las primeras actas del Cabildo mencionan los sitios de el Placer y el Palacio de Huainacápac. Esta aceptación del plano preexistente obligó a los conquistadores a sujetarse a las condiciones desiguales del terreno. En el acta del 22 de diciembre se alude a la «traza de la Villa», en la que figuran por linderos de solares las quebradas, que de poniente a levante cruzaban la ciudad. Es posible que la estrechez de sitio determinase la extensión de plazas y solares. A la plaza mayor se   —19→   señaló un cuadrado de 300 pies por cada lado; las manzanas debían tener 234 pies de longitud, divididas por calles de 40 pies de ancho. Durante el primer lustro quedó definitivamente concluido el plano de Quito primitivo con solares para los 204 españoles fundadores y sitios para plaza y conventos de San Francisco, la Merced y Santo Domingo1.

No consta el plano trazado por Benalcázar. La Relación de 1573 lleva un plano en que figuran la disposición de las plazas y las calles y los arroyos de agua le que aprovechaba la población. Schottelius, en su estudio sobre la fundación de Quito, hace un trazo parcial del plano de la Villa de San Francisco de Quito, en 1535. Del siglo XVIII hay el plano compuesto por don Dionisio de Alsedo2.

Guayaquil fue fundada en 1537. Su propio fundador, Francisco de Orellana, caracterizó las condiciones de su establecimiento. «Poblé e fundé en nombre de Su Majestad una ciudad, la cual puse por nombre la ciudad de Santiago, en la poblazón y fundamento de la cual yo hice e hecho gran servicio a Su Majestad por poblarla en parte fértil y abundosa... en parte donde viven navíos junto a ella»3. La traza de la ciudad de Santiago de Guayaquil debió acomodarse al sitio ubicado entre el cerro de Santa Ana y los manglares, para servir a la vez de población, fortaleza y puerto de acceso al mar4.

Alonso de Mercadillo recorrió en 1548 la Provincia de los Paltas y dio con el sitio más adecuado para emplazar la ciudad de Loja, entre el ángulo que forman   —20→   los ríos Zamora y Malacatos. El trazo urbanístico hubo de sujetarse a las condiciones alargadas del terreno: plaza central situada a equidistancias de los conventos de Santo Domingo y San Francisco y en dirección al sur, en línea recta, la parroquia urbana de San Sebastián.

Guapondelic, llano grande como el cielo, llamaron los cañaris al sitio del incaico Tomebamba, en que Gil Ramírez Dávalos fundó la ciudad de Cuenca el 12 de abril de 1557. La fundación de Cuenca puede servir de modelo de una ciudad establecida de acuerdo con el ideal proyectado por las Leyes de Indias. Instrucciones previas, consentimiento de los caciques pobladores, elección del lugar, formalidades legales, organización de Cabildo; todo se cumplió en el hecho de la fundación de la ciudad. En la probanza de méritos de Ramírez Dávalos hace constar que él empleó toda una semana en el trazo de plazas, calles y manzanas antes de proceden al señalamiento de solares a los primeros pobladores. La mención del río como tope oriental de la urbe y la colina de Cullca como mira al occidente, señala las características de la ciudad de Santa Ana de los Ríos de Cuenca, cercada por el contorno panorámico de montes a distancia. La plaza mayor al centro, los conventos de San Francisco y Santo Domingo a igual distancia, como lados de un triángulo, al norte la parroquia de San Blas y al sur la de San Sebastián. Plano urbanístico con proyecciones al futuro, damero perfecto por la planicidad del suelo5.

El mismo Ramírez Dávalos fundó al año siguiente, 1558, la ciudad oriental de Baeza. De su plano hay un trazo en el Archivo de Indias, con detalles de plazas   —21→   y asignación de solares. La primera Baeza fue destruida por los indios en 1578. Para su primitiva ubicación puede servir de pista el mapa de la Gobernación de Quijos, trazado por el Conde de Lemos y Andrade, que ilustró la descripción de esa Provincia, dedicada por él a su padre en 1608.

La primitiva Riobamba fue el escenario del nacimiento legal de Quito, que luego monopolizó la atención de los primeros españoles. Los pocos que quedaron en el sitio de Liribamba formaron un «asiento» provisional, que fue elevado a la condición de aldea en 1575. La primera ciudad estuvo localizada en la actual explanada de Cajabamba. Después de Quito fue la ciudad de categoría, con iglesia y plaza mayor y conventos de Franciscanos, Dominicos y Mercedarios y más tarde con el Colegio de Jesuitas. Destruida la ciudad hispánica en el terremoto de 1797, fue trasladada al sitio donde hoy se levanta como capital de la Provincia del Chimborazo.

En septiembre de 1606 fundó el capitán Cristóbal de Troya la primitiva ciudad de Ibarra, nombre que consagra la memoria de don Miguel de Ibarra, que mandó fundarla en su calidad de Presidente de la Audiencia. García Moreno volvió a trazar su plano sobre la planta de la ciudad antigua, destruida por el terremoto de 1868. Ibarra goza de una situación ideal por su ubicación geográfica, su belleza panorámica y la suavidad del clima.

Latacunga, no obstante los reveses ocasionados por los terremotos, ha conservado su trazo urbanístico. De su antiguo esplendor hay una muestra gráfica en un tríptico que representa a la tradicional imagen de Nuestra Señora del Salto.

Un examen comparativo permite concluir que todas las ciudades fueron trazadas a base de un plano reticulado, es decir, con diseño de manzanas en forma   —22→   de damero, con plaza mayor al centro y sitios amplios para conventos y monasterios. Las del Callejón Interandino se ubicaron en las hoyas, a más de 2.500 metros de altura. Cada ciudad fue capital de distrito, bautizado generalmente con el nombre del monte volcánico que domina la región. Campo Productivo, clima saludable y panorama paisajístico han hecho de cada ciudad ecuatoriana un centro de vida cívica, con caracteres definidos y variados, que convidan al turismo.



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Quito, centro de proyecciones artísticas

Martín S. Noel sintetizó en un esquema cartográfico las proyecciones perseguidas por las corrientes arquitectónicas, traídas desde España y adoptadas en el Nuevo Mundo. Al estudio de influjos estilísticos precede el hecho documental. El 25 de mayo de 1510 se firmó en Sevilla un contrato en virtud del cual debía trasladarse a la Isla Española el Maestro de Obras, Alonso Rodríguez, con un grupo de oficiales y canteros para construir la Catedral y las obras de servicio religioso y civil que fuesen necesarias. La Española fue el foco central, de donde el movimiento conquistador y cultural pasó a Tierra Firme, bifurcándose al norte con dirección a México y al sur con destino al Cuzco y las ciudades de la Costa del Pacífico. Años más tarde paso a la América: el arquitecto extremeño Francisco Becerra, quien realizó obras de envergadura   —24→   en México entre 1574 y 1580. En este año pasó a Quito donde dirigió la construcción de puentes y trazó los planos de la iglesia y convento de Santo Domingo y San Agustín. En 1582 pasó al Perú y se hizo cargo de la construcción de las catedrales de Lima y del Cuzco6. Resulta evidente el proceso de influjo español en las obras arquitectónicas de toda la América.

Quito, situado junto a la línea ecuatorial y equidistante de México y el Cuzco, había sido el punto central de convergencia de las corrientes prehispánicas procedentes del Yucatán y Tiahuanaco. Después del descubrimiento de América, fue también el centro, donde la acción española dejó más huellas evidentes de su influjo cultural. Su situación a las faldas del Pichincha y dentro de un cerco de montículos y colinas determinó las características de su estructura vigorosamente desigual. La altura y vecindad a la línea ecuatorial la cubrió de un cielo límpidamente azul, donde «el sol sale y se pone con mucha alegría», al decir ingenuo del cronista anónimo de 1573.

Este emplazamiento sobre los barrancos y quebradas hubo de exigir el esfuerzo de muchas generaciones, para asumir el aspecto de una ciudad monumental, levantada sobre arcadas y rellenos. Su misma posición le puso a la mano el noble material lapídeo extraído de las «canteras» del Pichincha, el ladrillo tostado al rojo en los hornos del Tejar y la argamasa transformada en las «caleras» de Calacalí. Esta fácil provisión de materia prima explica, en parte, la primacía arquitectónica de Quito, sobre las demás ciudades de   —25→   la antigua Audiencia. Quito fue, además, la capital de administración política y religiosa, y, por lo mismo, la ciudad a donde convergían el dinero de los encomenderos y los ricos y las actividades de los superiores religiosos.

Para la conquista espiritual de América, se sirvió España, como método eficaz, del establecimiento de la Iglesia visible o sea con todos los elementos que facilitaran la evangelización progresiva de los nuevos pueblos. Este sistema implicaba la construcción de templos, con altar de sacrificio, cátedra de predicación y tribunal de penitencia. Desde el principio organizó la Corona el régimen episcopal, a cuyo cargo estaba la erección de catedrales y promovió la acción de las comunidades religiosas, que se estimularían en la construcción de sus respectivos templos y conventos. Se explica, de este modo, el esfuerzo creador de los obispos y las órdenes monásticas en plasmar su espíritu de iniciativa en obras, que fuesen, a la vez, el monumento externo de su poder espiritual y el centro de irradiación de su apostolado benéfico. Cada templo asumió el nombre del fundador de una orden religiosa y determinó el carácter de los «barrios».

Se ha discutido profusamente sobre el contenido de una arquitectura colonial. No es la soledad de un edificio. Es el conjunto característico de un sector o barrio urbano, que consta del templo y emplazamiento conventual en cuyo contorno se apretujan casas desiguales, alineadas en calles estrechas, con visión panorámica de los montes y colinas que rodean la ciudad. Sobre esos barrios se han volcado los siglos para dar pátina de antigüedad a cada uno de ellos e informar a todos juntos de un aire de evocación histórica y de serena monumentalidad. En este aspecto, ninguna ciudad discute a Quito la preeminencia que le ofrecen de consuno la naturaleza y el arte.





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ArribaAbajoCapítulo II

Quito y su arquitectura monumental


Templos del siglo XVI



I. La catedral

Data de 24 de abril de 1550 la cédula expedida por Carlos V en que ordenó a la Audiencia del Perú que se interesase en la construcción de catedrales en los obispados, distribuyendo el costo entre la Caja Real, y la contribución económica de los españoles y los indios. Al primer obispo, ilustrísimo señor Díaz Arias, cúpole la tarea de hacer efectivo el cobro inicial de la ayuda regia, con la presentación previa de una «traza» de la Catedral de Quito. La Relación anónima de   —28→   1573 atestigua al respecto: «La Iglesia (catedral) comenzó don Garcí Díaz Arias, primer Obispo, a hacerla de obra perpetua, porque antes era pequeña y de tapias cubierta de paja». A la muerte del Obispo, acaecida en abril de 1562, se hizo cargo del trabajo el Arcedanio don Pedro Rodríguez de Aguayo, quien, en corto tiempo de tres años, concluyó la obra arquitectónica, mediante el sistema incaico de la «minga». En su probanza de méritos se destaca esta labor llevada a cabo «a poca costa y en breve tiempo, porque él y los demás Prebendados a su instancia traían los materiales de piedra, arena y ladrillos en sus hombros y a su imitación el Regimiento y los demás vecinos, así españoles como indios, ayudaron a traer dichos materiales»7. El ilustrísimo señor fray Pedro de la Peña completó la obra con el decorado y los retablos y consagró el templo catedralicio el 29 de junio de 1572. Durante su gobierno episcopal (1565-1583) se hicieron los altares primitivos de la Inmaculada, de Santa Ana y de San Pedro, en los nichos de la nave derecha. En 1677; el ilustrísimo señor don Alonso de la Peña y Montenegro hizo levantar el templete sobre el atrio y construir el abanico de gradería que comunica con la plaza mayor. El mismo Obispo mando pintar con Miguel de Santiago el lienzo de la muerte de la Virgen, para el centro del Coro catedralicio. A fines del siglo XVIII se aprovechó de la habilidad de Caspicara y de Manuel Samaniego para el retablo actual del Coro, con las imágenes de las Virtudes y el cuadro del Tránsito de la Virgen, lo mismo que los frescos que decoran la parte superior de la nave central.

La iglesia primera fue de «tapia» con cubierta de paja, sistema utilizado por los indios. A fray Jodoco se atribuye la iniciativa de haber enseñado a hacer   —29→   ladrillos y tejas. Para 1560 había ya la posibilidad de proyectar un edificio sólido, a base de piedras extraídas de la Cantera del Pichincha. El emplazamiento señalado en el reparto de solares para iglesia catedral obligó a resolver el problema de la estrechez de sitio, tendiendo la planta de la catedral a lo largo de la plaza. Esta medida exigió la cimentación del atrio, que se convirtió en la estética de corredor con antepecho, con acceso de gradería desigual al centro y a los lados. La estructura arquitectónica fue la de un rectángulo con muros a los lados y en el centro naves divididas por pilastras que sostienen arcos ojivales. Esta simplificación constructiva justifica el dato de haberse llevado a cabo la obra arquitectónica en el corto tiempo de tres años. En las Relaciones Geográficas de Indias se habla de la iglesia catedral de Quito con el mérito de ser la mejor del Perú. Era la verdad. Las catedrales de Lima y el Cuzco no comenzaron a erigirse sino en el último cuarto del siglo XVI.



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II. San Francisco

El nombre de Santiago, antepuesto a Quito en su fundación ideal de Riobamba, fue cambiado por el de San Francisco de Quito, cuando se llevó a cabo el hecho de la fundación, el 6 de diciembre de 1534. ¿Cuál fue el móvil que inspiró a Benalcázar en el cambio de nombre? Pudo ser una deferencia al Gobernador don Francisco Pizarro, cuya autorización se invocaba en el acta de fundación de la nueva ciudad. De hecho se impuso, al afecto de la población, el patrocinio espiritual de San Francisco de Asís, cuyo nudoso cordón integró el escudo de la ciudad, consistente en un castillo sobre dos picos de montañas.

Desde luego, el Cabildo de Quito hizo honor al patrono y titular de la naciente ciudad. Para iglesia y convento de San Francisco asignó por sitio el llamado Palacio de Huainacápac, con una área de tierra de 30.000 metros cuadrados. En representación de la Comunidad   —32→   franciscana estuvo presente en el reparto de solares fray Jodoco Ricke de Marselaer, al que le acompañaba un personal compuesto de fray Pedro Gosseal, Jácome Flamenco y Germán el Alemán.

Desde el principio fray Jodoco inauguró en Quito el método de conquista espiritual adoptado en México por su hermano de hábito fray Pedro de Gante. En el Colegio organizado en 1550, con el nombre de San Juan Evangelista, que en 1556 se convirtió en el Colegio de San Andrés, «enseñó a los indios a arar con bueyes, hacer yugos, arados y carretas... la manera de contar en cifras de guarismo y castellano... Además enseñó a los indios a leer y escribir... y tañer instrumentos de música, tecla y cuerdas, sacabuches y chirimías, flautas y trompetas o cornetas, y el canto de órgano y llano... como era astrólogo y debió de alcanzar cómo había de ir en aumento aquella provincia y previniendo a los tiempos advenideros y que habían de ser menester los oficios mecánicos en la tierra y que los españoles no habían de querer usar los oficios, los que deprendieron muy bien, con lo que se sirve a poca costa y barato toda aquella tierra, sin tener necesidad de oficiales españoles... hasta muy perfectos pintores y escritores y apuntadores de libros, que ponen gran admiración la gran habilidad que tienen y perfección en las obras que de sus manos hacen; que parece tuvo este fraile espíritu profético. Debe ser tenido por inventor de las buenas artes en aquellas provincias»8.

Fray Jodoco declaró en 1553 que había ya comenzado y estaba entonces prosiguiendo la obra de la   —33→   iglesia. Bajo su dirección hacía de maestro principal el indio Jorge de la Cruz Mitima, al que más tarde acompañó su hijo Francisco Morocho. De canteros y albañiles trabajaban los indios yanaconas, a quienes recompensó con tierras del convento el propio fray Jodoco. La Relación anónima de 1573 atestigua que para esa fecha estaba ya la iglesia concluida y que se estaba realizando la construcción del convento. La obra de éste se concluyó el 4 de octubre de 1605, según consta en la inscripción lapídea, empotrada en el interior del muro oriental de la portería.

Al espíritu emprendedor de fray Jodoco se ofreció ante todo el problema de nivelación del suelo para emplazamiento de la iglesia y el convento. El Cabildo había señalado, en el plano de la ciudad, el sitio destinado a plaza. La planta de ésta comenzaba a levantarse desde su base con dirección al Pichincha, desnivelándose en la esquina del nordeste por el hundimiento hacia la quebrada primitiva que se abría entre San Francisco y La Merced. Fray Jodoco superó la desigualdad geográfica construyendo el atrio de cien metros de largo por doce de ancho, que desciende a la plaza por una gradería circular desplegada en forma de abanico y, a los lados, por escalas de piedra de cinco y veintinueve gradas, respectivamente al sur y norte. El atrio, cara al sol naciente, es un magnífico mirador de la ciudad y determina, la estructura del templo a la mitad y el cortejo de edificaciones que se proyectan al poniente.

La estructura de la iglesia se inscribe sobre la planta tradicional de basílica: tres naves con crucero y ábside. Las naves se dividen mediante pilastras de piedra sobre las que se levantan arcos de medio punto, con ventanas rectangulares en la parte superior, que iluminan el ámbito interior del templo. El crucero se corona con una cúpula ovoidal sobre arcos ojivales.   —34→   En el ábside se alza el presbiterio sobre gradas de alabastro, con su contorno mural cubierto del retablo mayor. Paralelos al presbiterio se hallan las capillas del Santísimo y de Villacís, a izquierda y derecha, respectivamente.

El convento, en su tramo principal, es un cuadro de claustros, que se proyectan al jardín con contorno de columnario dórico, y arcos de medio punto. En el medio se levanta, la pila de piedra mármol con tres copas. Visto desde fuera el convento se emplaza a la derecha de la iglesia y se insinúa al público con su portada de piedra. Al otro lado, se alza el antiguo Colegio de San Buenaventura, que remata al sur con la primorosa capilla de Cantuña, de legendario recuerdo para Quito.

La impresión exterior de la construcción franciscana es de robustez y austeridad. El primor y la gracia lucen y triunfan en el interior de los claustros. El alegre sol de Quito matiza de colores los jardines y su luz se abre paso bajo las arcadas de los claustros. Desde el tiempo de fray Jodoco se aclimató la música en el Convento Franciscano, para afirmar la alianza de las Bellas Artes en este museo viviente de la ciudad de San Francisco de Quito.



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III. Santo Domingo

La plaza mayor fue el punto de partida para el señalamiento de solares a los fundadores de la ciudad. San Francisco ocupó el sitio del Palacio de Huainacápac y la Merced se ubicó al pie deja colina llamada el Placer del Inca. Ambas Órdenes religiosas aprovecharon de los pocos lugares planos que se ofrecían al poniente para emplazamiento de conventos. La Orden Dominicana, que vino a los siete años de fundada la ciudad, hubo de aceptar solares al otro lado de la zona central, en la llamada Loma Grande que se extendía de la Cantera al Machángara, cercada por las quebradas de Manosalvas y de las Gallinazas. Santo Domingo determinó la apertura de la Calle Larga, a cuya vera austral se escalonarían luego el Hospital del Rey, el Carmen Alto, Santa Clara y la parroquia de San Roque. La iglesia y convento proyectaran su frente al occidente, gozando de la perspectiva panorámica   —36→   del Pichincha y con una plaza de generosa amplitud.

La construcción arquitectónica no comenzó sino en 1580 con la presencia de Francisco Becerra en Quito, quien trazó los planos y vigiló los primeros trabajos del templo y del claustro principal. La obra constructiva siguió un ritmo lento, al compás de las entradas escasas por concepto de limosnas. Puede apreciarse el esfuerzo común de los religiosos, por la siguiente ordenación del Capítulo Provincial de 1598. «Ya que nuestro Convento de San Pedro Mártir de Quito es la cabeza y seminario de esta nuestra Madre la Provincia de Santa Catalina Virgen y Mártir de Quito, mandamos, mediante la presente ordenación, que para la construcción de su iglesia contribuyan, el Convento de San Pablo de Guayaquil con el estipendio de una doctrina, el Convento de Santo Domingo de Loja, con los estipendios de dos doctrinas, el Convento de Santa María del Rosario de los Pastos con el estipendio de una doctrina, el Convento de Santa María del Rosario de Baeza con los estipendios de dos doctrinas, el Convento de Santiago de Machachi con los estipendios de todo el priorato y aplicarnos asimismo a la fábrica de dicha iglesia el estipendio de la lengua general, llamada vulgarmente del Inca»9.

Un testigo ocular de la intervención de Becerra en la construcción de Santo Domingo, dice que el arquitecto extremeño «sacó de cimientos e hizo la planta y fundamentos» de la iglesia y del convento. La iglesia ocupó el flanco sur del sitio y el claustro principal, del convento se ubicó al fondo de la plaza. Según el plano de Becerra la iglesia fue de una sola, nave, con crucero y ábside. A los lados se abrían capillas   —37→   abovedadas, divididas entre sí con muros de solidez monumental. A la entrada, dos arcos de medio punto sostenían el coro y en el cuerpo de la iglesia se escalonaban, frente a frente, tres nichos de bóvedas más altas. La ausencia de Becerra privó al templo dominicano de la unidad de estilo. No se consiguió levantar la cúpula del crucero y se revistió la cubierta de un artesonado mudéjar. El Convento lleva, en cambio, la huella que imprimió el arquitecto trujillano. El cuadro de los claustros se acusa al interior con once arcos a cada lado, que descansan sobre columnas lapídeas de orden toscano con fuste ochavado. La exigencia del estilo ha determinado la robustez del columnario y la amplitud del arco, que ha dado por efecto una impresión de sencillez y claridad.



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IV. San Agustín

Data de 1573 el establecimiento de los agustinos en Quito. Por de pronto se alojaron en la casa parroquial de Santa Bárbara, hasta buscar un sitio apropiado en el centro de la ciudad. El que eligieron coincidió con la presencia de Becerra, el único arquitecto que pudo resolver el problema de la desigualdad geográfica del suelo. Desde luego, no hubo sitio disponible para la plaza. La calle trazada en el plano primitivo de la ciudad, a partir de la plaza central, remataba al oriente con el borde de la quebrada que se abría al norte y rodeaba la llamada Loma Chica. El arquitecto dispuso la construcción ubicando la iglesia en el flanco oriental y el convento en el resto de la cuadra. El muro del templo que daba a la calle exigió una sólida cimentación de piedra para dar planicidad al piso. La estructura de la iglesia fue gótica con tres naves, las laterales divididas por arcos de medio punto   —40→   y la central con bóveda de arista. El presbiterio tenía una cúpula octogonal y el coro, bóveda de cañón con braguetones. El Convento consta de un cuadro de claustros, de los cuales la galería inferior tiene diez arcos de medio punto a cada lado sostenidos por columnas de fuste cilíndrico y cuatro machones esquineros que resisten el empuje de la arquería. En la galería superior se ha adoptado un intercolumnio alternado con arcos de mayor y menor tensión a la manera de los árabes. Al centro del patio conventual se ha construido una pila de piedra, modalidad característica de los conventos del siglo XVI, cuando el agua de la Chorrera del Pichincha excedía las necesidades de la escasa población de Quito.



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V. Observaciones generales

Durante el siglo XVI, Quito había asumido las características de una ciudad monumental. Contaba con las plazas del centro, de San Francisco y Santo Domingo, dotadas cada una de ellas de una pila de piedra, cuya agua abastecía el consumo de la población. La iglesia catedral y de San Francisco habían sobrellevado el terremoto, ocasionado por el volcán Pichincha en septiembre de 1575. Los conventos de Santo Domingo y San Agustín estaban en proceso de construcción. La cantera, abierta, a raíz de la fundación de la ciudad, ofrecía el material lapídeo para las obras de arquitectura religiosa y civil. En contraste can la magnificencia de los conventos, las iglesias parroquiales de Santa Bárbara, San Blas, San Sebastián, San Marcos y San Roque, se habían resignado con iglesias de modestia calculada.

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El espíritu de fray Jodoco quedó palpitando en la realidad de sus obras y en el recuerdo de los quiteños. Más tarde Becerra vinculó la arquitectura de Quito con la de México y el Cuzco y antes con la de España. En el ambiente cultural no faltaban alusiones a los estilos del Renacimiento, que Italia y España habían puesto al día, con reminiscencias grecorromanas. Las descripciones del escribano Rodríguez de Ocampo mencionaban los órdenes arquitectónicos, con caracterización de las columnas, al modo del Paladio y de Vigñola.

De hecho la arquitectura cuida poco del renombre de sus artistas constructores. Las obras, templos o conventos, se imponen por la finalidad de su función y el pueblo concluye por ejercitar su culto religioso, sin guardar memoria, menos gratitud, por quienes se esforzaron en aliar la solidez y utilidad con la armonía. y la belleza.





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ArribaAbajoCapítulo III

Templos y conventos del siglo XVII



I. Transición a la arquitectura del siglo XVII

A fines del siglo XVI, las aspiraciones religiosas de la sociedad se vieron satisfechas con la creación de monasterios. El de la Concepción surgió de la devoción popular a la Virgen Inmaculada. El ilustrísimo señor fray Pedro de la Peña pidió al Cabildo, en agosto de 1575, la facultad de fundar el Monasterio de la Limpia Concepción, para refugio de las doncellas, hijas de conquistadores, que no habían hallado su destino en el matrimonio. Como paso necesario compró el Prelado la casa de Álvaro de Paz, que hacia esquina a la plaza mayor. El sacerdote Juan Yánez contribuyó   —44→   con la suma de 3.000 pesos para comenzar la construcción del Monasterio.

Doña María de Siliceo, sobrina del Arzobispo de Toledo y viuda del rico comerciante Alonso de Troya, fundó el 14 de marzo de 1593, el Monasterio de Santa Catalina, ubicándolo, al principio, en la cuadra que quedaba al norte de la plaza de Santa Clara. El 3 de junio de 1613 la fundadora trasladó su comunidad al sitio donde se encuentra en la actualidad, que es el lugar donde tenía su casa de residencia don Lorenzo de Cepeda, hermano de Santa Teresa de Jesús.

La fundación del Monasterio de Santa Clara data del 18 de mayo de 1596. La verificó doña Francisca de la Cueva, hija del Tesorero don Juan Rodríguez de Ocampo y viuda del capitán Juan López de Galarza. Para la instalación de la primera comunidad compró la fundadora las casas que se hallaban en el mismo lugar en que hoy se emplazan la iglesia, los claustros y huertos del Monasterio.

Con la fundación de los monasterios se integró la estructura urbanística de Quito, la cual, a fines del siglo XVI, ofrecía ya el aspecto de una ciudad austera y conventual. Además de la piedra y el ladrillo, hubo, en los alrededores de Quito, bosques abundantes que ofrecieron sus cedros para el maderamen de las construcciones. Este material de carpintería facilitó ciertamente la estructura de las cubiertas; pero muy presto cedió al ímpetu reiterado de las lluvias, que obligaron a la reparación de los tejados y comprometieron la labor de los artesonados. Quito requería la solidez de las bóvedas para garantizar la duración de la arquitectura de sus templos.



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II. La compañía

El padre Baltazar Piñas, con dos sacerdotes y un hermano coadjutor, estableció la Compañía en Quito, en julio de 1586. Hospedados provisionalmente en la casa parroquial de Santa Bárbara, la Comunidad se trasladó, en 1589, al sitio que hasta el presente ocupa. Bajo la dirección del padre Nicolás Durán Mastrilli, comenzaron los trabajos de casa y templo, «obras de imperfecta arquitectura», al decir de un testigo presencial. En 1636 el padre Francisco de Fuentes consiguió del padre General Musio Viteleschi que asignara a Quito al hermano Marcos Guerra, italiano, arquitecto insigne que lo había sido antes de entrar en la Compañía y, de jesuita, había dirigido las obras de su Provincia de Nápoles. Desde su arribo a la ciudad se hizo cargo de la edificación del templo y del Colegio. «Desde los cimientos levantó la hermosa Capilla Mayor -de la Compañía- perfeccionó las de las dos naves poniéndoles bóvedas y linternas, fabricó la bóveda   —46→   para los entierros de los maestros, hizo los claustros, aposentos y demás oficinas... con excelente arte, porque era excelente en la arquitectura. También hizo el retablo del altar mayor, los de los colaterales de San Ignacio y San Francisco Xavier y otros, porque no sólo era arquitecto sino también grande escultor». Levantó también desde sus cimientos la sacristía, haciéndola de bóveda muy vistosa por su belleza. «En el frontispicio puso un retablo de madera y en su nicho se colocó una devotísima imagen hecha por el diestro pincel del hermano Hernando de la Cruz.»10

El padre Pedro de Mercado, autor de estos datos, ingresó a la Compañía en Quito en 1636, año preciso en que el hermano Marcos Guerra se hizo cargo de la construcción del templo y del Colegio. Durante veinte años convivieron en la Comunidad de Quito. Es, pues, un testigo ocular, cuyo testimonio permite deducir conclusiones sobre base fehaciente. Desde luego, la vinculación del templo quiteño con la arquitectura italiana. Nuestro arquitecto fue uno de los representantes máximos de la orientación arquitectónica introducida por la Compañía con la Iglesia del Gesú de Roma, obra realizada por Jacobo Barozzi, llamado el Vignola, quien protagoniza la transición del clasicismo de Alberti y de Bramante al barroco que culminará en Hispanoamérica. Es un hecho aceptado el influjo del Gesú, como modelo de los templos jesuíticas construidos en el Nuevo Mundo. Entre todos ellos se destaca por su estructura «clara, desnuda y luminosa», el de la Compañía de Quito. Sartorio, después de recorrer la América, en viaje de información artística, pronunció el siguiente juicio: «Monumentos completos como el de la iglesia de la Compañía de Jesús en Quito   —47→   son raros aún en el Viejo Continente». Dato nuevo es también la paternidad del hermano Marcos Guerra sobre el retablo mayor y los dos colaterales, consagrados a San Ignacio y San Francisco Xavier. Finalmente, el padre Mercado establece la colaboración pictórica del hermano Hernando de la Cruz para completar la obra del templo de la Compañía. El cuadro de San Ignacio que preside la sacristía permite identificar, por la composición y el colorido, los demás lienzos que pintó el hermano Hernando.

No menos interesante es la noticia acerca del principal benefactor en la obra de la Compañía. Fue don Juan de Clavería, natural de la Villa de Tórtola en el Reino de Aragón. Hidalgo de casa solariega, empleó toda la fortuna de su rico mayorazgo, en la construcción del templo y del Colegio. Habiendo conseguido, como fundador y bienhechor de la Compañía, un aposento en el seno de la Comunidad, se complacía en pagar personalmente las planillas de los trabajadores, como se echa de ver en los cuadernos de cuentas conservados en el Archivo de la Compañía de Quito11.



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III. El Carmen antiguo

Del último decenio de su vida el hermano Marcos Guerra empleó la primera mitad en la construcción del templo y Monasterio de las Carmelitas del Carmen Antiguo de Quito. Lo afirma el mismo padre Mercado, al decir que el arquitecto jesuita, «obligado de la Santa Obediencia, acudió por cinco años continuos, mañana y tarde, a la fábrica de la iglesia de estas religiosas.» Este nuevo dato permite rehacer la situación histórica en que se construyeron los edificios del Carmen. Mariana de Jesús, nacida el 31 de octubre de 1618, murió el 26 de mayo de 1645. El hermano Marcos Guerra fue testigo durante nueve años del tenor de vida que llevaba la Santa quiteña en la iglesia de la Compañía y por el tiempo de dos lustros fue compañero de vida religiosa del hermano Hernando. Conoció seguramente las intenciones de Mariana acerca de su casa de familia. Cuando sus superiores le ordenaron dirigir la construcción del Monasterio de Carmelitas   —50→   tuvo el cuidado de salvaguardar los recuerdos de la hija espiritual de la Compañía. El departamento residencial de la familia quedó intacto. La iglesia se levantó a la vera de la «Calle Larga», de una sola nave, con el coro hacia la fachada, en el sitio preciso desde donde Mariana contemplaba la imagen de Nuestra Señora de los Ángeles. El cuadro de los claustros respetó el lugar donde floreció la azucena, alimentada por la tierra remojada con la sangre del martirio de Mariana. Sobre el jardín interior, se ha detenido el tiempo, para no cambiar el ambiente, que durante siglos ha presenciado la oración y penitencia de las religiosas depositarias y continuadoras del espíritu de la Azucena de Quito.

Cuando los restos del hermano Marcos fueron trasladados desde Pimampiro a Quito, la Madre Priora Bernardina de Jesús dio una misa de honras, «trayendo a la memoria la caritativa solicitud con que les fabricó el hermoso santuario de que gozan en el templo y la vivienda.»12.



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IV. Fray Antonio Rodríguez

El padre Mercado consigna el siguiente testimonio del influjo del hermano Marcos Guerra: «Con ocasión de hacer las obras de nuestro Colegio enseñó a otros y de su enseñanza, salieron grandes edificios, con que se le deben al hermano Marcos, no sólo los edificios que él fabricó a gloria de Dios, sino también los que han edificado sus discípulos». El hermano fray Antonio Rodríguez vistió el hábito de San Francisco en 1632 y se inicio en su carrera de arquitecto con el padre Francisco Benítez, continuador de la obra constructiva de fray Jodoco. Pero no puede negarse el influjo ejercido por el hermano Marcos Guerra en el nuevo estilo de construcción. La cubierta abovedada, que reemplazó la madera por el ladrillo, se adoptó en los templos del siglo XVII. Las iglesias de Santa Clara, de Guápulo y el Sagrario consagraron el nuevo estilo introducido por el templo de la Compañía. El hermano Rodríguez no escatimó sus servicios a todas las   —52→   obras de Quito. Cuando en 1657 hubo la amenaza de trasladar al arquitecto franciscano, de su convento de Quito al de Lima, intervinieron los Padres Dominicos, las monjas de Santa Clara y el Cabildo de la ciudad, para interponer sus oficios ante la Audiencia, con el fin de impedir la salida del hermano fray Antonio, quien continuó en la dirección técnica de todas las edificaciones del siglo XVII.



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V. Santa Clara

El Monasterio de Santa Clara gozó desde el principio de las simpatías de la ciudad. Fundado bajo los auspicios de los Padres de San Francisco, tuvo el apoyo fraterno de los religiosos. A él intentó ingresar Mariana de Jesús, probablemente con el conocimiento previo del hermano Hernando de la Cruz, quien tenía a su hermana de religiosa Clarisa. No bien profesó el hermano Antonio Rodríguez, puso su entusiasmo juvenil al servicio del Monasterio, proyectando una construcción en grande del templo y de los claustros. Una circunstancia extraordinaria vino a agilizar el ritmo de la construcción. El 19 de enero de 1649, cuatro indios horadaron la pared de la capilla primitiva, rompieron la puerta del tabernáculo y robaran los vasos sagrados, vaciando las formas consagradas junto a un horno de tejas, que poseía el Monasterio hacia el barranco de la quebrada de Jerusalén. El sacrilegio conmovió a la ciudad, la cual no cesó de hacer   —54→   rogativas y penitencias hasta dar con el paradero del hurto y de los responsables. Este hecho excitó la caridad del pueblo, que contribuyó con sus limosnas para dotar a las monjas de un templo sólido y de claustros apropiados.

Cuando el 1657, la Abadesa del Monasterio intercedió ante el Cabildo para que no permitiese la salida de Quito del hermano fray Antonio Rodríguez, adujo por razón el que hacía ya catorce años que el arquitecto franciscano dirigía la construcción de la iglesia y el convento y que él solo poseía los secretos del plano y la estructura de la obra. Santa Clara fue, pues, el edificio en que fray Antonio hizo el primer ensayo de su técnica de arquitecto. La iglesia proyecta su fachada a la plaza -hoy mercado- mediante dos portadas con marco de piedra, que rematan en grupos escultóricos alusivos a la Inmaculada y a la Santa titular. El cuerpo del templo, inscrito en un rectángulo, es de tres naves divididas por arcos sobre pilastras: de solidez monumental. La cubierta consta de una serie de bóvedas con linternas de luces. En el extremo norte se disponen los coros, bajo y alto, éste con acceso al campanario que pende de una sola torre. Al sur está la cabeza de la iglesia con su retablo y el presbiterio que se comunica a la izquierda con la sacristía.

El convento repite la estructura de los construidos en el siglo XVI. A la pila central rodeada de jardines enmarca el cuadro de los claustros, en cuyo tramo superior se disponen los departamentos destinados a sala capitular, sala de labores y dormitorio común. El refectorio se encuentra en el paño bajo que da al poniente, con un acceso a la capilla primitiva, donde se halla un fresco antiguo d e la Virgen pintado en la pared. El ambiente interior goza de luz y vista, panorámica del Pichincha y Panecillo.



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VI. Santuario de Guápulo

El templo de Guápulo es la obra maestra de fray Antonio Rodríguez. Su construcción comenzó en torno a 1644, año en que Nuestra Señora de Guadalupe de Guápulo fue proclamada Patrona de las Armas Reales. Alma del nuevo edificio fue el párroco del Santuario don José Herrera y Cevallos. El ascendiente social de este benemérito sacerdote consiguió reunir, en torno a la Virgen, a los mejores artistas de Quito. El arquitecto fray Antonio Rodríguez dirigió la obra arquitectónica. El escultor Juan Bautista Menacho labró los retablos y el primoroso púlpito, según los diseños del dibujante Marcos Tomás Correa: Miguel de Santiago y Nicolás Javier Goríbar interpretaron en lienzos los milagros d e Nuestra Señora. Con esta labor conjunta resultó el Santuario de Guápulo el máximo exponente del arte quiteño de la. segunda mitad del siglo XVII.

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El culto a Nuestra Señora de Guadalupe de Guápulo comenzó a fines del siglo XVI. Un lienzo primitivo del Santuario llevaba al pie esta. inscripción: «Nuestra Señora de Guadalupe que fundaron sus cofrades el año de 1587.» A los extremos inferiores constaban pintados, de medio busto, devotos españoles e indios. Estos cofrades comprometieron al escultor Diego de Robles la hechura de una pequeña imagen de bulto, que se convirtió en milagrosa y comenzó a recibir el culto del pueblo de Quito. El ilustrísimo señor fray Luis López de Solís inició las romerías e hizo construir la iglesia primitiva, a la que reemplazó el Santuario construido por el hermano fray Antonio Rodríguez.

El templo es de una sola nave sobre planta de cruz latina de sesenta, metros de largo por veintisiete de ancho en los brazos laterales del crucero. La cubierta es abovedada y decorada al interior con relieve de figuras geométricas. La fachada es de piedra, de dos cuerpos, con un frontón triangular de remate y una torre de respaldo.



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VII. El sagrario

Un documento que data de 1649 expone las razones que movieron, a los Padres Jesuitas a comprar las casas episcopales que quedaban frente a la puerta llamada del «perdón» de la iglesia catedral. Entre ellas consta la siguiente: «Por ir la quebrada por medio del lindero de las dos casas -de la Compañía y del Obispo- hay poca seguridad en la clausura, compradas las casas -episcopales- y dueños de la quebrada, se podrán hacer arcos y cubrirla toda. El hermano Marcos Guerra que al presente construye la casa: -de la Compañía- es muy entendido y pondrá fácilmente y con seguridad los cimientos de estos arcos, porque el dicho huaico13, respecto de traer el invierno grandes avenidas de agua, suele robar las paredes y poner en gran peligro las casas, obligando a gastar muchos   —58→   ducados, como se ha visto en las casas del señor Villacís que cae también encima del dicho huaico en calle más abajo. Si nos falta el hermano Marcos, no habrá quien después fundamente esas casas.»14 El hermano Marcos Guerra fue, pues, el ingeniero constructor del túnel primitivo, que atraviesa el subsuelo de la vieja Universidad Central.

Pasada la calle, la quebrada seguía su curso para desembocar en el Machángara interponiéndose entre la Loma Grande y la Chica. La canalización del sector correspondiente al Sagrario estuvo a cargo del hermano Antonio Rodríguez. En 1657 el Cabildo de Quito abogó por la permanencia del arquitecto franciscano en la ciudad, porque, en aquel entonces, estaba ocupado en sobreponer las arquerías de cimentación para la Capilla Mayor. Con este nombre popular se designa la primera parroquia establecida en Quito. En sus archivos se registraban los bautismos, matrimonios y fallecimientos de españoles e indios residentes en el centro de la capital. En esta parroquia se había organizado la Cofradía del Santísimo, cuyos miembros asociados se interesaron en levantar un templo, digno del Señor Sacramentado, en cuyo honor comenzó a llamarse con el significativo nombre de Sagrario.

La estructura arquitectónica consta de tres naves abovedadas con una cúpula al centro. La construcción iniciada por Antonio Rodríguez tardó muchos años en llevarse a cabo. El Cabildo de Quito, en sesión del 10 de mayo de 1715 , ordenó la contribución de 300 pesos para la colocación del Santísimo en la Capilla del Sagrario, «que acababa de construirse, después   —59→   de un trabajo de más de veintitrés años.» Para aquella fecha estaba ya concluida la magnífica portada interior que sirve de mampara, según reza la inscripción que sigue: «Comenzose esta portada al cuidado de don Gabriel Escorza Escalante el 23 de abril de 1699 y se acabó el 2 de junio de 1706.»



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VIII. Capilla del Rosario

El año de 1650, el presbítero Diego Rodríguez de Ocampo escribió la «Relación del Obispado de Quito.» En ella se refiere a la Capilla del Rosario, construida aparte de la iglesia, con retablo dorado, donde estaba Nuestra Señora del Rosario, «imagen de bulto que se trajo de España al principio de la fundación.» La capilla, según esto, data de la primera mitad del siglo XVII. La idea y hecho de la construcción se atribuyen al padre fray Pedro Bedón, quien murió en Quito el 27 de febrero de 1621. A fines del siglo XVI el padre Bedón estuvo en Colombia y en la ciudad de Tunja levantó la capilla del Rosario, que es una de las joyas de arte. Regresó a Quito en 1597 en el Provincialato de fray Rodrigo de Lara y dirigió la construcción de nuestra Capilla del Rosario, para uso de la Cofradía por él erigida en 1589. Cronológicamente, el padre Bedón fue el iniciador de las Capillas del Rosario que se volvieron tradicionales en los templos   —62→   dominicanos, no sólo por su destino, sino también por su estructura arquitectónica. Entre ellas se ha hecho célebre por su primor artístico la de Puebla de los Ángeles comenzada en 1650 por fray Juan de la Cuenca y proseguida por fray Agustín Hernández, a quien se debe la decoración escultural.

La Capilla del Rosario consta, de tres cuerpos de planimetría desigual levantados, el primero sobre una doble cripta, el segundo sobre el arco de la Calle Larga y el tercero sobre arquería de piedra. En el primer tramo, destinado a los fieles, se levantan cuatro arcos semicirculares que se contraen interiormente a las esquinas para el remate de la cúpula ochavada. Igual estructura se repite en el segundo, elevado por lenta gradería, donde se halla el presbiterio, a cuyo centro se destaca el retablo dedicado a Nuestra Señora del Rosario. Dos puertas laterales abren paso al tercero, en que se halla el camarín de la Virgen, construido más tarde, para custodia de las joyas y vestidos de la Virgen.

Debajo de los arcos laterales de los dos primeros cuerpos se han levantado muros de relleno que se han revestido de retablos para integrar el adorno interior de la Capilla.



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IX. Colegio y Capilla de San Fernando

Un simple cotejo de fechas y de datos comprueba la ayuda técnica que prestó fray Antonio Rodríguez a las construcciones dominicanas. Rodríguez de Ocampo, en la relación citada, se refiere a la iglesia y sacristía de cal y canto, concluidas ya para 1650, y a los claustros que se habían hecho y que entonces se iban haciendo. Cuando se trató de trasladar al arquitecto franciscano a Lima en 1657, el Procurador de los Dominicos intercedió a favor de la permanencia del hermano en Quito, alegando que fray Antonio dirigía gratuitamente las obras de Santo Domingo y que sin él no podrían continuarse, por ser esencial su intervención para dichos edificios. De éstos eran el segundo tramo de los claustros de Santo Domingo, que difieren del primero en el fuste cilíndrico de las columnas del piso bajo y el cierre de los corredores altos, que se comunican con el patio, mediante ventanales y también el refectorio, sala rectangular de 33 metros   —64→   de largo por 7 de ancho, con un precioso artesonado, que lleva esta inscripción sobre la puerta al interior: «Acabó esta obra siendo Prior el maestro reverendo padre fray Juan Mantilla en el año d e 1688 a 15 de enero.» El 15 de julio de 1688, la Comunidad Dominicana aprovechó por última vez del prestigio de fray Antonio Rodríguez para el informe oficial sobre las condiciones que reunía el edificio destinado a Colegio de San Fernando y Universidad de Santo Tomás. La obra, que constaba de claustros, salas y capilla, había sido construida por fray Bartolomé García, a base de los planos proporcionados por el mismo arquitecto franciscano. El Colegio se inauguró el 6 de agosto de 1688 con una escuela gratuita para niños pobres. En el frontis de la Capilla estaban esculpidos en piedra los blasones del Colegio y del fundador, que fue nombrado Obispo de Puerto Rico.



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X. Las Recoletas

Las Recoletas comenzaron en Quito a principios del siglo XVII. La fundación obedeció al movimiento espiritual que alentó en España a raíz de la contrarreforma. Cada orden religiosa estableció conventos de estricta observancia, a donde se acogieron voluntariamente los sujetos que anhelaban la perfección mediante el ejercicio superrogatorio de la oración y penitencia. Los franciscanos fueron los primeros en establecer la suya bajo el patrocinio de San Diego de Alcalá. El padre fray Bartolomé Rubio consiguió en 1599 que Marcos de Plaza le hiciese donación de parte del sitio llamado Miraflores para hacer iglesia, casa, huerta y otras oficinas para el establecimiento de la Recoleta Franciscana. El tramo conventual se construyó al estilo de los conventos, con cuadros de claustros en forma de un patio reducido, en un ambiente de austeridad, así por la estrechez del conjunto como por la pobreza   —66→   de las celdas. La iglesia guardó consonancia con el espíritu recoleto. Frente a la fachada de la capilla y al cuerpo conventual se extendía una plaza cercada de muros.

El padre fray Pedro Bedón fundó en 1600 la Recoleta de Santo Domingo, bajo la advocación de la Peña de Francia. Frente a una amplia plazoleta y en sitio cercado de muros ubicó la iglesia con claustros conventuales a cada lado y al fondo, en pendiente violenta, unas cuevas de penitencia y, abajo, un estanque provisto de agua propia para criadero de bagres. El fundador imprimió su espíritu de artista en su Recoleta, combinando la austeridad con aliciente de obras de arte y con el encanto de la naturaleza, el agua y el sol.

Los Mercedarios fundaran a su vez su Convento de Recolección en el sitio llamado del Tejar, aislado de la ciudad por la profunda quebrada que se abría adelante.

Las Recoletas, en lo espiritual, ofrecieron a los religiosos las posibilidades de ascender a la perfección y de influir en la sociedad mediante el ejemplo de una vida austera. En el aspecto urbanístico, completaron la estructura de la ciudad, emplazando sus conventos en los límites de la zona urbana. San Diego señaló el extremo occidental en que comienza a levantarse una de las estribaciones del Pichincha. El Tejar se acogió al pie del monte de Cruz Loma que domina a Quito, interceptando la visión del viejo volcán. La Recoleta Dominicana fue la última construcción monumental edificada al sur de la ciudad. Como los conventos del centro, cada Recolección disponía de agua propia para uso de los religiosos. Además de ser centros de vida edificante, cada Recoleta provocaba la visita de los fieles con el aliciente de algún culto: San   —67→   Diego llamaba la atención por Nuestra Señora de Chiquinquirá que tenía su altar propio; La Recoleta de la Peña de Francia se hizo célebre por la imagen de Nuestra Señora de la Escalera y el Tejar se convirtió en el lugar más apropiado para el encierro de los ejercicios espirituales.





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ArribaAbajoCapítulo IV

Construcciones conventuales del siglo XVIII



I. La Merced

La Orden Mercedaria hizo acto de presencia en la fundación de Quito. El papel que desempeñó fray Bartolomé de Olmedo con Hernán Cortés en la conquista, de Nueva España, hizo también con Sebastián de Benalcázar el padre Hernando de Granada. Este hecho explica la benevolencia del fundador de Quito, al asignar a Nuestra Señora tierras para su culto y solares, para iglesia y convento de los Mercedarios. Estos gozaron, asimismo, del afecto de los Pizarros, quienes se hicieron patronos de una de las capillas,   —70→   poniéndola bajo la advocación de San Juan de Letrán.

No se previó desde el principio la vulnerabilidad del sitio escogido por los primeros fundadores. La primitiva iglesia cedió al impulso de las aguas, secundada por la violencia de los temblores. Al comenzar el siglo XVII, los mercedarios levantaron su segundo templo, con su convento adjunto. Rodríguez de Ocampo los describió en 1650 en los siguientes términos: «La iglesia es de cal y canto con artesones dorados, retablo grande con imágenes de pincel al óleo, sagrario y relicario del Santísimo, estimable, y en medio la Santísima Imagen de Nuestra Señora, de piedra... El claustro primero, alto y bajo, es de arquería, pilares de piedra y todo de cal y canto, con imaginería traída de. España, de la vida de San Pedro Nolasco, curiosa pintura: y otro claustro bajo, donde se contiene más celdas, refectorio y demás oficinas de la sacristía.»15

El terremoto de 1698, que puso a prueba la solidez de los templos quiteños, afectó, más que a todos, a la iglesia de los Mercedarios. Los religiosos optaron por construir un nuevo templo, al modelo de la Compañía. El padre provincial fray Francisco de la Carrera asignó con este fin los primeros fondos y señaló al padre Felipe Calderón por maestro de obras. El arquitecto quiteño José Jaime Ortiz fue el técnico que trazó los planos y dirigió la construcción. La experiencia enseñó la gran lección de que la cubierta de teja, utilizada en el siglo XVI para los templos, no era la aconsejada para Quito, donde las lluvias comprometían los artesonados mudéjares. El hermano Marcos Guerra optó por la bóveda y la cúpula, que aseguraron la duración del templo de la Compañía. Este sistema bovedal generalizó, en el siglo XVII, el hermano Antonio Rodríguez: La Merced fue la última réplica del templo   —71→   jesuítico. En cuanto a la estructura del convento se tornó ritual el estilo del cuadro de los claustros, alto y bajo, con celdas, sala capitular, biblioteca y refectorio.

El emplazamiento de la iglesia obligó a disponer la puerta principal de acceso al costado sur, con un atrio que mediante gradería superó el desnivel del sitio.



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II. El Tejar...

Rodríguez de Ocampo, el cronista acucioso del estado de la Iglesia de Quito hacia 1650, no menciona la Recoleta Mercedaria. La idea y realización de la obra se debió al padre Francisco de Jesús Bolaños, quien desde el año 1733 se interesó en dotar a su Comunidad de un edificio para retiro de los religiosos. El convento consta de un cuadro de claustros en torno a una pila central de piedra bruna. La galería superior defiende al corredor del frío del ambiente, con relleno del vacío de los arcos, que conservan un claro circular al medio de cada uno de ellos. La iglesia, cubierta por una bóveda de cañón, ofrece acceso al público mediante una calle que se extiende al lado central del convento. Parte integrante del Tejar es la «casa de ejercicios», donde el pintor Francisco Albán ha interpretado en lienzos los motivos fundamentales del retiro ignaciano.



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III. Fachada de la Compañía

Una lápida conmemorativa, que se halla empotrada a la derecha del frontispicio, contiene los datos relativos a los autores y fecha de la construcción de la fachada de la Compañía. Dice así: «El año de 1722 el padre Leonardo Deubler empezó a labrar las columnas enteras para este frontispicio, los bustos de los apóstoles y sus jeroglíficos inferiores, siendo Visitador el reverendo padre Ignacio Meaurio. Se suspendió la obra al año de 1725. La continuó el hermano Venancio Gandolfi de la Compañía de Jesús, arquitecto mantuano desde 1760 en el provincialato del reverendo padre Jerónimo de Herce y 2.º Rectorado del reverendo padre Ángel M. Manca. Acabose el 24 de julio de 1765.»

Por este dato se sabe que las columnas que dialogan con su disposición precisa y fuste entorchado, tanto como los jeroglíficos de los apóstoles Pedro y Pablo, no podían ser labrados sino por la mano sacerdotal   —76→   de quien conocía los secretos de la simbología cristiana. Al hermano Gandolfi no le quedaba otra tarea que completar la obra con el primor de encajes lapídeos.

De este modo el templo jesuítico fue el resultado del espíritu de la Compañía traducido al arte por arquitectos y escultores de la mejor cepa europea, la italiana y la germana. Incluso la piedra hubo de ser seleccionada en las canteras de las cercanías de Tolóntag, que ofrecía un material más compacto y elegante que el ordinario del Pichincha. La impresión que ofrece la Compañía a su primera vista evoca las cualidades que señalaba Vitrubio para la buena arquitectura: primero, solidez; segundo, utilidad y tercero, belleza: solidez en la estructura abovedada, utilidad en la amplitud y belleza en los retablos y la fachada.



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IV. Carmen moderno

Quito vio en las Carmelitas una familia religiosa que le pertenecía por vínculos de afinidad espiritual con Santa Teresa. Su hermana mayor, don Lorenzo de Cepeda colaboró para iniciar la obra de la Reforma proyectada por la Santa. El primer Monasterio de San José de Ávila fue resultado de la ayuda económica enviada desde Quito. El Carmen Antiguo se estableció en la casa más identificada con el espíritu quiteño, cual fue la mansión familiar de Santa Mariana de Jesús. De este Monasterio salieron las fundadoras del Carmen de Latacunga, que se inauguró el 8 de septiembre de 1669. En 1698 sucedió el terremoto ocasionado por el hundimiento del Carihuairazo, que asoló las ciudades de Riobamba, Ambato y Latacunga. Las monjas hubieron de refugiarse en el Monasterio del Carmen Antiguo, hasta instalarse en una casa particular que tomaron en arriendo.

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La situación de las Carmelitas de Latacunga excitó la compasión de los obispos Sancho de Andrade y Figueroa, Luis Francisco Romero y Andrés Paredes de Armendáriz, quienes sucesivamente, compraron el sitio, iniciaron la obra y la llevaron a cabo, desde 1702 hasta 1745. Una data del Libro de Vesticiones consigna los siguientes hechos: «En el año de 1745 se estrenó la iglesia. En 6 de junio de 1746 se estrenó el sagrario y el púlpito. El señor obispo don Andrés Paredes y Armendáriz, a cuyas expensas se hizo la iglesia, murió el 3 de julio de 1745.»

El Carmen Moderno esquina su iglesia en el ángulo de dos calles para dar acceso al público. Construida a base de planta rectangular, tiene el coro alto a la entrada y al fondo el retablo mayor, con nichos escalonados, en el callejón del centro, para el expositorio, la imagen de Nuestra Señora del Carmen y el grupo de la Coronación de la Virgen. Adjunto y paralelo a la iglesia se ordena el primer tramo del Monasterio, compuesto de un cuadro de claustros sobrepuestos, en contorno a una pila rodeada de jardines. El coro bajo se conecta con el presbiterio para dar visibilidad a las ceremonias del altar.

Este monasterio posee un Belén estable, donde se ha concentrado un tesoro del folklore del Quito del siglo XVIII, incluso una colección de ejemplares de cerámica quiteña colonial. Ocupa una gran sala rectangular, cuyas paredes están rodeadas íntegramente de motivos navideños y de representaciones escultóricas de los misterios gozosos del Rosario.



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V. Sala capitular de San Agustín

No hay convento que no tenga su sala capitular como parte integrante de su disposición arquitectónica. La de San Agustín se ha vuelto célebre así por su estructura artística, como por su interés nacional, por haber servido de sede a los patriotas que se reunieron ahí, el 16 de agosto de 1809, para ratificar el primer grito de libertad lanzado el 10 del mismo mes.

El tallado y decoración de la sala capitular se llevaron a cabo, a partir de 1741. El padre Juan de Luna, al dar cuenta, de los gastos realizados en el cuadrienio de su Provincialato, consignó la siguiente data: «Gastamos en el General en bóvedas, retablo, hechuras, escañerías, cátedra, espejos, lámpara, hechura de piscis, diademas de plata, misal, cuatro ornamentos, atril de plata, digo en su hechura y cuatro marcos que se añadieron, órgano, con todos los dorados   —80→   y pinturas seis mil trescientos diez y seis pesos.» Los capitulares celebraron el celo del padre Luna, cuya actuación estaba «patente a toda la Comunidad en la suntuosa composición del General o Sala Capitular.»

Mide la sala 22 metros y medio de largo y siete de ancho, rodeado en sus lados laterales por dos hileras de escaños sobrepuestos, que se cierran a la mitad del fondo izquierdo para dar sitio a la tribuna. Frente a ésta, en el fondo derecho, se encuentra el retablo del Santo Crucifijo. El artesonado consta de figuras geométricas entrelazadas, en forma de círculos y elipses, que hacen marco a cuadros ordenados en dos callejones paralelos. El artesonado descansa en cerco de faldones oblicuos, donde se han ordenado, en serie de simetría, cuadros representativos de santos agustinianos.



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VI. Capilla del Hospital

La fundación del Hospital de la Caridad data de 1565. Fue su fundador don Hernando de Santillán, primer Presidente de la Audiencia de Quito. Rodríguez de Ocampo hace alusión al Hospital en su mencionada Relación de 1650. «El sitio, dice, es bueno y en parte cómodo; tiene iglesia y capellán, botica y médico, dos pilas de agua y huerta... En la esquina de este Hospital, junto a la puerta de su iglesia, se pintó en la pared la imagen de Nuestra Señora, con el niño en los brazos; ha ido de tiempo en tiempo aumentando su hermosura y colores de la pintura, de que se originó la hermandad y devoción de esta santa imagen.» Frente a ella se hallaba la casa, desde donde Mariana de Jesús rezaba diariamente el Rosario. En su honor se había levantado una pequeña capilla, cuyo recuerdo quedó consignado en una inscripción lapídea, que se encuentra ahora baja el Arco de la Reina. Dice   —82→   así: «Acabose esta capilla de Nuestra Señora de los Angeles a 14 de septiembre, año de 1682, siendo Mayordomo Joseph de Luna y Diego Ruiz, sus esclavos.»

A principios del siglo XVIII se hicieron cargo del Hospital los padres Belermos, quienes comenzaron por construir la iglesia que dura hasta el presente. En el testamento de Miguel de Santiago consta que, a cambio de cuadros, se le cedieron unas columnas que procedían de la capilla primitiva. La actual es de una sola nave con cúpula en el crucero y el retablo mayor de tres cuerpos, en el último de los cuales, se ha colocado una réplica de la pintura de Nuestra Señora de los Ángeles.

Se conserva, asimismo, en la planta baja de detrás de la capilla, una arquería con nichos abiertos en los muros, donde se colocaba a los enfermos, al abrigo de las corrientes de aire.



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VII. Casa de ejercicios (actual Hospicio)

El padre Bernardo Recio, en su «Compendiosa Relación de la Cristiandad de Quito» atribuye al padre Baltazar de Mancada la fundación de la casa de ejercicios, destinada al retiro de los sacerdotes. Patrocinó luego la fundación y completó la obra el ilustrísimo señor Juan Nieto Polo del Águila, obispo de Quito, que comenzó a gobernar la Diócesis desde el 6 de diciembre de 1749. El cronista anónimo que trazó la serie de obispos, dice, al referirse al señor Polo del Águila: «está haciendo fabricar a sus expensas una casa de clausura con su capilla grande, nombrada la Casa de Ejercicios, en la parroquia de San Sebastián, que circunvecina con el cerrito del Panecillo, de donde se sacan y labran las piedras para la construcción de dicha fábrica.»

El padre Recio describe así este retiro: «Está la casa en un altozano, de donde se descubre, con perspectiva   —84→   bien agradable, lo más de la ciudad. Tiene fuera de la hermosa capilla y refectorio común diez y ocho o diez y nueve aposentos, todos con pinturas y letras acomodadas al ministerio. Sirve de recreo y ensanche un ameno jardín y huerta bien capaz.» Se conserva, con modificaciones, la parte sustancial a que se refiere el escritor jesuita.







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ArribaAbajoSegunda parte

Escultura e imaginería


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ArribaAbajo Capítulo V

Artesonados



I. Espíritu religioso de la Colonia

Una simple ojeada a la estructura urbanística de Quito nos permite razonar acerca del espíritu que animó a la ciudad durante el período de su vida hispánica. Son varios los factores que determinan el espíritu general de un pueblo: el clima, la religión, la cultura, la forma de gobierno, la tradición, los usos y costumbres. Según el mayor o menor influjo de cada uno de estos factores, en relación con los demás, resulta el espíritu particular de un pueblo, que se individualiza con notas propias y características. Quito es una ciudad repleta de templos monumentales, que hacen contraste con la moderación de los edificios civiles.   —88→   Cada iglesia conventual vigila la población de su barrio respectivo, que vive su vida religiosa de acuerdo con el ceremonial adoptado por su parroquia o su convento de vecindario. La altura de las torres ha servido para asegurar el pararrayos defensor en las tormentas y amplificar la voz de las campanas, que señalan a los fieles el ritmo de las ceremonias. No ha tenido el pueblo dificultad de contribuir con sus donativos a la construcción de las iglesias, hogar común para sus prácticas religiosas. La Religión se ha impuesto fácilmente sobre los demás factores de la vida. El cambio de orientación política, introducido por la Independencia, no deshizo el sentido religioso que ha animado al pueblo durante tres centurias. Quito sigue siendo una ciudad de aspecto monumental, por el cerco de montes que le rodean y por las construcciones conventuales de que consta.

Este espíritu característico de Quito ha influido en la formación del espíritu general de la nación. Desde muy temprano Quito se convirtió en la escuela de Bellas Artes y en capital de la Diócesis y de la Audiencia. De Quito se impartieron las orientaciones de la Iglesia y la Política, para modelar la vida religiosa y social de las demás ciudades. En el aspecto artístico, la Escuela Quiteña abarcó, en la zona de su influjo, a todas las ciudades de la Real Audiencia, desde Popayán y Pasto al norte hasta Loja y Piura al sur.



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II. El legado mudéjar

La arquitectura de cada templo quiteño se integra con su respectivo artesonado. Cabe, no obstante, estudiar aparte este aspecto de la artesanía de nuestro pueblo. El arquitecto descubrió, desde luego, en las canteras del Pichincha, el material lapídeo para la estructura de iglesias y conventos. El artesano del tallado tuvo a su vez a la mano abundancia de cedros provenientes de los bosques cercanos a la ciudad. España introdujo, a través de la arquitectura, el columnario griego y la arquería romana, que se convirtieron en elementos esenciales de las galerías de los claustros y los órdenes sobrepuestos en retablos y fachadas. Para los artesonados se aprovechó del figurado geométrico creado por los árabes. Herder definió a la cultura arábiga «fragante arbusto nacido en árido suelo.» Al ser trasplantado a España floreció en los patios con la frescura de los naranjos, en los surtidores de agua para los ritos lustrales, en el sentido alegórico de la   —90→   poesía y, sobre todo, en el primor de la laceria para decorado de las mezquitas y palacios. En los templos quiteños penetró el espíritu mudéjar con fuerza vital hasta convertirse en modalidad típica de los artesonados del siglo XVI. La catedral fue el primer templo que cubrió su cielo raso con artesonado mudéjar. La iniciativa se debió al ilustrísimo señor fray Pedro de la Peña, que fue el continuador de la obra comenzada por el Arcediano Pedro Rodríguez de Aguayo. La labor de carpintería corrió a cargo de un religioso converso de Santo Domingo, según el testimonio de fray Reginaldo de Lizárraga, quien recibió la tonsura del primer Obispo de Quito. La catedral, dice, tenía «la cubierta de madera muy bien labrada, labrola un religioso nuestro (dominicano), fraile lego, de los buenos oficiales que había en España.» El alfarje primitivo hubo de sufrir transformaciones, a causa de deterioros producidos por las lluvias, hasta la llevada a cabo en nuestros días, en que se ha hecho el total renuevo del artesonado catedralicio.

Córdoba Salinas, en su Crónica Franciscana del Perú (1651) describe la iglesia de San Francisco de Quito, en la parte relativa a la armadura, en estos términos: «La nave del medio es muy alta, cubierta de lazo mosaico de incorruptible cedro, a manera de bóveda hecha una ascua de oro. La iglesia corre de follaje labrado en cedro... El crucero es de cuatro arcos torales, fabricados sobre cuatro pilares, la cubierta del mismo lazo que la iglesia.» De esta armadura mudéjar se ha conservado hasta el presente el artesonado del coro y los brazos laterales del crucero. El primitivo artesón de la nave central ha sido reemplazado posteriormente por una decoración barroca del siglo XVIII. La fecha de construcción puede apreciarse por la inscripción del arco toral que dice: «Mandó hacer este artesón nuestro padre fray Eugenio   —91→   Díaz Carralero, siendo Ministro Provincial de esta Santa Provincia Año de mil setecientos setenta.»

La armadura más compleja de alfarje ofrece el artesonado de Santo Domingo, que data de principios del siglo XVII. Podría afirmarse que el modelo inmediato fuese la armadura del templo dominicano de San Pablo de Córdoba, por los religiosos cordobeses que vinieron a fundar la Provincia de Quito, sin subestimar el hecho de la artesanía, que desplegaron ya los «carpinteros de lo blanco» en los artesonados de la catedral y San Francisco. El artesón de Santo Domingo contiene todos los elementos constructivos que exige el alfarje clásico: el «estribado» o marco de vigas que unen los ángulos de la cubierta; los «faldones», compuestos de alfardas, unidos entre sí por lazos y trasdosados por un tablero; el «harneruelo», donde se desarrolla la «lacería arábiga» en figuras de decoración y simetría y los «tirantes» enlazados que se colocan a trechos a la base del artesonado. (Lampérez). En el «almizate» la escuadría ha combinado los lazos en figuras geométricas que combinan estrellas de diez y seis y doce lados con ojos ochavados. La bóveda del crucero, que recuerda la del coro de San Francisco, es una aplicación de las crucerías adoptadas en los templos cristianos españoles, en que todos los nervios concurren a una clave central, desde la base de un polígono octogonal.

La lacería mudéjar decora también el artesonado del presbiterio de la iglesia de San Diego, construida en la primera mitad del siglo XVII. Es difícil determinar el origen y los artistas talladores de la ornamentación arábiga de los templos quiteños. Nuestros, artesanos dieron muestra de su habilidad al conseguirla euritmia geométrica, con entrelazados de polígonos estrellados de ocho y dieciséis lados que se combinan con ojos ochavados. Esta decoración tuvo su   —92→   auge en Quito entre el último cuarto del siglo XVI y la primera mitad del XVII. Presto se echó de ver la fragilidad de este elemento ornamental en el ambiente de Quito, donde el invierno desataba las lluvias, originando goteras que deslucían los artesonados o se producían temblores que destrozaban toda la armadura.

El problema de la solidez de la cubierta, que resolvió el templo de la Compañía con la estructura de la bóveda, modificó la aplicación de la lacería mudéjar. No fue ya la armadura a base de madera labrada, sino la decoración en relieve de ladrillo y de yeso. La ornamentación con figuras geométricas constituyó un elemento integrante de la construcción arquitectónica, que comenzaba en las pilastras y se coronaba en todo el artesón del cielo raso. De este estilo son las decoraciones de la Compañía, de Guápulo y la Merced. La riqueza de la Compañía ha permitido cubrir con oro los resaltos mudéjares de la decoración en las pilastras y en la bóveda. La técnica de este trabajo seguía dos procedimientos principales: o «grabando» al ataurique sobre el material de la superficie (piedra, ladrillo, madera) o «moldeando», es decir, echando el yeso blando sobre un molde que permitía conservar la uniformidad de un tema repetido. En la Compañía se ha utilizada el primer procedimiento, que implicaba mayor esfuerzo artístico en el trabajo personal y en la Merced y Guápulo se ha echado mano del moldeo.

En la segunda mitad del siglo XVII se aprovechó también del estilo mudéjar para decorar los artesonados de las dependencias conventuales. El más antiguo de esta clase es el Refectorio de Santo Domingo, construido en 1687, en el Priorato del padre Juan Mantilla. Como procedimiento técnico, el dibujo ornamental   —93→   consta de listones clavados sobre un tablero. En la mitad corre una línea recta, en que alternan círculos y cuadrados con rosetones al medio. A cada círculo, responde a los lados un polígono octogonal ordenado en callejón paralelo que lleva, pintadas en lienza, escenas de la vida de Santa Catalina de Sena. El enlace entre las figuras del eje central y los marcos poligonales se ha obtenido mediante estrellas, a cuyo fondo hay una decoración floral en tono bajo. En todo el contorno rectangular del paño central gira un faldón de molduras que enmarcan lienzos de mártires e inquisidores de la Orden Dominicana. El refectorio mide 33 metros de largo por 7 de ancho.

Cincuenta y cuatro años después del refectorio de Santo Domingo se realizó la decoración de la Sala Capitular de San Agustín. No se habían perdido, con el transcurso del tiempo, la técnica ni el gusto por la ornamentación mudéjar. Al contrario, la reducción del espacio y proporciones de los entrelazados permitió destacar mejor el conjunto decorativo. También en esta sala el juego de las figuras geométricas resalta como relieve sobre tablero plano. La línea del eje central consta de círculos y elipses adornados de querubines y piñas. Dos callejones paralelos de polígonos irregulares contienen telas, representativas de temas de la iconografía agustiniana. Los vacíos entre el figurado geométrico se hallan decorados por flora de color variado. En los faldones de los lados se alinean lienzos enmarcados en listones dorados. La sala capitular se integra con doble hilera de bancas, cuyos espaldares y antepechos, constan de tableros labrados profusamente en calados primorosos.

Por la firma de Antonio de Astudillo que consta en los lienzos, puede afirmarse que data también de la segunda mitad del siglo XVIII, la decoración del nártex de la Iglesia de San Francisco. Las molduras doradas,   —94→   lo mismo que las pinturas, han conservado su primitiva frescura, por el sitio que las defiende de los efectos atenuantes de la luz.

La decoración mudéjar salió de la iglesia y salas interiores para embellecer exteriormente la techumbre de los claustros. Huellas de estos artesonados quedan aún en la Merced y San Francisco. El claustro de San Agustín, que da a la Sala Capitular, conserva este artesonado, hecho a base de figuras romboidales con una piña colgante a la mitad. Su construcción se adelantó con un siglo a la decoración de la Sala Capitular. Debió constituir parte integrante del adorno del claustro, con las galerías de cuadros pintados por Miguel de Santiago, bajo el mecenazgo del padre Basilio de Rivera.

El elemento cultural de estilo decorativo mudéjar, compenetrada ya en el espíritu constructivo español, supervivió en Quito, como artesanía, durante todo el período hispánico de nuestra historia. Tuvo su auge en la ornamentación de las iglesias, se desplegó hacia las salas conventuales y los claustros y no salió del ambiente religioso. No hay una muestra de esta decoración en los edificios civiles, ni hay pruebas de su persistencia después de la transición a la autonomía política. La réplica procurada en el artesonado de la catedral y en la sala de recibo de la Casa Jijón, no son sino traslados de un modelo colonial.





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ArribaAbajo Capítulo VI

Retablos



El barroco quiteño

Los retablos integraron la decoración de los templos. Su estructura obligó a los artistas a sujetarse a normas de proporción para cubrir los espacios destinados a altar del culto religioso. El nicho central de la imagen señalaba el ritmo a los elementos constitutivos del conjunto. La amplitud de la superficie permitía calcular el tamaño de las partes integrantes.

El nombre de altar mayor designa en cada templo el altar principal consagrado al culto. Se destaca mediante el Presbiterio, escenario indispensable para el desarrollo de las ceremonias rituales. Es el mayor   —96→   por sus grandes proporciones, que obedecen al plano arquitectónico. Cada altar mayor se halla decorado por el retablo, en cuyo centro luce la imagen titular de la iglesia. No intentamos trazar aquí la historia cronológica de los retablos quiteños. Nos contentaremos únicamente con hacer algunas observaciones, que faciliten la comprensión de las características de esta rama de arte, en que se ha puesto de relieve la habilidad de nuestros artistas coloniales.

SAN FRANCISCO.- Córdova Salinas alude de modo general, al retablo mayor de San Francisco. «El retablo del altar mayor, dice, poblado de estatuas, a imitación del Panteón de Roma, da vuelta a toda la capilla mayor en redondo, todo de cedro: obra superior por la valentía del arte y escultura con que la labraron escogidos artífices.» El cronista franciscano escribió su obra en 1650, aprovechando de los datos oficiales que se le enviaban de cada provincia. El retablo mayor de San Francisco remonta, a fines del siglo XVI, como se puede colegir del grupo del Bautismo de Cristo, atribuido a Diego de Robles. Sobre zócalo con relieves de los Evangelistas se levantan robustas columnas de fuste labrado con remate jónico, que se yerguen en contorno del presbiterio. Entre ellas se escalonan dos hileras de apóstoles en actitud de dirigir, sus ademanes a la figura de la Virgen Inmaculada que se halla en el nicho del centro. A cada columna, mediado el entablamento, se sobrepone un elemento de soporte, consistente en el torso de un ángel con las manos levantadas, para sostener un frontón, que se corona con la imagen yacente y perfilada de una virtud alegorizada. El retablo acentúa la impresión de verticalidad, suprimiendo prácticamente el escalonamiento de los órdenes. Además introduce en la estructura, la figuración de los Símbolos de la Trinidad como remate de Altar Mayor.

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LA COMPAÑÍA.- Los datos proporcionados por el padre Pedro de Mercado, contemporáneo del artista constructor, atribuye al hermano Marcos Guerra, tanto la construcción arquitectónica del templo, como el tallado de los retablos del Altar Mayor y de los brazos laterales del crucero, inclusas las tribunas que resaltan en contorno. Se explica ahora la unidad de líneas que corre por sobre los arcos de la nave central y continúa por el entablamento divisorio de los cuerpos que se sobreponen en el retablo. En éste se combinan a maravilla la línea horizontal con la vertical, que se corona con frontón circular, para inspirar el sentimiento de elevación. En este retablo se introduce la columna de fuste helicoidal, que se perfecciona en el frontispicio del templo y se generaliza en los altares del siglo XVIII. Al igual que en San Francisco, el callejón central del retablo mayor de la Compañía remata encima con la representación de las tres personas de la Trinidad. No menos hábil se mostró el hermano Marcos Guerra en los retablos laterales del crucero. Debiendo cubrir el gran espacio con un solo nicho central, agrandó las proporciones de las columnas y decoró los flancos y el remate con primoroso tallado y pequeñas hornacinas.

La Compañía, en su estructura arquitectónica y su retablo central, sirvió de modelo al templo de la Merced y a su altar mayor.

GUÁPULO.- Las retablos del altar mayor y de los brazos laterales del crucero de Guápulo reconocen la paternidad de sus artistas constructores. Los cedros procedían de los bosques de Nono, Cotocollao y del Pichincha. El capitán don Marcos Tomás Correa hizo el diseño por el precio de doscientos pesos. El tallador fue don Juan Bautista Menacho. Las herramientas para el labrado y los clavos para el armado corrieron   —98→   a cargo del herrero don Martín Gómez. El dinero provenía de donativos de los barrios de Quito y de los pueblos circunvecinos. La obra se llevó a cabo, en el último decenio del siglo XVII. El retablo del altar mayor constaba de tres cuerpos sobrepuestos, divididos por entablamentos, que se coronaban al medio con un frontón circular. Verticalmente el callejón central estaba flanqueado por otros dos a cada lado, divididos por columnas de fuste decorado. Esta disposición estructural formaba cuadros rectangulares, destinados a lienzos de los apóstoles pintados por Miguel de Santiago. Este artista pintó la escena de un milagro que tenía por fondo el retablo primitivo, que ha permitido rehacer modernamente el actual altar reemplazando los lienzos por esculturas en relieve. Se conservan todavía en su estado primero los altares de los brazos del crucero, que tienen la misma disposición del retablo mayor. Los marcos del izquierdo contenían representaciones de ángeles y, los del derecho, motivos relativos a la historia del Santuario.

LA OBRA DE BERNARDO DE LEGARDA.- Este artista, dotado de asombrosa habilidad, fue al mismo tiempo arquitecto, escultor e imaginero. Nacido a principios del siglo XVIII, su obra artística se desarrolló entre 1730 y 1773. El 7 de enero de 1745 firmó un contrato con el Rector de la Compañía de Jesús para dorar el tabernáculo del altar mayor, con los calados y forros, desde la última columna hasta el arco toral, con las tribunas de los lados. Durante el Provincialato del padre Tomás Baquero (1748-1751) llevó a cabo la construcción del retablo mayor del templo de la Merced. Legarda trabajó, asimismo, el retablo de Cantuña con el Calvario que se encuentra en el nicho central. De su tiempo son también los retablos del Carmen Moderno y del Hospital.

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El retablo de la iglesia de Cantuña se da la mano con el del coro de la catedral. En uno y otro se ha concretado el escultor a labrar el marco que rodea al motivo central, que en el primero es el grupo del Calvario y en el segundo, un lienzo grande del tránsito de la Virgen. Igual observación puede hacerse del sinnúmero de retablos que pueblan las naves laterales de los templos quiteños. El nicho consagrado a la imagen de devoción popular imprime el ritmo a la decoración de los remates y los flancos, consistentes en frontones semicirculares y columnas salomónicas.

RETABLO DEL ROSARIO.- La Capilla del Rosario presenta en sus retablos la evolución del movimiento barroco que alentó las obras de los siglos XVII y XVIII. El altar principal consagrado a Nuestra Señora del Rosario contiene, en el callejón del centró; el nicho expositorio, el de la mitad dedicado a la Virgen y un tercero sobrepuesto para el grupo de la Trinidad. A los flancos de los dos primeros se interponen a cada lado una calle dividida por columnas de fuste cilíndrico, que rematan el primer cuerpo por un entablamento que se interpone al coronamiento del nicho central. Desde el nivel de éste se alza una decoración labrada que se contrae hasta culminar en un carpanel con dos lóbulos arqueados. En todo el cuerpo del retablo hay quince espacios que llevaban antes espejos y hoy han sido cubiertos por los quince misterios del Rosario.

A los costados del presbiterio hay dos retablos gemelos, dedicados a San Joaquín y Santa Ana, cuyas imágenes, vestidas de brocado, descansan en nichos abiertos en un cubo saliente. A los flancos se levantan dos columnas salomónicas, sobre cuyos capiteles corintios corre un cornisón que enmarca el nicho y   —100→   soporta el armazón que decora el intradós del arco, incluyendo el marco de una ventana abocinada. Los vanos intercolumnares se han cubierto con dibujos lineales de reminiscencia mudéjar, que entrelazan figuras romboidales, platillos circulares rodeados de hojarasca, macetas de flores, etc.

A derecha e izquierda de la primera planta de la capilla se levantaban retablos que cubrían todo el muro de relleno del gran vacío de los arcos. El de la siniestra ha sufrido modificación notable por el portón abierto para conexión con la capilla de la Escalera. El de la diestra, consagrado a San José, conserva su decoración primitiva. La estructura de este retablo consta de tres callejones divididos por columnas sobrepuestas en dos cuerpos, con un remedo de entablamento. Diríase que una imaginación fantástica hubiese introducido en cada elemento constructivo una forma nueva. Las columnas exhiben un revestimiento escalonado de aletas, molduras, ménsulas con hojas de vid y racimos de uvas. El fuste de base rectangular evoluciona a forma cilíndrica para coronarse con un capitel corintio. Los espacios intercolumnares se hallan cubiertos con lienzos, uno a cada lado del nicho central y un tercero que se sobrepone y está flanqueado por ventanas.

En los retablos laterales de la capilla se ha destacado con decorado brillante todo el elemento decorativo, empleando el rojo para el tablado del fondo.

CARACTERÍSTICAS DEL BARROCO QUITEÑO.- La índole sintética del presente estudio no permite detenerse a describir el centenar de retablos que adornan las naves de los templos quiteños. Cabe, en cambio, tratar de establecer las notas dominantes que caracterizan esta manifestación del espíritu de nuestro pueblo. Los templos coloniales son la expresión   —101→   del sentir religioso colectivo. Los fieles acuden a ellos como a hogar común, en el cual la limosna individual se ha convertido en la piedra sillar o el ladrillo constructivo. Por el hecho de su presencia permanente, el templo se convierte en patrimonio de todos, sin que nadie piense en el arquitecto, ni se dé cuenta de la supervivencia del espíritu que presidió para imprimir solidez, duración y gracia a la Casa de Dios y del pueblo fiel.

Los retablos, en cambio, reflejan la individualidad de los artistas, como intérpretes del ambiente religioso que interpretan. En ellos se puede adivinar el gusto dominante, que se complació en desahogar la pompa del culto en los altares del santo de la devoción popular. La música se alía con la escultura para dar el compás a las figuras que vuelan, en torno a un centro de gravitación oculto y casi fuera de cuadro. Como característica primera del barroquismo quiteño puede señalarse la combinación, en la estructura del retablo, de los órdenes clásicos en la disposición del columnario, que da por resultado la armonía en el conjunto. Sobre esta base, el dinamismo vital ha estallado en la decoración de las columnas. Las primeras que se ofrecen, en el siglo XVI, como elementos de soporte, adaptados de grabados de Juan Vredeman de Vries en Amberes, 1565, son Atlantes y Cariátides, que evolucionan hasta convertirse en Ángeles, cual los del primitivo retablo de Santo Domingo y las que coronan el altar de San Francisco. Las columnas de orden clásico fueron utilizadas en las galerías de los claustros y las fachadas de los templos y muy rara vez en los retablos. No se desechó, sin embargo, el uso de la base y el remate, como quiera que el fuste se alargara a medida de las proporciones del retablo, y se revistiera de estrías o con figuras geométricas entrelazadas de reminiscencia mudéjar. En cambio,   —102→   se puso de moda la columna salomónica, de cinco y más vueltas de espiral. El retablo mayor y el frontispicio de la Compañía ofrecen el modelo cumplido de estas columnas entorchadas. En ellas el dinamismo obedece todavía a leyes de medida justa. A partir del siglo XVIII las columnas salomónicas revisten una decoración profusa, a base de pámpanos y racimos de vid, que cubren el contorno de las volutas. Aquí es donde el artista se detiene deliciosamente en interpretar las figuras laberínticas que forman la naturaleza americana con las ramas de la viña y la pasiflora. No contento con este adorno natural, el tallador introduce figuras de angelillos que entrelazan las ramas en torno al fuste de las columnas, como en el retablo del Quinche. El retablo de la Capilla de Santa Marta, en San Francisco, ofrece el tipo de columna anillada con coronas caladas interpuestas y del callejón central flanqueado con sobreposición de pequeños nichos. En resumen, el retablo, con su variedad de columnas decoradas, es la mejor expresión del barroquismo quiteño, que aprovecha del ordenamiento clásico como soporte de vitalidad ornamental, arquea los frontones, interrumpe la línea de los entablamentos, decora los fondos con figuras geométricas, remata las caídas con mascarones y enlaza festones de frutas familiares, como el aguacate, la piña, la chirimoya, la manzana y la granada.

Complemento necesario de los retablos fue la aplicación del oro. El arte del decorado constituyó una especialización, que completaba la formación del escultor, como en el caso de Bernardo de Legarlo, o se la cultivaba aparte como en el Bartolo, dorador del Sagrario de Guápulo. Los ejemplares más antiguos revelan la aplicación del dorado al óleo, procedimiento que consistía en cubrir los objetos con preparaciones a base de aceite craso, sobre cuyo fondo se extendía el color, para aplicar encima las hojas de oro. De este   —103→   estilo son las cariátides y atlantes del siglo XVI y principios del XVII, e imágenes y relieves del antiguo coro de Santo Domingo y San Francisco. Durante el siglo XVIII se generalizó el procedimiento ordinario, que consistía en cubrir primero el objeto con capas de tiza o yeso a base de cola y luego una capa de bol de Armenia, que recibía las hojas de oro, aplicadas mediante un pincel. El pulimento final se hacía con piedra ágata o con colmillo de elefante. No pocas veces se decoraban los vestidos de las imágenes con flores o figuras doradas al óleo y al temple. Casi todos los retablos del siglo XVIII son íntegramente dorados y en algunos casos se han dorado las decoraciones en relieve, pintando de rojo o azul el tablero del fondo. El arte del decorado dio ocasión a la artesanía de los batiojas16 que reducían el oro a hojas de finísima ductilidad. El oro procedente de las minas de Zamora, Zaruma y Popayán, laminado por manos de los batiojas, sirvió para los retablos coloniales.





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ArribaAbajoCapítulo VII

Púlpitos y confesonarios


San Agustín fue el primero en observar que en todo templo católico había tres lugares sagrados para los fieles: el altar, el púlpito y el tribunal de la penitencia. Bossuet amplificó esta observación, destacando el motivo que cada uno de estos lugares entrañaba para merecer la veneración de los cristianos. En el altar se ofrecía Cristo en la verdad de su cuerpo, en el púlpito en la verdad de su doctrina y en el confesonario en la verdad de su misericordia. Si el altar había sido realzado con un retablo cubierto de oro, era natural que también el púlpito fuese decorado con especial magnificencia y aún el confesonario revistiese dignidad a la vista de los fieles.

Todos los templos tienen púlpitos fijos adosados a la primera pilastra, que forma el ángulo entre la nave   —106→   central y el brazo derecho del crucero. Constan, por lo general, de columna de sostén, tribuna y tornavoz, en forma de dosel. Cada uno de estos elementos se caracteriza por su estructura y decoración, de acuerdo con la ornamentación del templo y el espíritu que guió su construcción.

El de San Francisco es el más antiguo y ha conservado intacta su configuración primera. En torno a la columna de sostén se ha querido simbolizar el triunfo sobre la herejía, mediante figuras de atlantes que se inclinan a soportar el peso de la cátedra de la verdad. La tribuna consta de molduras flanqueadas por columnitas labradas, antepuestas entre un zócalo continuado y la cornisa, que cierra el pasamano y continúa por el descenso de la grada. En el revestimiento que enlaza la tribuna con el tornavoz se destaca el relieve de la Inmaculada, en actitud de aplastar la cabeza de la serpiente bíblica.

El púlpito de la Compañía guarda consonancia con la decoración del templo y fue construido y labrado por el hermano Marcos Guerra. Llamó la atención desde el principio, según atestigua el padre Pedro Mercado, cuyas son las siguientes expresiones: «Lo que más lleva los ojos es el púlpito por ser raro en el artificio de obra corintia... Es pues este púlpito de obra corintia dispuesta por el artificio del insigne hermano Marcos Guerra. La cima de él se corona con un bulto, de más de vara, del predicador de las gentes San Pablo: las tablas del cuerpo del púlpito están adornadas con cuatro cuerpos del tamaño de media vara y todos ellos son de los cuatro Evangelistas. Acabose de dorar y esmaltar en el año de mil seiscientos y cuarenta y ocho. Estrenose en el día del Apóstol del Oriente San Francisco Xavier, con un excelente sermón que predicó de sus elogios el muy reverendo padre fray   —107→   Juan Isturizaga, del Orden de Santo Domingo. Provincial entonces de la Provincia de Quito.»

Juan Bautista Menacho es el mejor escultor y tallista quiteño del medio siglo que va de 1670 en adelante. Su obra principal se concretó a los retablos y decoraciones del Santuario de Guápulo. Fue uno de los artistas que integró el grupo, que trabajó bajo el mecenazgo de don José de Herrera y Cevallos y que estaba integrado, además, por el arquitecto fray Antonio Rodríguez y los pintores Miguel de Santiago y Nicolás Javier Goríbar. La habilidad extraordinaria de Menacho lució, sobre todo, en la talla del jube del coro y en el púlpito. Este es, sin duda, uno de los mejores ejemplares conservados del período hispano de nuestro arte. Su originalidad estriba en el primoroso cáliz que sostiene a la tribuna y halla su réplica en el coronamiento del tornavoz. Entre la moldura del pasamano y del zócalo se interponen columnas helicoidales que enmarcan las molduras, cada una de las cuales contiene sobre una mensulilla la imagen diminuta de un santo doctor de la Iglesia. Integrando el antepecho de la tribuna desciende por la grada el pasamano con molduras de primoroso calado; esta obra se llevó a cabo en torno a 1717.

La iglesia de la Merced ha conservado el púlpito antiguo que fue construido durante el Provincialato del padre José de las Doblas (1691-1694). Las cuentos relativas a este período consignan la cantidad de 1.586 pesos empleados en madera y libros de oro, incluyendo el pago a los carpinteros y doradores. La estructura conserva el estilo introducido por los púlpitos de San Francisco y la Compañía.

El del Carmen Moderno lleva la data de su hechura en la siguiente nota consignada en el libro de Crónica del Monasterio: «En el año de 745 se estrenó la iglesia. En 6 de junio de 746 se estrenó el Sagrario y el púlpito.   —108→   El señor Obispo don Andrés Paredes y Armendáriz, a cuyas expensas se hizo la iglesia, murió el 3 de julio de 745.»

Fuera de esos púlpitos que guardan unidad con la decoración general del templo, hay algunos que han simplificado su estructura, reduciendo a la forma de un cáliz con columna de fuste decorado como elemento de sostén de la tribuna. Esta conserva la disposición tradicional de encuadrar entre columnas salomónicas un tablero en cuyo centro se halla la imagen en pequeño de los doctores de la Iglesia o de santos que tienen relación concreta con el convento o monasterio. El tornavoz se corona también con la efigie de un santo. De este estilo son los púlpitos de la catedral, de Cantuña, de Santa Clara y de San Diego.

El afán decorativo se extendió a todos los elementos que entraban a servicio del pueblo fiel. No era posible que un templo, ornamentado en sus mínimos detalles, como San Francisco, la Compañía, la Merced, tolerase confesonarios sin talla de adorno. Este corona el remate con figuras caladas, que se combinan con tableros triangulares esculpidos, que separan el asiento del confesor del reclinatorio de los fieles. En general, la decoración de los confesonarios guarda consonancia con la riqueza ornamental del templo.



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ArribaAbajo Capítulo VIII

Coros y sacristías



I. Coros

No hay templo que no tenga su coro, como parte integrante de su arquitectura, destinada a los cantores, y en las iglesias conventuales, al rezo coral del oficio divino. La tradición española compaginó con los coros catedralicios que rodeaban por delante al presbiterio, aislándolos de los fieles que ocupaban el sitio de la nave central. Los coros de los conventos se ubicaban, de preferencia detrás del retablo mayor. Por lo que mira a la ornamentación se hizo célebre en Valladolid el Coro del Monasterio de San Benito, labrado con primor por la gubia genial de Alonso Berruguete. En Quito se colocaron los coros a la entrada de la   —110→   iglesia, en un cuerpo saliente, que descansaba sobre arcos más reducidos que los de la nave central. Destinados al rezo diario del oficio divino en comunidad, puso en ellos cada orden religiosa, la intimidad de su espíritu, reflejada en sus santos familiares.

El Coro de San Francisco es el de más antigua data. Su artesonado es el primitivo, que guarda consonancia con la armadura mudéjar de los brazos del crucero. Córdova Salinas lo describe detalladamente en 1651: «Adornan el coro ochenta y un sillas de cedro, los espaldares de curiosas labores acompañados de columnas jónicas: ostenta cada silla peregrina en su adorno un santo de media talla, ángeles y vírgenes, todos vestidos de oro, que siendo los más bien obrados del reino se llevan los ojos de todos. Lo que resta hasta el techo ocupan valientes pinturas, historias de los hechos de San Pedro y San Pablo, guarnecidas de columnas y molduras de cedro doradas. Salen del coro a la iglesia dos tribunas iguales de lazo doradas, que sustentan dos órganos, siendo el uno de madera, peregrina en la labor, mesturas y voces: ocupan diez y seis castillos sus cañones, que siendo innumerables, el mayor de ellos tiene diez y ocho palmos de largo y cuatro de hueco. La suavidad de sus voces cuando se tañen, su variedad y dulzura arrebatan el espíritu a la gloria, para alabar a Dios, que escogió en instrumento de tan maravillosa obra a un fraile menor, que en su vida había hecho otro órgano.» La talla del coro franciscano se atribuye al padre Francisco Benítez, quien afirmó en 1627, que tenía 65 años de edad y que era «maestro de arquitectura en todo género de obras.»

El templo de la Compañía tiene tres coros, el principal que se halla a la entrada, cuya tribuna descansa sobre la mampara de la puerta interior, enmarcada en columnas salomónicas de primoroso labrado, y dos   —111→   colaterales a la cúpula del crucero. Los tres coros integran la disposición arquitectónica del templo y reconocen por su artífice al hermano Marcos Guerra, según dato de su contemporáneo, el padre Pedro de Mercado.

Rodríguez de Ocampo describe el coro primitivo de Santo Domingo tal cual se conservaba hasta 1650. Era «grande con sillería, dorado y por las paredes san tos de media talla sobre tablas de madera doradas.» El padre fray Domingo de Terol había comprometido a Bernardo de Legarda para que hiciera una mampara, al estilo de la Compañía o del Sagrario. El escultor allegó los materiales, pero no pudo llevar a cabo el compromiso. Con la modificación del templo en el último cuarto del siglo XIX, el coro que se hallaba sobre los dos arcos menores de la entrada de la iglesia, fue trasladado a un departamento conventual contiguo al altar mayor. Los relieves, a que hace alusión Rodríguez de Ocampo, restituidos a su dorado primitivo, se encuentran hoy en el Museo de Santo Domingo.

La catedral, además del coro destinado al órgano y los cantores, tiene el coro propio del Cabildo, que se encuentra al fondo del presbiterio, con un retablo dedicado al Tránsito de la Virgen, que es titular de la catedral. El ilustrísimo señor Alonso de la Peña Montenegro había hecho pintar con Miguel de Santiago un lienzo de la Muerte de la Virgen, para el centro del retablo del coro. En la segunda mitad del siglo XVIII, ese cuadro fue reemplazado por el de la Asunción de María, debido al pincel de Manuel Samaniego. Al mismo tiempo se encargó al escultor Manuel Chili (Caspicara) la hechura de las imágenes de las Virtudes, que hoy integran la estructura del coro catedralicio.

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Notable por su jube labrado por Menacho es el Coro del Santuario de Guápulo. Su construcción ha sido tomada en cuenta en el plano arquitectónico del templo, cuya ornamentación mudéjar decora también, tanto el artesonado del coro como la arquería en que descansa.

Igualmente de valor artístico son los coros de San Diego y de San Agustín, cuya sillería lleva, en el tablero de espaldar, relieves de santos de medio busto.

Digno de mención, por fin, es el coro del templo de la Merced, que data de mediados del siglo XVIII. Las dos tribunas laterales, que resaltan hacia la nave central, están íntegramente revestidas de primorosa decoración.



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II. Sacristías

Durante la Colonia, se procuró que las sacristías no desdijesen del valor artístico del templo. Formaban parte integrante en el plano arquitectónico y se destacaban por la calidad de la mueblería, destinada a guardarlos ornamentos sagrados y los enseres destinados al culto. Córdova Salinas consagra un párrafo especial a describir la de San Francisco. «La sacristía, escribe, antesacristía y oficinas de su servicio, en nada desdicen de lo suntuoso del templo. La principal, hermosa y grande, podía servir de iglesia. Es de dos bóvedas, la una de medio punto y la otra de media naranja, guarnecida de molduras de ladrillo, con cinco linternas de luz. Los cajones, que coronan todo su espacio, son de nogal, embutidos de cedro y naranjo, que añadiendo belleza, guardan muchos y ricos ornamentos.» Entre estos se contaban las primeras casullas góticas traídas por fray Jodoco para la fundación del Convento.

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El padre Pedro de Mercado, describe, a su vez, la de la Compañía en los términos que siguen: «La sacristía se parece tanto a la iglesia, que se echa de ver que tiene parentesco espiritual con ella. Levantola el hermano Marcos desde sus cimientos: hízola de bóveda muy vistosa por su belleza. En el frontispicio puso un retablo de madera y en su nicho se colocó una devotísima imagen hecha por el diestro pincel del hermano Hernando de la Cruz. La imagen es de nuestro padre San Ignacio revestido de sacerdote, y está ofreciendo su corazón a la Santísima Trinidad, y está enseñando a sus hijos lo que han de hacer cuando van a revestirse para decir misa. En contorno a la sacristía hay cajones, así para guardar las casullas como también los frontales y las demás cosas pertenecientes al culto divino. Sobre los cajones se miran tabernáculos de primorosa escultura, taraceados de lazos de ángeles y de flores y también de rostros de medio relieve y de relieves enteros con sus divisiones y formas de nicho. Aquí se mira pintada de escogido pincel la vida de la Madre del Sumo Sacerdote Cristo.»

La sacristía de Guápulo es depositaria de una colección de lienzos en que Miguel de Santiago interpretó los milagros de Nuestra Señora de Guadalupe, que se veneraba en ese Santuario. Esta galería de cuadros, alguno de los cuales lleva la firma del artista, permite conocer las cualidades más íntimas del célebre pintor quiteño, su sentimiento de la naturaleza, la técnica en el ordenamiento de los elementos de la composición, el valor de su cromática, la veracidad del escenario histórico, etc. El tiempo ha hecho mella en los objetos de la sacristía, que no conserva sino despojos de la riqueza de la mueblería antigua.

La sacristía de Santo Domingo ha soportado también la transformación a que sometieron los padres   —115→   italianos al templo principal, en el último cuarto del siglo XIX. De la sacristía no se conserva sino el pasadizo que se encuentra a la izquierda, pasando la puerta de la nave siniestra del templo. Consta de grandes cómodas de cajones tallados, sobre las que se levanta un retablo con nichos separados por columnas entorchadas. La sacristía cubre un ángulo de la sala rectangular con cómodas labradas, en cuyo fondo se ordena una galería de molduras divididas con un haz de tres columnas geminadas, que sirven de marco a lienzos de santos dominicos pintados de medio busto.

La sacristía de la Merced es de bóveda y se ubica detrás del altar mayor, como la de San Francisco, con puertas de salida al presbiterio. Actualmente se halla decorada con lienzos del pincel de Víctor Mideros.

La de San Diego tiene al centro de la cómoda el Cristo legendario del famoso padre Almeida.





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ArribaAbajo Capítulo IX

Escultura iconográfica



I. El culto a través de las imágenes

La conquista espiritual de América coincidió con el Concilio de Trento, cuyas decisiones ordenó Felipe II que se observaran en su dominios, mediante cédula firmada en Madrid, el 12 de julio de 1564. El Concilio, en las sesiones del 3 y 4 de diciembre de 1563, discutió los decretos acerca del culto de los santos y uso de las imágenes. Declaró: «que se deben tener y conservar, principalmente en los templos, las imágenes de Cristo, de la Virgen Madre de Dios y de otros santos, y que se les debe dar el correspondiente honor y veneración, no porque se crea que hay en ellas divinidad o virtud alguna por la que merezcan el culto, o que se   —118→   las deba pedir alguna cosa, o que se haya de poner la confianza en las imágenes, como hacían en otro tiempo los gentiles, que colocaban su esperanza en los ídolos; sino porque el honor que se da a las imágenes, se refiere a los originales representados en ellas: de suerte que adoramos a Cristo por medio de las imágenes que besamos y en cuya presencia nos descubrimos y arrodillamos y veneramos a los santos cuyas imágenes tienen. Por medio de las historias de nuestra redención, expresadas en pinturas y otras copias, se instruye y confirma al pueblo recordándole los artículos de la fe y recapacitándole continuamente en ellos: además se saca mucho fruto de todas las sagradas imágenes, no sólo porque recuerdan al pueblo los beneficios y dones que Cristo les ha concedido, sino también porque se exponen a los ojos de los fieles los saludables ejemplos de los santos y los milagros que Dios ha obrado por ellos, con el fin de que den gracias a Dios por ellos y arreglen su vida y costumbres a los ejemplos de los mismos santos, así como para que se exciten a adorar y amar a Dios y practicar la piedad.»

Bien podían los teólogos españoles, que intervinieron en Trento, respaldar, con este razonamiento, la, costumbre tradicional de España, de hacer que la cultura imaginera sirviese al culto religioso. Valladolid, Sevilla, Murcia, habían creado escuelas de imaginería que traducían, respectivamente, la austeridad castellana, la elegancia andaluza y la brillantez del cielo y mar mediterráneos. Gregorio Hernández, Martínez Montañés, Alonso Cano y Salcillo, representaron las escenas de los «Pasos de Semana Santa» y consiguieron informar a las imágenes de un aire de elevación y dignidad, que distinguió siempre a la imaginería española.

Descubierto el Nuevo Mundo, los misioneros nos hallaron medio mejor para hacer asequibles las verdades   —119→   a los indios que la enseñanza a través de las imágenes. En los alardes de pasajeros para América constan referencias concretas a imágenes de Cristo y de la Virgen, procedentes de los talleres de Sevilla. Por lo que mira a Quito, el padre Francisco Martínez Toscano obtuvo de Carlos V el obsequio de la imagen de Nuestra Señora del Rosario para el Convento de Santo Domingo. Diego Suárez de Figueroa trajo de Sevilla una imagen de Nuestra Señora de la Antigua, cuyo culto inauguró en la catedral el año 1578. Benito Gutiérrez, adquirió, a su vez, en la misma Sevilla, una imagen de Santa Lucía, que instaló en la catedral en 1584. Fuera de estas imágenes conocidas, había en Quito muchas otras de diversas advocaciones, que recibían culto, tanto en los templos de la ciudad, como en las iglesias parroquiales.

Un decreto del primer Sínodo, celebrado en Quito en 1570, demuestra, por una parte, el uso generalizado de las imágenes y, por otra, el acatamiento a las decisiones del Concilio de Trento. Mandó a los curas de indios que examinasen si «tuviesen crucifijos e imágenes de Nuestra Señora o de los santos, y les diesen a entender que aquellas imágenes eran una manera de escritura que representaba y daba a entender a quien representaban y que las habían de tener en mucha veneración y cuando rezaren a las imágenes que pasaran adelante con el entendimiento a Dios, a Santa María y a los Santos, como lo ha declarado el Santo Concilio de Trento.»



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II. El escultor Diego de Robles

No es como hasta hace poco una figura legendaria. La investigación ha encontrado su testamento y un contrato firmado por el escultor, cuya personalidad se vincula con la historia de nuestra imaginería. Era toledano, hijo de Antonio de Robles y María Núñez de Ayala. Casó en Quito con Juana Bautista, hija de Juan del Castillo, vecino de Málaga. La mujer aportó como dote 200 ducados que se gastaron en vestirla. Tuvo en el matrimonio dos hijos, Bartolomé y Marcela. Con su industria y trabajo personal, consiguió el artista hacer regular fortuna, consistente en casa propia y respaldo en metálico. A costa de sus bienes debían los albaceas mandar a decir cien misas, repartidas por igual entre los Conventos de San Francisco, Santo Domingo, San Agustín y la Merced. Sus funerales debían ser como de persona acomodada, con traslado solemne y con misa cantada con vigilia. Mandó   —122→   que una vez muerto, vistieran su cadáver con el hábito de San Francisco y que lo enterraran en la iglesia del mismo Santo, pagando la sepultura.

Su sentimiento religioso le había movido a inscribirse como miembro activo de las Cofradías de la Vera Cruz, establecida en San Francisco; del Rosario y del Nombre de Jesús, fundadas por el padre Pedro Bedón en Santo Domingo y de la Inmaculada Concepción, organizada en la catedral. Tampoco le fue indiferente la Cofradía de indios, establecida en la Compañía. Esta actitud demuestra que Diego de Robles estuvo en relación estrecha con las Comunidades religiosas de Quito, incluso con el Monasterio de la Inmaculada Concepción, en donde quiso que su hija fuese monja, comprometiéndose a completar la dote con hechura de imágenes.

El 27 de junio de 1586 firmó contrato con Juan de Aldaz, Mayordomo de la Cofradía de Vera Cruz de los naturales, por el que se comprometía «a hacer para la dicha Cofradía un Cristo de ocho palmos, de a cuarta de alto, y una cruz en que esté clavado, su corona de espinas y un rótulo con cuatro letras y una imagen de Nuestra Señora de bulto de seis palmos, que ha de ser Nuestra Señora de la Concepción, las manos puestas», por el precio de 200 pesos de plata. La fecha del testamento es del 9 de marzo de 1594. Median pues, ocho años de vida documentada del artista. Dos años antes del contrato, en 1584, había el escultor tallado la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe de Guápulo, que fue policromada por el pintor Luis de Ribera. En 1586, hizo una nueva imagen de igual advocación, para los indios de Lumbisí, la que fue a parar en Oyacachi y después en el actual Santuario del Quinche. En torno a los mismos años talló también otra imagen para los indios de la doctrina del   —123→   Cisne, de la provincia de Loja y el grupo del Bautismo de Cristo para el nicho superior del retablo de San Francisco.



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III. Policromía y religiosidad

El caso de Diego de Robles suscita el interés por un doble estudio: primero, la colaboración de la escultura y la pintura en el arte de la imaginería; segundo, la causa de la popularidad del culto ante una determinada imagen.

Diego de Robles labró la imagen de Nuestra Señora de Guápulo y la policromó el pintor Luis de Ribera, por el precio de 460 pesos. Se dio en Quito el mismo hecho que pasaba, entonces en Valladolid, con Gregorio Hernández, cuyas imágenes encarnaba el pintor Diego Valentín Díaz y en Sevilla con Juan Martínez Montañés, que halló su colaborador pictórico en Francisco Pacheco, el suegro de Velázquez. La escultura en madera era obra del escultor imaginero; los procedimientos del encarnado y estofado requerían la técnica del pintor. La historia del arte recuerda la polémica suscitada en Sevilla entre los pintores y el escultor   —126→   Martínez Montañés, en la que intervino Francisco Pacheco, censurando a los escultores, porque se encargaban de la pintura de sus propias obras. Como muestra de la colaboración del escultor, el pintor y el cliente en la hechura de un grupo imaginero, conozcamos los detalles de un contrato suscrito entre Diego Valentín Díaz y Gregorio Fernández para la Sagrada Familia de la Cofradía de la Pasión de Valladolid: «Primeramente las encarnaciones de todas tres figuras mate dando a cada una el color de la encarnación que convenga conforme a la parte, del niño como niño y la Virgen imitando a la encarnación de San José como hombre, diferenciando como más convenga: pintando los ojos en cristal y retocando los cabellos de la imagen del niño con oro molido y los del santo con color, de suerte que queden muy bien plateados; los colores del pelo muy graciosos y con toda propiedad conforme a las edades en todo, o haciéndolo por la orden que diere el señor Gregorio Fernández y a gusto de los señores oficiales de esta santa Cofradía. En cuanto a los vestidos es condición que han de ir coloridos al óleo de colores, los mejores que se hallaren en Sevilla: el manto de la imagen ha de ser azul, echándole al canto unas puntas de oro y de pintura bordada con cenefa retocada con oro molido al ancho y disposición que diere el dicho Gregorio Fernández, debajo de que ha de ser angosta por fingir el manto delgado. La saya ha de ser de carmín que imite una púrpura muy finísima y también ha de llevar su cenefa la más rica y graciosa que se pueda y retocada de oro molido y si pareciere a los señores Gregorio Fernández y oficiales de la dicha Cofradía echar en el manto y saya unos caracolillos de oro se echen o al canto o los que sean los que hagan la cenefa. La toca de la imagen ha de llevar al canto un majaderillo de oro y por cenefa ha de imitarse una cosa como de cadeneta o imitando toda ella una labor que parezca   —127→   gasa. En el ángulo de la imagen poner también un majaderillo de oro con su flocadura los remates, dando al ángulo el color más gracioso que se pueda y que salga del color de la púrpura de la saya. En cuanto al vestido del niño es condición que haya de ser morado el más subido que pueda ser de color y más gracioso hecho de los colores que se hallaren en Sevilla y asimismo ha de llevar hecha la orilla en la forma y modo, aunque de diferente labor que la de su madre y el ángulo del niño con su majaderillo de oro y flocadura y en las alpargatillas fingido de perlas o algo que parezca que están bordadas; en cuanto al vestido de San José ha de ser la túnica verde el más subido que se pueda, hecho con todo cuidado, gastando en todo los mejores aceites y más a propósito para que los colores no mueran el manto del santo ha de ser amarillo o si de aquí a que se haga pareciere mejor otro color: en él y en la túnica ha de llevar sus orillas imitando a bordadura y todo retocado con oro molido y si para salir mejor lo bordado pareciere convenir lo que cogiese el ancho de la cenefa hacerlo de otro color sea el que más convenga y dijere el dicho Gregorio Fernández como persona que desea sus figuras luzcan bien y salgan como cosas de sus manos.»

Esta larga cita nos manifiesta a la vez, la forma de la colaboración entre el escultor y el pintor en la obra conjunta de la imagen y la técnica usada en la policromía de las efigies, al tiempo que juntos trabajaban en Quito Diego de Robles y Luis de Ribera. No llama la atención que la talla costase menos que la policromía. El pintor necesitaba de materiales escogidos y caros para desempeñar su cometido. El oro y la plata, molidos, entraban como ingredientes para componer el fondo sobre que se aplicaba el color, como puede advertirse en muchas imágenes y relieves de los siglos XVI y XVII.

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¿Cómo explicar, ahora, la reacción espiritual del pueblo frente a una determinada imagen? Es un hecho innegable que las imágenes de Nuestra Señora de Guadalupe de Guápulo, del Quinche y del Cisne, asumieron desde el principio la nota extraordinaria de milagrosas, como se puede comprobar por los lienzos representativos de los favores concedidos por la Virgen. El mismo Diego de Robles fue objeto de una gracia de esta clase. No cabe vincular este hecho a la calidad artística de la imagen. De este modo las imágenes más artísticas fueran las más milagrosas. Al contrario, parece que también en este caso cabe advertir la observación de San Pablo, de que Dios se vale de las imágenes sencillas y devotas para atraer al pueblo fiel, desconcertando así las exigencias de la presunción estética. Desde fines del siglo XVI, la Audiencia de Quito pudo señalar, como santuarios de peregrinaciones, los establecidos entre las parcialidades indígenas de Guápulo y el Quinche, de Cicalpa y el Cisne.



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IV. El hermano Marcos Guerra

El padre Pedro de Mercado dice a propósito del hermano Marcos Guerra: «También hizo el retablo del altar mayor, los de los colaterales de nuestros padres San Ignacio y San Francisco Xavier y otros, porque no sólo era arquitecto sino también grande escultor». Este dato insinúa un nuevo aspecto del arte quiteño: el del escultor-imaginero, que labra el retablo en función de una imagen y viceversa. El hermano Marcos Guerra, procedente de la Italia postrenacentista, representa en Quito el espíritu introducido por el arte tridentino. No es ya la figura ingenua o la alusión a una escena histórica, lo que interesa traslucir al través de las imágenes. Es la imagen exenta que entraña un arquetipo de perfección humana: la santidad interpretada a la medida del hombre perfecto. Camón Aznar ha descrito las características plásticas de este nuevo estilo representativo. Las imágenes «se conciben con las proporciones más normativas,   —130→   con las formas descarnadas de realidades perecibles, con colores de tonos equilibrados. Hay en sus quietas actitudes la misma distancia del reposo que de la agitación. Sus brazos juegan en acorde con las masas vecinas y mientras una pierna descansa, la otra se flexiona en un proyecto de avance. Esta misma acordada contracción tornea el tronco con el juego encontrado de las caderas y los hombros. Estas figuras pueden contemplarse como modelos humanos. Todos los ideales pueden referirse a estas cabezas inspiradas y a estos cuerpos de academia. Y estos arquetipos germinales pueden sugerir así todos los estados de perfección.» Esta nueva modalidad hará sentir su influencia en las imágenes del siglo XVII. Los santos fundadores de las órdenes religiosas y los patronos y titulares de las iglesias, se representan del tamaño natural, caracterizándose por una actitud, un emblema, un vestido alusivo a su dignidad. San Agustín, San Blas y San Nicolás de Bari llevan una capa episcopal; San Francisco tiene un cordero a sus plantas; Santo Domingo exhibe un rosario en sus manos; San Ignacio viste de casulla; San Pedro se corona con tiara y empuña la cruz pontifical, etc.



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V. El padre Carlos

El padre Carlos, así, sin caracterización de apellido, ni más filiación sacerdotal o religiosa, es conocido y denominado este artista quiteño. El primero en referirse a él con elogio fue Francisco Eugenio de Santa Cruz y Espejo. En su célebre discurso a la sociedad patriótica, llamada Escuela de la Concordia, dijo al respecto: Cuando «estampaba las luces y las sombras, los colores y las líneas de perspectiva, en sus primorosos cuadros el diestro tino de Miguel de Santiago: entonces el mismo padre Carlos, con el cincel y el martillo, llevado de su espíritu y de su noble emulación, quería superar en sus troncos las vivas expresiones del pincel de Miguel de Santiago; y en efecto, puede concebirse a qué grado habían llegado las dos hermanas, la Escultura y la Pintura, en la mano de estos dos artistas, por solo la Negación de San Pedro, la Oración del Huerto y el Señor de la Columna del   —132→   padre Carlos.» Esta referencia de Espejo permitía ubicar al padre Carlos en la segunda mitad del siglo XVII y afirmar su paternidad artística sobre algunas obras existentes en la catedral de Quito.

No hace mucho, al restaurar un retablo de la capilla de Cantuña, se encontró al pie de la imagen la inscripción siguiente: «El año de 1668 se acabó esta efigie del Señor San Lucas Evangelista y la hizo el padre Carlos y la renovó Bernardo de Legarda siendo Prioste el año 1731. Lo volvió a renovar otra vez Bernardo de Legarda siendo su síndico el año 1762 a su costa, a que concurrieron siendo Priostes en otros años don Nicolás Basco, don Victorio Bega, don Joseph Cortés y don Joseph Riofrío. Con diadema de plata, paleta, brocha y tienta, todo lo otro en plata, la tienta en chonta y dos casquillos de plata.» Este nuevo dato confirmó la referencia de Espejo y permitió precisar el año en que floreció en Quito el arte del padre Carlos. El hermano Marcos Guerra murió el 25 de octubre de 1668, precisamente el año de la hechura, de la imagen de San Lucas y doce años después que Miguel de Santiago pintó los cuadros de la vida de San Agustín. Fue, pues, el padre Carlos contemporánea de los grandes artistas que figuraron en la segunda mitad del siglo XVII.

Los motivos escogidos para la representación iconográfica le dieron ocasión a demostrar sus conocimientos anatómicos en los cuerpos del Señor atado a la columna y de San Juan Bautista. En las imágenes, de San Pedro de la negación y de San Lucas, lució sus recursos en la distribución de la masa con caprichosos pliegues en los vestidos. La actitud y la fisonomía centralizaron los sentimientos de tristeza suplicante en el San Pedro del arrepentimiento y de suave placidez en San Francisco de Paula. Todas las imágenes del padre Carlos son de tamaño natural.



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VI. Cofradías y procesiones

La inscripción hallada en la imagen de San Lucas revela un aspecto interesante en la organización social de la Colonia. Los primeros libros del Cabildo mencionan los «gremios» formados por artesanos de una misma profesión. Cada gremio, vigilado por el Cabildo, tenía su organización interna, para garantizar el éxito de la función social de su respectiva artesanía. No pocos gremios contaban con un Santo por Patrono, cuya fiesta contribuía a unir a los agremiados. El 9 de julio de 1585, el gremio de plateros pidió al Cabildo eclesiástico la facultad de erigir una Cofradía a su Patrono San Eloy. El gremio de agricultores tenía por su patrono a San Isidro Labrador cuya cofradía estaba fundada en Santo Domingo. Los albañiles se habían hecho cargo del culto a la imagen del Salvador, que tenía su altar propio en la iglesia del Sagrario. Los matarifes habían elegido por patrono a San Marcos, cuya fiesta celebran en su parroquia,   —134→   cercana a la carnicería. El gremio de pintores y escultores se había organizado en Cofradía, bajo el patrocinio de San Lucas, cuya imagen labró precisamente el padre Carlos. La artesanía organizada socialmente en gremios, dio ocasión a las cofradías para el estímulo del culto religioso al Santo Patrono.

Más ordinario fue el caso de las cofradías fundadas con un fin exclusivamente de piedad. Los primeros cabildos hacen mención de las cofradías del Santísimo y de la Inmaculada Concepción, establecidas en la catedral. Muy luego se hizo célebre la Cofradía del Rosario, fundada con Estatutos propios por el padre Bedón en el templo de Santo Domingo. Aludimos ya a la Cofradía de la Vera Cruz organizada en la iglesia de San Francisco. La Compañía contaba con las cofradías de negros y mulatos que celebraban la fiesta del Nombre de Jesús, el primero de enero, y de Nuestra Señora de Loreto, compuesta por señoras de la ciudad. En la misma catedral de Quito tuvieron gran celebridad las cofradías de Santa Ana, San Pedro Apóstol y de Nuestra Señora de Copacabana. Todas estas cofradías tenían su fiesta anual, que la celebraban con vísperas, misa cantada y procesión.

Al igual que en España se habían organizado en Quito las cofradías para los Pasos de la Semana Santa, con sus respectivas, procesiones. Cada cofradía tenía señalado su día propio entre los de la Semana Mayor, a partir del Domingo de Ramos. La Negación de San Pedro se conserva todavía en la catedral, San Francisco y la Concepción. El Señor atado a la columna se halla en la catedral y San Francisco. El Señor con la cruz a cuestas preside la sacristía de San Francisco. El Señor del Sepulcro consta en el Museo de San Agustín y en el templo de la Merced. Nuestra Señora de los Dolores recibe culto en la capilla de Cantuña. Nuestra Señora de la. Soledad sale a   —135→   presidir el sermón del Descendimiento en Santo Domingo. Una devoción muy adentrada en la religiosidad quiteña fue la del Tránsito de la Virgen. La dirección teológica del sentido de este misterio había hecho que el pueblo compaginara con una triple escena: la muerte de la Virgen, su asunción al cielo y su coronación en la gloria. Cada uno de estos aspectos inspiró una representación peculiar. El Carmen Antiguo ha dedicado toda una sala a la escena de la Muerte de la Virgen. Sobre un lecho magníficamente labrado yace María, rodeada de los doce apóstoles de tamaño natural, en actitudes diferentes y todos policromados con primor. El apostolado que integra el retablo mayor de San Francisco representa a cada apóstol con ademán de mirar a la Virgen que asciende al Paraíso. El nicho superior del Carmen Moderno representa la coronación de María por la augusta Trinidad.

Todo este aparato de culto estimuló la habilidad de los imagineros, que se convirtieron en intérpretes de la piedad popular. Las cofradías, por medio de sus mayordomos, formaron la mejor clientela del escultor e hicieron de la imaginería una profesión lucrativa. Por lo demás, los imagineros del siglo XVII supieron mantener su arte con dignidad y profundo sentido religioso. Un aire de elegancia y sobriedad saturó el ambiente que informó el gremio de escultores, formados en la escuela del hermano Marcos Guerra y del padre Carlos.



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VII. El caso de Olmos

La tradición hace de Olmos contemporáneo al padre Carlos y le aplica: el apodo de Pampite, con que es conocido en la historia del arte ecuatoriano. Se le atribuye la escultura del Cristo de la Agonía de la Parroquia de San Roque. De ser cierto este último dato, hay que ubicar a Pampite antes de 1685, puesto que el 20 de septiembre de dicho año, otorgó su testamento el padre del pintor Goríbar, ordenando que se le enterrase en la parroquia de San Roque, al pie de la imagen del Santo Cristo de la Misericordia. Esta imagen se caracteriza notablemente entre las del siglo XVII, por su dramatismo de inspiración indígena. Lleva peluca postiza y heridas sangrantes y tiene una actitud de acento búdico, con los ojos casi desesperados en el espasmo de la agonía. Con el humo de los cirios ha tomado una pátina de opacidad, que acentúa la impresión de tétrico dolor. Hay en Quito muchos Cristos atribuidos a Pampite: todos   —138→   ellos se distinguen por las llagas abiertas en flor en la misma escultura, con un contorno amoratado. Un ejemplar de este estilo lo conserva la colección de don Carlos Manuel Larrea. En algunos Cristos se ha abierto materialmente la llaga del costado, para exhibir, a través de las costillas, un corazón ensangrentado y palpitante.

El nombre de Pampite señala este nuevo estilo de representación, que prescinde de la anatomía y sobriedad, para impresionar con la exageración del dramatismo. Este aporte de nueva forma fue una condescendencia con la piedad indígena, que gusta de la impresión hierática y sanguinolenta. De este carácter son también las imágenes que con diversos nombres reciben culto en las iglesias de Quito. El padre Bernardo Recio enumera algunos de ellos, como el Señor de los Remedios del Belén, el de la Buena Esperanza de San Agustín, el del Divino Amor de la Merced, el de las Angustias, el de la Justicia.

Con el nombre de José Olmos, figura también un pintor y escultor de fama, que floreció en la primera mitad del siglo XIX. En 1825 se hizo en Quito un elenco de los pintores y escultores, que debían contribuir al fisco con una cantidad asignada en proporción a sus haberes. Ahí aparece, con el máximo de impuesto, José Olmos, que debía pagar 400 pesos como pintor y 250 como escultor.



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VIII. Bernardo de Legarda

El padre Juan de Velasco fue el primer ecuatoriano que proyectó escribir una historia general de su patria. El estado de cultura de su tiempo no le permitió valorizar siempre las fuentes del pasado; pero fue exacto en sus juicios sobre las realidades contemporáneas. Si no vio el arte como un producto y espejo de nuestra civilización del siglo XVIII, supo, por lo menos, apreciar como un valor relativo de cultura. Conozcamos su parecer acerca de la escultura. «Para hacer juicio de la Escultura, sería necesario ver con los ojos los adornos de muchas casas; pero principalmente las magníficas fachadas de algunos templos, y la multitud de grandes tabernáculos o altares en todos ellos. Soy de dictamen que aunque en estas obras se vean competir la invención, el gusto y la perfección del arte, es no obstante muy superior la estatuaria. Las efigies de bulto, especialmente sagradas, que se hacen a máquina para llevar a todas partes, no se   —140→   pueden ver por lo común sin asombro. En lo que conozco de mundo, he visto muy pocas, como aquellas muchas. Conocí varios indianos y mestizos insignes en este arte, mas a ninguno como a un Bernardo de Legarda de monstruosos talentos y habilidades para todo. Me atrevo a decir que sus obras de estatuaria pueden ponerse sin temor en competencia con las más raras de Europa.»

Tratemos de precisar el contenido de la expresión «monstruoso talento y habilidad para todo», con que el padre Velasco caracterizó a Bernardo de Legarda. Basta para ello, enumerar las obras conocidas en que intervino el artista. En 1731 retocó por primera vez la imagen de San Lucas, hecha por el padre Carlos para el gremio de escultores y pintores. En 1734 labró la Inmaculada del altar de San Francisco. De enero a julio de 1745 doró el retablo del altar mayor de la Compañía. En 1746 decoró la media naranja de la iglesia del Sagrario e hizo los marcos para las vidrieras de la cúpula. En 1754 hizo el inventario de los bienes de don Joaquín Gómez Lasso de la Vega y tasó el precio de los objetos de arte. Entre 1748 y 1751 trabajó el retablo del altar mayor del templo de la Merced. En el Provincialato del padre Domingo Terol (1767-1770) se comprometió a hacer una mampara labrada bajo el coro de la iglesia de Santo Domingo y pintó para la capilla del Rosario un Nacimiento, una Adoración de los Reyes Magos, una Degollación de los Santos Inocentes y una Nuestra Señora de los Dolores.

Fuera de estos datos precisos hay referencia en su testamento, a espejos y corazones de cristal, imágenes pequeñas de marfil, cureñas y trabajos en plomo, cálices dorados, marcos de vidrio, lienzos por restaurar e imágenes de la Concepción, de la Virgen del Quinche, Nuestra Señora de Chiquinquirá y del Rosario. Se   —141→   echa, pues, de ver la monstruosa habilidad de Legarda, que fue a la vez tallador e imaginero, escultor y pintor, espejero y dorador, armero y miniaturista.

Como de las obras de Legarda las más notables son los retablos y las imágenes de la Inmaculada Concepción, conviene que nos detengamos en ellas y señalemos su carácter peculiar. Legarda rompió con los cánones establecidos en el siglo XVII e introdujo en la estructura de los retablos y las formas de las imágenes, el ritmo del movimiento y de la gracia. En los retablos legardianos se alargan las columnas salomónicas y los entablamentos se modifican e interrumpen para dar espacio a los nichos, consiguiendo acentuar la verticalidad y armonía de los órdenes fragmentados. Cantuña, La Merced, el Carmen Bajo, ofrecen los mejores ejemplares de retablos para estudiar los aportes propios de Legarda.

El tema de la Inmaculada reconoce su origen de remota inspiración en el Génesis y el Apocalipsis, donde se habla de la mujer-virgen, que aplasta la cabeza de la serpiente tentadora. Su representación mediata dio ya la pintura y escultura españolas. En Quito fue Miguel de Santiago el intérprete inmediato, que ideó la forma de representar a la Virgen Inmaculada, hollando con su pie derecho la cabeza del dragón, en actitud de vuelo ocasionado por el hecho de querer contemplar su propia hazaña. Esta «instantánea» captada por el inspirado pincel de Santiago plasmó en la escultura de la gubia de Legarda, consiguiendo una imagen amorosa y triunfante, saturada de gracia y movimiento, acentuando, con alas de plata, su ademán de vuelo. Satisfizo tanto, a la piedad del siglo XVIII, esta Inmaculada de Legarda, que se repitió en Quito el caso de Murillo. No hubo iglesia o doctrina franciscana que no tuviese una Virgen legardiana.

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¿Cómo explicar el dinamismo que supo imprimir Legarda a sus obras de tallado imaginero? Su partida de defunción data del primero de junio de 1773, con la anotación de que murió soltero. Sin embargo el artista, en su testamento, afirma que fue casado y que tuvo que separarse de la mujer por haberle sido infiel. Esto hubo de pasar en su juventud. Las generaciones posteriores le veían concentrado en su arte, sin más aliciente familiar que sus hermanas y sobrinos, entre quienes figuraban Ana María, María Micaela, María Francisca, María Bernarda y María Josefa. Este ambiente de gracia femenina debió influir en su alma de artista, para reflejarla en la Virgen Inmaculada, cuya hechura corresponde al año de 1734, es decir a la plena juventud de Legarda.

En cuanto a los retablos, el año 1745 se vio en el caso de acariciar con el dorado las columnas salomónicas del altar de la Compañía, lo cual le familiarizó con los secretos de la proporción y los detalles de un retablo, en que comenzaba a sentirse el dinamismo barroco. Legarda no hizo más que intensificar este movimiento vital hasta donde lo permitían las exigencias del buen gusto.

En el libro de defunciones del Archivo del Sagrario consta esta inscripción: «En primero de junio de mil setecientos setenta y tres años, acompañó la cruz alzada de esta iglesia hasta el convento de San Francisco, el cadáver de don Bernardo Legarda, soltero. Recibió los santos sacramentos y dio poder para testar, ante don José Enríquez Osorio, escribano de Provincia de que doy fe. Doctor don Cecilio Julián de Socueva.» Al margen, raya directa, consta esta bella frase: Dignus aeterna gratitudine apud omnes, cuyusque status, homines. «Digno de eterna gratitud entre los hombres todos, de cualquier condición que sean.»



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IX. Pesebres y costumbrismo

El taller de Legarda fue también el obrador donde se labraron las imágenes destinadas al arreglo de los Nacimientos. Desde luego, fue costumbre tradicional en Quito celebrar la Novena del Niño, ante un pesebre compuesto en las iglesias. Pero, a mediados del siglo XVIII, esta práctica religiosa se convirtió en hecho folklórico, debido a dos factores: la Novena del Niño escrita por el padre Hernando de Larrea y la prodigación de imágenes navideñas, hechas en el taller de Legarda.

En un nacimiento cabe distinguir tres grupos de imágenes, que responden al ciclo litúrgico de la Navidad: los protagonistas de la escena, los pastores con su cortejo de oferentes y los Reyes Magos. El pesebre ocupa el centro, con las imágenes del Niño, María y San José. En la representación de estas tres figuras principales hay una riqueza inagotable de inspiración. El Niño yace entre pajas, con los brazos   —144→   abiertos, otras veces aparece dormido con la mano derecha en la mejilla, se le representa sedente en actitud de bendecir o yacente sobre una cruz. Aunque la escultura original presenta al niño desnudo, casi siempre se lo viste y adorna con potencias de plata. La manera general de representar a María y San José es de rodillas y con las manos dirigidas al Infante. En la mayor parte de los casos, la policromía de los vestidos releva del uso de vestiduras sobrepuestas; no faltan, sin embargo, imágenes hechas expresamente para vestirlas con telas.

En el cortejo de adoradores se ha introducido la representación folklórica. Ángeles con instrumentos musicales, pastores con ovejas y cantarillos de leche, figuras populares y de indios con su ofrenda en las manos, grupos que interpretan el degüello de los Santos Inocentes: todo un museo de costumbrismo popular.

Los Reyes Magos tuvieron una doble caracterización: los primeros días se los representó a caballo con pajes -acompañantes y un portador de la estrella; el día de la Epifanía estaban a pie junto al pesebre, en actitud de ofrecer sus regalos. El pueblo los distinguía fácilmente por sus nombres, el colorido de su raza y la calidad de la ofrenda. Gaspar, el rey blanco, presentaba su cofre de oro; Melchor, el rey indio, ofrecía su pebetero de incienso y Baltazar, el rey negro, ofrendaba su pomario de mirra.

El costumbrismo navideño brindó a los imagineros la oportunidad del trabajo; pues, no había iglesia y, aun casa particular que no tuviese su nacimiento para la novena y fiesta del niño. Se convirtió también en costumbre imprescindible el mandar a decir la Misa del Niño familiar, al son de cantos y músicas alegres. En los pueblos se dramatizó las escenas de Navidad y Reyes,   —145→   con procesiones, diálogos y danzas. Navidad se introdujo aún en la intimidad doméstica con potajes apropiados, la miel y los buñuelos, que no podían faltar aún en el hogar más pobre.



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X. Caspicara

Este apodo, consagrado como pseudónimo, responde al nombre verdadero de Manuel Chili; indio escultor de Quito. El padre Velasco refiere algunos casos de la costumbre quiteña de reconocer por el apodo a los artistas. A mediados del siglo XVIII, en la sociedad de Quito eran familiares el Morlaco, el Pincelillo y el Apeles, que designaban, respectivamente, a indios pintores nativos de Cuenca, Riobamba y Quito. Caspicara, de caspi, palo y cara fisonomía, respondía quizá a la tosquedad fisonómica del célebre escultor indiano. Los primeros españoles tuvieron que habérselas con Rumiñahui, cara de piedra, cuya faz adusta y lapídea era el reflejo del fiero valor y tenacidad del general de Atahualpa.

Fue contemporáneo de Espejo, quien hizo el elogio de la habilidad de Caspicara en los siguientes términos: «Hoy mismo veis cuanto afina, pule y se acerca   —148→   a la perfecta imitación, el famoso Caspicara sobre el mármol y la madera, como Cortez sobre la tabla y el lienzo...! Cuánta necesidad de que al momento, elevándoles a maestros directores a Cortez y Caspicara, los empeñe la Sociedad (Patriótica) al conocimiento más íntimo de su arte, al amor noble de querer inspirarle a sus discípulos y al de la perpetuidad de su nombre.»

Este encomio de Caspicara hecho por Espejo, a quien se le motejaba de Chushig, (lechuza), destaca la contribución del elemento indígena a la cultura ecuatoriana durante la Colonia. En el siglo XVI consiguió fray Jodoco desarrollar las aptitudes de los indios para la música y el canto, hasta convertirlos en maestros del Colegio de San Andrés. Luego, a principios del siglo XVII, el padre Pedro Bedón enseñó a los indios el arte de la pintura e hizo de ellos los mejores miniaturistas y calígrafos de los libros corales. A mediados del siglo XVIII, la Condamine y el padre Velasco pusieran de relieve la habilidad de indios y mestizos para las Artes plásticas. Espejo y Caspicara fueron la mejor expresión de su raza y demostraron el alcance de su capacidad, cuando el esfuerzo personal supera los prejuicios del ambiente.

Caspicara talló imágenes, tanto en tamaño natural como en pequeño. De las primeras son las alegorías de las virtudes teologales y el grupo de la exaltación de la Santa Cruz, figuradas en el coro de la catedral de Quito y una de San José que recibe culto en la iglesia de los agustinos de Latacunga. Entre las segundas se cuenta un grupo medio del descendimiento, llamado la Sábana Santa, en la catedral de Quito, y uno reducido, que se conserva en el Museo Jijón y Caamaño; el grupo del Tránsito de la Virgen, que se exhibe sobre el nicho de San Antonio en la Iglesia de San Francisco; un grupo de la Coronación de   —149→   María, un San José y una Virgen del Carmen que se hallan actualmente en el Museo Franciscano. De los numerosos Niños, atribuidos a Caspicara, solamente uno, el Niño Dormido, que perteneció al pintor Antonio Salguero, llevaba el nombre de Manuel Chili, esculpido en bajo relieve en el asiento de la escultura. Es una réplica perfecta y casi mejorada de niños de marfil, procedentes de Italia, que se conservan, uno en la Colección del padre Aurelio Espinosa Pólit y otro en el Museo de Santo Domingo.

Caspicara hizo obedecer la gubia al servicio de una concepción clara y sentimental, que informaba la actitud de cada imagen, el equilibrio de los grupos y el primor de los detalles. El Cristo del Belén es modelo de una serena resignación ante el beso frío de la muerte: en el alto relieve de la Impresión de las Llagas de San Francisco (Cantuña), el Serafín de Asís siente la necesidad de ser sostenido por los ángeles para no sucumbir al divino dolor de la estigmatización; el grupo de la Sábana Santa inscribe la acción de los personajes dentro del marco de un rectángulo; entre tanto que el Tránsito y la Coronación de la Virgen se enmarcan en la perfección triangular; la gracia se alía con la elegancia en las imágenes del Carmen y San José, del Museo de San Francisco. Caspicara representa, a la vez, la serena elegancia del siglo XVII y el movimiento dinámico del siglo XVIII. Su temperamento equilibrado y lleno de espiritualidad contrasta con la inquietud nerviosa de Espejo, empeñado en luchar contra las preocupaciones tradicionales del medio social en que les tocó vivir.



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XI. La familia Zangurima

De Quito hay que dar un salto a Cuenca para gozar de la sorpresa de una «monstruosa habilidad», al estilo de Legarda. Don Pablo Herrera transcribe una alusión que se publicó en París en 1837, en «Tesoro Americano de Bellas Artes», donde dice así: «Zangurima, hijo de Cuenca, fue uno de los más afamados artistas y ha dejado una prole ilustre que tal vez ha excedido en habilidad al primera que dio nombre a su apellido, por apodo Lluqui (zurdo), siendo una notabilidad artística del Ecuador.»

Gaspar Zangurima nació en Cuenca, el 16 de agosto de 1787. Su hogar convirtió en taller, donde se formaron Cayetano Zangurima y José María Zangurima. En el «obrador» de los Zangurima se labraron Cristos, se pintaban lienzos, se trazaban planos para casas, se hacían joyas, se componían relojes, se formaban objetos de herrería y se construían guitarras   —152→   y vihuelas. Algunas de estas habilidades pusieron los Zangurima al servicio del movimiento libertador de Cuenca. Una vez garantizada la independencia, el Gobernador don Tomás de Heres tuvo el acierto de organizar una Escuela de Bellas Artes en Cuenca, poniéndola bajo la dirección del Maestro Zangurima. Transcribimos a continuación algunos de los artículos a que debían sujetarse maestros y discípulos, para conocer el espíritu que animó a este primer ensayo de enseñanza práctica de las artes liberales.

«Reglamento a que deberá sujetarse el maestro Zangurima, Director de la enseñanza de treinta jóvenes, en las nobles Artes de Pintura, Escultura y Arquitectura y en las mecánicas de carpintería, relojería, platería y herrería.

Artículo 1.- Este establecimiento estará inmediatamente bajo la protección del Gobierno de la Provincia, debiendo ser celado e inspeccionado frecuentemente por uno de los Señores Procuradores de Muy Ilustrísimo Ayuntamiento.

2.- Desde luego, y a la mayor posible brevedad presentará el maestro Zangurima al gobierno los modelos que se proponga para la instrucción metódica de sus alumnos en la pintura y escultura; y el tratado elemental de arquitectura que se proponga seguir en este arte: recomendándosele como el mejor el de Atanasio Brisguez y Bru, y en su defecto el del padre Tosca.

3.- La relojería reducida a principios exige nociones exactas en la memoria. La Arquitectura supone necesariamente la posesión de Aritmética y Geometría práctica. Por estas razones, será de su obligación instruir en dichas ciencias a sus discípulos, supuesto   —153→   que ellas son absolutamente precisas para la posesión de dichas artes.

4.- En la pintura y escultura donde parece suficiente la imitación, son necesarios los conocimientos razonados de las proporciones y estructuras del cuerpo humano: que por consiguiente les enseñará a los jóvenes.

5.- No siendo comunes las disposiciones y el genio que el maestro Zangurima recibió de la naturaleza para todos los oficios que posee sin enseñanza: ni pudiendo transmitirlos a sus alumnos; será necesario que dedicándose a conocer la capacidad y afición de cada uno de ellos, los dedique al arte o artes en que ofrezcan adelantamiento: proponiéndose en su enseñanza un método constante y suave que los haga adquirirlo sobre principios sólidos y científicos, sin abrumarlos con multitud de ellos a un tiempo sobre diferentes oficios.»



Este Reglamento fue firmado por el Gobernador don Tomás de Heres, el 20 de octubre de 1822 y autorizado por el Libertador Simón Bolívar el 26 del mismo mes. Por desgracia, apenas pudo tener efecto este instituto artístico, pues presto la muerte de Gaspar Zangurima deshizo todas las esperanzas de la sociedad cuencana.

El simple cotejo cronológico permite advertir que la habilidad escultórica, que triunfó en Quito con Caspicara a fines del siglo XVIII, pasó a manos de Zangurima y floreció en Cuenca en la primera mitad del siglo XIX. Desde luego, en uno y otro caso, en su taller de artista indígena. A partir de Zangurima, Cuenca se convierte en el centro ecuatoriano, especializado en la hechura de Cristos, con Miguel Vélez y más tarde con Daniel Alvarado.

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Jaén Morente advierte con observación sagaz el cambio que se opera en la transición política. «Cuando en Quito singularmente se extingue o extenúa la tradición y modo de hacer de los siglos XVI al XVIII y llega el siglo XIX, la nación que se emancipa, toma otros rumbos y lo mismo ocurre desde los temarios a la técnica y aún a los estilos.

Cuenca por razones basadas en su íntimo ser, creencias, aislamiento y tradición, la acoge y aprieta sobre sí, teje otra vez el hilo de oro. Por eso, con este pensamiento y en el campo escultórico y con tenacidad, sostiene constante la tradición de arte durante siglo y medio; es decir todo el 19 y en lo que va del actual.»

La cercanía de la tradición artística ha permitido conservar en Cuenca numerosos ejemplares de Cristos de Zangurima, Vélez y Alvarado, que los distingue por la coloración, la anatomía y el encarnado mate, con que cada artista, respectivamente, ha caracterizado a sus imágenes. «Aunque esto no sea una regla general, incluso está en la magnitud de los Cristos, mayores en Zangurima, más cerca de lo sevillano que Vélez. Es éste ya más clásico y reduciendo un poco el tamaño de la figura, con una porción de peculiaridades, aun con la exaltación del realismo, las uñas transparentes en sus Cristos, la colocación del paño de honestidad del Crucificado, diversos en Zangurima y Vélez, y otra porción de detalles técnicos que sólo pueden verse en comparación inmediata y para un estudio de profesionales.» (Jaén Morente).







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