Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —268→  

ArribaAbajoCapítulo XXV

La deshonra de una casa



I

Mientras llega el día de la convulsión que se preparaba, volvamos a Madrid, y a la casa de Susana, donde ocurre un acontecimiento capital. El conde de Cerezuelo, venido de Alcalá al saber la noticia del secuestro de su hija, se había agravado de tal modo en su inveterada enfermedad, que se moría el pobre sin remedio. Ya antes del suceso tenía muy contados sus días; pero la impresión que le produjo la noticia, la fatiga del viaje y el considerar la deshonra que sobre sus canas había caído, precipitaron su fin.

La casa presentaba aquel día aspecto pavoroso. Por un lado, el Conde muriéndose y en un estado de exaltación que causaba espanto; por otro, su hermano D. Miguel afectado de una excitación nerviosa que le tenía en continuo delirio. Ambos exigían exquisitos cuidados, y la familia se repartía junto a los dos lechos, sin saber cuál de los dos enfermos se hallaba en peor estado. Arriba estaba el Conde, acompañado de su hija, de Segarra, del doctor y de doña Antonia; abajo, D. Miguel, asistido por el Marqués, doña Juana y D. Lino, que iba y venía de un enfermo a otro, después de haber corrido medio Madrid buscando médicos, boticas y asistentes.

El Conde conocía su fin y conservaba el uso de sus facultades intelectuales, lo cual le permitió hacer un nuevo testamento. Después de un período de exaltación en que increpaba a su hija, se había quedado sereno, tratando sin duda de apartar la mente de las miserias de la tierra para elevarla a Dios en aquel trance supremo. Cuando Susana apareció y se la presentaron, después de haberle preparado, hizo un movimiento de horror, cerró los ojos y extendió las manos como para apartarla de sí. La joven se quedó sentada en una silla junto al lecho, muda, aterrada, sin atreverse a proferir palabra ni a hacer el menor movimiento, clavada en su asiento, con los ojos fijos en su padre, como si asistiera a la sentencia final en presencia del Supremo Juez.

Nadie se atrevía a dirigirle la palabra, porque parecía   —269→   que todos se juzgaban partícipes de su falta con sólo acercársele. Lo que pasaba por ella en tales momentos no es fácil de adivinar, ni menos de transcribir. Parecía víctima de letargo angustioso que la mantenía inmóvil y espantada, semejante a la estatua del terror.

El Conde, que antes había recibido los Sacramentos, se agitó de nuevo con su presencia, tuvo cerrados los ojos más de media hora, marcando su respiración con un bronco estertor, y después los abrió para fijarlos en ella con expresión de ira.

-¡Tú nos has deshonrado! ¡Has deshonrado mi casa, y mi nombre y mi familia! -dijo con voz que parecía salir de las profundidades de la tierra-. Yo me muero hoy, y me muero con indignación porque no puedo lavar esta mancha.

Los que asistían a tal escena le oían con profunda emoción, y Susana no contestó palabra, ni hizo gesto alguno.

-No puedo morir en paz, me muero rabiando -continuó el Conde-. Tú has puesto fin al lastre de mi honrada casa; ¡mis padres y mis abuelos te maldecirán como yo te maldigo!... No digas que eres mi hija; olvida que soy tu padre; no lleves mi nombre. Lleva el de ese maldito que te ha robado de esta casa incitado por ti.

En los labios de Susana se notó una ligera alteración como si quisiera romper a hablar; pero continuó en silencio.

-¡Infame! -continuó el Conde-, ¡infame tú e infame él! Si cuando naciste hubiese sabido que ibas a prendarte del hijo de Muriel, de ese bandido, de ese asesino, te hubiera estrellado. Tú no eres hija de aquella santa mujer... ¡Infeliz!, ¿sabes lo que has hecho?, ¿sabes medir la enormidad de tu crimen? ¡Huye!, ¡sal de aquí!, ¡vete con él! Dios permita que recibas aquí en la tierra el castigo de tu infamia. Unete a él para que la deshonra se una a la deshonra. Tus hijos serán monstruos horrendos. Vivirás despreciada de todo el mundo. Pero no digas que fui tu padre, olvida mi nombre, olvida...

Desde aquí sus palabras fueron mal articuladas e ininteligibles. Sólo en aquel confuso desbordamiento de voces se distinguía esta frase repetida sin cesar: «¡Con el hijo de Muriel! ¡Con el hijo de Muriel!». Por fin, de su boca no salía sino un mugido entrecortado que se fue extinguiendo, hasta que sacudió la cabeza con violencia y se quedó después inmóvil, con los ojos ferozmente abiertos y los labios muy apretados. Estaba muerto.

Susana, en su tremendo estupor, notó que los que rodeaban   —270→   a su padre empezaron a hablar en voz alta, ya seguros de no molestar al paciente; vio que le cubrieron el rostro con la sábana, y después le pareció que se alejaban. Sentía pasos detrás de sí; creyose sola, y fijaba invariablemente la vista en aquel gran bulto dibujado por las sábanas, como una gran estatua yacente a medio labrar, con las formas apenas toscamente indicadas en un gran trozo de mármol blanco. Vio que ponían una luz junto a la cabecera, y que se retiraban dejándola sola. Ella, sin embargo, en el estado de su espíritu, abrumado por indecible emoción, no se atrevía ni a levantarse ni a mirar a ningún lado. Llegó un momento en que no se sentía el menor ruido en el cuarto. Nadie se acercaba a dirigirla una palabra de consuelo; nadie se dolía de su situación. De pronto siente que le ponen una mano sobre el hombro, y aquel ligero golpe produjo en su naturaleza una sensación igual a la que se experimenta al sentir la explosión de un rayo. Volvió la cabeza, y vio a D. Lorenzo Segarra, el cual, con cierta confianza inusitada y además con afectada amabilidad, impropia en aquellos momentos, la sostuvo con su brazo y la llevó fuera diciendo:

-Señorita, debe usía salir de aquí.




II

Mientras esto sucedía, cerca de la madrugada, en la estancia mortuoria del conde de Cerezuelo veamos lo que pasaba en el despacho, donde su hermano padecía de un modo igualmente pavoroso. Tenía fiebre altísima, y se hallaba en completo estado de trastorno mental, esforzándose en dejar el lecho, gritando, hablando con personas que sólo existían en su calenturienta fantasía, y a las cuales daba nombres no conocidos por ninguno de los presentes. Se le prodigaban con mucho ahínco los auxilios que ya no era preciso aplicar a su infeliz hermano.

-Tranquilízate, por Dios -le decía su esposa cubriéndolo, mientras los demás querían impedir que saliese del lecho.

-No... dejadme ir... -decía él delirante, pugnando por levantarse-. Voy a detenerle; ¿no veis que se va a llevar los cien mil duros?

-Si no hay nadie aquí más que nosotros -contestaba la esposa.

-Sí; ¿no lo veis?... ¿no lo veis? -dijo D. Miguel señalando la caja con aterrados ojos-. Allí está contando el   —271→   dinero. ¿No sentís el chirrido de la tapadera de hierro que sostiene en su mano? ¡Infame!... Que no vuelva Susana. -continuó cerrando los ojos y extendiendo las manos como para apartar un objeto de horror-. Poneos todos delante; no quiero verla; echadla de aquí... Pero siempre la veo... poneos delante... Siempre la veo, aunque cierre los ojos... marqués, sácame los ojos para que consiga no verla... Aquí está: me mira con sus ardientes y terribles pupilas... Está cubierta con una ropa blanquísima, y de su pecho corre un raudal de sangre que llena todo el cuarto... ¡Pobre Susana!... Pero yo no fui, yo no tengo la culpa, yo no quería que muriera, sino que se la llevaran lejos, lejos... El maestro Nicolás es quien se empeñó en que muriera... ¡Infame! Y se ha llevado los cien mil duros... ¿No le veis cómo registra la caja?... ¡Malvado!...

-¡Qué espantoso delirio! -decía doña Juana a cada rato-. Es propenso a delirar desde que tiene calentura; pero nunca he visto en él un extravío igual.

El marqués parecía más preocupado que doña Juana del sentido de las palabras proferidas por el enfermo.

-Pero no lo creáis -prosiguió éste-, no se llama maestro Nicolás, se llama D. Buenaventura Rotondo, y se finge barbero para penetrar en las casas. Es un conspirador y un intrigante... Por Dios, poneos todos delante para que no la vea. Aquí está otra vez con su traje blanco manchado de sangre... Marqués, por piedad, sácame los ojos, no quiero tener ojos... Si yo no fui, fue él... ese infame Rotondo; yo sólo quería que se la llevaran de aquí... ¿No veis cómo registra la caja y cuenta el dinero?

Al decir esto hacía esfuerzos por levantarse, al paso que mientras nombraba a Susana se tendía, se arropaba, cerrando fuertemente los ojos. El marqués llamó aparte al doctor y le dijo:

-¿No le preocupa a usted este delirio?

-Sí -dijo el doctor con angustia-. Sí; en eso estaba pensando. Después hablaremos.

-Me parece que esto es una revelación. ¿Conoce usted al maestro Nicolás?

-Sí; le he visto aquí algunas veces. Aquí hay misterio. Siempre me chocaron las visitas de ese hombre. ¿Sabe usted dónde vive?

-No; esa es la gran contrariedad. Pero viene todos los días. Si viene mañana, le echaremos el guante.

-Hoy dirá usted; porque son las cinco -dijo el doctor mirando su reloj-. Tremenda noche ha sido esta. ¡Pobre Susanilla!

  —272→  

Al decir esto el buen Inquisidor lloraba como un niño.

-Y por ese hombre que se encontró en la casa, ¿no se podría descubrir algo? -añadió Albarado.

-Nada absolutamente. Es un loco, y a todas las preguntas contesta con que va a la Convención o a los Fuldenses.

-No cabe duda que aquí hay misterio.

-Únicamente pienso averiguar algo por la Pintosilla, que está presa desde ayer.

-Susana misma nos dirá también lo que vio en aquella casa.

El marqués hizo un gesto que indicaba estar seguro de no averiguar nada por aquel medio.

-¿Usted cree que Susana estaría en connivencia con esos bandidos? Eso sería horrible.

-Pero es verdad -contestó el marqués tristemente-. Él fue al baile del candil de acuerdo con ella. Eso saltaba a la vista. El encontrar la casa sola, y el aviso que aquí se recibió, indican que esos miserables la abandonaron después de lograr su objeto.

Pasaron las horas y Cárdenas se fue calmando lentamente, hasta que al fin reposó por completo, fatigado el espíritu y la materia del terrible delirio. Callaron todos para no interrumpir su descanso, y a eso de las siete un criado entró a anunciar que allí estaba el maestro Nicolás con las pelucas y a afeitar al señorito.

-Que deje las pelucas y se vaya -dijo doña Juana.

-No; que espere -dijeron, saliendo el marqués y el doctor.

En efecto; Rotondo, que quería a toda costa llevarse, si no los ochenta mil duros restantes, por lo menos una buena parte, entró en la casa; pero aquel día tuvo mala estrella, y no volvió a salir, porque el marqués, auxiliado de la servidumbre, le encerró bonitamente en los sótanos de la casa.




III

Dos días después de estos sucesos, el doctor entró en el cuarto de Susana, y encerrándose con ella, entablaron el siguiente importante diálogo, del que no perderemos punto ni coma.

La que era ya condesa de Cerezuelo se hallaba en deplorable estado físico y moral, tendida sobre un canapé en la misma estancia donde recibió a Martín algunos días antes.   —273→   Sólo la criada entraba para llevarle el alimento, y, más conturbada, más triste estaba allí que en la otra prisión de la calle de San Opropio, que ella juzgó el más odioso lugar de la tierra. El primero que traspasó el dintel de este nuevo encierro, en que la joven se desesperaba acompañada de sus pensamientos, fue el pobre abuelo, el más afligido de todos los de la casa. Su vista impresionó vivamente a la orgullosa dama, que conservaba bastante entereza en medio de tantas amarguras.

-Susana -dijo gravemente quiero conferenciar contigo de un asunto concerniente a la honra de esta casa, que está, tú lo sabes, muy por los suelos. Ante todo espero de ti una revelación franca. Lo que a mí me digas puedes considerar que se lo has confiado a un sepulcro. Después de lo que ha pasado nada me sorprenderá; yo, que debiera ser inflexible como lo ha sido tu padre, seré tolerante si tienes conmigo la franqueza que espero. ¿Tú quieres a ese hombre?

-Sí -contestó Susana con dignidad.

-¿Todavía? -preguntó el doctor con ansia.

-Todavía y siempre.

-No; no lo puedo creer. ¡Tú estás loca, Susana!; por Dios, mira lo que dices. Yo soy demasiado bueno; yo no debiera volver a mirarte; pero el entrañable cariño que te profeso me obliga a ser débil. Tú harás lo posible por sofocar ese afecto, ¿no?

-No, porque me moriría.

-¡Susana, Susana!, ¡tú has perdido el juicio! ¡Te morirías, dices! Ojalá te hubieras muerto antes de hacer lo que has hecho. Más quisiera verte en tu ataúd vestida con el hábito de la Virgen del Carmen, nuestra santa patrona, que deshonrada y perdida para siempre en el concepto del mundo. Dime: ¿ese hombre te arrebató de acuerdo contigo?

-No, yo nada sabía; soy inocente. Me robaron para exigir la libertad de Leonardo.

-Esos hombres son unos bandidos. ¿Y tú amas a ese hombre?

-Sí; no lo negaré nunca.

-¿Ha estado él allí contigo en estos días?

-No; sólo ha estado una vez en que hablamos un poco, y él se marchó.

-¿Adónde?

Susana no contestó a esta pregunta, a pesar de que fue muy repetida.

-¿Pero no te horrorizas de lo que has hecho?

-No; porque tengo mi conciencia más limpia que ese   —274→   espejo en que nos estamos viendo. No tengo por qué horrorizarme; no he cometido falta alguna.

-¿Pero qué es eso? Aquí hay un arcano. ¿Pero es cierto que tú amas a ese hombre, o ha sido un capricho pasajero?

-No ha sido capricho pasajero: es un afecto firme y grande que no se extinguirá mientras yo tenga vida.

-Pues, hija: cualquiera que sea la verdad de lo sucedido, tú estás deshonrada para el mundo. Ningún caballero de familia ilustre se rebajará a darte su mano: has de vivir encerrada en un convento toda la vida, porque ni aun en esta casa quiere mi hermana que estés. Sólo una solución se ofrece que pueda, si no devolverte la posición que has tenido, porque eso ya es imposible, por lo menos ocultar algo de tu deshonra y darte un nombre que puedas llevar con la frente erguida.

-¿Qué solución es ésa?

-Hay un hombre que, a pesar de lo que ha pasado, quiere casarse contigo. Ese hombre no hubiera sido antes digno ni de dirigirte la palabra; pero hoy, hija, vale más que tú, no lo dudes; hoy su oferta puede considerarse como una abnegación.

-¿Y quién es ese hombre? -preguntó la dama.

-Don Lorenzo Segarra. Aunque de humildísima cuna, no debes de rechazarle, porque, con dolor te lo digo hoy no puedes aspirar a más. Y aun hay que agradecerle su comportamiento, hijo del mucho amor que tiene a la familia. Él quiere lavar esta deshonra, y no vacila en dar su nombre a la que ya no podrá honrarse con el de otra casa más alta. Creo que no has podido soñar una reparación más aceptable. Vivirás con él en Alcalá durante algunos años, y después podrás volver aquí. No puede decirse que lo hace por avaricia, porque has de saber que tu padre, en su último testamento, lo nombra heredero de todos los bienes que no pertenecen al mayorazgo; de modo que el esposo que te propongo es casi tan rico como tú.

No es posible pintar el desdén y la repugnancia con que Susana escuchó aquella proposición. El doctor, que lo conoció, dijo estas palabras:

-Yo, que te quiero como un padre, tengo gran empeño en que esto se haga. Vengo de hablar con D. Lorenzo, que asegura no poder resistir la situación en que te encuentras. Lo comprendo. ¡Se interesa tanto por la familia! Estoy seguro de que me harás el gusto en compensación de la pena que a todos has causado. Si no lo haces, Susana, haz cuenta de que no existo; no te veré más; puedes considerar   —275→   que oyes de mi boca cuanto oíste de la de tu padre en su última hora. Esto te propongo. Si lo aceptas, seré para ti tan cariñoso como siempre lo he sido; si no lo aceptas, olvídate hasta de mi nombre; no te conozco; eres para mí la última de las mujeres. Por más esfuerzos que me cueste este sacrificio, lo haré, te juro que lo haré.

El buen doctor no pudo continuar porque los sollozos ahogaron su voz. Susana, a pesar de los esfuerzos de valor que desde algún tiempo hacía, a pesar de su arrogante serenidad, no pudo mostrarse indiferente ante las lágrimas de aquel buen viejo, del pobre abuelo, que la amaba tanto. Ya sabemos el ascendiente que el doctor tenía sobre ella, y bien podía asegurarse que era el único de quien se dejaba conmover. La orgullosa consistencia del carácter de la dama únicamente cedía a los mimos del consejero de la Suprema. Aquel día, al oír sus súplicas, al ver las lágrimas que surcaban por las arrugadas mejillas del buen viejo, al oír de sus labios promesas de perdón, cuando todos se habían mostrado tan sañudos con ella, no pudo resistir una emoción violenta. Albarado no quiso destruir con nuevas promesas o amenazas el efecto de sus anteriores palabras, calló juzgando que nada era tan expresivo como sus lágrimas. Se fue dejándola sola y encargándole la tranquilidad. En el corredor se encontró a Segarra y le dijo al oído:

-Creo, Sr. D. Lorenzo, que lo vamos a conseguir.






ArribaAbajoCapítulo XXVI

¿Iré o no iré?



I

Vamos a asistir a la espantosa duda que conturbó el entendimiento de Susana, comprimido por dos ideas opuestas, disputándose la victoria con igual esfuerzo. La infeliz sufrió por cinco días aquella tremenda agonía que produjo en ella un gran trastorno moral y físico, haciéndola insensible a cuanto a su lado veía. Sola, callada, inmóvil, con la vista fija en el suelo, estuvo cuarenta horas recostada en el mismo sofá en que la hemos visto hablando con el abuelo. Nada la sacaba de su abstracción; nadie le hizo desarrugar el ceño ni volver la vista; no contestaba a palabra   —276→   alguna, ni fue preciso comprender si era aquella reconcentración de soberbia o un fuerte acceso de remordimientos. Estaba tejiendo y destejiendo una tela infinita, oscilando sin cesar de un término a otro entre los dos de una proposición terrible. Si lo que pasa en el cerebro en tales ocasiones se expresara al exterior por algo material, por algo que se viera y que sonara, se parecería al tic tac de un péndulo lento y cadencioso, máquina triste que se ocupa en cantar una duda sin fin.

¿Iré o no iré? Parecerá rara esta vacilación en un carácter resuelto y propenso a las determinaciones decisivas como era el de Susana; pero en las circunstancias en que se encontraba, no era fácil la línea recta. La duda frívola, que más que duda es ligereza y veleidad, no es propia de los caracteres fuertes y activos; la grande, la dolorosa duda que perturba y sacude el ánimo, sólo cabe en las naturalezas reflexivas y profundas o en los caracteres apasionados y fogosos. Nunca la pasión y el deber, eternos contendientes de estas grandes batallas, chocaron de un modo tan rudo como en la mente de Susanita cuando, muerto su padre, y decidido por la familia su matrimonio con Segarra, empezó a preguntarse si iría o no a Toledo en busca de Martín, o renunciaría para siempre a la unión prometida y jurada.

Cuando había consentido en renunciar a sus preocupaciones, lo había hecho con plena y absoluta resolución de cumplir su promesa. Aquello había llegado a ser una necesidad, después de haber sido objeto de una gran lucha. Una serie de impresiones recibidas en los días de su prisión, y, por último, el diálogo con Martín, desarrollaron en su ánimo la pasión tan a expensas del orgullo, que era preciso transigir con ella, y olvidar la baja condición del objeto amado. Ella no había conocido un hombre como aquel, ni creía que existiera otro en quien se juntaran más calidades de carácter y de persona que le fueran agradables. Hasta lo que podrían considerar muchos como defectos, le era simpático, y sentía una admiración instintiva hacia todo lo que en él causaba terror a los demás. Era el ser único, encontrado en la jornada de la vida, sin que antes hallara otro, ni hubiera esperanza de encontrarlo después. Renunciar a él sería renunciar a la vida, someterse al rigor de una familia intolerante y cerrar para siempre los ojos a la luz de la felicidad, sumergiéndose en noche de tristeza y de soledad, peor que la muerte, porque se pensaba. Si tenía la debilidad de ceder a sus preocupaciones y a las exigencias de sus parientes, era preciso optar entre   —277→   pasar el resto de la vida en un convento o casarse con un hombre como D. Lorenzo Segarra, lo cual era todavía peor que el convento. ¿Y qué valor tenían las exigencias de su familia tratándose de su felicidad? ¿Por qué había de someterse a la voluntad de nadie? ¿Por qué había de sacrificar a una vana consideración social, a una pura cuestión de palabras, el hecho cardinal de su vida, aquel grande y noble sentimiento, vagamente previsto desde que dejó de ser niña; anunciado, al presentarse, con el aparato de fuertes ataques de veleidad, de mal humor, de caprichosas liviandades; enseñoreado al fin de su espíritu, de tal modo, que había llegado a ser su espíritu mismo? No; de ninguna manera. Era preciso ir.

Pero... pero aún zumbaban en su oído, como el eco de las voces de todos sus antepasados juntos, las palabras del Conde, cuyo clamor era la protesta de la raza y de la sangre contra aquella desnaturalizada hija que manchaba con el cieno de las tabernas y con el polvo de los clubs el preclaro nombre de la antigua familia. Don Pablo Muriel había sido enemigo de la casa; aquel nombre no podía ser simpático a ningún Cerezuelo. Su padre había fallecido presa de un rencor que no domaba ni la proximidad de la misma muerte. Había concluido su honrada vida con el corazón envenenado, maldiciéndola desde las puertas del sepulcro, y aborreciendo, cuando sólo debía amar; atento a su deshonra, cuando sólo debía poner el pensamiento en Dios. Él, que debía haber muerto como un justo, murió como un réprobo, desesperado y furioso. Tal vez el alma del padre irritado no encontró abierta la entrada del cielo, cerrada para todos los rencores de este mundo. ¡Oh, este era un pensamiento terrible! La maldición del Conde, su atroz aspecto, su frenesí, que casi parecía de ultratumba, le imponían un pavor indecible. Casi le costaba trabajo creer que su mismo padre estuviera en aquellas escenas, y le parecía que, ya finado, había vuelto, traído por infernales espíritus, a pronunciar el anatema de cien generaciones de antepasados ilustres. Aquel recuerdo y aquellas palabras la perseguirían toda su vida como un escuadrón de espectros zumbando en su oído y revolando ante su vista. No... de ninguna manera; no podía, no debía ir; era imposible ir.

Pero... pero si ella no había conocido otro hombre como aquél, con cuyo carácter el suyo había hecho ya un estrecho maridaje en la región de lo ideal. ¡Eran los dos tan parecidos, tan el uno para el otro! Además, ella detestaba la turba de galanes que conocía en la Corte, y sentía repugnancia invencible hacia los sandios petimetres que la habían   —278→   ofrecido su mano. A veces, antes de encontrar aquel ser buscado instintivamente por todos lados en el sendero de la vida, ella era también frívola y tonta como los que la rodeaban; pero en el fondo de su alma detestaba la afeminación. Adoraba todo lo enérgico, todo lo que tuviera proporciones inusitadas. La superioridad moral de Martín la atraía por una especie de gravitación que existe en la misteriosa astrología de los espíritus. No podía resistir aquella atracción que propendía a fundir en una sola dos naturalezas afines. Su entendimiento como su voluntad se habían ya acostumbrado a volar continuamente en dirección a la voluntad y al pensamiento del revolucionario. Era tan triste suponer un divorcio perpetuo entre los dos, que la imaginación dolía, como si fuera un órgano, al fijarse en este punto. No era posible pensar cosa alguna que no se relacionase con él. Nada ocurría en el mundo moral, como en el físico, que estuviera desligado de la persona o del pensamiento de aquel hombre; y la imaginación de la pobre dama no tendía ninguno de esos hilos de araña que pueblan el espacio en las horas de meditación, sin que la extremidad del cable imperceptible dejara de fijarse en el otro término de aquel dualismo. No era posible renunciar a tanta sensibilidad desbordada, a tanta ansiedad satisfecha, a tantas lágrimas de placer, a tantas cosas nuevas y desconocidas, surgidas de improviso del fondo de la Naturaleza, como la violenta vaporización de los materiales de un volcán, sometido de pronto a la acción de enérgico fuego interior. Su espíritu tenía horror al olvido, como la Naturaleza tiene horror al vacío. No, imposible; renunciar a aquello era un hecho que no cabía dentro de la voluntad humana. Era preciso ir.

Pero... pero se acababa su representación en el mundo. Adiós bailes, fiestas, tertulias en que todos se consideraban felices al ser mirados por ella. Ya se concluía la Susana omnipotente, que avasallaba a todos y de todos era idolatrada. Además, ¿cómo olvidar la imagen de su padre irritado en el momento de morir, cual nunca lo había estado en vida? Le había de ver todas las noches apareciéndose en sueños para maldecirla; había de escuchar constantemente aquellas palabras: «¡Que tus hijos sean monstruos horrendos!», y no tendría un momento de tranquilidad. Y al mismo tiempo el pobre abuelo, que la amaba más que su mismo padre, se moriría de pena viéndola unida a aquel hombre aborrecido. Recordaba sus súplicas, pidiéndole con tanta ternura como un joven amante, que renunciara a un amor bochornoso; recordaba sus lágrimas,   —279→   que nunca en ningún tiempo había visto en el rostro del anciano, y el corazón se le apretaba de angustia. Su padre muerto, pero vivo en la memoria eternamente por su terrible anatema, su protector y amigo resuelto a abandonarla y a morirse también de desesperación, la perseguían como dos sombras irritadas y vengativas. No, de ningún modo; era imposible ir.

Como una balanza matemáticamente nivelada, y oscilando en períodos iguales, así estaba su espíritu, y así resistió dos días de constante meditación. Bastaba un grano de arena para inclinar de un lado cualquiera de los dos platillos, y este grano de arena lo arrojó un hecho que parecía casual, pero que ella juzgó dispuesto por la Providencia.

Don Lino Paniagua se presentó en su casa cuando menos ella lo esperaba, y pidió ser llevado a su presencia, en lo cual no hubo inconveniente, por la general creencia de que el abate era un ser completamente inofensivo.




II

-Señora condesa -le dijo complaciéndose en acentuar el título-, vengo a consultar con usted un grave asunto. No he querido decir nada a la familia porque esto es cosa que usted sola debe saber. Ante todo, le suplico que no vea en mis palabras nada que pueda ofenderla. Usted debe saber que el Sr. D. Martín tiene un hermanito, el cual se había extraviado, y no era posible encontrarlo.

-Sí -dijo Susana con la mayor viveza-, ¿ha parecido?

-Pues contaré a usted. Me han encargado una comisión sumamente delicada. Ese niño ha parecido en Aranjuez, en casa de los Sres. de Sanahuja, que le recogieron. Nuestra amiga doña Engracia le vio, supo por él que era hermano del Sr. D. Martín, y deseando hacer una obra de caridad, me lo envía para que yo se lo entregue al interesado. He aquí mi aprieto, señora condesa; el niño está en mi casa, adonde ha llegado esta mañana, y como yo no sé dónde está el Sr. D. Martín, vengo a que usted me lo indique, si lo sabe, y siempre en el caso de que esto no le cause molestia.

Don Lino calló y aguardó la respuesta, no sin cierto temor de oír un ex abrupto. El semblante de Susana se alteró, recobrando de improviso su animación. Sus miradas volvieron a ser lo que habían sido antes: expresivas y deslumbradoras; se levantó y dio algunos pasos. Todo   —280→   anunciaba en ella que la lucha había concluido, y que al fin tomaba una resolución decisiva. Para el abate no pasó inadvertida aquella inopinada resurrección.

-Voy, voy, voy -dijo para sí-; voy a llevarle ese niño. Es un deber; ya no lo dudo. Cumpliré mi palabra, y seguiré mi destino. Yo necesito verle y presentarle a su hermano, hallado al fin y recogido por mí. Este es un aviso del Cielo, que me da resuelta la cuestión. Sí... es un aviso del Cielo. Iré; es preciso ir. Me asombro ahora de haber dudado un momento.

Después, sentándose de nuevo, dijo en voz alta:

-Don Lino, tengo que pedir a usted un favor.

-¡Ah!, algún encargo; ¿quiere usted que le traiga otra caja de pastillas de casa del Mahonés?

-No; no es eso.

-Disponga usted de mí por esta tarde, porque ahora tengo que ir a casa de las escofieteras de la calle de Milaneses para decirles de parte de doña Robustiana, que no pongan a las papalinas cintas verdes, sino azules.

-No es para hoy; será para mañana. Quiero que me acompañe usted a una parte.

-Señora condesa -dijo el abate muy asustado-. Recuerde usted las circunstancias... Usted no podrá salir de aquí.

-¡Que no puedo salir! -contestó Susana con un arranque de soberbia que asustó a Paniagua.

-Pero... quería decir... Si la familia lo sabe, ¿qué creerá de mí?

-Usted irá, irá conmigo -dijo Susana en un tono que no consentía réplica.

-¿Es a alguna casa conocida?

-No es en Madrid.

-¿Tenemos que ir fuera? Pero señora condesa, considere usted...

-Usted va conmigo; usted va conmigo sin remedio. No hay otra persona que pueda hacerme este inmenso favor. No será usted capaz de desairarme.

En efecto, Paniagua no era capaz de decir que no a nada, y después de mil súplicas encantadoras, después de mil coqueterías irresistibles, prometió a Susana acompañarla al punto que ésta tuviera por conveniente.

-Pues bien -dijo ésta-: mañana al anochecer aguardeme usted en su casa, y esté preparado para un viaje. Tenga usted un coche preparado, cueste lo que cueste.

-¿Y qué hago con ese chicuelo que me han enviado?

-Ha de ir con nosotros.

  —281→  

-¡Ah! -dijo el abate asustándose otra vez-. Pero señora condesa, repare usted... la familia, el doctor...

Se entabló de nuevo la disputa; pero al fin cedió D. Lino, impotente para negar lo que se le pedía de un modo tan apremiante. Convino en prepararlo todo y en aguardarla a la noche siguiente.






ArribaAbajoCapítulo XXVII

Quemar las naves



I

Los individuos que habían de componer la Junta estaban reunidos y profundamente atentos al suceso ya próximo y cuyo éxito era un pavoroso enigma. No pasaban de doce, y ocupaban un gran salón mal amueblado en la planta baja de un caserón ruinoso. En sus semblantes más se notaba tristeza de penitentes que entusiasmo de conspiradores. Parecía que la proximidad de los hechos había enfriado un tanto su primer acaloramiento, y que no estaban hechos aquellos caballeros de la madera con que se fabrican los revolucionarios. Había dos, sin embargo, que eran cada vez más ardientes y recogían todas las palabras de Martín con verdadera ansiedad, expresando en sus fisonomías las diversas expresiones que experimentaban al oírle.

Pálido, grave y con claras señales de haber padecido grandes insomnios, estaba Martín sentado en lo que parecía ser cabecera de la mesa oblonga colocada en el centro del cuarto.

-¿Qué hora es?-preguntó.

-Las diez -contestó uno de los presentes.

-Dentro de dos horas estará cada uno en el sitio que le corresponde -dijo Muriel solemnemente-. ¿Hay alguno que se sienta débil para lo que exige tanta resolución? ¿Hay alguno que no se halle con fuerzas para poner su firma al pie del acta de la constitución de la Junta? Todavía es tiempo: faltan aún dos horas. Los cobardes tienen tiempo de arrepentirse. Si hay alguno que viendo de cerca el peligro quiere retirarse a su casa para llorar como mujer los males de la patria, en lugar de arrostrar la muerte para   —282→   castigarlos y hundir para siempre la tiranía, puede hacerlo. Dentro de un rato será tarde.

Todos escucharon estas palabras con profunda ansiedad.

-La Junta queda en este momento constituida, y el acta se va a firmar -continuó, sacando unos papeles, que extendió sobre la mesa-. Aquí está; es preciso firmar esta acta, que dice: «Hoy, 16 de mayo, los firmantes, declaramos constituida la Junta revolucionaria de Toledo, y decretamos: 1º. Manuel Godoy, llamado Príncipe de la Paz, es condenado a muerte. 2º. La familia de Borbón ha dejado de reinar en España. 3º. No hay más soberanía que la de la Nación. 4º. Esta Junta ejerce el poder supremo ejecutivo, que sólo resignará en las Cortes del reino, convocadas al efecto». Ahora firmad todos. Ya he firmado yo el primero.

Los dos que estaban sentados junto a Martín extendieron su nombre al momento; los demás se consultaron con las miradas, y aun en alguno se notó la señal de un gran sobresalto. Uno se levantó de pronto, y dijo: «Yo no firmo eso». Pero los demás no tuvieron valor para negarse ante los modales y la voz autoritaria de Muriel, y firmaron. Inmediatamente éste sacó otro papel, que dijo ser una copia exacta del primero, y lo extendió también sobre la mesa, diciendo: «Ahora firmenme ustedes esta otra copia».

Los conspiradores firmaron todos, excepto aquel que desde un principio se había negado, y habiendo recogido Martín aquel segundo documento, lo dobló, sellándolo, y escribiendo con gruesos caracteres el sobre.

-¿Pero a quien dirige usted la copia del acta? -preguntó uno mirando por encima del hombro del joven.

-Véalo usted -contestó éste-; a su Alteza Serenísima el señor Príncipe de la Paz.

-¡Oh!, ¿qué hace usted?... ¡Está loco sin duda! -exclamaron algunos de aquellos hombres, poseídos repentinamente de una gran turbación.

-¡Enviarlo al Príncipe de la Paz... y con nuestra firma!

-Explique usted qué quiere decir esto.

-Esto se llama quemar las naves -contestó Muriel con voz imperturbable-. Los que han firmado este documento tienen contraído un compromiso solemne, y por si alguno quisiere volver el pie atrás en el momento supremo, yo le quito de esta manera toda esperanza de salir impune. Envío el acta a Godoy para que todos los que la han firmado se convenzan de que no hay más remedio que vencer o morir. Si esto sale mal, no queda el recurso de negar toda participación en la empresa frustrada. Si no vencemos, a todos nos espera el cadalso. Mañana sabrá Godoy nuestros nombres,   —283→   pero ya será tarde. Para estos golpes de terrible audacia no basta el valor, es necesaria la desesperación, y ésta, que hoy podré llamar fecunda virtud, la infundo a todos, asegurándoles que no podrán contar con la existencia si no vencemos. No hay remedio; es preciso vencer o morir. El que prefiera el vil cadalso a la honrosa muerte de una batalla, que se retire; aún es tiempo.

Estas palabras fueron pronunciadas en medio de un silencio sepulcral, en que no se sentía ni la respiración de aquellos hombres, cuya vida había sido puesta entre el terrible dilema de una lucha desesperada o de un patíbulo afrentoso. El efecto producido por el atrevido proyecto del revolucionario fue distinto: en unos avivó el entusiasmo; en otros produjo una especie de terror pánico, mezclado de abatimiento. Aun hubo una mano que acarició a escondidas el pomo de un puñal; pero la persona, el carácter del jefe eran cada vez más imponentes, y la intención homicida murió en flor, sofocada por cierto estupor supersticioso que experimentaba su autor.

Martín se levantó, y dijo:

-No necesito añadir una palabra más. Dentro de dos horas cada uno sabe lo que tiene que hacer.

Entre los entusiastas había dos, como hemos dicho, que eran íntimamente adictos a Martín. El uno era un joven abogado de aquella ciudad, apasionado, ardiente, dotado de los mismos pensamientos revolucionarios que Muriel, aunque de carácter menos firme y sin poseer la voluntad reflexiva que daba tanto ascendiente a las determinaciones de aquél. El otro era un clérigo levantisco, natural de Sevilla, y que profesaba las ideas más exageradas en materia de política y religión. Ambos reconocieron en su nuevo amigo las cualidades sobresalientes que exigía aquel empeño en que estaban metidos; y esclavos de la superioridad se sometieron a cuanto él disponía, identificándose con su iniciativa. El abogado se llamaba Brunet, y el clérigo, aunque con las licencias retiradas y alejado de los altares, conservaba el nombre de el padre Vélez. De los demás no haremos mención sino en conjunto, porque sólo así pueden figurar en esta narración.

Cuatro eran los que se mostraban más recelosos y pensativos, y uno de ellos, el mismo a quien vimos acariciando el mango de un oculto puñal, fue quien poco antes se había negado resueltamente a firmar el acta.

Este hombre salió del cuarto y de la casa, y apenas había andado veinte pasos por la calle, le salió al encuentro otro hombre, envuelto en una ancha capa negra, y que se   —284→   paseaba por aquellos lugares, como esperando la salida de alguno.

-¡Ah!, Sr. D. Juan -dijo el que venía a la Junta-. A su casa iba yo.

-¿Qué hay? ¿Cómo va esa Junta?

-Señor; ese loco nos ya a perder. Figúrese usted que les ha hecho firmar un acta en que la Junta se compromete a destituir la familia de Borbón y convocar unas Cortes, proclamando la soberanía de la Nación. Sospecho que ese diablo lo va a echar todo a perder.

-¡Dejarle, dejarle! -contestó el que respondía al nombre de D. Juan-. Yo soy de la opinión de Rotondo, que me decía en su carta de ayer: «Nada importa que en el primer movimiento unos cuantos locos proclamen mil atrocidades. Lo que importa es que haya tal movimiento. Mientras más espantosa sea la sacudida, mejor». Yo opino lo mismo, señor brigadier Deza; y la verdad es que Muriel tiene verdadero genio revolucionario. Ya usted ve cómo ha organizado en cuatro días una fuerza formidable. Es un mozo de cuenta, y creo que no nos dejará en el atolladero.

-Pues yo veo la cosa mal -contestó el brigadier-. Reconozco sus cualidades, pero le tengo miedo. Lo cierto es que muchos de los que constituyen la Junta han aceptado su programa, que es atroz. Si nuestros enemigos se aprovechan a tiempo del terrible efecto que va a causar en la Corte el programa de la Junta, estamos perdidos.

-Déjeles usted obrar; que hagan lo que quieran. Lo que importa es que caiga Godoy, y eso ya lo podemos considerar como seguro. Ya ve usted cómo estaba el pueblo esta tarde en los barrios de Albadanaque y San Lucas con la carencia fingida del pan.

-Todo está muy bien preparado, y yo soy el primero que hace honor a lo que Muriel ha dispuesto; pero presumo que nos va a perder. A fe que he tenido intenciones de quitarle de en medio. Sepa usted que obligó a todos a firmar una copia del acta para enviarla a Godoy. Dice que esto se llama quemar las naves para conseguir que no haya desertores en la Junta.

-¡Sublime idea ha tenido! -exclamó D. Juan-. Deje usted; mientras mayor sea el entusiasmo...

Los dos personajes continuaron su diálogo, cada vez más animado, y se perdieron por las callejuelas que rodean a la catedral.



  —285→  
II

En tanto Martín y los demás continuaban reunidos.

-Desde este momento -dijo el primero- queda constituida aquí la Comisión permanente de la Junta, que preside Vélez, por delegación mía. Esta Comisión está en relación conmigo toda la noche, y resolverá con su criterio cuanto ocurra, en caso de que no haya una orden mía en contrario.

-La Comisión permanente -dijo el padre Vélez sentándose en el asiento de preferencia- sostendrá tus acuerdos, y garantiza su ejecución con la vida de todos los que aquí quedamos.

Martín salió y despachó al momento un correo de toda su confianza que llevara a Madrid el acta firmada por todos los individuos de la Junta. Estos, por lo tanto, no tenían escapatoria. La causa de haber dado Martín este arriesgado paso era que alguno de aquellos personajes, a pesar de ser todos muy vehementes al principio, le inspiraban cierta desconfianza los últimos días.

A las doce en punto, doscientos hombres encerrados en las habitaciones medio ruinosas de la Judería se amotinarían, apoderándose de todas las callejas y recodos de aquel antiguo y solitario barrio. Estos hombres eran escogidos, de probado valor, y en todos ellos, tratándoles separadamente y por grupos, había infundido Martín una decisión que parecía inquebrantable. Mas era una fuerza brutal y ciega, que ignoraba la idea, de la cual recibía tan vigoroso impulso. El rencor hacia un hombre, a quien juzgaban causa de todos los males, era el único sentimiento que les movía; pero aun así aquella fuerza era de inmensa utilidad. El resto del pueblo que habitaba en Toledo, o era indiferente, o estaba dispuesto a secundar el movimiento. Los nobles y el clero eran también revolucionarios; pero sólo algunos estaban enterados de lo que se preparaba. Todo era favorable; sólo la mala fe o la discordia entre los conspiradores podía frustrar el golpe.

Lo primero que debían hacer los amotinados era apoderarse a viva fuerza del corregidor y del coronel que mandaba la escasa guarnición de la ciudad; esto parecía muy fácil, porque el brigadier Deza, que era de la Junta, podía entregar a los soldados, aunque no tenía mando activo. El clero, y principalmente los inquisidores, aunque estaban también en autos, no tenían participación directa, y esperaban   —286→   confiados en las hazañas de aquel hombre, enviado de Madrid por Rotondo, y en quien suponían con razón cualidades no comunes. Todos velaban, llena el alma de zozobra, aguardando noticias de la Judería; sólo descansaba sin ningun género de cuidado ni sospecha el corregidor de la ciudad, D. Ildefonso Carrillo de Albornoz, del cual también se susurraba que no era muy afecto a Godoy. Los elementos para el primer impulso eran considerables; después se contaba con el concurso de España entera.

Martín, al salir de la Junta, fue a su casa a reposar un momento para dirigirse a las doce a la Judería.

Habitaba en una casa lóbrega y escondida de la calle de la Chapinería, y sólo le acompañaba Alifonso, porque don Frutos había sido encargado de cierta comisión que se sabrá después. Aquella noche, sintiéndose el joven con necesidad de tomar alimento, fue a la posada, y con gran sorpresa, encontró en ella a fray Jerónimo de Matamala.

-Querido Martín, Martincillo -exclamó éste abrazándole-. He venido sólo por verte. ¿Qué tal? Muy ocupado. Sabes que esto que aquí pasa no me parece del todo bien; sí, te diré... he venido sólo a eso. ¡Pobre muchacho! Tú estás loco; ¿conoces bien la gravedad de lo que vas a hacer? Corchón me ha mandado a toda prisa; está escandalizado y furioso. Aquí he sabido que estás haciendo atrocidades, y te auguro mal fin. Hay muchas personas que están irritadas contra ti, sobre todo ciertos individuos del clero.

-¿Qué me importa? -contestó Martín-. Ya no es posible volver atrás; es igual que estén contentos o no. Yo me río de sus escrúpulos. ¡Gente apocada y egoísta! ¿Qué saben ellos lo que es valor? Querían que trabajáramos por ellos, por cimentar su poder, por aumentar su influjo. Vaya usted y diga a esos farsantes que ya no hay esperanza. El alcázar de la corrupción y de la barbarie está minado; no falta más que aplicar la mecha.

-¡Infeliz! -dijo Matamala llevándose las manos a la cabeza-. Siempre lo mismo; siempre blasfemo. ¡Malhaya quien te dio parte en este negocio! Bien decía Corchón que tú nos ibas a perder... Pero hombre, considera... Ten prudencia...

-¡Prudencia yo!... Esta no es noche de prudencia.

-Corchón está hecho un veneno contra ti.

-Mucho me importará lo que piensa ese pedantón...

-Y Rotondo... También está disgustado, lo sé.

-Ningún malvado puede estar contento con lo que pasa. Se acerca el último día de los hipócritas, de los corrompidos y de los infames.

  —287→  

-¡Oh, santo Dios y el seráfico Patriarca!... pero qué loco está este hombre... Aquí, la gente de aquí, la gente gorda está también disgustada. Quién sabe lo que a estas horas estarán tramando contra ti. No seas loco; ve, preséntate a ellos y diles que estás arrepentido de todas tus faltas y que harás lo que ellos te manden.

-Déjeme usted en paz, padre; yo no tengo que dar cuentas a nadie -dijo Martín amostazado-. Usted es un pobre hombre que no sabe lo que dice. Esto no se ha hecho para los frailes ambiciosos, ni para los clérigos intrigantes.

-¡Ah!, también a mí me insultas... Bien: haz lo que quieras; no te aconsejo más. Me callo.

-Sr. D. Martín -dijo Alifonso, al ver que había terminado la disputa-. Esta tarde ha llegado a la posada una señora y ha preguntado por usted.

-¿Una señora? ¿Viene sola?

-Con un caballero flaco y pequeñín que iba mucho a casa, cuando el Sr. D. Leonardo, pues...

-¿Dónde está? Al instante quiero verla.

-Es la de Cerezuelo -dijo fray Jerónimo al oído de Martín-. La he visto al entrar.

Fue Martín inmediatamente al cuarto donde le dijeron que estaba Susana. Dio un ligero golpe en la puerta, y al momento sintió el crujir de un vestido de seda rozando precipitadamente por el suelo. Sonó el cerrojo, y antes de que la puerta se abriera, hasta le pareció que un perfume sutil anunciaba la presencia de la gran dama. En efecto; era ella. Cubierta de palidez, conmovida y turbada, Susana se ofreció a los ojos de Martín, y después de indicarle que entrara, cerró de nuevo la puerta. El joven se acercó a ella, y besándole ambas manos con cierta efusión de galán enamorado, que Susana hasta entonces no conocía, le dijo:

-¡Ah! Bien ha cumplido usted su palabra. Ya lo esperaba yo.

-Sí; mucho he dudado -contestó Susana con emoción-; pero al fin...

-¿Y duda usted todavía?

Susana se pasó la mano por la frente, y dijo con profunda melancolía:

-No lo sé.

-Terrible es la prueba; pero por lo que me dijo usted aquella noche, creo que todo cuanto usted oponga a esta inclinación es oponerse a su destino.

-Después que no nos vemos me han pasado cosas terribles... Pero ahora no puedo referir... Estoy sin fuerzas; he pensado tanto estos días, que me duele el pensamiento.   —288→   Yo creo que me he envejecido. ¡Cuánto he variado, Dios mío, en unas cuantas semanas; yo misma no me conozco! La persona que ha tenido bastante fuerza de atracción para hacerme venir aquí, para hacerme menospreciar todo lo que se queda allí, desoír la voz de cuantos en esta vida y en la otra se oponen a mi amor, debe estar orgullosa. Si Jesucristo bajado del cielo me hubiera dicho por su propia boca que yo iba a hacer esto que hago, me habría reído de Él.

-Es verdad -dijo Martín con alguna emoción-. Al verla a usted en este sitio me parece que he alcanzado la mitad de la victoria. Ya tengo la victoria moral, no me falta más que la de la fuerza. Usted bajando hasta mí parece que viene a sancionar mis ideas. Es la Providencia, señora, quien le ha enseñado a usted este camino. Si me parece que aquella clase que tanto odié conoce sus agravios y baja a pedirme perdón, no a mí, que nada valgo, sino a los míos, a los de mi clase, al santo pueblo, ansioso de ser amado después de tantos siglos de humillación. Ya comprendo que el odio no resuelve ninguna cuestión, ni cura ninguna herida, ni dulcifica ninguna pena. Los hombres no han de ser iguales destruyéndose, no; no ha de haber nunca igualdad en el mundo sino por el amor.

Susana se había sentado y parecía abrumada de nuevo por sus meditaciones; pero al oír las últimas palabras de Martín, se serenó su rostro, brillando en él aquella sonrisa apacible y melancólica que produce toda idea de felicidad al pasar con rapidez por la mente cargada de malos recuerdos y de crueles dudas.

-¡Cómo me he transformado! -dijo-; me acuerdo de mí misma en los tiempos anteriores a nuestro trato, como se recuerda a una persona a quien hemos conocido. Me asombro de que yo no hubiera sido siempre así.

-Aquel orgullo...

-Subsiste para todos, menos para uno solo, el único destinado a vencerlo. Usted se asombrará cuando le cuente el sinnúmero de pensamientos, de recuerdos, de terrores, de aprensiones que he tenido que vencer para traerme aquí. Pero no puedo explicar ahora todo... ¡tengo tanto que contar!... Estaría un día entero refiriendo lo que me ha pasado y lo que he sentido.

-Oiré esa historia que puedo considerar como parte de la mía. Es tarde, tengo que salir. Volveré.

-Antes de que usted se vaya tengo que mostrarle un regalo que le he traído.

-¡Un regalo!

  —289→  

-De gran precio: una joya perdida hace tiempo y que al alguien ha tenido la suerte de encontrar.

Susana se acercó a uno de los dos lechos que en el cuarto había y descubrió a Pablillo, que dormía como un ángel.

-¡Pablo, mi hermano! -dijo Martín con delirio, abrazando y besando al desgraciado niño.

-No lo despierte usted -añadió Susana-, Por el camino me ha contado sus aventuras. Está prendado de mí y no ha querido dormirse sin la promesa de que no me separaría de su lado. Vea usted: le ha cogido el sueño abrazado con mi manto y no lo soltará hasta que despierte.

En efecto; Pablillo tenía fuertemente apretado entre sus brazos el manto de Susana, como podría tener un galán a su bella desposada en los primeros sueños del matrimonio. Muriel contemplaba con verdadera emoción a su hermano, cuando sonaron fuertes golpes en la puerta.

-¡Muriel, Muriel, ya es hora! -dijo la voz de Brunet desde fuera.

-No me puedo detener un momento. Adiós.

-Adiós. No pregunto adónde va usted. ¿Puedo estar tranquila?

-No; porque si mañana no soy lo que debo ser y lo que me he prometido ser, puede decirse que he muerto. ¿Tiene usted miedo?

-No -contestó Susana con enérgica decisión y arrojándose en los brazos del joven.

-Esperemos. Si no venzo esta noche, es señal de que no hay Dios.

-¡Quién sabe! Adiós.

Martín salió del cuarto, y la dama no se separó de la puerta hasta que le vio desaparecer.






ArribaAbajoCapítulo XXVIII

La traición



I

Los dos hombres se dirigieron a buen paso a la calle del Hombre de Palo, donde estaba la Junta; pero cuando ya se acercaban a la casa vieron salir de ella dos hombres que   —290→   corrían con precipitación, y al punto reconocieron a dos individuos de la Comisión permanente.

-¡Martín, Martín! -gritaron al verle-. ¡Traición! ¡Traición! ¡Nos han vendido!

-¿Qué hay? ¿Qué es esto?

-Ese infame Deza... ya lo sospechaba... Vélez ha sido asesinado; Aranzana y Bozmediano quedan mal heridos...

-Pero ¿cómo ha sido?...

-La cosa más inicua. De improviso entró Deza en el salón, acompañado de diez o doce soldados, y nos intimó que nos rindiéramos en nombre del príncipe Fernando, cuya causa decía representar él solo. Vélez increpándole por su deslealtad, quiso echarse sobre él, y al instante fue atravesado con un estoque. Nos hemos defendido como fieras; hemos matado tres; pero el infame ha salido con los demás. Creemos que va a la Judería. Corramos... no hay que perder un instante.

-¡Calma, calma! -dijo Martín-. Vamos a la Judería; pero procuremos llegar allá serenos y con juicio.

Bajaron, en efecto, y antes de llegar observaron el resplandor de algunas antorchas y distinguieron rumor de voces. Por el camino encontraban multitud de personas que iban y venían, demostrando alarma, y a alguno de los fugaces transeúntes oyeron decir: «Aseguran que es un bandido que quiere asesinar a todo el clero de la santa Iglesia y robar todas las alhajas».




II

Antes de seguir adelante conviene hacer mención de algo que pasó en elevados círculos de la ciudad toledana. D. Juan de Escoiquiz no había podido convencer a sus colegas en conspiración que no importaba gran cosa el giro que quería dar al movimiento su principal impulsor. Desde la mañana de aquel día muchos señores capitulares, regulares y parroquiales se habían mostrado algo fríos en el entusiasmo que desde el principio les causaron las noticias de los acertados trabajos de organización que había llevado a cabo Martín. La mayor parte esperaban con ansia; pero algunos comprendían la tormenta que se les venía encima, y formaron propósito de evitarla. El brigadier Deza, que desempeñaba el papel correspondiente a la envidia de todos los asuntos de aquella índole, atizaba con sorda actividad esta insubordinación.

  —291→  

Llegada la noche, ya D. Juan Escoiquiz no pudo contener aquella tendencia díscola, nacida precisamente en lo que podría llamarse la aristocracia de la conspiración; y en los momentos en que se celebraba la junta de que hemos dado cuenta, zumbaba la tormenta contrarrevolucionaria en la habitación de un señor capellán de Reyes Nuevos, que había convocado, para tratar de aquel grave asunto, a varios dominicos, mínimos y agustinos de los muchos que hormigueaban en aquella ciudad plagada de conventos.

-Estamos perdidos -decía uno.

-Nos van a asesinar como si fuéramos perros herejes -clamaba otro.

-¡Con qué gente nos hemos metido!

-Es preciso defenderse.

En efecto; algunos de aquellos señores, los unos disfrazados de seglares, los otros con sus hábitos, se desparramaron por la ciudad con ánimo de prevenir a los hombres del pueblo que les eran adictos y que pertenecían a la formidable infantería de los doscientos.

-¡Qué timidez, santo Dios! -decía Escoiquiz al volver de su excursión al local de la Junta-. Déjenles que hagan lo que quieran. Caiga el Guardia, y después allá veremos.

-Sí; pero que no caigamos nosotros con él -indicó con ira el padre definidor del Santo Oficio-. Vea usted lo que me dice hoy mismo el ilustre Corchón. Dice que ese hombre nos va a perder sin remedio; que es un francmasón, un hereje, un blasfemo y feroz.

-Tiemblo, en verdad, por la vida de tanto pobre fraile inocente -exclamó con compungida voz el padre provincial de franciscanos, que era un viejecillo hipócrita y zalamero.

-Esta disensión de última hora -gritó D. Juan con energía- nos ha de perder. ¡Y todo que estaba preparado a pedir de boca! Señores, por todos los santos, dejad hacer; no impidáis el movimiento de esta noche. Ya han partido los correos a las provincias. Si esta noche no hacemos nada, renunciemos a echar por tierra al de la Paz. Los momentos son decisivos.

-Lo haremos, sí; pero quitando antes de en medio a ese endiablado Muriel.

-Eso de ninguna manera. Él lo ha organizado todo; él solo puede hacerlo. Reconozcamos que somos todos unos cobardes, incapaces de exponer la vida.

-Ahora se trata de salvarla.

-Es preciso que muera ese bandido.

-Mañana, mañana.

-No; esta noche, ahora mismo.

  —292→  

La disensión iba en aumento, y aunque los más se inclinaban aún del lado de Martín y de Escoiquiz, el ardor de la parte levantisca, que se creía comprometida y en gran peligro a causa de las nuevas tendencias del movimiento, podía inutilizar en un instante los trabajos de tantos años y perder aquella admirable ocasión que rara vez se volvería a presentar.




III

Muriel, Brunet y los otros individuos de la Junta entraron en una de las calles de la Judería y tropezaron con un grupo a quien arengaba el brigadier Deza, al parecer con poco éxito. Los hombres del pueblo que le oían se dirigieron a Martín, como si le hubieran estado esperando, y éste, en tal instante, creyó que la fortuna, por breve tiempo eclipsada, venía de nuevo a favorecerle. Él tenía una confianza sin límites en el éxito de aquella atrevida empresa.

El brigadier se alejó al verle; pero corriendo Martín y algunos más en su seguimiento, pudieron atraparle al volver una esquina.

-¡Traidor! -dijo Muriel asiéndole fuertemente por un brazo, mientras Brunet le desarmaba-. ¡Tus instantes están contados!

-¿Qué hacemos con él? -preguntó uno de aquellos hombres.

-En uso de la autoridad que me ha concedido la Junta, le condeno a muerte.

-¡Tú!... ¿Quién eres tú, bandido infame, para condenarme? -gritó Deza echando espumarajos de rabia.

-Yo soy el que castiga -replicó Martín con dignidad-. Brunet ejecuta esta sentencia.

Al decir esto se alejó. A los pocos pasos un fuerte arcabuzazo anunció el fin del brigadier, y los que habían quedado detrás se reunieron a Martín.

-En momentos supremos, la muerte parece poca pena para la traición -dijo Muriel sombríamente, internándose más en la Judería.

En seguida encontraron nuevos grupos que se unían todos con muestras de adhesión muy viva.

-Estamos vendidos -decía una parte de la gente-; se han ido con los frailes.

En efecto; al llegar frente a la iglesia del Tránsito, de un grupo muy compacto salieron voces que decían: «¡Muera ese bandido».

  —293→  

-¡Oh, qué, infierno! -exclamó Martín-. Vamos a emplear nuestra fuerza en someter a esos viles.

-Esta división nos mata -dijo Brunet.

-¡Estamos perdidos! -añadió Muriel-; pero adelante. Todo el que no quiera combatir conmigo por la libertad, que se vaya con esa canalla.

-No; contigo, contigo -clamaron muchas voces, y en aquel mismo momento avanzaron todos.

Los otros retrocedieron, perdiéndose en el laberinto de aquellas calles hechas para la defensa. Si el lector no ha paseado alguna vez por las revueltas, estrechas y empinadas vías de comunicación de la ciudad imperial, no comprenderá cuán a propósito es para una revolución, por ofrecer inmensas ventajas estratégicas de defensa y tener pésimas condiciones para el ataque. Martín, que había estudiado bien este punto, rugió de ira al conocer que en vez de ser dueño de aquella intrincada red de callejones, recodos y pasadizos, iba a encontrar un enemigo detrás de cada esquina. Estaba haciendo el papel de gobierno constituido que se defiende en vez de hacer el de pueblo armado que destruye. No se acobardó, sin embargo, de esto, y siguió adelante; pero, con gran asombro suyo, vio que sus enemigos abandonaban la Judería y subían por los Alamimillos hacia Santo Tomé, y después por la cuesta de la Trinidad hacia el centro del pueblo.

-¡Vamos tras ellos! -dijo Brunet.

Martín echó una ojeada sobre la gente que le seguía, y rápidamente quiso formar idea de su número. Creyó que no pasaban de ciento.

-Sigámosles. Cada instante que pasa perdemos mucho terreno; cada vez serán ellos más fuertes. Persigámosles sin descanso, pero sin atropellarnos. No nos fatiguemos y marchemos con orden.

Entretanto los otros subían y rodeaban la Catedral, gritando: «¡Van a robar la santa Iglesia; van a llevarse a la Virgen del Sagrario; van a degollar a los frailes y al santo clero! ¡Mueran esos bandoleros!».

Estos gritos, proferidos por dos o tres frailes que azuzaban a la multitud mezclados con ella, reunieron junto a las venerables paredes de la gran Catedral a una inmensa muchedumbre, fácilmente impresionada con la idea del supuesto ataque a los vasos sagrados y a los benditos administradores del culto. Esos pueblos históricos, que se envanecen con títulos antiguos y nombres sonoros, no aman cosa alguna con tanta vehemencia como su Catedral. La soberbia construcción secular, donde tantas generaciones   —294→   han puesto la mano para embellecerla, sintetiza y encierra todo lo que aquel pueblo ha sentido y todo lo que ha sabido. Allí reposan sus héroes; allí yacen sus antiguos reyes durmiendo tranquilos el sueño de la Historia; allí se ha celebrado un mismo culto por espacio de muchos siglos, y en aquella santa custodia han fijado los ojos, creyendo ver al mismo Dios, los padres, los abuelos, todos los que han nacido y muerto en la ciudad. Los nobles tienen sus escudos en lo alto de alguna capilla; el pueblo ha cubierto de exvotos los pilares de algún retablo; los artistas han aprendido en ella y en ella han impreso su genio. La Catedral encierra las alegrías, las desventuras, las hazañas y el amor de aquel pueblo que ha construido sus casas junto a ella y como a su amparo. Por eso nunca experimenta mayor alegría que al ver las torres, volviendo al hogar después de un largo viaje; por eso oye con emoción el tañido de sus campanas al entrar en la villa y considera todo aquello como suyo, como parte de su propia existencia y lo defiende como se defiende la vida, no sólo la humana, sino la eterna, porque cree que el que les quitara aquel santuario les arrebataría su religión y su Dios. Se comprenderá por esto el terrible acierto de los enemigos de Martín al propalar la idea de que peligraban las alhajas del culto y los buenos padres del claustro capitular.




IV

Martín y los suyos costearon las avenidas de la Catedral por la parte Norte, atravesando la calle del Plegadero, la del Pozo Amargo y la plazuela del Seco, buscando los barrios que caen tras el ábside de la santa Iglesia, sitios donde tenía gente de confianza. Si los de aquella parte se declaraban también en defección, era inevitable el descalabro.

Otra vez renació por completo la esperanza en el alma del revolucionario, nunca rendida ni acobardada, al ver que los que allí aguardaban permanecían fieles.

-Tomar todas las calles -dijo-. Que ni una mosca entre en este barrio. Al mismo tiempo corramos por aquí al Zocodover, y si conseguimos cortarles el paso al Alcázar, la ciudad es nuestra.

Hízose todo como él mandaba; pero los que se dirigieron al Zocodover volvieron diciendo que estaba lleno de gente que gritaba: «¡Muera el francmasón, el brujo!». Era preciso   —295→   renunciar a apoderarse del Alcázar. ¿Y en realidad de qué servía? ¿Qué podían hacer ya? El pueblo estaba en contra suya, y no como una fuerza bruta, sino inspirado por un sentimiento. El fanatismo les había vencido. Martín pensó rápidamente y con angustia en todo eso, considerando cuán difícil era para él mover la masa popular al impulso de una idea y cuán fácil para sus enemigos arrastrarla con la fuerza de un error. Aun cuando consiguiera vencer y hacerse dueño de la ciudad, ¿de qué le valía su efímero triunfo? De cualquier manera, la revolución estaba frustrada, y aquella multitud, al prestar oído a las sugestiones de los frailes, había derribado sus falsos ídolos para volver a adorar a sus verdaderos dioses.

Pero era preciso a lo menos morir destruyendo. Entregarse sin herir hubiera sido una ignominia. Martín se hizo fuerte en el barrio, y esperó con aquella tranquilidad que acompaña siempre al valor y que permite razonar la misma desesperación.

Hay tras el ábside de la Catedral un edificio vasto y sombrío, cuya puerta, de un estilo bastardo, llama la atención del viajero que discurre por aquellas soledades. No recordamos si es hoy cárcel u hospital, pero entonces era la Inquisición, nombre fatídico que parecía transformar el edificio haciéndole más feo de lo que realmente era. En sus sótanos se pudrían multitud de seres humanos, esperando en vano el fin de un proceso que no se acababa nunca. Sus vastas crujías subterráneas ostentaban en fúnebre museo los aparatos de mortificación y tormento, quietos y mohosos desde largo tiempo, como si ellos mismos tuvieran vergüenza de haberse movido alguna vez. Aquello era más triste que todas las demás prisiones inventadas por la tiranía, porque éstas, en su silencio sepulcral, producido por la carencia absoluta de funciones judiciales dentro del mismo recinto, se parecían a la muerte, mientras aquélla se asemejaba enteramente al infierno. En lo alto, un enjambre de leguleyos antipáticos, crueles, insensibles a los dolores ajenos, vestidos con balandranes negros y llevando impreso en su rostro el sello de la estupidez inhumana, emborronaban diariamente muchas resmas de un papel amarillo y apergaminado, con lo cual querían revestir al crimen de las santas fórmulas del derecho, y engalanaban su infame y bárbara prosa con sentencias del Evangelio, juzgando en su estulticia que se engaña a Dios tan fácilmente como se engaña a los hombres. De día, los inquisidores pululaban por las galerías de sala en sala, dándose aire de hombres que hacen alguna cosa útil, y se   —296→   sentaban en sus sillones muy convencidos de que la sociedad los necesitaba, fundándose en que les tenía miedo. No sé por qué nuestra generación se figura siempre a aquellos hombres con cara distinta de los demás de su clase y especie, y es que su triste oficio no podía menos de alterar en ellos los rasgos naturales de la fisonomía humana haciendo en sus personas una horrenda mezcla del hombre y la fiera. Detrás de ellos se alzaba lívido, lustroso, amarillo y profanamente pintorreado de sangre el Santo Cristo, que acostumbraban asociar a sus inicuos juicios. Siempre he experimentado una sensación extraña y hasta una especie de alucinación al ver en cuadros o dibujos el Cristo que remata la decoración de un Tribunal del Santo Oficio. Temo decirlo, no sea que parezca una irreverencia, que no lo es; pero al ver la imagen sagrada, extendiendo sus brazos sobre el madero donde expira, no puedo figurarme que está crucificado, sino que abre los brazos para dar de bofetones a sus ministros.

-¿Ha preparado usted lo que le mandé? -preguntó Martín a D. Frutos, que era uno de los más acalorados.

-Sí, aquí está: gran cantidad de pino y astillas, costales de paja, estopa empapada en resina -contestó el otro, mostrando un montón de aquellos objetos hacinados en un zaguán.

-¡Pues fuego a la Inquisición! ¡Pegar fuego al mismo infierno! ¡Y es lástima que todas las de España no puedan inflamarse con una sola tea!

Terribles hachazos golpearon las puertas del edificio, que cayeron al fin. Muchos alguaciles y soldados fueron atropellados y muertos; penetraron en el portal y acumularon gran cantidad de combustible debajo de una escalera de pino que había junto a la puerta. Desde el patio se arrojaban a las galerías grandes manojos de estopa resinosa inflamada, y asomándose por las rejas de los sótanos se tranquilizaba a los presos, asegurándoles la libertad. Algunos de la cruz verde perecieron en aquel ataque, y Martín contemplaba con siniestro júbilo el crecer de las llamas, que, pegadas a diversos puntos, iban a reunirse formando una espiral de humo, menos negro que el alma de los inquisidores.

-¡Qué dirá el padre Corchón de este auto de fe! -exclamaba con furibunda risa-. Siento que ese canalla no esté a estas horas sentenciando una causa de ad cautelam.

Entretanto, la alarma, el griterío era mayor cada vez en el resto de la población. Ya se veían las llamas del aborrecido edificio, y los instigadores de la contrarrevolución   —297→   aseguraban que igual suerte tendrían todos los monumentos de la ilustre ciudad. No; la única construcción sentenciada de antemano por Muriel era la que ardía en aquellos momentos.

El iluso joven salió de ella cuando ya no se podía respirar, y cuando adquirió la seguridad de que no quedaría una astilla; al llegar a la calle vio notablemente mermada su gente.

-¡Nos abandonan! -gritó Brunet con desesperación-. Dicen que eres el diablo que viene a destruir a Toledo y sus santos templos.

-¡Muerte! -gritó Martín con una furia que parecía verdadero extravío mental-. Yo les condeno a muerte.

-En la calle de la Chapinería, cuatro frailes con cubas de agua bendita rocían a diestra y siniestra.

-Que apaguen con su agua esta hoguera que hemos hecho. Yo quisiera que fuera más grande y nos consumiera a todos, vencedores y vencidos, para no ver más tanta abominación. ¡Oh, cuánto odio en este momento!

Martín estaba transfigurado, y en su palabra como en su ademán no había ni rastro de aquella tranquilidad flemática con que presidió los primeros actos del movimiento. Iluminados por la rojiza luz del incendio, los dos y cuantos les rodeaban parecían en efecto demonios, arrojados del centro de la tierra en el seno de la llama infernal.

-Aún está cerrado el paso por las calles -dijo Brunet-; aún tenemos gente muy decidida, y desafiamos sus puñales y su agua bendita.

-Sí; que rocíen, que rocíen -exclamó Martín con una carcajada estridente.

Y luego, volviéndose a los que le rodeaban, dijo:

-Idos con ellos a que os santigüen también. No os necesito para nada.

-En esta calle no ha de entrar uno vivo -dijeron algunos, cada vez más furiosos; pero otros se apartaron tras algún recodo, y desaparecieron. Cada vez se quedaban más solos.

-¡Matad, matad sin piedad! -decía Martín-. ¡Cuánto odio esta noche! Ya se acercan los rociadores. ¡Ah, viles! Yo quisiera tener el Tajo en mis manos para remojaros bien... A todos os condeno a muerte... ¡Yo solo mando!... ¡Yo soy dictador, yo suprimo de un decreto tanta abominación!... ¡Y no me obedecen! ¡Matad, matad sin piedad!

Estas palabras eran pronunciadas en estado de febril indignación, que no es posible describir. Retorcía los brazos, golpeaba el suelo, se arrancaba los cabellos, emitía   —298→   con su boca contraída mil extraños sonidos, tan varios como los acentos de una tempestad. Después se volvía al incendio, y exclamaba:

-¡Benditas llamas: rociad, rociad con fuego; lavad sin cesar esta gran mancha, llevando hasta el cielo el calor de la tierra! ¡Brunet, subamos a lo alto de aquella pared que se desmorona y arrojémonos en este horno; muramos quemados para odiar más fuerte!... ¡Ven, vamos, subamos; arrojémonos a ese infierno, y hagamos auto de fe con nosotros mismos! ¿Ves esa llama que toca el cielo? Yo quiero subir con ella, quiero quemarme.

Pero Brunet, que se había alejado un poco, volvió corriendo y dijo:

-Ya están cerca; podemos huir. Por estas calles de detrás no hay un alma. Huyamos.

-Necio, ¡yo huir! Yo soy dictador, yo mando aquí. Yo les condeno a muerte. ¡Matad, matad sin cesar!

Brunet no escuchó estas razones, y ayudado de otros dos que allí quedaban, le llevó, mejor dicho, le arrastró, desapareciendo los cuatro por una calleja que costeaba el edificio incendiado. Martín, al ser llevado casi en brazos por los únicos amigos que le quedaban después de su efímero poder, gritaba siempre con voz ronca:

-¡Matad sin cesar!... ¡Yo soy dictador!... ¡Oh, cuánto odio esta noche!...






ArribaAbajoCapítulo XXIX

El dictador


Susana, después de la partida de Muriel quedó tan agitada, que no se encontraba bien de ningún modo, y ya recorría la habitación, ya se sentaba, ya abría la puerta para respirar el aire exterior. Tenía el presentimiento de que algo terrible iba a pasar aquella noche, y no podía contenerse dentro del reducido espacio del cuarto, donde no se oía otro rumor que la tranquila y acompasada respiración del pobre Pablillo, embebido en un sueño feliz y ajeno a cuanto pasaba en torno suyo. A veces se oía también el ronquido agudo y cadencioso de D. Lino, que dormía en la habitación inmediata con sueño tan profundo y dichoso como Pablillo. De tiempo en tiempo, pasos precipitados resonando en el pasillo indicaban la alteración impaciente   —299→   del padre Matamala, que tenía costumbre de hacer ejercicios de cuerpo en los momentos de inquietud moral.

Susana no pudo resistir más tiempo su apremiante deseo de salir, deseo en el cual no había simplemente la curiosidad propia del sexo y de las circunstancias, sino también cierta vaga idea de que hacía falta en alguna parte. Dominada por este irresistible deseo llamó a Paniagua, suplicándole que se vistiera inmediatamente.

-Voy, señora condesa, voy al momento -contestó desde dentro el abate con voz de sueño-. Al instante me visto; este diablo de zapato que no parece... ¿Pero dónde está este zapato?

Esperó Susana, y un cuarto de hora después apareció Paniagua completamente vestido, aunque con alguna imperfección que indicaba la prisa. La joven sacó entonces con mucho cuidado su manto de las manos de Pablillo, se lo puso y salió, encargando a la gente de la casa que velase por el niño dormido.

-¿Adónde van ustedes? -preguntó fray Jerónimo con asombro.

-A la calle -contestó Susana.

-¿Pero usted está loca, señora? ¡Esta noche!...

-Sí. ¿No tiene usted curiosidad de ver lo que pasa?

-Curiosidad, sí; pero es que no me atrevía a ir solo.

-Venga usted con nosotros -dijo Susana-; le escoltaremos.

-La verdad es -indicó D. Lino-, que no es muy cuerdo echarse a la calle esta noche. Parece que esa gente anda alborotada.

-Y tan alborotada -añadió Matamala-. Y ese diablo de Alifonso que está ahí agazapado, con más miedo que un monaguillo... Pero pues tenemos compañía, vamos a ver eso.

Salieron los tres, Susana tomando el brazo del abate y fray Jerónimo detrás, confiando en que si había peligro caerían primero los que iban delante.

No habían andado veinte pasos por Zocodover cuando observaron que había en las calles más gente que lo que era de esperar a aquella hora. Las mujeres salían a las ventanas, los hombres a las puertas, y se oía un rumor lejano, como de muchedumbre inquieta y bulliciosa. Cada vez era mayor el número de personas que venían de la Catedral, y cada vez más alborotadas.

Los tres paseantes nocturnos tuvieron al fin que detenerse, porque no se podía ya dar un paso. Entonces Susana prestó ansiosa atención a cuanto a su lado se decía.

  —300→  

-¡Maldita gente! -exclamaba uno-. Nada menos que el Ochavo querían esos señores; y dicen que no pensaban dejar clérigo con vida.

-Santa Leocadia nos saque en bien de esta tormenta -decía otro-. Y me habían dicho que no querían más sino que cayera Godoy, y ahora salen con esta.

-Si dicen que son unos bandoleros y ladrones de caminos -chillaba una vieja-. ¡Ay, Virgen del Sagrario de mi alma, y cómo te hubieran puesto esos camaleones si te cogen entre sus uñas!

-A mí que no me digan, señora doña Petronila -añadía otra-. Ésa es gente de Satanás; y cuando menos, trataban de hacer una fechoría gorda. ¿Pues no me acaban de decir que levantaron la Catedral del suelo y se la llevaban danzando por los aires como si fuera una caja de mazapán?

-¡Jesús, María y José! ¡Pues allá por la Catedral debe de haber armada una marimorena!...

La multitud que obstruía la calle Ancha retrocedió, y Susana con sus dos acompañantes volvió al Zocodover.

-¡Si dicen que es un hombre atroz ese que andan persiguiendo! Ahora me dijeron que él solo mató diez y seis cortándoles las cabezas de un golpe como si fueran rábanos. Ese hombre es el diablo en persona.

-Por fuerza. Pero, compadre, ¿no ve usted claridad por aquella parte? Mire usted por ahí detrás del Alcázar.

-Parece que se quema algo.

En efecto; el humo negro y el resplandor del incendio se veían ya perfectamente desde la plaza.

-Dicen que se quema la Inquisición.

-Pues a fe que no lo siento, aunque ya sabemos que si se quema esta han de hacer otra.

-Algo bueno había de hacer ese diablo de hombre. ¿Si se estará quemando él allá dentro?

-Como que ahora decían ahí que vieron por los aires un hombre encarnado como el mismo fuego, haciendo cabriolas y echando chispas.

-Sí, señor; yo lo vi, yo lo vi, y si no me engaño fue a caer por allá por las ruinas de San Servando, donde tienen su casa.

El resplandor se avivaba, y las llamas iluminaban la ciudad. Susana quería internarse por las calles para ver aquello más de cerca; pero fray Jerónimo no quería dar un paso más, y D. Lino era del mismo parecer.

-Pero vamos por estas otras calles que están aquí por detrás del Alcázar.

  —301→  

-¡Señora, por Dios! Si nos metemos en esos laberintos, no saldremos en toda la noche.

-Yo voy. Si alguno quiere seguirme... -dijo la dama con resolución.

-¡Señora condesa, señora condesa!... -exclamó el abate.

La señora condesa, renunciando a atravesar la calle Mayor, que contenía mucha gente, se internó por otro lado, por donde ella juzgaba que se podía ir más pronto al lugar del incendio, y aunque disgustados y gruñendo, la siguieron el fraile y Paniagua. Bien pronto se encontraron sin saber qué camino tomar, porque las calles tan pronto torcían a la izquierda como a la derecha, subían y bajaban, y las llamas, en vez de acercarse, aparecían más lejos cada vez.

-Nos hemos perdido -dijo fray Jerónimo con gran miedo.

También por allí se encontraba gente, aunque poca, y por lo general hombres que corrían desaforados, atropellando cuanto encontraban al paso.

-Retirémonos, señora condesa -dijo D. Lino-. Esto me huele mal.

-No; sigamos, sigamos -contestó la dama apretando el paso e internándose más por las callejuelas.

Unas veces el fulgor del incendio se veía de cerca hasta el punto de que se sentían sofocados por el calor, otras parecía retroceder. A sus oídos llegaban voces roncas y vagas, semejantes a alaridos de entes infernales y furiosos. Después aquellos ecos se perdían para resonar de nuevo.

-Parece que estamos a las puertas del Infierno -decía temblando fray Jerónimo.

-Yo no sirvo para estas cosas -añadía D. Lino cada vez menos sereno.

Susana tuvo intención de detener, con objeto de interrogarle, a alguno de los que pasaban con tanta prisa; pero sus dos compañeros se opusieron a tan peligroso intento. De pronto, el griterío aumentó mucho, y los hombres fugitivos menudearon más que antes.

-Sálvese el que pueda -decían algunos.

-Escapemos por aquí -clamaban otros, dándose gran prisa a escurrirse por alguna calleja, o a ocultarse en un zaguán de los poquísimos que no estaban cerrados a piedra y barro.

-El diablo de D. Martín: no hay quien le arranque de allí -apuntaba un tercero.

-Tira ese fusil, ¡mal rayo!... y andemos despacio figurando que no hemos tocado pito en esto.

  —302→  

-No nos vayan a confundir a nosotros con esta gente... -dijo D. Lino al oído de Matamala.

-Pero, señora condesa, volvámonos atrás.

El incendio iluminaba la parte alta de todas las casas, y los tejados y miradores proyectaban sombras pavorosas. Se miraban todos unos a otros, encontrándose muy raros con el semblante tan vivamente iluminado, como si recibieran la luz de un sol sangriento. El fragor era indescriptible, porque al sordo bullicio de la ciudad se había unido el alarido angustioso de las cien campanas de Toledo, que, como todas las que tocan a fuego durante la noche, parecían desgañitarse en lastimeros ayes desde lo alto de sus torres.

Nuestros personajes tuvieron que detenerse. Los que venían en dirección contraria eran muchos, y además había síntomas de lucha en lugar no lejano a la calle en que se encontraban. No eran sólo fugitivos los que andaban por allí: había gente de la que antes vimos agruparse junto a la Catedral; y aquello, como observaron prudentemente D. Lino y Matamala, tenía pésimo aspecto.

De repente ven aparecer al extremo de la calle cuatro hombres que corrían, aunque no con gran rapidez, porque uno de ellos parecía resistirse a andar, y los demás le sostenían arrastrándole al mismo tiempo.

-¡Ah, señora condesa de mis pecados! Huyamos... ocultémonos en cualquier portal -dijo fray Jerónimo al ver a los que venían.

-Ésta debe ser gente muy mala -añadió el abate-. El diablo nos ha tentado al venir por aquí.

Los cuatro hombres se acercaron y una voz muy ronca profería gritos y clamores que no se comprendían.

-Son borrachos -dijo D. Lino.

-¡Dios nos asista!

Los cuatro hombres se acercaron, y Susana, que reconoció a Martín en el que venía impulsado por los demás, dio un grito y se paró frente a él.

-¡Martincillo!... ¿tú aquí? -dijo el franciscano temblando de pavor-. Escóndete, huye.

-¡Yo!... ¡yo huir! -exclamó el joven después de atronar la calle con una ruidosa y bronca carcajada que erizó los cabellos de todos los presentes-. ¡Yo soy dictador! ¡Yo mando aquí!... ¡Matad sin piedad!...

Susana puso sus dos manos en los hombros del desgraciado hombre y le miró muy de cerca de hito en hito. Su temeroso aspecto, su fisonomía desencajada y contraída, sus ojos espantados y rojos, sus cabellos en desorden, su   —303→   vestido desgarrado le infundieron tanto terror, que no pudo articular palabra.

-¡Martín, Martín! -exclamó con tono a la vez suplicante y conmovido, como si quisiera volverlo a la razón con sólo el eco de su voz.

-¡Ah!, ya te conozco -dijo el joven, apartándola con fuerza-. ¡Infame aristócrata! Intentas seducirme. Yo soy el pueblo, el santo pueblo. Vuestro reinado durará poco tiempo. Temblad todos, porque os aborrezco. El día de mi poder ha llegado. Te condeno a muerte.

-¡Oh, Dios mío! ¡Está loco! -exclamó Susana con desesperación.

En aquel momento se sintieron los pasos precipitados de un tropel de gente, y fuertes voces decían: «¡Por aquí han ido, por aquí!».

-Que nos cogen; ¡huyamos! -exclamaron Brunet y los otros dos.

-Señora condesa, señora condesa -dijo D. Lino asiéndola por el brazo.

Pero Susana no se movía. Llegaron los perseguidores y rodearon el grupo. Fray Jerónimo, que tenía agarrado por el cuello a Martín, le presentó a aquellos hombres, diciendo: «¡Éste, éste es! ¡Aquí le tenéis!».

Hubo un momento de confusión. Don Lino desapareció como el viento se lo llevara. Brunet y los dos que le acompañaban huyeron también; mas no lograron escapar. Susana, en medio de aquella algazara espantosa, pudo observar un momento lo que pasaba: su entereza no la abandonó hasta algunos instantes después. Vio que muchos brazos se abalanzaron hacia Martín, y que la cabeza del desgraciado joven desapareció entre otras cabezas fatídicas. Su voz, ronca y dificultosa, se sobreponía aún al clamor discordante de aquella gente.

-¡Apretadle bien, que no se escape! -dijo una voz.

-La soga, la soga. ¿Dónde está la soga? -dijo uno que tenía cuerpo de Hércules y un repugnante y feroz aspecto.

-Aquí está la soga -contestó una especie de chulo, pequeño y travieso-. Echádsela al cuello, y a correr.

Susana vio la cuerda fatal volar y escurrirse por encima de las cabezas. Pero también sintió que una voz decía después:

-No es preciso cuerda: que vaya por sus pies. Anda, buena pieza. Está que no se puede tener de borracho.

Susana, empujada por aquí, rechazada por allá, cayó al suelo aturdida primero y desmayada después. Martín siguió adelante, en el seno de aquel grupo bullicioso y   —304→   feroz, que tomó el camino de Zocodover, rugiendo y apretándose para atravesar las angostas calles. Susana pudo ver cómo se alejaban aquellas gentes, llevando al infeliz, a quien suponía con el dogal al cuello, muerto ya o arrastrado a la muerte por una plebe ciega y embriagada. Todo esto parecía una pesadilla, y la dama sintió alejarse las pisadas de aquellos hombres, como si todas golpearan sobre su corazón, exprimido y hollado. A sus ojos, la sangre generosa de Martín salpicaba a cada paso de la comitiva, manchando todo lo que encontraba al paso, las casas, el piso, los objetos todos, el cielo mismo. Sus huesos crujían al chocar en los guijarros, y repercutían rompiéndose como frágiles cañas. Para ella ya no quedaban del cuerpo de tan hermoso e interesante hombre más que sangrientos jirones desparramados por aquella calle de angustias. Inteligencia, pasión, vida, cuerpo, todo había sido destrozado en un momento, y los despojos de todo esto arrojados al azar para que no quedase en el mundo memoria de tan noble ser.

Matamala había seguido al grupo, refiriendo cómo se las había compuesto para echar mano al delincuente con gran peligro de su vida, y bien pronto no quedó en aquel sitio desolado y triste más que Susana exánime sobre el suelo húmedo y frío.




ArribaCapítulo XXX

Revoloteo de una mariposa alrededor de una luz



I

Susana, mientras duró su breve desvanecimiento, no dejó de sentir un eco de las tremendas palabras pronunciadas por Martín en la corta escena que acababa de presenciar. Aquello parecía un sueño: era preciso estimular la razón con grandes esfuerzos mentales para adquirir la realidad de un suceso que tenía todas las apariencias de lo absurdo. En efecto; ¿quién no ha soñado alguna vez que está andando por las vueltas y revueltas de un laberinto, sin llegar nunca al punto donde se quiere ir? Y en esta excursión angustiosa, ¿no se nos representa de improviso la muerte de una persona querida, una súbita aparición, un   —305→   asesinato o cualquiera otra imagen terrible que nos conmueve, obligándonos a despertar? Pero Susana no tardó en hallarse en la plenitud de su razón, comprendiendo la espantosa verdad de lo que había visto y oído. Se levantó, miró al cielo, y la estrechez de la calle, formada por altísimos edificios, le habría hecho creer que estaba en el fondo de una zanja profunda y tortuosa, si fuera ella más propensa a la alucinación. La faja del firmamento que desde allí se veía estaba aún teñida de una leve púrpura producida por el incendio cercano. En las casas y en la calle no brillaba otra claridad que la de una lámpara colgada frente a una Virgen de los Dolores que, metida tras de una reja, mostraba a los devotos su pecho atravesado por siete espadas con los mangos dorados. Algún transeúnte pasaba corriendo por las calles inmediatas y no se detenía si alguien quería interrogarle. Susana tomó la calle que le parecía llevarla más directamente al Zocodover, con la esperanza de encontrar quien le indicase el camino si se perdía.

Apenas había andado cien pasos, vio enfrente y a gran altura la fachada septentrional del Alcázar, y creyó que podría orientarse subiendo allí. Así lo intentó, y fácilmente encontró el camino; subió a la explanada y desde allí vio el Zocodover. Ya no necesitaba más para llegar a la posada.

Desde aquella altura se ofreció a su vista un panorama que produjo en su ánimo fuerte impresión de sublime pavor. El incendio iluminaba toda la población, y las torres, los altos miradores, las chimeneas de la ciudad gótico-mozárabe, proyectando su desigual sombra sobre los irregulares tejados, parecían otros tantos espectros de distinto tamaño y forma, descollando entre todos la torre de la Catedral, que parecía cuatro veces mayor de lo que es, teñida de un vivo fulgor escarlata, y presidiendo como un gigante vestido de púrpura aquel imponente espectáculo. Volviendo la vista a otro lado vio el Tajo, describiendo ancha curva alrededor de la ciudad y precipitándose por su estrecho cauce con la hirviente rabia que es propia de aquel río impaciente y vertiginoso, que parece huir siempre de sí mismo. La tierra rojiza que arrastra ordinariamente y el reflejo de las llamas de aquella noche, le asemejaban a un río de sangre, y en verdad, atendido el papel histórico de la ciudad que circunda, por el Tajo nos parece que corre sin cesar la ilustre sangre de tantas luchas, sangre goda, árabe, castellana, tudesca y judía, vertida a raudales en aquellas calles durante diez siglos de dolorosas glorias.

  —306→  

Susana no vio nada de esto en la corriente, porque en aquel momento no cabían en su espíritu sino cierta clase de pensamientos, y sólo la consideración de la propia desdicha, y tal vez algún propósito violentamente germinado en su cerebro, le ocupaban durante el breve espacio que empleó en recorrer con su vista aquel espantable panorama.

Es de suponer que sufría entonces una grande atonía intelectual. Si la estupefacción del idiota cuadrase a ciertos entendimientos en ocasiones dadas, nada podría expresar mejor la situación de Susana como el decir que estaba idiota. Aquella iniciativa que para resolver las cuestiones relativas a su amor propio o a su pasión la había distinguido, estaba completamente embotada en aquellos momentos. Pero algo vio desde allí que produjo en su mente uno de esos íntimos choques parecidos a los que, hijos de una agitación nerviosa, nos despiertan en mitad de un sueño profundo. Despertó, digámoslo así, saliendo de su estupefacción, y en aquel mismo instante se la vio descender a buen paso de la explanada. Había tomado una resolución.




II

Atravesó el Zocodover y se dirigió a la posada que estaba inmediata. Entró, subió a su cuarto, pidió una luz y preguntó si había vuelto D. Lino, a lo que contestaron negativamente. Quedándose sola se acercó al lecho donde dormía Pablillo y le estuvo mirando con gravedad sombría un buen espacio de tiempo. Después se sentó junto a una mesa y escribió dos cartas. La primera la meditó mucho; borró muchas palabras para trazarlas de nuevo. La segunda era breve y la escribió pronto. Metió la primera dentro de la última, y a ésta, después de cerrada y sellada, le puso el sobrescrito, dejándola sobre la mesa.

Después se puso de nuevo el manto, se acercó otra vez a Pablillo y lo contempló con muy distinto semblante y expresión de la vez primera. La ternura transformó su semblante, quitándole la sombría seriedad que antes advertimos, y besó repetidas veces al pobre chico, bañándolo con sus lágrimas de amor, las primeras que en el largo curso de esta historia hemos visto salir de aquellos grandes e imponentes ojos, hechos a turbar y estremecer con su mirada.

Salió del cuarto y de la posada, llegó al Zocodover, lo   —307→   atravesó sin cuidarse de la gente que en él había, y bajó hacia el Miradero, tan derecha en su camino que cualquiera hubiera creído que iba a alguna parte. Parecía que se dejaba llevar por alguien. Tenía, sin duda, una resolución y caminaba a ella con paso firme y resuelto. Al llegar al Miradero, sitio de descanso en la agria cuesta que baja al llano y a la Vega, se detuvo y se sentó en el muro que sirve de antepecho a aquella plazoleta irregular. ¿Por qué se detuvo? Sin duda no se atrevía.




III

Sentada allí, con la frente apoyada en la mano, envuelta en su gran manto negro, un toledano supersticioso la hubiera tomado por alguna bruja, habitadora en los escondrijos de los palacios de Galiana o en algún rincón de las murallas de la antigua ciudad. Nadie pasó, y nadie se asustó de aquel bulto.

En aquel instante la infortunada dama echó sobre sí misma una de esas intensas ojeadas del espíritu que iluminan instantáneamente la conciencia, aclarando todos los enigmas y disipando todas las dudas. ¿Qué había hecho? El grande alcázar que había levantado con la imaginación estaba en el suelo, o se había desvanecido como una de esas esferas de mil colores formadas por la espuma y que el menor soplo reduce a la nada. ¡Ruinas por todas partes! Aquel hombre que el doble encanto de sus ideas generosas y de su carácter vehemente, embellecido a cada instante con todos los rasgos de la sublimidad, la había atraído, no era ya más que un mísero despojo de espíritu humano, sin razón. Aquella hermosa luz que irradiaba las nobles ideas de emancipación y de igualdad, se había extinguido en una noche de tempestad social en que el fanatismo y la protesta revolucionaria habían chocado sin llegar a luchar. Ella no podía menos de creer que en la llama rojiza que cruzaba los aires, se había ido a otra región el alma ardiente del desdichado joven. A veces consideraba aquel suceso como un castigo del Cielo; a veces como un llamamiento a otra vida mejor. A veces se le representaba Martín en proporciones colosales; a veces empequeñecido hasta llegar a la mezquina talla de un loco vulgar, encerrado en su jaula y escarnecido por los chicuelos de las calles. De todas maneras, el ser que había tenido el singular privilegio de atraerla con fuerza irresistible, continuaba deslumbrándola   —308→   con la magia de su superioridad. Ella no había conocido hombre igual ni podía existir en todo el mundo quien se le pareciera. Estaba loco, y vivía aún tal vez; pero su razón no podía menos de estar en alguna parte. Susana, que siempre había pensado poco en la otra vida, y era algo irreligiosa en el fondo de su alma, creyó en aquellos momentos en la inmortalidad del espíritu. Algo parecido a la alegría la animó brevemente, y por su cuerpo corrió una sensación extraña, como la que se experimenta al creer que un cuerpo invisible nos toca y pasa... Lo que ella había presenciado poco antes era peor que la mayor de las desventuras humanas. Verle muerto, habría sido un dolor inmenso; mas la religión y la razón, por débiles que sean, buscan en alguna esfera lejana un escondrijo cualquiera donde colocar al que se ha ido. Pero verle loco, verle sin razón, ver a uno que era él y no era él, al mismo hombre convertido en otro hombre, esto no se parecía a ningún dolor previsto por el pesimismo humano. La razón de Muriel debía estar en alguna parte. Ella no podía seguir en el mundo teniendo siempre ante la vista aquel loco en cuya cabeza había pensado Martín tan grandes cosas. Le parecía que ya no había en la tierra más que ella y aquel insensato, y que le estaría viendo siempre como si los dos solos se hallaran encerrados juntos en una inmensa prisión, de la cual serían únicos habitantes. El mundo era antes una cosa buena, porque era el teatro de las soñadas y fantásticas hazañas de un hombre no común; ahora no era más que una jaula. Todo había acabado. No era posible de ninguna manera estar más aquí. Se levantó con decisión y siguió bajando la cuesta.




IV

¡Ruinas por todas partes! Por otro lado se le presentaba el cadáver de su padre, hablándole del honor de su casa y de la deshonra en que había caído. Ella no podía olvidar aquella voz temerosa y profunda que aún creía oír resonar en algún hueco de aquellas viejas murallas. Ya había perdido su nombre, su decoro, su posición, todo; no era posible tampoco volver al mundo por aquel camino. Pero al mismo tiempo se le representaba aquel infeliz anciano que le profesaba tan tierno cariño, el pobre doctor, inconsolable con tantas desdichas, llorándola siempre mientras tuviera vida. Al pensar esto, Susana se detuvo y se sentó en una piedra del camino. Otra vez no se atrevía.

  —309→  

Las lágrimas del buen inquisidor caían sobre su corazón quemándolo como si fueran gotas de un derretido hirviente metal... Pero al mismo tiempo, ¿no se le exigía ser esposa de Segarra? Esta pretensión desvirtuaba el cariño del doctor. No; por más que investigaba con afán, tampoco había salvación por aquel lado. ¡Ruinas por todas partes!... Se levantó y siguió bajando sin detenerse hasta el puente de Alcántara. Es ésta una soberbia construcción secular que enlaza las dos riberas del Tajo. Su grande arco de medio punto, al reproducirse en las aguas del río en las noches de luna, parece un inmenso agujero circular abierto en una gran masa de tinieblas formadas por los peñascos de ambas orillas y por las murallas y paredones que las rematan en la parte oriental. Por debajo de este arco, suspendido a grandísima altura, corre el Tajo espumante y rabioso, tropezando en las peñas de la orilla. Nada hay allí de apacible, como sucede en las márgenes de los demás ríos: todo es imponente y temeroso; el ruido ensordece, la profundidad causa vértigo, la lobreguez oprime el corazón; el paisaje todo tiene un sello de grandioso pavor que hace pensar en las muertes desesperadas y terribles. La vida del ascetismo enconado contra la naturaleza humana y en lucha constante con la voluptuosidad, escogería aquel sitio para aprender a odiar todo lo tierno y todo lo agradable.

Susana atravesó el puente hasta llegar al centro, y desde allí miró aquellas aguas horrendas que corrían huyendo de su propio cauce, y no pudo dominar un estremecimiento de terror. Miró al cielo y aún se veía el resplandor del incendio, y más humo, mucho más humo que antes. Las torres almenadas que limitan el puente en sus dos extremos, las murallas de la ciudad, el mismo Alcázar, colocado arriba, como si quisiera pesar como un gran monolito sobre la ciudad oprimida; el castillo de San Servando descarnado y bordado de recortaduras; todo lo que remataban las dos orillas parecía venirse encima... Desde donde estaba al centro del Tajo había una gran distancia, la suficiente para pensar algo antes de caer. Pero pocos momentos de reconcentración le bastaron para serenarse y adquirir la entereza de ánimo que ya había tenido antes en aquella noche. Sus ojos, que poco antes habían derramado algunas lágrimas, estaban secos, y la palidez del rostro era tan intensa, que parecían dos grandes manchas negras, en cuyo fondo brillaba un vivo resplandor cuando los movía. Miró al cielo para ver si aún se notaba el resplandor rojizo y observó que se iba extinguiendo; después desapareció por un momento su rostro bajo el manto, al inclinar la cabeza sobre   —310→   el pecho; luego la levantó sacudiendo atrás el manto y descubriendo la cabellera y el cuello. Apoyó sus manos en el antepecho, hizo fuerza en ellas y levantó los pies, que volvieron a tocar el suelo al poco rato; se apoyó de nuevo en sus dos manos y alargó el busto fuera del puente. Figuraos el brusco movimiento del que quisiera mirar algo escrito en el intradós del arco. El cuerpo de Susana volteó sobre el antepecho; la seda de su vestido crujió en el aire como el rápido revoleo de un ave de grandes alas, y cayó. Un fuerte espumarajo hirvió en la superficie del gran río al recibir su presa.

Así acabó aquella gran pasión y aquel inmenso orgullo.







Octubre de 1871.