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El autor como narrador en « ...y no se lo tragó la tierra», de Tomás Rivera

Justo S. Alarcón


Este trabajo fue leído en el Congreso del Rocky Mountain Council for Latin American Studies, que tuvo lugar en Fort Collins, Colorado, en la primavera de 1988. Más tarde apareció en las Actas o Proceedings (1988) 67-74, publicados por el mismo Congreso.



Quizás ...y no se lo tragó la tierra1 de Tomás Rivera sea una de las obras chicanas sobre la cual se ha escrito más crítica hasta el presente. Y esto es muy comprensible, si es que se tienen en cuenta dos razones básicas: que ...y no se lo tragó la tierra es una de las novelas chicanas más cortas y, por ende, más fáciles de abarcar para la crítica; y porque, además de su brevedad, es una novela bastante ejemplar. Entre reseñas y estudios críticos, creemos que montan a más de medio centenar de trabajos, versando sobre la temática, los personajes, las implicaciones sociales, religiosas y políticas. También ha habido algunos estudios sobre los aspectos estructurales, la función del tiempo y el espacio, lo simbólico y arquetípico, lo socio-histórico y otras aproximaciones más o menos en moda2.

Sin embargo, que sepamos, todavía no se ha estudiado ni analizado la obra desde el punto de vista de la gnoseología, de la epistemología o de la fenomenología; términos éstos que reflejan la idea de la teoría del conocimiento. Esto es lo que intentaremos de abordar brevemente en esta ponencia. Pero antes de entrar en ello, quisiéramos indicar de paso los artículos o ideas expuestas por tres de nuestros críticos chicanos, cuyos trabajos, reeditados, aparecen en el relativamente reciente volumen Contemporary Chicano Fiction: A Critical Survey3.

Me refiero en particular a los trabajos de Ralph Grajeda, Alfonso Rodríguez y de Juan Rodríguez. Los dos primeros hacen resaltar, entre otras cosas, la estructura de la obra. Abogan por una interpretación circular. En parte, creemos que tienen razón, aunque podría muy bien demostrarse igualmente lo contrario. El tercer crítico, Juan Rodríguez, se mete por otras veredas. En breve, hasta ahora, que sepamos, es el único que ha asociado a la persona del autor con lo que los críticos nombran «narradores», sean estos explícitos o implícitos o virtuales. Estoy de acuerdo con lo siguiente: que, al fin de cuentas, el autor, como prestidigitador, tira de las cuerdas o hilos de sus personajes, narradores o voces a través de su obra. Por tanto, todo lo que se haga o diga en dicha obra, al fin de cuentas, es el autor el que, escondido detrás de una o varias máscaras, manipula de una u otra forma a esa legión de narradores4. Enfatizamos esto, porque, sobre dicho particular, versa la presente ponencia.

Aunque no es nuestro propósito aquí, señalemos siquiera lo que los críticos antes mencionados han anotado: que la estructura de la novela es cíclica. Esta indicación solamente la hacemos para abrir la puerta al tema. Nos encontramos, pues, ante 1) un capitulito introductorio, 2) un cuerpo de doce narraciones y 3) una conclusión. En el primero, «El año perdido», se nos muestra a un muchacho forcejeando entre el sueño y la realidad, entre el sueño y la vigilia, angustiado por saber si alguien o él mismo había pronunciado su nombre (problema de identidad, según Juan Rodríguez; de reconocimiento de «el otro», según Frank Pino5 y el mismo Tomás Rivera). Para nosotros, al involucrar al autor en la obra, no se trataría sólo de un problema sociológico, como nos dice Juan Rodríguez, sino más bien de un problema fenomenológico o epistemológico de teoría del conocimiento. Sea lo que sea, por el momento diremos que la lectura, la reflexión y el estudio de este primer capitulito, que a duras penas consta de una página, se hace y se convierte en una lectura desesperante. Sobre todo, teniendo en cuenta que es la llave que nos abre la puerta a la realidad abrumadora que nos describe durante doce estampas de la vida campesina chicana. Lo citamos en su totalidad:

Aquel año se le perdió. A veces trataba de recordar y ya para cuando creía que se estaba aclarando todo un poco se le perdían las palabras. Casi siempre empezaba con un sueño donde despertaba de pronto y luego se daba cuenta de que realmente estaba dormido. Luego ya no supo si lo que pensaba había pasado o no.

Siempre empezaba todo cuando oía que alguien le llamaba por su nombre, pero cuando volteaba la cabeza a ver quién era el que le llamaba, daba la vuelta entera y así quedaba donde mismo. Por eso nunca podía acertar ni quién le llamaba ni por qué, y luego hasta se le olvidaba el nombre que le habían llamado. Pero sabía que él era a quien llamaban.

Una vez se detuvo antes de dar la vuelta entera y le entró miedo. Se dio cuenta de que él mismo se había llamado. Y así empezó el año perdido.

Trataba de acertar cuándo había empezado aquel tiempo que había llegado a llamar año. Se dio cuenta de que siempre pensaba que pensaba y de allí no podía salir. Luego se ponía a pensar en que nunca pensaba y era cuando se le volvía todo blanco y se quedaba dormido. Pero antes de dormirse veía y oía muchas cosas...


(...y no se lo tragó la tierra, 1).                


El capítulo de la conclusión, «Debajo de la casa», en donde, además de resumir todo el trayecto recorrido durante esos doce capítulos que forman el cuerpo del texto, se nos revelan algunas claves para la interpretación de la estructura total, parece indicarnos algo sobre esta estructura circular o cíclica que apuntábamos antes. Si se toma el capitulito introductorio («El año perdido») y la conclusión («Debajo de la casa») como complementarios, que bien pueden ser, la intención cíclica queda bien demostrada. Pero si lo vemos desde otro punto de vista, es decir, desde el ángulo fenomenológico, no hay tal estructura circular.

Lo que hay es lo siguiente: por una parte, el capítulo introductorio no es más que un pedazo desprendido del capítulo de la conclusión. Más aún, creemos que está mal colocado. Nos parece que la Introducción y la Conclusión debieran invertirse. La razón es simple: en la Introducción se nos habla de los «sueños» del narrador que no tienen agarre en ninguna parte. No hay conceptos, porque tal cual está planteado el problema no lleva a ningún lugar, a no ser a aquel adagio calderoniano de que «la vida es sueño y los sueños, sueños son». ¿Cómo es posible, pues, que dicho capitulito sea la puerta, fabricada de sueños, para dejarnos pasar a los que sigue, que es un mundo realista en extremo? Es, pues, alógico, por no decir ilógico.

Al afirmar esto nos damos perfectamente cuenta de que estamos ante una obra de ficción y no de un tratado de filosofía, ni de un ensayo, ni de un editorial de periódico. Lo sabemos. Pero es que si la literatura es de algún modo representación de la vida, una mimesis, por muy absurda que sea la vida y su representación o recreación ficcionalizada, siempre tiene que tener cierta explicación lógica.

Pero es que aquí (en «El año perdido») no existe más que un juego de vaguedades y vacuidades. Por otra parte, ¿cómo puede el lector hacer o encontrar sentido en la obra literaria -un arte que zurce palabras y cuyo utensilio indispensable son las «palabras»- cuando se le quita ese utensilio a la misma literatura? En la introducción el narrador no solamente no tiene palabras; es que ni siquiera tiene conceptos. Al no haber palabras, tampoco puede haber conceptos. Y éste es el problema básico del autor/muchacho narrador. Ese es el muchacho que, «debajo de la casa», -al final de la novela- nos va a «contar algo»: lo del «año perdido». ¿Cómo puede él contarnos algo si ni siquiera sabe quién le llama, ni sabe quién es, ni tiene palabras para contar y, por ende, tampoco tiene conceptos en qué pensar?

Pero si comenzamos por el fin («Debajo de la casa») -que es por donde se debiera empezar- entonces sí ya tenemos un principio más lógico y, por tanto, más verídico. Aquí se habla de «palabras», de la «función» de esas palabras, de aquellas palabras que, en el epígrafe al capítulo de «Debajo de la casa», usaba el poeta del pueblo, Bartolo. El muchacho narrador (entiéndase autor) se espera hasta el final para decirnos que ahora sí ya puede volver otra vez a esconderse debajo de la casa para contarnos en otra ocasión futura más «años perdidos». Esto nos lo promete, por así decir, después de habernos contado doce capítulos o meses de dicho año; y esto... sin haber tenido palabras. Porque, recordemos, descubrió las «palabras» y su «función» después de habernos narrado y contado doce experiencias vitales.

Ahora pasamos a la parte central de nuestro trabajo, o sea, a la función de la epistemología fenomenológica o teoría del conocimiento en ...y no se lo tragó la tierra. Un vistazo general a la historia de los grandes sistemas filosóficos nos revela que durante veinte siglos, desde los griegos hasta el siglo XVII, es decir, desde Aristóteles hasta Descartes, el mundo occidental estaba dominado por el realismo. Con la aparición de Descartes, y por medio de su «duda metódica», la armonía entre el binomio objeto-sujeto se invierte. Si el griego, admirado como un niño ante el descubrimiento de la naturaleza y del hombre, se proyectaba hacia afuera, atraído por el objeto real6, el francés europeo de la época barroca, comienza a dudar de este proyecto. ¡Y esto después de veinte siglos! Es cuando comienza el idealismo en filosofía, cuando las ciencias matemáticas, geométricas, físicas, etc., empiezan a desarrollarse en su gran esplendor. Dejando de lado los pormenores, digamos que, en filosofía, se inicia una actitud «reflexiva», hacia adentro, hacia el yo, hacia el sujeto pensante, a expensas del objeto pensado. Es decir, principia el método crítico. Comienza uno a pensar si nuestro intelecto es capaz de tener alguna idea verdadera y, para eso, es necesario una autocrítica severa, empezando por el intelecto mismo como factor importante en donde reside o puede residir la verdad en toda su evidencia. Es una nueva actitud, un retorcimiento del pensar sobre sí mismo. No es por nada que se le ha comparado a un «barroco filosófico», como lo fueron las artes de ese tiempo. Las cosas u objetos ahora ya no nos son dadas, como en el realismo; ahora se convirtieron en problemas. Si no fuera esto problemático, es decir, que la relación sujeto pensante y objeto pensado era una relación natural y armónica, convirtiéndose en problemática al hacer hincapié sobre todo en el sujeto pensante -o como dicen los formalistas, los semióticos y otros, en el narrador o yo hablante-, añadamos a esta nueva proposición el gran problema fenomenológico de los límites colindantes entre la psicología, la lógica y la ontología7.

La relación o interrelación entre sujeto-objeto puede así adquirir diversas dimensiones en este punto que tratamos. Si consideramos desde afuera, como observadores, todas estas «reflexiones» subjetivistas que nos trajo el idealismo y la metodología fenomenológica, nos produce la siguiente impresión o actitud crítica: que en todos estos trámites previos -de relaciones e interrelaciones- se esconden cuestiones de lógica, de psicología y de ontología. Aclaremos: 1) En todos estas reflexiones y trámites se trata unas veces del «pensamiento como vivencia» del yo, del yo que «vive» esos pensamientos. Esto es psicología pura. 2) Otras veces se trata del objeto pensado por el pensamiento y de si ese objeto existe o no, si es verdadero o falso, si se refiere a un objeto real o no. Es decir, se trata de una "enunciación" o de un pronunciamiento o discurso filosófico. Esto es lógica pura. Las leyes que regulan esas enunciaciones, de esos enunciados, de eso que se dice de algo, esas son leyes lógicas. Luego, la lógica colinda también con el problema del pensamiento, es decir, con la teoría del conocimiento. 3) Pero es que también la ontología colinda con la lógica y con la psicología, pues si bien en todo proceso del conocimiento entran en relación el objeto y el sujeto, no puede haber conocimiento sin esa relación, y como la ontología se interesa más bien, o exclusivamente, sobre la parte «objeto» del binomio, entonces también la ontología colinda con la psicología y con la lógica.

Y aquí radica el problema, y también el peligro: el no distinguir bien los campos de estas tres ciencias. Y esto ocurre cuando no se tienen en cuenta las fronteras divisorias o los campos colindantes, como le ocurrió al autor/narrador de ...y no se lo tragó la tierra. Las preguntas afloran de inmediato. ¿Cuál es la función del lector-crítico ante el texto literario? ¿Consideraremos al crítico como sujeto cognoscente y al texto, bajo todas sus partes, como objeto cognoscible? O ¿le daremos al autor/narrador (y no al lector) el privilegio de sujeto cognoscente ante el mundo que se le presenta como objeto cognoscible? O ¿sustituiremos al lector crítico y al narrador implícito por el narrador explícito, es decir, por el autor como sujeto cognoscente ante su objeto u objetos, o sea, su obra? Si consideráramos solamente esta postura parcial, estaríamos ya ante un campo de análisis que cubriría muchas páginas.

Por si esto no fuera suficiente, consideremos por un momento la problemática de los campos colindantes entre la psicología, la lógica y la ontología en relación a la teoría del conocimiento. Excluyendo por ahora el texto de la novela en su totalidad, y quedándonos solamente con el capitulito introductorio («El año perdido»), para no prolongar mucho la problemática en cuestión, ¿con qué nos encontraríamos? 1) En primer lugar, con que no cabría la consideración ontológica. ¿Por qué? Porque al no haber objeto cognoscible -pues no lo hay en el texto- se descarta no sólo el hecho, sino incluso la posibilidad de obtener ni siquiera lo más elemental y básico en todo proceso del conocimiento. ¿Conocer qué, si no hay objeto cognoscible? Por eso la angustia del narrador adolescente en la primera página del texto. 2) En segundo lugar, si consideramos el otro campo colindante, el de la lógica, el problema no sale mejor parado. Si la lógica, como ya se ha dicho, consiste en pronunciar «enunciados sobre algo», y, como ya sabemos, no hay nada ontológico u óntico por no haber objeto cognoscible sobre qué pronunciarse o de qué enunciar, estaríamos dando manotazos al aire o andaríamos a la caza de brujas cuando no las hay, según la expresión del autor mismo en «La noche estaba plateada». O sea, que tampoco existe la posibilidad lógica. 3) Entonces, si es que queda algo, como algo tiene que quedar, será lo referente al campo limítrofe de la psicología. Sí, y aquí sí hay material, aunque con una pequeña reserva de nuestra parte. Se trata, en fin, del problema de las «vivencias».

Se dice en la teoría del conocimiento fenomenológico que el sujeto pensante o cognoscente «vive» las experiencias, los pensamientos. Pero se nos asoma de inmediato la pregunta: ¿es que el narrador de ...y no se lo tragó la tierra vive sus vivencias? ¿Vivencias de qué? Sabemos por indicaciones en la Introducción y Conclusión de la obra que se trata de «recuerdos» producidos por la memoria. Pero eso es más bien al final, después de habernos narrado esas experiencias vitales, a veces escalofriantes por su realismo crudo. Pero ¿y qué pasa en la Introducción («El año perdido»), la puerta que nos conduce a las narraciones? Ya sabemos ahora que no hay objetos cognoscibles o ideas pensables, ni, por tanto, enunciaciones o enunciados qué hacer, por no haber nada de qué enunciar. Entonces nos preguntamos otra vez: ¿vivencias de qué? De nada: ni de ideas, ni de objetos reales, ni siquiera de su propio nombre, pues no sabía quién le llamaba, y, después de un gran esfuerzo y de ciertas piruetas de circo, se dio cuenta de que él mismo se estaba llamando. ¡Gran hallazgo y descubrimiento! La conclusión a que podríamos llegar sería a la de las «vivencias de sus sueños» que el narrador ni siquiera puede concretar. O sea, llegamos a un vacío de contenido o a una nada pura. A una angustia existencial vacía de contenido. Y, sin embargo, damos vuelta a la primera página de la novela y comienza a aparecer la serie de objetos cognoscibles y a discurrir con una gran multitud de enunciaciones. ¿Contradicción? Grande.

En este momento, y antes de pasar a algunas consideraciones conclusivas, quisiéramos tocar otro punto relacionado con lo dicho hasta ahora. Se trata otra vez del problema o estudio gnoseológico, o sea, el relacionado al conocimiento. La gnoseología, como parte de la filosofía, estudia el mecanismo lógico de la formación de los conceptos. Así como la gramática, en particular la sintaxis, estudia lo que es la palabra, la proposición o frase, el párrafo, etc., también la gnoseología nos habla del concepto, del juicio, del raciocinio y del silogismo, es decir, cómo se va desarrollando el proceso del pensamiento haciéndose cada vez más complejo. Todo esto para tratar de poder llegar a la verdad. Este apartado de nuestro estudio viene a que en el texto ...y no se lo tragó la tierra (introducción y conclusión) se nos expone la importancia que tiene «la palabra», cosa que el autor mismo nos lo repite en su artículo «Chicano Literature: Fiesta of the Living»8. A este propósito nos dice el filósofo argentino Gregorio Fingermann9 que «la palabra desempeña un papel fundamental, porque sirve para dar designación unitaria a una pluralidad de representaciones» (189). Y, añade, «una vez formado el concepto, se observa que éste no puede conservarse sin el auxilio de la palabra» (189), y que «la palabra es sólo el soporte del pensamiento, y no el pensamiento mismo» (189). Si éste es el caso, y parece bien lógico, ¿cuáles son las deducciones que podemos sacar de los dos capítulos limítrofes mencionados del texto literario ...y no se lo tragó la tierra? Citemos algún pasaje. Dice el narrador-autor en el capitulito introductorio:

Aquel año se le perdió. A veces se le perdían las palabras. Casi siempre comenzaba con un sueño (de) donde despertaba pronto y luego se daba cuenta de que realmente estaba dormido. Luego ya no supo si lo que pensaba había pasado o no.


(1).                


En el capítulo que sirve de conclusión a la obra («Debajo de la casa») ocurre algo parecido, aunque no exactamente lo mismo. Leemos:

Se encontraba debajo de la casa. Allí había estado por varias horas, o así le parecía, escondido. Esa mañana al caminar hacia la escuela le dieron ganas de no ir. Pensó que de seguro le iba a pegar la maestra porque no sabía las palabras


(118).                


Más tarde, en el mismo capítulo, después de haber pensado y recordado sobre «el año perdido», después de las narraciones -a base de sueños y visiones-, concluye:

Se dio cuenta de que, en realidad, no había perdido nada. Había encontrado. Encontrar y reencontrar y juntar. Relacionar esto con esto, eso con aquello, todo con todo. Eso era. Eso era todo


(118).                


Veamos ahora algunos fallos. Si «la palabra» es el sostén y «soporte del pensamiento o concepto» (Fingermann, Filosofía), ¿cómo es que el autor-narrador pueda contarnos los doce capítulos o narraciones del texto si es que, en sus propias palabras, nos dice que «aquel año se le perdió», y se le perdió porque no podía «recordar» y porque, para colmo, «se le perdían las palabras»? ¿Cómo puede narrarnos no sólo pensamientos, sino realidades crudas a veces, cuando confiesa que todo se le borraba, es decir, las palabras, la vigilia y la realidad? O sea, todo era un sueño y, como sabemos ya, «los sueños, sueños son», incluso en literatura o en ficción.

Y, al final o conclusión de la novela, quiere convencernos el autor (por medio de su joven narrador) de que, en realidad, «no había perdido nada». Otra vez, ¿cómo es que no había perdido nada si dos o tres líneas antes nos asegura de que él «no sabía las palabras»? ¿No es ésta la misma persona, el mismo autor y el mismo narrador? ¿Cómo debe reaccionar un lector aunque sólo sea de mediana inteligencia? ¿Será que los autores serios usan a la literatura como una forma de tomar el pelo, no sólo al sentido común del lector promedio, sino también a la integridad del que se dedica al sondeo crítico y filosófico? Y repitamos las últimas palabras con que concluye el texto: «Había encontrado... Relacionar esto con esto, eso con aquello, todo con todo. Eso era todo».

La ironía de ironías es cuando se traspone del orden del conocimiento al orden social, del cual ya Juan Rodríguez escribió en «The Problematic in Tomás Rivera» 10 y que no hay necesidad de repetir. Leemos en la última página de ...y no se lo tragó la tierra:

Quisiera ver a toda esa gente junta. Y luego, si tuviera unos brazos bien grandes, los quisiera abrazar a todos. Quisiera poder platicar con todos a la vez, pero que todos estuvieran juntos. Pero eso apenas en un sueño. Aquí sí que está suave, porque puedo pensar en lo que yo quiera. Apenas estando uno solo puede juntar [a] todos (nuestro el énfasis)


(125).                


De estos pasajes, y de las consideraciones filosóficas hasta aquí presentadas, se desprenden las siguientes observaciones. En primer lugar, ¿cómo puede el autor-narrador haber «relacionado todo con todo» si no podía desprenderse ni despertar del «sueño»? ¿Cómo se puede, en un auténtico proceso lógico, saltar de un campo del conocimiento al otro sin implicar contradicciones? ¿Cómo puede uno abrazar y juntar a todos, si para hacerlo tiene que esconderse de esos a quienes quiere abrazar y ver juntos? Pero lo más grave es lo del salto entre campos del conocimiento. Brevemente: se dice en el capítulo introductorio que al narrador «se le perdían las palabras». Estas palabras, es evidente, eran palabras en español, porque la novela está escrita en esta lengua y también porque en el capítulo final se hace referencia a «las palabras», pero estas «palabras» ya no son en español, sino en inglés, porque el narrador (autor) nos confiesa que la razón por la cual no fue a la escuela ese día es por miedo a la maestra, porque «no sabía (él) las palabras». En otros términos, se da un gran salto semántico.

Podemos observar también otros saltos. En la Conclusión, como se ha indicado ya, se nos habla del poder «relacionar... todo con todo», refiriéndose, claro está, a las palabras, es decir, a los conceptos, a los juicios, a los raciocinios y a los silogismos en el orden del conocimiento. Y también se nos dice en el mismo capítulo, y en el orden sociológico, que quería «juntar a todos», o sea, a toda la gente de quien habló en el cuerpo de la novela, a pesar de que admite que esto «a penas en un sueño» se pudiera realizar. En breve: vemos que abundan las contradicciones en estos dos capítulos tan esenciales para la comprensión y el análisis de todo el texto literario.

Para resumir, quisiéramos recordar otra vez lo esencial en la teoría del conocimiento, aplicado al tema del autor o narrador omnisciente, como ocurre en nuestro caso. Para que haya conocimiento se requiere, para comenzar, un sujeto cognoscente y un objeto cognoscible. De esta relación surge el producto llamado pensamiento. Y bien; lo primero que se establece es una dualidad binomial: sujeto-objeto. Esta dualidad se convierte en una relación necesaria, mejor dicho, en una doble relación, o bien correlación. El sujeto se vuelca sobre el objeto y éste se hace asequible al sujeto. Una vez que se establece esta correlación, se nota que dicha correlación es «irreversible». Es irreversible porque no es posible que, después, en esta correlación, el objeto se convierta en sujeto, ni el sujeto en objeto.

Además de esta dualidad y de la correlación irreversible, se observa que el objeto es «trascendente» para el sujeto. Esto quiere decir que, por mucho que el sujeto se acerque al objeto cognoscible, éste siempre se mantendrá a cierta distancia del sujeto cognoscente, porque entre sujeto y objeto se encuentra, mediatizándolos, el pensamiento. O sea, el objeto del conocimiento será siempre trascendente.

Y, por fin, el último elemento del conocimiento es el de la «verdad» de dicho conocimiento o juicio. En este caso, la verdad consiste en que el conocimiento -pensamiento, concepto, juicio y raciocino- concuerde con el objeto conocido. Esta concordancia entre sujeto y objeto es lo que muchos filósofos consideran el criterio de la verdad (que es el objeto de la rama filosófica llamada Criteriología), aunque otros prefieren llamarlo «definición de la verdad», que, aunque no es equivalente, para nuestro caso vale lo mismo.

Quisiéramos añadir que, excepto por lo referente a la viñeta o epígrafe al último capitulito de la conclusión, refiriéndose al poeta popular Bartolo (116), el resto de la novela está impregnada básicamente de un tono pesimista. Y es interesante notar también que el mismo autor, en su artículo ya citado «Chicano Literature: Fiesta of the Living» habla del mismo Bartolo que encontramos en ...y no se lo tragó la tierra y nos dice que él lo vio y lo oyó recitar. Escribe: «I was engulfed with alegría». «Alegría», pero no tristeza trágica como la que se filtra por casi todas las páginas de ...y no se lo tragó la tierra. Afirma que el primer contacto que él tuvo con la literatura fue este contacto con Bartolo. En otros pasajes del mismo artículo nos sugiere cosas como la siguiente: «Me gustaría ver en la literatura chicana un ritual de inmortalidad, de admiración en presencia del "otro", un ritual de la vida, un fiesta de la vida» (19). Repite varias veces más esta idea. Más tarde alude a los lazos de unión, tanto con el pueblo como con la literatura, el acto de crear, etc. Y finaliza diciendo de que el acto del «recuerdo» va más allá que «el ritual y la profecía», que el nexo o lazo de la vida no es simplemente una «relación», sino una «recolección», un recuerdo de lo que la vida fue, porque, después de todo, nos dice Rivera, «el pasado es lo que tenemos y es todo lo que tenemos». Al lector le corresponde deducir las conclusiones de estas citas.

Y quisiera concluir con un pensamiento, que es un epígrafe al capítulo de la filosofía de la existencia sacado del libro de I. M. Bochenski, «Los filósofos contemporáneos»11. Cita él a Brahadaranyaka Upanisad:

Miró en torno suyo; no vio otra cosa que a sí mismo. Y gritó en un principio: ¡Soy yo!... Se aterrorizó. Por eso le entra miedo a uno al estar solo


(174).                


Esto es lo que le pasó también a nuestro autor/narrador en ...y no se lo tragó la tierra: «se aterrorizó» y no pudo pensar. Y, sin embargo, se lanzó y se atrevió a contarnos doce cuentos o experiencias.





 
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