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El «Benshi», una remarcable experiencia japonesa de cine sonoro

Joan-Gabriel Tharrats





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I

Las Jornadas de Cine Mudo de Pordenone'90 prometían mucho, pues se revisionaba el cine alemán anterior al famoso El gabinete del doctor Caligari, la obra de animación de Emile Cohl (unos 40 films de los 300 que hizo), el centenario del nacimiento de los cómicos Raymond Griffith y Stan Laurel, con proyección de cantidad de films olvidados, los de éste antes de formar pareja con Oliver Hardy, un homenaje al director-actor Ernst Lubitsch, amén de films recuperados, y dos soberbias copias en color de Intolerancia, la de dos horas y media restaurada por Kevin Brownlow y la completísima de cuatro horas, salida del Museo de Arte Moderno de Nueva York, También en el programa se anunciaba una velada «Benshi» sobre los orígenes sonoros del cine japonés, en principio tan poco atractiva que pensé perdérmela, pues debido a las agotadoras jornadas desde las 9 de la mañana hasta la 1 de la noche, sólo con dos descansos para almorzar y cenar, hay que renunciar a algo si uno no quiere acabar totalmente destrozado. Pero sea quizás por deformación, por masoquismo o por presentir que algo curioso saldría de aquello, no falté, ni tampoco otros ilustres historiadores que habían asegurado que sería un plastazo pero que finalmente llenaron la sala a rebosar. E hicimos bien en asistir, pues presenciamos un espectáculo que por su singularidad única recordaremos siempre. Se trataba, ni más ni menos, de la proyección de tres films japoneses mudos de los años veinte, pero sonorizados a viva voz por una especialista.

Se ha repetido insistentemente que el cine mudo nunca lo fue, refiriéndose a que era acompañado de música. Pero el cine desde sus comienzos (y antes en el precine) buscó la palabra, ya sea en los experimentos de Edison, de las casas   —348→   Pathé y Gaumont y de otros. Por otro lado, los primitivos cines europeo y norteamericano contaron con la figura del «explicado», quien comentaba los films a su gusto, añadiendo chistes, citas y alusiones locales, lo que le daba un aire festivo a la cosa. Así lo plasmé en mi largometraje, Cinematógrafo 1900, siguiendo las indicaciones de mi madre, la cual en su adolescencia fue una asidua de esos barracones de ilusión que eran los del cine.

Luego vinieron los engorrosos e interminables rótulos, y la figura del explicador se eclipsó para dar paso en pueblos, con abundancia de analfabetos, al «lector», el cual, en voz alta, leía los susodichos rótulos para que todos los asistentes se enteraran del argumento. Aquél, en España, solía ser el listo del lugar, o sea, el alcalde, el médico, el notario o el cura párroco. Ello continuó hasta mediada la década de los años treinta, pues aunque ya inventado el sonoro, por motivos de reajuste de material, no todos los locales disponían de él. Y aun en los años cuarenta, concretamente en el pueblo costero de Caldetas (o Caldes d'Estrach), cercano a Barcelona,a donde pasaba las vacaciones con mi familia, recuerdo haber visto al aire libre una Jane Eyre, en copia muda muy deteriorada, a la que por falta de algunos rótulos el feriante a viva voz iba explicando lo que ocurría e inventaba diálogos. Esto no ocurría solamente en España, sino también en los países más atrasados del resto del mundo, es decir, que el sonoro ya inventado no vino de golpe, sino que -como el color- se fue imponiendo poco a poco.

Antes de adentrarme en la experiencia japonesa, quiero recordar otras innovaciones vividas en Pordenone. Una en 1987: fue algo que si me lo cuentan no me lo creo, pero lo vi y oí. Se trataba del film Gloria transita, de Johan Gildemeijar (Holanda, 1917), el cual contaba la poco atrayente historia de un triángulo formado por un cantante de ópera, su esposa también cantante y el representante de los dos. Más ella traicionaba a marido y amante con un barón, y luego, sintiéndose culpable, de una excesiva dosis de morfina, moría durante una representación de Rigoletto. Hasta aquí todo corriente y manido, pues era la época (en el cine) en la que condes, duques, barones, príncipes y heroínas se suicidaban por amor cuando eran rechazados, traicionados o descubiertos. Pero lo verdaderamente curioso fue que las representaciones de fragmentos de esa citada ópera, así como la de Fausto, además de canciones callejeras rememoradas en un flash-back, eran cantadas a cuatro voces y acompañadas por cinco músicos (piano, dos violines, viola y violoncelo), y en dichas secuencias, sin rótulos, esas voces, sea de palabra o en canto, eran totalmente sincrónicas. Según los responsables holandeses que trajeron el film a las Jornadas, no se hizo más que reconstruir la proyección, tal como se había visto setenta años atrás. Y si los que asistimos salimos impresionados, imagínense el impacto que debió ser en la época.   —349→  

Otra experiencia, también en Pordenone, data de 1989 -edición dedicada al cine ruso de antes de la Revolución-, fue la visión de Boris Godunov, de Hanzonkov (Rusia, 1912), film de apenas doce minutos y todo en un solo decorado de una celda de un monasterio. La acción transcurre en 1603 y, en ella, el actor representando al monje Pimen suelta todo un interminable monólogo.

Pues bien, dicho monólogo de la obra de Pushkin, era recitado desde un palco, en verso y en su idioma original, por el cineasta soviético Yuri Tsivian. La cosa tenía su efecto, puesto que además de la sincronía, siguiendo los textos con los que se filmó, las flexiones de su voz grave y profunda, correspondían a mímica y gestos del actor en la pantalla.

Estos ensayos de mezclar música y palabras con la imagen se dieron un poco aquí y allá, e incluso hay una experiencia española en Frivolinas, una revista teatral de tal éxito en la época, que el empresario del Cine Doré de Madrid, Arturo Carballo, la filmó en 1926, conteniendo trece números musicales, y la estrenó meses después en dicha sala, acompañándola de orquesta y coros de esos mismos números. Los fragmentos que he visionado de alguno de ellos, tales como los denominados «La feria de las hermosas» y «Apoteosis de las naciones», aún hoy tienen su gracia, y aunque crónicas e historiadores no la dejen muy bien y la traten de «simple teatro filmado», ahí quedan las ganas de un empresario cineasta de buscar el espectáculo total, así como de intuir que el sonoro sería al cine del futuro.




II

Retornando al tema principal japonés, diré que esta cinematografía empezó en el año 1897 cuando el fotógrafo Shiro Asano adquirió una cámara, con la que filmó vistas de calles y parques de las principales ciudades niponas, además de escenas costumbristas, de las que destacan bailes de geishas, siendo estas últimas un gran éxito, puesto que la mímica basada en infinidad de gestos de los miembros, cuerpo y cabeza, y muy especialmente el manejo del abanico, todo ello proveniente del Teatro Kabuki, incomprensible para un occidental, los primeros espectadores japoneses lo entendían perfectamente y lo gozaban. Luego llegó el primer operador europeo, el francés Gabriel Veyre, quien en noviembre de 1898 filmó también vistas de calles y escenas costumbristas para la firma de los hermanos Lumiére, todo con mentalidad de reportero occidental.

Es en 1908 cuando comienza la producción propia a gran escala, con la aparición de las primeras compañías dedicadas sólo al cine, de entre ellas la Yoshizawa, la cual fue la primera que construyó un estudio acristalado para rodajes con iluminación solar. A ello hay que adjuntar la aparición, a partir de ese año,   —350→   de las primeras revistas especializadas, algunas editadas por las mismas productoras para airear mejor sus productos.

La mayor parte del cine japonés de esa época era copia del occidental importado, del cual se nutrían sus pantallas. El resto, el foráneo, no era más que imitación de su teatro nacional Kabuki, donde los roles femeninos eran interpretados por hombres, a los cuales se les denominaba «Oyama», pues los papeles femeninos interpretados por mujeres se consideraban demasiado realistas. El primer film protagonizado totalmente por una mujer fue Sei no kagayaki (El esplendor de la vida), que data de 1918, aunque a partir de 1909 algunas actrices habían interpretado papeles secundarios. Quiero recordar aquí que en los primitivos cines francés, italiano y algún otro, también los roles femeninos eran a veces interpretados por hombres, auténticos travestis. Pero lo que en Europa era una argucia, en Japón era toda una tradición.

La idea de adjuntar palabras a la imagen cinematográfica, también en Japón es casi tan vieja como el cine. En 1902, con la llegada del sistema Gaumont, se ruedan films y graban discos a la vez, con las voces de los actores. Más la sincronía era imperfecta y también flojo el volumen, por lo que el experimento, al igual que en Europa, cayó en desuso. Sólo fue eso: un experimento.

Y así llegamos al Benshi. En los primeros años, los Benshi hacían el mismo trabajo que el explicador europeo o norteamericano, pero a diferencia a estos no explicaba el film durante la proyección, sino antes, así se realzaba más la música. Pero cuando los films se alargaron y crecieron los géneros, el Benshi tuvo que explicar lo que sucedía en el film durante la proyección. Luego, a mediados de la segunda década del siglo, el Benshi se convirtió en narrador-explicador-actor, por lo tanto, caso único en el mundo, creo, se empezaron a rodar films totalmente hablados siguiendo un guión con diálogos. Dicho guión se adjuntaba en la venta o alquiler del film y el Benshi de turno, hombre o mujer, pues era oficio apto para ambos sexos, lo memorizaba por entero y, al lado de la pantalla, lo interpretaba cual si de una pieza teatral se tratara, haciendo todas las voces posibles. Y repito, según lo visto, que la sincronización era perfecta, añadiendo además que, según el historiador japonés Hiroshi Komatsu, asistente asiduo a las Jornadas de Cine Mudo de Pordenone y responsable de tal demostración, se acompañaban de música con instrumentos locales, suprimiendo los engorrosos rótulos, dando un espectáculo total perfecto y anticipándose en una década sobre lo que sería el cine sonoro, es decir, que en Japón el sonoro no tan sólo se presentía, sino que se hacía realidad aun sin resolver la parte mecánica del invento. Tan perfecto fue ese sistema que se rodaron infinidad de films para ser dialogados. Y aunque el primer film japonés con banda incorporada data de 1931 (Madamu to nyobo [Señora y esposa], de Heinosuke Gosho), el sistema Benshi se alteró hasta los inicios de la Segunda Guerra Mundial.

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Insistiendo en lo visto en Pordenone, la argucia del Benshi, la remarcable artista Midori Sawato, venida expresamente de sus lejanas islas para la ocasión, consistía en que imitaba y vocalizaba todas las voces de los personajes, voces masculinas, femeninas e infantil, pues también había un niño en uno de los films. Y eso no era todo, pues según me había recomendado el historiador japonés, me fijé en los movimientos de los labios y vocalizaciones de los actores, y eran totalmente sincrónicos, logrando dicha señora tal perfección que el espectáculo será difícil de olvidar.

Los films vistos fueron Kyoeiwa jigoku (La vanidad conduce a la desgracia). Se trata de una comedia de Tomu Uchida, de 1925, la cual, aunque realizada con pocos medios -cosa que se nota-, está influenciada por las comedias norteamericanas de la época, pero sin perder entidad propia. Se nos cuenta en ella la historia de dos recién casados, Haruo él, Natsuko ella, que se engañan respecto a sus correspondientes empleos. Haruo presume de ser dirigente de una importante compañía, cuando en realidad no es más que un simple limpiabotas. Ella finge ser la secretaria del presidente de otra importante compañía. Hasta que un día, cuando Haruo está trabajando en la calle, ella lo ve. Descubierto éste, al día siguiente intenta suicidarse, arrojándose bajo un autobús, pero no sólo no logra su propósito, sino que ¡oh casualidad! la cobradora del autobús es Natsuko, pues ella también mentía. Finalmente hacen las paces y al siguiente día los dos, menos vanidosos y más humildes, vuelven a sus respectivos trabajos.

Nanko fushi (El noble y su hijo) (1921), de Shozo Makino, es un drama ambientado en el siglo XIV, de un guerrero que defiende a su emperador y la ciudad imperial de Kioto. Pero como los suyos pierden la batalla decisiva, es hecho prisionero y, ante tal vergüenza, se suicida, no sin antes despedirse de su hijo, al que le han permitido visitar a su padre.

Futari shizuka (Amor y sacrificio) es otro drama «de aquí te espero», casi diría un culebrón de la época, pues dura más de una interminable hora... Trata de la historia del joven Teruo a punto de casarse con la gentil Mieko, pero que tiene secretas relaciones con la geisha Namiji, de la cual tiene un hijo. El tío de Teruo se entera de su amor secreto y obliga a la geisha a dejarlo. Teruo se casa con Mieko, pero la ex-amante se pone enferma y manda al hijo a vivir con su padre y la esposa de éste. Cuando sana de su enfermedad va a buscarlo, pero Mieko, la esposa, ya se ha ilusionado con el chico y no quiere soltarlo... Naturalmente, la trama se complica más y más, pero aquí, al igual que en los dos films anteriores, lo impotente no eran los argumentos, sino las voces de la benshi señora Sawato, especialmente en una secuencia en la que se reunían seis familiares hablando sin parar y dicha señora, en unas fluctuaciones de voz que mi modesta inteligencia no alcanzaba a saber cómo lo lograba, hacía todas las seis   —351→   voces, todas distintas, algunas pisándose, y todo sincrónicamente. Este film de director desconocido es de 1922, o sea que los japoneses, adelantándose a los norteamericanos, también habían inventado lo que luego se llamaría «cine cien por cien hablado».

En 1 de septiembre de 1923, justo al mediodía, Tokio y su región sufrieron un terremoto de tan grandes proporciones que aún es considerado por los nipones como la desgracia del siglo después de la Segunda Guerra Mundial. La ciudad de frágiles casas de madera y papel ardió, y con ella gran mayoría de films entonces inflamables, entre los cuales todos los de la productora Nikkatsu, una de las más importantes y fructíferas. Por ello, esos films comentados vistos en Pordenone, hoy guardados como auténticas reliquias, constituyen una remarcable experiencia de cine sonoro antes del sonoro.





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