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El bestiario de Luisa Valenzuela: una taxonomía poética

Florinda Goldberg





Como este mar tan tenso de inocente azul que sabemos encierra en sus profundidades todo tipo de animales monstruosos. Los hay sin embargo bellos, los hay bellamente monstruosos, maravillosos, desconcertantes, inimaginables.


Luisa Valenzuela, «La piel del mar»                


«Yo debería tener un zoológico en mi bibliografía», escribió alguna vez Luisa Valenzuela (Ordóñez 514). Sugiero: más bien un bestiario, ya que los animales llegan a sus textos conformados como significantes culturales que su propio discurso apropia, desarrolla y transforma. Los habitantes de su bestiario representan aquello que ha sido reprimido, desplazado o transformado en nombre de un orden que también ejerce su poder hegemónico en y mediante el lenguaje y el discurso1. Pero el lenguaje y el discurso conservan las cicatrices de lo escamoteado o modificado, y de ellas es posible partir en su búsqueda. Valenzuela menciona los mapas medievales que marcaban las regiones inexploradas con la advertencia: «hic sunt leones» (Peligrosas palabras 43). Su escritura se propone un mapeo que traiga a los leones al espacio central, particularmente en lo atinente a la mujer, la violencia social e individual, las relaciones de poder y los códigos que las conforman y determinan -incluyendo los códigos del discurso literario.

El relato fundacional de nuestra cultura, el libro del Génesis, establece un orden simbólico universal sustentado en las relaciones entre el poder, el lenguaje y las leyes, en las que varón, mujer y animal poseen un rango fijo. La Creación se realiza por medio del grado máximo del lenguaje, la palabra divina. Tras ubicar al hombre en el Edén, el Creador promulga a viva voz la primera ley: la prohibición de comer de cierto árbol. En su turno, el hombre recibe poder sobre todos los seres vivientes, y el primer acto de Adán como amo es ponerles nombre. Del lenguaje divino, creador y legislador, hemos descendido un escalón al lenguaje humano que ordena y administra. Surge entonces la necesidad de una «ayuda idónea» para el hombre -«ayuda» y no compañía en paridad. El nombre que Adán le da a su «ayudante» refleja y fija su jerarquía: ishah, literalmente «varona», derivado de ish, «varón», tal como el cuerpo de ella deriva del suyo.

El drama que sigue ratifica el orden jerárquico del cosmos, explicitando castigos a las trasgresiones no sólo de la ley sino también del uso normativo de la palabra. La astuta serpiente desea desbaratar el orden y le habla a la mujer. La mujer equivoca doblemente las jerarquías: da oídos a la criatura inferior y transmite su mensaje a la criatura superior. La falta de Adán es mucho más grave, porque él fue receptor directo de la prohibición y sin embargo acoge la propuesta del ser que le está subordinado («varona»). Cuando ambos intentan esconderse de Él, Dios pregunta a Adán: «¿Dónde estás?» (Génesis 3:9), es decir, en qué sitio que no es el que te corresponde te has ubicado. Dios castiga a todos: al varón le deja su preeminencia sobre el mundo, pero tendrá que sudar para dominarlo; la mujer y su deseo quedan sometidos al varón, y su rol cósmico, la maternidad, estará ligada al dolor; el reino animal es condenado a un eterno combate con la simiente humana -y, si atendemos al Libro de los Jubileos, un relato alternativo del Génesis escrito en el siglo II a. e. c., castigado con la pérdida del lenguaje2. En ese momento, Adán le da un nuevo nombre a la «varona»: Eva, de la raíz «vida», «porque ella era madre de todos los vivientes» (Gén. 3:20); de este modo, el lenguaje humano ratifica lo fijado por el dictum divino. La única vez que Eva vuelve a hablar es para confirmar su sumisión reconociendo que ha sido madre por voluntad del Creador (Gén. 4:1).

El lenguaje, entonces, no sólo funge como creador y ordenador del cosmos, sino que él mismo aparece organizado en jerarquías: quién tiene autoridad para hablar a quién, en qué términos y tonos y en qué condiciones. En ese ordenamiento, las mujeres quedan en la zona de la obediencia y la pasividad, y los animales en la de los seres sometidos y carentes de habla.

No sorprende, pues, que a la hora de intentar recuperar lo escamoteado, las representaciones hayan encontrado a los animales muy cerca de lo divina o humanamente reprimido y acallado, trátese de los desamparados de la tierra, de los impulsos prohibidos, de los miedos y, sobre todo, de la mujer y su deseo. Debra Hassig señala que en los bestiarios medievales, la visión del animal en un contexto sexual era también una forma de ver a la mujer en un contexto bestial (72). En el pasaje ya citado, Valenzuela señala que los temibles leones «parecerían haber estado escritos a lo largo y a lo ancho del lenguaje de la mujer, de su cuerpo verbal [...] porque hay leones listos para saltar ante la primera instigación, en el preciso momento del descontrol»; la mujer fue mantenida en el misterio «por no enfrentar a los supuestos leones, por no enfrentar el posible horror de nuestras pasiones y deseos» (Peligrosas palabras 43-44).

Los discursos no pueden ser movilizados o desconstruidos sino a partir de ellos mismos. El cambio de armas, nos enseña Valenzuela, consiste no en inventar una nueva sino en cambiar de mano, y quizás de uso, el revólver existente. Valenzuela parte de las nociones emblemáticas, simbólicas e idiomáticas sobre los animales para desconstruirlas y reescribirlas con una nueva significación, ciertamente posparadisíaca pero también decididamente poscondena y expulsión.

Semejante reescritura es paródica por definición. En Valenzuela, algunas parodias del lenguaje relacionado con lo animal son explícitas, como en «Equidades» y «Equinocción» (Cuentos completos 375), en el título trágicamente irónico de «Amor por los animales» y, sobre todo, en «Zoología fantástica», relato juguetonamente construido con metáforas zoológicas lexicalizadas:

Afuera, noche oscura como boca de lobo. Sus ojos de lince le hicieron una mala jugada y no vio el coche que lo atropelló de anca. ¡Caracoles! El conductor se hizo el oso. En el hospital, cama como jaula, papagayo.


(Cuentos completos 446)                


Sus reescrituras paródicas y metafóricas más sofisticadas privilegian a ciertos habitantes del bestiario, particularmente aptos para sus exploraciones. De ellos elijo en este trabajo a dos: el caballo y el gato. Ambos se contraponen y complementan entre sí: el caballo metaforiza pulsiones y peligros evidentes y comprensibles, mientras que los encarnados por el gato son indescifrables y ominosos3.


El caballo

Las connotaciones del caballo en el imaginario contienen la oposición entre indómito y domado y, entre ambos extremos, el acto de la doma. La relación hombre-caballo representa el ideal del ser humano que domeña la naturaleza y la pone a su propio servicio. La etimología confirma la extensión de la imagen al orden social: de domus (casa=realidad organizada) derivan dominus, «dueño» y «dominio», atributos del varón como «dominante» y «domador». Además, el varón a caballo duplica su altura, su velocidad, su capacidad de agresión -su condición de macho. Ello estuvo tradicionalmente reforzado por convenciones sociales: la clase de los caballeros era la única con derecho a montar equinos, mientras que los plebeyos debían conformarse con sus versiones degradadas, el burro o la mula. «Montar» es también una burda metáfora sexual y nos lleva al dominio-doma del varón sobre la hembra (y recordemos que la mujer no podía «montar» sino cabalgar «a mujeriegas»). Y en nuestra modernidad sobre ruedas, «caballero» designa a un hombre que practica hacia la mujer atenciones que confirman de modo amable su superioridad sobre ella.

De ahí la asociación entre caballo indómito e instintos y actos descontrolados (dirían las normas) o libres (dirían los rebeldes), incluidos los de la mujer insumisa y el insurgente político, y la del caballo domado con lo que ha sido exitosamente sometido4. Sin olvidar nunca que el caballo más leal puede encabritarse o desbocarse, por lo que el control sobre caballerías zoológicas, genéricas o políticas, nunca debe descuidarse, so peligro de que el caballero vaya a parar al suelo y el animal siga por su cuenta...5

En los textos de Valenzuela, lo equino traza dibujos complejos a partir de la serie semántica «indómito-doma-domesticado», explorando, explotando y subvirtiendo sus connotaciones potenciales. En Peligrosas palabras, esas connotaciones se aplican al proceso de escritura, descripto como un juego entre el impulso y el control: «La tarea de escribir [...] es un dejarse llevar por la creación a todo galope pero con la rienda corta, evitando desbocarse» (31). En El gato eficaz, la narradora afirma, tanto sobre su conducta vital como sobre la composición de esa novela: «galopo en las tinieblas y mi rumbo de puro imprevisible no puede ser seguido por los otros» (95)6. En «Ceremonias de rechazo», la imagen metaforiza la ambigua sumisión de la mujer dentro de la pareja: él se impone,

aunque la naturaleza de ella a veces se encabrite y se rebele. Hay caballos sueltos dentro de la naturaleza de Amanda y no todos han sido domados. Pero en presencia del Coyote los potros suelen no manifestarse, los potros aparecerán después cuando él haya partido.


(Cuentos completos 186)                


Me detendré en dos relatos en que las varias connotaciones de la «equinocción» (Cuentos completos 75) conectan lo genérico con lo político-histórico, al tiempo que los mismos textos «se desbocan» literariamente, por cuanto subvierten los límites entre lo realista y lo simbólico, entre lo fantástico y la representación comprometida. En «De noche soy tu caballo», el animal entra en el relato ya conformado en metáfora y texto, mediante la canción de Gal Costa que el fugitivo Beto regala a la narradora. Ésta procura mantener esa metáfora en lo que posee de espiritual y esotérica, pero Beto la devuelve por la fuerza a su gráfico significado sexual, y con él a su simbólico valor de dominación: «si de noche sos mi caballo es porque yo te monto, así, así, y sólo de eso se trata» (Cuentos completos 181)7. Esa misma noche, torturada por la policía para averiguar dónde está Beto, ella se defiende sustituyendo la realidad por el sueño y con ello devuelve a la imagen su poder esotérico: «Beto, ya lo sabés [...], de noche soy tu caballo y podés venir a habitarme cuando quieras aunque yo esté entre rejas» (183). Coincido con Pamela McNab en que aquí la imaginería caballar «ilustra simbólicamente la lucha entre poder y pasividad en el contexto de las relaciones sexuales», pero concuerdo menos con su conclusión de que la protagonista constituye un «modelo de un rol negativo» (269), ya que me parece que la sustitución de una realidad insoportable por otra imaginaria le permite a ella un triunfo simbólico sobre los represores (y a Beto, quizás, la efectiva posibilidad de salvarse).

En «Mi potro cotidiano», las correlaciones entre domado e indómito son aún más complejas. En la primera parte, se narra una agresiva relación hombre-mujer como relación potro-jinete de roles invertidos: el potro arisco procura domar a la mujer al impedirle montarlo; sin embargo ella insiste, no para someterlo sino, por el contrario, para permitirle «sentirse libre como un caballo indómito» y mantener su identidad: «Lo hago por su bien», afirma, «sin mí no sería potro» (Cuentos completos 259). Hacia el final de la primera parte, se sugiere un giro en la significación: la acción de la mujer posee una función reparadora de aquella «cierta vez» en que el potro-hombre u hombre-potro «fue arrojado por manos anónimas del mundo de los seres humanos» (263). En la segunda parte, introducida como «la historia» que explicaría la primera, un hombre es apresado por el solo pecado de andar corriendo «cuando hay que andar con pie de plomo y con el paso medido» (263). En el episodio de la tortura, las mismas imágenes equinas poseen significados opuestos para perpetradores y víctima, trátese del insulto, de la voluntad de resistencia o de la derrota final:

Un pasuco, piensa él, me quieren pasuco y yo soy de galope. Unas como risas se le escapan de entre los labios apretados y parecen un relincho.

-¡Animal! -le gritan.

[...] ¿De quién son estas ancas, de quién estos ijares, estos cascos, esta crin tan tupida, estos garrones? [...] ¿De quién es esta grupa?, le grita la otra mano y lo palmea, y él no quiere -ni puede- piafar de impaciencia, encabritarse.

-Sos un potro -le dicen. Y él sabe que no es cierto [...] es en esta primera parte tan sólo un pobre redomón a punto ya de ser quebrado, a punto de perderlo todo y aceptar los arneses.


(263)                





El gato

A diferencia del caballo, el gato es indomable; a lo sumo, permite un inestable pacto de convivencia. En el imaginario, el gato y sus rasgos, reales o atribuidos, connotan el misterio y la otredad, y se vinculan tanto con lo femenino como con lo siniestro. Erótico y tanático a la vez, es coqueto y lúbrico, arrogante y elusivo, fascinante e irreductible; ve en lo oscuro y quizás lo invisible, trae mala suerte, posee varias vidas y por ende algún pacto con la muerte.

En los textos de Valenzuela, el gato signa el escozor permanente del inconformismo, la provocación del misterio:

La verdadera busca debe de llevarse a cabo por esas zonas que ni siquiera intuimos, las que quizás no existan pero que sí albergan a ese gato dentro nuestro que no nos deja descansar con sus chillidos, que nos hace buscar sin saber qué y menos aún dónde.


(«Nuestro gato de cada día», Cuentos completos 386)                


En El gato eficaz, los vínculos entre gato, mujer y lenguaje signan la denuncia de un orden que se experimenta como desvalorizado, también porque procura esconder sus fracturas, sus fallas y contradicciones internas, y la búsqueda de otro orden aún desconocido8. En esa busca, se invalidan otras por ineficientes. No es casual, más allá de la experiencia biográfica de la autora, que el locus principal del relato sea Greenwich Village, esa zona acotada (y por ende controlada desde el poder) donde las infracciones y los contramensajes se basan en la inversión y el desorden. El texto de Valenzuela muestra que esa rebelión es insuficiente, porque recurre al contrapelo facilista de la contravención exhibida. La supuesta libertad de los habitantes del Village aparece como un make-believe, una apariencia sin profundidad:

Sobre todo les tengo una gran lástima: no conocen la música alienante en la boca del estómago [...] Son un mero fleco, pobrecitos, puro andar en melena y besarse en la boca sin saber a qué sexo pertenecen [...].


(26)                


Precisamente, el rol de los gatos negros de la muerte, grado sumo de la gateidad, es de mementos ambulatorios de que la verdadera respuesta no ha sido alcanzada:

Me gusta vagar por el Village con el débil primer rayo, mientras solapados desconocidos desandan su camino de espaldas para recuperar portales y los gatos de la muerte se erizan y se vuelven pura corriente de afilados cuchillos.


(7)                


«El peligro de estos bichos no es la muerte, como indica su nombre, sino algo más sutil y más dañino: la clarividencia [...] Los gatos son así, desencadenan furias, delatan los propósitos y ya nada se puede conseguir callando» (30). Los gatos de la muerte se esfuerzan por desbaratar todo ordenamiento falaz y todo (auto)engaño; trátese de la eliminación clandestina de fetos abortados (11); o de la ilusión de eternidad: «saldré a poblar el mundo con gatos de la muerte. Buena falta le hacen a Roma, por ejemplo, o a Chucuito: allí la gente no se muere perdura eternamente [...]» (29); o de la estafa histórica concreta: si la narradora los llevara a Buenos Aires -cosa que dice que no hará, porque «Buenos Aires no [lo] merece» (31)-,

[d]e las bocas de tormenta surgirá la más atronadora de las músicas y se verán las proyecciones luminosas del hambre y la miseria [...] Todo lo que está por ser, lo que está siendo, lo que desean algunos y los que contraatacan, visible en las paredes [...] hombres y mujeres descolgando los sagrados estandartes de las buenas costumbres.


(30-31)                


El libro que Valenzuela titula El gato eficaz nació, precisamente, de la fractura de un autoengaño. En sus palabras (en el prólogo a la edición de 1991):

La autora en ese entonces tuvo la osadía de decir:

-Yo nunca pienso en la muerte.

Y la muerte se le encabritó ahí mismo y la metió de cabeza a escribir, a escribir con desaforado afán.


(5)                


«[T]exto de ruptura» (5), «no semilla sino hacha» (11), la novela narra la búsqueda de respuestas verdaderas, tanto mediante el erotismo subversivo, que involucra a la persona entera de la narradora y no sólo a su cuerpo, como mediante la subversión del lenguaje y el texto. Pero no se trata del simple desorden de una escritura y una estructura «espontáneas». La (eficaz) narradora mantiene un inalterable control sobre una narración tan proteica como ella misma9, y, como ella, silenciosa y gritona, maldita e inocente, gozadora y víctima, trágica y cómica10. Recordemos que «gato» designa también instrumentos muy eficaces para fijar y sostener otros objetos, como el que levanta el automóvil para permitir el cambio de neumáticos; o aquel otro hallado por casualidad en Buenos Aires: «en una vidriera de ferretería me encontré con el alter ego de los gatos de la muerte, el gato eficaz de aluminio (anodizado, ver página 119)11 que me proporcionó el nombre» (6).

El gato, en su doble acepción zoológica y escritural, posee asimismo otra función. Los gatos negros escarban en la basura y la cargan en sus uñas (7), pero la basura, materia muerta, es también el abono de nuevos crecimientos; y el eficaz gato metálico es una suerte de espantapájaros que «defiende las cosechas» de «todo animalejo dañino» (117)12. La muerte que encarnan los gatos negros no es el fin de la vida sino la cíclica muerte regeneradora de las mitologías. El de los gatos «no es el lento proceso de nacer, es el expeditivo acto de morir, pero a la inversa. Mueren de allá para acá, del otro mundo a éste [...] vienen a hacernos el enorme favor de sacarnos de este caos para llevarnos al de ellos» (11). El deseo de esa regeneración -«No veo qué me obliga a morir para siempre» (39)- es la única esperanza de algo mejor: «La salida es la otra y a empezar de nuevo [...] Mejor ser saurios anfibios, reptiles a la hora de la siesta de siglos [...] quizá la próxima vez salga mejor el hombre [...]» (90).

Por eso, los gatos negros de la muerte coexisten con los perros blancos de la vida (de la «vida de perros»)13 que la narradora afirma haber traído consigo en su exilio. La regeneración es dialéctica, exige la presencia de los contrarios, y los perros pueden leerse como los guardianes de aquello que «no cambia [y por lo tanto] es fatuo con pretensión de eterno» (124); guardianes no precisamente mansos, ya que poseen «fauces ardientes» y son «desatinados, voraces» (69). El blanco, escribió Valenzuela en otra parte, es un color aburrido, sin misterio (Peligrosas palabras 34). Magnarelli lo asocia a la página vacía que cobra sentido cuando la invade la escritura -signos negros como los gatos («Gatos, lenguaje y mujeres» 606): el cuerpo mismo de la narradora (también él blanco) deviene texto al ser desgarrado por el gato enrollado a su cuello que le deja «una quemadura negra» (El gato eficaz 115).

«[A] diferencia de tantas novelas contemporáneas, la novela de Valenzuela no constituye una destrucción por el mero hecho de destruir; más bien El gato eficaz es una destrucción constructiva»b

(Magnarelli, «Gatos, lenguaje y mujeres» 609). Ambas piezas, las blancas de los perrovidas y las negras de los gatosmuerte, son, pues, necesarias al ajedrez dialéctico que genera el sentido. En el nivel escritural, la regeneración del sentido del texto requiere, además, del lector que convierta lo ya fijado en experiencia. Gato a su turno, el lector es invocado al final de la novela como el Otro vivo que «retome los ciclos» y otorgue a la «trampa toda hecha de papel y mera letra impresa» la «renacencia» en que «reside [la] esperanza» (El gato eficaz 125).




Gato y mujer: de mitos e intertextos

Los hilos del sentido, como escribió Valenzuela (justamente sobre los animales), «se van atando a posteriori, lo que demuestra una vez más el trabajo del inconsciente, cómo se une con todo el resto de la sabiduría de la raza» (Ordóñez 514-15). Retomando la pregunta de Magnarelli: «¿por qué existe este extraño lazo entre las mujeres y los gatos?» («Gatos, lenguaje y mujeres» 606), quiero indicar un linaje posible para la relación entre gato, mujer, erotismo y silencio, inscripto en la «sabiduría de la raza» -al menos, en la de la civilización occidental. En el relato del Génesis, al que ya me referí, hay una gran ausente: Lilith, la primera primera-mujer de la Creación, la que pagó con la expulsión del orden simbólico su empeño en ser sujeto de su propio deseo. Suprimida por negarse a ser reprimida, su nombre y figura fueron sencillamente eliminados del relato genésico14. Pero el imaginario, como sabemos, desafía y rebosa la autoridad del orden simbólico. Lilith siguió viva en leyendas, supersticiones y, por supuesto, en el arte y la literatura, como demonio-mujer que ataca el orden que la expulsó restituyéndole aquello mismo que le valió la expulsión: el peligro (social y moral, pero también mortal) del erotismo no regulado y los deseos ilegítimos15. No sólo es causante y responsable de todas las trasgresiones sexuales: también procura matar a los recién nacidos -terrible significante de la insoluble oposición que el sistema establece entre deseo y maternidad. Para lograr sus iniquidades, Lilith adopta diversas formas humanas o animales; y su preferida es... un gato negro16.

Por lo tanto, en su figura deliberadamente sustraída del drama cosmogónico se entrelazan mujer, erotismo, muerte, el poder que silencia, el contrapoder que habla -y los gatos. Esto último posee una curiosa vuelta de tuerca adicional. Aparentemente, al ser expulsada del relato fundacional Lilith se llevó consigo a los gatos: la Biblia hebrea menciona unos cien animales de todo tipo, pero no hay en ella un solo gato. La razón no ha sido aclarada; una posible hipótesis es el temor al contagio de su difundido culto en Egipto; sin embargo, otros animales adorados por los pueblos vecinos figuran en el texto canónico. Quizás su identificación con Lilith era tan fuerte, que también los gatos debieron ser silenciados. Identificación renovada en el curioso hecho de que Lilith parece ser un nombre favorito para gatas domésticas -como dice Valenzuela, «Hay personajes un poco tenebrosos que tienen, quizá sin saberlo, un gato de la muerte de mascota en su casa» (El gato eficaz 11)17. En este punto, resulta particularmente sugestivo que se llamara Lilith la gata de Stephane Mallarmé -quien algo sabía sobre los misterios del lenguaje y el silencio18

Como conclusión, puesto que el título de este trabajo anuncia una taxonomía, quiero proponer una, aunque sospecho que, más que a un manual de zoología, esta va a parecerse a la incluida en cierta célebre enciclopedia china.

Los animales de Valenzuela se dividen (o se unen) en:

  • a) domesticables e indómitos;
  • b) comestibles y devoradores;
  • c) los animales que llevamos dentro;
  • d) los animales en que nos convertimos;
  • e) los animales mitológicos;
  • f) los animales de otros autores, como el bicho de Kafka, la cucaracha de Lispector y la babosa de Dujovne Ortiz;
  • g) los gatos buenos (incluidos los veinte de Luisa Mercedes Levinson);
  • h) los implacables gatos negros de la muerte y la regeneración;

e, ineludiblemente,

  • i) los incluidos en esta clasificación.







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