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El canon modernista en Salvador Rueda: «Cuadro oriental»

María Isabel Jiménez Morales





En 1887, Salvador Rueda publicaba en Madrid su tercer libro de relatos y cuadros de costumbres: Bajo la parra. El gran desconocimiento que siempre ha recaído sobre la producción no poética del autor malagueño ha llevado a repetir afirmaciones poco rigurosas y algo confusas. En torno a Bajo la parra, se han acumulado numerosos errores: se ha repetido hasta la saciedad que esta obra solo había tenido una edición; solía citarse sin fecha, al no aparecer esta en la portada; se mezclaban datos bibliográficos de otros libros y se llegó a retrasar la edición príncipe a la década de los 90. El riguroso rastreo hemerográfico ha permitido descubrir que Bajo la parra tuvo, en realidad, dos ediciones en el siglo XIX, localizando las fechas exactas de ambas: 1887, para la edición príncipe de Madrid; y 1891, para la segunda edición de Valencia1.

Cuando publicó Bajo la parra, Salvador Rueda era un prometedor escritor a punto de cumplir treinta años. Ya se había establecido en Madrid y se codeaba con escritores como Campoamor, Núñez de Arce, Tamayo y Baus, Echegaray, Sellés, Fernández y González... Colaboraba en diarios tan prestigiosos como La América, El Globo, La Ilustración Española y Americana, La Época o El Imparcial y era conocido como poeta, recibiendo muy halagüeñas críticas por sus versos: Noventa estrofas, Cuadros de Andalucía, Don Ramiro -todos de 1883- y Poema nacional, de 1885. Queriendo probar fortuna en otros géneros, se dedicó a la prosa: al cuadro de costumbres y el relato, en un principio, como paso previo para dar el salto a la novela. Así, en 1886, tras Poema nacional, publicaba El patio andaluz, que tuvo una excelente acogida por parte de la crítica, y al año siguiente: El cielo alegre y Bajo la parra. Después de publicados estos libros en prosa, Rueda volvería a la lírica, no abandonándola ya en toda su carrera y simultaneándola con los relatos, las novelas, el teatro y la crítica.

Bajo la parra tuvo una mediana acogida en la prensa. En Madrid Cómico, El Liberal y Revista Contemporánea aparecieron notas breves anunciando su contenido, número de páginas, precio...2, mientras que en El Día y La Ilustración Ibérica se publicaron reseñas más extensas3. La mayoría de los críticos alabaron «la maestría sin igual» del autor para dibujar; resaltaron la escritura de unos «cuadros andaluces, llenos de luz y de poesía»; su calidad de ser siempre poeta «lo mismo escribiendo en prosa que en renglones cortos»; la factura de unos cuadros «ricos en brillantez y colorido»; y lo siguieron comparando con Fortuny, por sus narraciones «llenas de luz, calor y vida». El redactor de El Día destacó con gran alivio que Rueda no siguiera las corrientes modernas, entendiendo por ellas el grosero naturalismo «que consiste en inventar escenas que solo pasan en la histérica imaginación de algunos escritores» (p. 3); y Carlos Mendoza, en su reseña de La Ilustración Ibérica, resaltaba su colorismo y empleo matizado del lenguaje hasta límites insospechados.

Esta obra estaba dividida en dos partes, la primera reunía veintiún poemas, que el propio autor tituló de forma autónoma: Estrellas fugaces, y que eliminaría para la edición valenciana de 1891; y la segunda estaba integrada por veintinueve textos, entre cuentos y cuadros de costumbres4, «dignos de las mayores ponderaciones», como apuntó el redactor anónimo de El Liberal. En lo que respecta a la sección en prosa de Bajo la parra, había un predominio del relato sobre el cuadro de costumbres, aunque en aquellas décadas finiseculares hubo una interesante ósmosis de caracteres propios de ambos géneros. Era habitual encontrar cuentos de marcados rasgos costumbristas, lenguaje dialectal, argumento apenas esbozado y tiempo y espacio reducidos al mínimo. Asimismo, algunos cuadros de costumbres presentaban una tenue línea argumental y los tipos, con nombres y apellidos, aparecían levemente caracterizados, lo que en numerosas ocasiones dificultaba el claro deslinde de ambos géneros.

La mayoría de los cuentos de Bajo la parra estaban ambientados en la sociedad contemporánea5, presentaban una primacía del escenario campestre y rural sobre el urbano6 y centraban sus historias preferentemente en Andalucía. El libro se adscribía a dos tradiciones literarias que convivían por aquel entonces: el costumbrismo, de matriz realista y larguísima tradición, y el incipiente Modernismo. Esta última influencia se aprecia, en mayor o menor medida, en algunos textos del libro, tanto en la forma -léxico, estilo, retórica...-, como en los temas, el idealismo, la introspección, el tratamiento del tiempo y el espacio, el erotismo, etc. Entre los relatos de clara influencia modernista contamos con «La pareja de mariposas», «El aguacero de oro», «Salamandra», «El musgo», «Crepúsculo» y «Cuadro oriental», siendo este último de los que más elementos modernos aglutinaba.

«Cuadro oriental» es un bello relato de Salvador Rueda que, con un lenguaje sencillo, cuenta la historia de Aiscé, esposa del sultán Mahmud, que lleva una vida sumida en el hastío, la melancolía, los celos y la tristeza, compartiendo al sultán con otras esposas y siempre esperando su visita en la alcoba. Un argumento muy exiguo que propicia la primacía de lo descriptivo sobre la narración. Como ya hemos apuntado, este relato está preñado de elementos modernistas. En primer lugar, habría que mencionar el rasgo más notorio, que aflora desde el título: la recuperación de lo exótico, tan afecto a la sensibilidad finisecular. Aunque también asoma en él cierto guiño al costumbrismo, al concebir el texto breve como un lienzo, que el autor pinta con su pluma y al que añade color con sus palabras7. El exotismo del relato zambulle a su autor en las modas finiseculares, pues este tema era de candente actualidad y se introdujo en todas las manifestaciones literarias y artísticas de aquellas décadas. Al público le gustaba conocer o acercarse a un mundo nuevo, lejano, diferente, pintoresco, misterioso, sensual, opulento... Y Salvador Rueda no iba a ser una excepción, aunque sí lo fuera este tema en el conjunto de su obra, más encaminada, dentro del exotismo, hacia la inspiración clásica8.

El escritor malagueño reelabora en este cuento la faceta oriental del exotismo, en especial la del mundo islámico, situando su relato en la bella, pintoresca y misteriosa Estambul, en concreto, en la parte europea de la ciudad; pues, a través de su ventana, Aiscé nos describe el barrio de Scutari, en la parte asiática. El cuento es un ejemplo más de exotismo musulmán, muy cultivado en nuestro país por las raíces históricas que compartíamos. Escritores como Espronceda, el padre Arolas, el duque de Rivas o Zorrilla habían abordado este tema en el Romanticismo; y seguirían haciéndolo otros muchos en las décadas finales del XIX e iniciales del XX. Según L. Litvak, estos escritores todavía se consideraban herederos de la visión romántica del Oriente, sobre todo en lo externo: en los espacios seleccionados, en la descripción de color local, en la imaginería y el léxico9.

Exotismo significaba deseo de evasión de la realidad contemporánea, próxima, trillada, vulgar, aburrida, que desconsuela y aflige al que la vive. El escritor exotista busca la evasión, el escapismo, rechaza lo cercano, porque al centrarse en unas realidades tan distintas, lejanas y misteriosas, niega lo cotidiano. El escapismo era una manifestación de la rebeldía del hombre de fin de siglo, pero el escritor malagueño no era un escritor rebelde, crítico con su sociedad, al menos de forma explícita. Salvador Rueda no encajaba en el perfil de escritor modernista, díscolo, amanerado, de vida desordenada y excesiva. Él era un hombre tranquilo, sencillo, tímido, trabajador, meticuloso, que, en líneas generales, no abordaba en sus escritos la lucha de clases, ni la crítica al maquinismo o la pulverización del individuo para conformarse «con la Europa moderna en la que no puede ni quiere integrarse», como afirma L. Litvak10. La mayor concesión al inconformismo que puede encontrarse en alguno de sus textos iniciales es una crítica al utilitarismo, al decantarse por lo ideal, lo bello y lo poético, como se aprecia en el último texto de El patio andaluz11. Lo que generalmente S. Rueda retrata en su obra literaria está bien hecho, es hermoso e idílico. Es cierto que vuelve sus ojos al campo, a las costumbres rurales y que rechaza los vicios de la gran ciudad, siendo este otro rasgo modernista, en el que sí podemos ver «un rechazo de la sociedad contemporánea»; pero esta reivindicación es muy tenue y aparece en pocos escritos12. Por eso, conociendo el conjunto de su obra, a través de lo exótico, Rueda solo pretendía cultivar temas novedosos, adoptar modas literarias que se avenían bien con su colorismo y su retórica: lujo, esplendor, detallismo descriptivo, ornamentación, multiplicidad de sensaciones, sinestesias... «Cuadro oriental» reflejaba la faceta recargada de un movimiento que, con el tiempo, se fue haciendo más simbolista e íntimo. Rueda escribió este relato como ejemplo casi aislado en el conjunto de sus cuentos, pues solo insistiría en la musa oriental en otra ocasión, con «El entierro del rayo de sol», publicado en varios periódicos nacionales y recopilado posteriormente en Tanda de valses13.

El exotismo implicaba en el fin de siglo evasión, rechazo, denuncia, pero también esteticismo, derroche de ornamentación, belleza, que debían ir acordes a la realidad descrita. Rueda ambientó su cuento en un lujoso harén, lugar común de la literatura exotista, por su atractivo, pintoresquismo y magnificencia y porque Oriente siempre se relacionó con el lujo, los tesoros y las riquezas. A través de este exotismo de carácter opulento, los escritores modernistas podían dar rienda suelta a toda una imaginería que conectaba con la concepción parnasiana del arte por el arte y de la literatura como canto a la belleza, como bandera enarbolada ante la mediocridad de la sociedad burguesa que había defendido décadas antes la revolución realista. «Cuadro oriental» está plagado de unas imágenes y un léxico ornamental que afianzan la influencia modernista. En primer lugar, habría que citar la decoración de la estancia, para pasar a continuación a la de la vestimenta, adornos y perfumes de las jóvenes musulmanas. La habitación de Aiscé está repleta de divanes, otomanas, tapices, almohadones, chales, abanicos de pluma de avestruz, espejos, cojines, chibukas, relojes, jaulas, óleos..., en abigarramiento y mezcolanza caótica14. Los vestidos de Aiscé son de terciopelo, damasco, seda y raso. Va envuelta en diamantes. Su servicio de mesa es de oro y su estancia está invadida del aroma que emanan los pebeteros. Los manteles arrastran pesados flecos de oro; el jardín está colmado de jazmines y hay mirlos en jaulas primorosas...

Esta exuberancia descriptiva de lo externo va acompañada de toda variedad de sensaciones, que vuelven a enlazar el texto con el modernismo. Las hay auditivas (por la música de los tarreños), táctiles (la suavidad de los tejidos), olfativas (el aroma de los pebeteros y de los jazmines), gustativas (al intentar excitar el apetito de la joven) y, sobre todo, visuales (por el color y abigarramiento de los objetos elegidos). Para crear atmósfera exótica, también lo serán los nombres de los personajes, lugares y objetos, que en «Cuadro oriental» están transcritos en cursiva, con el fin de llamar la atención del lector y transportarlo en el espacio y en el tiempo: almásiga, chibuka, narguilé... Hay voces en sus lenguas originales, con grafías difíciles: hanum, y el autor llega a transcribir algunos nombres según su pronunciación original: Stambul.

Si nos centramos en el personaje femenino, Rueda, como tantos otros contemporáneos, presenta a Aiscé prototípica: triste, hermosa, rodeada de riquezas, meditabunda, aburrida, voluptuosa, abandonada, sola y presa en una jaula dorada. Soledad, tedio, abandono y falta de libertad son las palabras que resumen su existencia y que Aiscé querría trocar por libertad, amor, familia, felicidad, realización. Ya la primera frase del cuento nos sumerge en el estado anímico de la protagonista, enlazando con uno de los temas predilectos del Modernismo: l´ennui, el tedio vital: «Aiscé, mujer del opulento Mahmud, se aburre soberanamente en el harén» (p. 145), nos dice el autor. Del hastío se pasa a la indolencia, que, en el ambiente exótico del harén, se vincula al erotismo y la molicie:

Aiscé pasa los días trazando con su cuerpo elegantes escorzos en los divanes, cayendo de estos a los cojines, de los cojines a las pieles, de las pieles a los tapices y de los tapices a los blancos mármoles del suelo, donde aún sigue arrastrándose y adoptando interesantes posturas.


(p. 146)                


Y del hastío también se evoluciona rápidamente a la insatisfacción: tema recurrente de la nueva generación literaria. Aiscé, rodeada de lujo y belleza, se aburre y no halla placer ni contento en nada de lo que posee. Nada le distrae ni le colma, todo le fastidia. Siente una infinita tristeza en su alma y ansía todo lo contrario de lo que tiene: rechaza la alegría y el bullicio de Estambul, le atraen las llanuras del desierto, añora la soledad y el silencio. Esta insatisfacción, que tanto contrasta con su universo hermoso y de lujo, la lleva incluso a pensar en algunos momentos en el suicidio. Los temas del hastío y la insatisfacción se relacionan con el deseo de evasión de una realidad que, pese a su belleza, es opresora y hace desdichado al hombre. En el relato, Aiscé se siente acorralada. Lo tiene todo, menos «el amor en exclusiva de un hombre», «la dulce compañía de la familia» y la libertad. El autor emplea tópicos que afianzan la sensación opresora, por eso menciona a un enlutado mirlo «encerrado en jaula primorosa», o cómo Aiscé parece una «rosa dentro del cristal». Las estancias del harén, por muy hermosas y adornadas que estén, «causan la triste sensación del calabozo» y ella vive en un «dorado cautiverio».

En el relato predomina el enfoque idealista. El autor detalla la bella realidad del harén, que es el espacio del relato; pero también el interior y los sentimientos de Aiscé, que formarán un segundo nivel espacial: el harén espléndido y el yo desolado, frente a frente. Para la descripción de la estancia, el autor emplea el detalle descriptivo; para el interior de la joven, la pincelada impresionista. Ya no le interesa tanto el pormenor estético ni el detalle en sí, como el efecto que tanta riqueza causa en la protagonista. Idealismo e introspección aparecen íntimamente enlazados en «Cuadro oriental». El estado de ánimo de la protagonista es narrado a través del yo, del monólogo de la joven musulmana, que escuchamos gracias al narrador omnisciente del relato. El narrador nos ofrece su monólogo interrumpido. Comenzamos escuchándolo de forma directa a la joven; a continuación, pasa a describir su estancia completamente parnasiana; y en un segundo momento, volvemos a él a través del estilo indirecto del propio autor. El monólogo de la protagonista nos ofrece su mundo interior, su desazón y amargura, impregnando el relato de introspección y psicologismo, características que reaccionaban contra la rigidez descriptiva del mundo exterior, que seguían practicando los escritores realistas. Introspección que, por otra parte, se lleva a cabo para propiciar el contraste entre el interior yermo y desolado de Aiscé y el exterior lujoso y sensorial de la alcoba. Por ello, el léxico del cuento no solo abarca campos semánticos de la belleza y el lujo..., también ofrece un pequeño grupo de palabras que denotan pesar, insatisfacción, tristeza, hastío. Pero hay otra razón que justifica escuchar la voz interior del personaje: solo así la acción se ralentiza hasta llegar casi a anularse; de ahí que en «Cuadro oriental», como ya hemos apuntado, apenas sucede algo.

Por último, habría que mencionar el erotismo del relato. Dice L. Litvak en su estudio que, dentro del exotismo musulmán, los temas de Marruecos tendían a la violencia; los egipcios, a la arqueología y los turcos, a la sensualidad15. La mujer oriental solía ser retratada de forma voluptuosa en este tipo de literatura. Aiscé y sus esclavas son descritas en posturas atrevidas y «elegantes escorzos». Las bailarinas danzan con tarreños, «columpiando los cuerpos con la indolencia de las mujeres orientales». Hay referencias a los encuentros amorosos del sultán con sus otras esposas y, al final del cuento, la llegada de Mahmud a la alcoba de Aiscé, reclamando su minuto de amor, sirve al autor para cerrar el relato en el momento más deseado por la protagonista. Este instante es descrito por el autor con estas breves palabras, ahogando el erotismo explícito: «el sultán clava ambas rodillas, en actitud amorosa, sobre la rica y veteada piel de león», mientras ella lo espera recostada «en otomana cubierta de perlas, dejando en sus ojos relampaguear el rayo de los celos» (p. 150).

En conclusión, podemos afirmar que Salvador Rueda escribió «Cuadro oriental» en una interesante encrucijada literaria. Impregnó su relato de numerosos rasgos modernistas: el entusiasmo por la belleza, el exotismo musulmán como escapismo de la sociedad burguesa, el esteticismo de corte parnasiano, el erotismo, la orientación idealista, la introspección y el psicologismo de la protagonista, los temas del tedio vital y de la insatisfacción, sin olvidar su estilo exuberante, sensorial y suntuario. Estas características hicieron del relato un ejemplo de canon modernista en la prosa de Salvador Rueda, que, como en otros tantos escritores, tuvo diferentes manifestaciones y tendencias en aquellas décadas finales del siglo XIX.





 
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