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ArribaAbajoIV.- Hijos del exilio


ArribaAbajoLos hispanomexicanos

El exilio español de 1939 a México, luego de la derrota de la República por el franquismo, marcó una relación muy profunda en el quehacer íntimo de dos pueblos: México y España. Dio comienzo a la tradición mexicana de refugio para exiliados posteriores, guatemaltecos, chilenos, argentinos, uruguayos. Por lo que México se convirtió en un crisol de la unidad y la diversidad de la labor literaria contemporánea.

En la primera etapa del exilio, fue también importante la llegada de algunos grupos a otros países del continente americano, como Santo Domingo, Haití, Panamá, Argentina, Uruguay.

En cuanto a la segunda generación, esto es, los hijos de exiliados que llegaron de niños o adolescentes, es interesante presentar cuáles son sus características como escritores. Mencionaré algunos ejemplos de México y de algún otro país americano, como Fernando Ainsa, de Uruguay.

El exilio español republicano derivó, en sus elementos más jóvenes, en una pérdida de nacionalidad. Dio lugar a una generación ambigua que no encontró su acomodo dentro de la sociedad mexicana. Careció de bases definidas para resolver su conflicto y se enfrentó a un medio que si bien en algunas épocas fuera más o menos tolerante, en otras, de acentuado nacionalismo, fue si no rechazada, por lo menos, marginada. Al paso   —156→   del tiempo, cuando esta generación empezaba a producir los primeros frutos maduros, se enfrentó a otro fenómeno, el del llamado «boom» latinoamericano con ideales diferentes a los suyos, que también impidió su reconocimiento.

El término de hispanomexicana aplicado a esta generación de escritores, fue acuñado por uno de sus integrantes e historiador de la misma, Arturo Souto. Término más acertado que el de «nepantla» o el de «fronterizos», puesto que no es excluyente ni intermedio, sino abarcador de las dos nacionalidades que los une y caracteriza.

Los hispanomexicanos, nacidos alrededor de 1936, para dar una fecha simbólica, fueron resolviendo su problema de adaptación al medio de una manera individual y subjetiva. Encontraron su lugar en las diferentes profesiones existentes, la mayor parte dentro del medio universitario. En cuanto al habla, una de las maneras de ser identificado de inmediato, en algunos casos se perdieron o se quisieron cambiar los rasgos característicos de la pronunciación, mientras que en otros, quien más quien menos, aún conservan restos de su origen lingüístico.

La asistencia de la mayor parte de este grupo a escuelas diferentes a las del medio (escuelas fundadas por padres y profesores con miras a la continuación del sistema educativo español), señaló, desde el principio, la desviación formal que recibió dicho grupo. Esos niños fueron educados como si el retorno a España hubiera de ser inminente y como si vivieran en una realidad ajena a la mexicana. Esta educación de invernadero los caracterizó y marcó con una fuerte dosis de idealismo. Como generación creyeron con toda firmeza en las promesas de sus mayores. No fueron rebeldes ni se sintieron oprimidos. La falla radicaba en su falta de raíces y en su imposibilidad de aceptar los hechos históricos. Pero, sobre todo, en haber adquirido una situación excepcional en la que los caracteres del exilio fueron trasmitidos de padres a hijos. Como si la genética funcionara aquí en sentido cultural y social, y no sólo biológico. El exilio, por tratarse de una   —157→   etapa temporal dentro de la temporalidad del hombre, no tiene por qué ser heredado. Lo que no fue el caso de la generación hispanomexicana.




ArribaAbajoCaracterísticas de la generación hispanomexicana

Para establecer el contexto en que surge esta generación será necesario hacer un poco de historia. La generación, como grupo, está bien definida (a pesar de las diferencias individuales) y parte de unos antecedentes comunes generales.

Está formada por hijos de exiliados españoles que llegaron a México a raíz de la guerra civil española de 1936-1939. La mayor parte nace en España, salvo Jomí García Ascot en Túnez y Angelina Muñiz-Huberman en Francia. Las fechas de nacimiento son entre 1924 (Ramón Xirau) y 1937 (Federico Patán). La vía de salida es la misma: de España a Francia, a América (con estancias temporales en Santo Domingo o en Cuba) y, finalmente, a México. Este signo itinerante los une en el aprendizaje de otras lenguas, sobre todo el francés y, espiritualmente, en la capacidad de adaptación, de observación de costumbres y en la inquietud viajera. Algunos de ellos harán estudios de posgrado en los Estados Unidos y se convertirán en profesores universitarios. La mayoría ha permanecido en México, aunque varios se han establecido en el extranjero (Estados Unidos, Italia, Francia) o bien, tardíamente, han regresado a España. Ha sido también una generación que ha perdido prematuramente a muchos de sus integrantes.

Las bases educativas fueron similares. Dependiendo de las edades, varios estudiaron los primeros años en Francia y luego se incorporaron a las escuelas mexicanas. Asistieron a alguno de los tres colegios recién fundados: el Instituto Luis Vives, el Colegio Madrid o la Academia Hispano-Mexicana, cuyos lineamientos educativos provenían de la Institución Libre de Enseñanza de España.   —158→   Su educación pertenece más al ámbito europeo que al mexicano, lo que los aísla del medio mexicano. Cuando acuden a la Facultad de Filosofía y Letras el grupo empieza a definirse y a conformarse como tal. Fundan, entonces, las primeras revistas: Hoja, Segrel, Clavileño, Ideas de México, Presencia. En ellas participan Manuel Durán, Tomás Segovia, Carlos Blanco, José Miguel García Ascot, Francisco González Aramburu, Arturo Souto, Luis Rius, Inocencio Burgos, Ramón Xirau, Enrique de Rivas, entre otros. Los narradores son menos y publicaron más tarde. Algunos nombres son Arturo Souto, Roberto Ruiz, José de la Colina, Francisca Perujo, Federico Patán, Angelina Muñiz-Huberman. Estos tres últimos agregan a su obra, poesía y ensayo.

Los comienzos de la generación hispanomexicana son de índole nostálgica. Se nutrió de los recuerdos y las memorias de los padres y los profesores. Todos ellos fueron excelentes escuchas que recogían con fervor las historias que oían de sus mayores. Reunirse alrededor de la mesa después de la comida o en los días de campo, sentados en el suelo con un pedazo de tortilla de patatas en la mano, era buen pretexto para oír cómo había sido ganada la batalla del Ebro o cuándo sería el ansiado retorno a España. Los jóvenes crecían en la forja de ideales y en la esperanza de la justicia. Las tradiciones y los valores literarios dieron como resultado la idealización de España. El paso siguiente fue el de erigirse en escritores para, de este modo, contribuir ellos también en la conservación de una posición ético-estética. Leían, más que nada, a los poetas exiliados a los cuales conocían en persona y de quienes recibían aliento y apoyo. Otras lecturas favoritas eran las de los autores de la generación del 98 y del 27. Se nutrían de los clásicos del Siglo de Oro y de la literatura medieval. Leían también a los poetas mexicanos, sobre todo al grupo de los Contemporáneos. Muy jóvenes se convirtieron en la esperanza de la emigración. Pronto, los poetas empezaron a publicar; los narradores les siguieron después.

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Como signo vecino de la melancolía sus mundos se iban interiorizando. A su alrededor se sentía el vacío: no se incorporaban a la comunidad de escritores mexicanos. Una especie de capullo los protegía y los apartaba. Octavio Paz ya hacía notar estos rasgos en el prólogo a La paloma azul de Manuel Durán, donde los consideraba «víctimas de un doble equívoco», al no incluírseles ni en la literatura mexicana ni en la española. Mientras que, Arturo Souto, años después y con un criterio más positivo, afirmaba: «Lo que más sorprende, sin embargo, es que no se haya visto sino el aspecto negativo del problema. Porque esta dualidad tiene también un indudable lado de luz, es decir, la conciencia y aceptación de una realidad, una realidad quizá más rica por su doble perspectiva»156.

El problema de la escasa difusión que recibió esta generación en sus comienzos fue una marca de Caín: alejados, no se les tomaba en cuenta en historias de la literatura o antologías ni de México ni de España. El silencio se acentuaba. Quienes siguieron escribiendo en esas condiciones fue por un auténtico acto de convicción interna o de extrema valentía. Nuevos quijotes en tierras de incomprensión. Quienes abandonaron la escritura, aún hoy es un punto de dolor.

Dualismos. Introspecciones. Melancolías. Derrota, cinismo o desilusión. Fueron algunos de los rasgos de esta generación en sus comienzos. Se conservó la imagen tradicional del exiliado en desgracia, triste, apartado, con una aureola de respeto y de medio tono. Carente de esos rasgos que Emile M. Cioran descubre en el exiliado: ambición, agresividad, deseo de conquista, afán de escándalo.

No. Más bien se trató de una generación obediente y, en ocasiones, hasta indolente, en su primera etapa. La rebeldía habría de venir más adelante. Sin tierra, sin raíces, trasplantados a temprana   —160→   edad, viviendo de ilusiones, con la imagen del retorno siempre presente, no estuvo a la altura del legado que se le entregaba. Se refugió en una casa pequeña, asfixiante, sin ventanas. Pareciera que la historia se hubiera detenido y que nada nuevo habría de suceder. Fue, en sus comienzos, una generación recitativa, una generación en canon.

Max Aub se alarmó en la década de los años cincuenta por el porvenir de los incipientes escritores: «Estos jóvenes lo ven todo negro [...]; flacos, templados, desfallecidos, acobardados»157. Y, por desgracia, así fue el destino de algunos de ellos. Incluso la muerte, su enamorada, los señaló. Son muchos los nombres de los desaparecidos antes de tiempo, con una obra en camino. Inocencio Burgos, Luis Rius, César Rodríguez Chicharro, Jomí García Ascot, Pedro Miret.

Vida interna. Meditación. Rincones y anacronismos. Búsqueda de lo universal. Lo que es válido para cualquier alma desasosegada. Bálsamos para extrañas dolencias. La magia del lenguaje poético. El ritmo y el peso de la palabra. El sonido separado en vocales y en consonantes. Lo que no se dice y que queda balbuceando entre los espacios en blanco de letra a letra.

Grupo de escritores que, según avanza el tiempo, se empeñan en la patria del lenguaje. En la recolección y trasmisión de la memoria. Que, por fin, hallan nacionalidad en el quehacer de la escritura rigurosa, amplia, plena de imaginación y de sabiduría. Libre, ante todo.

El lado luminoso, como dice Arturo Souto, puede ser alcanzado y ellos lo alcanzan en la madurez. Escritores místicos, si por mística entendiéramos ese eterno afán de aspirar a lo inefable, a la luz interna del alma, al silencio en la comunión del ser en el todo. O, incluso, en el desnudamiento, en la negación, en el grito exasperado.



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ArribaAbajoSobre los hispanomexicanos

En la primavera de 1980, se ocupan en España por primera vez de la generación hispanomexicana como tal. La revista Peñalabra dirigida por el santanderino Aurelio García Cantalapiedra la introduce al público español. El prólogo está escrito por Francisco Giner de los Ríos y el epílogo por Francisca Perujo. Los autores incluidos son: Ramón Xirau, Manuel Durán, Carlos Blanco Aguinaga, Jomí García Ascot, Tomás Segovia, Luis Rius, César Rodríguez Chicharro, Enrique de Rivas, José Pascual Buxó, Gerardo Deniz, Francisca Perujo, Angelina Muñiz, Federico Patán.

En 1984, Santos Sanz Villanueva incluye a estos autores en su Historia de la literatura española actual. Y en 1989, Eduardo Mateo Gambarte presenta su tesis doctoral en la Universidad de Zaragoza: Los niños trasterrados en México, que hasta la fecha es el estudio más completo. A su vez, existen estudios particulares de cada uno de los integrantes, que ya son considerados también dentro de la literatura mexicana. Así que, aunque tardío, empieza el reconocimiento. El tiempo corrige sus errores. El peso de la balanza se invierte: de no ser considerados, ahora lo son tanto en España como en México.

Los que se murieron por el camino se murieron de tristeza. Sintieron el dolor de saberse buenos escritores, excelentes escritores y de no haber sido reconocidos. Alguno de ellos ha llegado a decir: «¿Para qué escribir?». Han deshojado libros en silencio y nadie se ha enterado. Para seguir adelante la convicción ha tenido que ser muy fuerte. La soledad los ha curtido y, por eso, sus obras son extraños frutos de un invernadero sólo por ellos habitado. Todo lo apostaron a un arte de entrega, a una seriedad de oficio. Ni la vanidad ni la fama los tentó, aunque, tal vez, sí lo hubieran querido. Desarrollaron una personalidad tan fuerte que tuvo que reflejarse forzosamente en sus escritos. No siguieron las modas del momento. No por orgullo. No por llamar la atención.   —162→   Sino por fidelidad a un arte que sólo pudo darse por esas condiciones únicas que creó el exilio español en México.

Una generación como la hispanomexicana no se ha dado en ningún otro país al que llegaran refugiados de la guerra civil española. Y esto es algo sobre lo que hay que detenerse a pensar. Esto es algo más profundo de lo que podemos imaginar. Esa profundidad puede haber sido la que se ha querido evitar. Ese espejo de aguas que refleja la imagen de lo que no ha sucedido, pero que pudiera suceder y que, por ello, es apartada. Nadie quiere ponerse en lugar del doliente, del apátrida, del incompleto.




ArribaAbajoEl exilio matizado

La obra narrativa de Federico Patán responde a una sutil matización del exilio. La ficción envuelve a la realidad de una manera cómoda, por medio de sorpresas naturales, de lenguaje tranquilo y sugerente, de añoranzas obsesivas, de misterios equilibrados. Hasta que, de pronto, salta, sin perder armonía, la desolación, el engaño, la muerte. Una frase a medias o una oración final pueden representar la trasgresión irreversible, la exhibición del artificio o la confirmación de lo anormal como norma.

El procedimiento narrativo comienza a partir de una situación cotidiana que, poco a poco, en un ritmo lento y detallado, se trasforma en un peligro, en una amenaza, en un algo indefinible. Sin embargo, no hay tensión, no hay suspenso, o más bien, son de índole matizada, capaces de provocar el deseo de continuar en la lectura hasta completarla.

Los personajes se mueven en mundos sólo por ellos comprendidos. Es difícil su relación con los demás y nunca se propone una solución a sus conflictos o dilemas. Lo definitivo o lo categórico no tiene cabida pues viven en la transitoriedad. Sus vidas trascurren en una fragmentación temporal. Así como el tiempo en el exilio tiene su propia medida establecida por dos abismos   —163→   imposibles de salvar: el pasado y el futuro, así los personajes se centran en el momento presente casi inasible.

El pasado constituye una medida perdida que se desconoce. El futuro no puede ni siquiera adivinarse o preverse. Entonces, los personajes se reducen al instante mismo que es vivido. Pero ese instante abarca en sí la progresión del tiempo y va creando, según se desarrolla la historia, su propio pasado y su propio futuro. La transitoriedad no se pierde de vista.

Se trata de personajes leves, a la manera de Milan Kundera, cuya razón de ser es su inseguridad y su falta de una ley sustancial. Son, por lo tanto, personajes totalmente contemporáneos, reflejo del sentir general ante el desconcierto ético de la segunda mitad del siglo XX. Personajes que han recibido una herencia fragmentada y carecen de la clave que arme las piezas del rompecabezas. Personajes que se debaten en intentos de llegar a ser, de llegar a obtener algo tangible en la vida. Muchas veces son dependientes de una figura femenina, la madre, la esposa o la amada. Pero aunque ocurran pequeñas rebeliones, no se llega a cortar lazos.

Existe una oculta gravedad, un secreto, un misterio en las actuaciones y esto ayuda al tono nostálgico. No se trata de personajes derrotados, sino de personajes en encrucijada, a punto de hallar una verdad inefable, cuyas vidas son interrumpidas porque desaparecen o se hunden aún más en su misterio. En ocasiones, una atmósfera difuminada los confunde con la niebla y toman rumbo por un camino desconocido, no sabemos si hacia la muerte o el fin de los tiempos.

El lenguaje es parte de ese ambiente indefinido. Se entrelaza con la manera de ser de los personajes y es reflejo vital de ellos. Puede referirse a una extraña situación entre vida y muerte en donde se alteren los términos y, por ejemplo, lo suave y trasparente ser sinónimo de lo rugoso y opaco. Los juegos de luces están siempre presentes por el uso de palabras que matizan la oscuridad, el amanecer, las tinieblas, la penumbra.

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El lenguaje, en su afán por abarcar hablas incluyentes de varias culturas (en el caso de Federico Patán, española, mexicana e inglesa), propende a ser universal y abierto. De inmediato, es un lenguaje con una marca acentuada de individualismo, diferente del de los escritores nativos del país.

Asimismo, la amplitud de lecturas, que suele ser bagaje espiritual del exilio, fortalece la intertextualidad de una manera que podríamos llamar natural. El escritor exiliado no siempre se siente en libertad de exponer su verdad íntima y recurre a alusiones, circunloquios o señas de reconocimiento para un posible lector, también exiliado. Frente a los otros escritores que no necesitan acudir a esos recursos, cuida su lenguaje y el mensaje que propicia. Por eso, la intertextualidad ocurre normalmente.

Tal vez por ese freno que siente el escritor exiliado, sea frecuente que deje de escribir ante un medio diferente (si no hostil), que no lo acoge. Sólo en el caso de que descubra nuevas vías de expresión (que, claro, nunca serán de índole nacionalista), podrá sobrevivir. Pero también, aquí, se enfrentará a la soledad de un estilo, asunto e intereses que, en general, no coincidirán con los del resto de los escritores. El vacío del exilio se deja sentir en el vacío de la comunidad literaria. Como, además, su público natural es muy reducido (el del resto de los exiliados), es difícil su sobrevivencia.

La obra narrativa de Federico Patán gira en torno de un eje sutil, apenas advertido, pero poderoso: su pertenencia a la familia del exilio. Es el suyo un mundo literario pleno de referencias nostálgicas, de realidades trasmutadas, de elipsis, de fidelidades, de misterios, de amor por el lenguaje, de agudas observaciones, de experiencias singulares. En suma, un mundo apátrida158.



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ArribaAbajoEl exilio exaltado

Lo inatrapable, lo exuberante, lo escandaloso, lo fuera de todo límite: lo exiliado, en una palabra: ése es el tono poético de Gerardo Deniz (seudónimo de Juan Almela).

Su poesía es de la que, en el abismo mismo (así como rima), rompe la barrera de la cordura. De quien todo lo ha perdido y todo lo gana. Rupturas, intertextos violados, lenguaje hecho trizas. Poeta marginado durante mucho tiempo, como ha ocurrido con los hijos del exilio, ahora ya reconocido. En plena madurez y sin punto alguno de referencia, más que lo que él retuerce, ironiza, quiebra y burla. Pero las constantes aparecen: parte de la creación, para descrearla con las palabras: fórmula misma del gólem que descrea invirtiendo. «Érase un vasto bosque reflejado en aguas poco pluviales; / y si no le pusimos Edén / fue por evitar otro convencionalismo»159.

Su juego con las palabras y su burla de las artes poéticas lo conduce a mezclar lo antiguo con lo moderno con un resultado de gozosa trasgresión que se asemeja al estilo de Gombrowicz: «Oh damas fermosas / con sendos pares de escabeches contiguos»160.

Poesía tan libre como la imaginación y el humor. Momento en que se borra el exilio y sólo queda su huella fósil. La forma poética se vale de una arqueología irónica que permite toda excavación filológica. Los caminos son cada vez más amplios: las direcciones no son sólo las caminadas, sino las ahondadas y las elevadas, a derecha e izquierda. Semillas arrojadas a la rosa de los vientos florecen en nueva exuberancia. ¿Se habrá trascendido el exilio?





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ArribaAbajoV.- Narrativa y poesía del exilio


ArribaAbajoLa narrativa

Michael Seidel, en su libro El exilio y la imaginación narrativa, describe al exiliado como la persona que vive en un lugar y recuerda o proyecta la realidad de otro161. Esto quiere decir que, para el escritor, el exilio no es sólo un tema literario sino una estructura imaginativa de orden primordial. Es, pues, una poderosa experiencia que pone a prueba la memoria y la capacidad literaria, pero que también es una metáfora propiciante para la narrativa en general. En este último sentido, los entrecruzamientos del exilio que modulan las nociones de diferencia y las nociones de lejanía, originan la acción narrativa y proveen su perspectiva. Si llevamos las cosas a una situación extrema, el mundo literario de por sí, es una situación exílica.

Los grandes escritores condenados al exilio obtuvieron de éste no la parte negativa paralizante, sino la artística imaginativa. Ovidio, Dante, Madame de Staël, Victor Hugo, Thomas Mann, Hermann Broch, Bertolt Brecht, o en el caso de México, Alfonso Reyes, por nombrar sólo algunos, convirtieron su experiencia del destierro en una experiencia que acentuaba el poder de la creación. La separación se trasformó en deseo, la perspectiva en testimonio, la enajenación en un nuevo ser. El aislamiento los obligó   —168→   a poblar su soledad con páginas y páginas de descripciones, de personajes, de reflexiones que van llenando su tiempo y sus vacíos. Es notorio el caso de Ovidio, que desde su destierro a orillas del mar Negro, escribe copiosas obras y matiza los aspectos de la vida en exilio con intensidad dolorosa.

El desarrollo de la capacidad imaginativa es una compensación para las pérdidas del exilio, llena medidas temporales y espaciales que desembocan en una ganancia artística. En una obra de Vladimir Nabokov, un personaje en el destierro afirma que un día verá tras de la ventana el otoño ruso. Y más bien, lo que Nabokov quiere decir es que él, como escritor, puede ver el otoño ruso si así se lo propone, al describirlo en su obra y, claro, hacérnoslo ver a nosotros también. Es, pues, una recuperación imaginaria que deja de ser personal para trascender a todo lector. Pero que insiste en la instantaneidad, porque el exiliado se considera siempre en una situación pasajera, aunque lo sea definitiva. Al mismo tiempo la imagen añorada se multiplica infinitas veces, puesto que la lectura y relectura (ya sea del autor o de los lectores) es inagotable. El proceso narrativo consiste en fijar una imagen querida dentro del juego instantaneidad-definitividad. Para el exiliado su verdadero territorio se encuentra en la agudización del recuerdo y la memoria, mientras que la imaginación le permite el regreso al hogar.

El escritor exiliado, por la lejanía, adquiere una mayor sensación de libertad para manejar los temas, los paisajes, los personajes. Después de todo, la perspectiva, el no estar dentro de los problemas mismos, el aislamiento de la nueva sociedad a la que llega, inducen un desprendimiento y un atrevimiento que, lo más seguro, es que no pudieran darse en su patria de origen. El refrán de «no hay mal que por bien no venga» sigue cumpliéndose.

Esta libertad inherente le permite explorar otros aspectos de la posibilidad narrativa. Desarrolla el humor, la ironía o bien la crítica. La aventura del exilio, como la llama Seidel, da lugar a «una alegoría de las propiedades narrativas»162.

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Se insiste mucho en la capacidad memorativa del exiliado, como su sustento primordial, pero la contraparte, el olvido, es igual de importante como proceso de equilibrio entre el dolor y el placer. Muchas veces lo no contado, lo oculto, lo indecible, son recursos poderosos para acentuar lo explícito y detallado. El escritor se encuentra entre tensiones opuestas que lo inclinan de un extremo al otro.

La narrativa del exilio español en México en su primera etapa, es decir, escrita por quienes ya eran escritores en España o empezaban a serlo, no es, precisamente, la más representativa. En general, su apego a los hechos históricos recién vividos la obligaba a permanecer en el campo de un falso realismo y de una engañosa testimonialidad. Para recurrir a otro refrán: «los árboles impedían ver el bosque».

En cambio, para la segunda generación, la del «postexilio», las cosas fueron más claras y los recursos narrativos más amplios y elaborados: dobles distancias dan dobles o múltiples visiones. La búsqueda artística se establece como prioridad. El «salto del exilio» de Conrad y de Gombrowicz ya puede darse. Así pues, precisamente con la generación postexílica será cuando aparezcan los verdaderos rasgos definitorios. Además, el fenómeno ya no es privativo de México, sino que lo comparte con otros países hispanoamericanos o con los Estados Unidos y hasta con Europa, donde esta generación postexílica sigue en su vagabundeo y empieza, apenas, a ser reconocida.




ArribaAbajoLa primera generación de narradores del exilio

Por ser la generación más antigua es de la que más se ha escrito, aunque ni en abundancia ni en profundidad. Al leer La novela del exilio español de Joaquina Rodríguez Plaza vemos que el   —170→   número de narradores no es pequeño. Que de ellos pocos sean conocidos, es otro problema.

Los temas y obsesiones que aparecen en estas primeras novelas del exilio son los ya mencionados: el testimonio, la herencia, los recuerdos, la crítica. Los matices serán más o menos interesantes dependiendo de la actitud profesional u ocasional del narrador. «Así los escritores profesionales del exilio conservaron el valor del dominio del lenguaje, el énfasis en su poder mágico, el sentido del matiz, la libertad expresiva y, en algunos casos (Aub, Bartra, Sender), la pérdida del miedo para inaugurar nuevas estructuras»163.

Esta pérdida del miedo y la ruptura de fronteras es la que se relaciona con el sentido del exilio. Todo lo demás serán simples deseos de dejar constancia y poca visión hacia una trascendencia o una intuición del acto revelador. Si la mirada es simplemente hacia atrás el panorama se borra. Por algo, en los antiguos mitos quien mira hacia atrás le invade la parálisis y pierde lo ganado. Si es hacia dentro, la imaginación suple lo faltante. El paisaje exterior se vuelve interior y lo que quedó a las espaldas es fuente de recreación.

Una línea divisoria presente en la narrativa es la de lo familiar y lo extraño, lo conocido y lo desconocido, el uno y lo otro. Las primeras novelas del exilio español se detienen más en lo conocido y en lo recién vivido: evocaciones de la vida en España, testimonios de la guerra, nostalgias. Frente al desconocido medio mexicano y su dificultad para aprehenderlo, frente al rechazo y a la lucha por la sobrevivencia de los primeros años, resulta un consuelo y una fuente de apoyo recordar los mejores tiempos idos.



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ArribaAbajoLa generación postexílica

Sólo cuando se dé el paso hacia lo desconocido se empleará la capacidad alegórica y se entrará de lleno en el reino de la imaginación: la metáfora será violada. La generación postexílica se encargará de dar ese paso, pues para ella ya no existe ni el compromiso ni la esperanza y todo se ha perdido. Todo se ha perdido en su sentido positivo: porque el que todo lo ha perdido es capaz del riesgo y de la ganancia. Es una muerte renovada y renovadora. Un acto de sacrificio, pero también un acto de redención.

Roberto Ruiz da ese paso entre sus novelas El último oasis y Paraíso cerrado, cielo abierto. La primera más tradicional, la segunda, alegórica y experimental. La primera aún apegada al recuerdo de la guerra y al valor del testimonio. La segunda en el libre campo de la invención y la fantasía, rotas ya las ataduras y liberado el espíritu de la melancolía. Cuando el reino de la trasgresión es lo que cuenta. Cuando el punto de vista no es el propio sino el del otro. Lo desconocido, el más allá, lo recóndito se exhiben como la fuente de la vida. Lo familiar ya no interesa, ha quedado atrás. Lo que fascina es el otro lado de la frontera: aquello a lo que siempre se enfrenta el sin tierra.

En Paraíso cerrado, cielo abierto, Roberto Ruiz utiliza la alegoría para disminuir hasta el mínimo la capacidad de tierra: su novela sucede en una isla. Una isla nada paradisiaca ni utópica, una isla de prisioneros y carceleros: es decir, de exiliados. Una isla mental de juegos entre el bien y el mal, la esperanza y la desesperanza, el comienzo de los tiempos y la condena apocalíptica. La prosa se desarrolla de manera intermitente, irónica, con una condensación centrada en lo esencial, en lo imprescindible. La estructura es libre, sin trabas, fluye según su propio ritmo y necesidad. Si se trata de recuperar la idea del paraíso perdido éste ya ha sido encontrado: pero es una prisión en una isla: doble llave a doble encierro. La apertura única es la del cielo.   —172→   Así, la salida, el exilio, es sinónimo de muerte y el ciclo se completa. Al invertir lo extraño y hacerlo familiar se cumple el deseo del exiliado. Disociar es crear una nueva sociedad.

Fernando Ainsa, enamorado de las islas y las utopías, encuentra la relación entre isla y exilio: «Imagino un derivado lingüístico del término isla en la palabra exilio que nos ha acompañado estos últimos años, es decir, ex-isla, aquella isla que poseímos alguna vez y que ya no tenemos más. Como quien dice: 'paraíso perdido', Edén del que hemos sido expulsados y que evocamos en la distancia»164.

La imaginación exílica se apacigua ganando terreno, como compensación por lo perdido. De este modo, la metáfora, a la manera de destino narrativo, acumula material utilizando todo lo que encuentra a su alcance: historia, leyenda, mito, literatura, experiencia propia, escuchada o inventada. De los múltiples exilios del pueblo judío, el babilónico representa el acopio de la máxima energía para poder redactar el Talmud. Y mientras se llevaba a cabo la gran obra regidora de la vida y del sentido del judaísmo, los salmos recogían la nostalgia por la tierra perdida: «Junto a los ríos de Babilonia, allí nos sentábamos, y aún llorábamos, acordándonos de Sión» (Salmo 137). Pareciera que ese terreno ganado a la escritura acentuara la tensión del exilio: «el arco y la flecha del exilio», como lo llama Dante.

Otro modo de extremar la metáfora es concebir el exilio no como la representación de extensión de territorio y anhelo de regreso, sino «la extensión como el regreso»165, es decir, ocupar de nuevo un espacio imaginativo y quedarse en él. Que el regreso o el hogar sea ese espacio imaginativo.

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Cuando el espacio imaginativo se convierte en el lugar virtual, el olvido del mundo exterior deja de afectar y la incertidumbre del exilio se resuelve simbólicamente. Se crea una nueva matriz acogedora y hay una recuperación del paraíso. La narrativa se permea de elementos alegóricos y el acceso a las que parecían puertas cerradas se abre. El título de Roberto Ruiz, Paraíso cerrado, cielo abierto, es clarísimo con respecto a la imaginativa del exilio.

Otro tema propio del exilio es el del descenso a los infiernos. Si se ha perdido el paraíso, resta el otro mundo, el desconocido, el irreversible, el condenatorio. El terreno que ocupa el infierno es un terreno fértil para la imaginación. El exiliado, en su obsesión de poseer terreno, mientras menos delimitado, más propicio para la creación metafórica, mientras más terrible, más bello. Siempre elevará su mano hacia lo inalcanzable. A eso es a lo que se ha acostumbrado.

El descenso al abismo del exilio es también una metáfora del proceso creativo en sí. Sólo quien se atreve a perderlo todo y en-sí-mismarse puede renacer de sus cenizas. La muerte no es sino el camino de regreso a nueva fuente de vida. Y de amor por lo que ha quedado atrás.

El abismo es también un reconocimiento de la duplicidad del exilio. La vida en otra parte no cancela la anterior. La voz del narrador en exilio tiene más de un matiz: combina la propia con la ajena: tanto si describe la tierra abandonada como si describe la habitada. En los dos casos, su punto de vista será el de alguien alienado, alguien fuera de lugar, alguien que no encuentra acomodo.

En una de mis novelas, Dulcinea encantada, se encarna la locura de las múltiples voces del exilio, así como la extraterritorialidad, al colocar la acción dentro de un automóvil que viaja por el periférico de la ciudad. La integración de la voz propia con la ajena y sus numerosas variantes en una sola, junto con la imposibilidad de atrapar un pedazo de tierra (porque el automóvil rueda sin parar), es el colmo de una situación exílica.

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Exilio y literatura forman un entretejido de metáforas que oscilan entre lo mimético y lo alegórico, lo presente y lo ausente, la nostalgia y la realidad, el olvido y la memoria, la ironía y la melancolía. Es, en suma, un compendio de concentraciones tamizado por una experiencia única de apartamiento y de pregunta sin respuesta. Es el silencio de la palabra escrita.




ArribaAbajoEl canto del peregrino166

Y ya que exilio es tantas cosas: un salto, una isla, un destierro, ¿por qué no agregarle otra más? Seguir en su búsqueda de raíces, esta vez etimológicas, y encontrarnos con exultar y exultación, que en latín es lanzamiento, destierro, pero también trasportarse de gozo. Y bien, exultación es casi una dimensión mística de alegría. ¿Por qué no, entonces, aplicársela al exilio, a juzgar por los frutos de su peregrinaje?

¿Qué es el exilio? Un salto afuera. Un no pertenecer al espacio. Un acto temporal. Una búsqueda de márgenes, límites, una tierra nueva. Un acto de fe y un acto de exultación.

Experto en sintetizar el pensamiento, el exiliado reflexiona sobre la mortalidad al considerar que ha perdido el estado paradisiaco. Se enfrenta a un nuevo aprendizaje y, lo más grave, a una fragmentación de la identidad. Se empeña en afirmar el pasado en la continuidad y en el momento presente. Convierte el presente en una acumulación rememorativa de hechos y datos ya vividos. Desarrolla y ejerce la exégesis a cada golpe de manecilla del reloj. Por un lado, se ve envuelto en una visión de índole apocalíptica al proclamar el fin de los tiempos. Por otro, una fuerte dosis de mesianismo   —175→   le da fuerzas para esperar tiempos mejores y el reino de la justicia. Se debate entre invención y memoria, poesía y soledad.

Como forma poética, el exilio vuela en alas tan leves que nunca habrán de rozar la tierra. Se eleva a expresiones cercanas a una experiencia de desprendimiento casi místico. Ofrece la compensación de la palabra artística porque la palabra histórica ha sido traicionada. Y ésa es su relación con la soledad: recuperar un mundo lingüístico para la pureza y la verdad.

Si el equilibrio del mundo ha sido roto y el hombre retorna a la calidad de nómada, lo que ansía encontrar frente a sí es una medida que le devuelva la pausa de las horas: una rima interior, como dice Paul Celan, que le descubra «la lengua, la palabra, el lugar natal, la balanza[del] exilio»167.

El exilio, inseparable de la intimidad y del consuelo del lenguaje, propicia y desata la poesía. La poesía hace posible el adentramiento en el ser desprendido. Se convierte en una vía de conocimiento y de redención. Trata de restaurar las piezas maltratadas y de encontrar el sentido del todo.

El poeta en el exilio se ve obligado a recrear su mundo instaurando orden en el caos. Un caos que empieza por él y que se extiende a su ámbito circundante. Carecer de patria es carecer de ser: «Yo fui, no soy, y mi verdad es ésta»168, dice Luis Rius. Se sitúa en un pasado incapaz de ligarlo al presente. Su soledad es no poder avanzar en el tiempo. Y es también su caos. Para poner orden, la medida poética -el ritmo, la imagen, la forma establecida- es la que se invoca. Es la que da seguridad. La pérdida del paraíso sólo puede sustituirse por un rigor y un hallazgo de palabras eslabonadas en un nuevo mundo naciente.

  —176→  

El nuevo mundo naciente repite el orden de la creación divina. El lenguaje es un don preestablecido que permitirá la renominación de cada objeto, planta, animal o ser. Mar y tierra, luz y tinieblas enmarcan la creación y deslindan el uso y el significado de la palabra. La palabra suena -en paráfrasis de Pedro Garfias- y ese sonido es signo de una presencia, de una existencia. El poeta en el exilio se reconoce por el sonido, por el eco: y ésa es su realidad. Ha cambiado vista por oído: ya no verá a su gente ni a su paisaje: el sonido de la poesía que va creando es lo único que puede recuperar: la cadencia que le une a sus pérdidas.

Una vez aceptado e incorporado el sonido, acude a la memoria para no dejar escapar la fuente de su vida. Traslada la imagen interna a la imagen poética, y, de este modo, mitiga su dolor. Un entrecruzamiento de palabra, realidad histórica, trasmutación emocional, cotidianidad, va forjando el nuevo mundo de sensaciones. El paisaje perdido y recreado se aferra a valores nostálgico-semánticos que evocan y dan vida de nuevo. Para Ramón Xirau ese paisaje es un: «Sueño de los naranjos / cerca del tiempo incierto, / nacen y crecen, viven, / árbol de luz, las playas»169. El sonido ha tomado el lugar de los ojos. No ver ya no es importante. La visión se borra: queda su musicalidad: la palabra puede repetirse todas las veces que se quiera.

La soledad, la falta del entorno amado, se puebla de voces y de cantos. Cantos de peregrino. La memoria se extiende hacia su representación palpable: la prueba es el poema. El poema no puede ser destruido: ni aun rompiendo el papel. El poema, para ser repetido, sólo requiere de la memoria. Como si círculos concéntricos se tocaran entre sí. Es entonces cuando la realidad poética suplanta a cualquier otra realidad y su fuerza es mayor. El exilio se diluye y se aleja.

  —177→  

Leer a los poetas del exilio es ir tejiendo una historia de más hondas percepciones que cualquier otra historia. «El domingo en la tarde nos damos cuenta / de que tarde o temprano / nos vamos a morir»170, dice Jomí García Ascot con sencillas palabras que no pueden ser otras y que son la verdadera y profunda historia.

Internarse por la poesía del exilio es un aprendizaje. Es una poesía de caminos, de retornos, de ires y venires. «El mundo es sabio en el camino»171, afirma Ramón Xirau.

Mundo que no describe casas, porque el peregrino no vive en casas. «Quien no tiene casa / no tiene muro»172. Mundo, entonces, de espacios abiertos, sin fronteras, sin límites. O bien, mundo interno, no restringido, de heridas abiertas.

Por el camino del exilio se aprende que todas las rutas del mundo llegan al centro del alma. El cuerpo irradia un peso de luminosidades: una trasparencia y un acto de intangibilidad. Lo que no se toca es lo que más hiere.

Vivir en soledad es vivir en nostalgia. El diario tráfago se apuntala por los recuerdos: el «diluvio de pájaros» inunda la memoria. «Y pienso en otras horas / de otros años lejanos»173, escribe Luis Rius. Abre la ventana de su cuarto para contemplar imágenes sobrepuestas: las otras, las abandonadas, y éstas, las recogidas. Un proceso de conversión en el cual pasado y presente se funden por medio de la imagen atemporal: la expresión poética sirve para eso: para saltar barreras.

La soledad, la poesía, el exilio son fuerzas poderosas: si se han originado de una derrota se trasforman en una batalla ganada.   —178→   Batalla ganada desde la luz y en la luz. Los que parecen signos melancólicos son signos de una nostalgia redimida. El exilio lleva en sí su propia redención. Su propio gozo. Exilio-exultación. Su propia medida de paz finalmente alcanzada. «Pido / un puño de cenizas»174, dice José Pascual Buxó, para atrapar, así, el fragmentado fin de todas las cosas. Y todas las cosas quedan sobre el papel y se convierten luego en un libro. De todos los poetas del exilio puede hacerse un solo y único libro: el mismo libro: el libro mismo.

El peregrino camina de tierra en tierra. Adquiere el hábito de no parar. Cansa estar en el mismo lugar. La condena debe ser eterna para que fructifique. Sin exilio, ¿cuál sería la razón del canto o la razón de escribir? Aunque hay quienes han dicho: ¿para qué otro canto-libro más? Pues, simplemente, porque cada versículo debe ser repetido y variado, como versículo de mandato divino. El pan de cada día y el verso de cada día.

Es ésa la soledad: la soledad del campo que está siendo arado: la soledad de la lluvia que hace crecer la semilla. La soledad, claro, poblada. «Aquí el cielo es bajo y pesa demasiado»175, para Francisca Perujo y para los demás también. La naturaleza en soledad. Los colores del otoño que ocultan un algo último. El misterio de la creación que se renueva. La promesa bajo tierra. El peregrino pisa las crujientes hojas amarillentas.

Pasos, huellas, marcas, es lo que se va dejando por el camino del exilio. Voces, cantos, ecos. Un no olvidar. Un presente continuo. Una sombra de árbol tan larga como la vida. Un amor y una fidelidad. Para María Zambrano, el exiliado es el vencido que vence, un aprendiz de Job que se ampara bajo su sombra. Que pertenece al grupo de «los bienaventurados», como ella los llama. Que se despoja de la terrenalidad y vislumbra la trascendencia. «Que ha sido visitado por un rayo iluminador   —179→   y que ha aprendido a vivir el abandono. Para escalar la cima de la sabiduría y conocer cuál es el sentido de su vida, desplazado y despojado, continúa desprendiéndose de cada una de las capas de la incongruencia y de la insensatez. Aspira a un recóndito momento de plenitud. Goza con la soledad que se ha impuesto y su espacio ideal sería una isla. No elabora utopías porque las ha perdido. En el silencio es donde mejor resuena su memoria»176.

La batalla del poeta en el exilio es con el tiempo. Gusta de guardarlo, de atesorarlo, de crear un ambiguo juego en el que el pasado se vuelve presente y es, a la vez, futuro. Quizá no sepa con certeza en dónde está el trascurrir de su vida. Tiene dificultades para continuar en la historia. Piensa que la ha perdido y que sólo podrá recuperarla por la escritura. Por eso, escribir es una angustia por atrapar el momento entre ser y no ser, entre sueño y vigilia. Entre invento y realidad.

La imaginación es el arma más poderosa que posee. Tal vez la única. Exhibe, del derecho y del revés, cada uno de los recuerdos que ha ido acumulando. Provee múltiples exégesis y vuelve a contar las mismas historias con otras palabras. No pone fin a la creación. Abre y cierra cajas de Pandora sin darle importancia. Las sorpresas han dejado de serlo dentro del espacio de la imaginación.

Poseer el matiz de exiliado ofrece al poeta una visión más del entorno, unas claves sólo por él disfrutadas: desde la exaltación y el cinismo, como expone Emile M. Cioran, la negatividad, los falsos valores, los pretextos y la comodidad, hasta depuradas actitudes de alma en ascenso. Coloca en tensión extrema la ética y le es fácil resbalar por la pendiente del llanto y la autocomplacencia. Existe una frágil línea divisoria entre la autenticidad   —180→   y la irrisión. La vida de exiliado no puede mantenerse impunemente. Tampoco la poesía del exilio.

Llega un momento en que el exiliado abandona su calidad deambulante y necesita detenerse. Un alto en el camino. Años y años de vivir en países lejanos es adquirir nuevas patrias. Nuevas perspectivas históricas y nuevas poéticas. Poesía sin cambio y sin riesgo no es poesía. Los temas del exilio se desgastan, se empequeñecen y pierden su sentido. La nostalgia se une a la muerte, que todo lo iguala. La muerte de los poetas y de la poesía del exilio llega naturalmente. Quien quiera sobrevivir deberá cambiar y seguir el curso de la vida. Después de todo, el exiliado es un experto en sobrevivencia, en adaptación, en ingenio, en duplicidad. Lo mismo el poeta, que es quien señala la novedad de los tiempos.

Así, una nueva soledad acompaña al que fuera exiliado. Ha perdido, también, la tierra de nadie y sólo le resta añorar la añoranza.

Por los caminos trillados, si acepta que fue considerable su cosecha, podrá recostarse a la sombra de esos árboles que tuvo que inventar para que la poesía no dejara de ser.

Si algo se ganó en el exilio fue la presencia de la poesía: su eterno reclamo de canto en canto, de eco en eco: incesante ola de mar guardada en el laberinto del caracol.




ArribaAbajoDulcinea en el exilio177

¿Llegaremos algún día a comprender la palabra exilio? ¿A vivirla? ¿A encarnarla? Creo que no. Apenas bordeamos su sombra.   —181→   Apenas recogemos, gota a gota, su destilación. Ni siquiera escribiendo de corrido todos los vocablos de todas las lenguas, podríamos abarcarlo. Mucho menos leyendo en los espacios en blanco entre letra y letra. Aunque tal vez allí esté su sentido.

Historia, política, arte, ideologías, datos, cifras, palabras: nada lo explica. Sólo rozamos levemente la superficie para, entonces, sentirnos abrumados.

Es, pues, exilio, una palabra despojada. Desolada. Que fue y que ya no es. Palabra más vocálica que consonántica. Difícil de enraizar. Con una equis de encrucijada y una ele envolvente que del origen parte y al origen regresa, como uróboro condenado. Equis de lo extraño, de lo extranjero. De lo erigido y de lo derrumbado.

Exilio, suave palabra fluctuante, líquida. Que corre en todas las lenguas sin recipiente que la contenga. Palabra que en sí es exilio. Palabra-esencia. Palabra revelada. Palabra-escuela-de-eterno-aprendizaje que construye un arte poética.

Su vuelo y su trazo conducen al vacío, a la nada. Una nada abarcadora, acaso insignia del todo.

El escritor del exilio, sin más tierra a la que aferrarse que la de la palabra, borda en torno a ella su desesperanza. En completa comunión puede, entonces, utilizarla en cualquier grado de tensión. Aunque lo ignore inaugura una relación de amor místico. De amor más allá de cualquier frontera. Seguramente, un amor peligroso y obsesivo. La imagen de Dulcinea deja de ser un ideal para convertirse en la más plena realidad. Una imagen que tampoco se revierte en Aldonza Lorenzo. Una imagen de otra índole: innominada. Tal vez, el exilio proporcione la medida exacta de la realidad y todo lo demás haya sido engañosa envoltura. Podemos haber estado equivocados radicalmente.

Si el exilio vive de la memoria, faceta la más temible de todas, la menos veraz, aunque la más cultivada, convierte el sentido de las cosas en una trasparencia de subjetividades. Su apoyo fundamental   —182→   es la incomprobabilidad. De ahí que dé rienda suelta a la imaginación y a la fantasía.

Si el exilio se matiza con la melancolía, el terreno de lo etéreo se acentúa aún más. Pero la melancolía puede llegar a ser tan concreta que funda sus bases en una crítica de la racionalidad. Y, otra vez, podríamos estar equivocados y el signo de la melancolía ser revalorizado positivamente. Dulcinea no provocaría el llanto sino la despiadada visión del entorno.

La voluntad, cuya pérdida se le atribuye al exilio, se gana, contrariamente, si la única posibilidad para salir adelante es su pleno ejercicio. Su plena conciencia. En ese momento, Dulcinea adquiere su razón de ser. A pesar del mito empeñado en disminuir los poderes del alma.

¿Quién puede entender el exilio? Por dentro y por fuera refleja dimensiones empañadas por cristales opacos. Quienes se desgastan en exaltarlo o se disminuyen en denigrarlo sólo demuestran que no pueden quedar indiferentes. Ideologías de signos opuestos se lanzan a la rebatiña y es trofeo o es despojo. Vivido desde dentro puede ser carta de triunfo o baza perdida.

Si el entendimiento rige el exilio habrá de reflejar luz del saber y recreación del pensar. Un filo delgado, como de navaja, separa tenues poderes y el arriba y el abajo son difíciles de discernir. Dulcinea, en cambio, ha embotado flamígera espada de tanto cortar por lo sano.

¿Diríamos, entonces, que el exilio ha clausurado sus propias puertas? ¿Hasta cuándo es válido el término?

Pienso que una interpretación metahistórica sería la elegida, por no decir metafísica. Y aquí entra, de nuevo, Dulcinea, como la extensión de un propósito que aunara fuerzas rescatadas del espíritu y de la materia. El dilema del exilio es poder armonizar una deleznable realidad y una entrañable ausencia. Regimiento de amor en perpetuo choque. A la manera del místico, empecinado ante la ausencia de Dios.

  —183→  

La sinonimia en torno al exilio es dilatada. Su propia sílaba inicial es la clave: el haber dejado de ser, la carencia, la anulación, la nada. Lo que resta es la reconstrucción de la quimera. Iluso documento de existencia como la carta que recibe Dulcinea otorgándole razón de ser. Y, sin embargo, el documento queda. No es otra la ficción.

En ese juego de «exes» (ex...) y «metas» (metahistoria, metafísica), el peligro es el del paso final y su reconocimiento absurdo. En mi novela Dulcinea encantada, la protagonista declara:

Ah, Dulcinea, se te olvida algo. No, no se me olvida. Mi terrible conflicto, mi verdadero conflicto, es que ya ni siquiera soy exiliada. Claro, ya no lo soy. ¿Cómo sigo llamándome exiliada? Si desde el día en que murió Franco (otra pasividad más: Franco tuvo que morir de muerte natural) pudiste regresar a tu tierra de promisión. Entonces, quítate ese marbete de exiliada. Y qué soy: ¿ex-exiliada? Confórmate con no ser nada.

Tienes pavor a carecer de nación. Te falta el apoyo de una tierra. Nunca se había visto un exilio heredado, un exilio condenado. Porque tus padres sí eran exiliados y sí tenían razón para pensar en España. Su crueldad fue trasmitirte su fracaso y su desengaño. Querer que tú siguieras defendiendo su inestabilidad y su vacío. Se te pidió vivir del aire y así quedaste: airada. Tu única tierra será la del día de tu muerte178.



Es indudable que el sello apocalíptico del exilio marca la vida y la literatura. Silencio y voces rebotan en un muro sin eco. Puede, entonces, tomar forma la desdichada manera de Emil M. Cioran, quien «centrado en el ejercicio crítico, elige la desmitificación del exilio y acusa al desterrado de aprovechar su situación solitaria y sus pasiones ocultas. De abusar y explotar su marginación: de señalarse como balanza de la desgracia»179.

  —184→  

Dentro de los géneros literarios, Cioran prefiere la prosa y acusa a la poesía de ser un peligro. Indudablemente que cae presa de sus propias palabras y adopta la posición extrema del escándalo. Crear una literatura es crear una prosa, asevera, y reniega de la proliferación de poetas exiliados.

Su posición es desamorosa y Dulcinea la acepta como el extremo de la antipoética. Es comprensible en un mundo que ha perdido la guía. Y guía es también una de las palabras claves del exilio: desde la de Maimónides hasta la de María Zambrano, ambas escritas en el exilio. Ambas propuestas como un afán de esclarecimiento. Y si Dulcinea se hubiera decidido por tomar la pluma y escribir, hubiera sido la suya una guía del orden y la perfección, pero al no hacerlo se quedó en una tentativa. A lo más que pudo llegar fue a una confesión interna que nadie escuchó.

La perplejidad es un rasgo del exilio como bien lo comprendió Maimónides y lo asumió María Zambrano. Así, guía y confesión son géneros afines en cuanto que intentan un rescate y un apaciguamiento. Un dar a los demás lo que no se tiene para sí. Que de reflexionar sobre el destino humano algo aprovechará el mismo reflexionador.

Dulcinea se quedaría en la confesión como exposición de un interno mundo en caos que debe, de nuevo, ser edificado. En ese sentido, el exilio es un deambular por las vías del misticismo: la purgativa, la iluminativa y la unitiva. En mi libro, Dulcinea se esfuerza por dar sus primeros pasos en el exilio: se desentraña: accede a la revelación: se eleva al cielo. Pero como Dulcinea tiene una doble y hasta múltiple personalidad (así la describió Cervantes: con distintos nombres y actitudes: encantada y desencantada), fluctúa entre los extremos y deja de tomarse en serio para ser su propia burla. Una burla desgarrada, pero burla al fin.

La historia del exilio podría trazarse a partir de una arqueología de lo grotesco, entendido lo grotesco como un desdoblamiento   —185→   del amor desmedido que no ha podido ser, tal la imposible vida de Don Quijote y Dulcinea. Cito de mi novela:

¿Puede un arqueólogo reconstruir? No, creo que no. Pega las piezas. Las fisuras quedan. Podría volver a salirse el agua por ahí. Pero yo ni siquiera encuentro las piezas. Ni siquiera puedo dar la apariencia de un ser remendado. Soy un ser despedazado. La cabeza se me escapa hacia lo alto. El corazón lo he perdido. Un pie se apoya en la tierra y el otro vacila en el aire. Los brazos, desarmónicos. Los ojos, dando vueltas. La cámara lenta en velocidades dispares. No encuentro la unidad: sólo el silencio me consuela. Caen las uñas y la sombra de las pestañas180.



Imagen goyesca que refleja el exilio en desequilibrio. La tenue línea entre cordura y locura ha dejado de existir: los planos se confunden, se entremezclan. La única vida posible es la del desarraigo mental, la de la locura naturalizada. La elección de Dulcinea es comprensible. Cuando los demás niegan la razón y la justicia, sólo permanece una fórmula: la de la razón de la sinrazón. Para ser exiliado hay que elegir esa categoría.

El exilio se caracteriza por la falta de forma, por la inclusión en un mundo ambiguo y resbaladizo. Difícil de atrapar desde fuera, imposible de abandonar desde dentro.

El exilio es también una traición. Traición al huésped que ha abierto sus puertas. Sí: le queda agradecido, mas no lo suficiente. Su pleno y verdadero amor ha quedado en la ausencia. Sólo puede ofrecer mínima retribución que apenas esconde un ansia de transitoriedad. Piensa en una condena temporal y en obtener el perdón por fin. Bastaría el más trivial gesto de amor de quien lo ha expulsado para regresar con los brazos abiertos y sin volver la cabeza. Incapaz de integrarse deambula en las márgenes. Se engaña también si cree que el regreso será la panacea. No cuenta con el paso del tiempo: con el cambio de los otros y con el suyo, sobre   —186→   todo. De ahí que las traiciones irradien desde múltiples puntos.

Traiciones, infidelidades y, sin embargo, en el fondo un acucioso estatismo, que sólo se salva por la obsesión revolvente. Si el movimiento ha cesado, la vida interna se intensifica en recovecos y altitudes.

De los escritores, de los pensadores, quizá María Zambrano sea quien más se acercó a la esencia del exilio. Supo de su peso, de su valor ético, de su imprescindible estética. Signo de los tiempos y marca indeleble. Bienaventuranza, según la denominación de María Zambrano.

«No ser nada», he ahí su definición. En el poema, «Delirio del in crédulo», concentra aún más la fuerza expresiva al afirmar: «Perdido en mí mismo no puedo buscar nada / no llego hasta la Nada».

Esa nada categórica vislumbrada desde la oquedad cuya única esperanza sería un fino rayo de luz que la negara. Pero las hipótesis se acumulan y el exilio sigue su marcha. Tampoco María Zambrano acierta. La fórmula no puede ser hallada. Lo más seguro es que no exista.

Poco a poco, la nada se puebla. Poco a poco, Dulcinea se acerca más a la irrepresentación. El movimiento toca principio y fin. Terreno que se eleva, por ley de gravedad, regresa al terreno. El ansiado estatismo es ubicuo. Cuando se comprende que Dulcinea no es ni Dulcinea ni Aldonza Lorenzo ni cualquier otro nombre, sino el vaciamiento del ser, la incapacidad de pronunciar, el ocultamiento de los más temibles poderes: su silencio: entonces, tal vez, podría iniciarse el camino de retorno.







  —187→  

ArribaEpílogo

La puerta del exilio181


Cuando comprendí que el exilio era mi casa, abrí la puerta y me instalé. Me instalé cómodamente. Con todo tipo de subterfugios, alternancias, pretextos, soledades, elecciones, fidelidades, anarquías, mis libros favoritos, mi peculiar manera de escribir, mi gata prodigiosa, muchas hojas de papel, plantas en el balcón, un comedero para los colibríes y otro para los petirrojos, mi florido huerto de amor, el aire, la memoria, las comas, los espacios en blanco y los dos puntos.

Me instalé y me puse a hacer historias: historias: de mi exilio particular. Hija de refugiados españoles de la guerra civil de 1936, llegué a México y me vi envuelta en un mundo del cual no pude salir: pero en el que fui labrando túneles, pasadizos, ventanales, escalas, y grandes y poderosas puertas. Todo ello, umbrales del entrar y el salir. Del abrir y cerrar. Aperturas para volar, lanzarme al espacio o caminar a ciegas.

Los exiliados no conocen casas. Sino puertas. Fronteras. Equipaje liviano. Papeles que pierden la validez. Tránsitos. Silencios. Simulaciones. Lenguajes. Muchos tipos de lenguajes. Técnicas de sobrevivir.

  —188→  

Yo soy una sobreviviente. Aprendí a sobrevivir desde niña. La verdad es que todo me sorprendía. Cambios de países. De gente. Abandonos. Pérdida del paisaje. Nuevas adquisiciones. En el fondo, me divertía. Lo que pudo ser tragedia, se convirtió para mí en el poder de observación del mundo.

Mis primeras escuelas de aprendizaje fueron Cuba y México (luego de haber nacido en Hyères, de padres españoles). Viví rodeada de gente que venía huyendo de la guerra y de las persecuciones. Desde niña pensé que algún día escribiría sus historias. Lo cual no fue fácil. Para poder llegar a esas historias tuve que hacer un largo rodeo.

Cuando empecé a publicar en 1960, aún me era muy cercano el problema. Así que me valí de técnicas oblicuas. Escogí (sin darme cuenta en ese momento) temas y personajes alejados de la realidad literaria mexicana que me permitieran ahondar en mundos sin fronteras y en situaciones universales. Cuando la moda literaria era la literatura nacionalista, se me ocurrió que, en México, país en el que todo es posible, surgieran alquimistas, cabalistas, caballeros medievales. Me atrajo la mística: una mística de ruptura y de índole herética, en donde las vías iluminativas eran mis procesos de intro y retrospección. En época en que se creía en una narrativa de corte tradicional, creé mi propia forma de relato que se saltaba cánones establecidos. Mis libros son encrucijadas de novela, cuento, poesía y ensayo. Por lo que, en un principio, fue difícil que se aceptaran mis innovaciones. Después se consideró que abrí camino. Los efectos del exilio se hicieron notorios.

Mis técnicas oblicuas y paradójicas me llevaron a escribir de Santa Teresa como un yo moderno que hubiera estado en la guerra civil española y fuese atea. O a alegorizar la misma guerra como un relato medieval en el que pelean los Caballeros de Gules y los Caballeros de Sable. O a referirme al exilio de 1939 como a la salida de los judíos de España en 1492. O a convertir a Dulcinea en una niña de las que salieron a Rusia durante la guerra   —189→   civil española y que, más tarde, al llegar a México pierde la identidad, no reconoce a sus padres, enloquece y escribe novelas mentales que nunca pasarán al papel. En fin, eran las vueltas de tuerca del exilio.

Lo que ahora pienso es que todos estos procedimientos fueron necesarios en mi evolución literaria exílica. Necesitaba inventarme una senda por la cual transitar. La marginación ya no importaba y la ex-centricidad fue la tabla de salvación. La liberación y el desnudamiento fueron naturales.

Hallé la patria y la identidad en el cultivo de la lengua y en la creación artística. Donde no hay límites ni fronteras. El exilio se me ha encarnado para poder disfrutar de absoluta libertad y recrearme en todas las locuras que se me ocurran, todos los experimentos que quiera, todas las confesiones-confusiones, iluminaciones, desviaciones, horrores, bellezas que me inundan.



 
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