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El caso Herrera y Reissig: reflexiones sobre la poesía modernista y la crítica

Emir Rodríguez Monegal






- I -

Aunque abundan los estudios sobre la poesía modernista, pocos abarcan el movimiento en su vasta complejidad, o revelan siquiera un conocimiento general suficiente del mismo. Las excepciones no consiguen sino probar, es decir: poner a prueba, la regla. Al decir esto no olvido que hay estudios fundamentales, y que están en la memoria de todos, sobre aspectos específicos del Modernismo: los orígenes, el papel de los erróneamente llamados «precursores», la poética y la poesía de Martí, la poética y la poesía de Darío, el contexto socio-político-económico del Modernismo, etc. Pero estos estudios, a los que están asociados nombres muy conocidos de especialistas, no hacen sino subrayar aún más la parcialidad de una crítica que se ha ocupado sobre todo de examinar la génesis de un movimiento, que ha privilegiado ciertos autores (indudablemente importantes pero no únicos) en detrimento de otros, tal vez no menos decisivos. Por concentrarse casi fanáticamente en un par de tópicos y nombres, la crítica de la poesía modernista ha descuidado por lo general la que se ha llamado segunda promoción modernista -representada por nombres como Lugones, Herrera y Reissig, López Velarde, Valencia, Delmira Agustini, Ricardo Jaimes Freyre- y ha perdido, casi por completo, la oportunidad de examinar a fondo el entronque del Modernismo con la poesía de vanguardia: tema más crucial para la poesía moderna que el de sus cartografiados orígenes. Soluciones pedagógicas modestas, como hablar de posmodernismo o prevanguardismo, no consiguen disimular el hecho de que no abundan los estudios responsables sobre el curso de la poesía modernista a partir de la irrupción de Darío en Buenos Aires, y sobre todo el aporte verdaderamente revolucionario de la segunda promoción modernista.

Tal vez la forma más obvia de documentar esta carencia crítica consiste en examinar brevemente dos libros que gozan de gran predicamento en medios universitarios (son pasto inevitable de estudiantes) y en los que las limitaciones arriba apuntadas son llevadas casi a la caricatura. Me refiero, naturalmente, en primer término a la conocida antología, Estudios críticos sobre el Modernismo, compilada por Homero Castillo y publicada en Madrid por la editorial Gredos, 1968. En segundo lugar, hablo de la antología, La poesía hispanoamericana desde el Modernismo que compilaron Eugenio Florit y José Olivio Jiménez el mismo año y publicó en New York la Appleton-Century-Crofts. Por el uso que se da a estas antologías en clases y seminarios, es tanto más lamentable que sólo ofrezcan una imagen empobrecedora de lo que el Modernismo ha significado, y significa aún.

En el libro de Homero Castillo, se advierte, por ejemplo, que las referencias a la segunda promoción son escasas y no suficientemente críticas. Si se examina lo que se dice en los diversos estudios sobre los dos poetas más influyentes de esa promoción (Lugones y Herrera), es imposible descubrir la razón por la que su obra ha sido fundamental para la poesía contemporánea hasta un punto que ni las de Martí ni la de Darío las han sido. Empezando por Lugones, se puede advertir que el artículo de Luis Monguió sobre «La caracterización del Modernismo», sólo ve la poética del argentino como una «sistematización de algo que Darío había indicado» (p. 102), en vez de advertir que Lugones ya hace la crítica de la poesía modernista dentro del Modernismo mismo. En cuanto a Herrera y Reissig, a Monguió ni se le ocurre estudiarlo.

Para Allen W. Phillips («Rubén Darío y sus juicios sobre el Modernismo»), tanto Lugones como Freyre forman con Darío un «triunvirato» (p. 129). Su hubiera leído mejor a estos poetas, podría haber descubierto que ese enfoque, tal vez válido en el momento en que aparecen los dos primeros, no tiene sentido desde 1909, en que la publicación del Lunario sentimental, de Lugones, disuelve el «triunvirato», si alguna vez hubo uno. Darío sí pudo creer que Lugones y Freyre continuaban (como generosos discípulos) su obra, pero que también lo crea, con la perspectiva de varias décadas, el Profesor Phillips resulta un poco alarmante. Si se necesita una imagen romana para definir el período, más sentido tendría un «triunvirato» que incluyese a Herrera junto a Lugones y Freyre, para la sucesión del César Darío. Pero el profesor Phillips se salta, precisamente, a Herrera.

Otros críticos, como el copioso Manuel Pedro González («En torno a la iniciación del Modernismo»), ven también la obra de Lugones y de Herrera como prolongación de la de Darío. Esta perspectiva puede disculparse en un crítico como González formado en la retórica del siglo XIX (sinceramente creía que Joyce y Faulkner eran pésimos modelos para la nueva novela hispanoamericana)1, y que sólo estudió, si algo estudió, los orígenes del Modernismo, pero parece intolerable en críticos de otra formación. Sin embargo, la garrulería de Manuel Pedro González ha hecho escuela, como lo demuestran algunos trabajos de esta antología. Con excepción de los Ricardo Gullón, que revelan un enfoque más moderno y amplio, la mayoría no se atreve a salir de las estrechas coordenadas que marcó González. Incluso Gullón, en el segundo trabajo suyo que generosamente incluye este volumen («Exotismo y Modernismo»), incurre en una visión simplificadora del tópico. Así, en la página 291, vincula a Darío con Lugones sin distinguir suficientemente sus distintas actitudes. Felizmente, en el tercero de sus trabajos antologizados («Pitagorismo y Modernismo»), Gullón realiza una lectura sutil y compleja de la poesía de Lugones y de Herrera, a partir de un enfoque ocultista que ya había sido apuntado como filón por Arturo Marasso en su conocido estudio (1941). Aún así, el crítico español no llega a determinar con exactitud qué distingue esta nueva poesía de la segunda promoción de la que Darío había difundido por toda América, y así llega a afirmar que «Leopoldo Lugones trajo fuerzas misteriosas que Rubén Darío declaraba haber visto en acción» (p. 362). Lo que no advierte aquí Gullón es que, a pesar de esa continuidad temática, la actitud de Lugones es, con respecto a Darío, crítica. Lo mismo podría observarse de la actitud de Herrera y Reissig.

Sólo en un trabajo de esta antología («Reflexiones en torno a la definición del Modernismo», de Iván Schulman) se reconoce explícitamente que si bien hay «una nota común» en todos los poetas modernistas (p. 339), hay que tener en cuenta asimismo la evidencia de una sucesión de «etapas distintas (por ejemplo, la de Darío y Lugones)» (p. 342). Lamentable, Schulman deja pasar la oportunidad de estudiar, con alguna precisión, esa diferencia. Como a su maestro González, a Schulman le interesan más los orígenes del Modernismo que el vasto movimiento. Su microscópica lectura de Martí (tan contestada por los especialistas cubanos de la isla) parece haber paralizado su facultad crítica.

El lugar que le corresponde a Herrera y Reissig en la antología «crítica» de Homero Castillo es aún más inexistente que el de Lugones, al que por lo menos se comenta. El propio compilador, en una insuficiente nota introductoria («El Modernismo ante la crítica») sólo parece advertir en el poeta uruguayo los aspectos más anecdóticos de su biografía. Así señala en la página 20, el «pesimismo» (que era la marca de agua de todo el decadentismo, impregnado de Schopenhauer, Stirner y un cierto Nietzsche); la «Torre de marfil» (que era una metáfora apenas; en su breve vida, Herrera fue anarquista y, luego, funcionario público). Este enfoque del poeta, que parecía haber sido superado ya hace décadas2, es ofrecido como válido en 1968.

Incluso los críticos que se refieren a Herrera en esta antología -como Bernardo Giacovate que ya en 1957 le había dedicado un estudio de fuentes Julio Herrera y Reissig and the Symbolists-, sólo se refiere al poeta para indicar («Antes del Modernismo», p. 197) que hay en su poesía ecos de Bécquer. (Los hay en Huidobro y hasta en Neruda). En el estudio ya citado, Manuel Pedro González se limita a ubicarlo junto a Darío, Valencia y Lugones, entre los más audaces (p. 231). Por su parte, en su estudio sobre el Pitagorismo, Gullón subraya correctamente su humorismo (p. 322) y lo sitúa mejor que González, en el grupo de los más «esotéricos», junto a Valle Inclán. Desde este punto de vista, su análisis es excelente aunque no se extiende fuera del campo semántico.

Más convencional y hasta tautológica es la antología de Florit y Olivio Jiménez. Prolonga sin discutir las clasificaciones ya obsoletas de Federico de Onís en su famosa antología de 1935. Correctamente observan los compiladores que el Lunario sentimental es un antecedente del vanguardismo: opinión que Borges ya empezó a difundir en los años treinta y que encuentra su lugar más público en el prólogo a la Antología poética argentina, que compiló con Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, en 1940. También citan Florit y Jiménez la opinión de Guillermo de Torre de que Herrera y Reissig es un «precursor de la vanguardia», idea que data (por lo menos) de la publicación en 1925 de Literaturas europeas de vanguardia, del crítico español. A pesar de aceptar estas perspectivas crítica ya tradicionales, los compiladores continúan situando a Lugones y a Herrera en la corriente principal del Modernismo, casi como meros continuadores de Darío, en tanto que dedican una sección aparte a poetas menores, como González Martínez y Eguren que ni tuvieron tanta influencia sobre la vanguardia ni fueron tan radicales en su crítica del Modernismo. No hay que olvidar que el famoso soneto, «Tuércele el cuello al cisne», es puramente modernista ya que lo único que propone es un cambio del repertorio zoológico, no un cambio en el sistema de imágenes (trocar un cisne por un búho es seguir en la Grecia de Renan) o en la estructura del verso. Incluso cuando los compiladores presentan a un auténtico innovador, como Ramón López Velarde, tratan de cubrirse, para no ser confundidos con los extremistas, y escriben: «desde luego Velarde no llega nunca al decadentismo de este último (Herrera y Reissig)» (p. 189). Pero lo que ellos toman como decadentismo en Herrera, ya era una perspectiva obsoleta cuando Max Nordau publicó su brulote, involuntariamente cómico, Degeneración (1893), y Pompeyo Gener sus Literaturas malsanas (1894), no menos delirante. Ese «decadentismo» de Herrera es lo que las vanguardias, hacia 1920 (es decir: casi cincuenta años antes de la publicación de la antología de Florit y Jiménez), habían reconocido como la nueva poesía.




- II -

Es casi inútil, pues, consultar la crítica más recibida del mundo académico hispanoamericano si se quiere una lectura totalizadora y nueva del Modernismo. Para encontrar una perspectiva históricamente válida de los orígenes del movimiento hay que volver aún a los viejos manuales de Pedro y Max Henríquez Ureña que tenían sobre los críticos académicos de hoy la ventaja de haber sido testigos de una etapa decisiva, y haber compartido con los autores que estudiaban el mismo elenco bibliográfico. (Recuerdo el bochorno de uno de los especialistas de Casal cuando le preguntaron en conferencia pública en Yale por las relaciones de la poesía de éste con la española de la época y tuvo que admitir que no había estudiado esas relaciones). Pero faltó a los hermanos Ureña un conocimiento más activo de la poesía de vanguardia. Mejor ubicados poéticamente son los estudios de críticos practicantes (es decir: los poetas mismos) que en plena vanguardia leyeron polémica y lúcidamente a los modernistas. Es sintomático, por ejemplo, que la mejor crítica inicial de Lugones y Herrera haya sido hecha precisamente por sus colegas, tanto en el pasado inmediato como en el más lejano. Como la revaloración del poeta argentino ya ha sido encarada en trabajos recientes por el profesor Alfredo Roggiano3 me limitaré a examinar aquí sucintamente qué han dicho de Herrera y Reissig sus contemporáneos más críticos y, sobre todo, los poetas que de alguna manera han continuado o negado su obra4.

El primer texto crítico de cierta importancia estratégica y hasta de indudable valor polémico que se escribe sobre Herrera es el «Prefacio» de Rufino Blanco-Fombona para la edición parisina de Los Peregrinos de Piedra (1913). Para esa fecha, Herrera y Reissig era casi desconocido en el mundo de habla hispánica. A su muerte, en 1910, había dejado corregidas las pruebas del volumen antológico que reproduce Blanco-Fombona y que debió haber salido en 1909 (el mismo año de Lunario sentimental, adviértase) pero que la enfermedad postergó hasta la publicación póstuma en 1910. Al reeditar el libro (casi inédito fuera de Montevideo) Blanco-Fombona tiene conciencia de estar rompiendo una lanza por un poeta genial e ignorado. En ese contexto, resulta válida su comparación con Lautréamont (otro uruguayo, entonces bastante ignorado) o las vinculaciones que establece con Edgar Alan Poe (verdadero suicida de la sociedad, para usar la fórmula de Artaud sobre Van Gogh). También resulta comprensible, en ese contexto reivindicatorio y exaltado, la absurda acusación de plagio que el crítico venezolano levanta contra Lugones. Una palabra al margen: Blanco-Fombona creía sinceramente que Lugones había copiado, en Los crepúsculos del jardín, 1905, la secuencia herreriana de Los parques abandonados, que el poeta uruguayo fechara en 1900 en su edición póstuma. Pero esta acusación se apoyaba en un error de información: los poemas de Lugones habían sido anticipados en revistas en 1898 y 1899; Herrera se los había oído leer en Montevideo, hacia 1901, como atestiguó Horacio Quiroga, que fue amigo de ambos. El lamentable error de Blanco-Fombona dio origen a un pleito que tardó décadas en despejarse y que muestra la fragilidad de la erudición hispanoamericana. Además, no tiene importancia. Lo más interesante del pleito no es quién copió a quién sino qué hizo cada uno (Lugones, Herrera) con un sistema de metáforas que les llegaba de Darío y el simbolismo.

Pero si en ese aspecto de su prólogo, Blanco-Fombona derivó la discusión hacia un terreno improductivo, tuvo grandes aciertos de detalle al situar a Herrera. Destacó la importancia de su sistema metafórico que insiste en personificar, o humanizar, las cosas inanimadas, los animales, las abstracciones. También subrayó la acre ironía que caracteriza esa poesía y que está casi ausente de los otros poetas modernistas, con excepción de Lugones. Pero al tratar de explicar esa visión distinta, «crítica», como se diría ahora, Blanco-Fombona recurre a primitivos manuales de psiquiatría y más de una vez habla (como un Nordau o Gener cualquiera) de la «locura» de Herrera, de psicosis o delirio. No parece advertir que la locura del poeta es el resultado de una lúcida inversión de los valores de la sociedad burguesa en que vivía y padecía, una radical mutación de la poética modernista, una carnavalización5.

Más agudo fue Guillermo de Torre en Literaturas europeas de vanguardia, publicadas doce años después de aquel prólogo. El crítico español rechaza de plano la acusación de «demencia» (p. 124) y prefiere situar la novedad de Herrera en el contexto de la poesía nueva (hoy se hablaría de Neobarroco, siguiendo a Severo Sarduy). También insiste mucho de Torre en las innovaciones metafóricas de Herrera, que el crítico llama (con vocabulario ultraísta) sus «metáforas extra-radiales» (p. 122); o sea: metáforas que se disparan en muchas direcciones simultáneamente. Lo que impidió a de Torre reconocer toda la novedad de la hazaña poética de Herrera fue su enfoque reduccionista. Para él, Herrera era importante en tanto que se le podía presentar como «precursor» de la vanguardia y en particular del creacionismo de Huidobro. El mayor afán polémico del crítico español era mostrar que las mejores invenciones del poeta chileno habían sido anticipadas por el uruguayo. Otra vez, una polémica estéril e injusta (ya que Huidobro es un gran poeta) habría de desvirtuar la valoración precisa de Herrera. Porque aunque es obvio que Huidobro había leído al poeta uruguayo, y hasta había copiado en sus primeras obras su sistema de metaforizar, lo importante no es lo que aprendió de Herrera sino lo que llegó a realizar posteriormente: liberar la metáfora de la subordinación al referente. Es en este sentido que se puede ver a Huidobro como el verdadero continuador de Herrera dentro de la vanguardia. Pero éste es otro tema.

Uno de los primeros en mostrar la limitación del enfoque de Guillermo de Torre fue Jorge Luis Borges. En un temprano artículo sobre el poeta uruguayo, que está recogido en Inquisiciones (volumen de 1925, hoy cancelado por el autor), Borges argumenta en contra de la perspectiva crítica del que sería su cuñado. Le parece inválido calificar a Herrera de «precursor» de la vanguardia, no porque no lo sea, sino porque eso lo reduce. (Años más tarde, Borges escribiría el luminoso trabajo, «Kafka y sus precursores», en que invierte la perspectiva de T. S. Eliot en «Tradition and Individual Talent», y muestra que la lectura sincrónica practica juegos paradojales con la diacronía; el artículo está recogido en Otras inquisiciones, de 1952). Para el Borges ultraísta, lo que caracteriza a Herrera es que «pasó del adjetivo inordinado al iluminador, de la asombrosa imagen a la imagen puntual» (pp. 142-143). O dicho de otro modo: sustituyó un sistema metafórico un poco vago (el de Darío) por uno que buscaba la precisión y la luz. El repertorio mitológico-versallesco de Darío llega a dar lugar, en Herrera, a una imaginería crítica, de rigurosa descodificación si bien difícil y hasta hermética. El artículo de Borges está lleno de sutiles observaciones y mejora, en mucho, la visión algo superficial de Guillermo de Torre. El mayor elogio al poeta uruguayo está contenido en este párrafo:

Entendió Herrera que la lírica no es pertinaz repetición ni desapacible extrañeza; que en su ordenanza como en la de cualquiera otro rito es impertinente el asombro y que la más difícil maestría consiste en hermanar lo privado y lo público. [...] Supo templar la novedad, ungiendo lo áspero de toda innovación con la ternura de palabras dóciles y ritmo consabido. Lo antiguo en él, pareció airoso y lo inaudito se juzgó por eterno. A veces dijo lo que ya muchos pronunciaron; pero le movió el no mentir y el intercalar después verdad suya. Lo bienhablado de su forma rogó con eficacia por lo inusual de sus ideas.


(pp. 144-145)                


Es cierto que el Herrera que aquí Borges exalta no es el extraño artífice de «La torre de las Esfinges», sino el más clásico de los sonetos pastorales. Pero es un Herrera leído desde otra vertiente crítica, sin la deformada perspectiva de los primeros modernistas. Una observación complementaria: no cabe duda de que Borges había leído cuidadosamente a Herrera. No sólo le dedicó este trabajo sino que lo cita reiteradamente en otros ensayos del mismo libro, o del volumen que publicó el año siguiente: El tamaño de mi esperanza (1926, hoy también cancelado). Esas menciones contienen, a veces, elogios: así incluye «Los Peregrinos de piedra» en una selecta lista de libros que son «vivos almácigos de tropos» (Inquisiciones, p. 75) o se equivoca, creyendo con Blanco-Fombona, que Lugones es discípulo de Herrera (id., p. 137). Con humor dice en El tamaño que la luna de Herrera «era una luna de fotógrafo» (p. 42), lo que parece una greguería de Ramón, o aplaude su tratamiento descriptivo del árbol (id., p. 61) pero también se burla a veces de la falta de causalidad de muchas de sus metáforas (id., pp. 147-48). Pero lo más importante para una perspectiva actual es que para el Borges ultraísta, Herrera fue un poeta mayor.

Posteriormente, Borges habría de desinteresarse no sólo en Herrera sino en todo el ultraísmo. Llegaría a afirmar que el Uruguay no había producido poeta importante, y que Carlos Mastronardi (su leal amigo) era mejor poeta que cualquier vate oriental (del Uruguay). Aunque impecable como testimonio de la generosidad de Borges con sus compatriotas, la tesis no es sostenible. Más perdurable fue la adhesión de otro gran escritor de la época. Ya en 1936, Pablo Neruda había anunciado un número de la revista, Caballo verde para la poesía, organizado en torno de Herrera y Reissig. La guerra civil impidió su publicación. Pero era fácil comprender qué aspecto de Herrera había atraído entonces la atención de Neruda. En el manifiesto con que abre la revista, y que titula desafiantemente (contra Juan Ramón Jiménez y su escuela), «Sobre una poesía sin pureza», hay un párrafo que exalta la melancolía, «el gastado sentimentalismo», «lo poético elemental e imprescindible». El párrafo concluye con la advertencia: «Quien huye del mal gusto cae en el hielo», (Caballo verde, n.º 1, Madrid, octubre 1935; Obras Completas, 1973, III, p. 637). Posteriormente, en un artículo que fue recogido póstumamente en Para nacer he nacido (Barcelona, 1978, pp. 241-243), Neruda se ha referido con algún detalle a este homenaje frustrado. Con el título de «Se ha perdido un Caballo verde», cuenta el poeta su proyecto herreriano. Empieza por subrayar que «existía la erudición» por Herrera pero no «la pasión», y agrega: «Nada más apasionante que la poesía de este uruguayo fundamental, de este clásico de toda la poesía». El paralelo con Lautréamont también está indicado: «Yo contrapuse al diaparatado criollo, con su centelleo de imágenes perturbadoras, al también uruguayo Lautréamont, cuyo delirio sigue incendiando al mundo». Neruda no deja de subrayar la cursilería del poeta («sublima la cursilería de una época, reventándola a fuerza de figuraciones volcánicas») y lo compara con Gaudí «que hace estallar el arte del 900 con su sistemático paroxismo».

Si esta ubicación muestra hasta qué punto estaba entonces Neruda cerca de la poética surrealista, lo que dice del lugar de Herrera en el Modernismo parece aún más relevante hoy: «entre los modernistas tiene fosforescencia propia, de luciérnaga». Al compararlo con Darío («rey indudable de la marmolería modernista»), lo presenta como ardiendo «en un fuego subterráneo y submarino», y afirma que «su locura verbal no tiene parangón en nuestro idioma». Luego subraya su «disparate poético» e insiste: «es difícil ir más allá en el absurdo».

Al leer a mis compañeros españoles La tertulia lunática salían chispas verdes, sulfúricos diamantes, y mientras más arreciaban las sorprendentes ecuaciones de las décimas julianas, más fuertemente se comunicaba el poder poético del uruguayo.

Más tarde, en un texto sobre «Ramón López Velarde» (1963, también recogido en Para nacer he nacido), Neruda incluye a Herrera en la gran trilogía del modernismo, con Darío y el poeta mexicano. Allí llama a los dos primeros, los grandes hermanos de López Velarde, y agrega:

... el caudaloso Rubén Darío y el lunático Herrera y Reissig, han abierto las puertas de una América anticuada, han hecho circular el aire libre, han llenado de cisnes los parques municipales, y de impaciente sabiduría, tristeza, remordimiento, locura e inteligencia los álbumes de las señoritas, álbumes que desde entonces estallaron con aquella carga peligrosa en los salones.


La imagen de Herrera que ofrece Neruda es precisamente la del compañero de experimentación poética, el único antepasado que puede hombrearse con Lautréamont y que trae la locura (verbal, es claro) y el absurdo al aguamansa del Modernismo.

La crítica posterior ejercida por poetas cuenta con dos valiosos aportes eruditos, a cargo de escritores uruguayos: ya en una conferencia montevideana de 1946 (difundida en versión periodística por El País), Ibáñez había descodificado suficientemente «La Torre de las Esfinges», a partir de un estudio de las variantes manuscritas que se encuentran en el Archivo Herrera y Reissig, de la Biblioteca Nacional; cuatro años después, la poetisa Idea Vilariño publicó un valioso trabajo, «Julio Herrera y Reissig. Seis años de poesía», en la revista Número (II, 6-8, Montevideo, 1950), y apoyándose en el examen parcial del mismo fondo manuscrito. La crítica más reciente ha manifestado desvío, sino flagrante omisión, con respecto a Herrera. El ejemplo más notable es el de Octavio Paz que en su decisivo estudio sobre la poesía moderna, Los hijos del limo (1974), ni siquiera menciona a Herrera aunque sí incluye a dos contemporáneos con el que éste tenía muchos puntos de contacto: Lugones y López Velarde. Es difícil justificar la omisión (voluntaria, sin duda) en un poeta y crítico tan excepcional. La única explicación es que precisamente lo que constituye uno de los mecanismos básicos de Herrera, la ironía, es lo que más puede incomodar a Paz. De acuerdo con sus teorías, la ironía disuelve la analogía, mina el mundo por su base al negar con su doble perspectiva simultánea, la correspondencia de un sistema único. El ritmo del mundo en que se basa la analogía de Paz resulta subvertido por una poesía que opone la lucidez al éxtasis, la fractura a la coherencia, la discontinuidad al continuo.

En el sistema de imágenes que la nueva retórica ha instaurado (cf. Rhétorique générale, 1970, de J. Dubois et alia), la ironía aparece precisamente situada entre las figuras que pertenecen a la serie del contenido (metalogismos, se llaman) y dentro de esta serie, pertenece a la operación sustancial tercera: supresión/adjunción, con el signo negativo. O dicho de otra manera: la ironía en vez de formar la imagen la deforma, en vez de construir, des-construye. Precisamente aquí radica la importancia de Herrera (y, ocasionalmente, de Lugones) y su lugar de privilegio entre el Modernismo y la vanguardia. Como Paz, en su poesía, busca la preservación de la analogía universal, no tiene otro remedio que rechazar, e incluso ignorar, una operación tan radical como la de Herrera.

En la línea de Paz pero con una perspectiva más inclusiva se encuentra Guillermo Sucre que en su notable estudio sobre la poesía moderna en la América hispánica, La máscara, la transparencia (1975), da a Herrera el lugar que le corresponde. Prolongando una observación de Paz sobre el papel que Lugones y López Velarde tienen en el Modernismo (critican el movimiento desde dentro, p. 136), Sucre restaura a Herrera en su lugar pionero y muestra en un análisis comparativo de Darío, Herrera y Lugones, cómo esa crítica interior se realiza. Hay una «radicalización extrema de la metáfora» (pp. 52-53) pero hay sobre todo una mutación. En tanto que en Darío, el referente está casi siempre presente, en Herrera lo que está presente es el repertorio poético del Modernismo: es decir, otro referente, sobre el que el poeta se vuelve en tono irónico y con sentido quizá paródico (p. 50). El «quizá» indica una cierta reticencia última de Sucre. Y, sin embargo, ¿de qué otra manera encarar la hazaña poética de Herrera sino como una inmensa parodia? El que ha intentado, aunque en forma excesivamente breve, un análisis paródico y hasta carnavalesco de la poesía de Herrera es el poeta argentino, Saúl Yurkiévich en Celebración del Modernismo, opúsculo publicado en 1976 en Barcelona. Al discutir a Herrera, Yurkiévich subraya el carácter irónico de su poesía y lo vincula con el concepto de la parodia, pero su análisis no está suficientemente estructurado. Falta una visión crítica coherente de la ironía que, desde dentro, destruye la analogía modernista. No hay más remedio que volver a leer los textos de Herrera.

El volumen que Herrera y Reissig había preparado antes de su muerte -esos Peregrinos de Piedra que han dado lugar a tanta polémica inútil- constituye realmente una antología de su obra poética y de su itinerario a través de la poesía modernista a la que va imitando/criticando en su obra paralela6. La «Recepción» (dedicada irónicamente al obsoleto Sully Prudhomme) lo muestra casi pegado al modelo dariano: sólo la hipérbole (metalogismo de adjunción) revela la distancia crítica, el elegante baile de disfraz dariano se ha convertido aquí en irrisión carnavalesca. En «los éxtasis de la montaña», la delicada transcripción simbolista de un Albert Samain, da paso a una visión paródica mucho más vulgar. Si toda pastoral es por definición paródica, Herrera la hace aún más paródica al abusar de la sinécdoque («la sotana/ del cura se pasea gravemente en la huerta», p. 23) o al humanizar algo brutalmente a la naturaleza («los campos demacrados encanecen de frío», p. 31, imagen que anticipa simultáneamente a Ramón y a Oliverio Girondo). A veces, el poeta borra todo límite entre objeto y sujeto:


Y palomas violetas salen como recuerdo
de las viejas paredes arrugadas y oscuras.


(«Claroscuro», p. 40)                


Ya esta imagen había atraído la atención y el elogio de Borges. Pero no es aquí, sino en el poema siguiente, donde Herrera lleva hasta sus últimas consecuencias la auto-crítica del Modernismo. Se trata del poema largo, titulado «La Torre de las Esfinges». Con el subtítulo provocativo e irónico de «Psicologación morbo-panteísta», ha ordenado Herrera, en siete partes, un discurso sobre Eros y Tánatos que parece destinado a confundir siempre a la crítica. La mayor parte ha caído en la generosa trampa que ofrece el subtítulo y se ha expandido en el comentario de la locura del poeta, su enfermedad al corazón, sus delirios, y hasta ha buscado en las drogas, que parece tomaba ocasionalmente, una clave extra-poética. Inútil explicar que los locos no riman con tanta premeditación, ni agotan los diccionarios en busca de palabras extrañas, ni desarrollan con tanta lucidez crítica un discurso sobre el amor y la muerte.

No creo que sea en la vida (algo mediocre) del poeta o en las circunstancias de su tiempo donde se puede encontrar una clave sino en la poesía anterior a él. Deliberadamente, y con una determinación que hace pensar en Lautréamont, Herrera ha buscado parodiar toda una zona de la poesía modernista: la que trafica con el sadomasoquismo, con las blasfemas imágenes eróticas y con el misterio del ser. Su pitagorismo no es filosófico sino poético: es un texto más que entreteje en la trama de su verso. Permite el acceso no a un sistema del mundo sino a un sistema del verso. En la primera secuencia hay unas líneas que deberían haber advertido a los lectores:


Las cosas se hacen facsímiles
de mis alucinaciones
y son como asociaciones
simbólicas de facsímiles...


(p. 117)                


Aquí el referente (que todavía pesa en Darío y hasta en Lugones) desaparece y es sustituido por un sistema de imágenes («facsímiles») que funciona simbólicamente. La poesía deja de ser mimética para convertirse en mero discurso sobre la poesía. Es posible, por eso, leer el poema de modo diverso. Esa mujer fatal que Herrera describe en términos tan increíblemente hiperbólicos -«Demonia tornasolada», p. 121; «Lapona Esfinge», p. 122; «Carnívora paradoja», p. 123; «Tarántula abracadabra», p. 130; «Mefistofela divina/Miasma de figuración», p. 135- deja de ser una «mujer» para convertirse en campo magnético de imágenes, un objeto verbal en que se cruzan no sólo los significados eróticos sino también los tanáticos. Véase por ejemplo, la quinta parte:



¡Oh, negra flor de idealismo!
¡Oh, hiena de diplomacia,
con bilis de aristocracia
y lepra azul de idealismo!
Es un cáncer tu erotismo
de absurdidad taciturna,
y florece en mi saturna
fiebre de virus madrastros,
como un cultivo de astros
en la gangrena nocturna.

Te llevo en mi corazón,
nimbada de mi sofisma,
como un siniestro aneurisma
que rompe mi corazón...
¡Oh, Monstrua! ¡Mi ulceración
en tu lirismo retoña,
y tu idílica zampoña
no es más que parasitaria
bordona patibularia
de mi celeste carroña!

¡Oh, musical y suicida
tarántula abracadabra
de mi fanfarria macabra
y de mi parche suicida!...
-¡Infame! ¡En tu desabrida
rapacidad de perjura,
tu sugestión me sulfura
con el horrendo apetito
que aboca por el Delito
la tenebrosa locura!

(pp. 120-130)                



La estructura rígida del esquema rítmico, la obsesión de las rimas, la sorpresa del vocabulario, son aquí tanto o más importante que el propósito pitagórico de exploración de los límites del ser, y del padecer. Semejante enfoque crítico vuelve imposible el retorno a la tesis de la locura o la alucinación. Es cierto que puede argüirse, biográficamente, que el poeta escribió «La Torre de las Esfinges» en los últimos meses de su vida, cuando una vieja taquicardia lo estaba desgastando sin remedio. También podía alegarse que el casamiento tardío, con una novia que lo había esperado años, podría haber empeorado la condición de un corazón débil. La inminencia de la muerte es un dato biográfico que refuerza el combate de Eros y Tánatos. Pero muchos poetas han amado y sufrido del corazón, al mismo tiempo, y han pasado de la pequeña muerte del orgasmo a la muerte mayúscula, sin trastornar por completo el sistema metafórico dentro del cual trabajan. La temática, las obsesiones tópicas, la misoginia, sí pueden atribuírse a las circunstancias biográficas. La práctica poética, y su teoría implícita ya no; son otra cosa. Y ésta es precisamente la hazaña cumplida por Herrera en los últimos meses de vida: destruir desde dentro el sistema que había impuesto Darío. Sus armas no fueron la taquicardia o el exceso de tentaciones conyugales. Fueron la hipérbole, la paradoja, la ironía. Es decir: los metalogismos que más contribuyen a la desconstrucción del sistema poético.

El resto de Los Peregrinos de Piedra (en su primera edición, aclaro) contiene la secuencia modernista de «Los parques abandonados» en que a través de Lugones, Herrera consigue parodiar sutilmente a Darío y su mundo elegante; y también «Las campañas solariegas», en que Herrera se vuelve irónicamente sobre ese género fatigado, la pastoral. La crítica ha resbalado, por lo general, sobre estos textos, como ha resbalado sobre «Los éxtasis de la montaña», sin advertir la dimensión paródica. Sin embargo, Herrera se había tomado el trabajo de poner junto al título de cada una de estas series una palabra que marcaba el tono. Si «Los éxtasis de la montaña» aparecen calificados con un neologismo, «eglogánimas» (églogas + ánimas: églogas con espectros), «Los parques abandonados» son distinguidos con el epíteto, «Eufocordias» (eufonía + corazón: cantos del corazón). Al usar el neologismo, o la palabra portamantas, Herrera está otra vez anticipando el trabajo de la vanguardia. Pero sobre todo está subrayando la clave paródica, el juego, la inversión carnavalesca del sentido y del sistema.

La crítica más tradicional ha descuidado, por lo general, estas marcas y ha tratado de explicarse realísticamente por qué un poeta, nacido y criado en Montevideo, necesitaba desplazarse imaginariamente al ambiente montañoso de una Europa invernal, y más precisamente, de las provincias vascas de sus antepasados, en vez de aprovechar el mundo pastoral gauchesco que todavía existía en la parte Norte del país. También se ha pretendido contestar a la pregunta de por qué perversión del decadentismo habría de producir Herrera la secuencia de «Los parques abandonados» o la aún más escandalosa de «La Torre de las Esfinges». La circunstancia de ser vástago de una familia tradicional uruguaya que hasta había producido un Presidente de la República, Herrera y Obes, solterón mujeriego, justificaría ciertos delirios de grandeza pero no la forma particular de esos poemas.

Los más eruditos han alegado que hay en el llano Uruguay algunas montañas, las Sierras de Minas, aunque la nieve no las corona nunca; además, se sabe que Herrera pasó allí las vacaciones de 1900. También se ha alegado que hay quintas abandonadas en el Prado, barrio que no está muy lejos del centro de Montevideo -donde vivía Herrera, en el altillo de una casa de dos pisos, altillos que él había bautizado con el pomposo nombre de Torre de los Panoramas. (Desde la azotea y el Mirador sobre el altillo, se veía el vasto Río de la Plata). Pero lo que escapa a los fanáticos del realismo documental es que no son estas circunstancias lo que importa en su poesía sino la metamorfosis de esas circunstancias a través de la hipérbole y la parodia. El altillo es promovido primero a Torre de los Panoramas y luego (cuando se ha casado y no vive más allá) en Torre de las Esfinges. Las quintas del Prado en parques abandonados. Las modestas Sierras de Minas (cuya altura se mide, hoy, en cientos de metros) en los ásperos Pirineos. Hasta las dóciles musas suburbanas de Montevideo (una de ellas, una maestrita primaria, le dio una hija) aparecen transfiguradas en Esfinges, Caínas, Molochas. Parodia, parodia, parodia. Es decir (como decía Verlaine) literatura. Es decir: poesía.

Una lectura de Herrera y Reissig como la que aquí se propone -que podría hacerse extensiva a Lugones y a López Velarde, a Guillermo Valencia y a Delmira Agustini, para indicar los más cercanos al poeta uruguayo, permitiría abrir una nueva perspectiva sobre el Modernismo: una perspectiva que situase al movimiento en toda su vastedad, plenitud y contradicción en la misma encrucijada de la Modernidad.





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