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     Mucho gusto recibí de haber oído a este cacique, que entre tantos que había comunicado, ninguno se había movido a decir bien de los pasados conquistadores.

     Respondiole uno de los otros caciques viejos:

     -Vos sólo podéis hablar de esa suerte de vuestro amo y los de su encomienda porque tenían diferente tratamiento; que nosotros y los más del reino no podemos decir eso, porque no nos dejaban sosegar en nuestras casas, ni gozar de nuestros hijos y mujeres.

     -Es verdad -volvió a decir Aremcheo- que los que servíamos de pajes y éramos muchachos, no podemos juzgar de lo que pasaban los indios tributarios, si bien me consta que los de mi amo no se quejaban de otra cosa sino era de que la señora quería tener todas las chinas en su casa, sirviéndose de ellas.

     -�Pues, no sabéis -le volvió a decir el otro cacique -que era tanta la codicia que tenían, que cada mes cobraban el tributo de nosotros, y al que no podía enterrar el oro que le tocaba le quitaban las mantas y camisetas con que se abrigaban y defendían de los fríos rigurosos del invierno? �No sabéis que al que era pobre y no tenían que quitarle le daban cien azotes amarrado a un rollo y tal vez le quitaban el cabello? �No sabéis que nuestras mujeres e hijas eran también tributarias, pues las tenían en sus casas hilando, tejiendo y en otras faenas ordinarias? Esto es lo que experimentamos nosotros, si vos tuvisteis la dicha de encontraros con buen amo y que algunos, aunque pocos, había también buenos.

     -No hay que dudar de eso -dije al cacique- que habría entre malos otros buenos, y aunque los más se portasen ajustadamente, con la razón en la mano y con el celo cristiano que debían, son de tal calidad el vicio y la costumbre mala, que se señorean y sobresalen entre las virtudes.

     -Vamos ahora, cacique amigo -le dije- a lo que al principio apuntasteis, que me habéis tenido cuidadoso por saber lo más perjudicial y atroz que obraron nuestros pasados o de lo que os pareció más inhumano.

     -Yo os lo diré -dijo el viejo- y no lo que oí a otros, sino es lo que yo vi y experimenté. La mujer de mi amo era muy andariega y codiciosa, y de ordinario tenía sus tratos y conchabos con las indias de la ranchería, y aún con los indios y muchachos; y entre los conchabos que tuvo en la ranchería, fue el haber conchabado una china de muy buen parecer por ciertas sospechas que tuvo, por ser de otra encomienda (que las que eran de la suya, todas las que quería tenía en su casa ocupadas). Llevola a su casa, donde dio principio a tratarla con más rigor que si fuese esclava, porque todos los días la desollaba a azotes y la pringaba hasta las partes vergonzosas, teniéndola presa en un cepo; últimamente, llegó a tanto su pasión, que le cortó las narices y las orejas, encerrada en su prisión, adonde con tan inhumanos castigos murió la desdichada como un perro, y dentro de la propia prisión la enterró. Esto yo lo vi, porque la señora, fiándose de mí, me llamó para hacer el hoyo y enterrarla, y habiendo reconocido aquel espectáculo sin narices ni orejas, me quedé tan suspenso y asombrado, que no acertaba a hacer el hoyo para enterrarla. �Qué os parece, capitán? �No es peor esto que lo pasado?

     -Y tan peor -le respondí-, que a no haberme dicho que fuisteis testigo de la acción, no sé si diera crédito al caso.

     A eso respondí el viejo Aremcheo que era verdad, que había sido público entre todos; y por ser indio de tan buen natural y amigo de españoles como lo mostró, pude dar crédito a tan grande atrocidad. Y más añadió ese viejo para confirmar la crueldad de las mujeres: que las señoras eran peores que los hombres, porque su amo muy de ordinario tenía disgustos con la mujer, porque era de malísima condición.

     -Yo estoy admirado y suspenso -dije a mis compañeros caciques, con quienes tuve larga conversación- de haber escuchado una cosa fuera del uso cristiano tan horrible, atroz y lastimosa, que no sé qué deciros. Suspended por vuestra vida las razones, que con lo que habéis referido basta para colegir lo más que pudierais contarme.

     Suspendimos la conversación trabada y nos recostamos en las camas que al amor del fuego nos habían dispuesto, y habiendo rezado mis devociones y con mis compañeros las oraciones que sabían, dormimos lo restante de la noche.

     Amaneció otro día con rebozo el cielo, dando ciertas señales de rociar el campo con sus lluvias, por cuya causa solicité al cacique el retirarme luego con mis compañeros, antes que el viento Norte, que soplaba lento, apresurase más las densas nubes. Diéronnos de almorzar con toda priesa, y con grande regocijo entre los viejos nos brindamos y comimos regaladamente; para el camino nos dieron algunos bollos de maíz y porotos, que es el ordinario pan de aquella gente, y algunas rosquillas de huevo fritas que la pasada noche habían sobrado. Después de haber dado fin a dos cántaros grandes de chicha con los demás caciques que se hallaron al festejo, nos despedimos los unos de los otros, con amorosos abrazos, citándome para otras ocasiones en que nos habíamos de ver muy de ordinario, en las cavas y sementeras de chacras, que era tiempo de ellas.

     El cacique Neucopillán, como dueño del rancho y de nuestro festejo, tenía dispuesto tres caballos ensillados y enfrenados para que con más comodidad y priesa, llegásemos a nuestra habitación. Saliendo con nosotros a la puerta, hizo que subiésemos a caballo a los dos muchachos y yo, poniendo a las ancas de uno un hijo suyo para que volviese las cabalgaduras. Al despedirse de mí salieron a la puerta sus mujeres, hijos e hijas. Cogimos el camino con alguna priesa y al emparejar una quebrada montuosa, honda y áspera, de donde descollaban unos crecidos robles, les dije a mis compañeros que me tuviesen por la diestra el caballo, porque en aquella montaña me parecía que había de hallar las yerbas que buscaba y que no era bien que volviésemos sin ellas; los achos respondieron que tenía razón, puesto que a eso solamente habíamos salido de casa.



     -Pues aguardad un rato -les dije- aquí al reparo del viento, que yo abreviaré lo posible, porque conocidamente el tiempo va arreciando y dándonos priesa.

     Entré por el bosque adentro, encomendando a la Virgen Santísima el buen suceso, para que me deparase algunas yerbas extraordinarias, que ni ellos ni yo las conociésemos; fui tendiendo la vista por todas aquellas faldas del monte, cogiendo unas y desechando otras. Y al llegar a un pradecito verde que hacía la quebrada, debajo del cual tenía sus raíces un anciano roble tan descollado y robusto como cubierto de barbas largas y canas, me puse humilde y arrodillado, pidiendo a Dios Nuestro Señor me ayudase y favoreciese en aquella aflicción en que me hallaba por medio de la Virgen sacrosanta María, y con lágrimas de los ojos di principio a mi oración deprecativa, con ciertas esperanzas de ser admitidas mis súplicas. Levanté los ojos al cielo con aquel verso deleitable, suave y amoroso de �Monstrate esse matrem�, que en otra ocasión fue mi mayor refugio y amparo; y habiendo puesto la mira en aquel despojado árbol que el rigor del invierno tenía desnudo de sus verdes ropas, que más parecía estar de todo punto infructífero y seco que con esperanzas de volver a verse matizado de ellas, descubrí por entre sus cortezas y secas ramas unas tan verdes y empinadas yerbas, que al punto que las divisé me causaron gran consuelo y alegría, y habiendo considerado que yerba que en un árbol tan seco, macilento y deshojado se conservaba fresca, verde y sin la sujeción al tiempo que otras plantas, me pareció sin duda que sería de conocida virtud para mi intento. Subí al árbol gustoso y apresurado y cogí un buen golpe y cantidad de yerbas con las raíces de adonde procedían y se empinaban, que eran a modo de lagartijas que estaban en las cortezas brutas abrazadas. Después supe, cuando salí del cautiverio, ser una yerba extremada y medicinal llamada polipodio, que jamás había visto ni oído nombrar. Bajé con toda prisa de aquel árbol barbado que fue para mi desvelo algún alivio; salí afuera del bosque y a breves pasos encontré a mis compañeros, que al reparo del monte me aguardaban, quienes mostraron grande regocijo de haberme visto cargado con las yerbas que solicitábamos, las que repartí entre los demás muchachos, por ser de buen porte la carga que traía. Subí a caballo a tiempo que cernía el cielo menuda escarcha, que en breve tiempo se trocó en deshecha nieve. Apresuramos el paso y de un galope largo nos pusimos en nuestra posada. El hijo del cacique que había ido con nosotros a llevar sus caballos, como vio que el tiempo iba arreciando, no quiso apearse; sólo pidió le marcornasen los caballos y se los echasen por delante. Hicieron así los compañeros, y después de haberle brindado con un buen jarro de chicha, partió con toda prisa a su posada.

     Apenas nos recogimos al rancho y saludamos al cacique, nuestro huésped, cuando estuvo nuestro amigo Pedro con nosotros, cuidadoso de saber si habíamos traído las yerbas para curar su mujer enferma. Saludome con todo agrado y cortesía y me preguntó si había hallado lo que había salido a buscar a ruegos suyos. Le respondí que las yerbas que había encontrado no eran las principales que conocía, pero que también eran muy medicinales y que en el entretanto que no encontrábamos las otras, daríamos principio a la cura con aquéllas.

     -Pues, �cuándo queréis, capitán -me dijo Pedro-, que curemos a la enferma?

     -En hallando lo que es menester más forzoso -le respondí, juzgando que no hallaría los géneros que le signifiqué ser necesarios.

     -Pues, �qué es lo que es menester para la cura?, -volvió a decirme- que yo lo buscaré al instante.

     -Son menester -le dije- muchos trapos de camisas viejas y un pedazo de puerco gordo que no tenga sal, un cabo de vela de cera grande, un jarrillo de aceite, unas malvas y un poco de levadura, y para hacer el conocimiento, una olla de buen porte nueva en la que no hayan cocido ni guisado cosa alguna.

     -Pues voy a buscar todo lo que me habéis dicho -respondió Pedro- porque no dilatemos esta cura.

     El viejo Tureupillán, que estaba sentado al fuego, le dijo que para qué se quería ir a mojar ni salir de su casa con tiempo tan riguroso, que aguardase a otro día. No quiso él aguardar a más razones y diciendo:

     -No son estos aguaceros de dura, que luego pasan -nos dejó con la palabra en la boca, por el deseo que tenía de ver a su mujer puesta en cura.

     Después de haber salido nuestro amigo Pedro con toda priesa, nos sentamos al fuego con nuestro viejo huésped, quien al punto mandó que nos trajesen un cántaro de chicha y alguna cosa que comer y luego nos pusieron delante los guisados que más ordinariamente acostumbran. Estuvimos en buena conversación mientras comimos, preguntando el viejo lo que habíamos hecho en casa de su primo. Y le dije cuán agradecido había vuelto de los agasajos y festejos que me hizo; los chicuelos dijeron con mucha risa y contento:

     -�Chau� (que quiere decir padre), también bailó el capitán.

     Porque como no me habían visto hacer otro tanto, aunque se me habían ofrecido algunas ocasiones de baile en nuestros vecinos ranchos, tuvieron a gran favor el que yo había hecho a aquel cacique, y como celoso, el viejo me dijo:

     -Pues, �cómo, capitán, no nos quisisteis dar ese gusto el otro día cuando nos entretuvimos y nos holgamos en casa de Millalipe? (que así se llamaba un cacique vecino de nuestro rancho, tres o cuatro cuadras dividido).

     Yo me disculpé con decirle que por recién llegado a su distrito y estar en casa ajena, no me había dado lugar el velo vergonzoso que me acompañaba y el encogimiento que tenía a venir en lo que en aquella ocasión me habían pedido sus amigos y comarcanos, además de no habérmelo ordenado él, como dueño de mi voluntad. Quedó con esto muy pagado el viejo y me dijo que me tuviese por convidado para la primera ocasión, que dentro de pocos días nos habíamos de juntar en casa de cierto cacique que asistía cerca de una legua de nuestro rancho a hacerle sus chacras, y que por la noche se festejaba el trabajo del día con grandes bailes, banquetes y entretenimientos, y que este cacique era muy regocijado y ostentativo, que allí habíamos de holgarnos todos.

     -De muy buena gana -respondí a mi huésped-, que por daros gusto seré yo el primero que coja el tamboril en las manos y solicite a los demás para el efecto. Y os puedo asegurar una cosa: que todo el tiempo que asistí en las fronteras, no pudieron hacer conmigo que bailase en ningún festejo, porque aunque me hacían los caciques muchos favores y agasajos, parece que con los disgustos que tenía y los sobresaltos que de ordinario me asistían con andar emboscado ya en los montes, ya en las casas ajenas, no me daban lugar a consolarme. Hoy me hallo entre vosotros apartado de los que me solicitaban la muerte, y del peligro ordinario que me servía de tormento, el cual tengo vuelto en gusto, habiendo experimentado vuestro agrado, vuestra cortesía y noble trato. Así estaré siempre dispuesto a obedeceros en esto y en todo lo demás que me mandareis y fuere de vuestro placer.

     Acabado de decir estas razones, le brindé con la mitad de lo que tenía el jarro, que es brindis de amistad entre ellos beber en una misma vasija, la una parte el uno y la otra el otro. Volvió a preguntar el viejo que si habíamos bailado toda la noche o en qué la habíamos entretenido; repetile el espléndido banquete que nos habían hecho su primo y el regocijo con que a mi llegada habían tenido todos aquellos comarcanos, principalmente el anciano Aremcheo, por no haber estado en la borrachera pasada, donde los demás me habían visto; signifiquele también de la suerte que las �ilchas� y los hijos del cacique me fueron a convidar para el baile, estando en conversación con él, Aremcheo y los demás caciques viejos, los cuales se levantaron y, cogiéndome de la mano, me llevaron al empeño en que las mozas me habían puesto, siendo los primeros que bailaron los buenos viejos para obligarme a hacer lo propio, de modo que no pude excusarme de hacer lo que ellos hacían y aun de coger de la mano a una de las que fueron a brindarme, porque ella llegó con resolución a bailar conmigo.

     Doy infinitas gracias al Señor, que habiendo asistido en compañía de lasciva gente y en festejos deshonestos y torpes solicitado de los propios caciques, agasajado de las mujeres, y aun incitando algunas veces, podré asegurar muy bien, no quiero decir que me faltasen, como a muchacho, diversos pensamientos malos e interiores tentaciones, que el más justo no está libre de ellas, que todo el tiempo que asistí cautivo entre naturales, no falté a la obligación de cristiano procurando parecerlo también en mis acciones, sin que de ellas pudiesen echar a mano para calumniar nuestra religión cristiana, como lo hacían con las memorias de los sucesos pasados que adelante iremos manifestando. Yo confieso que el recelo con que andaba y el temor de perder la vida me oprimía a ratos el juvenil orgullo, porque, aunque muchas me abrieran la puerta para que las comunicase en secretos lugares, juzgaba a los principios que fuesen echadizas de algunos mal intencionados, por tener ocasión de hacer chanza y escarnio de mi recato y compostura y pasar más adelante con molestias y daños que pudieran hacerme. Así, por esto, como por la ofensa de Dios principalmente, me valía de la oración mental y de la interior contemplación, poniéndola por muralla y escudo de mi flaqueza.

     Proseguimos nuestra conversación el cacique viejo y yo, y entre otras cosas que fuimos platicando, le referí algo de lo que me dijeron de los primeros conquistadores aquellos antiguos viejos, sin tocar el caso atroz de la mujer, que fue para mí de mayor admiración. Le signifiqué cuán maravillado había vuelto de las atrocidades e inhumanas acciones que de ellos me refirieron. Esto fue por sacarle a barrera, como dicen, para ver si conformaba con lo que los otros me habían dicho. Me respondió:

     -Ninguno sabe más bien que yo esas cosas y lo que los españoles obraron en sus principios.

     -Mucho estimaré saber -dije al cacique- de vuestra boca lo que en otras me ha parecido dudoso.

     -�No os contaron aquellos viejos -preguntó- el estilo que tuvieron en cobrar sus tributos de nosotros? �Con el rigor que lo hacían, castigando al que cada mes no le satisfacía? �No os dijeron que los dejaban morir en esas campañas como bestias, sin hacer caso de ellos más que de un perro, sin dejarles oír misa ni confesarse? �No os manifestaron que las señoras eran tan crueles y codiciosas, que de ordinario tenían en su casa a nuestras mujeres e hijas trabajando y velando todas las noches para sus tratos y granjerías? �No os dijeron que hubo algunas tan feroces e insanas que no se contentaban con hacer anatomías de sus criadas, cortándoles las narices y las orejas y quemándoles sus vergonzosas carnes, sino es que de esta suerte les daban inmunda muerte en las prisiones y las enterraban dentro de ellas? �No os refirieron también que había algunos españoles tan codiciosos y tiranos que ocultamente hurtaban los muchachos y chinas de las rancherías y las iban a vender al puerto de Valdivia por esclavos? �Qué de cosas pudiera deciros, capitán! Que puede ser que os la hayan dicho aquellos viejos con quienes platicasteis la pasada noche, que están muy bien en ellas y las tienen tan presente como yo y otros.

     -Lo más de lo que me habéis referido -respondí al viejo- supe por los informes de aquellos ancianos caciques, y entre ellos el más viejo, llamado Aremcheo, que me pareció indio de mucha razón y ajustado a la verdad.

     -Aun ése -dijo- no puede contar lo que nosotros, porque su amo era el mejor español que había en nuestro distrito y trataba a su servicio de diferente modo que los demás; pero bien sabría lo que pasaba con los otros. Parece que os veo muy atento y que gustáis oír lo que os refiero: �Queréis que os cuente otras cosas más de las que habéis oído?

     -Muy atento me tendréis -le respondí-, porque deseo con extremo saber todo lo que os pasó con los españoles a los principios de su entrada.

     -Yo no os podré dar razón tan por extenso -dijo el viejo- de los primeros españoles que pisaron nuestras tierras, que era muy niño entonces y sin ningún uso de razón; de lo que vi y experimenté cuando fui abriendo los ojos de mi entendimiento si os podré referir muchas cosas, y del primer gobernador que oí nombrar, que fue Valdivia.

     -Pues, ése dicen que fue el que pobló estas ciudades de La Imperial, Valdivia, Villarrica y las demás -le dije.

     -Yo no me acuerdo haberle visto -respondió el viejo-, pero tengo en la memoria el alboroto y ruido que causó su muerte en toda nuestra tierra.

     -Mucho estimaré saber de vos ese suceso. Si fue su muerte en batalla campal o en otro accidental reencuentro, y en qué paraje, y cómo le quitaron la vida, porque hay en eso varias opiniones.

     Entonces dio principio e1 buen viejo a su historia.

     -Habéis de saber -capitán- repitió el viejo-, que ese gobernador Valdivia dicen que entabló los tributos y pesadas cargas a nuestros antepasados que entonces, como os he dicho, era yo muchacho, y no me acuerdo de haberle conocido sino tan solamente de nombre, que entre los españoles y los indios era muy nombrado. Tenía grande opinión de codicioso y avariento y entre las reparticiones que hizo de las �regües� se quedó con cinco o seis de las más opulentas de indios y de minas de oro conocidas, por cuya causa cargó la mano en los tributos, que fueron intolerables.

     -Pues ésa fue la causa y origen de su desastrada muerte -dije- porque los príncipes que gobiernan y está a su disposición y cargo entablar tributos y pensiones, ignoran que mientras más tributos y cargas ponen a sus ciudadanos, mayores daños y ruinas acarrean para su pueblo o para su reino. Proseguid, amigo, con vuestra historia, que esto se ha ofrecido de paso.

     -Tenía este gobernador las parcialidades de Arauco, Tucapel, Lebu, hasta Purén todas las cuales le estaban de ordinario sacando oro, de que dicen tenía ya cantidad considerable, como todos las de los vecinos de estas ciudades. Con esto dieron principio a levantarse a mayores y a tratarnos como antes, trocando el nombre que a principios nos dieron de vasallos del rey, en el de miserables esclavos y aun peores. Afligidos y apurados los araucanos, como gente belicosa, y altiva, dieron principio a sacudir el yugo de su servidumbre y a querer restaurar lo que antes era suyo, para gozar de su antigua libertad, que es amable. Convocaron éstos otras parcialidades de la costa, y hasta Tucapel, Ilicura y Paicaví pusieron cerco a los fuertes y poblaciones que por aquella parte tenían, y aun mataron algunos españoles y embistieron a la estacada.

     �A la nueva de este alboroto y alzamiento, dicen que salió el gobernador de la Concepción a1 reparo de aquellas fronteras levantadas, y fue atravesando por Purén, donde le estaban sacando oro, y aunque halló toda la tierra alborotada y algunos españoles colgados en el camino de los que había despachado por delante a reconocer la tierra, además de haber tenido aviso cierto de algunos indios -que por aquella parte habían permanecido fieles- de que le aguardaba una gruesa junta de los rebelados en los confines de Palcaví o Tucapel, no quiso dar bastante crédito ni volverse, juzgando que no serían tantos los traidores alzados, por no dar a entender que el temor le acobardaba, cuando su valor era conocido, y aunque le aconsejaron los que con él iban que se retirase, pasó adelante en demanda de su desdichada muerte.

     �Marchó este gobernador con su gente y en las faldas rasas de Tucapel descubrió al ejército enemigo, que era pujante y numeroso. El suyo dicen que sería de poco más de doscientos hombres, si bien de crédito y de opinión constante de valerosos y esforzados; comenzaron la batalla luego que se divisaron, porque ni los unos ni los otros pudieron excusarlo (aunque reconocida la ventajosa fuerza, que era de más de seis mil indios), ni los otros dejar de gozar de la ocasión que buscaban de tan limitado número de españoles; nunca juzgaron que iba en él el gobernador y presumieron llevarse luego por delante el pequeño escuadrón de los soldados, pero les salió tan al revés, que de la primera embestida mataron más de cien indios. Embistieron tres o cuatro veces, y aunque derribaron algunos españoles de las primeras hileras que estaban en escuadrón, no pudieron atropellarle, antes salieron con pérdida de otros docientos y heridos los más valerosos. Después de haberse retirado a una vista, con pérdida de gran suma de los nuestros y mucha sangre derramada de ambas partes, estaban determinados a no volver a embestirles ni proseguir la batalla, cuando un criado del gobernador, paje suyo, se hizo a la banda de los nuestros -que no pudo dejar de tirarle el natural-, y fue tan grande el esfuerzo y valor que les puso con razones y parlamentos, significándoles cuán desmayados y mal heridos se hallaban los españoles, que volvieron a embestir de nuevo al pequeño número de soldados con tal valentía y osado atrevimiento, a caiga el que cayere y venza el que tuviere dicha, que a pocos lances, cayendo unos y levantándose otros, atropellaron el escuadrón y degollaron todos los más soldados de él. Al gobernador lo cogieron vivo, muy maltratado y cubierto de heridas peligrosas y penetrantes. Y aunque hubo varias opiniones, unas de que lo acabasen de matar, otras de que le otorgasen la vida, prevaleció el voto y parecer de Lautaro, su criado, que se hallaba agraviado de él, a quien la mayor parte del ejército seguía, deseosa de beber chicha en su cabeza y hacer flautas de sus piernas, que dicen que era bien dispuesto. Así, determinaron matarlo luego con un género de tormento penosísimo: llenáronle la boca de oro molido y con un garrote ahuzado de las macanas que llevaban, se lo iban entrando por el gaznate adentro, como cuando se baquetea un arcabuz, y le iban diciendo que pues era tan amigo del oro, se hartase y llenase el vientre de lo que tanto apetecía. Pero, en lugar de oro que presumen algunos, no fue sino tierra que cogían del suelo.

     �Éste fue el desastrado fin del primer gobernador que nos puso el pesado yugo en las cervices con tributos y cargas tan extrañas, que pudieran desesperar los ánimos de los más humildes y cobardes naturales.

     -Tenéis razón, por cierto -dije al cacique-, que ese suceso fue castigo conocido de la divina justicia.

     -Habéis de saber, capitán -continuó el indio-, que cuando entraron los españoles en nuestras tierras, con facilidad y gusto se sujetaron nuestros antepasados a ellos, porque naturalmente nos llevan los corazones y el afecto el traje y la bizarría de los �huincas�, a quienes servíamos a los principios con amor y buena voluntad. Aunque las cargas y tributos que nos pusieron fueron grandes y en extremo onerosas, eran al fin tolerables con dejar quietas nuestras mujeres, nuestros hijos y nuestras casas, para que pudiesen acudir al servicio de nuestras personas y a la conversación de lo poco que teníamos en nuestros ranchuelos. Principiaron a poco tiempo las señoras a llevar nuestras mujeres, nuestras hijas y muchachos a sus casas para servirse de ellos como de nosotros lo hacían. Esto fue lo que nos comenzó a desabrir y aun a desesperar, con las demás cosas que os he referido.

     Después que el cacique acabó de referir la desdichada muerte del gobernador Valdivia, quedamos sosegados y sujetos al sueño nuestros sentidos, hasta que los resplandores de la aurora dieron principio a ausentar las confusas nieblas de la noche. Apenas el sol comunicó sus rayos, cuando estuvo con nosotros el indio Pedro, que había vuelto a deshoras de la noche con todo lo que dudé que hallase entre los suyos para la ejecución de mi oferta, bien excusada y bastante sentida de mí, diciéndome placentero que había traído lo que había dicho era necesario para la cura de su mujer. Con ello, me vi obligado ya a dar principio a lo que no sabía. Respondí a mi amigo Pedro que me alegraba infinito que hubiese hallado lo que pretendíamos. Y como me parecía imposible que hallase lo cera y el aceite que cuidadosamente pedí, procuré inquirir cómo y dónde había descubierto aquellos géneros, ya que los demás no era difícil hallarlos. Me respondió que el cacique Melillanca, cuando rescató al capitán Marcos Chavarri -español de los antiguos que estuvo muchos años cautivo entre ellos-, le encargó una botijuela de aceite, lo que hizo con mucha puntualidad y tenía de ella todavía alguna cosa. Juzgué ser esto así, porque cuando me rescataron, fue lo primero que me pidieron mi amo y el cacique viejo en cuya casa asistí en los distritos de La Imperial. Ellos han experimentado ser éste un licor contra veneno, y como juzgan siempre que cualquier achaque o enfermedad que padecen se origina y proviene de él, solicitan tenerle muy de ordinario por este camino o por otro. La cera me dijo haberla encontrado en casa de un antiguo español criado entre ellos y connaturalizado en sus costumbres, que era medio zapatero y remendaba zapatos para salir calzados a las borracheras.

     -Ya que tenéis dispuesto todo lo que os he pedido, amigo Pedro, a la tarde haremos el cocimiento de las yerbas y daremos principio a nuestra curación en el nombre de Dios. Y puesto que sois cristiano, antiguo, poned el corazón en Él y tened buenas esperanzas de ver a vuestra mujer libre de la penalidad y achaque que la afligen. Disponed la vasija nueva para el cocimiento y los demás adherentes, que, en acabando de comer, me tendréis en vuestra casa y no saldré de ella hasta haber curado a la enferma.

     Con esto, se despidió muy consolado y yo salí al estero a ejecutar el ordinario baño de por las mañanas con los demás y después de encomendarme a Dios como lo acostumbraba. Entrándome por la montaña, di principio a mi oración, encaminada al buen acierto de la medicina y cura que entre manos tenía, considerándome ya indigno de levantar los ojos al cielo.

     Salimos Pedro y yo, y en nuestra compañía los dos muchachos mis camaradas, y fuimos al rancho de la enferma. Allí me tenía muy bien de comer mi amigo, a quien dije que después de haber curado a su mujer merendaríamos con gusto de lo que había dispuesto. Apartaron las ollas y los demás trastes del fuego, dejándolo desocupado. Luego hice poner la olla nueva de buen porte que estaba prevenida con los demás adherentes, la cual henchí de agua y de las yerbas ya conocidas y como milagrosamente descubiertas. Cociéronse de manera que menguó el agua, de las tres partes, las dos, quedando la restante de color tinto. Entretanto, estuve disponiendo de una camisa vieja que había traído Pedro una como talega o bolsa en que poner el pecho lastimado. La primera cura que le hice fue hacer que recibiese en aquella parte inflamada el vapor

del cocimiento, que con extremo humeaba la vasija en que estaban hirviendo las yerbas. Con esta diligencia estilaba el pecho agua como de una fuente; luego vacié las yerbas con el cocimiento de una batehuela limpia, y estando tibia el agua, le di con ella unos baños, entrándole a ratos el pecho en la batea. Al fin de ellos, envolví la inflamación con las yerbas bien molidas y sobre ellas puse la bolsa o funda para que no diese lugar a que se despegasen; con unas tiras del mismo ruán, unas por debajo del brazo y otras por encima del hombro, daban vueltas para atrás, donde se las enlacé, de manera que tenían firmes las bolsas y las yerbas. Abriguele aquella parte con paños calientes y mantas, y quedó descansada por entonces y con algún consuelo por las esperanzas que le di de que, mediante el médico celestial, había de quedar con buena salud; que se encomendase a Él con todo afecto y prometiese ser cristiana, pues su marido lo era; que de esa suerte nos ayudaría nuestro Dios a todos: a mí que tuviese acierto en la cura, a ella para que consiguiese la salud, y a su marido el gusto y consuelo que deseaba.

     A estas razones respondió la buena india que desde luego estaba dispuesta a ser cristiana con muy buena voluntad. Le contesté que me alegraba infinitamente de reconocer en ella tan fervorosos deseos.

     -Y puesto que estamos despacio -le repetí-, será bien que aprendáis a rezar primero las oraciones que sabe vuestro marido. Si las queréis aprender en vuestra lengua, os las enseñaré de muy buena gana.

     Me dijo, entonces, con grande alegría que lo estimaría mucho, y el marido, Pedro, me significó con más fervor el deseo que tenía de oírlas:      -Mientras se calientan los asadores y los guisados, podréis recitarnos el Padrenuestro y el Avemaría.

     Hícelo así, como me lo pidió Pedro dos veces, y quedó la enferma grandemente aficionada y deseosa de aprenderlas luego y él por lo consiguiente para enseñarlas a su mujer.

     En tres o cuatro días continué la asistencia a su rancho con los muchachos mis compañeros, que ya sabían el Padrenuestro, lo iban enseñando a la enferma y a Pedro, hasta que lo supieron escogidamente. Con esto, me apretaron su marido y ella a que la bautizase luego, porque lo deseaba mucho. Al tercer día bauticé a la enferma, con gran consuelo suyo y regocijo común de todos los vecinos, pues para el efecto vino el viejo, mi huésped, y todos los del rancho y otros comarcanos, con los que comimos y bebimos muy a gusto en alegre concurso. Después volví a repetir la cura, bañándole como antes el pecho, con las demás circunstancias referidas. Con esto quedó algo descansada, aunque aquella mañana del tercer día me había dicho haberle punzado con extremo el pecho. Le respondí que era buena señal, porque lo empedernido y duro de aquella parte se había morigerado y ablandado mucho. Quedó la enferma consolada y más alegre, y nosotros nos retiramos a los ranchos, de donde determinamos salir en demanda de más yerbas de las que habíamos reconocido en los más ancianos robles. Agregose a nosotros otra tropa de chicuelos, pues la serenidad de la tarde convidaba a salir a gozar de los templados y apacibles rayos del sol. Salimos en compañía entreteniéndonos con una pelota y nos acercamos al sitio donde la primera vez tuve la dicha de encontrarlas, porque no en todos los árboles, aunque fuesen robles, se podían hallar. Volviome a dar aquel sitio abundantemente lo que buscaba, de cuyas hojas y raíces llevamos más de las necesarias, porque por vía de entretenimiento llevamos todos nuestra carguilla. Cuando volvimos, era cerca de ponerse el sol, y aunque habíamos merendado muy a gusto, llegamos a nuestra habitación con muy buenas ganas de comer o de cenar. Hallamos al viejo que nos estaba aguardando sentado al fuego, con. la cena caliente y un buen cántaro de chicha. Después de haber brindado a les chicuelos con agasajo y amor, se retiraron a sus ranchos, porque sus padres los estarían esperando. Sentámonos al fuego cerca del cacique, quien ordenó luego a sus mujeres sacasen de cenar para todos. Después nos pusimos a rezar las oraciones los muchachos y yo y las indias; y habiéndonos acomodado la cama una hija del cacique, que por su orden cuidaba de mí, nos acostamos, y por haber llegado fatigados del camino, con facilidad nos rendimos al sueño.

     La tarde antecedente, como ya dije, habíamos bautizado a la enferma con grande regocijo, que yo tuve así por esto, como por haber reconocido la sujeción que con el medicamento mostraba el empedernido achaque. Así, pues, estaba descansando a sueño suelto, bien ajeno al susto que me sobrevino de repente a más de la medianoche. Fue el caso que los baños y las yerbas habían ablandado la dureza y reducido a corrupción lo empedernido, por lo que las materias afligieron a la enferma de tal suerte, que la obligaron a dar voces desmedidas. Con este desasosiego lo tuvo mayor el marido, quien llegó tan lastimado a donde yo asistía, que juzgué que su mujer estaba muerta, pues me decía a voces:

     -Capitán, capitán, ya se muere mi mujer; llégate allá por vida tuya, que te está llamando muy apriesa.

     Alborotose la casa de mí huésped, fueron al instante las parientes, mujeres e hijas del cacique a ver cómo estaba la enferma. Y yo, más muerto que vivo, como dicen, no acertaba a levantarme de la cama.

     Sin embargo, con firmes esperanzas de ser socorrido y amparado de la protección divina, salí del rancho bien afligido y triste, y como que iba a algún natural ejercicio, me hinqué de rodillas a espaldas de la casa y con suspiros y tiernos sollozos hice mi deprecación. Con esto, fui al instante donde la enferma, y con muchos desahogo -como si entendiese lo que hacía-, hice arrimar la vela al lecho de la dolorida, a quien consolé y animé mucho a que tolerase aquel penoso dolor. Luego traté de desenvolver el pecho y quitar las ataduras y yerbas con que había estado envuelto y liado, reconociendo en ellas lo que los días antecedentes no había visto: con la fuerza del ardor del pecho, estaban hechas una yesca y aun quemadas. Despeguelas como pude y hallé la inflamación reducida a materias; por la parte más flaca, que parecía manifestaba boca, con una manezuela de arcabuz, que también había prevenido, bien caliente y hecha una ascua, le di un botón de fuego, porque no me atreví a abrirle herida con cuchillo ni otro instrumentos de hierro por parecerme más peligroso. Después de esa diligencia pedí una callana limpia y en ella puse muchas yerbas de las referidas, malvas machacadas, el unto sin sal y la cera. Con todos estos compuestos hice un emplasto griego, nunca visto ni aun imaginado, y como yo había oído decir que la levadura era muy a propósito para ablandar y madurar postemas, después de mezclados al fuego los dichos adherentes, los volví a incorporar con la levadura e hice un parche que le cogía toda la parte más empedernida, la cual lié de manera que no se pudiese caer. Con esto descansó algún tanto la enferma y se recogieron los parientes a sus ranchos. Yo me quedé acompañándola, juntamente con los muchachos, y en compañía de la doliente rezamos las oraciones. Pedro hizo traer a su rancho nuestra cama, en la que nos echamos a dormir hasta que con sus resplandores el mayor planeta dio principio a esclarecer los más obscuros y retirados rincones de nuestra habitación. Me levanté, dejando dormidos a los compañeros, y habiendo reconocido que la enferma se había quedado un rato postrada al sueño, después de haber pasado lo más de la noche con doloridos ayes, salí afuera a rezar mis oraciones en el sitio acostumbrado del más tupido bosque. Al fin de este forzoso y principal ejercicio me encaminé al estero, donde estaban ya el cacique viejo y los de su casa, a quienes imité en el ordinario baño de por la mañana.

     Volvimos a los ranchos frescos y limpios, que verdaderamente es parte para la salud y vida este ejercicio.

     El viejo fue conmigo, deseoso de saber cómo seguía nuestra enferma, a la que hallamos continuando el sueño y su reposo, y a Pedro sentado al fuego, cebándolo can leña para aumentar sus llamas y efectos calurosos. Arrimamos a él nuestros helados cuerpos, porque era el tiempo más riguroso de fríos y escarchas de todo el año, y estuvimos consolados de ver que la enferma reposaba con sosiego y sin fatiga. Entretanto, dispuse unos trapos o lienzos limpios para curarla y previne a Pedro que hiciese aliñar un ave bien guisada para la enferma. Hízolo y sin dilación alguna llamó a una mujer española que asistía una cuadra de nosotros, la cual era gran cocinera, de las antiguas que cautivaron, para que dispusiese lo que había de comer la enferma y también nosotros. En este espacio de tiempo despertó la dolorida con mejor semblante del que solía, diciendo que sentía mojada toda aquella parte envuelta y emplastada, que el dolor no era tan intenso como antes, ni las punzadas tan continuas en el pecho como solían.

     -Ahora veremos cómo está la inflamación -le dije-, y conforme estuviere, así obraremos.

     Dispuse otro parche o emplasto como el pasado, y estando prevenido lo necesario, me puse a desliar el pecho: por la parte del botón de fuego había reventado toda la materia y llenado todos los lienzos de aquel humor corrupto, y aun había salido y esparcido por la cama. Con esta evacuación se había hallado sosegada y dormido un rato; apreté por los lados la inflamación reducida y por ser pequeña la boca que había abierto, no podía salir copiosamente la corrupta sangre. Por esto me determiné a romperla y acrecentaría con la punta de un cuchillo bien afilado, con cuyo beneficio pude exprimir el pecho de manera que quedó totalmente descargado; volví a poner el parche, o por mejor decir, emplasto sin concierto, y después de liado como antes, quedó la enferma quieta y sosegada. Acabada la cura, comimos y bebimos todos juntos con mucho regocijo y alegría de ver a la doliente comer de buenas ganas y a Pedro haciéndome mil halagos y brindándome a menudo con diferentes chichas de varias frutillas y legumbres, unas mejores que otras, que las amigas y parientes de su mujer le traían para su sustento y regalo.

     Acabamos de comer, y dentro de breve rato dijo la enferma que quería dormir y reposar un rato, por haber pasado trabajosamente la noche anterior. Nos despedimos, entonces, los unos de los otros y nos recogimos a nuestros ranchos.

     Finalmente continuando aquel medicamento por la mañana y de noche, en quince días quedó buena y sana la que hacía más de un año que padecía de aquel penoso achaque. Con esto quedé opinado en toda aquella tierra y parcialidad de insigne �machi�. Como yo estaba enterado de que había sido obra sobrenatural y divina fui a dar infinitas gracias a nuestro Dios y Señor al lugar donde por las mañanas me recogía a tener algún consuelo.

     El tiempo de las cavas y de hacer sus chacras es por septiembre, octubre y noviembre, conforme a las sitios y lugares secos y húmedos, por lo que algunos se adelantan a sembrarlos y otros aguardan a que se oreen y estén tratables. El cacique Quilalebo convidó a su cava a los de su contorno, de cuya parcialidad era mi huésped, el cacique Tereupillán, deudo y amigo de este Quilalebo, que era enemiguísimo de españoles, habiéndose criado con ellos desde muchacho. Me aseguró el viejo mi camarada que no se probaría que hubiese llegado a hablar a ningún español cautivo de cuantos habían pasado a sus tierras desde que las ciudades antiguas se despoblaron hasta e1 tiempo en que nos hallábamos, y me advirtió que yo no le llegase a hablar si no es que viniese primero él a hacerlo. Con esa advertencia, fuimos a su casa, donde se juntaron más de sesenta indios con sus arados e instrumentos manuales, que llama �hueullos�, a modo de tenedores de tres puntas unos, otros a semejanza de una pala de horno de dos varas de largo, tan anchos de arriba como de abajo y el remate de la parte superior disminuido y redondo, para poder abarcarlo con una mano y tomarlo con la otra de la asa que en medio tiene para el efecto. De aquella suerte se cava la tierra muñida y hacen los camellones en que las mujeres van sembrando. Estos días son de regocijo y entretenimiento entre ellos, porque el autor del convite y dueño de las chacras mata muchas terneras, ovejas de la tierra y carneros para el gasto. La campaña en que estaban trabajando, cada uno donde le toca su tarea, estaba sembrada de cántaros de chicha y diversos fogones con asadores de carne, ollas de guisados, de donde las mujeres les iban llevando de beber y comer a menudo. Y aunque a mí no me mandaban trabajar, antes bien, cuando me entretenía por mi gusto en ayudarles y por divertirme en casa de mi huésped cogía el arado manual, por no estar ocioso, me decían que para qué trabajaba ni me ocupaba en aquellos ejercicios; que aunque fuese por entretenimiento, juzgarían algunos pasajeros o caminantes que me lo ordenaban o que era compelido a lo que de mi bella gracia y por pasar tiempo ejercitaba. No obstante este respeto que conmigo usaban, yo me convidaba siempre a coger mi tarea como los demás, con lo que obligaba, a que todos los vecinos y comarcanos me mirasen con amor y benevolencia. Aun el rebelde cacique daba muestras de no seguir conmigo el camino que con los demás cautivos había observado, pues habiendo llegado a brindar a mi camarada Tereupillán, a quien estaba yo ayudando a cavar lo que le tocaba de tarea, después de haber dado fin a la mía, me brindó también a mí, sin hablarme más palabra que decir que bebiese. Yo recibí el jarro de chicha con un �mari mari�, con tanta cortesía y sumisión, haciéndole una reverencia y acatamiento no acostumbrados entre ellos, que ayudó mucho para que el odio y malquerencia que mostraba a los españoles los fuese trocando en interior afecto, como después en lo exterior y público lo significó a todos. Tanto como esto pueden la cortesía, la humildad y mansedumbre.

     Proseguimos nuestra cava, y, al medio día nos acogimos a la sombra de unos crecidos árboles llamados �pengus�. Regaba sus raíces un arroyo cristalino y abundante, al que todos fuimos a refrescarnos, fatigados del sol y del trabajo. Tenían en el fogón las mujeres las ollas con diferentes guisados y varios asadores de carne y gran cantidad de cántaras, y botijas de chicha, de que bebimos y comimos sin medida. En breve rato volvimos a dar fin a nuestras melgas o hileras de camellones que a cada uno de nosotros nos pertenecían. Estando a los últimos tercios de nuestras tareas, como a las tres o cuatro de la tarde vimos bajar por una loma rasa y descubierta, donde en concurso alegre estábamos cavando, a un grave cacique de los distritos de Villarrica, con dos compañeros deudos y amigos suyos y otros dos criados, que traían de diestro dos caballos cargados. Al acercarse a nosotros, salió el principal cacique y dueño de aquel valle a saber quiénes eran los que venían y para dónde caminaban. Y habiéndole dicho de dónde eran y cómo se llamaban, dijo el principal de ellos que iban encaminados a la casa de Tereupillán, sin decir otra cosa por entonces. Le respondió Quilalebo que entre su demás amigos y compañeros estaba cavando sus chacras. Llevolo al sitio donde habíamos sesteado, y le recibió con la cortesía y agasajo que acostumbran, haciendo tender unas esteras o tapetes en que sentarse y poniéndole delante tres o cuatro cántaras de chicha. Después envió llamar al viejo Tarcupillán y a otros tres o cuatro parientes para que asistiesen al recibimiento del cacique forastero. Yo quedé acabando la tarea de mi compañero con los dos hijos suyos que me asistían siempre.

     Fuéronse agregando al sitio en que estaban los recién venidos los que iban dando fin a sus pertenencias y melgas señaladas, y aunque dentro de breve tiempo concluimos con nuestras faenas, nos fuimos mis compañeros y yo hacia el estero a lavarnos las manos y los rostros. En este intermedio estaban los caciques bebiendo y festejando la llegada de aquel forastero, príncipe y curaca de la Villarrica, a quien preguntaron cuidadosos la causa de haberse movido a alargarse tanto de sus distritos, cuando nunca le habían visto por aquellas parcialidades, ya que por lo menos habría catorce o quince leguas de una parte a la otra, lo que viene a ser, como ellos dicen, diferente �utanmapu�. Respondió el cacique que la noticia que tenía de un español cautivo, hijo de Álvaro, le traía por aquellos distritos, por haber sabido que estaba en casa del cacique Tereupillán.

     -Es verdad -dijeron los caciques circunstantes-, y aquí asiste entre nosotros con mucho gusto y contento.

     Me hicieron llamar a toda prisa, y no dejó de alborotárseme el espíritu, porque el que se halla con ordinarios recelos, pocas veces se asegura de infortunios.

     Fui al cónclave de los caciques, resignado en la voluntad del Señor, con mi acostumbrada humildad y compostura, y llegué a donde estaban. Llamado de mi huésped Tereupillán, me senté a su lado y él me recibió brindándome con un jarro de chicha que bebí con gusto, partiendo con los muchachos lo que quedaba, porque la vasija era de buen porte y tenía para todos.

     Al instante que me vio el recién venido, preguntó si yo era el hijo de Álvaro, a quien buscaba y deseaba ver en extremo. Habiéndole respondido que sí, se levantó de su asiento y dijo en altas voces:

     -Con vuestra licencia y beneplácito, caciques magnates y amigos, tengo de ir a abrazar a este capitán y hablar con él cuatro palabras.

     Y diciendo esas razones, se fue acercando al sitio en que junto a mi cacique viejo me hallaba sentado. Levanteme también, y arrimándose a mí, me echó los brazos amorosamente, preguntándome si le conocía o me acordaba de él. (Los demás caciques del concurso, atentos y suspensos, miraban las acciones del forastero príncipe y lo que en su presencia razonaba.) Respondile con humildes y agradables razones que no me acordaba haberle visto. Repitió, preguntándome si yo era el hijo de Álvaro Maltincampo y si tenía otro hermano mayor entre los que éramos. Le satisfice, diciéndole que no tenía otro hermano, ni mi padre haber tenido más hijo varón que a mí, aunque tenía otras hermanas. Con esta razón que le di, se volvió a los circunstantes, que estaban sentados atendiendo a sus acciones y palabras, y les dijo las siguientes, sentándose al lado de mi cacique viejo, cogiéndome de la mano y poniéndome en medio de los dos:

     -Bien os acordaréis, �ilmenes� amigos, que en tiempos pasados, siendo muchacho orgulloso y atrevido (en los primeros años de la juventud hierve la sangre y el ánimo se halla inquieto), a pesar de estar distante de la frontera de guerra, con otros amigos y compañeros me determiné a ser soldado y seguir los pasos de los que se muestran más valerosos. Quiso mi fortuna que fuese en ocasión a la parcialidad de Tirúa, cuyos habitadores aguardaban al ejército de los españoles, para cuyo efecto había convocado la más gente que asistía en aquel contorno. Tuvimos aviso de que venía marchando el escuadrón cristiano, y en un paso montuoso y estrecho aguardamos de emboscada más de mil infantes, entre los cuales me cupo a mí la suerte de quedar, y otros tantos serían los de a caballo que se mostraron al ejército español. Lo que estaba dispuesto entre nosotros era que nuestra caballería se fuera retirando a toda prisa, hasta pasar la estrechura de paso montuoso. A un costado, entre las más tupidas y escabrosas ramas de aquel monte, estábamos los infantes encubiertos, para que luego pasasen los españoles tras nuestra caballería, les cogiésemos las espaldas y los nuestros revolviesen contra la vanguardia. La disposición habría sido con buen arte y militar acuerdo, si el Maltincampo Álvaro no fuese tan gran soldado y no estuviese tan adelante de nuestros pensamientos y designios. Al punto que llegó a aquel sitio, como si le hubieran avisado de nuestro cauteloso trato, habiendo su caballería querido arrojarse tras la nuestra, la mandó detener con toda prisa y, poniendo en escuadrón su poca gente, hizo registrar nuestra montaña con la mosquetería que traía siempre por delante. Y como las pelotas (balas) penetraban lo más oculto del bosque, haciendo gran daño en los que por aquella parte tenían cogida la frente, fue forzoso el descubrirnos y salir a campaña abierta, resueltos a morir antes peleando que volver las espaldas al peligro manifiesto. Hicímoslo así, embistiendo por tres partes al escuadrón armado; la caballería nuestra acometió por otra parte. Y cuando juzgamos a los primeros lances llevarnos los españoles por delante, porque eran pocos, nos salió muy al contrario, pues trabose una batalla sangrienta, de manera que tuvimos el escuadrón desbaratado y muertos algunos españoles. Llegó entonces Álvaro el Maltincampo con un trozo de caballería y empezó, dando voces, a animar a su gente y a atropellar nuestra infantería con tal furia y valor, que dio lugar a su infantería a ponerse en orden y disparar sus arcabuces y mosquetes. Con eso nos obligaron a ponernos en huida, procurando ganar la montaña de donde habíamos salido, y nuestra caballería por otro cabo, a rienda suelta, solicitando escaparse a toda prisa. De los nuestros quedaron más de doscientos indios tendidos sin vida en aquella campaña, y algunos de los españoles también, porque verdaderamente, a la primera embestida, llegamos a ajustarnos de manera que de una y otra parte cayeron algunos. Fuimos, a toda prisa, ya desbaratados, ganando la montaña, hasta llegar parte de los nuestros a abrigarse de nuestra caballería, que por la ceja del monte se iba retirando. Juzgando algunos de mis compañeros que con mayor seguridad nos libraríamos quedando en lo más áspero del monte, nos sucedió muy al revés de lo que imaginamos, porque, habiéndolo cercado de postas, entraron los �puconas� con cien arcabuceros; disparando por entre las más espesas ramas y escudriñando los más secretos bosques, me sacaron en compañía de más de otros cientos, que por todos los cautivos fuimos más de doscientos y los muertos serían otros tantos.

     �Con esta victoria revolvió el Maltincampo su ejército para Arauco, a donde llegamos despojados, desnudos y en carnes, sólo con un trapo por delante.

     �Pidieron los indios amigos a los más principales de la tropa para matarlos, en sus parlamentos, a nuestra usanza. Entre los que señalaron, fui yo el uno, porque supieron que era hijo del toqui principal de la Villarrica: Naucuante, mi padre. Cuando me tenían ya dedicado para el primer parlamento, llegó este capitán con otros españoles a ver la multitud de prisioneros que estábamos en la guardia, o la vista de ella al sol, y como era hijo del Maltincampo, traía muchos soldados tras sí y sus muchachos. Sería entonces este capitán de siete u ocho años, poco más o menos, y habiéndome visto maltratado, lleno de sangre de una herida que me habían dado en la cabeza, desnudo, llorando amargamente mi desdicha -que como yo era muchacho también, sentía en extremo el saber que me pedían los indios amigos para darme muerte-, me preguntó la causa de mi aflicción y llanto. Al darle razón de mi trabajo y pena, me consoló grandemente, diciéndome que no moriría, porque me tenía mucha lástima; quitó a su muchacho una manta nueva que llevaba, y me la hizo poner encima, con lo que me pude abrigar. Al instante fue a su padre Álvaro y le pidió que me sacasen de entre los otros cautivos, como lo hicieron luego y me pusieron aparte. Los caciques y toquis de Arauco porfiaban en pedirme, y por apartarme del tropel de sus instancias, mandó Álvaro que me llevasen a la ciudad de la Concepción a la cadena, donde había otros ocupados en varios ejercicios. Esto fue mientras el Maltincampo iba a la dicha ciudad para pasarme a su casa y a su hacienda, que así me lo tenía prometido por intercesión de este niño. Mirad ahora, �ilmenes�, mis amigos, al es razón que tenga en la memoria tan grande beneficio como el que este capitán me hizo en su tierra siendo tan tierno y delicado.

     -Por cierto que sí -le respondieron todos-, y no sin bastantes causas se granjea las voluntades de los más extraños.

     -Proseguid vuestra historia -dijo el cacique Quilalebo-, que estamos deseosos de-saber en qué paró vuestra fortuna.

     -Aunque es tragedia larga, -dijo el forastero-, pues gustáis de escucharme lo restante de mis infortunios, los referiré despacio.

     �Llegué a la ciudad de la Concepción -prosiguió-, y después de algunos días que estuve con los compañeros, ocupado en varios ejercicios, se ofreció ocasión en que me mandaron con otros cinco prisioneros a ayudar a cavar una viña de las que estaban sobre los altos y cerros de la ciudad, desde la cual nos podían estar atalayando. Continuamos dos días este trabajo, habiendo salido en compañía de un español viejo que nos alquilaba, y dos chapetones soldados que servían de guardia. Éstos se iban a pasear y dejaban al viejo solo, juzgando que bastaría su asistencia y cuidado para los que estábamos aprisionados. Con esta advertencia, dispusimos hacer fuga el cuarto día, como en hecho de verdad pusimos en ejecución nuestros designios. Y fue de la suerte que os referiré.

     �Salimos al tercer día con intención de ejecutar lo comunicado, y parece que no se nos dispuso tan bien como deseábamos, por haber asistido los dos soldados con el viejo y comido con él aquel día, por lo que salieron tarde a su paseo. El cuarto día salimos ya resueltos a poner en obra lo dispuesto, aunque fuese a costa de las vidas de todos los tres guardianes, que a esta resolución nos indujo el haber visto que los dos soldadillos, desarrapados y sin espadas, dejaban al viejo solo, principalmente uno de ellos que se iba a pasear, y los otros se echaban a dormir sin cuidado ni recelo alguno. La confianza de vernos aprisionados y con cormas, les aseguraba del hecho que emprendimos. Llevaban de comer al viejo de su casa y a nosotros de la misma suerte a mediodía. Aquel día, quiso nuestra fortuna sernos propicia y favorable, por habernos llevado de comer más temprano que otras veces. Los muchachos solían hacerlo poco antes de tocar las campanas a vísperas, cuando empezaban a cruzar mucha gente por las calles y caminos que hubiera podido divisarlos. Como se adelantaron aquel día, se volvieron a tiempo que al de la siesta nos quedamos solos, de tal suerte que no aparecía alma. Uno de los chapesillos y guardianes se echó a dormir, luego que acabó de comer, debajo de unas ramas que para reparo del sol habían subido a lo alto de la viña, y el otro, al instante se fue a pasear como solía, de modo que no paraba un momento con nosotros. Sólo el viejo nos asistía, con un chuzo o lanzón en la mano, el que más le servía de bordón para afirmarse, que de arma para su defensa. A éste lo engañamos con astucia, diciéndole que cavando en una cepa habíamos descubierto una �huaca�, en la cual parecía haber algún tesoro sepultado. Pusímonos como admirados, a la redonda del hoyo o socavón descubierto, y cuando el viejo nos vio de aquella suerte, solícito y cuidadoso que fue allegando a nosotros, preguntando la causa de nuestra admiración. Todo esto dijimos por hallarnos juntos para matarle, porque no se nos escapase. Dijímosle lo referido de la cueva, y el pobre inocente se acercó a mirarla. Luego que estuvo entre nosotros, le cogió por la espalda uno de los más atrevidos y alentados, y otro le descargó en la cabeza tan grande golpe con uno de los azadones con que cavábamos la viña, que lo dejó sin sentido. Al segundo quedó privado de la vida. Uno de los nuestros estaba advertido de que cuando el viejo se fuese arrimando a nosotros, él se acercase al dormido, y en descargando el golpe sobre el anciano, ejecutase también en el inadvertido chapetón la sentencia de muerte pronunciada. Sucediose a medida del deseo y como lo pintamos, y con un machetón que traía el viejo y con los azadones que teníamos, hicimos las cormas treinta mil pedazos. Había entre nosotros dos valerosos indios, baqueanos de toda la tierra y expertos de los caminos de la cordillera, por haberlos pisado algunas veces. Entrando en consulta, resolvieron encaminarse hacia la costa por el propio camino de las chacras y estancias de los españoles. Así lo hicimos, y en unas serranías y barrancas que estaban cerca del lugar, que las olas del mar combatían, nos emboscamos. En ellas estuvimos hasta más de la media noche. Quiso también nuestra dichosa suerte que hasta ponerse el sol no nos echasen de menos, porque el soldado que se iba a pasear, volvía siempre a aquellas horas, y hasta entonces no pudo dar aviso de lo que pasaba. Habiendo hallado a los compañeros muertos y las cormas por el suelo hechas pedazos, fue a tocar arma a prima noche a los de la ciudad y a sus oficiales militares, por lo que no pudieron echar gente en demanda de nuestros rastros sino muy tarde y a deshora de la noche obscura. Enviaron a coger todos los caminos, juzgando, claro está, que habíamos de tirar para nuestras tierras; mas los baqueanos y astutos compañeros se fueron caminando por el camino real de las estancias de los españoles. Con esto, era imposible cogernos el rastro, porque era forzoso que ellos tirasen hacia nuestras tierras a cortar los caminos, y nosotros a la contra, nos encaminábamos a las suyas. Aquella noche salimos de las barrancas del mar, y en algunas estanzuelas, cuyas plantaciones estaban arrimadas a sus orillas, encontramos los caballos que hubimos menester, dos aquí y otros tantos en otra parte, con los que nos aviamos muy a gusto. Pasamos aquella noche el río que llaman Itata, camino para Santiago, y sin recelo alguno nos fuimos arrimando a la cordillera nevada. Por un camino de los �puelches� -que son indios serranos de diferente lengua y traje- a orillas de un río que llaman Longaví, nos entramos a un valle que se nos mostraba ameno entre dos cordilleras. Antes de entrar en estas serranías. y ásperos despeñaderos, nos pertrechamos de corderos terneros, legumbres de las chacras y otros caballos que encontramos con qué aliviar los primeros; los unos y los otros nos fueron de mucha importancia para la brevedad de nuestro viaje por entre aquellas serranías y pedregales. En. mi vida había visto mi aun imaginado que pudiesen ser tratables tan empinados cerros, por muchas partes cubiertos de cuajada nieve, pasando por encima de ella en diversas estrechuras, ya que lo áspero de sus veredas nos obligaba a de ordinario a pasarlas a pie, con los caballos de diestro.

     �Con esto, dejamos burlados a los que nos asechaban por las fronteras del Bío-Bío, que es el camino común para nuestras tierras; y aunque e1 que trajimos fue trabajoso y dilatado, aseguramos con eso nuestras vidas. Dejo las penalidades, miserias y desdichas que padecimos, porque al referirlas parecerían, increíbles a los que no han experimentado sus rigores. Sólo diré que al cabo de treinta días penetramos los más ásperos rincones de esa sierra nevada y vinimos a salir junto a Lirquén, de donde eran naturales dos de mis compañeros, que fueron los que nos guiaron por aquel derrotero. Llegamos a unos ranchos de sus parientes y conocidos, los que por muy buen rato se quedaron suspensos y atónitos de habernos visto de repente en sus tierras y en sus casas, cuando nos tenían por muertos y olvidados. Con notable júbilo y alegría volvieron en sí, abrazándonos una y muchas veces, y a nuestra llegada se hizo aquella noche gran festejo, con un gran convite y baile. Como yo estaba con grandes ansias de pasar a mi casa por ver a mi amado padre, madre y parientes, me fui otro día caminando por entre los nuestros, con aplauso común de toda aquella �regüe�, principalmente de los amigos de Naucuante, mi padre; los más vecinos de Villarrica, mi patria, deudos y conocidos, me llevaron a mi casa, habiendo antes enviado a avisar a mis padres, que con toda prevención y regocijo me aguardaron.

     �Dejo a la consideración de cada uno los convites que con mi llegada harían mis parientes y vecinos, juntándose en nuestro rancho más de doscientas almas, con lo que los bailes y entretenimientos duraron más de ocho días, y cuán gustoso me hallaría yo de verme entre los míos, regalado, celebrado y aplaudido.

     �Toda esta tragedia de mis sucesos os he referido, para venir a acabar en ella con deciros que a este capitán, hijo del Maltincampo Álvaro, debo la vida que tengo, los regocijos, los aplausos, y los gustos que hoy poseo. Y no cumpliera con la obligación de mi sangre ni saliera bien de los empeños en que me puso, si luego que supe de la llegada de este capitán hijo de Álvaro, que tan nombrado y conocido es en toda nuestra tierra, no solicitase con todo esfuerzo buscarlo y descubrirlo, para agradarle el bien y el agasajo que en trance tan peligroso me comunicó de niño. Como sé lo que es estar cautivo, juzgo al pobrecito temeroso, triste y disgustado. Y puesto que sois mis amigos, con todo encarecimiento os ruego y suplico muchas veces me ayudéis a estimar y a agradecer a este capitán la acción que conmigo hizo, en que se manifestó ser de ilustre sangre, de buen corazón y generoso pecho. Regaladle, defendedle y consoladle, que al tanto os ofrezco hacer en que se ofreciere y tuviereis gusto de mandarme.

     Apenas acabó de pronunciar estas razones, cuando se levantó de su asiento el cacique Quilalebo, y se vino a donde yo estaba, diciendo en altas voces con notable regocijo:

     -Abrazadme, capitán, que de hoy en adelante habéis de ser mi íntimo camarada y amigo verdadero.

     Yo me levanté con toda sumisión y reverencia a abrazarle, obedeciendo su mandato. Después, cogiéndome del brazo, me sentó junto a sí, y prosiguió sus razones de esta suerte:

     -Bien os consta y sabéis con evidencia, caciques amigos y compañeros -nombrando por sus nombres a los más antiguos y principales, que es lo que acostumbran en sus parlamentos-, que desde que despoblamos antiguas ciudades y de nuestras tierras aventamos a los españoles, no he podido reducirme a hablar a ninguno de cuantos cautivos han estado entre nosotros; ni aun a mirarlos a la cara me he inclinado, por las malas obras y vejaciones que experimenté en los primeros españoles, no habiendo podido tolerarlas, y aún ahora, repetidas y traídas a la memoria, me lastiman y ofenden. Ésta fue la causa de que me hubiese quedado tal horror y aborrecimiento a sus acciones; mas os aseguro de verdad que con ser así lo referido, luego que vi a este �pichihuinca�, naturalmente, en lo interior de mi corazón tuvo lugar su agradable aspecto,-su humildad y su compostura. Ahora, con lo que vos, Lepumante (que así se nombraba el cacique de Villarrica), habéis dicho, acreditando el concepto que de este capitán tenía, no me tendréis a liviandad que haga con él estas y muchas finezas más.

     Y volviendo a echarme los brazos, me dijo que había de ser su �quempo�, ofreciéndome una hija mestiza que tenía, de muy buen parecer, y otras cosas notables que en su lugar se irán manifestando después.

     Volvamos ahora al cacique forastero Lepumante. Preguntome si me acordaba de él y de lo que había referido. Le respondí que de haber hecho la acción tenía memoria, pero que me faltaba el conocimiento de la persona en quien la había obrado, y que así no estaba cierto si fuese él u otro el beneficiado.

     -Pues yo era, capitán -repitió-, y me acuerdo bien que traías un vestido azul con muchos pasamanos de plata, y la manta que me diste era verde, con listas amarillas, blancas y azules; la traje a mi tierra y siempre que la miraba me acordaba de ti y del bien que me hiciste. Y al punto que supe que estabas de esta banda del Imperial, te mandé labrar una manta, dos camisetas y unos calzones, para que tengas con qué mudarte y andes limpio. Si nuestras alhajas fueran demás lucimiento y costo, ten por sin duda que igualarán a mis deseos cuando no a lo que mereces.

     Con esto, llamó a uno de sus criados que estaba viendo las cargas y le mandó que las trajese a mi presencia; hízolo así el criado y trájome el repuesto a donde yo estaba, en presencia de todos los demás caciques, quienes me daban muchos parabienes, haciéndome cada uno de ellos grandes agasajos. El regalo fue compuesto de lo que referiré:

     Primeramente, cuatro botijas de chicha regalada; dos de frutilla pasa, que es de las mejores que se beben y el género que más dura sin acidarse, y que no es común como las demás, las otras dos de manzana, que, como no esté pasada de punto, es cordial y de lindo gusto. Lo segundo que me pusieron delante fueron dos zurrones de frutilla seca y bien pasada, y otros de harina tostada de maíz, vuelta con quinua y made, con unos bollos de porotos en medio, linaza tostada y otras legumbres gustosas de que ellos usan por regalo; dos docenas de rosquetes de huevos y otras dos de panes de maíz que llaman �umintas� y nosotros tamales; dos docenas de gallinas y capones y una botija de miel de abeja clara y de extremado gusto. Después de esto, desenvolvió un lío o fardillo, en que me traía una manta muy bien labrada, dos camisetas, la una pequeña, cerrada por los lados y flocada a la redonda, que así las usaban los caciques debajo de las demás camisetas grandes, que sirven como a nosotros de coletos de gala o armadores; ésta era muy curiosa, labrada y listada de varios colores; otra camiseta colorada que parecía un terciopelo carmesí, con unos calzones de la misma tela, guarnecido por los cantos y costuras de un galón amarillo con azul entretejido. Y al fin de todo esto que mi amigo Quilalebo encargó a su mujer y a su hija, me echó al cuello una bolsa muy curiosa que se quitó de encima, la cual usan también los caciques pendiente de una curiosa faja a modo de tahalí entre nosotros, y en secreto me dijo que guardase aquellos panecitos que estaban dentro para llevar a mi tierra, que allá servirían de algo, porque los españoles antiguos decían que era el género de mayor estimación que se hallaba entre ellos y de precio más elevado.

     Le agradecí como era justo su regalo y presente, y mucho más la acción pública que conmigo hizo, pues de ella se originó que los que no me comunicaban, lo hicieran con agrado y cortesía, y los que me tenían buena voluntad; la continuasen con mayor afecto.

     Aquella noche estaban dispuestos el baile y regocijo que acostumbran en sus cavas y en el trabajo de sus sementeras. Por haberse el sol ya trastornado, se quedó con nosotros mi correspondiente, y el cacique Quilalebo, dueño del festejo, celebró su llegada con algo más de lo prevenido, porque verdaderamente era ostentativo y galante en sus acciones. Después de haber cenado espléndidamente y bebido de la chicha regalada en el obsequio, nos fuimos al fogón, donde se había principiado el baile, los caciques viejos y el de Villarrica conmigo, quienes me rogaron que bailase con ellos, como lo hice por darles gusto. En medio de este entretenimiento, cogió de la mano Quilalebo a su hija, que estaba entre las demás bailando; la trajo acompañada de las otras a donde nosotros estábamos, y le dijo que me cogiese de la mano y bailase conmigo, porque ya me la tenía dada por mujer. Los demás caciques se acomodaron con las otras que venían en su compañía y empezaron a bailar con ellas de las manos. Yo, a persuasiones de Quilalebo y de los demás principales ancianos, hice lo propio. Antes de esto, brindáronnos las mozas, que es lo que acostumbran las solteras cuando quieren que la correspondan los que no tienen mujeres o cuando quieren hacer alguna lisonja a los caciques ancianos, y de esta suerte suelen casarse en estas fiestas o bailes que llaman ellos �gñapitún�.

     Jamás me vi más atribulado ni más perseguido que en demonio que en esta ocasión forzosa e inexcusable, porque era aplaudido de los caciques y solicitando con amor y voluntad a sensuales apetitos. Si en otras ocasiones me pusieron en semejantes empeños, no fue con tantos aprietos ni demostraciones tan afectuosas como las de Quilalebo, padre y dueño de las acciones de su hija.

     Puesto ya en el empeño, con la moza de la mano, con buenas razones le dije que eran de grande estimación para mí los favores que su padre tan a banderas desplegadas me hacía; que estaría toda mi vida con el reconocimiento debido a tamañas honras y agasajos, porque las muestras que me había dado de su afecto con acción tan generosa y tan del alma, entregándome una prenda de tanta estimación como lo era su hermosura, no era para menos que para confesarme por humilde esclavo suyo y de ella. Sin embargo, le suplicaba, como tan cuerda y entendida, perdonase la cortedad y encogimiento que hallaría en mis acciones -y esto fue quitandome mi mano de la suya-, porque la deseaba servir con más fundamento y con más seguridad de mi alma. Además, como no era cristiana y profesaba diferente ley que la mía, no podíamos los cristianos quebrantar nuestros institutos en ofensa de Dios Nuestro Señor; esto era lo principal para mi reparo. Lo otro, el estar aguardando la primavera el trato de mi rescate, y que sentiría en extremo prendarme de su amor para no ser por muchos días;

que le prometía con toda verdad que si por algún camino se perturbase mi rescate y no tuviese efecto el verano siguiente, trataría de quedarme con su padre y de ajustarme a vivir entre los suyos. Respondió la moza cortésmente y con agrado que ella no había de hacer más de lo que su padre le ordenase.

     A todo esto, estaban cantando y bailando los demás caciques, mis padrinos -que ya me juzgaban casado-, dando vueltas con las otras compañeras a la redonda del tamboril; en medio de todos, el que les tocaba, sirviendo de maestro de capilla, al que seguían los circunstantes en los altibajos de su voz y tonada.

     En esta ocasión llegó la madre de esta muchacha al sitio en que nos hallábamos parados, metidos en nuestra conversación. Me brindó con un jarro de chicha dulce y clara de las botijas que me había traído Lapumante, tratándome ya como a su yerno, diciéndome el gusto que tenía de que Quilalebo, su marido, me hubiese dado a su hija; ella era de las señoras principales de Valdivia, y aquella niña, nieta de uno de los conquistadores antiguos que me nombró, y como cosa que importaba poco -estando ella connaturalizada con aquellos bárbaros-, no encomendé a la memoria su apellido. Hallé blanco cómo decirle los inconvenientes que por entonces se me ofrecían para no empeñarme en el amor de su hija, repitiendo lo propio que antes con razones corteses y agradables. Como mujer de entendimiento, aunque abrutada en el lenguaje, traje y costumbres, me respondió que le parecía muy ajustada mi razón, pero que no obstante lo propuesto, Quilalebo tenía voluntad de que yo la festejase y bailase con ella de la mano y cogiéndosela a la hija, me asió la buena vieja a mí de la otra, y en medio de las dos, mostrándome alegre y placentero, hice lo que los demás circunstantes en concurso común ejecutaban. Y aunque corporalmente asistía, a más no poder, en medio de estos combates, el espíritu y el corazón estaban ante la presencia de Dios, solicitando su ayuda y eficaz auxilio.

     Gran felicidad es la de un cautivo cuando preso y esclavo, se arrastra del común concurso los aplausos y en los mayores enemigos halla vinculada su defensa y no solicitada dicha. Entonces ponía yo mayor freno a mis acciones y con doblado recato me portaba.

     Recogime con el cacique de la Villarrica a descansar del trabajo de aquel día, para mi bien penoso, si para ellos alegre y regocijado. En breve rato nos quedamos con el sueño privados de nuestros sentidos, y los demás del concurso, continuando sus voces y cantos con tamboriles y bailes, comiendo y bebiendo con gran gusto lo restante de la noche.

     Amaneció otro día para nosotros más tarde, por haber sido la noche entretenida y haber estado lo más de ella desvelados. Despertamos del sueño el sol bien alto, si bien las mujeres de Quilalebo madrugaron juntamente con él, como quienes tenían a su cargo el regalarnos. Poco después de los dueños de casa me levanté del lecho, dejando en él al compañero, y con un mesticito, hermano de la moza contenida en el tratado casamiento, salimos al estero a repetir el continuado baño de mañana. Allí encontramos algunas muchachonas desnudas en el agua sin rebozo. Entre ellas, la mestiza hermana de mi compañero -que también por su parte me insistía y solicitaba que la comunicase más a lo estrecho- se señalaba y sobresalía por blanca, por discreta y por hermosa. Confieso a Dios mi culpa, y al lector como humano, que no me vi jamás con mayor aprieto, tentado y perseguido del común adversario, porque aunque quise de aquel venéreo objeto apartar la vista, no pude; al punto que nos vieron las compañeras que con ellas estaban, nos llamaron, que en estos entretenimientos y alegres bailes, como solteras, sin dueños ni maridos, suelen servir de bufonas. Porque no me juzgasen extraño y descortés a sus razones, respondí con agrado y buen semblante, diciendo que a otro cabo nos íbamos a bañar con toda prisa. Y aunque nos convidaron con el sitio en que ellas desnudas asistían, pasamos de largo a otro emboscadero y lugar más oculto, excusando el convite con palabras de chanza y respondiendo conforme nos hablaron.

     Veamos por un rato la tentación tan fuerte que en semejante lance el espíritu maligno me puso por delante: a una mujer desnuda, blanca y limpia, con unos ojos negros y espaciosos, las pestañas largas, cejas en arco que del dios Cupido tiraban flechas, el cabello tan largo y tan tupido que le pudo servir de cobertura tendido por delante hasta las piernas, y otras particulares circunstancias que fueron suficientes por entonces a arrastrarme los sentidos y el espíritu, que al más atento y justo puede turbar el ánimo una mujer desnuda. A este propósito, dijo un poeta los siguientes versos:

                                            �Porque la mujer desnuda                                                     
cosa perniciosa es,
ha de estar entre vidrieras
porque el aire no la dé�.

     Mas, después de haber experimentado lo que es la mujer en carnes, trocara yo los versos de esta suerte:

                                        �Porque la mujer desnuda                                                     
cosa perniciosa es,
ha de estar entre paredes
porque no la pueden ver.�

     Y esto sería lo más seguro para no poner tropiezos a nuestra fragilidad humana.

     La mejor gala y hermosura en la mujer son, en mi opinión, la limpieza y la frescura, y ésta es la que lleva y arrastra el apetito, más que la gala, el ornato y el afeite, porque hay algunas que salen de los límites de este antiguo abuso de tal suerte, que por donde piensan granjear aplausos y favores, son objetos de risa a los más cuerdos.

     Salimos del estero mi compañero y yo, y volvimos al rancho alegres, limpios y frescos. En la puerta encontramos al cacique Quilalebo, en su opinión y voluntad mi suegro, quien me recibió con los brazos abiertos, y echándomelos al cuello amorosamente, me dijo:

     -�Mari mari, quempo�, �cómo os ha ido esta noche? -juzgando que yo había tenido más familiar trato y amoroso empeño con su hija.

     Respondí que me hallaba gozoso, estimando en extremo sus favores, que eran muy propios de quien era. En este tiempo salía con otros caciques el de Villarrica, y antes de encaminarse al río para el acostumbrado ejercicio de la mañana, rogó a Quilalebo que le hiciese traer sus caballos, porque deseaba volver a su casa a concluir también sus sementeras, porque el año al parecer daba muestras de ser seco. Respondiole mi �suegro� que no quería que se fuese tan aceleradamente de su casa, porque se habían de holgar y entretener muy despacio una vez que había aportado a sus distritos, además de que sus caballos no aparecían. Y todo esto fue en chanza y con burlesco modo, porque el viejo era de humor alegre, jovial y entretenido. Replicó el de Villarrica que no le hiciera mala obra en detenerle, porque como ya sabía el camino para su casa, volvería a verle más despacio a él y a su amigo el capitán.

     Envió con esta resolución por los caballos y mandó hacer de comer con toda prisa, aunque ya las mujeres lo tenían dispuesto. Volvieron los caciques de su baño y sentáronse al sol en unos tapetes o esteras a la usanza. Allí les sacaron cuatro cántaras de chicha de buen porte con sus botijas de madera, que llaman �malgues�, con las cuales sacan la chicha para repartirla y brindar a otros. Entregáronme una cántara de aquéllas y las demás repartieron a los compañeros, quienes fueron brindando, como lo hice yo también, dando principio por el huésped y acabando por los demás que estaban sentados con nosotros. En medio de estos brindis, fueron trayendo de comer y dentro de breve rato dieron principio al baile, por ver si podían detener al cacique forastero con la variedad de instrumentos que tocaban.

     En esta ocasión llegaron los caballos, que habían salido a ayudar a buscar sus dos criados, porque no los conocían bien los muchachos de Quilalebo. Y luego trató el huésped de ponerse en camino, sin que pudiesen detenerlo un punto. Dejo algunas circunstancias que pasaron, por no dilatarme en lo que no hace muy al caso ni es lo más esencial. Despidiose de mí con gran ternura y rogó a Quilalebo y a Tereupillán, con quien yo asistía, que mirasen por mí y me regalasen y que de su parte también solicitasen el rescate; que él procuraría dar la vuelta en breve, y que con su licencia me había de llevar entonces por diez o doce días a su casa. En esta conformidad quedaron los unos y los otros y se despidieron con mucho amor y gusto de haberse comunicado y conocido, que los que son de parcialidades diferentes y tan dilatadas no se comunican todas veces ni aun se conocen. Abrazome dos veces, el buen cacique, dejándome con su vista consolado y con la acción que hizo.

     Quedaron ocupados los vecinos, y comarcanos en dar fin a su tareas algunos, y a la tarde se fueron despidiendo los unos de los otros, habiendo trabajado, entreteniéndose con banquetes y bodas extraordinarios. Despidiose también Tereupillán, y Quilalebo no permitió que me llevase, rogándole me dejara en su casa por algunos días, pues era lo propio estar en ella que en la suya. Aunque yo sentí no volver con mi viejo camarada, disimulé por entonces y a solas le rogué que dentro de tres o cuatro días enviase por mí con pretexto de haber tenido un mensaje de Maulicán, en que avisaba no me dejase de la mano, ni me entregase a otra persona que a él o algún pariente suyo, porque sus enemigos solicitaban por mil caminos cogerme solo y llevarme a un parlamento que se estaba disponiendo para quitarme la vida. Y cuando se despidió de mí y del viejo, le previno todo lo referido. Hice esta diligencia por apartarme de la ocasión y peligro en que quedaba, con riesgo de caer en desgracia de Dios Nuestro Señor, habiendo de dar gusto al que me mostraba amor y entrañable voluntad.



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Cuarta parte

     Dejome pues, Tereupillán en aquella parcialidad, en casa de su amigo y deudo Quilalebo, y en mi compañía uno de los chicuelos, hijo suyo, que me asistía de ordinarios y con grande oraciones. Agregáronse a mí luego el mestizo hijo de Quilalebo con otros muchachos vecinos, que como todavía yo lo era, fácilmente se allegaban a comunicarme. Salíamos a la campaña a entretenernos unas veces a la pelota, otras a la chueca, y a ratos íbamos a ayudar a las mujeres a sembrar lo que habíamos arado. Asistimos con ellas una tarde, ayudándoles más a beber que a trabajar; nuestro viejo Quilalebo, hallándose solo, vino en nuestra demanda y nos halló dando fin a un cántaro de chicha y comiendo unos bollos de maíz y porotos muy bien sazonados. Convidamos al viejo luego que llegó, y él se sentó a mi lado, echándome los brazos y diciéndome:

     -Capitán, muy enojado me tenéis porque no habíais a mi hija, habiéndoosla dado para que os sirva.

     -Ya le dije a vuestra mujer, y a ella por lo consiguiente -respondí- al cacique-, que no podíamos los cristianos tener cohabitación con las mujeres que no lo eran nuestras y profesaban diferente ley. Esto es lo que me acorta para no extender mis acciones a lo que mi agradecimiento debe y la voluntad se inclina.

     -Pues, si no es más que esa la dificultad -dijo el viejo-, fácil es cristianarla, que eso lo podéis hacer cuando tuvieres gusto.

     -Síguese mayor inconveniente de esta acción -repliqué-, por quedar ligado en parentesco muy cercano, de tal suerte que vengo a ser padre espiritual, como lo sois vos por naturaleza; y como es cosa torpe y fea mezclarse los padres con las hijas, fuera mayor mi delito.

     -Callad, capitán. �Yo no soy cristiano también, que me he criado entre españoles y los conozco más bien que a mis manos? �Para qué me decís a mí eso?

     -Pues, si sois cristiano, como decís, y os habéis criado con ellos, �no sabéis que hay Dios que castiga nuestros pecados, porque aborrece la maldad y la insolencia, Quilalebo amigo?

     -Eso debe ser así, pero yo no lo he visto. No me hagáis hablar, capitán, que os diré tantas cosas que os admiraréis de escucharlas.

     -No me maravillaré -dije-, porque somos hombres frágiles y estamos sujetos a todas las desdichas, si nos deja Dios de su mano.

     -En aquellos tiempos -prosiguió el viejo- no vimos que a ninguno castigase Dios.

     Bien pude decirle cuán castigados habían sido sus primeros dueños, como después se lo advertí. Pero como teníamos trabada conversación, no quise cortar el hilo de su discurso, antes le fui abriendo la puerta para que prosiguiese con materia que deseaba saber y hacerme capaz de aquellos antiguos alzamientos y alborotos. Así, le respondí que me holgaría de saber algunas cosas mal hechas que le parecieran a él dignas del castigo de Dios, porque había oído ciertas cosas exageradas.

     -Ahora, pues, capitán amigo, ya que me sacáis a barrera, os contaré la causa de nuestros alborotos y de haber quedado yo con tan mala querencia a vuestros antepasados.

     -Mucho gusto tendré en escuchar vuestras razones, porque verdaderamente hay varias opiniones que se encaminan unas a culpar a los españoles, otras a la inconstancia de vuestros naturales.

     -Pues, escuchadme un rato, por vuestra vida repitió el viejo-, y juzgaréis después lo que os pareciere.

     �Los pateros en quienes teníamos puestas nuestras esperanzas de que hallaríamos segura protección y amparo cierto eran peores que los propios seglares nuestros amos. Como nuestras poblaciones y rancherías estaban de ordinario sin la asistencia de indios tributarios, por estar trabajando en sus tareas, los contenidos padres doctrineros, con pretexto de enseñar a rezar a los muchachos y chinas, se entraban en las casas con descoco y hacían de las mujeres lo que querían por engaño y dádivas; y cuando se resistían constantes, las mandaban ir a la iglesia para que aprendiesen a confesarse, y en las sacristías las atemorizaban y les decían que en aquel lugar en que estaban, si no consentían con lo que el patero les decía, que el �Pillán algue� las había de castigar severamente, y que si hablaban palabra o lo que al oído les decía, y lo que hacían, las había de quemar vivas. De esta suerte, dentro de las iglesias violentaban muchas doncellas, forzaban casadas y reducían a su gusto a las solteras. Algunas mujeres casadas comunicaron con todo secreto a sus maridos el caso, encargándoles encarecidamente el silencio y que no lo publicasen.

     �Resolviose uno de los lastimados a llegar a solas a su amo, que le mostraba voluntad, a decirle que por vida de sus hijos y mujer se sirviera escucharle dos razones, con cargo de que habían de ser sólo entre los dos. El amo le aseguró todo silencio, deseoso de saber alguna novedad, creyendo que podría ser el aviso de algún alboroto o rebelión entre ellos. Díjole el indio.

     �Habéis de saber, capitán y señor, que vengo a deciros una cosa que desde que la supe me ha tenido el corazón entre dos piedras, y tan lastimado y dolorido, que me ha sido forzoso significaros mi pesar.

     �Y refiriéndole lo que arriba queda indicado, le preguntó si lo que hacían aquellos padres con sus mujeres era antigua costumbre entre los españoles, y si con sus mujeres hacían lo propio.

     �El amo de este indio sin duda era discreto y entendido, como lo mostraron sus razones. Respondiole suspenso y admirado, haciéndose cruces en el rostro, con grandes demostraciones de sentimiento:

     -�No puedo creer que eso sea así de ninguna suerte. Y mirad que es caso grave el que me habéis dicho, que si averiguase por algún camino que algún sacerdote ha cometido delito semejante, lo quemarían vivo, y por lo consiguiente, si alguien levantase testimonio el sacerdote o revelase lo que no era, por hacer daño, tendría el mismo castigo. Así callad la boca y averiguaremos el caso de secreto. Si tuviere fundamento lo que me habéis dicho con todo secreto, sin que lo sienta la tierra, veréis cómo es castigado con toda severidad y rigor. Por vuestra vida, que no publiquéis esto, que a todos importa; traed esta noche a vuestra mujer a mi casa, que quiero examinarla con cuidado. Hízolo así el indio; el amo se informó de ella y citó a otras, con cuyas declaraciones quedó manifiesta la del indio. Con esto, encargó a todas el silencio, dándoles a entender que con todo recato y disimulo se había de castigar a aquel sacerdote y llevarlo a parte donde purgase su pecado. Y el castigo que le dieron fue enviarlo a Santiago, donde supimos que se estaba paseando. Y ésta fue la pena que tuvo maldad tan grave, �Cómo decís los españoles que las iglesias no son más que para rezar y decir misa en ellas? Sois unos embusteros, aunque perdonéis, capitán.

     -Con admiración he escuchado vuestras razones -respondí al cacique- y ahora no me maravillo de que fuesen asoladas, destruidas y abrasadas estas ciudades antiguas; que aunque os parece, amigo Quilalabo, que no tuvieron castigo de la mano de Dios semejantes excesos y maldades, las propias ruinas de estas poblaciones y edificios abatidos, las muertes y cautiverios de tantos españoles y españolas nos están insinuando con manifiestas acciones la recta justicia de nuestro Dios y Señor.

     Quedamos con el fin del día recogidos en el rancho de mi amigo y suegro Quilalebo, o por lo menos en demanda de su abrigo, caminando a aquellas horas a gozar del sosiego y descanso que con su descanso la noche nos ofrece. Estando en los segundos tercios de ella, cuando las voces ni humanos ecos se escuchan, y aun cuando las de los canes más vigilantes se suspenden, como dijo Ovidio, llegó un mensajero de Tereupillán con aviso de que habían bajado algunos valentones del distrito de la cordillera con pretexto de comprar algunos bastimentos, siendo au principal intento ver si me podían haber a las manos y, como aves de rapiña, arrebatarme súbitamente y llevarme a un parlamento que se estaba disponiendo para quitarme la vida; porque, como dije más atrás, quedaron los caciques serranos corridos y avergonzados por no haberles cumplido Maulicán la palabra que en el camino les había dado. Por esta causa, se habían convocado con un toqui principal llamado Lemullanca, de la parcialidad y territorio de Llaneare y Maulicán, mis amos, quien hacía todo esfuerzo y ponía todo su poder en dar trazas y modos para conseguir su pretensión y la de sus aliados. Además de haber esparcido más de veinte indios en cuadrillas de a seis y de ocho, envió dos mensajeros al cacique Tereupillán, en cuyo poder me había dejado el dueño de mi libertad, para que me sacasen con fraudulento mensaje.

     Luego que el cacique Quilalebo oyó el mensaje que Tereupillán le había enviado, no dejó de alborotarse, por haber sabido dos días antes de cómo habían llegado una legua de su casa algunos de estos compradores, con achaque de comprar maíz, pescado y otras legumbres. Receloso de lo que podía sucederme, se levantó de la cama a aquellas horas y me dijo que quería llevarme a una cueva que tenía oculta y muy secreta, mientras pasaba aquel rumor y también en qué paraba el parlamento que estaban disponiendo en Repocura. Le respondí que para qué me quería llevar a padecer penalidades y trabajos en soledad desierta, lóbrega y triste; que de qué se recelaba, estando en su tierra y en su casa, acompañado de sus hijos, parientes y amigos; que quién se había de atrever a mirarme a la cara, estando bajo su amparo y favor; que esos indios que decían no habían de andar en parcialidades ajenas con armas en las manos, sino como tratantes y mercaderes de lo que tenían necesidad. Y aunque hubieran venido con el designio que nos aseguraba el mensajero, sería por si podían cogerme solo o con algunos muchachos en la campaña, como los días pasados en que nos alargamos hasta el río de la Imperial, y puede ser que hubiesen tenido ciertas noticias de nuestro paseo y viniesen a buscar otra ocasión como la pasada.

     Habéis pensado bien, me dijo Quilalebo. Estaos en casa, que aquí tendremos a nuestros parientes y amigos con toda prevención para lo que se pueda ofrecer.

     Mandó a hacer fuego y sacar un cántaro de chicha para el recién venido mensajero, del que entre todos bebimos. Sosegados con las razones que me oyeron, volvimos a continuar el sueño, habiendo antes enviado a prevenir que vinieran con sus armas los comarcanos, deudos y amigos que en distrito de una cuadra o poco más tenían sus ranchos. Al amanecer estuvieron con nosotros más de veinte indios con sus lanzas y flechas a saber del cacique lo que había de nuevo. Con su llegada nos levantamos todos, y el cacique Quilalebo, agradecido de su puntualidad y cuidado, los festejó con ocho o diez cántaros de chicha y con un espléndido almuerzo, porque el viejo era magnánimo, ostentativo y agradable, causa por la cual todos los comarcanos, lo estimaban con respeto. Retiráronse luego a sus casas, habiéndoles dado a entender el aviso que había tenido. Respondieron todos que no tenía que darle cuidado lo propuesto, que como yo no me desmandase en andar solo por esas campañas de donde me pudiesen arrebatar al vuelo, de lo demás que recelábamos me podía asegurar, porque ellos no podían faltar a mi defensa y a todo lo que les ordenase y fuese de su mayor gusto. Con estas razones se despidieron, dejando a Quilalebo agradecido y gustoso y el mensajero se volvió a casa de Tereupillán de quien había sido despachado.

     Habiendo despedido a nuestros huéspedes, las mujeres y chusma de la casa se fueron a sus chacras a resembrarlas, limpiarlas y asistirlas.

     Quedamos solos Quilalebo y yo a las espaldas del rancho, gozando de los apacibles rayos del sol, que en aquella altura la primavera tiene más frescos efectos que aun el mismo invierno. El abrigo y lo templado del día nos convidaron a suspender un rato los sentidos, y si a mí me solicitaba el deseo de haber visto al buen viejo dormido y sosegado, por otra parte me desvelaban los cuidados con que me hallaba.

     Al cabo de dos horas, el viejo Quilalebo con alegre semblante despertó del sueño, llamándome apresurado, y significándome lo que en mi favor había soñado.

     -Habéis de saber, capitán, me dijo, que acabo de llegar de vuestra tierra con una capa azul que me habíais dado, habiéndoos dejado con gusto entre los vuestros, que con grande aplauso y regocijo os recibieron. Mirad que esto no puede faltar, porque nunca mis sueños han salido en vano.

     -Yo os agradezco, le respondí, el consuelo y alivio que con vuestras proféticas palabras dais a mis pesares y congojas En ellos se conocen los verdaderos deseos que tenéis de mi rescate y de que vuelva gustoso, a gozar de mi libertad perdida, porque el sueño no es otra cosa que una representación viva y eficaz de lo que en el discurso del día se continúa en la memoria. Así, juzgo que habéis soñado lo que vuestro amor y buena voluntad me desean.

     -Es verdad, me respondió, que todo lo que os toca y es de vuestra conveniencia y encaminado al seguro de vuestra vida, os lo deseo y solicito. Y tened por cierto lo soñado.

     -Quiéralo Dios así, amigo Quilalebo, que cuando se cumpla vuestra profecía, no os podrá faltar la capa azul y lo que más fuere de vuestro gusto.

     -Mucho estimo vuestro ofrecimiento, capitán, me respondió el buen viejo; y porque conozcáis cuánto es lo que os estimo, aunque veo cargado de muchos años, no os tengo que dejar de la mano hasta que con todo seguro os ponga entre los vuestros. Y tomad esta palabra de mí, que la cumpliré a ley de quien soy, y no se pasarán muchos días sin que veáis ejecutado lo que es he dicho.

     Agradecí al cacique la oferta que me hizo y proseguimos nuestra conversación, que fue de varias cosas.

     Las causas que justifican las guerras que contra infieles jamás vistos ni adoctrinados, se emprenden, son el haber estorbado o impedido que nuestra fe católica entrase en su tierras o distritos, habiéndola querido entrar por buenos y apacibles medios, o habiéndola blasfemado con persecuciones patentes o perversas persuasiones. Habiendo permiso declarado del príncipe, se les puede hacer guerra, bien manifiestas y averiguadas estas causas.

     Reconocida por los efectos la intención con que entraron guerreando nuestros primeros conquistadores, no se hallará que ninguna de estas referidas causas concurriese en los principios de esta conquista. En la bula de Alejandro VI, pontífice sumo de la Iglesia, concedida a nuestros Reyes Católicos, tampoco he hallado cosa que contradiga a la opinión probada, ni que expresamente diga que se entable entre los infieles nuestra fe católica a fuerza de armas; que se reduzcan si conforme a la piedad cristiana y a la ley suave y amorosa del Evangelio, sobre lo cual dice estas razones en la parte final:

     �Y allende esto, os mandamos, en virtud de santa obediencia, que así como también lo prometéis y no dudamos por vuestra grandísima devoción y magnanimidad real que dejaréis de hacer, procuréis enviar a las dichas tierras firmes e islas, hombres buenos, temerosos de Dios, doctos, sabios y expertos, para que instruyan a los susodichos naturales y moradores en la fe católica y les enseñen buenas costumbres, poniendo en ello toda diligencia que conviene.�

     Éstas son las palabras de la bula cuyo sentido penetró más bien nuestro católico Rey Fernando que los que han querido interpretar y dar otro viso a sus claras razones, pues ordenó al primer descubridor de las Indias lo que por cédula siguiente aparece:

CEDULA REAL

     Por ende, Sus Altezas, deseando que nuestra santa fe católica sea aumentada y acrecentada, mandan y encargan al dicho almirante, virrey y gobernador, que por todas las vías y maneras que pudiere, procure atraer a los moradores de las dichas islas y tierra firme a nuestra fe. Para ayuda de ello, Sus Altezas envían allá al devoto padre fray Buyl, juntamente con otros religiosos, que el dicho almirante consigo ha de llevar; los cuales, por mano e industria de los indios que acá vinieron, procuren que sean bien informados de las cosas de nuestra santa fe, pues ellos sabrán y entenderán ya mucho de nuestra lengua, y procurando de instruirlos en ella lo mejor que se pueda. Y porque esto mejor se pueda poner en obra, después que en buena hora sea llegada allá la armada, procure y haga el dicho almirante que todos los que en ella van y los que más fueren de aquí adelante traten muy bien y amorosamente a los dichos indios, sin que les hagan enojo alguno, procurando que tengan los unos con los otros conversación y familiaridad, haciéndose las mejores obras que ser puedan. Y asimismo el dicho almirante les dé algunas dádivas graciosamente de lascosas de mercadería de Sus Altezas que lleva para el rescate, y los honre mucho, y si acaso fuere que alguna o algunas personas trataren mal a los indios en cualquiera manera que sea, el dicho almirante, como virrey y gobernador de Sus Altezas, lo castigue mucho, por virtud de los poderes de Sus Altezas que para ello lleva, etc.�

     Estas palabras y las de la bula más se encaminan a que con razones y con el ejemplo y santa vida de personas expertas y sabias sean reducidos los indios infieles, que no a que sean compelidos ni obligados con violencia a entrar en el gremio de la Iglesia, ni que para esto sean despojados de sus tierras, de sus haciendas y casas, ni arrebatados sus hijos ni mujeres para aprovecharse de ellos, como lo han hecho en estas conquistas.



     Proseguimos con la conversación trabada Quilalebo y yo, sentados a las espaldas del rancho. Pasó en esta sazón un español cautivo con su amo que se encaminaban para la costa en demanda de algunas legumbres, mariscos y pescado, de lo cual teníamos en abundancia los que nos hallábamos vecinos a una laguna que estaría de nuestros ranchos poco más o menos de una cuadra. A ésta la bañaba la mar y tenía sus crecientes y menguantes como ella; y como era tan apacible y sosegada, había adentro cantidad de embarcaciones, balsas, canoas y piraguas, en que los muchachos y chinas andaban de ordinario, por vía de entretenimiento, mariscando y pescando con redes y trasmallos. Con gran facilidad sacaban choros, erizos, ostiones, pejerreyes, robalos y otros géneros en abundancia, así para comer como para feriarlos a los que de la cordillera y otras partes distantes venían en su demanda. Entre éstos llegó, como he dicho, este indio valeroso y soldado con su cautivo, que él quería bien, y lo mostraba el buen tratamiento que le hacía. Apeáronse de sus caballos y se sentaron a las espaldas del rancho donde nosotros estábamos platicando. Al punto, como acostumbran los principales caciques, les sacaron dos cántaras de chicha, algunos bollos de maíz y panes de lo mismo y un guisado de ave que teníamos para merendar. De ello comimos todos en buena compañía y en la mía el soldado cautivo, después de habernos abrazado con sumo gusto y amor, porque era de los prisioneros que conmigo cautivaron y de mi propia compañía. Luego que me vio, se le cayeron las lágrimas de los ojos y yo no pude detener las mías. Enternecidos nuestros amos, nos consolaron grandemente, diciendo que no todos los cautivos tenían la dicha de encontrar amos de tan buenas entrañas y apacibles condiciones como los que teníamos, que mañana u otro día se ofrecería ocasión de rescates y que sin duda seríamos los primeros y los más bien librados. Acabaron de comer y de beber, y trató luego el forastero de proseguir su viaje para la costa, donde tenía un amigo conocido. Al despedirnos, fue forzoso volver a enternecernos, rogándome el soldado que no le olvidase cuando me hubiese de rescatar; que en la frontera de donde él venía daban por cosa cierta que no estaría yo muchos días entre ellos, porque ya se habían principiado los rescates, los que sólo por mí se habían abierto. Yo le prometí que haría todo lo posible por llevarle conmigo, lo que cumplí, como se verá después. Con esto, se despidieron de nosotros.

     Y lo restante de la tarde quedamos conversando Quilalebo y yo sobre la pasada del indio con su español cautivo, bien tratado y bien querido, de lo que se originó decirme el viejo las siguientes razones:

     -Veis aquí, capitán, los más cautivos españoles que andan entre nosotros y el tratamiento que tienen: comen con nosotros, beben con nosotros, visten de lo que nosotros, y si trabajan, es en compañía nuestra como lo habréis experimentado en vuestro compañero y otros. No quiero yo entraros a vos en ese número, porque corréis por diferente camino, por quien sois, por capitán y por vuestro agrado, que naturalmente os lleváis las voluntades de todos. �Por qué los españoles nos tienen por tan malos como dicen que somos? En las acciones y en sus tratos se reconoce que son ellos de peores naturales y crueles condiciones, pues a los cautivos los tratan como a perros, los tienen con cormas, con cadenas y grillos, metidos en una mazmorra y en continuo trabajo, mal comidos y peor vestidos, y como a caballos, los hierran en las caras, quemándolas con fuego. Si acá hiciéramos eso con vosotros, no habría que maravillarse, cuando seguíamos vuestro camino.

     Verdaderamente que no dejé de quedar avergonzado, porque todo lo que dijo era así. Respondí al cacique que en algunas cosas tenía razón y que era cierto lo que había dicho; pero que era imposible tener entre nosotros a los cautivos sin prisiones ni guardias, a causa de que al instante se ausentaban y a cualquier descuido se desaparecían de entre las manos, como perdices.

     -Y al quemarles las caras, capitán, �por qué lo hacen? �No es porque naturalmente nos quieren mal y porque quieren vernos consumidos y abrasados? Nosotros, �qué es lo que hacemos? Defender nuestras tierras, nuestra amada libertad y nuestros hijos y mujeres. Pues, �no es peor sujetarnos a padecer desdichas, miserias, vejaciones y agravios? Los tenemos tan en la memoria, que es imposible que la tierra vuelva a sujetarse a los españoles y deje de haber guerra, porque aunque no quede más que un indio solo, ése ha de andar con las armas en las manos y perecerá con ellas, antes que vivir sujeto.

     Yo no supe realmente qué responder a las razones que con tanta justicia y verdad el viejo me proponía. Sólo respondí que no me maravillaba que tuviese tan presente los antiguos modos con que fueron maltratados y oprimidos; que aunque a presente corrían por otro estilo el agasajo y amor con que eran tratados los indios amigos en sus reducciones, no dejaba de haber algunos mal contentos y desabridos. Esto fue por disculpar en algo nuestras acciones, de lo que el cacique no quedó muy satisfecho.

     -Vuestras quejas, camaradas, agregué, son tan justificadas, que no me dan lugar a deciros más de que lo malo y perjudicial que tenemos es el estar sujetos y subordinados a sólo una voluntad y al gusto y apetito del que nos gobierna; que si éste obra mal y es llevado de la codicia, no hay quién pueda irle a la mano, con que todos venimos a ser culpados en sus acciones cuando son mal encaminadas. Entre nosotros hay muchos ajustados a la razón, piadosos, apacibles y de excelentes naturales, y que sienten semejantes excesos como los que me habéis referido; aunque los más ministros superiores del ejército se van con la corriente y gusto que gobierna.

     -Me dijisteis, capitán, que era diferente el tratamiento que hoy hacían a los indios amigos, y con todo eso, vemos que se vienen muchos a vivir entre nosotros, y no los de menor esfera mi menos cuenta, como Calboche, gran soldado de la cordillera, y Lientur, que gobierna hoy las armas y es caudillo principal de la guerra por su valor y sagacidad; y según he entendido, el uno se vino porque inquietaban sus mujeres las de sus compañeros, y el otro porque resueltamente se las quitaron, siendo la cosa de mayor estimación que tenemos nosotros. Éstos no son buenos agasajos, como decís, ni lícitos tratamientos.

     -Si eso es así, Quilalebo, no puedo deciros otra cosa más que entre los que son buenos hay malos españoles y no puede un superior que gobierna llegar a saber todo lo que pasa y se hace en las reducciones, a menos de que se quejen las partes lastimadas. Y al habiéndolo hecho, el cabo o capitán a cuyo cargo está el remediarlo no castiga severamente esos atrevimientos, hacen muy bien en dejar nuestra comunicación y trato.

     Lo que hemos experimentado es, en esta chilena nación, entre los principales y hombres nobles, gran agradecimiento a los beneficios que reciben y ser contumaces en extremo en perdonar las molestias y los agravios que les hacen. El común y la plebe tienen su más y su menos, y los otros son más hijos del rigor que del halago, si bien es conveniente mezclar el uno con el otro, de manera que no les obligue el demasiado amor a ser altivos, ni la severidad, acompañada de ira cruel, les solicite alientos desesperados para ejecutar cautelosos lo que el valor y esfuerzo no intentaran, que la angustia y opresión en el humilde siervo, suele hacer animoso al más cobarde.

     Por singular y célebre, referiré la victoria que tuvieron en el río Bueno, que fue bien malo para nosotros, pues de aquel suceso se originó el año siguiente la total ruina de las fronteras y de nuestras haciendas y heredades.

     Estando sosegado todo lo más de la tierra hasta la de los Cuncos, que estaba confinante con las armas y ejército de Valdivia y distante de los nuestros más de setenta leguas, por codicia de las piezas y esclavitud de esta nación, se ponía en campaña el ejército con toda incomodidad y trabajo, marchando estas setenta leguas y más un año y otro sucesivo. El enemigo, considerándose acosado y perseguido, por una parte del ejército de la población de Valdivia, como más inmediata, y por otra de las armas de Chiloé, ciudad de Castro y por las nuestras del ejército de Chile, aunque alejadas, determinó aguardarlas en la otra banda del río Bueno, con resuelta intención de morir o vencer desesperadamente, antes que volver las espaldas al peligro con descrédito de sus personas, menoscabo de sus haciendas y pérdida de su mujeres e hijos. Así lo ejecutaron los Cuncos. Habiendo llegado nuestro ejército a las orillas de aquel caudaloso río -memorable en nuestro daño- y solicitando pasarlo, se puso de la otra parte el escuadrón enemigo con las mujeres e hijos a su lados, manifiestamente y a la vista de los nuestros. Con esto, se aumentó de nuestra parte la codicia perniciosa, y teniendo a sus ojos el blanco de sus deseos y juagando muy de su parte la victoria, se arrojaron al peligro, valerosos, por encima de unos puentes de madera que a modo de balsas habían fabricado de prisa y sobre falso para el intento. Bien lo repugnaron los soldados más antiguos viendo que el riesgo era con evidencia conocido; mas quisieron, como leales vasallos del rey, perder antes con crédito las vidas que manchar, contumaces, la militar obediencia. Fueron pasando, pues, a pura fuerza y maña y como era imposible arrojar a un tiempo considerable número de gente que pudiese resistir el ímpetu feroz de la muchedumbre enemiga, embistió ésta con violencia a los primeros, los cuales, con indios amigos, serían poco menos de doscientos. Atropellados fácilmente, quedaron muertos en las riberas del buen río más de cien españoles, capitanes valerosos y soldados, y de los indios amigos, más de treinta. Los demás, se libraron como pudieron, arrojándose al río, donde muchos malheridos acabaron sus días.

     Estos fines resultan de una intención avara y codiciosa; y de la congoja y opresión del enemigo, se originan efectos valerosos, con valerosas resoluciones y más que de hombres.

     He referido este suceso -que pudieran acompañarle otros- por dar a entender que no es buen gobierno usar de todo rigor con los siervos amigos y reducidos a nuestra obediencia, porque de ello resultan y han resultado en este reino semejantes infortunios, como el pasado.

     Volvimos a coger entre manos la hebra de nuestra conversación, porque verdaderamente deseaba tener muchas noticias de los acontecimientos antiguos. Así todas las veces que podía abrir la puerta al camarada, no excusaba hacerlo.

     -Habéis de saber, capitán, continuó el viejo, que cuando mataron al gobernador Loyola, se levantó nuestra tierra y se despoblaron las ciudades que entre nosotros había.

     -Tened por vuestra vida, dije al cacique, que habéis llegado a tocar una materia que deseaba en extremo saber, y me haréis grande favor en contármelo antes que paséis más adelante.

     -Aunque no podré con todas circunstancias, respondió el viejo, deciros de la suerte que fue ese suceso, con todo os referiré por mayor lo que alcancé a saber por algunos que se hallaron en su muerte.

     -El gobernador Loyola, prosiguió según la voz común, era muy buen �apo�. Y verdaderamente que había venido a estas ciudades antiguas a remediar muchos excesos y malos tratamientos que por los vecinos y encomenderos padecían los naturales. Con su asistencia, aunque por poco tiempo, experimentaron su piadoso celo y generoso corazón. Determinó volverse a las fronteras con harta repugnancia de los pobres, que con su presencia y amparo tenían algún consuelo. Estando, pues, para salir de esta ciudad de La Imperial y subir en su hacanea, oí decir por cosa cierta que se le cayó el freno a su caballo; otros dijeron que un lebrel que le acompañaba, al poner pie en el estribo, embistió al caballo y con los dientes hizo presa en las cabezas y se lo quitó rabioso, cosa que con admiración ponderaron todos, rogando al gobernador que suspendiese su viaje por algunos días, mientras aquel prodigio manifestaba con el tiempo efectos contrarios a los que daba a entender en su partida. Atropelló valeroso el gobernador del común concurso, deseoso, de volver a sus fronteras, entonces molestadas solamente por los Purenes y sus contornos. Porque lo restante de la tierra estaba sujeta a los españoles, si bien algunos de grado y otros a más no poder y a fuerza de armas. Estos daban paso y aviso a los rebeldes de los designios que los españoles entre sí maquinaban. Salió pues, el gobernador con sesenta capitanes -que a los hombres de valor y reformados les daban ese título- y con otros muchos de la ciudad que le acompañaron a la primera jornada y a la segunda los despidió, quedándose sólo con los sesenta, poco más o menos. En esta sazón, algunos corsarios de los enemigos Purenes asechaban solícitos los caminos o por algún aviso secreto buscaban la ocasión que deseaban. Otros dicen que salieron sólo con designio de vaquear en las montañas para llevar carne a sus habitadores, y que inopinadamente reconocieron al gobernador, que al segundo día venía a alojarse al valle de Curalaba; que estos vaqueadores dieron aviso a Pelantaro, gobernador de aquellas �ayllareguas�. Éste determinó salir con doscientos indios en su demanda y gozar de la ocasión que el tiempo les ofrecía.

     -Ésa es la más contante opinión, dije a Quilalebo, entre otras que dicen que le fueron siguiendo los enemigos y que antes de llegar a visitar las ciudades, ejecutaron su intento con la muerte lastimosa del gobernador y los suyos.

     -Ésta es verdad infalible, replicó el viejo, porque a mí me consta que le vi en esta ciudad de La Imperial, después de haber corrido y visitado las otras. Salió Pelantaro con los doscientos indios referidos, y al romper el día las tinieblas llegó sobre los altos del río y valle de Curalaba, donde sin prevención alguna ni militar vigilancia, estaban a rienda suelta y tendida, ocupados del sueño y del descanso, bien ajenos de la mala fortuna que les aguardaba. Fuéronse acercando al sitio, y como amaneció nublado y la tierra cubierta de una niebla oscura, se pudieron acercar, de manera que de manos a boca se encontraron con un muchacho que salía a buscar los caballos. Éste les dio razón del descuido y sosiego con que todos estaban reposando, sin que hubiese persona que velase. Con este aviso, acometieron, seguros de no hallar resistencia, y en breve rato dieron fin a las vidas de aquellos valerosos españoles, que sin lugar a levantarse, al ponerse en pie, hallaban sobre sí el golpe fiero de la macana que riguroso les pasaba el alma. Entre ellos, pereció desdichadamente el gobernador Loyola sin poderse valer de los suyos, ni tampoco sus valerosos capitanes defenderle por el descuido en que estaban todos. Éste fue el desastrado fin de este buen gobernador, con que estaréis satisfecho y enterado de lo que tanto deseabais saber y yo habré cumplido con la obligación de daros en lo que tan anheloso me pedisteis.

     -Y yo os estimo mucho el favor que me habéis hecho, respondí a mi amigo.

     Y le rogué que continuara, lo que hizo el buen viejo con las siguientes razones:

     -Con la muerte de Loyola, pasó la flecha de los de Purén a todas nuestras parcialidades, las más de las cuales hubieron menester poco para alborotarse. Así, con el aviso del lastimoso caso para los españoles, como para nosotros bien afortunado, en breve tiempo se unieron las voluntades de los vejados vasallos, que fácilmente ejecutaron la ira y enojo que tenían contra sus señores y encomenderos. Unas ciudades fueron asoladas y otras estuvieron algunos días sitiadas, hasta que al cabo la necesidad y el hambre trajeron algunas a nuestras manos; entre éstas, la ciudad de Osorno. Pasados algunos días, hallaron ocasión los nuestros de embestir el fuerte donde se habían recogido los sitiados, por haber apresado a los centinelas, bajo cuya vigilancia se encontraban seguros. Por esta causa, habían salido del fuerte las mujeres y criados a buscar de comer porque perecían: lo que solicitaban eran algunas hierbas del campo y cosas inmundas. Embistieron al fuerte, como he dicho, matando y cautivando a los que hallaron fuera. Y fueran dueños de todo lo demás que había adentro si la codicia del pillaje no los hubiera cegado. Ocupados en él y en la presa de las mujeres, que tenían por suyas, dejaron de acudir a lo principal, que era acabar de rendir el fuerte y sujetar los pocos españoles que quedaban dentro. Éstos, habiendo visto a los nuestros embarazados con la presa que tenían, se determinaron, valerosos, y embistiendo concertados, desbarataron a los nuestros y recuperaron lo perdido, quitando las mujeres que ya tenían por suyas nuestros soldados. Sin embargo, entre éstas tres o cuatro quedaron presas porque sus dueños se adelantaron y se vinieron con ellas. A una de estas monjas la trajo a su casa un indio principal y valeroso soldado, hijo de un cacique viejo y estimado de todos por su consejo, sagacidad y astucia. Habiéndola elegido por su mujer, llevado de su pasión y apetito, me contó varias veces que quiso llegar a la ejecución de su deseo, y queriendo cogerla de los brazos, se hallaba como impedido y maniatado sólo con mirarle la señora, cubiertos de lágrimas los ojos, sin hablarle palabra. Llevaba un saco de jerga sobre su cuerpo y en lugar de camisa me significó que traía puesto a raíz de sus carnes un jubón de cerdas de caballo. Todo esto dijo que le obligó a tenerle tanto respeto, mezclado con un temor originado del alma, que no le daba lugar a forzarla, aunque se inclinaba a ello, porque es de ánimos generosos lastimarse de los afligidos.

     �Redújose entonces a lo dicho y aguardó a que la monja se sosegase y enjugase las lágrimas que la afligían, por ver si la hallaba de diferente semblante que al principio. Llegó cuando pensaba que estaría más consolada y fuera del pavor del asalto y con palabras amorosas, blandas y corteses, le dijo:

     �-Bien sabéis, señora, que sois mi esclava y como tal debéis estar sujeta a mis mandatos; éstos se encaminarán tan solamente a que os ajustéis a hacer mi gusto, admitiéndome de grado por vuestro esposo y con buena voluntad para que yo os lo agradezca y estime más, pues sabéis que con violencia y a pesar de vuestro gusto pudiera yo obligaros a lo que, humilde y manso, os estoy rogando.

     �A esto respondió, con severo rostro y religiosa autoridad, que siendo esposa del Rey de cielos y tierra, cómo podía admitir en su pecho a otro ninguno para que ni aun con el pensamiento manchara su corazón; que primero perdería mil vidas, si las tuviese, que faltar a la obligación de verdadera esposa de Cristo, a quien estaba consagrada con voto inviolable; y que así, no se cansase ni se persuadiera de que había de hallar en ella la menor flaqueza del mundo; y que cuando él quisiese tener con ella tal atrevimiento, queriendo poner en ejecución sus torpes deseos, que tenía por muy cierto que había de quedar muy rigurosamente castigado y aun muerto de la mano de Dios.

     �Estas razones le obligaron a no proseguir con su pretensión con su pretensión, porque, dijo, le causaron temor y espanto su severo rostro y su traje penitente. Antes bien, fue tanto el respeto y reverencia con que después la miraba, que la puso en casa aparte con criadas que la sirviesen y regalasen, y viendo que la buena señora todos los días continuos suspiraba por su quietud y clausura, no mostrando consuelo ni alegría, por más que procuraba regalarla, solicitó entregarla a los españoles. Para esto, aguardó a que el ejército entrara a sus tierras o cerca de ellas, y sin temor ni recelo se entró con su cautiva por medio del cuartel y sus tiendas, hasta llegar a la del gobernador, a quien se la presentó para que la llevase a su convento. Esta acción fue tan agradecida de los españoles, como estimada y premiada con muchos dones que le hicieron.

     Esto que me refirió el cacique llegué a averiguar y saber con evidencia, después que estuve libre entre los nuestros, por algunos naturales antiguos y españoles prácticos. El padre Diego Álvarez de Paz añade más sobre este caso, diciendo que este tal indio se quedó entre nosotros, pidiendo bautismo encarecidamente, y que se fue siguiendo a esta religiosa y le sirvió de esclavo toda su vida, con notable ejemplo y edificación de todos.

     Estando entretenidos el cacique Quilalebo y yo en los referidos sucesos, llegó un mensajero del �utanmapu� de este cacique viejo con flecha de convocación. Un cacique fronterizo hacía junta y ejército para nuestras fronteras, y aunque para los indios de adentro y de La Imperial no era obligación acudir al llamamiento, con todo esto, estaban obligados los caciques guerreros a dar parte a sus distritos de las juntas y convocaciones que se hacían para la guerra, porque había muchos que naturalmente eran inclinados a ella y de su voluntad y bella gracia acudían con gusto a semejantes concursos.

     En el rancho de este cacique asistía un bizarro mocetón, dispuesto y de buena traza, que debía salir a estas facciones militares. Por esa causa, sin duda, se encaminó a este rancho el mensajero, a quien hospedaron aquella noche por ser tarde, con grande agasajo, dándole de cenar, de beber y cama en que dormir. Al amanecer, pasó con su flecha a otras parcialidades, dejando hechos nudos en un hilo grueso de lana por el término señalado de ocho días, en el último de los cuales habían de estar juntos en las tierras de Ecol.

     Luego que fue aplazado este valeroso soldado, ordenó a su mujer que le hiciese cama aparte y no quiso dormir más con ella. Juzgando yo que aquella noche lo hacía por dormir con el mensajero, como lo hizo, no fue tan grande el cuidado que puse en la división de la cama y divorcio que con la mujer hizo, como el que tuve en las demás noches, hasta el tiempo de su partida, en que continuó durmiendo sin su compañía.

     Después de haber partido el buen soldado a cumplir con la obligación de puntual guerrero, conversando a solas con mi viejo, solicité cuidadoso la causa de mi reparo. Me respondió el prudente anciano que era costumbre entre los suyos, siempre que salían a jornada los soldados, no dormir con las mujeres, principalmente los que eran capitanes y caudillos en sus �regues�.

     Más confuso y suspenso me habéis de dejar -dije- si no me dais a entender el fundamento que tuvieron los antiguos para entablar por buena esa costumbre.

     -Yo os lo diré, capitán -respondió el viejo; y prosiguió-: Habéis de saber, Pichi Álvaro amigo, que en los tiempos pasados, más que en los presentes, se usaban en todas nuestras parcialidades unos �huecubuyes� que llamaban �renis�. Éstos andaban vestidos de una manta larga con los cabellos largos, y 1os que no los tenían los traían postizos de cochayuyo o de otros géneros para diferenciarse de los demás indios naturales. Acostumbraban estar separados de las gentes, y por tiempos, no ser comunicados, aislados en diversas montañas; allí tenían unas cuevas lóbregas donde consultaban al Pillán, a quien conocen por Dios los hechiceros y endemoniados �machis�. Como os he dicho, por tiempos señalados estaban sin comunicar mujeres ni cohabitar con ellas. De esta costumbre sacaron y alcanzaron con la experiencia que se hallaba con más fuerzas el que se abstenía de llegar ni tratar con ellas, y de aquí se originó esta costumbre. Como el sustento que llevan a estas facciones militares es sólo una taleguilla de harina tostada, por no embarazarse con más cargas -como hacen los españoles-, a pocos días quedaran sin vigor ni fuerzas si las llevaran gastadas, porque no hay cosa que más las minore y menoscabe que la cohabitación con las mujeres. Ésta es la causa por la que mi camarada, luego que fue avisado de la entrada que se hacía a tierra de los españoles, apartó cama y se excusó de dormir con la mujer, con lo que ya os habré dado gusto y satisfecho vuestra duda.

     Que unos infieles bárbaros alcancen y conozcan que el vicio torpe, lascivo y deshonesto de la concupiscencia los afemina, los debilita y deja sin valor ni fuerzas, y que sepan sujetar sus pasiones, �no es para maravillarnos, y aun para avergonzar nuestras costumbres; acciones y libidinosos apetitos? Pues no pueden marchar nuestros ejércitos cristianos sin éste tropiezo de mujeres en las entradas y campeadas que se hacen. Que entren con sus maridos las criadas, parece que puede permitirse, pero ha habido veces en que los ministros han agorado las jornadas emprendidas, por llevar en su compañía, en hábito de hombres, a sus amigas. Y hubo ocasión en que los indios bárbaros amigos vituperaron semejante acción y pronosticaron, antes el adverso suceso, diciendo que el superior había hecho un �perimol� muy grande. Y fue así, pues perecieron en aquella ocasión más de cien capitanes y soldados de los más lucidos, sin muchos indios amigos.

     Al cabo de algunos días, volvió de la jornada el indio camarada de mi amigo Quilalebo, maltratado del viaje y mal herido de una pierna. Entre otros derrotados, heridos y muertos, se escapó él a nado por gran dicha, arrojándose al río Bío-Bío, en cuyas orillas tuvo nuestro ejército una considerable suerte, de la cual se originó la brevedad de mi rescate. Cautivaron en esta ocasión a tres caciques principales, entre ellos, uno comarcano y vecino de Maulicán, mi amo, quien, enamorado de una hija de este Taygüelgüeno --que así se llamaba el vecino-, recibió en primer lugar, entre las pagas que por mí le dieron esta prenda deseada, que era el primer objeto de su gusto, con lo que se facilitaron nuestros trueques y cambios.

     Volvió de la guerra, como he dicho, este soldado joven y arrogante, y sus mujeres y parientes tenían para su recibimiento muchas cántaras y botijas de chicha. Con esta prevención, se juntaron otro día después de

su llegada todos los deudos y parientes, así los suyos como los de su mujer y comarcanos amigos, que harían en total un número de más de ciento y otras tantas y más mujeres, sin la chusma de muchachos y chinas. Comieron y bebieron con grande regocijo y consolaron al amigo guerrero que ya se encontraba en mejoría de su lastimada y herida pierna. Para mayor fausto del festejo, antes de resonar los tamboriles y dar principio al baile acostumbrado, le dieron con trompetas y clarines el sermón y parlamento que acostumbran en tales ocasiones. Dieron la mano a un retórico, discreto en su lenguaje, de buena proporción y gentil hombre, compositor de tonos y romances, por cuya causa era aplaudido de mayor concurso. Parló éste por más de media hora con bizarra energía y buen desgarro, aunque con palabras tan oscuras y encrespadas, que fueron muy pocas las que pude dar a la memoria, porque también entre bárbaros hay predicadores cultos que se precian de no ser entendidos ni entenderse.

     Después de haber dado fin a su oración el galante y presumido predicador, se levantó un anciano, a poder de años y experiencias docto, y en breves razones, claras y de mucho más peso que las del otro, habló, teniendo a todos atentos.

     El asunto principal del viejo fue alabar y engrandecer a los soldados que por defender sus tierras y sus patrias, no excusaban poner la vida en peligro, como lo acostumbraba el bien venido varón y caudillo de aquella parcialidad, a quien todos debían dar muchos parabienes, como se los daba él, y otros tantos agradecimientos en nombre de su amada patria, pues, como verdadero hijo de ella, solicitaba su defensa, la quietud y el descanso de sus habitadores, quienes debían imitar las acciones de tan gran soldado, etc.

     En otra ocasión he anotado con razones ponderativas la estimación y aprecio que estos bárbaros hacen de los que son so1dados valerosos, y profesan el militar ejercicio. Y presumo ser ésta la causa principal de haber sustentado tantos años esa prolija guerra inacabable, oponiéndose con esfuerzo y valentía a nuestra nación española con armas desiguales e interiores a las nuestras. Porque también sus consejos no son de estado ni de hacienda; el de guerra es el único que se practica y allí se consultan y prefieren los que son más a propósito y están más ejercitados en las armas. A éstos dan la mano, a éstos respetan y a éstos obedecen, porque no hay letrados que soliciten para sí y para sus deudos las medras, los oficios y las dignidades, que fuera de mucha importancia a nuestra real corona no franqueárselas tan a manos llenas.

     Después del sermón, plática y razonamiento exhortativos del anciano prudente, a quien todos brindaron y dieron honrosos parabienes, principiaron los tamboriles con otros instrumentos de alegría a dar bastantes muestras de contento, pues saltaron y ocuparon toda la noche en comer y beber, cantar y bailar, con grande regocijo.

     Otro día, por la mañana, llegó un mensajero de casa de Tereupillán. Habían llegado a Maulicán cartas del gobierno para mí y mensaje del cacique preso Taygüelgüeno con un cuñado suyo llamado Molbunante, indio de buena razón y retórico en su lengua y de arrogante resolución, pues luego que llegó a su noticia la prisión de su cuñado, entró en nuestras tierras, debajo de la real palabra, a verle y a consolarle y a tratar con el gobernador de su rescate. Y como se deseaba el mío con efecto, se efectuaron fácilmente los conciertos y quedaron los tratos asentados. Por esta razón, me escribía el gobernador que lo comunicase con los caciques de mi devoción y parientes de los presos y amigos de mi amo, para que con toda brevedad me trajesen al fuerte de Nacimiento, donde estarían los caciques que se habían de trocar por mí y todo lo que yo pidiese de caudal y fuese necesario, en lo que no pondrían límite ni tasa.

     Grande fue el regocijo y alegría que recibí con la carta del gobernador y con la embajada de Maulicán, quien antes de venir a verme Molbunante, el mensajero que la trajo, pasó por donde yo estaba, y dejando asentada mi salida y trueque con él, y satisfechas las pagas que a su usanza dieron por mí, me envió a decir que ya había llegado la hora de cumplir su palabra de buscar ocasión de rescatarme y de enviarme a ojos de mi padre a gozar de mi libertad y de los bienes y hacienda que en mi tierra y amada patria me esperaban. Este mensaje me despachó con un pariente de mi amo, que vino en compañía del mensajero a lo del cacique Quilalebo, mi amo. El dicho Molbunante, embajador principal y solicitador de estos tratos, se quedó a esperarme en casa de Tereupillán.

     Con este aviso, se regocijaron todos mis amigos, principalmente Quilalebo, que con gran amor y muestras de placer regaló al mensajero y festejó su llegada con muchos cántaros de chicha y un gran almuerzo. Después nos hizo levantar a todos para que con él fuésemos al baile, como lo hicimos, dando algunas vueltas entre las mujeres y muchachas, las cuales cantaban en voz alta un romance y tono que hicieron a mi llegada, cuando fuimos convidados a aquella gran borrachera que ya tengo narrada.

     Dentro de un breve rato, deseoso ya de ver a Molbunante, dije al mensajero que tratase de que nos fuéramos, pues había venido en mi demanda. Con estas razones, se determinó a decir a Quilalebo que, con su licencia, quería volverse y llevarme a casa de Tereupillán, donde me aguardaba Molbunante, para que respondiese al gobernador con toda brevedad, porque quedó de estar con la respuesta dentro de diez días y ya se habían pasado cuatro. Respondió Quilalebo que le parecía muy bien que abreviásemos nuestro viaje; que él también me había de acompañar por el amor que me tenía y por la obligación en que estaba de entregarme al cacique Tereupillán, cuyo permiso y buena voluntad había asistido algunos días en su casa. Hizo al punto que trajese cabalgaduras para él, para un hijo suyo y para mí, y habiéndolas traído el criado con toda presteza, montamos en ellas y cogimos el camino era la mano... Por abreviar, dejo la despedida de todo aquel concurso, que suspendiendo el canto y los tambores, llegaban a abrazarme y a despedirse de mí, algunos tan tiernamente, que a veces perturbaban el gozo que tenía con las esperanzas que llevaba de ir a ver con brevedad a mi amado padre. Principalmente, cuando llegaron la mujer española de Quilalebo, y su hija a echarme los brazos, porque, como en profecía estaban dedicadas la una para suegra y la otra para esposa, mostraron sentimientos muy del alma y prometieron casa de Tereupillán antes de que me despachasen a los míos.

     Poco antes de ponerse el sol, llegamos a la casa del cacique Tereupillán, habiendo caminado cerca de tres leguas que había de distancia de una parte a la otra. Allí fuimos muy bien recibidos y festejados aquella noche, ya que como rico y poderoso, este cacique mi huésped siempre tenía su casa provista de lo necesario para semejantes ocasiones. El mensajero Molbunante hízome grandes agasajos y trató de que la respuesta y su despacho quedasen aquella noche hechos. Entre todos se consultó lo que al gobernador había yo de responder y el tiempo en que Taygüelgüeno y Licanante, sobrino de Paylamacho y otro habían de estar en el fuerte de Nacimiento, para que luego que el mensajero volviese con la respuesta, me llevaran con toda puntualidad y cuidado. Escribí, pues, aquella noche al gobernador, agradeciendo su desvelo y solicitud y diciéndole que esperaba en su divina majestad, mediante sus buenas diligencias, que en volviendo el mensajero y trayendo razón de que los prisioneros quedaban en Nacimiento, iría sin duda a ojos de su señoría a gozar más de cerca sus favores y a agradecer humilde sus acciones, echándome a sus pies, como esperaba.

     Por la mañana, al salir el sol, tenía Molbunante, sus caballos ensillados, que eran el suyo el de su compañero, pariente de mi amo, y el del criado o confidente que le servía. A estas horas, tenían ya las mujeres de Tereupillán, en tres fogones, dispuesto el almuerzo que nos dieron con los brindis acostumbrados y abundantes; mas como el mensajero se hallaba con prisa y con grandes deseos de poner en libertad a su cuñado con la mayor brevedad que pudiese, se apresuró con e1 desayuno.



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Quinta parte

     Estando en grande regocijo, celebrando mis amigos los tratos principiados de mi rescate, llegaron aquella noche dos embajadores de Lemullanca, el cacique confederado con los de la cordillera contra mi amo Maulicán, por solicitar por todos caminos quitarme la vida. En esta ocasión, quiso el traidor, con capa de amistad y de buen celo, ver si podía lograr lo que deseaba. Después de haber recibido a estos mensajeros con muchos cántaros de chicha, antes de cenar les preguntaron que para dónde caminaban y qué ocasión les había traído por aquellos distritos. A estas razones, el principal de ellos dijo:

     -Si me dais licencia y tenéis gusto de escucharme un rato, daré mi embajada y sabréis a lo que he venido.

     Respondió el cacique Tereupillán como dueño del rancho y principal señor de aquella �regüe�, que bien podría referir su mensaje, seguro de que sería escuchado y atendido.

     Levantose el mensajero y conforme acostumbran, captó a todos la benevolencia y dio principio a su oración con los ordinarios preámbulos y términos retóricos que para tales ocasiones tienen estudiados. Al final de su discurso, vino a decir que el cacique Lemullanca y el cacique Namoncura, toquis principales de Repocura con otros caciques de la misma parcialidad, habían hecho junta de guerra en casa de Maulicán y de Llaneare, su padre, de donde había salido el acuerdo de que enviasen por mí, para comunicar conmigo algunas cosas que al bien y quietud de su patria y tierra conviniesen; que puesto que estaba ya asentado mi rescate en trueque de Taygüelgüeno y de otros a quienes deseaban ver libres, querían que me acercase a la frontera y asistiera en casa de mi amo, mientras que el mensajero Molbunante volvía con la resolución que se esperaba. Para más asegurar su engaño, les dijo que aunque estaban los caciques de la cordillera de contrario parecer y repugnaban mi salida, importaban poco sus deferencias, cuando las de los demás se encaminaban a la libertad de Taygüelgüeno, a la de los otros caciques presos y a la mía.

     Con esto, Tereupillán, Quilalebo y los demás amigos se regocijaron de nuevo y volvieron a darme parabienes; sacaron más cántaros de chicha y nos brindamos los unos a los otros con sobrada alegría. Acabamos de cenar, y para mayor aumento del regocijo, se armó luego el baile con tamboriles, flautas y otros instrumentos alegres, porque sin estas circunstancias no son completos los gustos. Pasaron lo más de la noche en estes ejercicios, y al cuarto del alba nos recogimos todos a los lechos, porque los embajadores, juzgando tener ya bien dispuesta su engañosa traza, solicitaron abreviar la fiesta para madrugar al otro día y llevarme al suplicio para el señalado plazo.

     Aquel resto que quedaba de noche estuve a solas vacilando sobre mi viaje, porque con el regocijo que a los principios tuvimos todos, no hice el reparo que después me ofrecieron el sosiego y la quietud de la noche.

     Apenas el sol daba indicios de comunicar sus rayos, cuando los embajadores estuvieron de pie, con conocidos anhelos de cargar con mi persona, y yo con el mismo cuidado de no seguir sus pasos. Al punto que los vi tan solícitos y diligentes ensillando sus caballos, disponiendo sus grupas y atropellando razones, no queriendo aguardar a que les diesen de almorzar, me puse en pie y me fui a donde estaba mi amigo Quilalebo. Éste, sentado en su cama, estaba disponiendo el levantarse, y en secreto le dije que teníamos que hablar un negocio de importancia y que llamase afuera a nuestro huésped Tereupillán, que yo salía hacia el estero a esperarlos.

     -Caminad, pues, capitán me dijo Quilalebo, que yo voy por el viejo y como que vamos a bañarnos, allá nos encontraremos.

     Con esto me fui adelante, y dentro de breve rato llegaron los dos viejos, y con un semblante risueño y amoroso me preguntaron qué era lo que les quería decir. Agradeciles el favor y la merced que me hacían y luego les propuse mi reparo.

     Primero les pregunté si estaban resueltos a enviarme con aquellos embajadores de Lemullanca, y me respondieron que sí, porque deseaban con extremo el que yo tuviese gusto y se abreviasen los tratos de mi rescate. A esto les salí al encuentro diciéndoles que advirtiesen una cosa: entre los enemigos y en la guerra es muy asentada costumbre usar de fraudes para la consecución de lo que desean los unos contra los otros. Y propuesta esta verdad, les dije:

     -Amigos y camaradas, bien sabéis que ese cacique Lemullanca es la voz y el eco de los otros serranos, y no había de haberse trocado ni ser de contrario parecer. Esto lo uno. Lo otro que me pone en mayor cuidado para no dar crédito a sus fingidas razones es el haber tenido mensaje particular de mi amo con un pariente suyo que yo conozco, el cual vino en compañía del embajador Molbunante. Según dicho mensajero, Maulicán decía que yo corría ya por cuenta de Molbunante, por haber ajustado con él sus pagas, de las que estaba satisfecho. Esto bien os consta a vosotros a quienes juntamente vino encaminado este mensaje. Y ahora venir esos embajadores sin tener noticias del concierto que ha tenido Maulicán con Molbunante, me da mucho que pensar. Por esto juzgo que su embajada es falsa y sin fundamento, así por lo que os he dicho como por no conocerlo ni haberlo visto nunca en casa de Maulicán, de quien dice que es pariente; además de que mi corazón es muy leal y hace gran repugnancia a este viaje, que os ruego con todo esfuerzo evitéis si pretendéis darme gusto, como mis amigos que sois y mi amparo.

     Después de haber oído con atención mi propuesta se estuvieron mirando el uno al otro, y dijeron reducidos:

     -�Mupicha�, tiene mucha razón el capitán y nos ha advertido muy bien, cuando nosotros no habíamos hecho tal reparo. Diremos, pues, a los mensajeros que repugnáis ir con ellos por las razones que nos habéis propuesto y que hemos determinado que no vais con ellos hasta que no llegue Molbunante, vuestro embajador y nuevo dueño de vuestra persona, quien dispondrá lo que le pareciere.

     Caminamos luego para el rancho, donde estaban aguardando los embajadores con los caballos ensillados, deseando ya abreviar con su viaje. Mas, los viejos, con grande sosiego y reposo, luego que llegaron a su presencia, les dijeron que almorzasen un bocado y una cántara de chicha porque no se fuesen en ayunas. Y aunque repugnaron el convite, llevados por el respeto y cortesía que se tienen, se sentaron con los viejos. Una vez que nos hubimos brindado los unos a los otros, tomó la mano Tereupillán y dijo a los dolosos mensajeros:

     -Con vuestra embajada y venida tuvimos al principio sumo gusto y estuvimos resueltos a que el capitán Pichi Álvaro fuese en vuestra compañía, en conformidad a lo que nos habíais propuesto, por parecernos que le hacíamos algún servicio y buena conveniencia. Consultado con él nuestro dictamen, se ha resuelto a no seguiros por causas que nos han parecido justas.

     -Pues, �qué razones son esas que halla el capitán, dijo el mensajero, para no ir donde su amo, cuando de su parte viene mi compañero?

     -Él dirá, respondió Tereupillán, y podrá hacerlo mejor que pudiéramos nosotros.

     -Yo me holgaré de escucharlas, contestó el mensajero, para llevar en el alma sus palabras.

     Y esto fue mostrándose sentido grandemente y aun como enfadado, con lo que parece que me hallé confuso y algo receloso, mirando a mis amigos y camaradas, los cuales me dijeron que bien podía decir sin ningún empacho lo que sentía. Habiendo reconocido en mí cortedad y encogimiento, Quilalebo me dio ánimo:

     -Bien podéis, capitán, hablar lo que quisiereis, sin que se os ponga cosa por delante, que cuando no haya más causa para excusaros de este viaje que ser contra vuestro gusto, eso sólo basta para que no salgamos dél un punto y estos �ilmenes� se vuelvan de la propia suerte que vinieron.

     También fueron estas razones con algún sacudimiento, por lo que respondió el mensajero que no sería razón ni buena cortesía enviarlos disgustados y sin el cumplimiento del principal fin de su embajada.

     -Y si el capitán no quiere ir con vosotros, �quién le ha de hacer fuerza ni obligarle a lo que no tiene gusto?, repitió Quilalebo.

     -Claro está, dijo Tereupillán, que si no tiene gusto, no lo habéis de llevar por fuerza. Escuchad sus razones, que ellas os podrán satisfacer y servir de respuesta a la embajada que habéis traído.

     -Diga, pues, el capitán, dijo el mensajero, lo que le parece.

     -Yo diré lo que siento, con licencia vuestra, �ilmenes�, dije hablando con todos. Ya sabéis que entre vosotros tenéis por cosa cierta los vuestros que os da el corazón en ocasiones dudosas, y los latidos de piernas y de brazos: si éstos son en los lados izquierdos, son contrarios a lo que deseamos. Esto me ha sucedido varias veces desde que llegasteis aquí con pretensión ansiosa de levantarme. Después les repetí las razones conocidas y terminé diciendo:

     -Mirad ahora vosotros, caciques y compañeros, lo que os parece determinar, que yo estoy dispuesto a obedeceros con rendimiento.

     -Ya habéis escuchado al capitán, dijo mi amigo, Quilalebo, y me parece que no tenéis qué replicar, cuando sus razones nos han convencido a todos.

     -A mí no, repnco el mensajero, porque todo lo que ha dicho ese español es imaginado y concebido de su cabeza. Aunque dice que Lemullanca es capital enemigo de su amo y amigo muy del alma de los caciques de la cordillera, �por qué juzga el capitán que no haya podido Lemullanca haberse trocado y mudado de parecer?, siendo así que los caciques que se tratan de rescatar por él son de su misma parcialidad y con algún parentesco de por medio, que también son causas públicas y convenientes a su distrito. Con esto, quedan desvanecidas y bastantemente atropelladas sus razones.

     -Yo quiero que sea así como lo pintáis, volvió a decirle Quilalebo, como quien hacía mis causas con afecto y entrañable amor-. �No bastará que el capitán no vaya, porque no tiene gusto ni voluntad de ir en vuestra compañía? Además de que nos consta que Molbunante es el dueño de este capitán, y sin su beneplácito no podrá Tereupillán, que lo tiene a su cargo, entregarlo a otro.

     -Dice muy bien Quilalebo, respondió el buen viejo, nuestro huésped. Yo no podré entregar a otro que a Molbunante. Y así, no tenéis que cansaros, amigos en hablar más palabra en la materia.

     -Pues si vosotros os cerráis en eso, �quién podrá contrastar con tantos? Yo me iré con lo que me habéis respondido, que con haber dado mi embajada, habré cumplido con la obligación de mi oficio.

     -Idos muy en hora buena, respondió Tereupillán, que ya habéis escuchado al capitán, cuyas razones podréis llevar como respuesta.

     Levantáronse los mensajeros y dijeron:

     -Aquí no tenemos qué aguardar.

     Y despidiéndose aceleradamente, se salieron por la puerta, manifestando el sentimiento que llevaban; subieron al instante al caballo y marcharon apresurados a su tierra.

     Quedamos adentro los caciques y yo, celebrando el enojo y enfado de los mensajeros.

     Aquella tarde, se despidió de nosotros mi íntimo amigo Quilalebo y rogó a Tereupillán le avisase al punto que llegara el mensajero Molbunante con la resolución de mi viaje, porque él estaría dispuesto para ir en mi compañía hasta el fuerte de Nacimiento, como me lo había prometido. Tereupillán prometió hacerlo con toda puntualidad y cuidado.

     Grande fue la felicidad y buena suerte que entre estos bárbaros infieles tuve afortunado, así por el amor con que me trataban los principales caciques, como por la dicha que me acompañó en las traiciones de los que anhelosos solicitaban el último y desastrado fin de mis días.

     Juzgando Lemullanca que los mensajeros me llevarían infaliblemente para el tiempo que tenía aplazado, había enviado a convidar a los caciques y soldados de la cordillera, significándoles que para el día que llegasen, sin falta ninguna, tendrían en el lugar del parlamento al capitán hijo de Álvaro. Y habiendo llegado más de trescientos indios con los caciques referidos, no hallando lo que buscaban y la promesa de Lemullanca frustrada y vana, se enfadaron con él, de manera que anduvieron a lanzadas y flechazos los unos con los otros, y fue necesario que los más principales y ancianos entrasen de por medio a apaciguar el incendio que se había levantado. Esto supimos al tercer día y con ello, mis camaradas y amigos me dieron muchas gracias por la advertencia que ellos no tuvieron.

     Vuelto mi amigo Quilalebo a su casa y quedado yo con mi antiguo huésped Tereupillán, aquella misma tarde nos fuimos paseando hasta el monte, habiéndose echado el hacha de cortar leña al hombro, díchome con amor y respeto:

     -Capitán, vamos a traer un poco de leña, porque todos los mancebos y criados de casa están maltratados de la pasada noche y se han entregado al sueño y al descanso.

     Encaminamos los pasos a la montaña, por cuya ceja y faldas se paseaba un abundante y apacible estero, cuyas amenas orillas solicitaron al gusto gozar sus frescas alfombras algún rato. Sentámonos en ellas a divertir la vista en aquellos tapetes, matizados de diversas flores. Y estando en buena conversación entretenidos, me pareció conveniente, para mi mayor crédito, decir al buen viejo lo que pocos días antes había averiguado en una junta de cavas en donde se congregaron los vecinos y comarcanos.

     Estaba en casa de este cacique una muchacha de muy buen parecer, casada con un hijo suyo que andaba con la salud a pleito, de tal suerte que a más andar se iba consumiendo. Esta chicuela, habiendo reconocido en mí que no la correspondía, cuando a solas me hablaba, por el recelo en que vivía de no ser visto, ni aun imaginado en semejantes actos, dio en publicar entre las demás mujeres que me había hallado a solas con una hija del mismo cacique, su suegro, la cual por haberse disgustado con su marido se había vuelto a casa de su padre y estaba como divorciada, puesto que el marido no quería volver con ella, ni ella tenía gusto de estar en su compañía. A ésta, es verdad que comunicaba, con la compostura que mi estado requería, por haberla mandado su padre, luego que llegué a su casa, que me sirviese y diese de comer a las horas que yo quisiera y también de hacerme la cama y tenérmela limpia, y lo demás que yo la mandase. Mas, nunca fue la comunicación tan estrecha y amorosa como significó la indiezuela a las demás compañeras, porque picada de mi descortesía o desdén, quiso deslustrar el crédito y buen nombre que entre aquellos naturales había adquirido. Estando, pues, en buena conversación con el cacique, le di mi queja, agregándole que ya en todos los ranchos, entre las mujeres, hablaban descocadamente de esta materia, que por pública y por bien parlada, sin duda había de llegar a su noticia, si es que ya no la tuviese. Por esta causa, le suplicaba que me enviase a casa de Quilalebo, mientras llegaba el mensajero Molbunante, porque sentiría en extremo que por mi causa llegase tener disgusto alguno.

     Acabadas estas razones, me respondió el buen viejo:

     -Muy mal pagáis, capitán, mi conocida afección, y no correspondéis a vuestras obligaciones ni al respeto y cortesía con que os he procurado servir y regalar desde que asistís en esta pobre choza.

     Cierto de verdad que cuando le oí estas palabras tan sentidas y graves, me hallé pesaroso de haberle referido lo pasado, juzgando que el disgusto que mostraba era por haber sabido el chisme y tenerlo por verdadero. Pero, fue muy al revés, pues prosiguió de esta suerte:

     -�Por más amigo tenéis a Quilalebo que a mí, capitán, que queréis dejar mi compañía por la suya, sin más razón que la que me habéis referido?

     -Pues, �eso juzgáis de mí, respondí sumiso y cortés, sabiendo que tengo esculpidas en el alma vuestras acciones, vuestros respetos, vuestros agasajos y favores? El haberos pedido retirarme a casa de Quilalebo, ha sido por no daros pesadumbre, que, claro está, que la tendréis, sabiendo que a vuestra hija, por mi causa, la murmuran y la hacen entreojos. Y yo en vuestra presencia no podré aparecer sino avergonzado, considerándoos airado siempre que volváis a mí la vista. Y si por alguna causa o desabrimiento, os oyera algunas desabridas razones, estaría juzgando siempre ser yo el instrumento de vuestro enfado y enojo.

     -Bien parece, capitán, me respondió el anciano, que sois niño todavía y no tenéis conocimiento de lo que son las mujeres, pues no sabéis que de su naturaleza son habladoras, embusteras, ambiciosas, entrometidas, y envidiosas. Como han visto que mi hija os regala y os sirve, como yo se lo tengo ordenado, habrán querido presumir de vos lo que yo no he imaginado. Y cuando lo que dicen fuera así, tendría muy buen gusto mi hija, y a mí no me pesara de su empleo, pues os la tengo donada para que os sirva y hagáis de ella lo que os pareciere. En esta conformidad, no tenéis que hacer caudal de lo que hablan las mujeres. Son ellas tales como he dicho, y tan entrometidas en todo, que aun desde sus fogones nos quieren gobernar. Y desdichados de aquellos que se sujetan a sus gustos y apetitos y se dejan gobernar por ellas, que yo las conozco ya en muchos años que con ellas lidio. Cuando mozo, llegué a tener veinte mujeres y todas de diferente condición; las unas, celosas en extremo; otras, mal acondicionadas; otras, insufribles entre mansas y apacibles, algunas aviesas y no bien inclinadas, y sobre todo, otras necias e impertinentes. Mirad si estaré bien experimentado y capaz de lo que son. Y así, capitán amigo, nunca hagáis tanto aprecio de lo que hablan las mujeres, porque jamás les ha de faltar qué decir, aunque sea de sí mismas.

     Oídas las razones de mi amigo, hallándome indigno de tantos favores, pensé lo que la peregrina viuda a Booz: -��De dónde me ha venido a mí, forastera y pobre, tanto bien?�.

     -Mucho me habéis consolado, Tereupillán con vuestras palabras, tan corteses como amorosas, tan discretas como prudentes, y tan ciertas. Sólo una cosa os quiero preguntar, que no sé de qué género son las impertinentes que dijisteis había.

     -Yo os lo diré, capitán. Esas impertinentes son unas mujeres que sólo sirven de mayor enfado, de mayor tormento a los hombres cuerdos y apacibles, porque sin razón ni fundamento con ceño y pidiendo celos de lo que no ven, armando caramillos con los de casa, disensiones y pleitos con los de afuera. Si sus maridos son alegres y joviales, y a lo burlesco parlan con algunas, es para levantar treinta quimeras; si salen fuera de ordinario, que por qué salieron y a dónde encaminaron sus pisadas; si en casa son continuos y asistentes, que por qué son caseros y poltrones. Finalmente, no hay acción que no emulen, ni paso bueno o malo que no midan. De esta calidad son las que llamo impertinentes: mirad si con justo título tienen ese nombre merecido.

     -�Es posible, Tereupillán, respondí admirado, que haya tales mujeres y quien con prudencia quiera y pueda sufrir sus locuras?

     -Ahí veréis, capitán, lo que padecen y sufren los que quieren tener muchas mujeres, que es forzoso que tengan varias condiciones, y con todas es bien acomodarnos, porque las malas nos sirven, las buenas nos consuelan, y las unas y las otras, nos visten, sustentan y regalan. Pero, verdaderamente, después que tuve más maduro el juicio, y fui reconociendo que la muchedumbre de mujeres en una casa eran una confusión continua y un desasosiego grande, me reduje con el tiempo a no tener ni sustentar más de cuatro o cinco, y en mi vejez, sólo a una muchacha que me abrigue, como lo habéis visto. Las otras tres ancianas que me asisten, son las madres de mis hijas y sólo sirven hoy de gobernar la casa. Tal vez, con dormir con ellas les agradezco su trabajo, y de esta suerte vivo con descanso, porque son las celadoras de la moza y la guardan más bien que yo pudiera, porque como es muchacha y yo viejo, no puedo satisfacer sus apetitos, y es mucho que con eso sea honrada, quieta y de buen natural. Es hija de buen padre y de buena madre y desde sus tiernos años fue enseñada a estar recogida y ocupada, sin saber lo que fuese estar ociosa, que de estarlo las mujeres, se originan varios pensamientos y el salirse las hijas de casa de sus padres con el primero que encuentran o las habla.

     -Esto os he dicho de paso, capitán, porque si acaso os casareis, no escojáis mujer que con demasía exceda vuestros años; ni queráis sustentar varias mujeres, porque gastan la vida, apresuran las canas, debilitan los miembros, quitan las fuerzas y perturban los sentidos.

     Con esto, se fue levantando el viejo y me dijo:

     -Vamos, Pichi Álvaro, por la leña que hemos menester para que nos hagan de cenar, porque la tarde refresca; el sol se va trasponiendo y la noche nos va llamando.

     Hicimos nuestros haces de leña con toda brevedad, porque abundante nos la ofrecía el monte, y con ella nos fuimos retirando poco a poco a nuestros ranchos.

     Al cabo de algunos días, llegó nuestro embajador Molbunante, acompañado de diez o doce amigos comarcanos, deudos y parientes suyos y de los caciques por quienes me había yo de rescatar. Esto fue al amanecer a les veinte y cuatro de noviembre, víspera de Santa Cathalina, virgen y mártir, y día de San Chrisónogo, mártir, cuyos días son hasta hoy para mí de gran consuelo y de mi devoción', en memoria del gusto que fue Dios servido enviarme en aquellos días, pues recibí carta del gobernador en que me decía que con el portador me aguardaba con toda brevedad y que hiciese con puntualidad lo que me ordenase, que en eso consistía el ver logrado sus intentos y el dichoso fin de mi libertad. Y es el caso que los caciques de la cordillera, como siempre solicitaron con todas veras el quitarme la vida y haberme a las manos para ejecutarlo a su gusto, tenían determinado salir al camino y a fuerza de armas arrebatarme, luego que llegaron a entender que trataban de liberarme en trueque de los caciques presos que estaban entre nosotros. Ésta fue la causa de que me encargase el gobernador que no saliera un punto de lo que Molbunante dispusiera, quien, también por este recelo, caminó de noche, porque, aunque sabía los contrarios que iban y venían mensajeros, no supieron cuando me habían de llevar de casa de Tereupillán.

     Con la llegada de nuestro nuncio, se regocijaron todos los de la casa de mi huésped, quien con toda diligencia despachó al instante a dar aviso a mi buen amigo, y suegro en los deseos, Quilalebo, y a los demás caciques vecinos, para que con todo gusto y aplauso se regocijasen en mi despedida. Y aunque el mensajero quiso apresurar nuestro viaje y volver a salir aquella noche siguiente, no lo permitió el cacique, rogándole que aguardase a los caciques comarcanos, principalmente a Quilalebo, que estaba dispuesto a ir en mi compañía hasta ponerme entre los nuestros.

     -Mucho me huelgo, dijo Molbunante, que se determine el viejo a ser nuestro compañero, que con su autoridad y con sus canas obligará otros a que le sigan y serán nuestras fuerzas más copiosas, ya que por lo que pueda suceder, no es malo que vamos muchos.

     Con esto, dieron principio a sacar muchos cántaros de chicha y a brindarse unos a otros. Yo lo hacía con gran festejo y alegría, y en el entretanto que se disponían las ollas y se hacía hora de comer, pedí licencia al camarada para ir al estero, donde por las mañanas acostumbrábamos el baño, llevado del deseo de dar infinitas gracias a Dios por tantos beneficios y mercedes. Dejé a los compañeros entretenidos y me encaminé al bosque, y allí, las rodillas hincadas en tierra, comencé mi oración.

     Causome algún pesar, en medio del mayor consuelo que tuve, el haber dicho nuestro mensajero que los de la parcialidad de la cordillera estaban resueltos a salirnos al camino y a fuerza de armas perturbar la intención de mis parciales y defensores, arrebatándome de en medio de ellos para ejecutar a salvo sus dañadas intenciones. Con estos cuidados y recelos se mezclaron mis alegrías y mis gustos, y con más fervorosos afectos proseguí mi oración, con lo que alienta mi esperanza y lo más eficaz para mis súplicas, que es tener por sin duda el auxilio y protección de la Virgen Santísima del Pópulo, Señora Nuestra, cuya imagen desde mis tiernos años fue el principal asunto de mi devoción, con un particular modo de respeto, de temor y reverencia. Así lo he continuado desde aquel tiempo, y por no ser ordinaria la causa que me movió a esta devoción, la referiré en breve.

     Estando gobernando los estados de Arauco de maestre de campo general, mi padre -que Dios tenga en su gloria- me hizo llevar a ellos luego que quedé sin madre, y fui de tan pocos años, apenas tendría siete. Entrome en el convento que allí tenían los padres de la Compañía de Jesús. Al cabo de algunos días que empecé a perder el miedo a aquellos benditos padres que allí estaban -que así los puedo llamar, porque fueron conocidos por siervos de Dios-, entraba y salía sin temor alguno a sus celdas y a los demás rincones de la casa, aunque a la iglesia con algún recelo, porque estaba en ella una imagen de la Virgen Santísima del Pópulo pintada en un lienzo con tal perfección y arte, que luego que se entraba por la puerta, ponía los ojos fijos y miraba a todos de hito en hito. Un día, sobre tarde, con otros niños que asistían, concertamos entrar a la iglesia a ver a la Señora, que miraba a cada uno con notable admiración nuestra. Hicímoslo así, y con temor más que con reverencia, nos hincamos de rodillas frente al altar donde estaba, y aunque divididos los unos de los otros, a un tiempo a todos nos miraba cuidadosa y atenta. Y con admiración nos decíamos: �A mí me está mirando con sus serenos ojos fijos en los míos�. De esta suerte, anduvimos mudando lugares, y siempre sus hermosas luces tras nosotros. Yo, con más curiosidad que mis compañeros, me fui a los rincones de la iglesia, de donde me asomaba poco a poco, y al punto que llegaba a descubrir su sereno rostro, hermoso y grave, hallaba sobre mí puestos sus lucientes ojos. Volví a hacer otra prueba de muchacho, que me pareció imposible que en el lugar que me puse pudiese mirarme; y fue entrarme debajo de un escaño que estaba en la capilla mayor con otros bancos. Saqué por un lado la cabeza, y apenas pude mirarla, cuando con más ahínco y más cuidado, parece que con la vista quería sacarme del lugar en que me había escondido. Retireme al instante, y por un resquicio del escaño, segunda vez puse los ojos, y de la misma suerte que si frente a frente estuviese en su presencia, hallaba sus divinos luceros en mí fijos.

     De aquí se originó la devoción fervorosa que a esta Santísima Señora del Pópulo tengo desde tan tiernos años, bajo cuya protección y amparo he vivido seguro, atropellando infinitos trabajos y peligros de la vida en esta guerra.

     Acabé mi oración con los siguientes medidos renglones que a los principios de mi cautiverio ocurrieron a mi memoria y con los cuales todos los días solía dar principio a mis devociones:

ROMANCE Y ORACIÓN

                                                            Gracias os doy infinitas,                                                       
Señor del empíreo cielo,
Pues permitís que un mal hombre.
Humilde amanezca a veros.
   En este pequeño bosque,
Las rodillas por el suelo,
Los ojos puestos en alto,
Vuestra grandeza contemplo.
   Consolado y afligido
Ante vos Señor, parezco,
Afligido por mis culpas,
Consolado porque os temo.
   Diversos son mis discursos,
Varios son mis pensamientos,
Y luchando unos con otros
Es la victoria por tiempos.
La naturaleza flaca
Está siempre con recelos
De los peligros que el alma
Tiene entre tantos tropiezos.
   El espíritu se goza
En medio de mis tormentos,
Porque es docta disciplina
Que encamina a los aviesos.
   Dichosos son los que alcanzan
Tener aquestos recuerdos,
Guiados por vuestra mano
Para que no andemos ciegos.
   Trabajos y adversidades
Entre inconstancias del tiempo
Padezco con mucho gusto
En este feliz destierro.
   En mí las tribulaciones
Han sido un tirante freno
Que ha encaminado mis pasos
Y refrenado mis yerros.
   Todos son, Señor, favores,
Y de vuestro amor efectos,
Que atribuláis al que os huye.
Porque en vos busqué el remedio.
�Oh Rey de cielos y tierra!,
�Oh piadoso Padre eterno!
�Oh Señor de lo criado!,
�Oh Dios de Sabaoth inmenso!
   Vos, Señor, sois mi refugio,
Vos sois todo mi consuelo,
Vos de mis gustos la cárcel,
Vos mi feliz cautiverio.
   Lo que os suplico rendido
Y lo que postrado os ruego,
Es que encaminéis mis pasos
A lo que es servicio vuestro,
Que si conviene que muera
En esta prisión que tengo,
La vida que me acompaña
Con mucho gusto la ofrezco.
   En vuestras manos, Señor,
Pongo todos mis aciertos,
Que nunca tan bien logrados
Como cuando estáis con ellos.
   Merezca yo por quien sois
Lo que por mí no merezco
Y por la sangre preciosa
De vuestro hijo verdadero.
   Y por los méritos grandes
De María, cuyos pechos
Fueron de Jesús bendito,
En su humanidad sustento.
   Y vos, purísima Reina,
Escogida de ab eterno.
Para hija de Dios Padre
Y para madre del Verbo.
   Del Santo Espíritu esposa,
De las tres personas templo,
Corona de lo criado,
Señora del hemisferio,
   Patrocinad al que os llama
Socorred con vuestros ruegos
Al que os invoca afligido
Y al que está cautivo y preso.


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