Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

El cielo llora por mí

Erick Aguirre Aragón





Con las novelas de Sergio Ramírez frecuentemente me sucede lo que al doctor Watson con Sherlock Holmes. Como lector, trato de aprender lo más rápidamente que puedo de las astucias del escritor cada vez que publica una novela; pero este pasa luego a otros experimentos narrativos, como Holmes -para tormento de Watson- pasa después a investigar crímenes cada vez más raros y en circunstancias cada vez más extraordinarias. Watson representa, pues, como en mi caso, al lector de buena voluntad que se esfuerza por comprender pero que siempre resulta engañado.

De Castigo divino siempre supe que, además de ser una novela policíaca (por algo mereció el Premio Dashiell Hammett), es también una novela de folletín, una novela de costumbres, una novela histórica, etcétera. Puede tener una lectura múltiple, pero no sólo por sus diversas corrientes internas -como su mismo autor lo dice-, sino también por el juego y ejercicio con sus múltiples lenguajes, que en una primera lectura me confundieron y los tomé, equivocadamente, como expresa recurrencia al intertexto.

Algo parecido me sucedió al intentar definir genéricamente algunos aspectos de su novela Sombras nada más, y al leer algunos capítulos magistrales de Margarita está linda la mar y Mil y una muertes. Pero pese a que, como el mismo Ramírez me ha dicho, ni como lector ni como crítico debería yo dejarme confundir, la verdad es que la mayoría de sus novelas han constituido para mí verdaderos desafíos genéricos. Con la estricta excepción, por supuesto, de esta novela titulada El cielo llora por mí, que acaba de publicar bajo el sello de Alfaguara, y que si no me equivoco es una novela negra o policíaca, sin más. Si no que él mismo nos lo diga:

¿Novela negra, novela-problema, novela policíaca...?

Prefiero novela policíaca nada más, de las que construyen su trama en base a las hipótesis del investigador, que buscan adivinar, como en un rompecabezas, las piezas que faltan, que al principio son muchas. Aquí en esta novela mi inspector Dolores Morales parte de unas pocas evidencias, un yate abandonado en un paraje de Laguna de Perlas, unas manchas de sangre, el ejemplar de una novela con una tarjeta de visita de una mujer entre sus páginas. Lo demás, dependerá de su cabeza, y de la cabeza de sus auxiliares: el inspector Dixon, una afanadora, su propia amante, la Fanny...

La novela negra tradicional tenía, a finales del siglo diecinueve y la primera mitad del veinte, ciertas características muy puntuales. Hoy día trata de comprender la sociedad globalizada, la red mundial del narcotráfico y los sobresaltos políticos de una era supuestamente carente de ideologías. En su novela esos elementos están presentes, sólo que la denuncia política parece bastante velada y pareciera que el asunto asuntos fundamentales son otros...

Hay un asunto político en el trasfondo: como unos guerrilleros que al triunfo de la revolución se hicieron policías, el inspector Morales y Lord Dixon, y otros que como Caupolicán se pasan al bando de los narcos, llegan al cambio de siglo: unos con sus viejos principios éticos como coraza, el otro envuelto en cinismo, y entregado a la corrupción. Esta es, al fin y al cabo, una parábola de la revolución. Las aguas se han partido.

¿Qué cree que le debe su novela a la policíaca europea o a la norteamericana?

Tengo dos deudas principales: una con Dashiell Hammet y Joseph Chandler, la vena negra del detective solitario, bebedor, de humor negro, como Marlow, el personaje de Chandler, y la otra con el inspector Maigret de Simenon, que arma sus casos en la cabeza, y allí mismo los resuelve, con perspicacia, cálculo, frialdad, sabiduría... sólo que en mi novela mucha de esa sabiduría viene de la afanadora, doña Sofía (y Sofía quiere decir sabiduría).

¿Y a la española o latinoamericana (Vázquez Montalbán, Mendoza, Taibo II, Padura, et al.?

Y también, por supuesto, de Rubem Fonseca, creador del detective Mandrake, que es hombre de mundo, como James Bond, pero al mismo tiempo un solitario y un escéptico, tan atractivo como el Pepe Carvalho de Vázquez Montalbán.

En algunas regiones del mundo la novela policíaca es una respuesta a la desaparición del periodismo investigativo. ¿En América Latina, o en nuestro caso, Nicaragua, a qué responde?

A una realidad: el narcotráfico, la corrupción de los que mandan, la pérdida de valores morales, no en balde mi personaje se llama Dolores Morales. Me pueden decir que Managua es demasiado poco compleja como ciudad, para merecer ser un escenario de novela policíaca, pero esto sería responder a un concepto muy tradicional. Managua es una ciudad del crimen en medio de su pobreza, escondite de narcos, no solo sus barrios, sino también los tribunales de justicia, que no sólo son sus escondites, sino también sus refugios.

Antes de El cielo llora por mí, aunque no tan estrictamente policiales, en Nicaragua estaban Castigo divino, La muerte de Acuario, de Arquímedes González, y Pasada de cuentas, recién publicada por Manuel Martínez. ¿Cómo diferencia esta suya de las otras, o de otras policiales latinoamericanas?

Cada loco con su tema, cada novela con su tema. Arquímedes se va al siglo diecinueve para contarnos una visita de Sherlock Colmes a Managua; yo me voy al cambio del siglo veinte para contar una historia de narcos. Los narcos que ya están aquí, aunque todavía no corten cabezas, como en México.

El héroe de las novelas negras es, por lo general, un detective. Muy pocas veces es el delincuente. En esta novela es un inspector de policía, ex combatiente sandinista poco maleado por los cambios históricos. A pesar de su dureza, en el fondo parece tan frágil y solitario como los villanos a los que se enfrenta... ¿Cómo fue delineado?

Se apellida Morales, en eso insisto. Es un sobreviviente. Perdió una pierna en la guerra contra Somoza, vive en pobreza, no tiene ambiciones, está apegado a la vieja moral, se defiende con su sentido ácido del humor, es bastante ácrata, se burla del ridículo, de las poses de sus superiores. Es un outsider que se resiste a amoldarse a los nuevos tiempos, y Lord Dixon, su compañero de aventuras, que también viene de la guerrilla, es su cómplice en eso. Otro sobreviviente de los viejos tiempos.

La construcción novelística de personajes reales, como la jefa policial que termina dirigiendo el caso, y sus difuminados entornos de poder ¿es tal vez uno de los aspectos menos veladamente políticos de la novela?

Te estás refiriendo a la Monja, uno de los personajes más queridos de la novela. Fue religiosa, fue guerrillera, se atrinchera también en sus principios morales, en su desprecio de los nuevos usos del poder, es una mujer auténtica, pero cercada por todos lados. Yo quiero que la Monja sobreviva, que triunfe, que ella sea la insignia viva de una policía acosada por el poder turbio. ¿Será posible? Una novela, aunque quiere parecerse a la vida, no pude dar todas las respuestas.

Doña Sofía, una afanadora capaz de descifrar las pisadas de animal grande del narcotráfico, taco a taco con los jefes policiales y con la misma DEA... Increíble. Pero en su novela sencillamente verosímil... (Comentario).

Si es un personaje creíble, doña Sofía, vieja sandinista de hueso rojo, evangélica militante, existe, con su lampazo en la mano, sagaz y contundente, igual que existe la Monja. La imaginación lo que trata es de ser un espejo que sustituya la imagen de la realidad, y la devuelva, más creíble aún que la propia realidad. Lo que yo quiero es que cuando alguien pase por la Plaza del Sol, diga: allí despacha la Monja, allí limpia las oficinas doña Sofía...

La novela negra siempre ha privilegiado el paisaje urbano. ¿Qué puede decirme de Managua ahora que usted, por primera vez, la ha utilizado plenamente como escenario narrativo?

Es la Managua que he creado como escenario de mi novela, igual que es un escenógrafo arma su tramoya. Es la Managua de todos los días, fea, atractiva, real y falsa, segmentada, pobre, como la Managua de perdición que creó Frank Galich y que de su cabeza pasó a la realidad. No hay ciudad pequeña, a como no hay patria pequeña, según Rubén. Hay la ciudad, su caos es el orden del novelista. Espero que ésta sea la Managua que sobreviva, la Managua de mi imaginación, transmutada desde la realidad.

El sentido del humor de Lord Dixon, unido a la aparentemente aséptica mordacidad del narrador, le dan cierto tono cáustico, aunque jovial, a la novela. ¿Humor negro o simplemente humor nica?

Y no te olvidés del humor del propio inspector Morales: una de las escenas que más me divirtió al escribirla, es cuando se suelta los amarres de su pierna artificial, y la pone sobre el escritorio para sentirse más a gusto. En eso entra el ordenanza, y no haya que hacer con ella. Tenés razón en eso de la mordacidad del propio narrador. Es mi humor, la manera como veo las cursilerías y las brujerías de las que vivimos rodeados, lo que está traspasado a la novela. Vivimos en un país carnavalesco. Desde la mano de Fátima al jabón de la sanación. Todo crea un aura insoportablemente risible, que a la vez es trágica.





Indice