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El cielo llora por mí

Julio Ortega





Cuando quienes desbancaron la Banca terminan de directores del Banco, y cuando los fundamentalistas del Mercado Libre esperan ser salvados por el Capital del Estado, o sea, por los impuestos de quienes perdieron sus depósitos en ese Mercado, ya sólo nos queda la novela como tribunal de justicia. La narración se hace cargo de las pesadillas de la nación, y postula en la literatura la libertad del lector para conjurarlas. La «novela policial» goza de salud en español gracias al humor negro y el feroz escepticismo que ejercita contra la corrupción rampante. Esa ironía, felizmente, nos cura en salud.

Desde los relatos de Jorge Luis Borges y su Isidro Parodi, paródico investigador que resuelve crímenes mientras está preso, hasta las novelas de humor y truculencia de Jorge Ibargüengoitia, este nuevo relato policial se planteó como sátira y sano escepticismo. Leonardo Padura Fuentes, por un lado, y Paco Ignacio Taibo, por otro, llevaron el formato policíaco a nuevos horizontes, de indagación existencial y de desenfado temático. Otros han preferido llamar «novela negra» a este ejercicio de melancolía barroca. Se trata, además, de otra forma de contrapunto atlántico: las novelas de Manuel Vázquez Montalván y Eduardo Mendoza han sido varias veces incorporadas al sistema del relato latinoamericano. El género se debe también a ese devoramiento deleitoso. Cabría sospechar que toda novela en español está a punto de ser policial: está llena de culpables.

Pero será con las versiones del puertorriqueño Edgardo Rodríguez Juliá (Sol de medianoche y Mujer de sombrero panamá) que se redefine lo policial como otra metáfora del derrumbe del discurso de la modernidad prometida y cada vez incumplida. Sus novelas acontecen al día siguiente del «realismo mágico». Lo que nos queda del Caribe son unos seres heridos, marginales y, a veces, incluso residuales. El investigador ya no es un héroe pero tampoco un antihéroe sino un pobre sobreviviente de la verdad improbable, agobiado por la imposibilidad de su tarea en un mundo desolado por la corrupción. Se ha repetido que el género policial alegoriza una verdad puesta a prueba por el crimen. En las de Rodríguez Juliá, el crimen ya ha triunfado y la certidumbre es un artificio de la melancolía.

No es extraño que Sergio Ramírez (Nicaragua, 1942) recoja en El cielo llora por mí (Alfaguara, 2008) la brillante tradición latinoamericana de estas exploraciones (que hace de lo policial un género de géneros) porque en sus novelas anteriores (verdaderos tratados de las posibilidades modélicas de la narración) había demostrado la rara virtud de contar una historia no para hacernos creer en ella (a estas alturas, casi un abuso de confianza) sino para compartir el hecho de contarla. Ramírez no sólo había probado la ductilidad del género en sus manos, capaz de incorporar tanto la poesía de Darío como la biografía de Somoza, tanto el melodrama como la cultura popular, desde una comarca prodigiosa del español americano (Nicaragua, Centroamérica, el Caribe), que es universal y actual en la escena de la voz, en la fluidez del decir y el tiempo hecho lenguaje. Virtudes del habla desde las épocas de Darío, sospecho yo, y que son también patentes en el coloquio vivo de Ernesto Cardenal. La voz de Sergio Ramírez es identificable no como la misma enunciación sino como la misma insinuación. No se trata de la oralidad licenciosa, que suele derivar en énfasis populista (revelando la distancia de quien la caricaturiza al enfatizarla) sino del humor del registro, que resume el drama en la conversación.

En El cielo llora por mí la escritura es la palpitación de la historia que transcurre. Y el habla, su comedia viva y su ternura desapacible. En ella los hablantes se desnudan, en su grandeza y domesticidad. Pronto, el lector es parte inmediata de esta intensa, vívida conversación. El inspector (o interlocutor) Morales es aquí un exguerrillero sandinista que, sin otro destino social, se ha hecho policía de la división antinarcóticos para seguir dando batalla después de su muerte política. Tiene una pierna artificial, una computadora que funciona mal, y un Lada arruinado. Pronto, sabemos de él más que él mismo: «Iba a decirle que no, que no podía esa noche, porque aquello se le estaba volviendo ya rutina, pero recordó que no pocas veces, de regreso en la casa vacía, apenas abría la puerta y se enfrentaba a la penumbra antes de encender la luz, parecía recibirlo un viento que soplaba en rachas desde dentro y lo empujaba de nuevo a buscar las calles. Era el viento de la soledad, le había advertido Lord Dixon, que tampoco era casado» (79). Como su paradigma, Philip Marlowe, podrían ellos haber dicho que no se casan porque no les gusta las mujeres de los policías.

Lord Dixon, su socio y amigo, más acucioso y simpático que Mr. Watson, y doña Sofía, evangélica «a muerte», tan inmiscuida como Miss Marple, investigadora auxiliar, son dos personajes memorables y divertidos, cada uno a cargo de su propia voz veraz y, por tanto, poseídos por su tarea diligente. Nicaragua se ha convetido en tránsito del narcotráfico colombiano y los cárteles mexicanos. El revés de la globalidad es ahora el mercado negro, donde los héroes anónimos del viejo Sandinismo dan batallas pírricas en un mundo que ellos habían revertido para verlo, a poco, desaparecer ante sus ojos.

Pero si los policías se enfrentan a un poder mayor a sus fuerzas, les asiste, esta vez, una notable variante genérica descubierta por Sergio Ramírez: todos somos investigadores. Cada personaje, en efecto, se suma a la pasión no del bien, agotado por la complicidad de los políticos con los poderes dominantes, sino de la investigación misma, de esa especulación narrativa que es la lectura que cada uno introduce para armar y rearmar la trama criminal, y hacerse lugar en una lucha mayor, la de una significación hecha entre todos. Fanny, la amante de Morales, llega a sumar a su pobre marido a esta lectura colectiva de las pistas que armarán el peor de los castigos: la extradición de los narcos a Estados Unidos. Sin discursos ni arengas, los personajes se suman, de buen ánimo, contra la plaga de violencia y corrupción.

El interrogatorio del inspector Morales, en sí mismo una proeza retórica de la posibilidad de que la verdad sea una virtud no de la confesión sino del diálogo, culminará, en este proceso, incluyéndonos a los lectores como cómplices de la pesquisa: una y otra vez, cada implicado en el crimen es interrogado por Morales para que la intriga se vaya desentrañando, episódicamente, mientras el lector lee. Leemos, así, para que el crimen se resuelva. En la novela el narcotráfico es hoy derrotado para que mañana lo sea en Colombia y en México. Las preguntas de Morales, por lo mismo, terminan siendo las nuestras. Y hasta cuando el inspector anuncia la novedad del dato, habla el lector: «-Gracias por el dato adicional -dijo el inspector Morales». «Ahora, seamos breves», promete, y anota en su cuaderno resúmenes que nos sirven de ayuda-memoria. El inspector Palacios, en cambio, hace de forense y es un lector burocrático y literal: «No me gustan las novelas tipo Rayuela, a ver cuándo me la cuentan en orden», dice.

Se ha dicho que Sherlock Holmes fue un precursor de la semiología: ve un sombrero y una carta, y descubre al asesino. O sea, una serie de signos construye la sintaxis del significado. Morales, en cambio, nos conduce entre preguntas y respuestas a la interpretación dialógica del crimen. Como los clásicos, cree que la verdad es la virtud conquistada por todos. Esa civilidad del consenso presupone nuestro lugar en la ciudad, a nombre del ciudadano por venir, el que merece su libertad. Eso le permite la inteligencia de la duda y la pasión de saber. Una mujer asesinada, un yate incendiado y un vestido de novia nos dejan a merced de la desarticulación impuesta por el Mercado Negro. Pero a los lectores nos es concedido el poder resolutivo, la esperanza de que la verdad vale la pena. Gracias a la novela, la hacemos nuestra:

-No me voy a poner a llorar -dijo Lord Dixon-. El cielo llora por mí.

-Te jodiste, ya dejó de llover -dijo el inspector Morales.

-No importa -dijo Lord Dixon, y volvió a toser-. Es una figura literaria.


(247)                


El relato policial en español es la forma que asume una pregunta por la veracidad. Discurso híbrido, está hecho del lado de la lectura como último territorio de la conciencia de estar aquí y confrontar la corrupción, la mentira y la violencia. En El cielo llora por mí la literatura se adelanta una vez más a imaginar, a pesar de todas las razones en contra, una certeza compartible.

Es una novela que se escribe de tu lado.





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