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El cisne de Vilamorta

Emilia Pardo Bazán




ArribaAbajoPrólogo

Al ver la luz mi penúltima novela, que lleva por título La Tribuna, no faltó quien atribuyese sus crudezas y sus francas descripciones de la vida popular, a empeño mío de escribir una obra rigurosamente ajustada a los cánones del naturalismo. Acaso hoy se me dirigirá la acusación opuesta, afirmando que El Cisne de Vilamorta, paga disimulado tributo al espíritu informante de la escuela romántica.

Yo sé decir que un autor, rara vez produce adrede libros muy crudos o muy poéticos; lo cierto es, en mi opinión, que la rica variedad de la vida ofrece tanta libertad al arte, y brinda al artista asuntos tan diversos, cuanto son diferentes entre sí los rostros de las personas: y así como en un espectáculo público, en un paseo, en la iglesia, vemos semblantes feos e innobles al lado de otros resplandecientes de hermosura, en el mudable espectáculo de la naturaleza y de la humana sociedad andan mezcladas la prosa y la poesía, siendo entrambas reales y entrambas materia artística de lícito empleo.

¡Parece que no necesita refutación el error de los que parten en dos mitades la realidad sensible e inteligible, con la misma frescura que si partiesen una naranja, y ponen en la una mitad todo lo grosero, obsceno y sucio, escribiendo encima naturalismo, y en la otra y bajo el título de idealismo, agrupan lo delicado, suave y poético. Pues tan errónea idea pertenece al número de las insidiosas vulgaridades que podemos calificar de telarañas del juicio, que no hay escoba que consiga barrerlas bien, ni nunca se destierran por completo. Es probable que hasta el fin del mundo dure esta telaraña espesa y artificiosa, y se juzgue muy idealista la descripción de una noche de luna y muy naturalista la de una fábrica, muy idealista el estudio de la agonía de un ser humano (sobre todo si muere de tisis como La dama de las Camelias), y ¡muy naturalista el del nacimiento del mismo ser!

No es alarde de impenitencia, sino confesión sincerísima. Al escribir La Tribuna, me guiaban iguales propósitos que al trazar las páginas del Cisne: estudiar y retratar en forma artística gentes y tierras que conozco, procurando huir del estrecho provincialismo, para que el libro sea algo más que pintura de usanzas regionales y aspire al honroso dictado de novela. A la misma luz que me alumbró por los rincones de la Fábrica de Tabacos de Marineda, he tratado de ver la curiosa fisonomía de Vilamorta. Si la Fábrica se diferencia en todo de la villita, no consiste en que yo las mire con distintos ojos, pero en que forzosamente ha de diferenciarse el puerto comercial y fabril de la comarca enclavada tierra adentro, que aún conserva, o conservaba cuando la pisé por vez última, pronunciadísimo sabor tradicional, y elementos poéticos muy en armonía con el carácter del paisaje.

Respecto a lo que en El Cisne llamará alguien levadura romántica, quiero decir algo, muy sucintamente, a los buenos entendedores. El romanticismo, como época literaria, ha pasado, siendo casi nula ya su influencia en las costumbres. Mas como fenómeno aislado, como enfermedad, pasión o anhelo del espíritu, no pasará tal vez nunca. En una o en otra forma, habrá de presentarse cuando las circunstancias y lo que se conoce por medio ambiente faciliten su desarrollo, ayudando a desenvolver facultades ya existentes en el individuo. Sucédele lo que a la vocación monástica: menos casos se dan hoy de tales vocaciones que se daban, por ejemplo, allá en tiempos de San Francisco o San Ignacio; con todo, algunas he visto yo muy ardientes, probadas e irresistibles. No hay estado del alma que no se produzca en el hombre, no hay cuerda que no vibre, no hay carácter verdaderamente humano que no se encuentre queriéndolo buscar; y en nuestras pensadoras y concentradas razas del Noroeste, el espíritu romántico alienta más de lo que parece a primera vista.

Emilia Pardo Bazán

La Coruña, septiembre de 1884






ArribaAbajo- I -

Allá detrás del pinar, el sol poniente extendía una zona de fuego, sobre la cual se destacaban, semejantes a columnas de bronce, los troncos de los pinos. El sendero era barrancoso, dando señales de haber sido devastado por las arroyadas del invierno; a trechos lo hacían menos practicable piedras sueltas, que parecían muelas fuera de sus alveolos. La tristeza del crepúsculo comenzaba a velar el paisaje: poco a poco fue apagándose la incandescencia del ocaso, y la luna, blanca y redonda, ascendió por el cielo, donde ya el lucero resplandecía. Se oyó distintamente el melancólico diptongo del sapo, un soplo de aire fresco estremeció las hierbas agostadas y los polvorientos zarzales que crecían al borde del camino; los troncos del pinar se ennegrecieron más, resaltando a manera de barras de tinta sobre la claridad verdosa del horizonte.

Un hombre bajaba por la senda, muy despacio, como proponiéndose gozar la poesía y recogimiento del sitio y hora. Se apoyaba en un bastón recio, y según permitía ver la poca luz difusa, era joven y no mal parecido. A cada paso se detenía, mirando a derecha e izquierda, lo mismo que si buscase y pretendiese localizar un punto fijado de antemano. Al fin se paró, orientándose. Atrás dejaba un monte poblado de castaños; a su izquierda tenía el pinar; a su derecha una iglesia baja, con mísero campanario; enfrente, las primeras casuchas del pueblo. Retrogradó diez pasos, se colocó cara al atrio de la iglesia, mirando a sus tapias, y seguro ya de la posición, elevó las manos a la altura de la boca para formar un embudo fónico, y gritó con voz plateada y juvenil:

-Eco, hablemos.

Del ángulo de las murallas brotó al punto otra voz, más honda e inarticulada, misteriosamente sonora y grave, que repitió con énfasis, engarzando la respuesta en la pregunta y dilatando la última sílaba:

-¡Hablemoooós!

-¿Estás contento?

-¡Contentoooó! -repuso el eco.

-¿Quién soy yo?

-¡Soy yoooó!

A estas interrogaciones, calculadas para que la contestación del eco formase sentido con ellas, siguieron frases lanzadas sin más objeto que el de oírlas repercutirse con extraña intensidad en el muro. -«¡Hermosa noche! -La luna brilla. -Se ha puesto el sol. -Eco, ¿me entiendes tú? -Eco, ¿sueñas algo? -¡Gloria! ¡Ambición! ¡Amor!». El nocturno viandante, embelesado, insistía, variaba las palabras, las combinaba; y en los intervalos de silencio, mientras discurría períodos cortos, escuchábase el rumor tenue de los pinos, acariciados por el vientecillo manso de la noche, y el plañidero concertarte de los sapos. Las nubes, antes de rosa y grana, eran ya cenicientas, y pugnaban por subir al ancho trozo de firmamento en que la luna llena campeaba sin el más mínimo tul que la encubriese. Las madreselvas y saúcos en flor, desde la linde del pinar, embalsamaban el aire con fragancia sutil y deleitosa. Y el interlocutor del eco, dócil al influjo de la poesía ambiente, cesó de vocear preguntas y exclamaciones, y con lenta canturia empezó a recitar versos de Bécquer, sin atender ya a la voz de la muralla que, en su precipitación de repetirlos, se los devolvía truncados y confusos.

Absorto en la faena, poseído de lo que estaba haciendo, recreado con la cadencia de las estrofas, no vio subir por el camino tres hombres de grotesca y rara catadura, con enormes sombreros de fieltro, de anchas alas. Uno de los hombres llevaba del diestro una mula, cargada con redondo cuero, henchido sin duda de zumo de vid; y como todos andaban despacio, y el terreno craso y arcilloso apagaba el ruido de las pisadas, pudieron llegar sin ser sentidos hasta cerca del mancebo. Algo cuchichearon en voz baja. -¿Quién es, hom...? -Segundo. -¿El del abogado? -El mismo. -¿Qué hace? ¿Habla solo? -No, habla con la pared de Santa Margarita. -Pues nosotros no somos menos. -Empieza tú... -A la una... allá va...

Salió de aquellas bocas pecadoras, interrumpiendo las Oscuras golondrinas, que a la sazón recitaba de muy expresiva manera el joven, un diluvio de frases soeces, de groserías y cochinadas palurdas, que cayeron en medio del gentil y armónico silencio nocturno como repique de almireces y cacerolas en un trozo de música alemana. Lo más suave que se oía era por este estilo: -¡Re... (aquí un terno) viva el vino del Borde! ¡Viva el vino tinto, que da pecho al hombre! Re... (aquí lo que puede el lector suponer, si considera que los interruptores del soñador becqueriano eran tres desaforados arrieros, que conducían a buen recaudo un pellejo de sangre de parra).

La ninfa domiciliada en el muro no opuso resistencia a la profanación, y repitió los tacos redondos tan fielmente como las estrofas del poeta. Al oír las vociferaciones y carcajadas opacas que la pared devolvía irónicas, Segundo, el del abogado, se volvió furioso, comprendiendo que los muy salvajes se burlaban de su entretenimiento sentimental. Corrido y humillado, apretó el bastón, con deseo de romperlo en las costillas de alguien; y mascullando entre dientes -cafres-brutos-recua- y otros improperios, torció a la izquierda, saltó al pinar, y tomó hacia el pueblo, evitando la senda por huir del profano grupo.

El pueblo estaba, como quien dice, a la vuelta. Blanqueaban, a la luz de la luna, las paredes de sus primeras casas, y los sillares de algunas en construcción, tapias, huertecillos, cuadros de legumbre, llenaban el espacio vacante entre el pueblo y el pinar. Ensanchábase la senda, desembocando en el camino real, a cuyas orillas, copudos castaños proyectaban manchones de sombra. Dormía el pueblo sin duda, pues ni se divisaban luces ni se oían los rumores y zumbidos que revelan la proximidad de las colmenas humanas. Realmente, Vilamorta es una colmena en miniatura, una villita modesta, cabeza de partido. No obstante, bañada por el resplandor del romántico satélite, no le falta a Vilamorta cierta grandiosidad como de población importante, debida a los nuevos edificios que, con arreglo al orden arquitectónico peculiar de las grilleras, levanta a toda prisa un americano gallego, recién venido con provisión de centenes.

Segundo se enhebró por una calle extraviada, -si las hay en pueblos así-. Sólo estaban embaldosadas las aceras; el arroyo lo era de verdad; había en él pozas de lodo, y montones de inmundicias y residuos culinarios, volcados allí sin escrúpulo por los vecinos. Evitaba Segundo dos cosas: pisar el arroyo y que le diese la claridad lunar. Un hombre pasó rozándole, embozado, a pesar del calor, en amplio montecristo, y con enorme paraguas abierto, aunque no amenazaba lluvia: sin duda era un agüista, un convaleciente que respiraba el aire grato de la noche con precauciones higiénicas; Segundo, al verle, se pegó a las casas, volviendo el rostro, temeroso de ser conocido. No con menor recato atravesó la plaza del Consistorio, orgullo de Vilamorta, y en vez de unirse a los grupos de gente que gozaba el fresco sentada en los bancos de piedra próximos a la fuente pública, se escabulló por un callejón lateral, y cruzando retirada plazoletilla, que sombreaba un álamo gigantesco, se dirigió hacia una casita medio oculta por el árbol. Entre la casita y Segundo se interponía un desvencijado armatoste: era un coche de línea, un cajón con ruedas, desenganchado, lanza en ristre, como para embestir. Rodeó Segundo el obstáculo, y al dar la vuelta distraído, dos animalazos, dos cochinos monstruosamente gordos, salieron disparados por la entreabierta cancilla de un corral, y con un trotecillo que columpiaba sus vastos lomos y sacudía sus orejas cortas, vinieron ciegos y estúpidos a enredarse en las piernas del lector de Bécquer. No llegó este a medir el suelo por favor especial de la Providencia; pero apurado ya el sufrimiento, soltó a cada marrano un par de iracundos puntapiés, que les arrancaron gruñidos entrecortados y feroces, mientras el mancebo renegaba en voz alta casi: -¡Qué pueblo este, señor!... ¡Atropellarle a uno en la calle hasta estos bichos! ¡Ah, qué miseria! ¡Ah... mejor debe ser el infierno!...

Al llegar a la puerta de la casita, algo se sosegó. Era la casa chiquita, linda, flamante; al balcón le faltaba el barandado de hierro; no tenía sino la repisa de piedra, cargada de tiestos y cajones de plantas; detrás de las vidrieras se columbraba una luz, tamizada por visillos de muselina, y la fachada, silenciosa, ofrecía algo de pacífico y agradable, que convidaba a entrar. Segundo empujó la cancilla, y casi al mismo tiempo oyose en el tenebroso portal crujir de enaguas; unos brazos de mujer se abrieron, y el lector de Bécquer se dejó caer en ellos, conducir, arrastrar, y casi subir en vilo la escalera, hasta una Balita, donde un velador cubierto con blanco tapete de crochet, sustentaba un quinqué divinamente despabilado. Allí mismo, en el sofá, tomaron asiento el galán y la dama.

La verdad ante todo. Frisa la dama en los treinta y seis o treinta y siete, y aún es peor, que nunca debió ser bonita, ni mucho menos. De su basto cutis, hizo la viruela algo curtido y agujereado, como la piel de una criba: sus ojuelos negros y chicos, análogos a dos pulgas, emparejan bien con la nariz gruesa, mal amasada, parecida a las que los chocolateros ponen a los monigotes de chocolate; cierto que la boca, frescachona y perruna, luce buenos dientes; pero el resto de la persona, el atavío, los modales, el acento, la poquísima gracia del conjunto, más son para curar tentaciones, que para infundirlas. Alumbrando el quinqué tan bien como alumbra, es preferible contemplar al galán. Este tiene, en su mediana estatura, elegantes proporciones, y en su juvenil cabeza no sé qué atractivo que hace mirar otra vez. La frente, cuyo declive es un poco alarmante, la encubre y adorna el pelo copioso, algo más largo de lo que permiten nuestras severas modas actuales. La faz, descarnada, fina y cenceña, arroja a la caleada pared una silueta toda de ángulos agudos. El bigote nace y se riza sobre los labios delgados, sin llegar a cubrir el superior, con esa gracia especial del bigote nuevo, compañera de la ondulación de los cabellos femeninos. La barba no se atreve a espesar, ni los músculos del cuello a señalarse, ni la nuez a sobresalir con descaro. La tez es trigueña, descolorida, un tanto biliosa.

Al ver tan guapo chico recostado en el pecho de aquella jamona de apacible y franca fealdad, era lógico tomarles por hijo y madre: pero el que incurriese en semejante error después de observarles un minuto, denotaría escasa penetración, por que en las manifestaciones del amor materno, por apasionadas y extremosas que sean, hay no sé que majestuosa quietud del espíritu que falta en las del otro amor.

Sin duda experimentaba Segundo la nostalgia de la luna, porque apenas se detuvo en el sofá: fuese al balcón, y le siguió su compañera. Abrieron las vidrieras de par en par, y se sentaron muy próximos en dos sillas bajas, al nivel de las plantas y tiestos. Una mata de claveles de a onza subía a la altura conveniente para regalar las narices con incitantes perfumes; la luna plateaba el follaje del álamo, cuya dilatada sombra en volvía la plazoleta; Segundo abrió el diálogo, en esta guisa:

-¿Me hiciste cigarros?

-Toma -contestó ella, metiendo la mano en la faltriquera y sacando un puñado de cigarrillos-. Docena y media por junto pude amañarte. Ya te completaré las dos esta noche antes de irme a la cama.

Se oyó el ¡risssch! del fósforo, y con la voz atascada por la primer bocanada de humo, volvió Segundo a preguntar:

-¿Pues qué, ha sucedido algo nuevo?

-Nuevo... no. Las chiquillas... arreglar la casa... luego Minguitos... Me levantó dolor de cabeza a quejarse... ¡a quejarse toda la tarde de Dios! Decía que le dolían los huesos. ¿Y tú?, ¿por ahí muy ocupado?, ¿matándote a leer?, ¿discurriendo?, ¿escribiendo, eh? ¡De seguro!

-No... Di un paseo muy hermoso. Fui a Penas-albas y volví por Santa Margarita... Una tarde de las pocas.

-Vaya, que harías algún verso.

-No, mujer... Los que hice, los hice anoche, después de retirarme.

-¡Ay!, ¡y no me los decías! Anda, por las ánimas... anda, recita, que los has de saber de memoria. Anda, niño Jesús.

A la súplica vehemente siguió arrebatada caricia, que se perdió entre pelo y sienes del poeta. Este alzó los ojos, se hizo un poco atrás, dejó el cigarro entre los dedos, sacudiendo antes con la uña la ceniza, y recitó.

Era una becqueriana el parto de su ingenio. El auditorio, después de escucharla con religiosa atención, púsola por cima de cuantas produjo la musa del gran Gustavo. Y se pidió otra, y otra, y algún pedacito de Espronceda, y qué sé yo qué fragmentos de Zorrilla. Ya no ardía el cigarro: tiró el poeta la colilla, y encendió uno nuevo. Reanudaron la plática.

-¿Cenamos pronto?

-Enseguidita... ¿Sabes qué tengo para darte? Discurre.

-¿Qué sé yo, mujer?...

-Piensa tú lo que te gusta más. Lo que te gusta más, más.

-¡Bah!... Ya sabes que yo... Con tal que no me des nada ahumado, ni grasiento...

-¡Tortilla a la francesa! ¿No acertabas, eh? Mira, encontré la receta en un libro... Como te había oído que era cosa buena, estuve de ensayo... Las tortillas las hacía yo siempre a estilo de por acá, espesitas, que se puedan tirar contra la pared y no se deshagan... Pero esta... me parece que ha de estar a tu gusto. Lo que es a mí, poco me sabe... prefiero las antiguas. Se la enseñé a Flores... ¿Qué tenía dentro la que comiste en la fonda de Orense? ¿Perejil picado, eh?

-No, jamón. ¿Pero qué más da?

-¡Voy corriendo a sacarlo de la alacena!, yo creía... ¡El libro dice perejil! Aguarda, aguarda.

Volcó su silla baja por andar más aprisa, y se oyó a lo lejos el repique de sus llaves y el batir de algunas puertas; una voz cascada gruñó en la cocina no sé qué. A los dos minutos regresaba.

-¿Mira, y esos versos, no se imprimen? ¿No los he de ver en letras de molde?

-Sí -respondió el poeta, volviendo lentamente la cabeza y soltando una bocanada de humo-. Allá van camino de Vigo, a Roberto Blánquez para que los inserte en el Amanecer.

-¡Me alegro! ¡Tendrás tú más fama, corazón salado! ¿Cuántos periódicos hablan de ti?

Segundo se rio irónicamente, encogiéndose de hombros.

-Pocos... -Y, un tanto cabizbajo, dejó vagar la mirada por las macetas y por la copa del álamo, que se mecía con agradable susurro de hojas. Estrechaba maquinalmente el poeta la mano de su interlocutora, y esta correspondió a la presión con ardorosa energía.

-Y claro, ¿cómo quieres que hablen de ti, si al fin no firmas los versos? -interrogó ella-. No saben de quién son. Andarán discurriendo...

-Qué más da... Lo mismo que de Segundo García, pueden hablar del seudónimo que he adoptado. ¡Bonito nombre el mío para andar en papeles! ¡Segundo García! El poco público que se moleste en leer lo que escribo me llamará el CISNE DE VILAMORTA.




ArribaAbajo- II -

Segundo García, el del abogado y Leocadia Otero, la maestra de escuela de Vilamorta, se conocieron en primavera, en una romería. Leocadia asistió a ella con varías chicas a quienes había enseñado el a, b, c y el pespunte. Ante aquel coro de ninfas, Segundo recitó poesías más de dos horas, en un robledal, lejos del estrépito del bombo y gaita, donde sólo llegaban leves rumores de la fiesta y del gentío. Estúvose el auditorio como en misa, si bien ciertos pasajes, almibarados o fogosos, produjeron entre las chiquillas codazos, pellizquitos, risas reprimidas instantáneamente; pero de los negros ojos de la maestra, a lo largo de sus mejillas, picadas de viruela y pálidas de emoción, resbalaron dos lagrimones tibios y gruesos, y otros después, tantos y tan juntos, que hubo de sacar el pañuelo y limpiárselos. Luego, al regresar, cuando lucían en el cielo las estrellas, por los senderos del monte donde se alzaba el santuario, vereditas agrestes, entapizadas de grama y orladas de brezos y uces, el grupo descendió en esta forma: delante las chiquillas, correteando, saltando, empujándose para caer sobre los brezos y celebrarlo con una explosión de carcajadas; Leocadia y Segundo detrás, de bracero, parándose a veces y hablándose entonces más bajito, casi al oído.

De Leocadia Otero se refería una historia fea y triste. Aunque ella con reticencias calculadas quisiera fingirse viuda, se murmuraba que nunca tuvo marido; que cuando residía en Orense, huérfana y bajo la tutela de un tío paterno, nació aquel pobre vástago, aquel Dominguito contrahecho, raquítico y enfermo siempre. Afirmaban los mejor informados que el malvado del tío fue quien abusó de la doncella, confiada a su custodia, sin poder reparar el delito porque era casado y vivía su mujer, Dios sabe dónde ni cómo. Lo cierto es que el tío murió pronto, dejando a su sobrina unas finquillas y una casa en Vilamorta, y Leocadia, previo el competente examen, obtuvo la escuela y vino a establecerse al pueblo. Sobre trece años llevaba de habitarlo, observando ejemplar conducta, cuidando día y noche a Minguitos, y economizando para reconstruir la ruinosa casa, como lo hizo al fin poco antes de conocer a Segundo. Era Leocadia mujer por todo extremo hacendosa: nunca faltó en sus armarios ropa blanca, en su sala muebles de rejilla y una alfombrita delante del sofá, en su despensa uvas de cuelga, arroz y jamón, en sus balcones claveles y albahaca. Minguitos andaba limpio como el oro; ella lucía, al remangar su hábito de los Dolores, de buen merino, enaguas gordas, tiesas de puro almidonadas, muy bordadas a ojetes. Por lo cual, a pesar de su fealdad y de su historia antigua, no careció la maestra de suspirantes: un rico arriero retirado, con taberna abierta, y Cansín, el tendero de paños. Desairó a los pretendientes y siguió viviendo sola, con Minguitos y Flores, la vieja criada, que ya gozaba en la casa fueros de abuela.

El inicuo estupro sufrido en los primeros años de la juventud había dejado a Leocadia, envuelto en sus amargas memorias, horror profundo a las realidades del matrimonio, base de la familia, y una sed perpetua de cosas ideales y delicadas, rocío que refresca la imaginación y satisface al sentimiento. Poseía la media instrucción de las maestras, rudimentaria, pero bastante para infundir gustos exóticos en Vilamorta, verbigracia, el de las letras, en sus más accesibles formas -novela y verso-. Consagró a la lectura los ocios de su vida monótona y honesta. Leyó con fe, con entusiasmo, sin crítica alguna: leyó creyendo y admitiéndolo todo, unimismándose con las heroínas, oyendo resonar en su corazón los suspiros del vate, los cantos del trovador y los lamentos del bardo. Fue la lectura su vicio secreto, su misteriosa felicidad. Cuando rogaba a sus amigas de Orense que le renovasen la suscripción en la librería, hacían ellas chacota y ponían a Leocadia el apodo de literata. ¡Literata ella! ¡Ojalá! ¡Si pudiese dar cuerpo a lo que sentía, al mundo fantástico que dentro llevaba! Imposible: jamás alcanzaría su caletre, por mucho que lo estrujase, a producir ni una triste seguidilla. Almacenada se quedaba tanta poesía y tanta sensibilidad allá en los senos y circunvoluciones del cerebro, como el calor solar en la hulla. Lo que salía al exterior era prosa neta: gobierno de casa, economía, guisados.

Al tropezar Leocadia con Segundo, la casualidad aplicó encendida mecha al formidable polvorín de sentimientos y ensueños, encerrado en el alma de la maestra. Encontrado había, por fin, empleo condigno a sus facultades amorosas, desahogo para sus afectos. Segundo era la poesía hecha carne; en él se cifraban y compendiaban todas las interesantes y divinas menudencias de los versos: las flores, el aura, el ruiseñor, la luz moribunda del sol, la luna, la umbría selva.

La combustión se produjo con asombrosa rapidez. Ardió y se consumió en incendio súbito, primero la honrada resolución de borrar con intachable conducta el estigma del pasado, después el vigoroso y entrañable cariño maternal. Ni un punto pasó por las mientes a Leocadia la idea de que Segundo pudiese ser su marido: aunque libres ambos, la diferencia de edades, y la superioridad intelectual del joven poeta, pusieron límite infranqueable a las aspiraciones de la maestra. Cayó en el amor como en un abismo, y ni miró atrás ni adelante.

Segundo había tenido en Santiago, durante los años escolares, trapicheos estudiantiles, cosa baladí, y extravíos de esos que no evita ningún hombre entre los quince y los veinticinco, probando también las que en la época romántica se llamaban orgías y hoy se conocen por juergas. Sin embargo, no era vicioso. Hijo de una madre histérica, a quien las repetidas lactancias agotaron, hasta matarla de extenuación, Segundo tenía el espíritu mucho más exigente e insaciable que el cuerpo. Había heredado de su madre la complexión melancólica, y mil preocupaciones, mil repulsiones instintivas, mil supersticiones prácticas. La había querido y guardaba su recuerdo como un culto. Y, más viva aún que la cariñosa memoria de su madre, conservaba una antipatía invencible hacia su padre. No cabía decir que el abogado hubiese sido verdugo de su mujer, y con todo, bien adivinaba Segundo el lento martirio de aquella fina organización nerviosa, y veía siempre, en horas negras, el ataúd mísero en que habían encerrado a la difunta, no sin elegir antes, para amortajarla, la sábana más usada de cuantas encontraron.

Componíase la familia de Segundo del padre, una tía vieja, dos hermanos varones y tres hembras aún impúberes. Gozaba el abogado García fama de rico: nada entre dos platos: fortuna de aldea, reunida ochavo tras ochavo, con préstamos usuarios y sórdidas privaciones. El bufete daba de sí, pero diez bocas, y la carrera de tres hijos, algo tragan. El mayor de los chicos, oficial de infantería, estaba en Filipinas y no remitía un cuarto; gracias que no lo pidiera. Segundo, que lo era en el orden cronológico, acababa de graduarse: un jurisconsulto más en la nación española, donde tanto abunda esta fruta. El pequeño estudiaba en el Instituto de Orense, con propósito de seguir la farmacia. Las niñas se pasaban el día correteando por huertos y maizales, medio descalzas, sin ir siquiera a la escuela de Leocadia por no adecentarse un poquillo. En cuanto a la tía..., misia Gaspara..., era el alma de aquella casa, alma estrecha y sin jugo, senectud acartonada, silenciosa y espectral, ágil a despecho de sus sesenta, y que sin cesar de hacer media con unos dedos rancios como teclas de clavicordio, vendía en la granera el centeno, en la bodega el vino de renta, prestaba un duro al cincuenta por cien a las fruteras y regateras de la plaza, se cobraba en especie, tasaba la comida, la luz y la ropa a sus sobrinos, engordaba con amorosa solicitud un cerdo, y era respetada en Vilamorta por sus aptitudes formicarias.

Aspiraba el abogado a trasmitir su clientela y asuntos a Segundo. Sólo que el muchacho no daba indicios de servir para embrollar pleitos y causas. ¿Cómo había realizado el milagro de salir bien en los exámenes, sin abrir en todo el curso los libros de derecho, y faltando a clase siempre que hacía solo diluviaba? ¡Bah! Con un memorión de primera y un regular despejo: aprendiéndose, cuando era menester, páginas y páginas del texto, y recordándolas y diciéndolas con la propia facilidad que las Doloras de Campoamor, si no con tanto gusto.

Sobre la mesa de Segundo se besaban tomos de Zorrilla y Espronceda, malas traducciones de Heine, obras de poetas regionales, el Lamas Varela, alias Remedia-vagos, y otros volúmenes no menos heterogéneos. No era Segundo un lector incansable; elegía sus lecturas según el capricho del momento, y sólo leía lo que conformaba con sus aficiones, adquiriendo así un barniz de cultura deficiente y varia. Más intuitivo que reflexivo y estudioso, aprendió sólo y a tientas el francés, para leer en el original a Musset, a Lamartine, a Proudhon, a Víctor Hugo. Fue su cerebro como erial inculto donde a trechos se alzaba una flor rara y peregrina, un arbusto de climas remotos; ignoró las ciencias graves y positivas, las lecturas sólidas y serias, nodrizas del vigor mental, la era clásica, la literatura castiza, las severas enseñanzas de la historia; y en cambio, por raro fenómeno de parentesco intelectual, se identificó con el movimiento romántico del segundo tercio del siglo, y en un rincón de Galicia revivió la vida psicológica de generaciones ya difuntas. No de otro modo algún venerable académico, saltando de un brinco los diez y nueve siglos de nuestra era, se alegra ahora con lo que regocijaba a Horacio y vive platónicamente prendado de Lidia.

Rimó Segundo sus primeros versos, desengañados y escépticos en la intención, ingenuos en realidad, cuando apenas contaba diez y siete años. Sus compañeros de cátedra le aplaudieron a rabiar. Adquirió entre ellos cierto prestigio, y cuando estampó en un periódico las primicias de su musa, tuvo, sin salir del estrecho círculo del aula, admiradores y envidiosos. Desde entonces adquirió el derecho de pasear solito, de reír poco, de ocultar sus aventurillas y de no jugar ni achisparse por compañerismo, sino únicamente cuando le daba la gana.

Y le daba pocas veces. La excitación puramente física y brutal carecía para él de atractivo; si bebía por bravata, repugnábale el espectáculo de la embriaguez, los finales de francachela estudiantil, el mantel manchado, las disputas necias, los amigos que yacían debajo de la mesa o tendidos en el sofá, el descoco e insensibilidad de las hembras venales; salía de allí desdeñoso y empalagadísimo, y a veces una reacción muy propia de su complicado carácter le impulsaba a él, lector sincero de Proudhon, Quinet y Renan, al recinto de alguna iglesia solitaria, donde sus pulmones respiraban con delicia aire húmedo saturado de incienso.

No protestó el abogado García contra las aficiones literarias de su hijo, porque las juzgó pasajera diversión de la mocedad, una muchachada, lo mismo que bailar en las fiestas. Empezó a inquietarse así que Segundo, ya graduado, se opuso a auxiliarle en el despacho de sus tortuosos pleitecillos. ¿Si resultaría el chico inútil para todo y bueno solamente para zurcir versos? No era delito zurcirlos, pero así... cuando no hubiese muchos procesos que hojear y artimañas que idear para envolver a los litigantes. Desde que cayó en la cuenta, el abogado trató a su hijo con mayor desconfianza, con más terca impertinencia y desvío. Cada día le predicaba, en la mesa o donde podía, sermoncillos incisivos acerca de lo necesario que es ganarse el pan, con asiduidad y trabajo, no dependiendo de nadie. Estas continuas amonestaciones, en que empleaba la misma capciosa machaquería que en el enredijo de los protocolos, ahuyentaron a Segundo de su casa. La de Leocadia le sirvió de refugio, y él vino en dejarse querer pasivamente, lisonjeado al pronto por el triunfo que habían obtenido sus versos, alcanzándole homenaje tan desinteresado y ardiente, y atraído después por el bienestar moral que engendra la aprobación sin condiciones y la complacencia sin tasa. Su perezosa mente de soñador reposaba en los algodones que sabe mullir el cariño para la amada cabeza. Leocadia admitía, perfilaba, ensanchaba todos sus planes de porvenir; le animaba a que escribiese, a que publicase; le elogiaba sin restricciones y sin fingimiento, porque para ella, que tenía la facultad crítica aposentada en las cavidades cardíacas, Segundo era el más melodioso cisne del universo todo.

Poco a poco la amante previsión de la maestra fue extendiéndose a otras esferas de la vida de Segundo. Ni el abogado García ni la tía Gaspara concebían que un chico, terminada ya su carrera, necesitase un céntimo para gasto alguno extraordinario. La tía Gaspara, en especial, ponía el grito en el cielo a cada desembolso: después de llenar de camisas la maleta de su sobrino un año, por diez lo menos debía quedar surtido: la ropa no estaba autorizada para romperse o acabarse sin más ni más. Leocadia notó las escaseces de su ídolo; hoy se hizo cargo de que no andaba bien de pañuelos, y le dobladilló y marcó una docena; mañana reparó que sólo de higos a brevas le daban medio duro para el ramo de cigarros, y se impuso la tarea de hacérselos en persona, suministrando gratis la materia primera; oyó murmurar a las fruteras de la avaricia de la tía Gaspara, entendió que Segundo comía mal, y se dedicó a aderezar para él platos apetitosos y nutritivos, amén de encargarle a Orense libros, de repasarle la ropa y de pegarle los botones.

Todo esto lo realizaba con inexplicable regocijo, recorriendo la casa a paso ligero y casi juvenil, remozada por la dulce maternidad del amor, y tan dichosa, que ni se acordaba de reñir a las chiquillas de la escuela, pensando sólo en acortarles la tarea para quedarse más pronto en compañía de Segundo. Había en su cariño mucha parte generosa y espiritual, y los mejores instantes de su pasión satisfecha eran aquellas horas nocturnas en que, próximos al balcón, sentados muy cerca el uno del otro, convirtiendo con la imaginación las matas de claveles y albahaca en selva virgen, ella oía, recostada en el hombro de Segundo, los versos que este recitaba con bien timbrada voz, versos cuya armonía se le figuraba a Leocadia un cántico celeste.

La medalla tenía su reverso. Eran amargas las horas matutinas en que Flores, con la cara larga y difícil, contraída o iracunda, con el pañuelo de algodón torcido, arrugado y caído sobre los ojos, venía a notificarle, en breves y truncadas palabras, que:

-Se han acabado los huevos... ¿vienen más? No hay azúcar: ¿de cuál traigo? ¿De ese tan caro de pilón que vino la semana pasada? Hoy traje café, café, dos libritas, como quien lava... Yo no compro más licor: allá tú: yo no.

-¿Qué dices, mujer? ¿Qué te sucede?

-Que si te gusta darle al Ramón, el de la dulcería, veinticuatro reales por una botella de anisete, habiéndolo a ocho en la botica, bien; pero yo no voy a meterle los cuartos en la mano a ese ladrón: a ver cómo no te pide cinco duros por cada frasquito.

Leocadia, suspirando, salía de su letargo; iba a la cómoda, sacaba dinero, no sin pensar que le sobraba la razón a Flores: sus ahorritos, su par de miles de reales para un apuro, ya debían encontrarse temblando; valía más no enterarse del estado del peto: los disgustos, retrasarlos. ¡Dios delante! Y reñía a la vieja con fingida cólera.

-Ve por la botella, anda, no me enfades... A las ocho entran las chiquillas, y aún tengo la enagua por planchar... Hazle el chocolate a Minguitos; más te valiera no tenerlo muerto de hambre... Y dale bizcocho.

-Daré, daré... ¡Pues si yo no le diese al infeliz!... -refunfuñaba la criada, que al nombre de Minguitos, sentía crecer su enojo. Se oía en la cocina el furioso porrazo administrado a la chocolatera para sentarla sobre el fuego y el airado voltear del molinillo en el remolino espumoso del chocolate. Flores entraba en el cuarto del contrahecho, que aún no había abandonado las sábanas, y le tomaba las manos.

-Tienes calor, rapaz... Aquí viene el chocolatito, ¿eh?

-¿Me lo da mamá?

-Te lo daré yo.

-Y mamá, ¿qué hace?

-Almidonando unas enaguas.

Clavaba el jorobadito los ojos en Flores, alzando trabajosamente la cabeza de entre el arco doble del pecho y la espalda. Eran aquellos ojos profundos, con mucha niña: la boca, de mandíbulas salientes, tenía una crispación sardónica y una pálida sonrisa. Echaba los brazos al cuello de Flores, y pegando los labios a su oído:

-¿Vino el otro ayer? -preguntábale.

-Sí, hombre, sí.

-¿Vendrá hoy?

-Vendrá. ¡Pues no! Calla, filliño, calla... toma el chocolate. Está como te gusta: claro y con espumita.

-No tengo casi gana... Ponlo aquí, al lado.




ArribaAbajo- III -

En Vilamorta había un Casino, un Casino de verdad, chiquito, eso sí, y por añadidura destartalado, pero con su mesa de billar comprada de lance, y su mozo, un setentón que de año en año sacudía y vareaba la verde bayeta. Porque en el Casino de Vilamorta apenas solían juntarse a diario más que las ratas y las polillas, entretenidas en atarazar el maderamen. Los centros de reunión más frecuentados eran dos boticas, la de doña Eufrasia, situada en la plaza, y la de Agonde, en la mejor calle. Agachada en el ángulo tenebroso de un soportal, la botica de doña Eufrasia era lóbrega; la alumbraba a las horas de conciliábulo un quinqué de petróleo, con tufo, y hacían su mobiliario cuatro sillas mugrientas y un banco. Quien desde fuera mirase, vería dentro un negro grupo, capotes, balandranes, sombreros anchos, dos o tres tonsuras sacerdotales, que de lejos blanqueaban como chapas de boinas sobre el fondo sombrío de la botica. La de Agonde, en cambio, lucía orgullosamente una clara iluminación, seis grandes redomas de cristal de colores vivos y fantástico efecto, una triple estantería cargada de tarros de porcelana blanca con rótulos latinos en letras negras, imponentes y científicos, un diván y dos butacas de gutapercha. Estas dos boticas antitéticas eran también antagónicas; se habían declarado guerra a muerte. La botica de Agonde, liberal e ilustrada, decía de la botica reaccionaria que era un foco de perpetuas conspiraciones, donde durante la guerra civil se había leído El Cuartel Real y todas las proclamas facciosas, y donde desde hacía cinco años se preparaban con suma diligencia fornituras para una partida carlista que jamás llegó a echarse al campo; y según la botica reaccionaria, era la de Agonde punto de cita para los masones, se imprimían libelos en una imprentilla de mano, y se tiraba descaradamente de la oreja a Jorge. Cerrábase religiosamente a las diez en invierno y en verano a las once la tertulia de la botica reaccionaria, mientras la botica liberal solía hasta media noche proyectar sobre el piso de la calle la raya de luz de sus dos claras lámparas y los reflejos azules, rojos y verde-esmeralda de sus redomas; por donde los tertulianos liberales calificaban a los otros de lechuzas, mientras los reaccionarios daban a sus contrincantes el nombre de socios del Casino de la Timba.

Segundo no ponía los pies en la botica reaccionaria, y desde sus relaciones con Leocadia Otero huía de la de Agonde, porque herían su amor propio las bromas y pullas del boticario, maleante y zumbón como él solo. Cierta noche que Saturnino Agonde cruzaba a deshora la plazoleta del Álamo, para ir a donde él y el diablo sabían, pudo ver a Leocadia y Segundo en el balcón, y entreoyó la salmodia de los versos que el poeta declamaba. Desde entonces, en el rostro de Agonde, mocetón sanguíneo y bien equilibrado, leyó Segundo tal desdén hacia las nimiedades sentimentales y la poesía, que por instinto se apartó de él cuanto pudo. Sin embargo, cuando se le ofrecía leer El Imparcial y saber alguna noticia, entraba en casa de Agonde breve rato. Hízolo al otro día de su conversación con el eco.

Estaba muy animada la asamblea. El padre de Segundo, recostado en el diván, tenía un periódico sobre las rodillas; su cuñado el escribano Genday, Ramón el confitero, y Agonde, discutían con él acaloradamente. En el fondo, próximos a la trastienda, en una mesita chica, jugaban al tresillo Carmelo el estanquero, el médico don Fermín, alias Tropiezo, el secretario del Municipio y el alcalde. Al entrar notó Segundo algo de inusitado en la actitud de su padre y del grupo que le rodeaba, y persuadido de que ya le darían la noticia, dejose caer en una de las butacas, encendió un cigarro y tomó El Imparcial, que andaba rodando sobre el mostrador.

-Pues aquí los papeles no traen nada; lo que se dice nada, exclamaba el confitero.

Desde la mesa de tresillo levantaba la voz el médico, confirmando las dudas de Ramón; tampoco el médico creía que pudiese suceder sin traerlo los papeles.

-Usted se muere por decir a todo que no -replicaba Agonde-. Yo estoy seguro, vamos; y me parece que estando yo seguro...

-Y yo lo mismo -afirmaba Genday-. Si es preciso citar testigos, allá van: lo sé por mi propio hermano, ¿me entienden ustedes?, por mi propio hermano, que se lo ha dicho Méndez de las Vides; vayan ustedes viendo si es autorizada la noticia. ¿Quieren ustedes más? Pues han encargado a Orense, para las Vides, dos butacas, una buena cama dorada, mucha vajilla y un piano. ¿Quedan ustedes convencidos?

-De todas maneras, no vendrán tan pronto -objetó Tropiezo. -Vendrán tal. Don Victoriano quiere pasar aquí las fiestas y las vendimias; dice que le tira muchísimo el cariño del país, y que en todo el invierno no se le oyó hablar sino del viaje.

-Viene a espichar aquí -murmuró Tropiezo-; oí decir que está malísimo. Se van ustedes a quedar sin jefe.

-Váyase usted a... Demonio de hombre, de mochuelo, que sólo anuncia cosas fúnebres. Cállese usted o no suelte barbaridades. Atienda, atienda al juego como Dios manda.

Segundo miraba con indiferencia a las redomas de la botica, distraído por el vivo foco azul, verde o carmesí que en cada una de ellas centelleaba. Ya comprendía el asunto de la conversación: la venida de don Victoriano Andrés de la Comba, el ministro, el gran político del país, el diputado orgánico del distrito. ¿Qué le importaba a Segundo la llegada de semejante fantasmón? Y aspirando suavemente su cigarro, se abstrajo del ruido de la disputa. Después se embebió en la lectura de la Hoja de El Imparcial, donde elogiaban mucho a un poeta principiante.

Entretanto, se enredaba la partida de tresillo. El boticario, situado a espaldas del alcalde, le daba consejos. Comprometido y arduo caso: un solo de estuche menor; la contra reunida toda en el estanquero y en don Fermín: cogían en medio al hombre: posición endiablada. Era el alcalde de esos viejos séquitos, gastaditos como un ochavo, muy tímidos, que antes de hacer una jugada la piensan en cien años, calculando todas las contingencias y todas las combinaciones posibles de naipes. Ya no quería él echar aquel solo, ¡qué disparate! Pero el impetuoso Agonde le había impulsado, diciendo: -Vaya, lo compro. -Puesto en el disparadero, el alcalde se decidió, no sin protestar.

-Bueno, lo jugaremos... Una calaverada, señores. Para que no digan que me amarro.

Y sucedía todo lo previsto; hallábase entre dos fuegos: de un lado le fallan el rey de copas; de otro le pisan la sota de triunfo aprovechando el caballo; don Fermín se mete en bazas sin saber cómo, mientras el estanquero, con sonrisa maliciosa, guarda su contra casi enterita. El alcalde levanta hacia Agonde los ojos suplicantes.

-¿No se lo decía yo a usted? ¡En buena nos hemos metido! Va a ser codillo, codillo cantado.

-No, hombre, no... es usted un mandria, que se apura por todo... Está usted ahí jugando con más miedo que si le apuntasen con una escopeta... ¡Arrastrar, arrastrar! Los chambones siempre se mueren de indigestión de triunfos.

Los adversarios se guiñaban el ojo malignamente.

-Deposita non tibit -exclamó el estanquero.

-Si codillum non resultabit -corroboró don Fermín.

Sintió el alcalde un escalofrío en el mismo bulbo capilar, y, por consejo de Agonde, resolviose a mirar lo que iba jugado, enterándose de las bazas de los compañeros y contando los triunfos. Tropiezo y el estanquero refunfuñaron.

-¡Qué manía de levantarles las faldas a los naipes!

El alcalde, algo más sereno, determinó por fin salir de dudas, suspiró y en algunos arrastres briosos y decisivos se resolvió la jugada, quedando todos iguales, a tres bazas cada uno.

-La de los sabios -dijeron casi a un tiempo estanquero y médico.

-¿Lo ve usted? Poniéndose lo peor del mundo, no le han dado codillo -observó Agonde-. Para hacer la puesta, se necesitaron requisitos...

Tenía a todos suspensos el interés palpitante de la jugada, menos a Segundo, absorto en una de las perezosas meditaciones en que el bienestar del cuerpo acrecienta la actividad de la fantasía. Llegaban a sus oídos las voces de los jugadores como lejano murmullo; él estaba a cien leguas de allí: pensaba en el artículo del periódico, del cual se le habían quedado grabadas en la memoria ciertas frases especialmente encomiásticas, hisopazos de miel con que el crítico disimulaba los defectos del poeta elogiado. ¿Cuándo le llegaría su turno de ser juzgado por la prensa madrileña? Sábelo Dios... Prestó atención a lo que se hablaba.

-Hay que darle siquiera una serenata -declaraba Genday.

-¡Hombre... una serenata! -respondió Agonde-: ¡gran cosa! Algo más que serenata: hay que armar cualquier estrépito por la calle; una especie de manifestación, que pruebe que aquí el pueblo es suyo... Habrá que nombrar una comisión, y recibirle con mucho cohete, y la música a todas horas... Que rabien esos cazurros de doña Eufrasia.

El nombre de la otra botica produjo una explosión de bromas, chistes y pateaduras. Hubo comentarios.

-¿No saben ustedes? -interrogó el socarrón de Tropiezo-. Parece que a doña Eufrasia le ha escrito Nocedal una carta muy fina, diciéndole que él representa a don Carlos en Madrid y que ella, por sus méritos, debe representarle en Vilamorta.

Carcajadas homéricas, algazara general. Habla Genday el escribano.

-Bueno, eso será mentira; pero es verdad, una verdad como un templo, que doña Eufrasia le remitió a don Carlos su retrato con dedicatoria.

-¿Y la partida? ¿Señalaron el día en que ha de levantarse?

-¡Vaya! Dice que la mandará el abad de Lubrego.

Se duplicó el regocijo de la tertulia, porque el abad de Lubrego frisaba en los setenta y se hallaba tan acabadito, que a duras penas podía tenerse sobre la mula. Entró en la botica un chiquillo, columpiando un frasco de cristal.

-¡Don Saturnino! -chilló con voz atiplada.

-A ver, hombre -contestó el boticario remedándole.

-Deme a lo que esto huele.

-Quedamos enterados... -murmuró Agonde arrimando el frasco a la nariz-. ¿A qué huele, don Fermín?

-Hombre... es así como... láudano, ¿eh?, o árnica.

-Vaya el árnica, que es menos peligrosa. Dios te la depare buena.

-Son horas de recogerse, señores -avisó el abogado García consultando su cebolla de plata. Genday se levantó también, y le imitó Segundo.

Los tresillistas se enfrascaron en hacer cuentas y liquidar las ganancias céntimo por céntimo, escogiendo fichas blancas y fichas amarillas. Al pisar la calle recibíase grata impresión de frescura; estaba la noche entre clara y serena; los astros despedían luz cariñosa, y Segundo, en quien era inmediata la percepción de la poesía exterior, sintió impulsos de plantar a su padre y tío, y marcharse carretera adelante, solo como de costumbre, a gozar tan apacible noche. Pero su tío Genday se le colgó del brazo.

-Rapaz, estás de enhorabuena.

-¿De enhorabuena, tío?

-¿Tú no rabias por salir de aquí? ¿Tú no quieres volar a otra parte? ¿Tú no le tienes tirria al bufete?

-Hombre -intervino el abogado-; él que ya es loco y tú que le revuelves la cabeza más...

-¡Calla, tonto! Don Victoriano viene, le presentamos al chico y le pedimos la colocación... Y la ha de dar buena, que aunque él se figure otra cosa, si no nos complace, le costará la torta un pan... No está el distrito como él piensa, y si los que le sostenemos nos acostamos, se la juegan de puño los curas.

-¿Y Primo? ¿Y Méndez de las Vides?

-No pueden con ellos... El día menos pensado les dan un desaire, me los dejan en una vergüenza... Pero tú, muchacho... Míralo bien: ¿no te lleva afición por la abogacía? Segundo se encogió de hombros, sonriendo.

-Pues discurre... así, a ver que te convendría más... Porque algo has de ser; en alguna parte has de meter la cabeza. ¿Te gustaría un juzgado de entrada?, ¿un destino en el ramo de correos?, ¿en alguna oficina?

Estaban dando la vuelta a la plazoleta para acercarse a casa de García, y al pasar por delante del balcón de Leocadia, el aroma de los claveles penetró hasta el cerebro de Segundo. Experimentó una reacción poética, y dilatando las fosas nasales para recoger la fragancia, exclamó:

-Ni juez, ni empleado en correos... Déjeme de eso, tío.

-No porfíes, Clodio -dijo agriamente el abogado-. Este no quiere ser nada, nada, más que un solemne holgazán, y pasarse la vida echando borroncitos en papelitos... Ni más ni menos. Allá van los cuartos de la carrera, todo lo que gasté; allá van el Instituto, la Universidad, la pechera, el levitín, la botica flamante; y luego, cuando uno piensa que los tiene habilitados, vuelta a cargar sobre las costillas de uno... a fumar y comer a su cuenta... Sí, señor... Yo tengo tres, tres hijos para gastarme y chuparme el jugo, y ninguno para darme ayuda... Así son estos señoritos... ¡vaya!

Segundo, parado y con las facciones contraídas, se retorcía la punta del bigotillo. Todos se detuvieron en la esquina de la plazoleta, como suele suceder cuando una plática se enzarza.

-No sé de dónde saca usted eso, papá... -declaró el poeta-. ¿Usted se figura que me he propuesto no pasar de Segundo García, el hijo del abogado? Pues se equivoca mucho. Ganas tendrá usted de librarse del peso que le hago; pero más aún tengo yo de no hacérselo.

-¿Y luego, a qué aguardas? El tío te está proponiendo mil cosas y no te acomoda ninguna. ¿Quieres empezar por ministro?

El poeta dio nuevo tormento a su bigote.

-No hay que cansarse, papá. Yo haría muy mal empleado en correos y peor juez. No me quiero sujetar al ingreso en una carrera dada, donde todo esté previsto y marcha por sus pasos contados... Para eso, sería abogado como usted o escribano como el tío Genday. Si realmente cogemos a don Victoriano de buen talante, pídanle ustedes para mí cualquier cosa... un puesto sin rótulo, que me permita residir en Madrid... Yo me las arreglaré después.

-Te las arreglarás... Sí, sí, bien hablas... Me girarás letritas, ¿eh?, como tu hermano el de Filipinas... Pues sírvate de gobierno que no puedo... que no robé lo que tengo, ni fabrico moneda.

-Si yo nada pido -gritó Segundo con salvaje cólera-. ¿Le estorbo a usted? Pues sentaré plaza o me largaré a América... Ea, se acabó.

-No -dijo el abogado calmándose-... Siempre que no exijas más sacrificios...

-Ninguno... ¡así me muriese de hambre!

Abriose la puerta del abogado: la vieja tía Gaspara, en refajos, hecha un vestiglo, salió a abrir; traía un pañuelo de algodón tan encima del rostro, que no se le distinguían las hurañas facciones. Segundo retrocedió ante aquella imagen de la vida doméstica.

-¿No entras? -interrogó su padre. -Voy con el tío Genday.

-¿Vuelves pronto?

-En seguida.

Tomó plazoleta abajo y explicó sus proyectos a Genday. Este, chiquitín y fosfórico de genio, se agitaba como una lagartija, aprobando. No le desagradaban a él las ideas de su sobrino. Su cabeza activa y organizadora, de agente electoral y escribano mañero, admitía mejor los planes vastos que la cabeza metódica del abogado García. Quedaron tío y sobrino muy conformes en el modo de beneficiar el influjo de don Victoriano. Charlando así, llegaron a casa de Genday, y la criada de este, mocita guapa, le abrió la puerta con toda la zalamería de una fámula de solterón incorregible. En vez de volverse a su domicilio, Segundo, preocupado y excitado, bajó a la carretera, se detuvo en el primer soto de castaños, y sentándose al pie de una cruz de madera que allí dejaran los jesuitas durante la última misión, se entregó al pasatiempo inofensivo de contemplar los luceros, las constelaciones y todas las magnificencias siderales.




ArribaAbajo- IV -

Durante las pesadas siestas de Vilamorta, mientras los agüistas digerían sus vasos de agua mineral y compensaban la madrugona con un letargo reparador, los músicos aficionados de la banda popular ensayaban las piezas que pronto ejecutarían reunidos. De la tienda del zapatero salían trinos melancólicos de flauta: en la del panadero resonaban briosas y marciales notas de cornetín: en el estanco gemía un clarinete: por el almacén de paños vagaban los ahogados suspiros de un figle. Los que así se consagraban al culto de Euterpe eran dependientes de comercio, hijos de familia, el elemento joven de Vilamorta. Semejantes fragmentos de melodía brotaban con penetrante sonoridad de entre la perezosa y cálida atmósfera. Cuando se esparció la nueva de que dentro de veinticuatro horas llegaba don Victoriano Andrés de la Comba y su familia, para salir inmediatamente a las Vides, estaba la charanga sumamente afinada y acorde ya, dispuesta a atronar con tandas de valses, dancitas y pasos dobles los oídos del insigne varón.

Notose en la villa movimiento desacostumbrado. La casa de Agonde se abrió, ventiló y barrió, saliendo por sus ventanas nubes de polvo: la hermana de Agonde se asomó poco después, peinada en flequillo y con un collar de caracoles nacarados. El ama del cura de Cebre, guisandera famosa, daba vueltas en la cocina, y se oía el sonsonete del almirez y el chirriar del aceite. Dos horas antes de la de las cinco, a que llega el coche de Orense, miden ya la plaza las notabilidades calificadas del partido combista-radical, y Agonde espera en el umbral de su botica, habiendo sacrificado a la solemnidad de la ocasión su clásico gorro y chinelas de terciopelo, y luciendo botas de charol y levita inglesa, que le hace parecer más corto de cuello y más barrigudo.

Entraba el coche de Orense por la parte del soto, y al resonar sus cascabeles y campanillas, el trote de sus ocho mulas y jacos y el carranqueo de su pesada mole, los vecinos de Vilamorta se colgaron de los balcones, se asomaron a los portales; sólo la botica reaccionaria permaneció cerrada y hostil. Al desembocar el gran armatoste en la plaza, agitáronse los grupos; varios chiquillos, descalzos, treparon al estribo pidiendo un ochavo en plañidera voz; las fruteras de los soportales se incorporaron para mejor ver, y únicamente Cansín, el tendero de paños, con las manos metidas en los bolsillos y en babuchas, prosiguió recorriendo su almacén de arriba abajo, afectando olímpica indiferencia. Refrenó el mayoral el tiro, diciendo en tono conciliador a una mula resabiada:

-Eeeeeeh... Bueno ya, bueno ya, Canóniga...

Estalló la charanga, formada ante el ayuntamiento, en ensordecedor preludio y el primer cohete salió pitando, despidiendo chispas... Lanzose el grupo en masa hacia la portezuela para ofrecer la mano, el brazo, cualquier cosa... Y bajaron trabajosamente una señora gruesa, un cura con las sienes abrigadas por un pañuelo de algodón a cuadros... Agonde, con más risa que enojo, hizo señas a la charanga y a los coheteros de que cesasen en su faena.

-¡No viene aún! ¡No viene aún! -gritaba. En efecto, no traía más gente el ómnibus. El mayoral se deshizo en explicaciones.

-Vienen ahí, a dos pasos, como quien dice... En el coche del conde de Vilar... En la carretela... Por causa de la señora... Yo aquí traigo el equipaje... Y pagaron los asientos como si los ocupasen...

No tardó en escucharse el trote acompasado y gemelo del tronco del conde de Vilar, y la carretela descubierta, de arcaica forma, penetró majestuosamente en la plaza. Recostábase en el fondo un hombre envuelto, a pesar del calor, en un abrigo de paño; a su lado una mujer con impermeable de dril gris destacaba sobre el puro azul del cielo el ala caprichosa de su sombrero de viaje. En el asiento delantero, una niña como de diez años, y una mademoiselle, especie de aya-niñera ultrapirenaica. Segundo, que al llegar la diligencia se había quedado atrás, no aproximándose al estribo, esta vez anduvo menos reacio, y la mano, que cubierta con largo guante de Suecia se tendía pidiendo apoyo, encontró otra mano de presión enérgica y nerviosa. La señora del ministro miró con sorpresa al galán, le hizo un saludo reservado, y tomando el brazo que la brindaba Agonde, entró a buen paso en la botica.

Tardó más en bajarse el hombre político. Sorprendidos le miraban sus partidarios. Había variado mucho desde su última estancia en Vilamorta -ocho o diez años antes, en plena revolución-. Su pelo gris pizarra, más blanco en las sienes, realzaba la amarillez de la piel; amarillo también y con estrías de sangre tenía lo blanco del ojo; y su semblante, arado y marchito, mostraba impresas en signos visibles las zozobras de la lucha social, las vicisitudes de la banca política y los sedentarios trabajos del foro. Su cuerpo estaba como desgonzado, faltándole el aplomo, la actitud que revela el vigor físico. No obstante, cuando menudearon los apretones de manos, cuando los tanto bueno... por fin... al cabo de los años mil... resonaron en torno con halagüeño murmullo, el gladiador exánime recobró fuerzas, se irguió, y una amable sonrisa dilató sus secos labios, prestando grata expresión a la ya severa boca. Hasta abrió los brazos a Genday, que se agitó en ellos con coleteos de anguila, y dio palmadicas en los hombros al alcalde. García el abogado trataba de hacerse visible y destacarse del grupo, murmurando con el tono grave de quien emite parecer sobre cosas muy peliagudas:

-Vaya, ahora arriba, arriba, a descansar, a tomar algo...

Por fin el remolino se aquietó subiendo a la botica el personaje, y tras él García, Genday, el alcalde y Segundo.

En la salita de Agonde tomaron asiento, dejando respectivamente a don Victoriano el sofá de reps grosella, y formando en torno suyo un semicírculo de sillas y butacas. A poco rato aparecieron las señoras, ya sin sombrero, y entonces pudo verse que la de Comba era linda y fresca, pareciendo, más que madre, hermana mayor de la niña. Esta, con su copiosa mata de pelo tendida por la espalda, su seriedad de mujercita precoz, tenía aspecto triste, de arbolillo ético; mientras su mamá, rubia risueña, ostentaba gran lozanía. Hablose del viaje, de las feraces orillas del Avieiro, del tiempo, del camino; la conversación enfriaba, cuando entró oportunamente la hermana de Agonde, precediendo al ama del cura, cargada con dos enormes bandejas donde humeaban jícaras de chocolate, pues de cena no entendían los huéspedes. Con depositarlo sobre el velador, servirlo, repartirlo, se animó la reunión. Los vilamortanos, encontrando asunto adecuado a sus facultades oratorias, empezaron a instar a los forasteros, a encomiar las excelencias de los manjares, y, llamando por su nombre de pila a la señora de Comba y agregando un cariñoso diminutivo al de la niña, se deshicieron en exclamaciones y preguntas.

-Nieves, ¿está el chocolate a su gusto?

-¿Acostumbra tomarlo claro o espeso?

-Nieves, este pellizco de bizcocho maimón por mí: es una cosa superior, que sólo acá sabemos hacer.

-Victoriniña, vamos, a perder la vergüenza: esta manteca fresca sabe mucho con el pan caliente.

-¿Un pedacito de esponjado tostado? ¡Ajajá! De esto no hay por Madrid, ¿eh?

-No... -contestaba la voz clarita y remilgada de la niña-. En Madrid tomábamos con el chocolate buñuelos y churros.

-Aquí no se estilan buñuelos, sino bizcochitos... De esto de encima, de lo dorado... Eso no es nada: un pajarito lo pica...

Terció en el debate don Victoriano, encareciendo el pan: él no podía comerlo; se lo habían prohibido en absoluto, pues su enfermedad le vedaba las féculas y los glútenes, hasta el extremo de que solían enviarle de Francia unas hogazas preparadas ad hoc, sin ningún elemento glucogénico; y al decir esto, volviose hacia Agonde, que aprobó, mostrando entender el terminillo. Y sentía doblemente don Victoriano la veda, porque nada encontraba comparable al pan de Vilamorta: mejor en su género que el bizcocho, sí señor. Reíanse los vilamortanos, muy lisonjeados en su amor propio; mas García, meneando sentenciosamente la cabeza, explicó que ya el pan decaía; que no era como en otros tiempos, y que sólo el Pellejo, el panadero de la plaza, lo amasaba a conciencia, teniendo la santa cachaza de escoger el trigo grano por grano, y no admitir ninguno picado del gorgojo; así resultaba tan sabroso el mollete y con tanta liga. Se discutió si debía o no tener ojos el pan, y si caliente era indigesto.

Don Victoriano, reanimado por estas mínimas vulgaridades, hablaba de su niñez, de los zoquetes de pan untados con manteca o miel que le daban de merienda; y al añadir que también solía su tío el cura administrarle buenos azotes, volvió la sonrisa a suavizar las hundidas líneas de su rostro. Dulcificábase su fisonomía con aquella efusión, borrándose los años de combate y las cicatrices de las heridas, y luciendo un reflejo de la juventud pasada. ¡Qué ganas tenía de volver a ver en las Vides un emparrado del cual mil veces robara uvas allá de chiquillo!

-Aún las ha de robar usted ahora -exclamó festivamente Clodio Genday-. Ya le diremos al señor de las Vides que ponga un guarda en la parra del Jaén.

Celebrose el chiste con hilaridad suprema, y la niña soltó su risilla aguda ante la idea de que robase uvas su papá. Segundo no hizo más que sonreírse. Tenía los ojos fijos en don Victoriano y pensaba en su destino. Repasaba toda la historia del personaje: a la edad de Segundo era también don Victoriano un oscuro abogaduelo, enterrado en Vilamorta, ansioso de romper el cascarón. Se había ido a Madrid, donde un jurisconsulto de fama le tomó de pasante. El jurisconsulto picaba en político y don Victoriano siguió sus huellas. ¿Cómo empezó a medrar? Espesas tinieblas en torno de la génesis. Unos decían erres y otros haches. Vilamorta se le encontró, cuando me nos se percataba, candidato y diputado: ya frisaría por entonces en los treinta y cinco, y se exageraba su talento y porvenir. Una vez de patitas en el Congreso, creció la importancia de don Victoriano, y cuando vino la Revolución de Setiembre, le halló empinado asaz para improvisarle ministro. El breve ministerio no le dio tiempo a gastarse ni a demostrar especiales dotes, y, casi intacto su prestigio, le admitió la Restauración en un gabinete fusionista. Acababa de soltar la cartera y venía a reponer su quebrantada salud al país natal, donde su influencia era incontestable y robusta, gracias al enlace con la ilustre casa de Méndez de las Vides... Segundo se preguntaba si colmaría sus aspiraciones la suerte de don Victoriano. Don Victoriano tenía dinero: acciones del Banco y de vías férreas, en cuyo consejo de administración figuraba el hábil jurisconsulto... Enarcó desdeñosamente las cejas nuestro versificador, y miró a la esposa del ministro: aquella gentil beldad no amaba, de seguro, a su dueño. Era hija del segundón de las Vides, un magistrado: se casaría alucinada por la posición. ¡Vive Dios! El poeta no envidiaba al político. ¿Por qué se habría encumbrado aquel hombre? ¿Qué extraordinarias dotes eran las suyas? Difuso orador parlamentario, ministro pasivo, algo de capacidad forense... Total, una medianía...

Mientras elaboraba estas ideas el cerebro de Segundo, la señora de Comba se entretenía en desmenuzar los trajes y fachas de los presentes. Analizó, con los ojos entornados, todo el atavío de Carmen Agonde, embutida en un corpiño azul fuerte, muy justo, que arrebataba la sangre a sus mejillas pletóricas. Bajó después la burlona ojeada a las botas de charol del farmacéutico, y volvió a subir hasta los dedos de Clodio Genday, culotados por el cigarro, y el chaleco de terciopelo a cuadritos morados y blancos del abogado García. Por último se posó en Segundo, investigando algún pormenor de indumentaria. Pero la rechazó como un escudo otra mirada fija y ardiente.




ArribaAbajo- V -

Agonde madrugó y bajó temprano a la botica, dejando a sus huéspedes entregados al sueño, y a Carmen encargada de meterles, apenas se bullesen, el chocolate en la boca. Quería el boticario gozar del efecto producido en el pueblo por la estancia de don Victoriano. Recostábase en el diván de gutapercha, cuando vio cruzar a Tropiezo, caballero en su parda mulita, y le holeó:

-Hola, hola... ¿A dónde se va tan de mañana?

-A Doas, hombre... Me hace falta todo el tiempo. -Y al afirmarlo, el médico se apeaba, atando su montura a una argolla incrustada en la pared.

-¿Es tan apurada la cosa?

-¡Tssss! La vieja, la abuela de Ramón el dulcero... Si dice que ya está sacramentadiña.

-¿Y le mandan el recado ahora?

-No; si ya fui anteayer... y le puse dos docenas de sanguijuelas que sangraron a tutiplén... Parecía un cabrito... Quedó muy débil, hecha una oblea... Puede que si en vez de sanguijuelas le doy otra cosa que pensaba...

-Vamos, un tropiezo -interrumpió Agonde maliciosamente.

-En la vida todos son tropiezos... repuso el médico encogiéndose de hombros. ¿Y por arriba? -añadió mirando al techo. -Como príncipes... roncando.

-¿Y... él... qué tal? -silabeó don Fermín bajando la voz.

-¿Él? -pronunció Agonde imitándole...-. Así... así... ¡algo viejo! Con mucho pelo blanco...

-Pero, ¿luego qué tiene, vamos a ver? Porque estar, está enfermo.

-Tiene... una enfermedad nueva, muy rara, de las de última moda... Y Agonde sonreía picarescamente.

-¿Nueva?

Agonde entornó los ojos, pegó la boca al oído de Tropiezo y articuló dos palabras, un verbo y un sustantivo.

-... azúcar.

Soltó Tropiezo fuerte risotada; de pronto se quedó muy serio y se frotó repetidas veces la nariz con el dedo índice.

-Ya sé, ya sé -declaró enfáticamente...-. Hace poco que leí de eso... Se llama... aguarde, hom... di... diabetes sacarina, que viene de sácaro, azúcar... y de... ¡Justamente las aguas de aquí y otras de Francia son las únicas para curar ese mal! Si bebe unos vasitos de la fuente, tenemos hombre.

Emitía Tropiezo su dictamen apoyándose en el mostrador, sin acordarse ya de la mulita, que pateaba a la puerta. Guiñando un ojo, preguntó de repente:

-Y la señora, ¿qué dice del mal del marido?

-¡Qué ha de decir, hombre! No sabrá que es de cuidado.

Una mueca de indescriptible y grosera burla metamorfoseó la cara inexpresiva del médico; miró a Agonde, y ahogando otra explosión de risa, dijo:

-La señora... ¡Si que la señora no lo sabrá! ¿Usted leyó los síntomas del mal? Pues justamente...

-¡Chsst! -atajó furioso el boticario. Toda la familia Comba hacía irrupción en la botica por el postigo del portal. Madre e hija formaban lindo grupo, ambas de enormes pamelas de paja tosca, adornadas con un lazo colosal de lanilla color fuego; sus trajes de tela cruda, bordados con trencilla roja, completaban lo campestre del atavío, semejante a un ramillete de amapolas y heno. Colgábale a la niña su rica mata de pelo oscuro, y a la madre se le embrollaban las crenchas rubias bajo la sombra del ala del sombrerón. No llevaba Nieves guantes, ni en su tez se veían rastros de polvos de arroz, ni de otros artificios de tocador, imputados injustamente por las provincianas a las madrileñas: al contrario, se notaban en las rosadas orejas y cuello señales de enérgico lavatorio y fricciones de toalla. En cuanto a don Victoriano, la luz matinal revelaba mejor la devastación de su semblante. No estaba, conforme al dicho de Agonde, viejo: lo que allí se advertía era la virilidad; pero atormentada, exhausta, herida de muerte.

-Jesús, María! ¿Ustedes han tomado chocolate? -preguntaba Agonde confuso.

-No, amigo Saturnino... ni lo tomamos, con permiso de usted, hasta volver... No pase usted cuidado por nosotros... Victorina le ha saqueado a usted la alacena... el aparador...

Entreabrió la niña un pañuelo que llevaba atado por las cuatro puntas, descubriendo una hacina de pan, bizcocho y queso del país.

-Al menos les bajaré un queso entero... Iré a ver si hay pan fresco, de ahora mismito...

No quería don Victoriano; por Dios, que no le quitasen el gusto de irse a desayunar a la alameda de las aguas, igual que de muchacho. Agonde observó que no eran sanos para él tales alimentos; y al oírlo Tropiezo, se rascó una oreja y murmuró con escéptico tono:

-Bah, bah, bah... Le son cosas de ahora, novedades... Lo sano para el cuerpo, ¿se hacen de cargo?, es lo que el cuerpo pide y reclama... Si al señor le apetece el pan... Y para su enfermedad, señor don Victoriano, ya no hay como estas aguas. No sé a qué va la gente a dar cuartos a los franchutes cuando aquí tenemos cosas mejores.

El ministro miró a Tropiezo con vivo interés. Acordábase de su última consulta a Sánchez del Abrojo y del fruncimiento de labios con que el docto facultativo le había dicho: «Yo le mandaría a usted a Carlsbad o a Vichy... pero no siempre están indicadas las aguas... A veces precipitan el curso natural de las afecciones... Descansar algún tiempo y observar régimen: veremos cómo vuelve usted en otoño...». ¡Qué diablo de cara tenía Sánchez del Abrojo al hablar así! Una fisonomía reservada, de esfinge. La afirmación explícita de Tropiezo despertó en don Victoriano tumultuosas esperanzas. Aquel practicón de aldea debía saber mucho por experiencia: más acaso que los orondos doctores cortesanos.

-Vamos, papá -suplicaba la niña tirándole de la manga.

Emprendieron el camino. Vilamorta, madrugadora de suyo, vivía más activamente entonces que por la tarde. Abiertas se hallaban las tiendas; colmados los cestos de las fruteras; Cansín medía su almacén con las manos en los bolsillos, haciéndose el desentendido por no saludar a Agonde ni reconocer su triunfo; el Pellejo, muy enharinado, regateaba con tres panaderos de Cebre, que le pedían trigo del bueno; Ramón el de la dulcería tableteaba sobre el mostrador con un gran tablero lleno de libras de chocolate, y antes que se enfriasen del todo las marcaba con un hierro rápidamente.

Era despejada la mañanita, y ya picaba más de lo justo el sol. La comitiva, engrosada con García y Genday, se internó por huertecillas y maizales hasta el ingreso de la alameda. Exhaló don Victoriano una exclamación de júbilo. Era la misma hilera doble de olmos, alineada sobre el río, el espumante y retozón Avieiro, que se escurría a borbotones, en cascaduelas mansas, con rumor gratísimo, besando las peñas gastadas y lisas por el roce de la corriente. Reconoció los espesos mimbrerales; recordó todo el saudoso ayer, y, conmovido, se apoyó en el parapeto de la alameda. Encontrábase el lugar casi desierto; media docena, a lo sumo, de mustios y biliosos agüistas, daban vueltas por él con lento paso, hablando en voz queda de sus padecimientos, eructando el bicarbonato de las aguas. Nieves, reclinada en un banco de piedra, contemplaba el río. La niña la tocó en el hombro.

-Mamá, el chico de ayer.

A la otra orilla, sobre un peñasco, estaba de pie Segundo García, distraído, con su sombrero de paja echado hacia atrás y la mano puesta en la cadera, sin duda para guardar el equilibrio en tan peligrosa posición. Nieves riñó a la chiquilla.

-No seas tontita, hija... Me has dado un susto... Saluda a ese señor.

-Es que no mira... ¡Ah!, ya miró... Salúdale tú, mamita... Se quita el sombrero... va a resbalar... ¡Quia! Ya está en sitio seguro...

Don Victoriano bajaba los escalones de piedra que conducían a la fuente mineral. En pobre gruta moraba la náyade: un cobertizo sustentado en toscos postes, una estrecha pila de donde rebosaba el manantial, unas pocilgas inmundas para los baños, y un fuerte y nauseabundo olor a huevos podridos, causado por el estancamiento del agua sulfurosa, era cuanto allí encontraba el turista exigente. Sin embargo, a don Victoriano se le inundó el alma de purísimo gozo. Cifraba aquella náyade la mocedad, la mocedad perdida: los años de ilusiones, de esperanzas frescas como las orillitas del río Avieiro. ¡Cuántas mañanas había venido a beber de la fuente por broma, a lavarse la cara con el agua que en el país gozaba renombre de poseer estupendas virtudes medicinales para los ojos! Don Victoriano alargó ambas manos, las sumió en la corriente tibia, sintiéndola con fruición resbalar por entre sus dedos, y jugueteando con ella y palpándola como se palpan las carnes de un ser querido. Pero el cuerpo ondeante de la náyade se le escapaba lo mismo que se escapa la juventud: sin ser posible detenerla. Entonces se despertó la sed del ex-ministro. Allí, al lado, sobre el borde de la pila, había un vaso; y el bañero, pobre viejo chocho, se lo brindó con sonrisa idiota. Bebió don Victoriano cerrando los ojos, con inexplicable placer, saboreando el agua misteriosa, encantada por las artes mágicas del recuerdo. Apurado el vaso, enderezose y subió con paso firme y elástico la escalera. En la alameda, Victorina, que se desayunaba con pan y queso, quedó asombrada cuando su padre, jovialmente, la cogió del regazo un zoquete de pan diciéndola:

-Todos somos de Dios.




ArribaAbajo- VI -

Así tanto como la llegada de don Victoriano, alborotó a Vilamorta la del señor de las Vides, en persona, acompañado de su mayordomo Primo Genday. Ocurrió este suceso memorable la tarde del día en que don Victoriano infringió las prescripciones de la ciencia, comiéndose media libra de pan tierno. A las tres, con un sol de justicia, entraron por la plaza Genday el mayor y Méndez, caballero este en una poderosa mula, y aquel en un mediano jaco.

Era el señor de las Vides viejecito, seco lo mismo que un sarmiento. Sus mejillas primorosamente rasuradas, sus labios delgados y barba y nariz aristocráticamente puntiagudas, sus ojos benévolos, maliciosos, con las mil arrugas de la pata de gallo, su perfil inteligente, su cara lampiña, pedían a gritos la peluca de bucles, la bordada chupa y la tabaquera de oro de los Campomanes y Arandas. Con su fisonomía afilada y sutil, contrastaba la de Primo Genday. Tenía el mayordomo el color blanco y sonrosado, la piel fina y transparente de los hemipléjicos, bajo la cual se ramifican inyectadas venas. De sus verdosos ojos, el uno estaba como sujeto al párpado lacio y colgante, y el otro giraba, humedecido, con truhanesca vivacidad. El pelo, blanco de plata, muy rizoso, le daba un parecido remoto con el rey Luis Felipe, tal cual conserva su efigie el cuño de los napoleones.

Mediante una combinación frecuente en los pueblos chicos, Primo Genday y su hermano Clodio militaban en opuestos bandos políticos, poseyendo en el fondo una sola voluntad y caminando a idénticos fines. Clodio se significaba entre los radicales: Primo era el sostén del partido carlista, y en los casos de apuro, en las electorales lides, se daban la mano por encima de la tapia. Al resonar sobre la acera el trote del jaco de Primo Genday, abriéronse los balcones de la botica reaccionaria y dos o tres manos se agitaron en señal de bienvenida cariñosa. Primo se detuvo y Méndez continuó su ruta hasta llegar al portal de Agonde, echando allí pie a tierra.

Le recibieron los brazos de don Victoriano y se perdió en las honduras de la escalera. La mula se quedó atada a la argolla, pateando a más y mejor, mientras los curiosos de la plaza consideraban con respeto los arcaicos jaeces del hidalgo, claveteados de plata sobre el labrado cuero, ya reluciente por el uso. Poco a poco fueron reuniéndose con la mula individuos de la raza asinina y caballar, conducidos del diestro, y la gente los distribuyó con mucho tino. El jaco castaño del alguacil, de buena estampa, con su galápago y su cabezada de seda, sería para el ministro: de seguro. La borrica negra, con jamúa-sillón de terciopelo rojo, quién duda que para la señora. A la niña le darían la otra pollina blanca y mansita. El burro del alcalde, para la doncella. Agonde iría en su yegua de costumbre, la Morena, con más esparavanes en los corvejones que cerdas en la cola. A todo esto, los radicales, García, Clodio, Genday, Ramón, examinaban las cabalgaduras y el estado de los aparejos, calculando cuantas probabilidades de éxito ofrecía la tentativa de llegar a las Vides antes del anochecer. El abogado meneaba la cabeza, diciendo enfática y sentenciosamente:

-Mucha, mucha calma se están dando para eso...

-¡Y le traen a don Victoriano el caballo del alguacil! -exclamó el estanquero-. ¡Rinchón como un demonio! Va a armarse aquí un Cristo... Tú, Segundo, ¿cuando lo montaste... te hizo algo?

-A mí, nada... Pero es alegre.

-Verás, verás.

Los viajeros salían ya y comenzó a disponerse la cabalgata. Las señoras se afianzaron en sus jamúas y los hombres se asentaron en los estribos. Entonces se representó el drama anunciado por el estanquero, con grave escándalo y mayor retraso de la comitiva. No bien hubo olfateado el jaco del alguacil una hembra de su raza, empezó a sorber el aire todo descompuesto, exhalando apasionados relinchos. Don Victoriano recogía las bridas, pero el rijoso animal ni aún sentía el hierro en la boca, y encabritándose primero y disparando después valientes coces y revolviendo por último la cabeza para morder el muslo del jinete, hizo tanto, que don Victoriano, algo descolorido, tuvo por prudente apearse. Agonde, furioso, se bajó también.

-¿Pero qué condenado de caballo es ese? -gritó-. A ver, pedazos de brutos... ¿Quién os manda traer el caballo del alguacil? ¡Parece que no sabéis que es una fiera! Usted... Alcalde... o usted, García... pronto... la mula de Requinto, que está a dos pasos... Señor don Victoriano, lleve usted mi yegua... Y ese tigre, a la cuadra con él.

-No, le objetó Segundo... Yo lo montaré, ya que está ensillado. Iré hasta el crucero.

Dicho y hecho: Segundo, provisto de una vara fuerte, cogió al jaco por las crines de la cerviz y de un salto estuvo en la silla. En vez de apoyarse en el estribo, apretó los muslos, mientras sacudía una lluvia de tremendos varazos en la cabeza del animal. Este, que ya se iba a la empinada, soltó un relincho de dolor y bajó los humos, quedándose quieto, trémulo y domado. La cabalgata se puso en movimiento así que llegó la mula de Requinto, no sin previos apretones de mano, sombreradas y hasta un ¡viva! vergonzante, salido no sé de dónde. Tomó el cortejo carretera adelante, abriendo la marcha la yegua y mulas y quedándose atrás las borricas, a cuyo lado iba, honesto a puras vareadas, el jaco. Ya declinaba el sol dorando el polvo de la carretera, prolongaban su sombra los castaños, y subía de la encañada un airecillo regalado, portador de la humedad del río.

Segundo callaba. Victorina, contentísima de ir a lomos de borrico, sonreía, pugnando en balde por tapar con el vestido las rótulas puntiagudas, que la tablilla del aparejo le obligaba a subir y descubrir. Nieves, reclinada en la jamúa, sostenía su sombrilla de encaje crudo con transparente rosa, y al comenzar a andar sacó del pecho un reloj sumamente chiquito y miró la hora que era. Momentos embarazosos. Por fin Segundo comprendió la necesidad de decir algo.

-¿Qué tal, Victorina? ¿Vamos bien?

Ruborizose la niña extraordinariamente, como si le preguntasen cosas muy reservadas e íntimas, y dijo en ahogada voz:

-Sí, muy bien.

-¿A que prefería usted ir en mi caballo? Si no tiene usted miedo la llevo delante.

La niña, que ya no podía estar más sofocada, bajó los ojos sin contestar, pero la madre, con graciosa sonrisa, terció en el diálogo.

-Y diga usted, García, ¿por qué no tutea usted a la chiquilla? La trata usted con un respeto... Va a figurarse que está ya de largo.

-Sin su permiso no me atreveré yo a tutearla.

-Anda, Victorina, dale permiso a este caballero...

Encerrose la niña en el invencible mutismo de las adolescentes, en quienes la sensibilidad exquisita y temprana produce una timidez extremadamente penosa. Sus labios sonreían, y sus ojos, al mismo tiempo, se arrasaron en lágrimas. Mademoiselle le dijo no sé qué en francés, con gran suavidad, y entretanto Nieves y Segundo, riéndose confidencialmente del episodio, tuvieron expeditos los caminos de la conversación.

-¿A qué hora le parece a usted que llegaremos a las Vides?... ¿Es bonito aquello?... ¿Estaremos bien allí?... ¿Cómo le sentará a Victoriano?... ¿Qué vida haremos?... ¿Vendrá gente a vernos?... ¿Hay jardín?...

-Las Vides es un sitio precioso -declaró Segundo-... Un sitio que tiene aspecto de antigüedad, aire así... señorial. Me gusta la piedra de armas, y una parra magnífica, que cubre el patio de entrada, y las camelias y limoneros de la huerta, que tienen porte de medianos castaños y la vista del río, y sobre todo un pinar que habla y hasta canta..., no se ría usted... canta, sí señora, mejor que la mayor parte de los cantantes de oficio. ¿No lo cree usted? Pues ya lo verá.

Nieves miró con gran curiosidad al mancebo, y después fingió mirar a otra parte, acordándose de la rápida y nerviosa presión de mano advertida la víspera, al bajarse del carruaje. Por segunda vez en el espacio de breves horas, aquel muchacho la sorprendía. Nieves llevaba en Madrid una vida sumamente correcta, mesocrática, sin ningún incidente que no fuese vulgar. A misa y a tiendas por la mañana; por la tarde, al Retiro o a visitas; de noche, a casa de sus padres, o al teatro con su marido: por extraordinario, algún baile o cena en casa de los duques de Puenteancha, clientes de don Victoriano. Cuando este obtuvo la cartera, exhibió poco a su mujer. Nieves recogió unos cuantos saludos más en el Retiro, en las tiendas los dependientes se manifestaron más obsequiosos; la duquesa de Puenteancha la hizo recomendaciones llamándola monísima, y a esto se redujeron para Nieves los placeres del ministerio. La venida a Vilamorta, al país pintoresco del cual tanto le había hablado su padre, fue un incidente nuevo en su existencia acompasada. Segundo le parecía un detalle original del viaje. La miraba y hablaba de un modo tan desusado... Bah, aprensiones. Entre aquel chico y ella, nada había de común. Una relación superficial, como doscientas que se encuentra uno a cada paso por ahí... ¿Conque los pinos cantaban, eh? ¡Mal año para Gayarre! Y Nieves se rio afablemente, disimulando sus raros pensamientos, y continuó haciendo preguntas, a que respondía Segundo con expresivas frases. Acercábase la noche. De pronto la cabalgata, dejando el camino real, torció por una senda abierta entre pinares y montes. Al revolver de la vereda, apareció el crucero de piedra oscura, romántico, con sus gradas que convidaban a rezar o a soñar sentimentales desvaríos. Agonde se paró allí, despidiéndose de la comitiva, y Segundo le imitó.

Conforme iba perdiéndose el repiqueteo de los cascabeles de las borriquillas, notó Segundo una inexplicable impresión de soledad y abandono, cual si de él se alejasen para siempre personas muy queridas o que desempeñaban en su vida importantísimo papel. -¡Valiente necio! -se dijo a sí mismo el poeta-. ¿Qué tengo yo que ver con esta gente, ni ella conmigo? Nieves me ha convidado a ir a las Vides a pasar unos días en familia... ¡En familia! Cuando Nieves vuelva a Madrid este invierno, dirá de mí: «Aquel chico del abogado, que conocimos en Vilamorta...». ¿Quién soy yo, qué puesto ocuparía en la casa? Enteramente secundario. ¡El de un muchacho a quien halagan porque su padre dispone de votos...!

Mientras cavilaba Segundo, el boticario se le acercaba, emparejando al fin caballo y mula. La claridad del crepúsculo mostró al poeta la plácida sonrisa de Agonde, sus bermejos carrillos repujados por el bigote lustroso y negro, su expresión de sensual bondad y epicúrea beatitud. ¡Envidiable condición la del boticario! Aquel hombre era feliz en su cómoda y limpia farmacia, con su amistosa tertulia, su gorro y sus zapatillas bordadas, tomando la vida como se toma una copa de estomacal licor, paladeada y digerida en paz y en gracia de Dios y en buena armonía con los demás convidados al banquete de la existencia. ¿Por qué no había de bastarle a Segundo lo que satisfacía a Agonde plenamente? ¿De dónde procedía aquella sed de algo que no era precisamente ni dinero, ni placer, ni triunfos, ni amoríos, y de todo tenía y todo lo abarcaba y con nada había de a placarse quizá?

-Segundo.

-¿Eh? -contestó volviendo la cabeza hacia Agonde.

-Chico ¡vas bien callado! ¿Qué te parece del ministro?

-¿Qué quieres que me parezca?

-¿Y la señora...? Vamos, que a esa la habrás reparado... ¡Lleva medias negras de seda, como los curas! Al tiempo de subirse a la borrica...

-Voy a pegar un escape hasta Vilamorta. ¿Te animas, Saturno?

-¿Escapes en esta mula? ¡Llegaría con las tripas en la boca! Corre tú, si te lo pide el cuerpo.

Cosa de media legua galoparía el jaco, instigado por la vara del jinete. Al aproximarse a la encañada del río, Segundo lo puso otra vez al paso; un paso muy lento. Ya apenas se veía, y el frescor del Avieiro subía más húmedo y pegajoso. Segundo recordó que llevaba dos o tres días sin poner los pies en casa de Leocadia. De seguro que la maestra se consumía, lloraba y le aguardaba a todas horas. Esta idea fue al pronto bálsamo para el espíritu ulcerado de Segundo. ¡Le quería tanto Leocadia! ¡Era tan extraordinaria su alegría, tan vivas sus demostraciones al verle entrar! ¡La conmovían tanto las palabras y los versos del poeta! ¿Y a él, por qué no se le pegaba el entusiasmo? De un amor tan ilimitado y absoluto, Segundo no se había dignado nunca recoger ni la mitad; y de las bellas caricias cantadas por la musa, elegía él para Leocadia las menos líricas, las menos soñadoras; así como del dinero que llevamos en el bolsillo apartamos el oro y la plata, dejando para los pobres importunos la calderilla, el ochavo más roñoso. Segundo regateaba los tesoros de la pasión. Mil veces le sucedía, paseando por el campo, recoger en el sombrero cosecha de violetas, jacintos silvestres, ramas floridas de zarzamora; y al llegar al pueblo, arrojaba al río las flores, por no llevárselas a Leocadia.




ArribaAbajo- VII -

Al paso que distribuía la tarea a las niñas, diciendo a una: «Ese dobladillito bien derecho»; y a otra: «El pespunte más igual, la puntada más menuda»; y a esta: «No hay que sonarse al vestido, sino al pañuelo»; y a la de más allá: «No patees, mujer, estate quietecita»; Leocadia volvía de tiempo en tiempo los ojos hacia la plazuela, por si a Segundo le daban ganas de pasar. Ni rastro de Segundo. Las moscas, zumbando, se posaron en el techo para dormir; el calor se aplacó; vino la tarde, y se marcharon las chiquillas. Sintió Leocadia profunda tristeza, y sin cuidarse de arreglar la habitación se fue a su alcoba, y se tendió sobre la cama.

Empujaron suavemente la vidriera, y entró una persona que pisaba muy blandito.

-Mamá -dijo en voz baja. La maestra no contestó.

-Mamá, mamá -repitió con más fuerza el jorobado-. ¡¡Mamá!! -gritó por último.

-¿Eres tú? ¿Qué te se ofrece?

-¿Estás enferma?

-No, hombre.

-Como te acostaste...

-Tengo así un poco de jaqueca... Déjame en paz.

Dio media vuelta Minguitos, y se dirigió hacia la puerta silenciosamente. Al ver la prominencia de su espinazo arqueado, sintió la maestra una punzada en el corazón. ¡Aquel arco le había costado a ella tantas lágrimas en otro tiempo! Se incorporó sobre un codo.

-¡Minguitos!

-¿Mamá?

-No te marches... ¿Qué tal estás hoy? ¿Te duele algo?

-Estoy regular, mamá... Sólo me duele el pecho.

-¿A ver... acércate aquí?

Leocadia se sentó en la cama y cogió con ambas manos la cabeza del niño, mirándole a la cara con el mirar hambriento de las madres. Tenía Minguitos la fisonomía prolongada, melancólica; la mandíbula inferior, muy saliente, armonizaba con el carácter de desviación y tortura que se notaba en el resto del cuerpo, semejante a un edificio cuarteado, deshecho por el terremoto; a un árbol torcido por el huracán. No era congénita la joroba de Minguitos: nació delicado, eso sí, y siempre se notó que le pesaba el cráneo y le sostenían mal sus endebles piernecillas... Leocadia iba recordando uno por uno los detalles de la niñez... A los cinco años el chico dio una caída, rodando las escaleras; desde aquel día perdió la viveza toda; andaba poco y no corría nunca; se aficionó a sentarse a lo moro, jugando a las chinas horas enteras. Si se levantaba, las piernas le decían al punto: párate. Cuando estaba en pie sus ademanes eran vacilantes y torpes. Quieto, no notaba dolores, pero los movimientos de torsión le ocasionaban ligeras raquialgias. Andando el tiempo creció la molestia: el niño se quejaba de que tenía como un cinturón o aro de hierro que le apretaba el pecho; entonces la madre, asustada ya, le consultó con un médico de fama, el mejor de Orense. Le recetaron fricciones de yodo, mucho fosfato de cal y baños de mar. Leocadia corrió con él a un puertecillo... A los dos o tres baños, el mal se agravó: el niño no podía doblarse, la columna estaba rígida, y sólo en posición horizontal resistía el enfermo los ya agudos dolores. De estar acostado se llagó su epidermis; y una mañana en que Leocadia, llorosa, le suplicaba que se enderezase y trataba de incorporarle suspendiéndole por los sobacos, exhaló un horrible grito.

-¡Me he partido, mamá! ¡Me he partido! -repetía angustiosamente, mientras las manos trémulas de la madre recorrían su cuerpo, buscando la pupa.

¡Era cierto! ¡Habíase levantado el espinazo, formando un ángulo a la altura de los omoplatos; las vértebras reblandecidas se deprimían, y la cifosis, la joroba, la marca indeleble de eterna desventura, afeaba y a aquel pedazo de las entrañas de Leocadia! La maestra había tenido un momento de dolor animal y sublime, el dolor de la fiera que ve mutilado a su cachorro. Había llorado con alaridos, maldiciendo al médico, maldiciéndose a sí propia, mesándose el cabello y arañándose el rostro. Después corrieron las lágrimas, vinieron los besos delirantes, pero calmantes y dulces, y el cariño tomó forma resignada. En nueve años no hizo Leocadia más que cuidar a su jorobadito noche y día, abrigándole con su ternura, distrayendo con ingeniosas invenciones los ocios de su niñez sedentaria. Acudían a la memoria de Leocadia mil detalles. El niño padecía pertinaces disneas, debidas a la presión de las hundidas vértebras sobre los órganos respiratorios, y la madre se levantaba des calza a las altas horas de la noche, para oír si respiraba bien y alzarle las almohadas... Al evocar estos recuerdos sintió Leocadia reblandecérsele el alma y agitarse en el fondo de ella algo como los restos de un gran amor, cenizas tibias de un fuego inmenso, y experimentó la reacción instintiva de la maternidad, el impulso irresistible que hace a las madres ver únicamente en el hijo ya adulto, el niño que lactaron y protegieron, al cual darían su sangre si les faltase leche. Y exhalando un chillido de pasión, pegando su boca febril de enamorada a las pálidas sienes del jorobadito, exclamó lo mismo que en otros días, acudiendo al dialecto como a un arrullo:

Malpocadiño! ¿Quién te quiere?... di, ¿quién te quiere mucho? ¿Quién?

-Tú no me quieres, mamá. Tú no me quieres -articulaba él semi-risueño, reclinando la cabeza con deleite en aquel seno y hombros que cobijaron su triste infancia. La madre, entre tanto, le besaba locamente el pelo, el cuello, los ojos -como recuperando el tiempo perdido-, prodigándole palabras de azúcar con que se emboban los niños de pecho, palabras profanadas en horas de pasión, que ahora volvían al puro cauce maternal.

-Rico... tesoro... rey... mi gloria...

Por fin sintió el jorobado caer una lágrima sobre su cutis. ¡Delicioso refresco! Al principio la gota de llanto, redonda y gruesa, quemaba casi; pero fue esparciéndose, evaporándose, y quedó sólo en el lugar que bañaba una grata frescura. Frases vehementes se atropellaban en los labios de la madre y del hijo.

-¿Me quieres mucho, mucho, mucho? ¿Lo mismo que toda la vida?

-Lo mismo, vidiña, tesoro.

-¿Me has de querer siempre?

-Siempre, siempre, rico.

-¿Me has de dar un gusto, mamá? Yo te quería pedir...

-¿Qué?

-Un favor... ¡No me apartes la cara!

El jorobado notó que el cuerpo de su madre se ponía de repente inflexible y rígido, como si le hubiesen introducido un astil de hierro. Dejó de advertir el dulce calor de los párpados humedecidos y el cosquilleo de las mojadas pestañas. Con voz algo metálica preguntó Leocadia a su hijo:

-¿Y qué quieres, vamos a ver?

Minguitos murmuró sin encono, resignado ya:

-Nada, mamá, nada... Si fue de risa.

-Pero entonces, ¿por qué lo decías?

-Por nada. Por nada, a fe.

-No, tú por algo lo decías -insistió la maestra, agarrándose al pretexto para enojarse-. Sino que eres muy disimulado y muy zorro. Todo te lo guardas en el bolsillito, muy guardado. Esas son lecciones de Flores: ¿piensas tú que no me hago de cargo?

Hablando así, rechazó al niño y saltó de la cama. Oyose en el corredor, casi al mismo tiempo, un taconeo firme de persona joven. Leocadia se estremeció, y tartamudeando:

-Anda, anda junto a Flores... -ordenó a Minguitos-. A mí déjame, que no estoy buena, y me aturdes más.

Venía Segundo un tanto encapotado, y después del júbilo de verle, se apoderó de Leocadia el afán de despejar las nubes de su cara. Primero se revistió de paciencia y aguardó. Después, echándole los brazos al cuello, formuló una queja: ¿dónde había estado metido?, ¿cómo había tardado tanto en venir? El poeta desahogó su mal humor: vamos, era cosa insufrible andar en el séquito de un personaje. Y dejándose llevar del gusto de hablar de lo que ocupaba su imaginación, describió a don Victoriano, a los radicales, satirizó la recepción y el hospedaje de Agonde, explicó las esperanzas que fundaba en la protección del ex-ministro, y motivó con ellas la necesidad de hacer a don Victoriano la corte. Leocadia clavó en el rostro de Segundo su mirada canina.

-¿Y qué tal... la señora... y la niña? ¿Dice que son muy guapas?

Segundo entornó los ojos para ver mejor dentro de sí una imagen atractiva, encantadora, y reflexionar que en la existencia de Nieves él no desempeñaba papel alguno, siendo necedad manifiesta pensar en la señora de Comba, que no se acordaba de él. Esta idea, harto natural y sencilla, le sacó de tino. Sintió la punzante nostalgia de lo inaccesible, ese deseo insensato y desenfrenado que infunde a un soñador, en los museos, un retrato de mujer hermosa, muerta hace siglos.

-Pero di... ¿son tan bonitas esas señoras? -continuaba preguntando la maestra.

-La madre, sí... -contestó Segundo, hablando con la sinceridad indiferente del que domina a su auditorio-. Tiene un pelo rubio ceniza, y unos ojos azules, de un azul claro, que recuerdan los versos de Bécquer... -Y empezó a recitar:


Tu pupila es azul, y cuando ríes
su claridad suave me recuerda...



Leocadia le escuchaba, al principio, con los ojos bajos; después, con el rostro vuelto hacia otra parte. Así que terminó la poesía, dijo en alterada voz, fingiendo serenidad:

-Te convidarían a ir allá.

-¿A dónde?

-A las Vides, hombre. Dice que quieren tener gente para divertirse.

-Sí, me han convidado, instándome mucho... No iré. Se empeña el tío Clodio en que debo intimar con don Victoriano, para que me dé luego la mano en Madrid y me abra camino... Pero hija, ir a hacer un triste papel, no me gusta. Este traje es el mejor que tengo, y es del año pasado. Si se juega al tresillo, o hay que dar propinas al servicio... Y a mi padre no se le convence de eso... ni lo intentaré, líbreme Dios. De modo que no me verán el pelo en las Vides.

Al informarse de estos planes, el rostro de Leocadia se despejó, y levantándose radiante de satisfacción, la maestra corrió a la cocina. Flores, a la luz de un candil, fregaba platos y tacillas, con airados choques de loza y coléricas fricciones de estropajo.

-Esa máquina del café, ¿la limpiaste?

-Ahora, ahora... -responseó la vieja-. No parece sino que es uno de palo, que no se ha de cansar... que lo ha de hacer por el aire todo...

-Daca, yo la limpiaré... Pon tú más leña, que ese fuego se está apagando y van a salir mal los bistés... -Y diciendo y haciendo, Leocadia frotaba la maquinilla, desobstruía con una aguja de calceta el filtro, ponía a hervir en un puchero nuevo agua fresca, y cebaba la lumbre.

-¡Echa, echa leña! -bufaba Flores-. ¡Como la dan de balde!

No le hizo caso Leocadia, ocupada en cortar ruedecitas finas de patata para los bistés. Preparado ya lo que juzgó necesario, se lavó las manos deprisa y mal en la tinaja del vertedero, llena de agua sucia, irisada con grandes placas de crasitud. Corrió a la sala donde aguardaba Segundo, y no tardó Flores en traerles la cena, que despacharon sobre el velador. Hacia el café, Segundo fue mostrándose algo más comunicativo. Era aquel café el triunfo de Leocadia. Había comprado un juego de porcelana inglesa, un bote de imitación de laca, unas tenacillas de vermeil, dos cucharillas de plata, y servía siempre con el café una licorera surtida de cumen, ron y anisete. Gozaba viendo a Segundo servirse dos tazas seguidas de café y paladear los licores. A la tercer copa de cumen, viendo al poeta afable y propicio, Leocadia le pasó el brazo alrededor del cuello. Retrocedió él bruscamente, notando con viva repulsión el olor a guisos y a perejil que impregnaba las ropas de la maestra.

Sucedía esto al punto mismo en que Minguitos dejaba caer al suelo los zapatos, y suspiraba, cubriéndose con la colcha. Flores, sentada en una sillita baja, empezaba a rezar el rosario. Necesitaba el enfermo, para dormirse, el maquinal arrullo de la voz cascajosa que le traía de la mano el sueño, desde que le faltaba a la hora de acostarse la compañía de su mamá. Las Ave marías y Gloria Patris, mascullados mejor que pronunciados, iban poco a poco embotándole el pensamiento, y al llegar a la letanía entrábale el sopor, y, medio traspuesto, a duras penas contestaba a las atroces barbaridades de la vieja:

-Juana celi... Ora pro nobis... Sal-es-enfirmórun... nobis... Refajos-pecadórun... bis... Consólate flitórun... sss...

El niño respondía tan sólo con la respiración que pasaba desigual, intranquila, fatigosa, por entre sus dormidos labios... Flores apagaba despacito el velón de cuerda, descalzábase para no hacer ruido, y se retiraba pasito a pasito, apoyándose en la pared del comedor. Desde que Minguitos descansaba, no se oían estrépitos de loza en la cocina.




ArribaAbajo- VIII -

Hasta muy tarde no sopló el Cisne la palmatoria de latón donde la económica tía Gaspara le colocaba, siempre a regañadientes, una vela de sebo. Sentado a la exigua mesa, entre los revueltos libros, tenía delante un pliego de papel, medio cubierto ya de renglones desiguales, jaspeado de borrones y tachaduras, con montículos de arenilla y algún garrapato a trechos. Segundo no pegaría los ojos en toda la noche si no escribiese la poesía que desde el crucero le correteaba por la cabeza adelante. Sólo que, antes de coger la pluma, parecíale llevar la inspiración allí, perfecta y cabal, de suerte que con dar vuelta a la espita, brotaría a chorros: y así que oprimieron sus dedos la pluma dichosa, los versos, en vez de salir con ímpetu, se escondían, se evaporaban. Algunas estrofas caían sobre el papel redondas, fáciles, remataditas por consonantes armoniosos y oportunos, con cierta sonoridad y dulzura muy deleitable para el mismo autor, que temeroso de perderlas, escribíalas al vuelo, en letra desigual; mas de otras se le ocurrían únicamente los dos primeros renglones y acaso el foral, rotundo, de gran efecto, y faltaba la rima tercera, era indispensable cazarla, llenar aquel hueco, injerir el ripio. Deteníase el poeta, mirando al techo y buscando con los dientes un cabo del bigote para morderlo, y entonces la ociosa pluma trazaba, obedeciendo a automáticos impulsos de la mano, un sombrero tricornio, un cometa, o cualquier mamarracho por el estilo... Borradas a veces siete u ocho rimas, se resignaba al fin con la novena, ni mejor ni peor que las anteriores. Acontecía también que una sílaba inoportuna estropeaba un verso, y échese usted a buscar otro adverbio, otro adjetivo, porque si no... ¿Y los acentos? Si el poeta gozase del privilegio de decir, verbi gracia, mi córazon en vez de mi corazón, ¡sería tan cómodo rimar!

¡Malditas dificultades técnicas! El estro alentaba y ardía, a modo de fuego sagrado, en la mente de Segundo; pero en tratándose de que apareciese allí, patente, sobre las hojas de papel... Que apareciese expresando cuanto sentía el poeta, condensando un mundo de sueños, una nebulosa psíquica... ¡Ahí es nada! Obtener la difícil conjunción de la forma y la idea, prender el sentimiento con los eslabones de oro del ritmo! ¡Ah, qué cadena tan leve y florida en apariencia y tan dura de forjar en realidad! ¡Cómo engaña la ingenua soltura, la fácil armonía del maestro! ¡Qué hacedero parece decir cosas sencillas, íntimas, narrar quimeras de la fantasía y del corazón en metro suelto y desceñido, y cuán imposible es, sin embargo, para quien no se llama Bécquer, prestar al verso esas alitas palpitantes, diáfanas y azules con que vuela la mariposa becqueriana!

Mientras el Cisne borra y enmienda, Leocadia se desnuda en su alcoba. Solía entrar en ella otras noches con la sonrisa en los labios, el rostro encendido, los ojos húmedos, entornados, las ojeras hundidas, el pelo revuelto... Y esas noches tardaba en acostarse, se entretenía en arreglar objetos sobre la cómoda, y hasta se miraba al espejo de su vulgar tocador. Hoy tenía los labios secos, las mejillas pálidas; acercose a la cama, se desabrochó, dejó caer la ropa, apagó el quinqué y sepultó la cara en la frescura de las gruesas sábanas de lienzo. No quería pensar; quería olvidar y dormir solamente. Trató de estarse quieta. Mil agujas le punzaban el cuerpo: dio una vuelta buscando el sitio frío, luego otra, luego echó abajo las sábanas... Sentía inquietud horrible, gran amargor en la boca. En medio del silencio nocturno, oía los latidos desordenados del corazón; si se recostaba del lado izquierdo, el ruido la ensordecía casi. Intentó fijar el pensamiento en cosas indiferentes, y se repitió a sí misma mil veces, con monótona regularidad e insistencia: -Mañana es domingo... las niñas no vendrán-. Ni por esas se contuvo el bullir del cerebro y el ardor malsano de la sangre... ¡Leocadia tenía celos!

¡Dolor sin medida y sin nombre que exprese su crueldad! Hasta entonces la pobre maestra había ignorado el contrapeso del amor, los negros celos, con su aguijón que se clava en el alma, su abrasadora sed que quema las fauces, su frío polar que hiela el corazón, su congoja impaciente que crispa los nervios... Segundo apenas se fijaba en las muchachas de Vilamorta; en cuanto a las paisanas, no existían para él, ni por mujeres las tenía; de suerte que las horas de frialdad del Cisne achacábalas Leocadia a malos oficios de la musa... ¡Pero ahora! Recordaba la poesía A los ojos azules y el modo de recitarla. ¡Veneno eran aquellas estrofas de miel: sí, veneno y acíbar! Leocadia sintió acudir llanto a sus lagrimales y las lágrimas saltaron entre sollozos convulsivos, que sacudían el cuerpo y hacían crujir las maderas de la cama y susurrar la hoja de maíz del jergón. Ni por esas suspendió su actividad el caviloso cerebro. Indudablemente Segundo estaba enamorado de la señora de Comba; pero ella era una mujer casada... ¡Bah! En Madrid y en las novelas todas las señoras tienen amantes... Y además, ¿quién resistiría a Segundo, a un poeta émulo de Bécquer, joven, guapo, apasionado cuando se le antojaba serlo?

¿Qué podía Leocadia contra esta gran catástrofe? ¿No valía más resignarse? ¡Ah!, resignarse. ¡Pronto se dice! No, no: luchar y vencer por cualquier medio. ¿Por qué le negaba Dios la facultad de expresar sus sentimientos? ¿Por qué no se había puesto de rodillas delante de Segundo pidiéndole un poco de amor, pintándole y comunicándole la llama que la consumía a ella el tuétano de los huesos? ¿Por qué quedarse muda cuando tantas cosas podía decir? Segundo no iría a las Vides. Mejor. Carecía de dinero. Magnífico. No conseguiría destino alguno, ni se movería de Vilamorta. Mejor, mejor, mejor... ¿Y qué, si al fin Segundo no la amaba; si se desviaba de ella con un ademán que Leocadia estaba viendo todavía a oscuras, o mejor dicho, a la extraña luz de la pasión celosa?

¡Qué calor, qué desasosiego! Leocadia se arrojó de la cama, dejándose caer al suelo, donde le parecía encontrar una frescura consoladora. En vez de alivio notó un temblor, y en la garganta un obstáculo, a modo de pera de ahogo atravesada allí, que no le permitía respirar. Quiso alzarse y no pudo: la convulsión empezaba y Leocadia contenía los gritos, los sollozos, las cabezadas, por no despertar a Flores. Algún tiempo lo consiguió, mas al fin venció la crisis nerviosa, retorciendo sin piedad los rígidos miembros, obligando a las uñas a desgarrar la garganta, al cuerpo a revolcarse, y a las sienes a batirse contra el piso... Vino después, precedido de fríos sudores, un instante en que Leocadia perdió el conocimiento. Al recobrarlo se halló tranquila, aunque molidísima. Levantose, subió a la cama de nuevo, se arropó, y quedó anonadada, sin cerebro, sumida en reparador marasmo. El grato sueño del amanecer la envolvió completamente.

Despertose bastante tarde, no saciada de descanso, rendida y como atontada. Apenas acertaba a vestirse; parecíale que desde la noche anterior había transcurrido un año por lo menos; y en cuanto a su celosa cólera, a sus proyectos de lucha... Pero ¿cómo pudo ella pensar en cosas semejantes? Que Segundo fuese feliz, eso tan sólo importaba y convenía; que realizase sus altos destinos, su gloria... Lo demás era un delirio, una convulsión, una crisis pasajera, sufrida en horas que el alma amante no quiere solitarias.

Abrió la maestra la cómoda donde guardaba sus ahorros y el dinero para el gasto. No lejos de un montón de medias palpó un bolsillo, ya muy lacio y escueto. En él se contenían poco ha unos miles de reales, todo su peculio en metálico. Quedaban sobre treinta duros descabalados, y para eso debía un corte de merino negro a Cansín, licores al confitero y encargos a unas amigas de Orense. Y hasta noviembre no vencían sus rentitas. ¡Brillante situación!

Tras un minuto de angustia, causada por la pugna entre sus principios económicos y su resolución, Leocadia se lavó, se alisó el pelo, se echó el vestido y el manto de seda, y salió. Por ser día de misa recorría mucha gente la calle, y el rajado esquilón de la capilla repicaba sin cesar. En la plaza, animación y bullicio. A la puerta de la botica de doña Eufrasia, tres o cuatro cabalgaduras clericales sufrían mal las impertinencias de las moscas y tábanos, volviendo a cada paso la cabeza con desapacible estrépito de ferraje, y mosqueándose los ijares con la hirsuta cola. Tampoco las fruteras, entre regateos y risas, descuidaban espantar los porfiados insectos, posados en el lugar donde la grieteada piel de las claudias y tomates descubría la melosa pulpa o la carne roja. Mas el verdadero cónclave mosquil era la dulcería de Ramón. Daba fatiga y náusea ver a aquellos bichos zumbar, tropezarse en la cálida atmósfera, prenderse las patas en el caramelo de las yemas, hacer después esfuerzos penosos para libertarse del dulce cautiverio. Sobre una tarta de bizcocho, merengue y crema, que honraba el centro del escaparate, se arremolinaba un enjambre de moscas: ya no se tomaba Ramón el trabajo de defenderla, y el ejército invasor la saqueaba a todo su talante: a orillas de la fuente yacían las moscas muertas en la demanda: unas desecadas y encogidas, otras muy espatarradas, sacando un abdomen blanquecino y cadavérico...

Leocadia pasó a la trastienda. Estaba Ramón en mangas de camisa, arremangado, luciendo su valiente musculatura y meneando un cazo para enfriar la pasta de azucarillo que contenía; después la fue cortando con un cuchillo candente, y el azúcar chilló al tostarse, despidiendo olor confortativo. El dulcero se pasó el dorso de la mano por la frente sudorosa.

-¿Qué quería, Leocadia? ¿Anisete de Brizar, eh? Pues se acabó. Tú, Rosa, ¿verdad que se acabó el anisete?

Vio Leocadia, en el rincón de la trastienda-cocina, a la mujer del dulcero, dando papilla a un mamón endeble. La confitera clavó en la maestra su mirada sombría de mujer histérica y celosa, y exclamó con dureza:

-Si viene por más anisete, acuérdese de las tres botellas que tiene sin pagar.

-Ahora mismo las pago -respondió la maestra, sacando del bolsillo un puñado de duros.

-No, mujer, calle por Dios... ¿qué prisa corre? -murmuró avergonzado el dulcero.

-Cobre, Ramón, ande ya... Si justamente vengo a eso, hombre.

-Si se empeña... Maldito el apuro que tenía.

Marchose Leocadia corriendo. ¡No acordarse de la confitera! ¿Quién le pedía nada a Ramón delante de aquella tigre celosa, que chiquita y débil como era, acostumbraba solfear al hercúleo marido? A ver si Cansín...

El pañero vendía, rodeado de paisanas, una de las cuales se empeñaba en que una lanilla era algodón, y la restregaba para probarlo. Cansín, por su parte, la frotaba con fines diametralmente opuestos.

-Mujer, que ha de ser algodón, que ha de ser algodón -repetía con su agria vocecilla, acercando, pegando la tela a la cara de la compradora. Parecía tan amostazado Cansín, que Leocadia no se atrevió a llamarle. Pasó de largo y aceleró el andar. Pensaba en su otro pretendiente, el tabernero... Mas de pronto recordó con repugnancia sus gruesos labios, sus carrillos que chorreaban sangre... Y dando vueltas a cuantos expedientes podían sacarla del conflicto, le ocurrió una idea. La rechazó, la pesó, la admitió... A paso de carga se dirigió al domicilio del abogado García.

Al primer aldabonazo abrió la tía Gaspara. ¡Qué significativo fruncimiento de cejas y labios! ¡Qué repliegue general de arrugas! Leocadia, cortada y muerta de vergüenza, se mantenía en el umbral. La vieja, parecida a un vigilante perro, interceptaba la puerta, próxima a ladrar o morder al menor peligro.

-¿Qué quería? -gruñó.

-Hablar con don Justo. ¿Se puede? -interrogó humildemente la maestra.

-No sé... veremos...

Y el vestiglo, sin más ceremonias, dio a Leocadia con la puerta en las narices. Leocadia aguardó. Al cabo de diez minutos un bronco acento le decía:

-Venga.

El corazón de la maestra bailó como si tuviese azogue. ¡Atravesar la casa en que había nacido Segundo! Era lóbrega y destartalada, fría y desnuda, según son las moradas de los avarientos, donde los muebles no se renuevan jamás y se apuran hasta la suma vetustez. Al cruzar un corredor vio Leocadia al través de una entornada puertecilla alguna ropa de Segundo, colgada de una percha, y la reconoció, no sin cosquilleo en el alma. Al final del corredor tenía su despacho el abogado; pieza mugrienta, sobada, atestada de papelotes y libros tediosos y polvorientos por dentro y fuera. La tía Gaspara se zafó, mientras el abogado recibía a la maestra de pie, en desconfiada y hostil actitud, preguntando con el severo tono de un juez:

-¿Y qué se le ocurre a usted, señora doña Leocadia?

Fórmula exterior relacionada con otra interior:

-¡A que la bribona de la maestra viene a decirme que se casa con el loco del rapaz y que los mantenga yo!

Leocadia fijó sus ojos abatidos en García, buscando en sus facciones secas y curtidas los rasgos de un amado semblante. Sí que se parecía a Segundo, salvo la expresión, muy diferente, cauta y recelosa en el padre, cuanto era soñadora y concentrada en el hijo.

-Señor don Justo... -balbució la maestra-. Yo siento molestarle... Le suplico no extrañe este paso... porque me aseguraron que usted... señor, yo necesito un préstamo...

-¡Dinero! -rugió el abogado apretando los puños-. ¡Me pide usted dinero!

-Sí, señor, sobre unos bienes...

-¡Ah! (transición en el abogado, que todo se aflojó y flexibilizó). Pero ¡qué tonto soy! Entre usted, entre usted, doña Leocadia, y tome asiento... ¿Eh? ¿Está usted bien? Pues... cualquiera tiene un apuro... ¿Y qué bienes son? Hablando se entienden las gentes, mi señora... ¿Por casualidad la viña de la Junqueira y la otra pequeñita del Adro...? Estos años dan poco...

Debatieron el punto y se firmó la obliga o pagaré. La tía Gaspara, inquieta, con paso de fantasma, rondaba por el corredor. Cuando salió su hermano y le dio algunas órdenes, se hizo varias cruces en la cara y pecho, muy de prisa. Bajó furtivamente a la bodega y tardó algo en subir y en vaciar sobre la mesa del abogado su delantal, de donde cayeron, envueltos en polvo y telarañas, cuatro objetos que rebotaron produciendo el sonido especial del dinero metálico. Los objetos eran una hucha de barro, un calcetín, una bota o gato y un saquete de lienzo.

Aquella tarde le dijo a Segundo Leocadia:

-¿Sabes una cosa, corazón? Que es lástima que por un traje o por cualquier menudencia así pierdas de colocarte y de conseguir lo que pretendes... Mira, yo tengo ahí unos cuartos que... no me hacen mucha falta. ¿Los quieres, eh? Yo te los daba ahora y tú después me los volvías.

Segundo se irguió con arranque sincero de pundonor y dignidad:

-No vuelvas a proponerme cosas por ese estilo. Admito tus finezas a veces por no verte llorar a lágrima viva. Pero eso de que me vistas y sostengas... Mujer, no tanto.

La maestra insistió amorosamente media hora más tarde, aprovechando la ocasión de encontrarse el Cisne algo pensativo. Entre él y ella no cabía mío ni tuyo. ¿Por qué reparaba en aceptar lo que le daban con tan gran placer? Acaso dependía su porvenir de aquellos cuartos miserables. Con ellos podría presentarse decentemente en las Vides, imprimir sus versos, ir a Madrid. ¡Ella sería tan dichosa viéndole triunfar, eclipsar a Campoamor, a Núñez de Arce, a todos! ¿Y quién le privaba a Segundo de restituir, hasta con creces, el dinero?... Charlando así, echaba Leocadia en un pañuelo, anudado por las cuatro puntas, onzas y doblillas y centenes a granel, y lo entregaba al poeta, preguntándole con voz velada por el llanto:

-¿Me desairas?

Segundo cogió con ambas manos la basta y gruesa cabeza de la maestra, y clavando sus ojos en las pupilas que le miraban húmedas de felicidad inexplicable, pronunció:

-Leocadia... ¡Ya sé que tú eres la persona que más me ha querido en el mundo!

-Segundiño, vida... -tartamudeaba ella fuera de sí-. No vale nada, mi rey... Conforme te doy esto... así Dios me salve... ¡te daría sangre de las venas!

¿Y quién le diría a la tía Gaspara que varias onzas del calcetín, de la hucha, de la bota y del saco, volverían inmediatamente, a fuer de bien enseñadas y leales, a dormir, si no bajo las vigas de la bodega, al menos bajo el techo de don Justo?




ArribaAbajo- IX -

La parra de las Vides, que tanto gusta a don Victoriano Andrés de la Comba, es de esas uvas gruesas conocidas en el país por náparo o Jaén, uvas teñidas con los matices rojo claro y verde pálido, que dominan en los racimos de los bodegones flamencos. Cuelgan sus piñas en corimbo largo, con disimetría graciosa, rompiendo el tupido follaje. Derrama la parra sombra fresquísima, y contribuye a hacer apacible el lugar el hilo de agua que cae en tosca pila de piedra, bañando las legumbres puestas a remojo.

Tiene la maciza casa aspecto de fortaleza: flanquean el cuerpo central dos torres cuadrangulares, con achaparrado techo y hondas ventanas: en mitad del edificio, sobre un largo balcón de hierro, se destaca el gran escudo de armas con el blasón de los Méndez, cinco hojas de vid y una cabeza de lobo cortada y goteando sangre. Desde este balcón se domina la vertiente de la montaña y el curso del río; al costado de la torre hay una solana de madera que avanza sobre el huerto, y gracias a la exposición al Mediodía, florecen claveles de a onza en ollas viejas llenas de resquebrajado terrón, y de cajoncillos de madera se desbordan rechonchas albahacas, plumas de Santa Teresa, cactos, asclepias y malvas: una flora requemada, crasa, árabe, de embriagadores perfumes. Por dentro, la casa se reduce a una serie de salones dados de cal, con las vigas al descubierto, y casi sin muebles, excepto el central, llamado del balcón, alhajado con sillas de paja y respaldo de madera figurando una lira, época del imperio. Un espejo ya casi desazogado luce sobre el sofá su gran marco de ébano, con alegorías de dorado latón, que representan a Febo guiando su carricoche. El orgullo de las Vides no son los salones, sino la bodega, la inmensa candiotera oscura y sorda y fresca como una nave de catedral, con sus magnas cubas alineadas a ambos lados. Esta pieza sin rival en el Borde es la que enseña más ufano el señor de las Vides, y también su dormitorio, que ofrece la singularidad de ser inexpugnable, por hallarse practicado en el grueso de la pared y no tener entrada sino por un pasadizo donde no cabe un hombre de frente.

No realizó nunca Méndez de las Vides el tipo clásico del mayorazgo ignorante, que firma con una cruz, tipo tan común en aquel país de tierra adentro. Méndez, al contrario, alardeaba de instruido y culto. Escribía con letra correcta, junta y menuda, de viejo obstinado; leía bien, calándose las gafas, alejando el periódico o el libro, recalcando las palabras, con reposada voz. Sólo que se había estacionado su cultura en una época: la Enciclopedia, que su padre ya conoció tarde, y que a él llegó con un siglo de retraso. Leyó a Holbach, a Rousseau, a Voltaire y los catorce tomos de Feijóo. Quedó adscrito y sellado hasta en lo físico. En religión se hizo deísta, sin dejar de ir a misa y comer de pescado en Semana Santa; en política tomó vahos de regalismo. Sin embargo, desde la venida de don Victoriano, algún movimiento se produjo en las ya estratificadas ideas del hidalgo de las Vides. Gustole aquello de la autonomía inglesa, la libertad individual, unida con el respeto a la tradición y la influencia civilizadora de las clases aristocráticas: serie de importaciones sajonas más o menos felices, pero a las cuales debía don Victoriano su fortuna política. Discantando estas profundidades de ciencia social, pasábanse tío y sobrino largas horas, durante las cuales Nieves hacía labor, prestando oído por si en las piedras del sendero resonaba el trote de algún caballo; una visita, una distracción en su ociosa existencia.

Segundo, para bajar a las Vides, pidió el jaco endiablado, el del alguacil. Desde el crucero, el camino se hacía clivoso y difícil. Lo interceptaban a trechos peñas muy lisas y resbaladizas, y el jinete se colgaba de las riendas, porque las herraduras se deslizaban arrancando chispas, y el animal, arrastrado por su peso, podía caerse. El terreno, calcinado por el sol, era quebradísimo; las casas, más que sentadas en firmes cimientos, parecían colgadas de las laderas, próximas a desprenderse y rodar al río, y el indispensable tiesto de claveles reventones, asomando y saliéndose casi por los balconcillos de madera, recordaba la flor que al desgaire se coloca en el pelo una gitana. A veces Segundo cruzaba un pinar; respiraba el olor balsámico de la resina, y pisaba una alfombra de hojas secas que asordaba el golpe del casco de su montura; de repente, entre dos vallados, aparecía un angosto sendero, orillado de zarzamora, digital y madreselva, y a menudo experimentaba Segundo la impresión de bienestar que causan a las horas del sol los toldos vegetales, y trotaba al amparo de un túnel de verdura, un emparrado alto sostenido en postes de piedra, viendo sobre su cabeza los racimos que ya negreaban y escuchando el alborotado pitío de los gorriones y el silbo estridente de los mirlos. Por las murallas tapizadas de musgo correteaban los lagartos. Cuando se encontraban dos o tres vereditas, Segundo refrenaba el caballo buscando la dirección de las Vides y preguntando a las mujeres que subían trabajosamente, arrastrando el cuerpo, cargadas con un coloño de leña de pino, o a los chiquillos que retozaban a la puerta de las casas.

Allá abajo, muy profundo, corría el Avieiro, y visto desde la altura podía compararse a la hoja de acero que, blandida, culebrea y refulge. Enfrente la montaña, donde se escalonaban, a manera de gradas de colosal anfiteatro, hileras de paredones de sostenimiento para las viñas, construidos con piedra blancuzca; y las listas claras sobre el fondo verde hacían bizarra combinación, destacándose en ella el rojo tejado de algún palomar o casa solariega, y en la cima del monte el verdor más sombrío de los pinares. Ya veía Segundo a sus pies las tejas de las Vides. Descendió una cuesta más vertical que horizontal, y se halló delante del portalón.

Bajo la cepa estaban Victorina y Nieves. Entreteníase la niña en saltar a la cuerda, y lo hacía con notable agilidad, a pies juntillas, sin moverse de un sitio, volteando la cuerda tan rápidamente, que fingía una especie de niebla en derredor de la elegante academia de la saltarina. Como los claros de la parra dejaban pasar grandes manchones de sol, a lo mejor se inundaba de luz el cuerpo de la chiquilla, y radiaba su mata de pelo, sus brazos o sus piernas desnudas, pues sólo tenía una blusa azul marino, corta y sin mangas. Al divisar a Segundo dio un grito, soltó la cuerda y desapareció. En cambio Nieves, levantándose del banco donde trabajaba, con la sonrisa en los labios y algo encendida de sorpresa, tendió la mano al recién venido, que se apeó prestamente del caballo.

-¿Y el señor don Victoriano? ¿Cómo sigue?

-¡Ah! Por allí andaba, regular de salud; pero muy divertido con las faenas agrícolas, muy satisfecho... -Y al decir esto, tenía el rostro de Nieves la expresión distraída con que hablamos de cosas que nos interesan poco. Segundo observó que la señora del ministro reparaba en su atavío flamante, recién llegado de Orense; y por algún rato le mortificó la duda de si lo encontraría pretencioso o ridículo, hasta el extremo de sentir no haber traído la ropa de todos los días.

-Ha asustado usted a Victorina -añadió Nieves riendo...-. ¿Dónde se habrá metido esa boba? De fijo que sólo se escondió porque estaba de blusa... Usted la trata como a una mujer y ella se pone insoportable. Venga usted...

Remangose Nieves la bata de cretona blanca salpicada de capullos de rosa, y penetró intrépidamente en la cocina, que estaba al nivel del patio. En pos de los taconcitos Luis XV, que encubría el encaje bretón de la enagua, recorrió Segundo varias piezas: cocina, comedor, sala del rosario, llamada así por que en ella lo rezaba con los criados Primo Genday, y por último, sala del balcón. Allí se detuvo Nieves, exclamando:

-Los llamaré por si están en la viña.

Y asomándose gritó:

-¡Tío! ¡Victoriano! ¡Tío!

Dos voces respondieron:

-¿Qué?... Allá vamos.

No hallando cosa oportuna que decir, Segundo callaba. Tranquila ya la conciencia con haber llamado a las personas formales, Nieves se volvió y dijo con la afabilidad de un ama de casa que conoce su obligación:

-¡Pero qué amable, qué amable ha sido usted! Hasta las vendimias no contábamos con que se animase a venir... Y ahora, que se acercan las fiestas... Tanto que pensaba ver a usted antes en Vilamorta, porque Victoriano se empeña en tomar las aguas quince días...

Al hablar, se respaldaba en la pared, y Segundo se azotaba con el latiguillo la punta de las botas. Del huerto subió la voz de Méndez.

-Nieves, Nieves... Que bajes, si te es igual.

-Con permiso de usted... Voy por una sombrilla.

Tardó poco en volver, y Segundo la ofreció el brazo. Bajaron al huerto por la solana, y entre los saludos de ordenanza, Méndez protestó contra la idea de que Segundo se volviese la misma tarde a Vilamorta.

-¡Hombre! ¡No faltaba más! ¡Coger calor dos veces en un día!

Y el señor de las Vides, aprovechando la coyuntura que jamás desperdicia un propietario rural, se apoderó del poeta, consagrándose a enseñar le al pormenor la finca. Explicábale al mismo tiempo sus empresas vitícolas. Había sido de los primeros a azufrar con fortuna, y empleaba abonos nuevos que acaso resolviesen el problema del cultivo. Hacía ensayos tratando de imitar con el vino común del Borde el Burdeos de pasto; de prestarle, con polvos de raíz de lirio, el bouquet, la fragancia de los caldos franceses. Pero le salía al paso la rutina, el fanatismo, según decía confidencialmente bajando la voz y poniendo una mano en el hombro de Segundo. Los demás cosecheros del país le acusaban de olvidar las sanas tradiciones; de adulterar y componer el vino. ¡Como si ellos no lo compusiesen! Sólo que ellos lo hacían sirviéndose de drogas ordinarias, verbigracia, campeche y yerba mora. Él se contentaba con aplicar los métodos racionales, los descubrimientos científicos, los adelantos de la química moderna, proscribiendo el absurdo empleo de la pez en las corambres, pues si bien la gente del Borde alababa el dejo a pez en el vino, diciendo que la pez hacía beber otra vez, a los exportadores les repugnaba, con razón, aquel pegote. En fin, si Segundo quería ver las bodegas y los lagares...

No hubo remedio. Nieves se quedó a la puerta, temerosa de mancharse la bata. Así que salieron, se trató de registrar el huerto en detalle. Era también el huerto una serie de paredones en gradería, sosteniendo estrechas fajas de tierra, y esta disposición del terreno daba a la vegetación exuberancia casi tropical. Camelios, pavíos y limoneros crecían libres, irregulares e indómitos, cargados de hoja, de fruta o de flores. Abejas y mariposas revoloteaban y bullían, libando, fecundándose, locas de contento y ebrias de sol. De paredón a paredón se bajaba por unas escalerillas difíciles. Segundo dio el brazo a Nieves y en la última grada se detuvieron para contemplar el río que corría allá muy abajo.

-Mire usted hacia allí -dijo Segundo, señalando a su izquierda una colina algo distante-. Allí está el pinar... ¿A que no se acuerda usted?

-Sí me acuerdo -respondió Nieves, guiñando, a causa del sol, sus azules ojos-. El pinar que canta... ¡Mire usted cómo me acuerdo! Y diga usted, ¿sabe usted si hoy cantará? Porque de buena gana le oiría esta tarde.

-Si se levanta un poco de brisa... Con la calma que reina, los pinos se estarán casi quietos y casi mudos. Y digo casi, porque del todo no lo están nunca. Basta el roce de sus copas para que vibren de un modo especial y tengan un susurro...

-¿Y eso -preguntó Nieves en tono jocoso-, no sucede más que en el pinar de aquí, o es igual en todos?

-¿Quién sabe? -respondió Segundo mirándola fijamente-. Acaso el único pinar que cante para mí será el de las Vides.

Nieves bajó la vista, y después echó una ojeada en derredor, como buscando a don Victoriano y Méndez, que estaban un escalón más arriba. Notó Segundo el movimiento, y con imperiosa descortesía dijo a Nieves:

-Subamos.

Reuniose a Méndez, y ya no se despegó de su lado hasta que pasaron al comedor, donde les aguardaban Genday y Tropiezo. La última a llegar fue la niña, muy púdica ya, con medias largas y traje de blanco piqué.

La mesa en que comían no estaba en el centro, sino en un costado del comedor; era cuadrilonga, y los convidados, en vez de sillas, tenían para sentarse dos bancos fronterizos, de ennegrecido roble. Los extremos de la mesa quedaban libres para el servicio. Sobrio por instinto, Segundo reparó con sorpresa la inverosímil cantidad de alimentos que consumía don Victoriano, no sin advertir también que su rostro estaba más demacrado que nunca. A veces, el hombre político se detenía, porque un remordimiento le asaltaba.

-Estoy devorando.

Protestaba el anfitrión, y Tropiezo y Genday, por turno, exponían doctrinas latas y consoladoras. La naturaleza es muy sabia, decía el señor de las Vides, que no olvidaba a Rousseau, y el que la obedece no puede errar. Primo Genday, glotón como todos los pletóricos, añadía con cierta teológica unción: para que el alma esté dispuesta a servir a Dios, hay que atender primero a las justas exigencias del cuerpo. Tropiezo, por su parte, sacaba el labio inferior, negando la existencia de ciertas enfermedades novísimas. Toda la vida hubo personas que padeciesen de la orina y jamás se les privó el comer y beber, al contrario. Por lo mismo que la enfermedad desgasta, hay que nutrirse. Fácilmente se dejaba persuadir don Victoriano. Aquellos manjares de otros tiempos, aquellas anticuadas vinagreras milagrosas de donde por un tubo salía el aceite y el vinagre por otro sin confundirse jamás, aquel inmenso mollete colocado a guisa de centro de mesa, eran otros tantos arcaísmos encantadores para él, que le recordaban horas felices, años límbicos de la existencia. A los postres, cuando Primo Genday, sofocado aún por una discusión política en que calificó de incircuncisos a los liberales, se puso de repente muy grave y empezó a rezar el Padre nuestro, el ministro, racionalista añejo ya, sorprendiose de la devoción con que sus labios murmuraron: El pan nuestro de cada día... ¡Caramba, estas cosas de cuando era uno joven!... Don Victoriano revivía al contacto de sus desvanecidas mocedades. Hasta se le venían a las mientes recuerdos de noviazgos efímeros, de amorcillos de quince días con señoritas del Borde, que a la hora presente debían ser apergaminadas solteronas o respetables madres de familia. ¡Valiente necedad!... El ex-ministro rechazó la servilleta y se levantó.

-¿Usted duerme la siesta? -preguntó a Segundo.

-No, señor.

-Yo tampoco. Venga usted y fumaremos un cigarro.




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Sentáronse en la sala, cerca del balcón, en dos mecedoras traídas de Orense. Del huerto y de las viñas subía una tranquilidad perezosa, un silencio tan absoluto, que podía oír se el choque mate de las pavías maduras al desprenderse de la rama y dar en la tierra seca. Olores a fruta y a miel entraban por el balcón entreabierto. Por la casa no rebullía nadie.

-¿Una breva de recibo?

-Mil gracias...

Restalló el fósforo, y Segundo se meció imitando a don Victoriano. El cadencioso balanceo de las mecedoras, la soñolienta paz del sitio, todo convidaba a importante y confidencial diálogo.

-¿Y usted qué se hace, vamos a ver, por Vilamorta? Es usted abogado, ¿no es eso? Tengo idea de que se propone usted su ceder a su padre, una persona tan inteligente...

Segundo vio propicio el momento. La voluta de humo del cigarro le velaba los ojos con suave niebla, predisponiéndole a la expansión y desterrando su reserva habitual.

-Me horripila el pensamiento de empezar ahora la vida que mi padre está terminando -contestó a la pregunta del ex-ministro-. Esa lucha mezquina para ganar un poco de dinero más o menos; esas intrigas de lugar, esos manejos miserables, ese expedienteo, todo eso, señor don Victoriano, no se hizo para mí. No es que no pueda ejercer: he sido un regular estudiante, porque mi buena memoria me salvó siempre en los exámenes. ¿Pero de qué sirve esa carrera? De base nada más. Es un pasaporte, es una papeleta de entrada en cualquier oficina.

-Hombre... pch... -y don Victoriano sacudió la ceniza del puro-; eso es verdad, muy verdad. Lo que se estudia en las aulas, apenas se utiliza después. Yo, si no es por la pasantía en casa de don Juan Antonio Prado, que me hizo aplicar los codos y aprender cuántas púas tiene un peine, no me luciría mucho con mi ciencia compostelana. Amigo, lo que le forma a uno y le desasna, es esa pasantía terrible y ese aprieto en que se ve un muchacho cuando le ponen delante un rimero así de papeles y le dice un señor muy orondo: «Estúdieme usted eso hoy, y téngame mañana formulado dictamen». ¡Allí es lo bueno, el sudar, el roerse las uñas! Allí no vale pereza ni ignorancia. La cosa tiene que hacerse, y como no ha de ser por arte de encantamiento...

-Ni aun en Madrid y en gran escala me atrae a mí el foro... Tengo mis aspiraciones.

-Sepamos.

Vaciló Segundo, con el sentimiento de pudor del que narra un sueño o visión amorosa. Miró dos o tres veces al vagaroso humo azul, y por fin la media oscuridad de la sala, discreta como un confesionario, disipó sus recelos.

-Quiero seguir la carrera de las letras.

El hombre político paró de mecerse y de fumar.

-¡Pero hijo, si las letras no son carrera! ¡Si no hay tal cosa! Vamos claros: ¿ha salido usted alguna vez de Vilamorta... digo, de Santiago y de estos pueblos así?

-No, señor.

-¡Entonces comprendo esas ilusiones y esas niñadas! Por aquí todavía creen que un escritor o un poeta, en el mero hecho de serlo, puede aspirar a... ¿Y usted qué escribe?

-Versos.

-¿Prosa no?

-Algún artículo o suelto... Casi nada.

-¡Bravo! Pues si se fía usted en los versos para navegar por el mundo adelante... Yo he notado en este país una cosa curiosa, y voy a comunicar a usted mis observaciones. Aquí los versos se leen todavía con mucho interés, y parece que las chicas se los aprenden de memoria... Pues allá en la corte le aseguro a usted que apenas hay quien se entretenga en eso. Por acá viven veinte o treinta años atrasados: en pleno romanticismo.

Segundo, contrariado, preguntó con cierta vehemencia:

-¿Y Campoamor, y Núñez de Arce, y Grilo? ¿No son poetas de fama? ¿No gozan de gran popularidad?

-Campoamor... A ese le leen porque es muy truhán y dice cosas que hacen cavilar a las niñas y reír a los hombres... Tiene su miga, y filosofa así, entreteniendo... Pero mire usted; ni él ni Núñez de Arce viven de los rengloncitos desiguales... Buen pelo echarían... Grilo, qué sé yo... Goza de simpatías allá entre las damas de alto copete, y le imprime sus poesías la reina madre, que por lo visto está en fondos... En fin, crea usted que ninguno medrará gran cosa por el camino del Parnaso... Y ya ve usted; se trata de los maestros, porque poetas de segunda fila, chicos que riman mejor o peor, habrá en Madrid ahora unos doscientos o trescientos... ¿Les conoce usted? Pues yo tampoco tengo el gusto... Cuatro amigotes les elogian, cuando publican algo en una Revista trasconejada... Y pare usted de contar. Hablando en plata, tiempo perdido.

Segundo, muy silencioso, se ensañaba con el cigarro.

-No lo tome usted a ofensa...- prosiguió don Victoriano-. Yo entiendo poco de letras, por más que en mis juventudes hice quintillas como todo el mundo: además, no conozco nada de usted... De manera que mi juicio es imparcial, y mi consejo sincerísimo.

-Yo... -articuló Segundo al cabo- no tengo cifradas mis aspiraciones sólo en la poesía lírica... Acaso más adelante optaría por la dramática... o por la prosa: qué sé yo. Sólo quisiera probar fortuna...

Don Victoriano se levantó y salió al balcón un instante. De repente se volvió, puso ambas manos en los hombros de Segundo, y pegando casi al rostro del poeta su cara amojamada, exclamó con lástima no fingida:

-¡Pobre muchacho! ¡Cuántos, cuántos disgustos le esperan a usted!

Y como Segundo callase, atónito de aquella efusión repentina:

-No puede usted, novicio como es, adivinar en lo que se mete; me da usted pena: ya está usted divertido. En el estado actual de la sociedad, para descollar o brillar en algo, hay que sudar sangre como Cristo en el huerto... Si es en la poesía lírica, Dios nos asista... Si hace usted comedias o dramas, verá usted lo que es bueno: adular a los cómicos, dejar el manuscrito arrinconado, apolillándose en un cajón, que le corten a usted de un tijeretazo medio acto, y luego el miedo de la noche del estreno, y lo que viene detrás... que puede ser la más negra... Si se mete usted a periodista... no descansará usted diez minutos, hará usted la reputación de los demás y nunca verá ni el principio de la propia... Si escribe usted libros... ¿Pero quién lee en España? Y si se echa usted en brazos de la política... ¡Ah!

Oía Segundo sin despegar los labios, con los ojos bajos y la mirada errante por los nudos de la madera del piso, aquella voz persuasiva que parecía arrancarle una por una las hojas de rosa de sus ilusiones, con el mismo chasquido estridente de la uña que dispersaba la ceniza del puro. Al fin alzó el rostro con traído y miró al hombre político, murmurando no sin alguna ironía en el acento:

-Pues de la política, señor don Victoriano, creo que no debe usted hablar tan mal... A usted le ha tratado con cariño; no tendrá usted queja de ella. Para usted no fue madrastra.

Se descompuso el semblante de don Victoriano, dejando salir a la superficie los estragos de la enfermedad... y levantándose de nuevo y tirando el cigarro y midiendo a pasos agitados el salón, rompió a hablar apasionadamente, con frases que brotaban en oleadas súbitas, en chorros impetuosos y desiguales, como el caño de sangre por la cortada arteria.

-No me toque usted ese punto... cállese usted, criatura... ¡qué sabe usted, qué sabe usted, ni qué sabe nadie lo que son esas cosas, hasta que cae en ellas de cabeza y queda sujeto y no puede salir ya! Si yo le contase a usted. ¡Pero es imposible contar la vida entera, día por día, referir una batalla que dura años, sin tregua ni reposo! Combatir para que le empiecen a conocer a uno, seguir combatiendo para que no le olviden, pasar del bufete a la política, de una rueda de cuchillos a una cama de ascuas, lidiar en el foro, en el Congreso, sin fe, sin convicción, porque sí, por no dejar vacante el puesto que uno se conquista; y a todo esto, ni una hora libre, ni un minuto sosegado, ni tiempo para nada... Logra uno fortuna cuando ya le falta humor para gozarla; se casa y forma familia, y... casi no es uno dueño de acompañar a su mujer al teatro... No me hable usted... El infierno, el infierno en abreviatura es la política... Querrá usted creer... (y aquí soltó redonda la interjección) que cuando mi chiquitina empezó a andar, intenté yo un día tener el gusto de llevarla a paseo de la mano... Un capricho, una rareza... Pues iba muy satisfecho bajando la escalera con la pequeñilla en brazos, y cátate que me encuentro al marqués de Cameros, un aspirante a diputado cunero por Galicia, que venía a pedirme quince o veinte cartas de mi puño y letra para mayor eficacia... ¡Y fui tan bestia, hombre, fui tan bestia, que en vez de tirar al marqués por las escaleras abajo, subí de nuevo mis dos pisos, di la chiquilla a la niñera y me encerré en el despacho a preparar la elección! Y así, toda la vida; conque dígame usted, ¿tengo o no tengo razón en abominar de tanta estupidez y tanta farsa? ¡Ah! ¡Qué trabajo nos tomamos para hacernos infelices!

No cabía duda. En la voz del hombre político temblaban lágrimas reprimidas; en su laringe se revolvían, ahogándose, imprecaciones y blasfemias. Segundo, por hacer algo, abrió de par en par la vidriera del balcón. El sol estaba distante del zenit, el calor era menos pesado.

-¡Y lo peor de todo... la cola! -prosiguió don Victoriano deteniéndose-. Usted lucha y brega sin calcular, sin entretenerse en observar el estado de sus fuerzas... Combate usted al modo de aquellos caballeros antiguos, con la visera calada. Pero como no es usted de hierro, sino de carne, cuando menos lo piensa, ¡zas!, se encuentra enfermo, enfermo, herido sin saber dónde... No pierde usted sangre, pero pierde usted el jugo... lo propio que un limón cuando lo exprimen... Y el ex-ministro se reía amargamente. Y quiere usted pararse, reponerse, comprar a peso de oro la salud... y ya no es tiempo... ya no tiene usted gota de agua en su cuerpo todo... ¡Ea, fastidiarse, secarse y reventar! ¡Pues ya se ha lucido usted con sus trabajos y sus victorias! ¡Está usted fresco... está usted aviado!

Decíalo accionando, metiendo las manos en los bolsillos, en un paroxismo de confianza, expresándose igual que si estuviese solo. Y en realidad, consigo mismo hablaba. Era aquel un monólogo, traducción en alta voz de los pensamientos negros que don Victoriano ocultaba, merced a esfuerzos de heroísmo. La extraña enfermedad que padecía le causaba horribles pesadillas nocturnas; soñaba que se volvía pilón de azúcar, y que la inteligencia, la sangre y la vida se le escapaban por un canal muy hondo, muy hondo, convertidas en almíbar puro. Despierto, su mente rechazaba, como se rechaza la ignominia, tan peregrino mal. Debía equivocarse Sánchez del Abrojo: aquello era un desorden fisiológico y pasajero, un achaque usual y corriente, consecuencia de la vida sedentaria, y Tropiezo y su rutina vencerían acaso a la ciencia. ¿Y si no vencían?... El hombre político sentía pasar por los bulbos capilares un soplo glacial que le encogía el corazón. ¡Morir a los cuarenta y pico de años, con la inteligencia firme y con tantas cosas emprendidas y logradas! Y síntomas de muerte debían ser sin duda aquella sed abrasadora, aquella bulimia nunca saciada, aquella sensación enervante de derretimiento, de fusión, aquel liquidarse continuo.

De repente recordó don Victoriano la presencia de Segundo, que había olvidado casi. Y apoyándole otra vez ambas manos en los hombros, y fijando en los del poeta sus ojos áridos, que requemaba un llanto contenido, exclamó:

-¿Quiere usted oír la verdad y recibir un buen consejo? ¿Tiene usted ambición, aspiraciones y esperanzas? Pues yo tengo desengaños, y quiero hacerle a usted un favor comunicándoselos ahora. No sea usted tonto; quédese usted aquí toda su vida; ayude a su padre, herédele el bufete, y cásese con esa muchacha tan frescota de Agonde... No abandone nunca este país de fruta, de viñas, de clima tan dulce... ¡Cuánto daría yo ahora por no haberme movido de él! ¡Si se pudiese ver la vida futura en cuadros, como un panorama! Nada, hijo... Quieto aquí; eche usted aquí raíces; viva muchos años con prole numerosa... ¿Ha reparado usted qué sano está su padre? Da gusto verle con aquella dentadura tan fuerte y tan entera... Yo no tengo un diente por dañar: dicen que es uno de los síntomas de mi achaque... ¡Ah!, si su madre de usted viviese, ahora le estarían naciendo a usted hermanitos!

Segundo sonreía:

-Pero, señor don Victoriano... -murmuró-, con arreglo a sus teorías de usted, en lugar de vivir... vegetaríamos.

-¡Y qué dicha mayor que vegetar! -respondió el hombre político asomándose al balcón-. ¿Cree usted que no son dignos de envidia esos árboles?

Tenía en efecto el huerto, a semejante hora en que declinaba el sol, cierta beatitud voluptuosa, cual si gozase un sueño feliz. Las hojas lustrosas de los limoneros y camelias, los gomosos troncos de los frutales parecían beber con deleite el fresco aliento vespertino, precursor del rocío vital de la noche. La atmósfera dorada se teñía a lo lejos en tintas de acuarela, color lila. Empezaban a oírse mil rumores, preludios de cantos de insectos, de conciertos de ranas y sapos.

Interrumpió la contemplativa tranquilidad de la escena el trote precipitado de una mula, y Clodio Genday en persona, sofocado, girando como una devanadera, penetró en el huerto. Con las manos, con la cabeza, con el cuerpo todo, llamó, gritó, vociferó:

-¡La traigo buena... buena! Ya subo, ya subo.

Fueronle a recibir a la escalera de la solana, y entró disparado, como un rehilete, viéndose que no traía cuello ni corbata, y venía desceñido, hecho una calamidad.

-Que nada, señor don Victoriano, que nos la juegan, que nos la jugaron... Que si no se toman pronto medidas perdemos el distrito... Mentira le parecería a usted lo que llevan revuelto y urdido, desde días acá, en la botica de doña Eufrasia... Y nosotros inocentes, descuidadísimos... Toditos los curas metidos en el ajo: el de Lubrego, el de Boán, el de Naya, el de Cebre... Ponen de candidato al señorito de Romero, de Orense, que está dispuesto a aflojar la mosca... Pero ¿dónde anda Primo; ese majadero, ese pasmón que no se enteró de nada?

-Vamos a buscarle, hombre... ¡Qué me cuenta usted! ¡Qué me cuenta usted! Nunca pensé que se atreviesen...

Y don Victoriano, reanimado, excitado, siguió a Clodio que iba gritando por el salón:

-¡Primo! ¡Primo!

A poco rato vio Segundo que los dos hermanos y el ex-ministro recorrían el huerto, departiendo y gesticulando acaloradamente. Clodio acusaba, defendíase Primo, y conciliaba don Victoriano. En su furia, Clodio metía a Primo los puños en la cara, le desabrochaba el chaleco, mientras el inculpado sólo acertaba a contestar tartajosamente, haciéndose cruces muy de prisa:

-Jesús, Jesús, Jesús... ¡Avemaría de gracia!

El poeta les miraba pasar, observando la transformación de don Victoriano. Al retirarse del balcón, vio enfrente de sí a Nieves que le decía con afabilidad:

-¿Y esos señores? ¿Le dejan a usted solito? A estas horas ya deben cantar los pinos. Se ha levantado brisa.

-De fijo cantan ahora -contestó el poeta-. Yo los oiré desde la silla del caballo, camino de Vilamorta.

El movimiento de sorpresa de Nieves no pasó inadvertido para Segundo, que clavando los ojos en ella, añadió con soberbia y frialdad:

-A no ser que usted me mandara quedarme.

Nieves enmudeció. Por cortesía, figurábase que era preciso detener al huésped; y al mismo tiempo, eso de decirle: «quédese usted», estando los dos solos, le pareció cosa rara y grave compromiso. Al fin, con risa forzada, pronunció una frase ambigua:

-¿Pero qué prisa tiene usted? Y... ¿Volverá usted a hacernos otra visita?...

-Ya nos veremos en Vilamorta... Adiós, Nieves... No quiero interrumpir a don Victoriano... Salúdele usted de mi parte y que cuente conmigo y con mi padre para todo.

Sin tomar la mano que Nieves le tendía y sin volver la cara, bajó al patio. Sentaba el pie en el estribo, cuando una figurilla menuda saltó allí cerca. Era Victorina que traía las manos llenas de terrones de azúcar y venía a ofrecérselos al jaco. Este alargaba ansiosamente sus belfos, con ondulaciones inteligentes de trompa de elefante. Segundo intervino.

-Hija, va a morderte... mira que muerde...

Luego, en tono festivo, añadió:

-¿Quieres que te aupe aquí? ¿No? ¡A que sí te aupo!

La cogió y la sentó en el borrén delantero de la silla. Forcejeaba la niña para escaparse, y su hermoso pelo envolvía la cara y hombros de Segundo, que la sujetaba por debajo de los brazos y por el talle. No sin sorpresa reparó que el corazón de la niña palpitaba fuerte y desordenadamente, bajo la imperceptible turgencia del seno impúber. Victorina, muy pálida, gritaba:

-¡Mamá... mamá!

Al fin logró desasirse, y echó a correr hacia Nieves, que se reía a carcajadas del suceso. A medio camino se detuvo, retrocedió, anudó los brazos al cuello del caballo, y le dio, en el mismo hocico, un beso muy cariñoso.



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