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ArribaAbajo- VIII -

Declaraciones


Un vecino dijo:

Que don Alfonso Gutiérrez del Romeral, joven y rico propietario de aquella población, residió algunos años en Madrid, de donde volvió en 1840 casado con una bellísima señora llamada doña Gabriela Zahara:

Que el declarante había ido algunas noches de tertulia a casa de los recién casados, y tuvo ocasión de observar la paz y ventura que reinaban en el matrimonio:

Que cuatro meses antes de la muerte de don Alfonso había marchado su esposa a pasar una temporada en Madrid con su familia, según explicación del mismo marido:

Que la joven regresó en los últimos días de abril, o sea tres meses y medio después de su partida:

Que a los ocho días de su llegada ocurrió la muerte de don Alfonso:

Que habiendo enfermado la viuda a consecuencia del sentimiento que le causó esta pérdida, manifestó a sus amigos que le era insoportable vivir en un pueblo donde todo le hablaba de su querido y malogrado esposo, y se marchó para siempre a mediados de mayo, diez o doce días después de la muerte de su esposo:

Que era cuanto podía declarar, y la verdad, a cargo del juramento que había prestado, etc.

Otros vecinos prestaron declaraciones casi idénticas a la anterior.

Los criados del difunto Gutiérrez dijeron:

Después de repetir los datos de la vecindad:

Que la paz del matrimonio no era tanta como se decía de público:

Que la separación de tres meses y medio que precedió a los últimos ocho días que vivieron juntos los esposos, fue un tácito rompimiento, consecuencia de profundos y misteriosos disgustos que mediaban entre ambos jóvenes desde el principio de su matrimonio:

Que la noche en que murió su amo se reunieron los esposos en la alcoba nupcial, como lo verificaban desde la vuelta de la señora, contra su antigua costumbre de dormir cada uno en su respectivo cuarto:

Que a media noche los criados oyeron sonar violentamente la campanilla, a cuyo repiqueteo se unían los desaforados gritos de la señora:

Que acudieron, y vieron salir a ésta de la cámara nupcial, con el cabello en desorden, pálida y convulsa, gritando entre amarguísimos sollozos:

-«¡Una apoplejía! ¡Un médico! ¡Alfonso mío! ¡El señor se muere...!»

Que penetraron en la alcoba, y vieron a su amo tendido sobre el lecho y ya cadáver; y que habiendo acudido un médico, confirmó que don Alfonso había muerto de una congestión cerebral.

El médico: Preguntado al tenor de la cita que precede, dijo: Que era cierta en todas sus partes.

El mismo médico y otros dos facultativos:

Habiéndoseles puesto de manifiesto la calavera de don Alfonso, y preguntados sobre si la muerte recibida de aquel modo podía aparecer a los ojos de la ciencia como apoplejía, dijeron que .

Entonces dictó mi amigo el siguiente auto:

«Considerando que la muerte de don Alfonso Gutiérrez del Romeral debió ser instantánea y subsiguiente a la introducción del clavo en su cabeza:

Considerando que, cuando murió, estaba solo con su esposa en la alcoba nupcial:

Considerando que es imposible atribuir a suicidio una muerte semejante, por las dificultades materiales que ofrece su perpetración con mano propia:

Se declara reo de esta causa, y autora de la muerte de don Alfonso, a su esposa doña Gabriela Zahara del Valle, para cuya captura se expedirán los oportunos exhortos, etc.»

-Dime, Joaquín... -pregunté yo al Juez-, ¿crees que se capturará a Gabriela Zahara?

-¡Indudablemente!

-Y, ¿por qué lo aseguras?

-Porque, en medio de estas rutinas judiciales, hay cierta fatalidad dramática que no perdona nunca. Más claro: cuando los huesos salen de la tumba a declarar, poco les queda que hacer a los Tribunales.




ArribaAbajo- IX -

El hombre propone...


A pesar de las esperanzas de mi amigo Zarco, Gabriela Zahara no pareció.

Exhortos, requisitorias: todo fue inútil.

Pasaron tres meses.

La causa se sentenció en rebeldía.

Yo abandoné la villa de ***, no sin prometerle a Zarco volver al año siguiente.




ArribaAbajo- X -

Un dúo en «mi» mayor


Aquel invierno lo pasé en Granada.

Érase una noche en que había gran baile en casa de la riquísima señora de X..., la cual había tenido la bondad de convidarme a la fiesta.

A poco de llegar a aquella magnífica morada, donde estaban reunidas todas las célebres hermosuras de la aristocracia granadina, reparé en una bellísima mujer, cuyo rostro habría distinguido entre mil otros semejantes, suponiendo que Dios hubiese formado alguno que se le pareciera.

¡Era mi desconocida, mi mujer misteriosa, mi desengañada de la diligencia, mi compañera de viaje, el número 1 de que os hablé al principio de esta relación!

Corrí a saludarla, y ella me reconoció en el acto.

-Señora -le dije-, he cumplido a usted mi promesa de no buscarla. Hasta ignoraba que podía encontrar a usted aquí. A saberlo, acaso no hubiera venido, por temor de ser a usted enojoso. Una vez ya delante de usted, espero que me diga si puedo reconocerla, si me es dado hablarle, si ha cesado el entredicho que me alejaba de usted.

-Veo que es usted vengativo... -me contestó graciosamente, alargándome la mano-. Pero yo le perdono. ¿Cómo está usted?

-¡En verdad que lo ignoro! -respondí-. Mi salud, la salud de mi alma -pues no otra cosa me preguntará usted en medio de un baile- depende de la salud de su alma de usted. Esto quiere decir que mi dicha no puede ser sino un reflejo de la suya. ¿Ha sanado ese pobre corazón?

-Aunque la galantería le prescriba a usted desearlo -contestó la dama-, y mi aparente jovialidad haga suponerlo, usted sabe..., lo mismo que yo, que las heridas del corazón no se curan.

-Pero se tratan, señora, como dicen los facultativos; se hacen llevaderas; se tiende una piel rosada sobre la roja cicatriz; se edifica una ilusión sobre un desengaño...

-Pero esa edificación es falsa...

-¡Como la primera, señora; como todas! Querer creer, querer gozar..., he aquí la dicha... Mirabeau, moribundo, no aceptó el generoso ofrecimiento de un joven que quiso transfundir toda su sangre en las empobrecidas arterias del grande hombre... ¡No sea usted como Mirabeau! ¡Beba usted nueva vida en el primer corazón virgen que le ofrezca su rica savia! Y pues no gusta usted de galanterías, le añadiré, en abono de mi consejo, que, al hablar así, no defiendo mis intereses...

-¿Por qué dice usted eso último?

-Porque yo también tengo algo de Mirabeau; no en la cabeza, sino en la sangre. Necesito lo que usted... ¡Una primavera que me vivifique

-¡Somos muy desdichados! En fin..., usted tendrá la bondad de no huir de mí en adelante...

-Señora, iba a pedirla a usted permiso para visitarla.

Nos despedimos.

-¿Quién es esta mujer? -pregunté a un amigo mío.

-Una americana que se llama Mercedes de Meridanueva -me contestó-. Es todo lo que sé, y mucho más de lo que se sabe generalmente.




ArribaAbajo- XI -

Fatalidad


Al día siguiente fui a visitar a mi nueva amiga a la Fonda de los Siete Suelos de la Alhambra.

La encantadora Mercedes me trató como a un amigo íntimo, y me invitó a pasear con ella por aquel edén de la Naturaleza y templo del arte, y a acompañarla luego a comer.

De muchas cosas hablamos durante las seis horas que estuvimos juntos; y, como el tema a que siempre volvíamos era el de los desengaños amorosos, hube de contarle la historia de los amores de mi amigo Zarco.

Ella la oyó muy atentamente, y, cuando terminé; se echó a reír, y me dijo:

-Señor don Felipe, sírvale a usted eso de lección para no enamorarse nunca de mujeres a quienes no conozca...

-No vaya usted a creer -respondí con viveza- que he inventado esa historia, o se la he referido, porque me figure que todas las damas misteriosas que se encuentra uno en viaje son como la que engañó a mi condiscípulo...

-Muchas gracias... pero no siga usted -replicó, levantándose de pronto-. ¿Quién duda de que en la Fonda de los Siete Suelos de Granada pueden alojarse mujeres que en nada se parezcan a esa que tan fácilmente se enamoró de su amigo de usted en la fonda de Sevilla? En cuanto a mí, no hay riesgo de que me enamore de nadie, puesto que nunca hablo tres veces con un mismo hombre...

-¡Señora! ¡Eso es decirme que no vuelva!...

-No: esto es anunciar a usted que mañana, al ser de día, me marcharé de Granada, y que probablemente no volveremos a vernos nunca.

-¡Nunca! Lo mismo me dijo usted en Málaga, después de nuestro famoso viaje...; y, sin embargo, nos hemos visto de nuevo...

-En fin: dejemos libre el campo a la fatalidad. Por mi parte, repito que ésta es nuestra despedida... eterna...

Dichas tan solemnes palabras, Mercedes me alargó la mano y me hizo un profundo saludo.

Yo me alejé vivamente conmovido, no sólo por las frías y desdeñosas frases con que aquella mujer había vuelto a descartarme de su vida (como cuando nos separamos en Málaga), sino ante el incurable dolor que vi pintarse en su rostro, mientras que procuraba sonreírse, al decirme adiós por última vez...

¡Por última vez!... ¡Ay! ¡Ojalá hubiera sido la última!

Pero la fatalidad lo tenía dispuesto de otro modo.




ArribaAbajo- XII -

Travesuras del destino


Pocos días después llamáronme de nuevo mis asuntos al lado de Joaquín Zarco.

Llegué a la villa de ***.

Mi amigo seguía triste y solo, y se alegró mucho de verme.

Nada había vuelto a saber de Blanca; pero tampoco había podido olvidarla ni siquiera un momento...

Indudablemente, aquella mujer era su predestinación... ¡Su gloria o su infierno, como el desgraciado solía decir!

Pronto veremos que no se equivocaba en este supersticioso juicio.

La noche del mismo día de mi llegada estábamos en su despacho leyendo las últimas diligencias practicadas para la captura de Gabriela Zahara del Valle, todas ellas inútiles por cierto, cuando entró un alguacil y entregó al joven juez un billete que decía de este modo:

«En la fonda del León hay una señora que desea hablar con el señor Zarco.»

-¿Quién ha traído esto? -preguntó Joaquín.

-Un criado.

-¿De parte de quién?

-No me ha dicho nombre alguno.

-¿Y ese criado...?

-Se fue al momento.

Joaquín meditó y dijo luego lúgubremente:

-¡Una señora! ¡A mí!... ¡No sé por qué me da miedo esta cita!... ¿Qué te parece, Felipe?

-Que tu deber de juez es asistir a ella. ¡Puede tratarse de Gabriela Zahara!...

-Tienes razón... ¡Iré! -dijo Zarco, pasándose una mano por la frente.

Y cogiendo un par de pistolas envolvióse en la capa y partió, sin permitir que lo acompañase.

Dos horas después volvió.

Venía agitado, trémulo, balbuciente...

Pronto conocí que una vivísima alegría era la causa de aquella agitación.

Zarco me estrechó convulsivamente entre sus brazos, exclamando a gritos, entrecortados por el júbilo:

-¡Ah! ¡Si supieras!... ¡Si supieras, amigo mío!

-¡Nada sé! -respondí-. ¿Qué te ha pasado?

-¡Ya soy dichoso! ¡Ya soy el más feliz de los hombres!

-Pues ¿qué ocurre?

-La esquela en que me llamaban a la fonda.

-Continúa.

-¡Era de ella!

-¿De quién? ¿De Gabriela Zahara?

-¡Quita de allá, hombre! ¿Quién piensa ahora en desventuras? ¡Era de ella! ¡De la otra!

-Pero ¿quién es la otra?

-¿Quién ha de ser? ¡Blanca! ¡Mi amor! ¡Mi vida! ¡La madre de mi hijo!

-¿Blanca? -repliqué con asombro-. Pues ¿no decías que te había engañado?

-¡Ah! ¡No! ¡Fue alucinación mía!...

-¿La que padeces ahora?

-No; la que entonces padecí.

-Explícate.

-Escucha: Blanca me adora...

-Adelante. El que tú lo digas no prueba nada.

-Cuando nos separamos Blanca y yo el día 15 de abril, quedamos en reunirnos en Sevilla para el 15 de mayo. A poco tiempo de mi marcha, recibió ella una carta en que le decían que su presencia era necesaria en Madrid para asuntos de familia; y como podía disponer de un mes hasta mi vuelta, fue a la Corte, y volvió a Sevilla muchos días antes del 15 de mayo. Pero yo, más impaciente que ella, acudí a la cita con quince días de anticipación de la fecha estipulada, y no hallando a Blanca en la fonda, me creí engañado..., y no esperé. En fin... ¡he pasado dos años de tormento por una ligereza mía!

Pero una carta lo evitaba todo...

-Dice que había olvidado el nombre de aquel pueblo, cuya promotoría sabes que dejé inmediatamente, yéndome a Madrid...

-¡Ah! ¡Pobre amigo mío! -exclamé-. ¡Veo que quieres convencerte; que te empeñas en consolarte! ¡Más vale así! Conque, veamos: ¿Cuándo te casas? ¡Porque supongo que, una vez deshechas las nieblas de los celos, lucirá radiante el sol del matrimonio!..

-¡No te rías! -exclamó Zarco-. Tú serás mi padrino.

-Con mucho gusto. ¡Ah! ¿Y el niño? ¿Y vuestro hijo?

-¡Murió!

-¡También eso! Pues, señor... -dije aturdidamente-. ¡Dios haga un milagro!

-¡Cómo!

-Digo... ¡que Dios te haga feliz!




ArribaAbajo- XIII -

Dios dispone


Por aquí íbamos en nuestra conversación, cuando oímos fuertes aldabonazos en la puerta de la calle.

Eran las dos de la madrugada.

Joaquín y yo nos estremecimos sin saber por qué...

Abrieron; y a los pocos segundos entró en el despacho un hombre que apenas podía respirar, y que exclamaba entrecortadamente con indescriptible júbilo:

-¡Albricias! ¡Albricias, compañero! ¡Hemos vencido!

Era el promotor fiscal del Juzgado.

-Explíquese usted, compañero... -dijo Zarco, alargándole una silla-. ¿Qué ocurre para que venga usted tan a deshora y tan contento?

-Ocurre... ¡Apenas es importante lo que ocurre!... Ocurre que Gabriela Zahara...

-¿Cómo?... ¿Qué?... -interrumpimos a un mismo tiempo Zarco y yo.

-¡Acaba de ser presa!

-¡Presa! -gritó el juez lleno de alegría.

-Sí, señor; ¡presa! -repitió el Fiscal-. La Guardia Civil le seguía la pista hace un mes, y, según acaba de decirme el sereno, que suele acompañarme desde el Casino hasta mi casa, ya la tenemos a buen recaudo en la cárcel de esta muy noble villa...

-Pues vamos allí... -replicó el Juez-. Esta misma noche le tomaremos declaración. Hágame usted el favor de avisar al escribano de la causa. Usted mismo presenciará las actuaciones, atendida la gravedad del caso... Diga usted que manden a llamar también al sepulturero, a fin de que presente por sí propio la cabeza de don Alfonso Gutiérrez, la cual obra en poder del alguacil. Hace tiempo que tengo excogitado este horrible careo de los dos esposos, en la seguridad de que la parricida no podrá negar su crimen al ver aquel clavo de hierro que, en la boca de la calavera parece una lengua acusadora. En cuanto a ti -díjome luego Zarco-, harás el papel de escribiente, para que puedas presenciar, sin quebrantamiento de la ley, escenas tan interesantes...

Nada le contesté. Entregado mi infeliz amigo a su alegría de Juez -permítaseme la frase-, no había concebido la horrible sospecha que, sin duda, os agita ya a vosotros...; sospecha que penetró desde luego en mi corazón, taladrándolo con sus uñas de hierro... ¡Gabriela y Blanca, llegadas a aquella villa en una misma noche, podían ser una sola persona!

-Dígame usted -pregunté al promotor, mientras que Zarco se preparaba para salir-: ¿En dónde estaba Gabriela cuando la prendieron los guardias?

-En la fonda del León -me respondió el Fiscal.

¡Mi angustia no tuvo límites!

Sin embargo, nada podía hacer, nada podía decir, sin comprometer a Zarco, como tampoco debía envenenar el alma de mi amigo comunicándole aquella lúgubre conjetura, que acaso iban a desmentir los hechos. Además, suponiendo que Gabriela y Blanca fueran una misma persona, ¿de qué le valdría al desgraciado el que yo se lo indicase anticipadamente? ¿Qué podía hacer en tan tremendo conflicto? ¿Huir? ¡Yo debía evitarlo, pues era declararse reo! ¿Delegar, fingiendo una indisposición repentina? Equivaldría a desamparar a Blanca, en cuya defensa tanto podría hacer, si su causa le parecía defendible. ¡Mi obligación, por tanto, era guardar silencio y dejar paso a la justicia de Dios!

Tal discurrí por lo menos en aquel súbito lance, cuando no había tiempo ni espacio para soluciones inmediatas... ¡La catástrofe se venía encima con trágica premura!... El Fiscal había dado ya las órdenes de Zarco a los alguaciles, y uno de éstos había ido a la cárcel, a fin de que dispusiesen la sala de Audiencia para recibir al Juzgado. El comandante de la Guardia Civil entraba en aquel momento a dar parte en persona -como muy satisfecho que estaba del caso- de la prisión de Gabriela Zahara... Y algunos trasnochadores, socios del Casino y amigos del Juez, noticiosos de la ocurrencia, iban acudiendo también allí, como a olfatear y presentir las emociones del terrible día en que dama tan principal y tan bella subiese al cadalso... En fin, no había más remedio que ir hasta el borde del abismo, pidiendo a Dios que Gabriela no fuese Blanca.

Disimulé, pues, mi inquietud y callé mis recelos, y a eso de las cuatro de la mañana seguí al juez, al promotor, al escribano, al comandante de la Guardia Civil y a un pelotón de curiosos y de alguaciles, que se trasladaron a la cárcel regocijadamente.




ArribaAbajo- XIV -

Tribunal


Allí aguardaba ya el sepulturero.

La sala de la Audiencia estaba profusamente iluminada.

Sobre la mesa veíase una caja de madera pintado de negro, que contenía la calavera de don Alfonso Gutiérrez del Romeral.

El Juez ocupó su sillón; el promotor se sentó a su derecha, y el comandante de la Guardia, por respetos superiores a las prácticas forenses, fue invitado a presenciar también la indagatoria, visto el interés que, como a todos, le inspiraba aquel ruidoso proceso. El escribano y yo nos sentamos juntos, a la izquierda del Juez, y el alcalde y los alguaciles se agruparon a la puerta, no sin que se columbrasen detrás de ellos algunos curiosos a quienes su alta categoría pecuniaria había franqueado, para tal solemnidad, la entrada en el temido establecimiento, y que habrían de contentarse con ver a la acusada, por no consentir otra cosa el secreto del sumario.

Constituida en esta forma la Audiencia, el Juez tocó la campanilla, y dijo al alcaide:

-Que entre doña Gabriela Zahara.

Yo me sentía morir, y, en vez de mirar a la puerta, miraba a Zarco, para leer en su rostro la solución del pavoroso problema que me agitaba...

Pronto vi a mi amigo ponerse lívido, llevarse la mano a la garganta como para ahogar un rugido de dolor, y volverse hacia mí en demanda de socorro...

-¡Calla! -le dije, llevándome el índice a los labios.

Y luego añadí, con la mayor naturalidad, como respondiendo a alguna observación suya:

-Lo sabía...

El desventurado quiso levantarse...

-¡Señor Juez!... -le dije entonces con tal voz y con tal cara, que comprendió toda la enormidad de sus deberes y de los peligros que corría. Contrájose, pues, horriblemente, como quien trata de soportar un peso extraordinario y, dominándose al fin por medio de aquel esfuerzo, su cara ostentó la inmovilidad de una piedra. A no ser por la calentura de sus ojos, hubiérase dicho que aquel hombre estaba muerto.

¡Y muerto estaba el hombre! ¡Ya no vivía en él más que el magistrado!

Cuando me hube convencido de ello, miré, como todos, a la acusada.

Figuraos ahora mi sorpresa y mi espanto, casi iguales a los del infortunado Juez... ¡Gabriela Zahara no era solamente la Blanca de mi amigo, su querida de Sevilla, la mujer con quien acababa de reconciliarse en la fonda del León, sino también mi desconocida de Málaga, mi amiga de Granada, la hermosísima americana Mercedes de Meridanueva!

Todas aquellas fantásticas mujeres se resumían en una sola, en una indudable, en una real y positiva, en una sobre quien pesaba la acusación de haber matado a su marido, en una que estaba condenada a muerte en rebeldía...

Ahora bien: esta acusada, esta sentenciada, ¿sería inocente? ¿Lograría sincerarse? ¿Se vería absuelta?

Tal era mi única y suprema esperanza, tal debía ser también la de mi pobre amigo.




ArribaAbajo- XV -

El juicio



   El Juez es una ley que habla
y la ley un Juez mudo.
    La ley debe ser como la muerte,
que no perdona a nadie.


(MONTESQUIEU).                


Gabriela -llamémosla, al fin, por su verdadero nombre- estaba sumamente pálida; pero también muy tranquila. Aquella calma, ¿era señal de su inocencia, o comprobaba la insensibilidad propia de los grandes criminales? ¿Confiaba la viuda de don Alfonso en la fuerza de su derecho, o en la debilidad de su Juez?

Pronto salí de dudas.

La acusada no había mirado hasta entonces más que a Zarco, no sé si para infundirle valor y enseñarle a disimular, si para amenazarle con peligrosas revelaciones o si para darle mudo testimonio de que su Blanca no podía haber cometido un asesinato... Pero, observando sin duda la tremenda impasibilidad del Juez, debió de sentir miedo, y miró a los demás concurrentes, cual si buscase en otras simpatías auxilio moral para su buena o su mala causa.

Entonces me vio a mí, y una llamarada de rubor, que me pareció de buen agüero, tiñó de escarlata su semblante.

Pero muy luego se repuso, y tornó a su palidez y tranquilidad.

Zarco salió al fin del estupor en que estaba sumido, y, con voz dura y áspera como la vara de la Justicia, preguntó a su antigua amada y prometida esposa:

-¿Cómo se llama usted?

-Gabriela Zarco del Valle de Gutiérrez del Romeral -contestó la acusada con dulce y reposado acento.

Zarco tembló ligeramente. ¡Acababa de oír que su Blanca no había existido nunca; y esto se lo decía ella misma! ¡Ella, con quien tres horas antes había concertado de nuevo el antiguo proyecto de matrimonio!

Por fortuna, nadie miraba al Juez, sino que todos tenían fija la vista en Gabriela, cuya singular hermosura y suave y apacible voz considerábanse como indicios de inculpabilidad. ¡Hasta el sencillo traje negro que llevaba parecía declarar en su defensa!

Repuesto Zarco de su turbación, dijo con formidable acento, y como quien juega de una vez todas sus esperanzas:

-Sepulturero: venga usted, y haga su oficio abriendo ese ataúd...

Y le señalaba la caja negra en que estaba encerrado el cráneo de don Alfonso.

-Usted, señora... -continuó, mirando a la acusada con ojos de fuego-, ¡acérquese, y diga si reconoce esa cabeza!

El sepulturero destapó la caja, y se la presentó abierta a la enlutada viuda.

Ésta, que había dado dos pasos adelante, fijó los ojos en el interior del llamado ataúd, y lo primero que vio fue la cabeza del clavo, destacándose sobre el marfil de la calavera...

Un grito desgarrador, agudo, mortal, como los que arranca un miedo repentino o como los que preceden a la locura, salió de las entrañas de Gabriela, la cual retrocedió espantada, mesándose los cabellos y tartamudeando a media voz:

-¡Alfonso! ¡Alfonso!

Y luego se quedó como estúpida.

-¡Ella es! -murmuramos todos, volviéndonos hacia Joaquín.

-¿Reconoce usted, pues, el clavo que dio muerte a su marido? -añadió el Juez, levantándose con terrible ademán, como si él mismo saliese de la sepultura...

-Sí, señor... -respondió Gabriela maquinalmente, con entonación y gesto propios de la imbecilidad.

-¿Es decir, que declara usted haberlo asesinado? -preguntó el Juez con tal angustia que la acusada volvió en sí, estremeciéndose violentamente.

-Señor... -respondió entonces-. ¡No quiero vivir más! Pero, antes de morir, quiero ser oída...

Zarco se dejó caer en el sillón como anonadado, y miróme cual si me preguntara: ¿Qué va a decir?

Yo estaba también lleno de terror.

Gabriela arrojó un profundo suspiro y continuó hablando de este modo:

-Voy a confesar, y en mi propia confesión consistirá mi defensa, bien que no sea bastante a librarme del patíbulo. Escuchad todos. ¿A qué negar lo evidente? Yo estaba sola con mi marido cuando murió. Los criados y el médico lo habrán declarado así. Por tanto, sólo yo pude darle muerte del modo que ha venido a revelar su cabeza, saliendo para ello de la sepultura... ¡Me declaro, pues, autora de tan horrendo crimen!... Pero sabed que un hombre me obligó a cometerlo.

Zarco tembló al escuchar estas palabras: dominó, sin embargo, su miedo, como había dominado su compasión, y exclamó valerosamente:

-¡Su nombre, señora! ¡Dígame pronto el nombre de ese desgraciado!

Gabriela miró al Juez con fanática adoración, como una madre a su atribulado hijo, y añadió con melancólico acento:

-¡Podría, con una sola palabra, arrastrarlo al abismo en que me ha hecho caer! ¡Podría arrastrarlo al cadalso, a fin de que no se quedase en el mundo, para maldecirme tal vez al casarse con otra!... ¡Pero no quiero! ¡Callaré su nombre, porque me ha amado y le amo! ¡Y le amo, aunque sé, que no hará nada para impedir mi muerte!

El Juez extendió la mano derecha, cual si fuera a adelantarse...

Ella le reprendió con una mirada cariñosa, como diciéndole: ¡Ve que te pierdes!

Zarco bajó la cabeza.

Gabriela continuó:

-Casada a la fuerza con un hombre a quien aborrecía, con un hombre que se me hizo aún más aborrecible después de ser mi esposo, por su mal corazón y por su vergonzoso estado..., pasé tres años de martirio, sin amor, sin felicidad, pero resignada. Un día que daba vueltas por el purgatorio de mi existencia, buscando, a fuer de inocente, una salida, vi pasar, a través de los hierros que me encarcelaban, a uno de esos ángeles que libertan a las almas ya merecedoras del cielo... Asíme a su túnica, diciéndole: Dame la felicidad... Y el ángel me respondió: ¡Tú no puedes ser ya dichosa! -¿Por qué? -Porque no lo eres. ¡Es decir, que el infame que hasta entonces me había martirizado, me impedía volar con aquel ángel al cielo del amor y de la ventura! ¿Concebís absurdo mayor que el de este razonamiento de mi destino? Lo diré más claramente. ¡Había encontrado un hombre digno de mí y de quien yo era digna; nos amábamos, nos adorábamos; pero él, que ignoraba la existencia de mi mal llamado esposo; él, que desde luego pensó en casarse conmigo; él, que no transigía con nada que fuese ilegal o impuro, me amenazaba con abandonarme si no nos casábamos! Érase un hombre excepcional, un dechado de honradez, un carácter severo y nobilísimo, cuya única falta en la vida consistía en haberme querido demasiado... Verdad es que íbamos a tener un hijo ilegítimo; pero también es cierto que ni por un solo instante había dejado de exigirme el cómplice de mi deshonra que nos uniéramos ante Dios... Tengo la seguridad de que si yo le hubiese dicho: Te he engañado: no soy viuda; mi esposo vive..., se habría alejado de mí, odiándome y maldiciéndome. Inventé mil excusas, mil sofismas, y a todo me respondía: ¡Sé mi esposa! Yo no podía serlo; creyó que no quería, y comenzó a odiarme. ¿Qué hacer? Resistí, lloré, supliqué; pero él, aun después de saber que teníamos un hijo, me repitió que no volvería a verme hasta que le otorgase mi mano. Ahora bien: mi mano estaba vinculada a la vida de un hombre ruin, y entre matarlo a él o causar la desventura de mi hijo, la del hombre que adoraba y la mía propia; opté por arrancar su inútil y miserable vida al que era nuestro verdugo. Maté, pues, a mi marido..., creyendo ejecutar un acto de justicia en el criminal que me había engañado infamemente al casarse conmigo, y -¡castigo de Dios!- me abandonó mi amante... Después hemos vuelto a encontrarnos... ¿Para qué, Dios mío? ¡Ah! ¡Que yo muera pronto!... ¡Sí! ¡Que yo muera pronto!

Gabriela calló un momento, ahogada por el llanto.

Zarco había dejado caer la cabeza sobre las manos, cual si meditase; pero yo veía que temblaba como un epiléptico.

-¡Señor Juez! -repitió Gabriela con renovada energía-: ¡Que yo muera pronto!

Zarco hizo una seña para que se llevasen a la acusada.

Gabriela se alejó con paso firme, no sin dirigirme antes una mirada espantosa, en que había más orgullo que arrepentimiento.




ArribaAbajo- XVI -

La sentencia


Excuso referir la formidable lucha que se entabló en el corazón de Zarco, y que duró hasta el día en que volvió a fallar la causa. No tendría palabras con que haceros comprender aquellos horribles combates... Sólo diré que el magistrado venció al hombre, y que Joaquín Zarco volvió a condenar a muerte a Gabriela Zahara.

Al día siguiente fue remitido el proceso en consulta a la Audiencia de Sevilla, y al propio tiempo Zarco se despidió de mí, diciéndome estas palabras:

-Aguárdame acá hasta que yo vuelva... Cuida de la infeliz, pero no la visites, pues tu presencia la humillaría en vez de consolarla. No me preguntes adónde voy, ni temas que cometa el feo delito de suicidarme. Adiós, y perdóname las aflicciones que te he causado.


Veinte días después, la Audiencia del territorio confirmó la sentencia de muerte.

Gabriela Zahara fue puesta en capilla.




ArribaAbajo- XVII -

Último viaje


Llegó la mañana de la ejecución sin que Zarco hubiese regresado ni se tuvieran noticias de él.

Un inmenso gentío aguardaba a la puerta de la cárcel la salida de la sentenciada.

Yo estaba entre la multitud, pues si bien había acatado la voluntad de mi amigo no visitando a Gabriela en su prisión, creía de mi deber representar a Zarco en aquel supremo trance, acompañando a su antigua amada hasta el pie del cadalso.

Al verla aparecer, costóme trabajo reconocerla. Había enflaquecido horriblemente, y apenas tenía fuerzas para llevar a sus labios el Crucifijo, que besaba a cada momento.

-Aquí estoy, señora... ¿Puedo servir a usted de algo? -le pregunté cuando pasó cerca de mí.

Clavó en mi faz sus marchitos ojos, y cuando me hubo reconocido, exclamó:

-¡Oh! ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Qué consuelo tan grande me proporciona usted en mi última hora! ¡Padre! -añadió, volviéndose a su confesor-: ¿Puedo hablar al paso algunas palabras con este generoso amigo?

-Sí, hija mía... -le respondió el sacerdote-; pero no deje usted de pensar en Dios...

Gabriela me preguntó entonces:

-¿Y él?

-Está ausente...

-¡Hágalo Dios muy feliz! Dígale, cuando lo vea, que me perdone, para que me perdone Dios. Dígale que todavía le amo..., aunque el amarle es causa de mi muerte...

-Quiero ver a usted resignada...

-¡Lo estoy! ¡Cuánto deseo llegar a la presencia de mi Eterno Padre! ¡Cuántos siglos pienso pasar llorando a sus pies, hasta conseguir que me reconozca como hija suya y me perdone mis muchos pecados!

Llegamos al pie de la escalera fatal...

Allí fue preciso separarnos.

Una lágrima, tal vez la última que aún quedaba en aquel corazón, humedeció los ojos de Gabriela, mientras que sus labios balbucieron esta frase:

-Dígale usted que muero bendiciéndole...

En aquel momento sintióse viva algazara entre el gentío..., hasta que al cabo percibiéronse claramente las voces de:

-¡Perdón! ¡Perdón!

Y por la ancha calle que abría la muchedumbre viose avanzar a un hombre a caballo, con un papel en una mano y un pañuelo blanco en la otra...

¡Era Zarco!

-¡Perdón! ¡Perdón! -venía gritando también él.

Echó al fin pie a tierra, y, acompañado del jefe del cuadro, adelantóse hacia el patíbulo.

Gabriela, que ya había subido algunas gradas, se detuvo: miró intensamente a su amante, y murmuró:

-¡Bendito seas!

En seguida perdió el conocimiento.

Leído el perdón y legalizado el acto, el sacerdote y Joaquín corrieron a desatar las manos de la indultada...

Pero toda piedad era ya inútil... Gabriela Zahara estaba muerta.




Arriba- XVIII -

Moraleja


Zarco es hoy uno de los mejores magistrados de La Habana.

Se ha casado, y puede considerarse feliz; porque la tristeza no es desventura cuando no se ha hecho a sabiendas daño a nadie.

El hijo que acaba de darle su amantísima esposa disipará la vaga nube de melancolía que oscurece a ratos la frente de mi amigo.





Cádiz, 1853.



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