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- X -

Las resoluciones de Doña Blanca Roldán eran irrevocables y efectivas. Ella sabía darles cumplimiento con calma persistente.

Una mañana, después de oír misa con D. Valentín, estuvo Doña Blanca a visitar a Doña Antonia y a felicitarla por la venida de su cuñado; y fue con tal tino, que no se hallaba el Comendador en casa.

Ni antes ni después de esta visita se dejaron ver Doña Blanca y D. Valentín de sus vecinos y amigos. Retirados siempre en el fondo del antiguo caserón en que vivían, y pretextando enfermedades, no recibían visitas, a pesar de lo difícil y odioso que es negarse a recibir, estando en casa, cuando se vive en un pueblo pequeño.

En balde intentó repetidas veces Lucía sacar a paseo a Clara. Siempre que envió recado, le contestaron que Clara estaba mal de salud o muy ocupada y que le era imposible salir.

Lucía fue ella misma a ver a Clara, y sólo dos veces pudo verla, pero en presencia de su madre.

Estas pruebas de retraimiento y hasta de desvío estaban suavizadas por una extremada cortesía de parte de Doña Blanca; aunque bien se dejaba conocer que si esta señora ponía de su parte cuantos medios le sugería su urbanidad a fin de no dar motivo de agravio, preferiría agraviar, si por agraviado se daba alguien, a cejar un punto en su propósito.

Fuera del día en que visitó a Doña Antonia, no ponía Doña Blanca los pies en la calle sino de madrugada, para ir a la iglesia, a misa y demás devociones. D. Valentín la acompañaba casi siempre, como un lego o doctrino humilde, y Clara la acompañaba siempre, sin osar apenas levantar los ojos del sueldo.

Lucía, cavilando sobre las causas de aquella poco menos que completa ruptura de relaciones, llegó a temer que Doña Blanca hubiese averiguado los amores de Clara con D. Carlos de Atienza, la presencia de éste en la ciudad y la entrada y protección con que contaba en su casa.

Doña Clara no hablaba a solas ni escribía a su amiga; por los criados nada podía averiguarse, porque los de Doña Blanca eran forasteros casi todos, y o no tenían confianza en la casa, o, hacían una vida devota y apartada, imitando y complaciendo así a sus amos.

Sólo podía afirmarse que la única persona que entraba de visita en casa de D. Valentín era su cercano pariente D. Casimiro.

De esta suerte se pasaron diez días, que a don Carlos, a Lucía y al Comendador parecieron diez siglos, cuando al anochecer, en una hermosa tarde, el Comendador estaba en el patio de la casa sólo con su sobrina. Ésta traía con su tío una conversación muy animada, mostrándole las plantas y las flores que en arriates y en multitud de tiestos adornaban aquel patio, contiguo, como ya hemos dicho, al de la casa de D. Valentín. Salvando el muro divisorio, la voz de ambos interlocutores podía llegar al patio inmediato. La voz llegó, en efecto, porque en medio de la conversación sintieron Lucía y el Comendador el ruido de un pequeño objeto pesado que caía a sus pies. Lucía se bajó con prontitud a recogerle, y no bien le tuvo en la mano, dijo a su tío, toda alborozada y en voz baja:

-Es una carta de Clarita. ¡Qué buena es! Me quiere de veras. Menester es conocerla como yo la conozco, para estimar lo que vale esta fineza de su amistad. ¡Burlar por mí la vigilancia de su madre! ¡Escribirme furtivamente! Calle V... tío... si parece imposible. ¡Por mí, esa infeliz, que es una santa, ha faltado a su deber de obediencia filial! ¿Y cómo, dónde, a qué hora habrá podido escribirme? Vamos... si le digo a V. que es un milagro de cariño. Y la picarita ¿con qué angustia habrá estado espiando la ocasión de echarme la carta, segura de que yo la recogería? ¡Benditas sean sus manos!

Y diciendo esto había desatado el papel de la china en que venía liado con un hilo, y se diría que quería comérsele a besos.

-Ven a leer esa carta -dijo el Comendador-, donde haya luz y donde no vengan a interrumpirnos. En el despacho no hay nadie y ahora acaban de encender el velón. Ven, que es ya de noche y aquí no verás.

Lucía fue al despacho con su tío, y con acento conmovido, casi al oído del Comendador, leyó lo siguiente:

«Mi querida Lucía: De sobra conoces tú lo mucho que te quiero. Considera, pues, cuánto me afligirá verte tan poco y no poder hablarte. Mi madre lo exige, y una buena hija debe complacer a su madre. No creas que mi madre ha sospechado nada de mis desenvolturas con D. Carlos de Atienza. Me echo a temblar al representarme que hubiera podido sospecharlo. Nadie sabe más que tú, el Comendador y yo, que D. Carlos me pretende; pero Dios sabe mi pecado, del que estoy arrepentida. Ha sido enorme perversidad en mí dar alas a ese galán con miradas dulces y profanas sonrisas... casi involuntarias... te lo juro. No por eso me pesan menos en la conciencia. Algo he hecho yo, o arrastrada por mi maldad nativa, o seducida por el enemigo común de nuestro linaje, para alborotar a ese mozo, hacerle abandonar su Universidad y sus estudios, y moverle a venir aquí en persecución mía. En medio de todo, harto tengo que agradecer a Jesús y a María Santísima, que se apiadan de mí, a pesar de lo indigna que soy, y disponen que no se solemnice mi falta con el escándalo. Favor sobrenatural del cielo es, sin duda, el que siga oculto el móvil que ha impulsado a D. Carlos a venir aquí. La gente cree que vino y está aquí por ti. ¡Cuánto debo agradecerte que cargues con esta culpa! Si yo no hubiera sido atrevida, si yo no hubiera animado a D. Carlos, si yo hubiera tenido la severidad y el recato convenientes, no me vería ahora en tan amargo trance. ¡Ay, mi querida Lucía! El corazón humano es un abismo de iniquidad... y de contradicciones. ¿Quieres creer que, si por un lado me desespero de haber dado ocasión para que D. Carlos haya venido persiguiéndome, por otro lado me lisonjea, me encanta que haya venido, y advierto que si no hubiera venido sería yo más desgraciada? En medio de todo... no lo dudes... yo soy muy mala. Estoy avergonzada de mi hipocresía. Estoy engañando a mi madre, que es tan perspicaz. Mi madre me juzga demasiado buena... y vela por mí, como el avaro por su tesoro, cuando el tesoro está ya perdido. No acierto a decírtelo para que no te enojes, y, no obstante, quiero decírtelo. No cumpliría con un deber de conciencia si no te lo dijese. La causa de que mi madre me aparte de ti es tu tío. A mí me pareció un caballero muy fino y bueno; pero mi madre asegura ¡qué horror! que no cree en Dios. ¿Es posible ¡hija mía! que hiera el demonio con tan abominable ceguedad los ojos de algunas almas? ¿Se comprende que la copia, la imagen, la semejanza, renieguen del original divino, que les presta el único valor y noble ser que tienen? Si ello es cierto, si el Comendador está obcecado en sus impiedades, ármate de prudencia y pide al cielo que te salve. Procura también traer a tu tío al buen camino. Tú tienes extraordinario despejo y don de expresarte con primor y entusiasmo. El Altísimo, además, se vale a menudo de los débiles para sus grandes victorias. Acuérdate de David, mancebo, que era un pastorcillo sin fuerzas, y venció y derribó al gigante en el valle del Terebinto. ¿Cuántas hermanas, hijas, madres y esposas no han logrado convencer a sus descarriados maridos, hermanos, hijos o padres? A gloria parecida debes aspirar tú, y Dios te premiará y te dará brío para alcanzarla. En cuanto a mí, aun siendo tan niña, soy una miserable pecadora, y bastante tarea tengo con llorar mis locuras y apaciguar la tempestad de encontrados sentimientos que me destrozan el pecho. Dame la última y mayor prueba de amistad. Persuade a D. Carlos de que no le amo. Dile que se vuelva a Sevilla y me deje. Convéncele de que soy fea, de que gusto de D. Casimiro, de que mi ingratitud hacia él merece su desprecio. Yo debiera haberle hablado en este sentido; pero soy tan débil y tan tonta, que no hubiese atinado a decírselo, y tal vez le hubiera inducido estúpidamente a que creyese todo lo contrario. Por amor de Dios, Lucía de mi alma, despide por mí a D. Carlos. Yo no puedo, no debo ser suya. Que se vaya; que no disguste por mí a sus padres; que no pierda sus estudios; que no motive un escándalo cuando se sepa que vino por mí y que yo soy una malvada, provocativa, seductora, quién sabe... Adiós. Estoy apuradísima. No tengo a nadie a quien confiar mis cosas, con quien desahogar mis penas, a quien pedir consejo y remedio. Espero con ansia la llegada del P. Jacinto, que es el oráculo de esta casa. Sé que lo que yo le diga caerá como en un pozo, y que sus consejos son sanos. Es el único hombre que tiene algún imperio sobre mi madre. ¿Cuándo vendrá de Villabermeja? Adiós, repito, y ama y compadece a tu -CLARA».




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- XI -

Esta carta inocente, tan propia de una niña de diez y seis años, discreta y educada con devoción y recogimiento, gustó mucho al Comendador; pero también le dio no poco que pensar. No entraremos nosotros en el fondo de su alma a escudriñar sus pensamientos, y nos limitaremos a decir que tomó tres resoluciones, de resultas de aquella lectura.

Fue la primera buscar modo de ver y de hablar a la severísima Doña Blanca; la segunda, sondear bien el ánimo de D. Carlos para conocer hasta qué punto amaba de veras a la niña y merecía su amor, y la tercera, tratar con el P. Jacinto y proporcionarse en él un aliado para la guerra que tal vez tendría que declarar a la madre de Clarita.

A fin de conseguir lo primero, en vez de escribir pidiendo una audiencia, que con cualquier pretexto y muy políticamente se le hubiera negado, discurrió D. Fadrique levantarse al día siguiente de madrugada, aguardar en la calle a Doña Blanca cuando ella saliese para acudir a la iglesia, e ir derecho a hablarle, sin miedo alguno.

Así lo hizo el Comendador. Doña Blanca, antes de las seis, apareció en la calle con Clarita y don Valentín. Iban a misa a la Iglesia Mayor. Apenas los vio salir D. Fadrique, se acercó muy determinado, y saludando cortésmente con sombrero en mano, dijo:

-Beso a V. los pies, mi señora Doña Blanca. Dichosos los ojos que logran ver a V. y a su familia. Buenos días, amigo D. Valentín. Clarita, buenos días.

Don Valentín, al oírse llamar amigo tan blandamente y por una voz conocida y simpática, no se pudo contener; no reflexionó, se dejó llevar del primer ímpetu cariñoso y se fue hacia D. Fadrique con los brazos abiertos. Por dicha, no obstante, D. Valentín tenía la inveterada costumbre de no hacer la menor cosa sin mirar antes a su mujer para notar la cara que ponía y si le retraía de consumar o le alentaba a que consumase su conato de acción. A pesar, pues, de lo entusiasmado que iba a abrazar a D. Fadrique, el instinto le indujo a que mecánicamente volviera la cara hacia Doña Blanca antes de llegarse a dar el abrazo. Indescriptible es lo que vio entonces en los fulminantes ojos de su mujer. Casi no se puede describir el efecto que te produjo aquella mirada. Creyó D. Valentín leer en ella el más profundo desdén, como si le acusase de una humillación estólida, de una bajeza infame; y creyó ver, al mismo tiempo, la ira y la prohibición imperiosa de que llevase a cabo lo que se había lanzado a ejecutar. El terror sobrecogió de tal suerte el ánimo de D. Valentín, que se paró, se quedó inmóvil de súbito, como si se hubiera convertido en piedra. Sólo con voz apagada y apenas perceptible exhaló, por último, como lánguido suspiro, un

-Buenos días, Sr. D. Fadrique.

-Buenos días, -dijo también Clara, no con más aliento que su padre.

Doña Blanca miró de pies a cabeza al Comendador, y con reposo y suave acento, sin alterarse ni descomponerse en lo más mínimo, le habló de esta manera:

-Caballero: Dios, que es infinitamente misericordioso, tenga a V. en su santa guarda. No por amor suyo, de que V. carece, sino por el mundano honor de que V. se jacta y por los respetos y consideraciones que todo hombre bien nacido debe a las damas, ruego a V. que no nos distraiga del camino que llevamos, ni perturbe nuestra vida retirada y devota.

Y dicho esto, hizo Doña Blanca al Comendador una ceremoniosa y fría reverencia, y echó a andar con sosegada gravedad, siguiéndola D. Valentín y llevando delante a Clara.

Don Fadrique pagó la reverencia con otra, se quedó algo atolondrado, y dijo entre dientes:

-Está visto: es menester acudir a otros medios.

No bien la familia de Solís se hubo alejado treinta pasos del Comendador, vio éste que Doña Blanca se volvía a hablar con su marido.

Es evidente que el Comendador no oyó lo que le decía; pero el novelista todo lo sabe y todo lo oye. Doña Blanca, que trataba siempre de V. y con el mayor cumplimiento a su señor marido cuando le echaba un sermón o reprimenda, le habló así mientras Clara iba delante:

-Mil veces se lo tengo dicho a V., Sr. D. Valentín. Ese hombre, que V. se empeñó en introducir en casa, allá en Lima, es un libertino, impío y grosero. Su trato, ya que no inficione, mancha o puede manchar la acrisolada reputación de cualquiera señora. Yo tuve necesidad poco menos que de echarle de casa. Motivos hubo, en su falta de miramientos y hasta de respeto, para que en otras edades bárbaras, olvidando la ley divina, alguien le hubiera dado una severa lección, como solían darlas los caballeros. Esto no había de ser: era imposible... Nada que más repugne a mi conciencia; nada más contrario a mis principios; pero hay un justo medio... Delito es matar a quien ha ofendido... pero es vileza abrazarle. Sr. D. Valentín, V. no tiene sangre en las venas.

Todo esto lo fue soltando, despacio y bajo, casi en el oído de D. Valentín, su tremenda esposa Doña Blanca.

Fueron tan duras y crueles las últimas frases, que D. Valentín estuvo a punto de alzar bandera de rebelión, armar en la calle la de Dios es Cristo y contestar a su mujer lo que merecía; pero el olor de mil flores regalaba el olfato; la gente pasaba con alegre aspecto; el día estaba hermosísimo; la paz reinaba en el cielo; un fresco vientecillo primaveral oreaba y calmaba las sienes más ardorosas; la familia de Solís iba al incruento sacrificio de la misa; Clara marchaba delante tan linda y tan serena: ¿cómo turbar todo aquello con una disputa horrible? D. Valentín apretó los puños y se limitó a exclamar con acento un si es no es colérico:

-¡Señora!...

Luego añadió para sí, cuidando mucho de que no lo oyese Doña Blanca:

-¡Maldita sea mi suerte!

Y no bien lanzada la exclamación, se asustó don Valentín de la blasfema rebeldía contra la Providencia que su exclamación implicaba, y se tuvo un instante por primo hermano del propio Luzbel.

Como se ve, el éxito del Comendador en este primer intento de reanudar relaciones amistosas con la familia de Solís no pudo ser más desgraciado.




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- XII -

No se arredró por eso nuestro héroe.

Aguardó un rato en medio de la calle a fin de que no pudiese decir ni pensar Doña Blanca que él la seguía, y al cabo se fue a la iglesia Mayor, a donde sabía que la familia de Solís se había encaminado.

Don Fadrique no iba allí, sin embargo, con el intento de acercarse a Doña Blanca otra vez y de sufrir nueva repulsa, sino a fin de hallar a D. Carlos, quien, a su parecer, no podía menos de estar en la iglesia, ya que no había otro medio de ver a Clara.

En efecto, D. Fadrique entró en la iglesia y se puso a buscar al poeta, a la sombra de los pilares y en los sitios donde menos se nota la presencia de alguien. Pronto le halló, detrás de un pilar y no lejos del altar mayor. Parecía D. Carlos tan embebido en sus oraciones o en sus pensamientos, que nada del mundo exterior, salvo Clara, podía distraerle ni llamarle la atención.

Llegó, pues, D. Fadrique hasta ponerse a su lado. Entonces advirtió que Clara estaba no muy lejos, de rodillas, al lado de su madre; que D. Carlos la miraba, y que ella, si bien fijos casi siempre los ojos en su libro de rezos, los alzaba de vez en cuando rápidamente, y miraba con sobresalto y ternura hacia donde estaba el galán, declarando así que le veía, que se alegraba de verle, y que tenía miedo y cierto terror de profanar el templo y de pecar gravemente engañando a su madre y alentando a aquel hombre, de quien decía que no podía ser esposa.

No ha de extrañarse que todo esto se viera en las miradas de Clarita. Eran miradas transparentes, en cuyo fondo fulguraba el alma como diamante purísimo que por maravilla ardiese con luz propia en el seno de un mar tranquilo.

El Comendador estuvo un rato observando aquella escena muda, y se convenció de que ni Doña Blanca ni D. Valentín recelaban nada de los amores de la niña. Calculó, no obstante, que su presencia allí podría atraer hacia él la mirada de Doña Blanca, excitar de nuevo su ira, hacerle reparar en el gentil mancebo que estaba a su lado, y darle a sospechar lo que no había sospechado todavía.

Entonces, si bien con pena de interrumpir aquellos arrobos y éxtasis contemplativos, tocó en el hombro a D. Carlos y le dijo casi a la oreja:

-Perdóneme V. que te distraiga de sus devociones y que turbe la visión beatífica de que sin duda goza; pero me urge hablar con V. Hágame el favor de venir conmigo, que tengo que hablarle de cosas que le importan muchísimo.

Sin aguardar respuesta echó a andar D. Fadrique, y D. Carlos, si bien con disgusto, no pudo menos de seguir sus pasos.

Ya fuera de la iglesia, salió D. Fadrique al campo; D. Carlos fue en pos de él; y cuando se hallaron en sitio solitario, donde nadie podía oírlos ni interrumpir la conversación, D. Fadrique se explicó en estos términos:

-Vuelvo a pedir a V. perdón de mi atrevimiento en obligarle a abandonar la iglesia, y más aún en mezclarme en asuntos de V. sin título bastante para ello. Apenas conozco a V. Esta es la séptima o la octava vez que le hablo. A Clarita la he visto hoy por segunda vez en mi vida. Sin embargo, el bien de Clarita y el de V. me interesan mucho. Atribúyalo V. a un absurdo sentimentalismo; al afecto que profeso a mi sobrina Lucía, que llega a Vds. de rechazo; a lo que V. quiera. Lo que le ruego es que me crea un hombre leal y franco, y no dude de mi buena voluntad y mejores propósitos. Quiero y puedo hacer mucho en favor de usted. En cambio, aspiro a que oiga V. mis consejos y a que los siga.

Don Carlos oyó al Comendador atentamente y con muestras de respeto y deferencia. Luego le contestó:

-Sr. D. Fadrique, por V. y por ser V. el tío de la señorita Doña Lucía, tan bondadosa y excelente, estoy dispuesto a oír a V. y hasta a obedecerle en cuanto esté de mi parte, sin considerar el provecho que por mi obediencia V. me promete.

-No me he explicado bien -replicó D. Fadrique-. Yo no prometo premios en pago de obediencias: lo que quiero significar es que de seguir V. ciertos consejos míos se ha de alcanzar naturalmente lo que de otra suerte se malogrará acaso, con gran pesar de todos.

-Aclare V. su pensamiento, -dijo D. Carlos.

-Quiero decir prosiguió D. Fadrique-, que este modo que tiene V. de enamorar a Clarita no va, días hace, por buen camino. Hasta ahora nadie sospecha en esta pequeña ciudad sus amores de V., gracias a mi sobrina. Como ella estuvo, dos meses ha, en Sevilla, donde V. la conoció, y V. ha venido luego aquí, y V. va a su casa de tertulia todas las noches, y habla V. mucho con ella, y no pocas veces en secreto; y como mi sobrina es joven y graciosa y linda, si el amor de tío no me engaña, todos creen que ha venido V. por ella, que V. la enamora, que V. es su novio. ¿Quién había de imaginarse que chica tan mona y en tan verdes años se limitaría a hacer el triste y poco airoso papel de confidenta? Por esto, pues, se desorientan los curiosos, y sus amores de V. siguen secretos; pero Lucía lo paga. Confiese V. que es mucha generosidad.

-Yo... Sr. D. Fadrique...

-No se disculpe V. No hablo de ello para que V. se disculpe, sino para narrar los sucesos como son en sí. En este lugar creen todos que V. ha venido, abandonando a sus padres, su casa y sus estudios, para pretender a Lucía; pero este engaño no puede durar. Imagine V. el alboroto, los chismes, las hablillas a que dará V. ocasión y motivo el día en que se sepa, como no podrá menos de saberse, que V. pretende a Clarita, a quien todos creen ya prometida esposa de D. Casimiro Solís.

-Eso no será nunca mientras yo viva, -exclamó D. Carlos con grandes bríos.

-Tratemos de impedirlo -continuó con calma D. Fadrique-. Yo le ayudaré a V. cuanto pueda, y repito que algo puedo; pero toda la energía de usted y toda la prudencia que yo emplee serán inútiles si desoye V. mis advertencias y consejos.

-Ya he dicho a V. que deseo seguirlos.

-Pues bien, amigo D. Carlos, es menester que V. se persuada de que Clarita, de cuyo amor hacia V. estoy convencido, está criada con tan santo temor de Dios y con tan grande, y hasta si V. quiere exagerado e irracional respeto a su madre, que por obedecerla, por no darle un disgusto, por no rebelarse, será capaz de casarse con D. Casimiro, aunque se muera de amor por V. al día siguiente de casada, aunque su vestido de boda sea la mortaja con que la entierren.

-Pero si Clara dice a su madre que no ama a D. Casimiro...

-Clara no se atreverá a decirlo.

-Si declara a su madre que me ama...

-Antes morirá que confesar a su madre ese amor.

-Y si tanto miedo tiene a su madre, ¿no podrá huir conmigo?

No creo que dé jamás tan mal paso. De todos modos, aunque tan mal paso fuese posible, no se debía apelar a él sino apurados antes otros medios más prudentes y juiciosos. Reitero, con todo, mi afirmación. Creo capaz a Clarita de morir de dolor; pero no la creo capaz de prestarse al escándalo de un rapto.

-Entonces ¿qué quiere V. que yo haga?

-Lo primero, volver a Sevilla con sus señores padres, y dejar a Doña Clara tranquila con los suyos.

-Bien se conoce que V. no ama. A su edad de usted...

-Dale... con la tontería... Caballerito poeta... yo no soy ni viejo ni rabadán... ni me parezco en nada al del idilio. Váyase V. a Sevilla hoy mismo. Salga V. de esta ciudad antes de que Doña Blanca se percate de que hay moros en la costa. Yo velaré aquí por los intereses de V. Y si peligran; si es menester apelar a medios violentos, cuente V. también conmigo... hasta para el rapto. A poco me aventuro prometiéndoselo a V., porque doy por firme que no se dejará robar Clarita.

-¿Y por qué, para qué he de irme a Sevilla?

¿Pues no se lo he dicho a V. ya? Porque aquí no hace V. sino perjudicarse, sin gusto y sin ventaja. Estoy seguro de que no logrará V. más que ver a Clara en la iglesia, con más angustia que deleite por parte de la pobre muchacha. Y esto mientras Doña Blanca no descubra nada. El día en que descubra Doña Blanca su juego de V., será para Clarita un día tremendo y V. no volverá a verla. Váyase V., pues, a Sevilla.

¿Y qué ganaré con irme?

-Que yo trabaje con tranquilidad en favor de V. Usted me estorba para mis planes. Si V. se queda, precipitará la boda de D. Casimiro y hará que se envíe a escape por la licencia a Roma. Si V. se va, no afirmo yo que evitaré la boda de Clara con el viejo rabadán y conseguiré que sea para Mirtilo; pero, o yo he de valer poco, o he de lograr que se nos dé tiempo y... quién sabe... Nada prometo. Sólo ruego a V. que se vaya. Váyase V. hoy mismo. El interés que el Comendador le mostraba, su empeño de que se fuese, la decisión con que se entrometía en sus asuntos, todo chocaba a D. Carlos y le tenía desconfiado y descontento.

El Comendador apuró todas las razones, empleó todos los tonos, pero singularmente el de la súplica; D. Carlos le contestó varias veces de mal humor, y fue menester la prudente superioridad del Comendador para calmar y contener a D. Carlos y evitar que llegase a ofender a quien le aconsejaba y casi le mandaba.

Por último, tanto rogó, prometió y dijo D. Fadrique, que D. Carlos hubo de someterse y salir aquel mismo día para Sevilla, si bien ofreciendo sólo ausencia de poco más de un mes: hasta que llegasen las vacaciones de verano. En cambio, exigió y obtuvo de D. Fadrique que le había de escribir dándole noticias de Clara, y avisándole del menor peligro que hubiese, para volar enseguida donde estaba ella.

Don Carlos, aunque no era tímido ni torpe, no había obtenido jamás que Clara recibiese carta suya, y menos aún que le escribiese. Pero ¿qué mucho, si ni siquiera de palabra Clara le había dado a entender que le amaba? Clara le amaba, sin embargo. Bien sabía el galán que era falso, de puro modesto, aquello de que


...Amistosa y compasiva,
quiere que el zagal viva,
mas amarle no quiere.

Clara le amaba, y a su despecho, contra su voluntad, había declarado su amor; pero sólo con los ojos, por donde se le iba el alma en busca del bizarro y gracioso estudiante, sin que todos sus escrúpulos religiosos y filiales fuesen bastante poderosos para detenerla.

Don Fadrique pudo convencerse, en el largo coloquio que tuvo con D. Carlos, de que su pasión por Clara era verdadera y profunda. Del amor de Clara por el poeta rondeño estaba más convencido aún. Con este doble convencimiento, de que se alegraba, precipitó más la partida de D. Carlos, y antes de mediodía consiguió que saliese del pueblo con dirección a Sevilla.

Don Carlos salió a caballo con un su criado; y D. Fadrique, a caballo también, se unió con él en el ejido, y le acompañó más de una legua, dándole esperanzas y hablándole de sus amores. Al llegar a una encrucijada, D. Fadrique se despidió cariñosamente del joven, y tomó el camino de Villabermeja con el intento de conferenciar con el padre Jacinto.

La sencillez y la modestia de este santo varón no habían dejado ver a D. Fadrique la inmensa importancia que durante su larga ausencia había adquirido.

Como predicador, gozaba el padre de extraordinaria nombradía por toda aquella comarca. Era igualmente celebrado por los tres estilos que tenía de predicar. En el estilo llano o de homilía encantaba a la gente rústica y ponía la religión y la moral a su alcance, amenizando tan graves lecciones con chistes y jocosidades que un severo crítico condenaría, pero que eran muy del caso para que los zafios campesinos se aficionasen a oírle y se deleitasen oyéndole. En sermones de empeño, en días de gran función, el padre Jacinto era otro hombre: echaba muchos latines, ahuecaba la voz y esmaltaba su discurso de un jardín de flores, de un verdadero matorral de adornos exuberantes, que también gustaban a los discretos y finos de aquellos lugares. Y tenía, por último, el estilo patético de la Semana de Pasión y de la Semana Santa, durante las cuales los sermones, más que hablados, eran en Villabermeja, y siguen siendo aún, cantados, sin que gusten de otra manera. Sermón de Semana Santa, sin lo que llaman allí el tonillo, no gusta a nadie ni se tiene por sermón. Cuando en el día va a Villabermeja un cura forastero, tiene que aprender el tonillo. En este tonillo fue el padre Jacinto un dechado de perfección, que nadie ha superado hasta ahora. Al oírle, aunque sea reminiscencia gentílica, dicen que se comprendía cómo Cayo Graco se hacía acompañar por un flautista cuando pronunciaba en el Foro sus más apasionadas arengas. El P. Jacinto predicaba también en el Foro, o dígase en medio de la plaza pública, durante la Semana Santa. Allí se hacían todos los pasos a lo vivo, y el padre los explicaba en el sermón conforme iban ocurriendo. Así, había sermón que duraba tres horas, y siempre sin dejar el tonillo, lo cual no obstaba para que el padre expresase los más varios afectos, como piedad, dolor y cólera. Cuando aparecía el pregonero en el balcón de las Casas Consistoriales y leía la sentencia de muerte contra Jesucristo, ha quedado en la memoria de los bermejinos el furor con que el padre se volvía contra él, gritando:

«Calla, falso, ruin, necio y miserable pregonero, y oirás la voz del Ángel que dice»:

Y entonces salía un ángel muy vistoso por otro balcón de la plaza, y cantaba el inefable misterio de la Redención, empezando:

«Esta es la sentencia que manda cumplir el Eterno Padre...» y lo demás que tantas veces hemos oído los que somos de por allí.

Pero, volviendo al P. Jacinto, diré que su mérito como predicador era quizás lo de menos. Su gran valer fue como director espiritual. Se pasaba horas y horas en el confesionario. Desde el convento bermejino tenía con frecuencia que ir al convento de la ciudad cercana, donde tenía no pocas hijas de confesión entre el señorío. Era además hombre de consejo y tino en los negocios mundanos, y acudían todos a consultarle cuando se hallaban en tribulación, apuro o dificultad. En suma, el P. Jacinto era un gran médico de almas, aunque duro y feroz a veces en los remedios. Gustaba de aplicarlos heroicos, como suelen hacer los demás médicos de los lugares, que tal vez recetan a un hombre el medicamento que convendría recetar a un caballo. A pesar de esto, tenía el padre tal autoridad y discreción; era tan ameno en su trato y tan resuelto valedor y defensor de las mujeres, que gozaba de inmensa popularidad entre ellas, y era fervorosamente reverenciado, así de las jornaleras humildes como de las encopetadas hidalgas.

Aunque tocaba en los setenta años, estaba firme y robusto aún, si bien había perdido ciertos ímpetus juveniles, que le habían hecho famoso, llevándole en ocasiones a imitar al Divino Redentor, más que en la mansedumbre, en aquel arranque que tuvo cuando hizo azote de unos cordeles y echó a latigazos a los mercaderes del templo. El P. Jacinto había sido un jayán y había sacudido el polvo a algunos desalmados y pecadores contumaces, sobre todo cuando eran maridos que se emborrachaban, gastaban el dinero en vino y juego daban palizas a sus mujeres.

Contra esta clase de hombres había sido duro de veras el P. Jacinto. Ya no tenía aquellos arrestos de la mocedad; pero su virtud y su fuerza moral, unida al recuerdo de la física, infundían gran respeto entre los rústicos.

Tales eran las cualidades principales y la brillante posición del antiguo maestro del Comendador, con quien éste iba ahora a consultar y tratar negocios arduos, y de quien esperaba obtener poderoso auxilio.




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- XIII -

No bien llegó el Comendador a Villabermeja y dejó el caballo en su casa, se dirigió al convento, que distaba pocos pasos, y como era la hora de la siesta, halló en su celda al P. Jacinto, el cual no dormía, sino estaba leyendo, sentado a la mesa.

Mis lectores deben de formarse ya, por lo expuesto hasta aquí, cierta idea bastante aproximada de la condición del mencionado fraile. Fáltame añadir, para que sea completo el retrato, que era alto y seco; que veía y oía bien; que tuteaba a todo el género humano, y que se preciaba de no tener pelillos en la lengua, esto es, de decir cuanto se le ocurría, con una franqueza que tocaba y hasta pasaba a menudo sus límites, entrando con banderas desplegadas por la jurisdicción y término de la desvergüenza. Sólo con D. Fadrique se mostraba el Padre respetuoso y deferente, suponiendo que él tenía, sin poderlo remediar, un afecto por su antiguo discípulo, que le hacía sobrado débil.

-Muchacho -dijo a D. Fadrique, apenas le vio entrar-, ¿qué buen viento te trae por aquí de improviso?

-Maestro -contestó el Comendador-, he venido expresamente para consultar a V.

-¿Para consultarme a mí? ¿Y sobre qué? ¿Qué hay, que tú no sepas mejor que yo y mejor que nadie?

-Mi consulta es de suma importancia.

-Vamos... ¿de qué se trata?

-Se trata... se trata... nada menos que de un caso de conciencia.

Al oír caso de conciencia, el padre miró fijamente al Comendador con aire de incredulidad, y de recelo, y exclamó al cabo:

-Mira, hijo mío, si es que te aburres en estos lugares y quieres chancearte y divertirte, toma una tabla y dos cuernos, y no te diviertas ni te chancees conmigo. Ya está duro el alcacer para zampoñas.

-¿Y de dónde infiere V. que me chanceo o que me burlo? Hablo con formalidad. ¿Por qué no he de exponer yo a V. formalmente un caso de conciencia?

-Porque todo hombre de cierta educación, criado en el seno de la sociedad cristiana, aunque haya perdido la fe en Nuestro Señor Jesucristo, tiene la conciencia tan clara como yo, y no hay caso que no resuelva por sí, sin necesidad de consultarme. Si tuvieses fe, podrías acudir a mí en busca de los consuelos que da la religión. No acudiendo para esto, ¿qué podré yo decirte, que ignores? La moral tuya es idéntica a la mía, aunque en sus fundamentos discrepe. Y al fin, harto lo conoces tú, no hay caso de conciencia, meramente moral, cuya solución no sea llana para todo entendimiento un poco cultivado. Sin duda que Dios, para ejercitar nuestra actividad mental y aguzar nuestro ingenio, o para dar precio a nuestra fe, ha circundado de tinieblas los grandes problemas metafísicos; los ha envuelto en misterios, impenetrables a veces; pero en lo tocante a la moral, en lo que atañe al cumplimiento de nuestros deberes no hay misterio alguno: todo está claro como el agua. El soberano Señor, en su infinita bondad y misericordia, no ha querido, a pesar de nuestras maldades, que nadie tenga que ser un Séneca para saber perfectamente cuál es su obligación, ni mucho menos que nadie tenga que ser un héroe estupendo para cumplirla. Ni para conocerla te falta entendimiento, ni para cumplir con ella debe faltarte voluntad. ¿Qué es lo que buscas, pues, en mí?

-Mucho pudiera argumentarse contra lo que V. dice; pero no quiero disputar, sino consultar. Quiero convenir en que la moral no es ninguna reconditez, y en que no es tan arduo cumplir con ella.

-Se entiende -interrumpió el Padre-, para todos aquellos pueblos donde la luz del Evangelio ha penetrado. Tú imaginas que el natural discurso ha bastado a los hombres para formar la ley moral: yo creo que han necesitado de la revelación; pero tú y yo convenimos en que, una vez presentada esa ley, la razón humana la acepta como evidente. Es gran bellaquería suponer esa ley obscura y vaga, y forjarse casos terribles, conflictos espantosos entre los sentimientos naturales y el sencillo cumplimiento de un deber. Esto equivaldría a suponer la necesidad de ser un pozo de ciencia y de sentirse capaz de sobrehumanos esfuerzos para ser persona decente. Ya tú comprendes que esto sería disculpar y dar casi la razón a los tunos. Al fin y al cabo, no todos los hombres son sabios ni tienen las fibras de hierro ni el corazón de diamante. Realzar así la moral es hacerla poco menos que imposible, salvo para algunos seres privilegiados y de primera magnitud más profundos que Crisipo y más constantes que Régulo.

-Mucho tiene que ver el caso que quiero presentar con todo lo que está V. diciendo. No es curiosidad ociosa, sino interés muy respetable, el que me induce a resolver una duda.

-Imposible... tú no puedes dudar.

-Déjeme V. que acabe. Yo no dudo sobre el caso... Tengo formado mi juicio... que me parece de no menor certidumbre que este otro: dos y tres son cinco. Mi duda está en sí V., por razones que se fundan en la inexhausta bondad divina, tiene la manga más ancha que yo, o si por razones de la ley positiva, en que cree, la tiene más estrecha. ¿Me entiende V. ahora?

-Te entiendo muy bien; y desde luego te declaro que no he de tener la manga ni más ancha ni más estrecha que tú. Lo mismo calificaremos ambos un pecado, una falta, un delito, y lo mismo marcaremos y determinaremos la obligación que de él nazca. Las razones teológicas tienen que ver con la penitencia, con la expiación, con el perdón, con la gloria o el infierno, allá en el otro mundo, y en esto para nada tienes tú que meterte ahora. Veamos, pues, ese caso, ya que quieres consultarme.

-Desde luego V. convendrá en que lo robado debe devolverse a su dueño.

-Indudable.

-Y cuando, por efecto de un engaño, algo que pertenece a uno viene a pertenecer a otro, ¿qué debemos hacer?

Debemos poner fin al engaño para que lo que posee alguien sin derecho pase a manos de su señor legítimo.

-¿Y si al poner fin al engaño resultan males evidentemente mayores?

-Aquí importa distinguir. Si tú tienes que hablar, no debes decir jamás mentira por inmensos que sean los males que de decir la verdad resulten. Condenada está la mentira oficiosa como la perniciosa. No debes mentir ni por salvar la vida del prójimo, ni por salvar la honra de nadie, ni por el bien de la religión; pero yo me atrevo a sostener que debes callar la verdad cuando nadie la inquiere de ti y cuando de decirla resultan más males que bienes. Pensar algo en contra es delirio. Lo sostengo sin vacilación. Voy a explanar mi doctrina en breves palabras. Tú cometes un pecado. Eres, por ejemplo, mentiroso. Los males que nazcan de tu pecado debes remediarlos hasta donde te sea posible y lícito, esto es, sin cometer pecado nuevo para remediar el antiguo. Dios, para hacernos patente la enormidad de nuestras culpas, consiente a veces en que nazcan de ellas males cuyos humanos remedios son peores. Tratar tú de evitarlos o de remediarlos entonces, no es humildad, sino soberbia, orgullo satánico; es luchar contra Dios; es tomar el papel de la Providencia; es dar palo de ciego; es querer enderezar el tuerto que tú mismo hiciste, torciendo y ladeando lo que está recto, y tirando a trastornar el orden natural de las cosas.

-Hablando con franqueza -dijo el Comendador-, la doctrina de V. me parece muy cómoda. Veo que tiene V. la manga más ancha de lo que yo pensaba.

-Vete a paseo, Comendador -repuso el padre, bastante enojado-. En ninguna ocasión pasé yo por complaciente. Me diriges la acusación más dura que a un confesor puede dirigirse. Un santo ha dicho: Non est pietas, sed impietas, tolerare peccata, y yo disto mucho de ser impío. Todo proviene, sin duda, de que tú confundes las cosas. Aquí no hablamos de penitencia, de expiación, de castigo de la culpa. Sobre este punto no tengo que decirte yo lo que exigiría de un penitente para absolverle. Aquí hablamos sólo de la obligación de satisfacer el agravio que nace del pecado o del delito. Y a esto he respondido con sencillez. El pecador o delincuente debe ir hasta donde le sea posible y lícito. Si ha de cometer nuevos pecados, si ha de hacer nuevas maldades y desatinos, mejor es que lo deje y no se meta a remediar el mal que ha hecho. Pues ¡qué! ¿estaría bien, por ejemplo, que tú hirieses a uno, y luego, sin saber de cirugía, tratases de curarle y le acabases de matar? Dices tú que la tal doctrina es cómoda. ¿Dónde está la comodidad? Aunque yo te excuse de poner el remedio, no te libro de la penitencia, del remordimiento y del castigo. Antes al contrario, lo cómodo es lo otro: remediar el mal de mala manera, y creerse ya horro y darse ya por absuelto. Así un criado torpe te romperá un día el vaso más precioso de los que has traído de la China, le pegará luego chapuceramente con cola, y se quedará tan fresco como si no te hubiese causado el menor perjuicio. Lo que debe hacer el criado es andar siempre muy cuidadoso para no romper el vaso, y si le rompe, sentir mucho su falta, y ya que no puede ni componer bien el vaso ni comprarte otro nuevo e igual, sufrir con humildad la reprimenda que tú le eches.

-Me complazco en ver que estamos de acuerdo en lo general de la doctrina. En la aplicación a casos particulares es en lo que veo que cabe mucha sutileza. Contra la opinión de V., el buen camino se presenta muy anublado y confuso. ¿Cómo determinar a veces hasta dónde es posible y lícito lo que quiero hacer para reparar el daño?

-Es muy sencillo. Si para repararle causas otro daño mayor, deja subsistir el primero, que es más pequeño; y esto aunque en el segundo daño que causes no haya pecado de tu parte. Habiendo nuevo pecado, nueva infracción de la ley moral en el remedio, aunque este segundo pecado sea menor que el primero que cometiste, no debes cometerle. Dios, si quiere, remediará el mal causado.

¿De suerte que no hay más que cruzarse de brazos; dejar rodar la bola?

-No hay más que dejarla rodar, ya que deteniéndola puedes hacer que todo ruede. Las Sagradas Letras vienen en mi apoyo con no pocos textos. David dijo: Abissus abyssum invocat; Salomón, Est processio in malis; el profeta Amós, Si erit malum quod Dominus non fecerit? con lo cual da a entender que Dios permite u ordena el mal como pena del pecado y escarmiento de las criaturas; y el mismo Salomón, antes citado, dice, de modo más explícito, que no podemos añadir ni quitar de lo que Dios hizo para ser temido:Non possumus quidquam addere nec auferre quae fecit Deus ut timeatur.

-A pesar de los textos, a pesar de los latines me repugna esa cobarde resignación.

-¿Cómo cobarde? ¿Dónde viste tú que para con Dios haya cobardía? La resignación a su voluntad no implica, por otra parte, el que te aquietes y te llenes de contentamiento de ti propio. Sigue llorando tu culpa; desuéllate el alma con el azote de la conciencia y el cuerpo con unas disciplinas crueles; haz de tu vida en el mundo un durísimo purgatorio; pero resígnate y no trates de remediar lo que sólo de Dios debe esperar remedio. Hasta el sentido común está de acuerdo en esto, miradas las acciones humanas por el lado de la utilidad y conveniencia, las cuales, bien entendidas, concuerdan con la moralidad y con la justicia. ¡Qué atinado es el refrán que reza: No siento que mi hijo pierda, sino que quiera desquitarse! Si malo es jugar, peor es aún volver a jugar; reincidir en el pecado para remediar el mal del pecado. Pero a todo esto, tú no hablas sino de generalidades, y el caso de conciencia no parece.

-Voy al caso, -dijo el Comendador.

-Soy todo oídos, -repuso el fraile.

-¿Qué debe hacer el que no es hijo de quien pasa por su padre, según la ley, y usurpa nombre, posición y bienes que no son suyos?1

-¡Hombre... tú eres famoso! ¿Después de tanto preámbulo te vienes con una preguntilla tan baladí? Prescindo ahora de la dificultad o imposibilidad en que ese hijo postizo estaría de probar el delito de su madre. Yo no sé de leyes; pero la razón natural me dicta que contra la fe de bautismo, contra la serie de actos y documentos oficiales que te han hecho pasar hasta hoy por un hijo de un determinado y conocido López de Mendoza, no pueden valer testimonios sino de un orden excepcional y casi imposible. Doy, con todo, de barato que posees tales testimonios. Creo, decido que no debes valerte de ellos. ¿Sabes los mandamientos de la ley de Dios? ¿Sabes que el orden en que están no es arbitrario? Pues bien; ¿qué dice el séptimo?

-No hurtar.

-¿Y el cuarto?

-Honrar padre y madre.

-Es, pues, evidente que para quitarte de encima el pecado contra el séptimo ibas a pecar contra el cuarto, deshonrando a tu madre y a tu padre, que padre sería siempre el que te tuvo por hijo, te crió, te alimentó y te educó, aunque no te engendrara.

Tiene V. razón, P. Jacinto. Y, sin embargo, los bienes que no son míos, ¿cómo sigo gozando de ellos?

-¿Y quién te dice que goces de ellos? Pues, ¡qué!: ¿es tan difícil dar sin expresar la causa por qué se da? Dalos, pues, a quien debes. Ya los tomarán... En el tomar no hay engaño. Y si, por extraño caso, hallares a alguien en el tomar inverosímilmente escrupuloso, ingéniate para que tome. Lejos de oponerme, pido, aplaudo la reparación, siempre que para llevarla a cabo no sea menester hacer mayor barbaridad que la que remedie.

-Está bien... pero si no es el hijo, sino la madre culpada... ¿qué debe hacer la madre culpada?

-Lo mismo que el hijo... no deshonrar públicamente a su marido... no amargarle la vida... no desengañarle con desengaño espantoso... no añadir a su pecado de fragilidad el de una desvergüenza cruel y sin entrañas.

-La madre, no obstante, no tiene medios de devolver bienes que por su culpa van a pasar o han pasado a quien no corresponden.

-Y si no los tiene, ¿qué se le ha de hacer? Ya lo he dicho. Que se resigne. Que se someta a la voluntad de Dios. Todo eso lo debió prever antes de pecar, y no pecar. Después del pecado no le incumbe el remedio si implica pecado nuevo, sino la penitencia. ¿Has expuesto ya todo el caso?

-No, padre; tiene otras complicaciones y puntos de vista.

-Dilos.

¿Qué piensa V. que debe hacer el hombre pecador, cómplice de la mujer, en aquel delito cuya consecuencia es el hurto, la usurpación de que hemos hablado?

-Lo mismo que he dicho del hijo y de la madre.

-¿Y si posee bienes para subsanar el daño causado a los herederos?

-Subsanar ese daño, pero con tal recato, discreción y sigilo, que no se sepa nada. En el libro de los Proverbios está escrito:Melius est nomen bonum quam divitiae multae. Así es que por cuestión de intereses no se debe perjudicar a nadie en su buen nombre.

El historiador de estos sucesos escribe para narrar, y no para probar. No decide, por lo tanto, si el P. Jacinto estaba atinado o no en lo que decía; si hablaba guiado por el sentido común o por la doctrina moral cristiana, o por ambos criterios en consonancia completa; y no se inclina tampoco a creer que dicho padre tenía una moral burda y grosera, y el atrevimiento y la confianza de un rústico ignorante. Quédese esto para que lo resuelva el discreto lector. Baste apuntar aquí que el Comendador mostraba una satisfacción grandísima de ver que su maestro, como él le llamaba, pensaba exactamente lo que él quería que pensase.

El P. Jacinto, desconfiado como buen lugareño, no advertía el interés vivísimo con que su antiguo discípulo le interrogaba; y temiendo siempre una burla, una especie de examen hecho por el Comendador para pasar el rato, volvió a hablar un tanto picado, diciendo:

-Me parece que estoy archicándido. ¿A dónde vas a parar con tanta preguntilla? ¿Quieres examinarme? ¿Piensas retirarme la licencia de confesar si no me crees bien instruido?

-Nada de eso, maestro. Yo ignoro si está V. o no de acuerdo con sus librotes de teología moral; pero está V. de acuerdo conmigo, lo cual me lisonjea, y lo está también con mis propósitos, lo cual me llena de esperanza. Yo buscaba en V. un aliado. Contaba siempre con su amistad, pero no sabía si podía contar también con su conciencia. Ahora comprendo que su conciencia no se me opone. Su amistad, por consiguiente, libre de todo obstáculo, vendrá en auxilio mío.

El P. Jacinto conoció al fin que se trataba de un caso práctico, real, y no imaginado, y se ofreció a auxiliar al Comendador en todo lo que fuese justo.

Aguardando, pues, una revelación importante, quiso tomar aliento haciendo una pausa, y trató de solemnizar la revelación yendo a una alacena, que no estaba lejos, y sacando de ella una limeta de vino y dos cañas, que puso sobre la mesa, llenándolas hasta el borde.

-Este vino no tiene aguardiente, ni botica, ni composición de ninguna clase -dijo el padre al Comendador-. Es puro, limpio y sin mácula. Está como Dios le ha hecho. Bebe y confórtate con él, y, cuéntame luego lo que tengas que contar.

-Bebo al buen éxito de mis planes, -contestó el Comendador, apurando el vino de su caña.

Así sea, si Dios lo quiere, -replicó el fraile, bebiendo también, y se dispuso a atender a don Fadrique con sus cinco sentidos.




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- XIV -

La celda no tenía mucho que llamase la atención. Sobre la mesa o bufete, que era de nogal, había recado de escribir, el Breviario y otros libros. Dos sillones de brazos, frente el uno del otro, con la mesa de por medio, y donde se sentaban nuestros interlocutores, eran de nogal igualmente. A más de los dos sillones, había cuatro sillas arrimadas a la pared. Los asientos todos eran de enea. Un Ecce-Homo, al óleo, a quien cuadraba el refrán de a mal Cristo mucha sangre, era la única pintura que adornaba los muros de la celda. No faltaban, en cambio, otros más naturales adornos. En la ventana, tomando el sol, se veían dos floridos rosales dentro del cuarto, cuatro macetas de brusco, y colgadas en la pared cinco jaulas, dos con perdices cantoras, y tres con colorines, excelentes reclamos. Otro bonito colorín, diestro cimbel, asido a la varilla saliente que estaba fija a una tabla de pino, volaba a cada momento hasta donde lo consentía el hilo largo que le aprisionaba, y volvía con mucho donaire a posarse en la varilla.

Los jilgueros cantaban de vez en cuando y animaban la habitación.

Arrimadas a un ángulo había dos escopetas de caza.

Y, por último, en una alcobita que apenas se descubría, por hallarse la pequeña puerta casi tapada del todo por una cortina de bayeta verde, estaba la cama del buen religioso. La alacena de donde éste sacó el vino y que era bastante capaz, servía de bodega, ropero, despensa, caja o tesoro y biblioteca a la vez.

Todo, aunque pobre, parecía muy aseado.

El P. Jacinto, con el codo sobre la mesa, la mano en la mejilla y los ojos clavados en D. Fadrique, aguardaba que hablase.

Don Fadrique, en voz baja, habló de este modo:

-Aunque yo no soy un penitente que vengo a confesarme, exijo el mismo sigilo que si estuviese en el confesonario.

El padre, sin responder de palabra, hizo con la cabeza un signo de afirmación.

Entonces prosiguió D. Fadrique:

-El hombre de que he hablado a V., el pecador causa del engaño y del hurto, soy yo mismo. La ligereza de mi carácter me había hecho olvidar mi delito y no pensar en las fatales consecuencias que de él habían de dimanar. El acaso..., ¿qué digo el acaso?... Dios providente, en quien creo, me ha vuelto a poner en presencia de mi cómplice y me ha hecho ver todos los males que por mi culpa se originaron y amenazan originarse aún. Dispuesto estoy a remediarlos y a evitarlos, de acuerdo con la doctrina de V., hasta donde me sea posible y lícito. Es un consuelo para mí el ver que está V. en concordancia conmigo. Yo no he de buscar remedio peor que la enfermedad; pero hay una persona que le busca, y es menester oponerse a toda costa a que le halle. Sería una abominación sobre otra abominación.

-¿Y quién es esa persona?- dijo el padre.

-Mi cómplice, -contestó el Comendador.

-¿Y quién es tu cómplice?

V. la conoce. V. es su director espiritual. V. debe tener grande influjo sobre ella. Mi cómplice es... Cuenta, maestro, que jamás he hecho a nadie esta revelación. Al menos nadie pudo jamás tildarme de escandaloso. Pocas relaciones han sido más ocultas. La buena fama de esta mujer aparece aún, después de diez y siete años, más resplandeciente que el oro.

-Acaba: ¿quién es tu cómplice? Haz cuenta que echas tu secreto en un pozo. Yo sé callar.

-Mi cómplice es Doña Blanca Roldán de Solís. El P. Jacinto se llenó de asombro, abrió los ojos y la boca y se santiguó muy deprisa media docena de veces, soltando estas piadosas interjecciones:

-¡Ave María Purísima! ¡Alabado sea el Santísimo Sacramento! ¡Jesús, María y José!

-¿De qué se admira V. tan desaforadamente? -dijo el Comendador, pensando que el padre extrañaba que tan virtuosa y austera matrona hubiese nunca sucumbido a una mala tentación.

-¿De qué me admiro?... Muchacho... ¿De qué me admiro?... Pues ¿te parece poco? Bien dicen... Vivir para ver... El demonio es el mismo demonio. Miren... y no lo digo por ofender a nadie... ¡miren con qué ramillete de claveles te acarició y te sedujo nuestro enemigo común!... Con un manojo de aulagas. Suave flor trasplantaste al jardín de tus amores... ¡Un cardo ajonjero! Hermosa debe haber sido Doña Blanca... todavía lo es; pero ¡hombre! ¡si es un erizo! Yo... perdóneme su ausencia... no la creía impecable, pero no la creía capaz de pecar por amor.

Don Fadrique respondió sólo con un suspiro, con una exclamación inarticulada, que el padre creyó descifrar como si dijese que diez y siete años antes Doña Blanca era muy otra, y que además la misma dureza de su carácter y la briosa inflexibilidad de su genio hacían más vehemente en ella toda pasión, incluso la del amor, una vez que llegaba a sentirla.

Repuesto un poco de su pasmo, dijo el P. Jacinto:

-Y dime, hijo, ¿qué trata de hacer Doña Blanca para remediar el mal? ¿Qué proyectos son los suyos, que tanto te asustan?

-¿Quién sería el inmediato heredero de su marido si ella no tuviese una hija? -preguntó el Comendador.

-Don Casimiro Solís, -fue la respuesta.

-Pues por eso quiere casar a su hija con D. Casimiro.

-¡Pecador de mí! ¡Estúpido y necio! -exclamó el padre, todo lleno de violencia y dando en la mesa unos cuantos puñetazos-. ¿Quieres creer que soy tan egoísta, que el egoísmo me había cegado? Yo no había visto en el plan de Doña Blanca ninguna mala traza. Me parecía natural que casase a Clarita con su tío. Yo no miraba sino a mi pícaro interés: a que nadie se llevase a Clarita lejos de estos lugares. Es menester que lo sepas... Clarita me tiene embobado. Por ella, no más que por ella, aguanto a su madre. Lo que yo quería, como un bribón de siete suelas, es que se quedase por aquí... para ir a verla y para que ella me agasajase, como me agasaja ahora, cuando voy a casa de su madre, sirviéndome, con sus blancas y preciosas manos, jícaras de chocolate y tacillas de almíbar. Se me antojó que Clarita era una muñeca para mi diversión. Yo no caí en nada... no me hice cargo... pensé sólo en que, ya casada, haría una excelente señora de su casa, y me recibiría al amor de la lumbre, y yo le llevaría flores, frutas y pajaritos de regalo. ¡Si vieses qué corza he hecho venir para ella de Sierra Morena! Es un primor. La tengo abajo en el corral... y se la iba a llevar mañana. Nada... ¿has visto qué bárbaro?... sin dar la menor importancia a lo del casamiento. Ahora lo comprendo todo. ¡Qué monstruosidad! ¡Casar aquel dije con semejante estafermo! Ya se ve... ella no lo repugna... no lo entiende... ¿quién diablo sabe?... pero yo lo entiendo... y me espeluzno... me horrorizo.

-Razón tiene V. de horrorizarse... Ella lo repugna... lo entiende... pero cree que no debe resistir a la autoridad materna.

-Eso será lo que tase un sastre. ¡Pues no faltaba más! Obedecerá a su madre; pero antes obedecerá a Dios. Diligendus est genitor, sed praeponendus est Creator. Es sentencia de San Agustín.

-Además -dijo el Comendador-, Clarita ama a otro hombre.

-¿Cómo es eso? ¿Qué me cuentas? ¿Qué mentira, qué enredo te han hecho creer? Si amase a un galán, Clara me lo hubiera confesado.

-Ella misma ignora casi que le ama; pero me consta que le ama.

-Vamos, sí, ya doy en ello: ciertas miradas y sonrisas con un estudiantillo... Me las ha confesado. Está arrepentida... ¡Con un estudiantillo!... ¿Pues se había de ir Clarita a correr la tuna?

-P. Jacinto, V. chochea.

-¡Desvergonzado! ¿Cómo te atreves a decir que chocheo?

-El estudiantillo no es de esos que van con el manteo roto y con la cuchara puesta en el sombrero de tres picos, pidiendo limosna, sino que es un caballero principal, un rico mayorazgo.

-¿De veras? Ya eso es harina de otro costal. De eso no me había dicho nada aquella cordera inocente. Oye... ¿y es buen mozo?

-Como un pino de oro.

-¿Buen cristiano?

-Creo que sí.

-¿Honrado?

-A carta cabal.

-¿Y la quiere mucho?

-Con toda su alma.

-¿Y es discreto y valiente?

-Como un Gonzalo de Córdoba. Además es poeta elegantísimo, monta bien a caballo, posee otras mil habilidades, es muy leído y sabe de torear.

-Me alegro, me alegro y me realegro. Le casaremos con Clarita, aunque rabie Doña Blanca.

-Sí, querido maestro, le casaremos... pero es menester que seamos muy prudentes.

-Prudentes sicut serpentes... Pierde cuidado. Harto sé yo quién es Doña Blanca. Es omnímodo el imperio que ejerce sobre su hija. El respeto y el temor que le infunde exceden a todo encarecimiento. Y luego, ¡qué brío, qué voluntad la de aquella señora! A terca nadie le gana.

-No soy yo menos terco... y no consentiré que Clara sea el precio del rescate de nadie; que sobre ella, que no tiene culpa, pesen nuestras culpas; que Doña Blanca la venda para conseguir su libertad. Sin embargo, importa mucho la cautela. Doña Blanca, llevada al extremo, pudiera hacer alguna locura.

Después de esta larga conversación, y perfectamente de acuerdo el Comendador y el P. Jacinto, el primero se volvió a la ciudad en aquel mismo día para que su ausencia no se extrañase.

El P. Jacinto quedó en ir a la ciudad al día siguiente de mañana.

Los pormenores y trámites del plan que habían de seguir se dejaron para que sobre el terreno se decidiesen.

Sólo se concertó el mayor sigilo y circunspección en todo y disimular en lo posible la íntima amistad que entre el fraile y el Comendador había, a fin de no hacer sospechoso y aborrecible al fraile a los ojos de Doña Blanca.

Se convino, por último, en que, a pesar de la gravedad de la situación, no era ninguna salida de tono, ni tenía una inoportunidad cómica o censurable, que el P. Jacinto llevase a Clarita la corza y se la regalara.




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- XV -

Al volver aquella noche a la ciudad, el Comendador tuvo que sufrir un interrogatorio en regla de su sobrina, que era la muchacha más curiosa y preguntona de toda la comarca. Tenía además un estilo de preguntar, afirmando ya lo mismo de que anhelaba cerciorarse, que hacía ineficaz la doctrina del P. Jacinto de callar la verdad sin decir la mentira. O había que mentir o había que declarar: no quedaba término medio.

-Tío -dijo Lucía apenas le vio a solas-, V. ha estado en Villabermeja.

-Sí... he estado.

-¿A qué ha ido V. por allí? ¡Si le traerán a usted entusiasmado los divinos ojos de Nicolasa!

-No conozco a esa Nicolasa.

-¿Que no la conoce V.?... ¡Bah!... ¿Quién no conoce a Nicolasa? Es un prodigio de bonita. Muchos hidalgos y ricachos la han pretendido ya.

-Pues yo no me cuento en ese número. Te repito que no la conozco.

-Calle V., tío... ¿Cómo quiere V. hacerme creer que no conoce a la hija de su amigo el tío Gorico?

-Pues digo por tercera vez que no la conozco.

-Entonces, ¿qué hay que ver en Villabermeja? ¿Ha estado V. para visitar a la chacha Ramoncica?

El Comendador tuvo que responder francamente.

-No la he visitado.

-Vamos, ya caigo. ¡Qué bueno es V.!

-¿Por qué soy bueno?... ¿Porque no he visitado a la chacha Ramoncica, que me quiere tanto?

-No, tío. Es V. bueno... En primer lugar porque no es V. malo.

-Lindo y discreto razonamiento.

-Quiero decir que es V. bueno, porque no es como otros caballeros, que por más que estén ya con un pie en el sepulcro, de lo que dista V. mucho, a Dios gracias, andan siempre galanteando y soliviantando a las hijas de los artesanos y jornaleros. Ahora no... por el noviazgo; pero antes... bien visitaba D. Casimiro a Nicolasa.

-Pues yo no la he visitado.

-Pues esa es la primera razón por la que digo que es V. bueno. Nicolasa es una muchacha honrada... y no está bien que los caballeros traten de levantarla de cascos...

-Apruebo tu rigidez. Y la segunda razón por la cual soy bueno, ¿quieres decírmela?

-La segunda razón es, que no habiendo ido V. ni a ver a Nicolasa ni a ver la chacha Ramoncica, ¿a qué había V. de haber ido tan a escape como no fuese a ver al P. Jacinto y a tratar de ganarle en favor de Mirtilo y de Clori? ¿Vaya que ha ido V. a eso?

-No puedo negártelo.

-Gracias, tío. No es V. capaz de encarecer bastante lo orgullosa que estoy.

-¿Y por qué?

-Toma... porque, por muy afectuoso que sea V. con todos, al fin no se interesaría tanto por dos personas que le son casi extrañas, si no fuese por el cariño que tiene V. a su sobrinita, que desea proteger a esas dos personas.

-Así es la verdad, -dijo el Comendador, dejando escapar una mentira oficiosa, a pesar de la teoría del P. Jacinto.

Lucía se puso colorada de orgullo y de satisfacción, y siguió hablando:

-Apostaré a que ha ganado V. la voluntad del reverendo. ¿Está ya de nuestra parte?

-Sí, sobrina, está de nuestra parte; pero, por amor de Dios, calla, que importa el secreto. Ya que lo adivinas todo, procura ser sigilosa.

-No tendrá V. que censurarme. Seré sigilosa. V., en cambio, me tendrá al corriente de todo. ¿Es verdad que me lo dirá V. todo?

-Sí, -dijo el Comendador teniendo que mentir por segunda vez. Luego prosiguió:

-Lucía, tú has dicho una cosa que me interesa. ¿Qué clase de amoríos das a entender que hubo o hay entre D. Casimiro y esa bella Nicolasa?

-Nada, tío... ¿No lo he dicho ya? Fueron antes del noviazgo con Clarita. D. Casimiro no iba con buen fin... y Nicolasa le desdeñó siempre; pero de esto informará a V. mejor que yo el P. Jacinto. Yo lo único que añadiré es que el tal D. Casimiro me parece un hipocritón y un bribón redomado.

-No es malo saberlo -pensó el Comendador.

-¡Ah! diga V., tío. Ya sé que se fue a Sevilla D. Carlos. Envió recado despidiéndose y excusándose de no haberlo hecho en persona por la priesa. Es evidente que V. le ha hablado al alma y le ha convencido para que se vaya, asegurándole que esto convenía al logro de nuestro propósito. ¿No es así, tío?

-Así es, sobrina -respondió el Comendador-. Veo que nada se te oculta.




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- XVI -

Cuando ocurrían los sucesos que vamos refiriendo, no había tantas carreteras como ahora. Desde Villabermeja a la ciudad puede hoy irse en coche. Entonces sólo se iba a pie o a caballo. El camino no era camino, sino vereda, abierta por las pisadas de los transeúntes racionales e irracionales. Cuando había grandes lluvias, la vereda se hacía intransitable: era lo que llaman en Andalucía un camino real de perdices.

Poseía el padre Jacinto una borrica modelo por lo grande, mansa y segura. En esta borrica iba y venía siempre, como un patriarca, desde Villabermeja a la ciudad y desde la ciudad a Villabermeja. Un robusto lego le acompañaba a pie. En el viaje que hizo a la ciudad, al día siguiente de su largo coloquio con el Comendador, le acompañó, a más del lego, un rústico seglar o profano, para que cuidase la corza.

Seguido, pues, de su lego, de la corza y del rústico, y caballero en su gigantesca borrica, el padre Jacinto entró sano y salvo en la ciudad a las diez de la mañana. Como el convento de Santo Domingo está casi a la entrada, no tuvo el padre que atravesar calles con aquel séquito. En el convento se apeó, y apenas se reposó un poco, se dirigió a casa de D. Valentín Solís, o más bien a casa de Doña Blanca. El cuitado de D. Valentín se había anulado de tal suerte, que nadie en el lugar llamaba a su casa la casa de D. Valentín. Sus viñas, sus olivares, sus huertas y sus cortijos eran conocidos por de Doña Blanca, y no por suyos. Aquella anulación marital no había llegado, con todo, hasta el extremo de la de algunos maridos de Madrid, a quienes apenas los conoce nadie sino por sus mujeres, cuya notoriedad y cuya gloria se reflejan en ellos y los hacen conspicuos.

Pero dejemos a un lado ejemplos y comparaciones, que pueden tomar ciertos visos y vislumbres de murmuración, y sigamos al P. Jacinto, y penetremos con él en casa de Doña Blanca, donde tan difícil era entrar para el vulgo de los mortales.

Merced a la autoridad del reverendo, y siguiéndole invisibles, todas las puertas se nos franquean.

Ya estamos en el salón de Doña Blanca. Clara borda a su lado. D. Valentín, a respetable distancia y sentado junto a una mesa, hace paciencias con una baraja. D. Casimiro habla con la señora de la casa y con su hija.

Los lectores conocen ya a D. Casimiro, como si dijéramos de fama, de nombre y hasta de apodo, pues no ignoran que para D. Carlos, Lucía, Clara y el Comendador, era el viejo rabadán. Veamos ahora si logramos hacer su corporal retrato.

Era alto, flaco de brazos y piernas y muy desarrollado de abdomen; de color trigueño, poca barba, que se afeitaba una vez a la semana, y los ojos verde-claros y un poquito bizcos. Tenía ya bastantes arrugas en la cara, y el vivo carmín de sus narices no armonizaba bien con la palidez de los carrillos. En su propia persona se notaba poco esmero y aseo; pero en el traje sí se descubrían el cuidado y la pulcritud que en la persona faltaban, lo cual denotaba desde luego que D. Casimiro más se cuidaba la ropa por ser ordenado, económico y aficionado a que las prendas durasen, que por amor a la limpieza. Iba vestido muy de hidalgo principal, si bien a la moda de hacía quince o veinte años. Su casaca, su chupa, sus calzones y medias de seda no tenían una mancha, y si tenían alguna rotura, ésta se hallaba diestra y primorosamente zurcida. Gastaba peluca con polvos y coleta, y lucía muchos dijes en las cadenas de sendos relojes que llevaba en ambos bolsillos de la chupa. Su caja de tabaco, que él mostraba de continuo, pues no cesaba de tomar rapé, era un primor artístico, por los esmaltes y las piedras preciosas que le servían de adorno. Al hablar usaba D. Casimiro de cierta solemnidad y pausa muy entonada; pero su voz era ronca y desapacible, asegurándose provenir esto en parte de que no le desagradaba el aguardiente, y más aún de que, en su casa y despojado de las galas de novio o de pretendiente amoroso, fumaba mucho tabaco negro.

La expresión de su semblante, sus modales y gestos no eran antipáticos: eran insignificantes; salvo que no podía menos de reconocerse por ellos en D. Casimiro a una persona de clase, aunque criada en un lugar.

Se advertía, por último, en todo su aspecto, que D. Casimiro debía de padecer no pocos achaques. Su mala salud le hacía parecer más viejo.

Dado a conocer así somera, y no favorablemente, por desgracia, podemos ya lisonjearnos de conocer a cuantas personas ocupaban la sala cuando entró en ella el padre Jacinto.

Doña Blanca, Clarita, D. Valentín y D. Casimiro se levantaron para recibirle, y todos le besaron humildemente la mano. El padre estuvo sonriente y amabilísimo con ellos, y a Clarita le dio, como si no fuese ya una mujer, como si fuese una niña de ocho años, y con la respetabilidad que setenta bien cumplidos le prestaban, dos palmaditas suaves en la fresca mejilla, diciéndole:

-¡Bendito sea Dios, muchacha, que te ha hecho tan buena y tan hermosa!

-Su merced me favorece y me honra -contestó Clarita.

Doña Blanca se lamentó del mucho tiempo que el padre había estado sin venir de Villabermeja, y todos le hicieron coro. Se trató de que el padre tomase algo hasta la hora de comer, y el padre no quiso tomar nada, salvo asiento cómodo. Desde su asiento habló de mil cosas con animada y alegre conversación, resuelto a aguardar allí a que Don Casimiro se fuese y a que D. Valentín y Doña Clara despejasen, para hablar a solas con Doña Blanca.

Doña Blanca adivinó la intención del fraile, entró en curiosidad, y pronto halló modo de despedir a D. Casimiro y de echar de la sala a D. Valentín y a Clarita.

Verificado ya el despejo, dijo Doña Blanca:

-Supongo y espero que, después de tan larga ausencia, honrará V. nuestra mesa comiendo hoy con nosotros.

El P. Jacinto aceptó el convite, y Doña Blanca prosiguió:

-He creído advertir que estaba V. impaciente por hablarme a solas. Esto ha picado mi curiosidad. Todo lo que V. me dice o puede decirme me inspira el mayor interés. Hable V., padre.

-No eres lerda, hija mía -contestó éste-. Nada se te escapa. En efecto, deseaba hablarte a solas. Y lo deseaba tanto, que dejo para después de tu comida, que acepto gustoso, dejo para sobremesa la aparición de un objeto que traigo de presente a nuestra Clarita, y que le va a encantar. Figúrate que es una lindísima corza, tan mansa y doméstica, que come en la mano y sigue como un perro. Pero vamos al caso: vamos a lo que tengo que decirte. Por Dios, que no te incomodes. Tú tienes el genio muy vivo: eres una pólvora.

-Es verdad; yo soy muy desgraciada, y los desgraciados no es fácil que estén de buen humor. V., sin embargo, no tiene derecho a quejarse del mío. ¿Cuándo estuve yo, desde que nos tratamos, desabrida y áspera con V.?

-Eso es muy verdad. Convendrás, con todo, en que yo no he dado motivo. Yo no soy como otros frailes, que se meten a dar consejos que no les piden, y quieren gobernar lo temporal y lo eterno, y dirigirlo todo en cada casa donde entran. ¿No es así?

-Así es. Más bien tengo yo que lamentarme de que V. me aconseja poco.

-Pues hoy no te quejarás por ese lado. Tal vez te quejes de que te aconsejo mucho y de que me meto en camisón de once varas.

-Eso nunca.

-Allá veremos. De todos modos, tengo disculpa. Tú sabes que Clarita es mi encanto. Me tiene hecho un bobo. ¿Quién ignora mi predilección hacia las mujeres? Menester ha sido de toda mi severidad para que allá cuando mozo no me quitaran el pellejo los maldicientes. Hoy, hija mía (alguna ventaja ha de traer el ser viejo), con treinta y cinco años en cada pata, puedo, sin temor de censura, quereros a mi modo y trataros con la íntima familiaridad que me deleita. Te confieso que para querer a los hombres tengo que acordarme a menudo de que son prójimos y queremos por amor de Dios. A las mujeres, por el contrario, las quiero, no ya sin esfuerzo, sino por inclinación decidida. Sois dulces, benignas, compasivas, y muchísimo más religiosas que los hombres. Si no hubiera sido por vosotras, lo doy por cierto, hubiérase perdido hasta la huella de la primitiva cultura y revelación del Paraíso, y los hombres jamás hubieran salido del estado salvaje. Si yo fuera un sabio, había de componer un libro demostrando que todo este ser de la Europa del día, que todos estos adelantamientos sociales de que el mundo se jacta, se deben, en lo humano, principalmente a las mujeres. Calcula, pues, cuán alto y lisonjero es el concepto que tengo de vosotras. Pues bien; en los últimos años de mi vida, tu hija Clara ha venido a sublimar mucho más aún este concepto de mi mente. En mi mente tenía yo como un tipo soñado de perfección, al cual ninguna de las mujeres que he conocido se acercaba ni en diez leguas. Clarita ha ido más allá. ¡Qué inocencia la suya, tan rara por su enlace con la discreción y el despejo! ¡Qué fe religiosa tan sana y atinada! ¡Qué amor a su madre y qué sumisión a sus mandatos! Clara es una santita en este mundo, y al verla hay que alabar a Dios, que la ha criado a fin de dejarnos rastrear y columbrar por ella lo que serán en el cielo los angelitos y las bienaventuradas vírgenes.

Mucho lisonjean mi orgullo de madre -interpuso Doña Blanca-, esos encomios de Clarita que oigo en boca de V.; pero mi amor a la justicia me induce a creerlos exagerados. Yo me los explico de cierto modo, que voy a tener la sinceridad de declarar a V. En el puro amor que en general profesa V. a las mujeres, hay algo del antiguo caballero andante, algo del hechizo que tiene para todo ser fuerte dar protección a los débiles y desvalidos. En el concepto superior a la realidad que de las mujeres V. forma, hay gran bondad e instintiva poesía. Todos estos nobles sentimientos de V. se han empleado, durante una larga y santa vida, en lugareñas, jornaleras unas, e hidalgas o ricachas otras, pero toscas las más, en comparación con Clara, criada en grandes ciudades, con otro barniz, con otra más elevada cultura, con mayor delicadeza y refinamiento. Ventajas tales, meramente exteriores y debidas a la casualidad, han sorprendido y alucinado a V., y le han hecho pensar que lo que está en la superficie está en el fondo; que modales más distinguidos, mayor tino y mesura en el hablar, y ciertas atenciones y miramientos que nacen de más esmerada educación, y que llegan a tenerse maquinalmente, gracias a la costumbre, son virtudes y excelencias que brotan del centro mismo de un alma que se eleva sobre las otras.

No, hija mía; nada de eso basta a explicar mi predilección por Clarita.

¿Cómo que no basta? Sea V. franco. ¿No quiere V. y estima casi tanto a Lucía?

Las comparaciones son odiosas, y las del cariño más. Supongamos, a pesar de todo, que estimo y quiero a Lucía casi tanto. Eso probaría sólo que Lucía vale casi tanto como Clara.

Y que ambas están educadas con más esmero.

Bueno... ¿Y qué?... Concedo que así sea. ¿Quién te ha negado el poder de la educación? Lo que niego es que la educación valga hasta ese punto sobre un espíritu estéril e ingrato; y lo que niego también es que su influjo no pase de la superficie y no penetre en el fondo, y no mejore el ser de las personas. Es, pues, evidente que Clara debe mucho a Dios, y luego a ti, que la has educado bien; pero esto que debe a ti no es superficial y externo: los modales, las palabras, las atenciones y los miramientos no son signos vanos. Cuando no hay en ellos afectación, es porque brotan del alma misma, mejor criada por Dios o por los hombres que otras almas sus hermanas. Cierto que yo no he visto ni conocido más gente en mi vida que la de esta ciudad y la de Villabermeja; pero adivino y veo claramente que ha de haber duquesas y hasta princesas cuyo barniz no me engañaría ni me alucinaría. Yo conocería al momento que era falso y, de relumbrón, y que en el fondo eran aquellas damas más vulgares que tu cocinera. Conste, por consiguiente, que no me alucino al encomiar a Clarita.

-¿Y no provendrá la alucinación, -dijo Doña Blanca-, de la cándida y espontánea propensión de Clarita a hacerse agradable?

-Sin duda que provendrá; pero esa misma propensión, siendo espontánea y cándida, prueba la bondad de alma de quien la tiene.

-¿V. no sabe, padre, que eso se califica con un vocablo novísimo en castellano, y que suena mal y como censura?

-¿Qué vocablo es ese?

-Coquetería.

-Pues bien; si la coquetería es sin malicia, si el afán de agradar y el esfuerzo hecho para conseguirlo no traspasan ciertos límites, y si el fin que se propone una mujer agradando no va más allá del puro deleite de infundir cordial afecto y gratitud, digo que apruebo la coquetería.

Doña Blanca y el P. Jacinto se tenían mutuamente miedo. Ella temía la desvergüenza del fraile, y el fraile el genio violentísimo de ella. De este miedo mutuo nacía el que se tratasen por lo común con extremada finura y con el comedimiento más exquisito y circunspecto, a fin de no terminar cualquier coloquio en pelea o disputa.

Llevada de esta consideración, Doña Blanca no impugnó la defensa de la coquetería; dio por satisfecha su modestia de madre, y acabó por aceptar como justos y merecidos los encomios de su hija Clara.

Luego añadió:

-En suma, mi hija es un prodigio. En las alabanzas de V. no toma parte sino la justicia. Me alegro. ¿Qué mayor contento para una madre? Imagino, con todo, que tan lisonjero panegírico bien se podía haber pronunciado en presencia de testigos. Lo que sigilosamente tenía V. que decirme no ha salido aún de sus labios.

El P. Jacinto se paró a reflexionar entonces, al verse tan directamente interrogado, y casi se arrepintió de haber venido a tratar del asunto de la boda de Clarita, dejándose llevar de un celo impaciente, sin ponerse antes de acuerdo con el Comendador, según habían concertado; pero el padre Jacinto no era hombre que cejaba una vez dado el primer paso, y después de un instante de vacilación, que no dejó percibir a ojos tan linces como los de su interlocutora, dijo de esta manera:

-Allá voy, hija; ten calma que todo se andará. Mi encomio de Clarita estaba muy en su lugar, porque de Clarita voy a hablarte. Me consta, como su director espiritual que soy, que te obedecerá en todo; pero dime, ¿no consideras tú que para algunas cosas, de la mayor importancia, convendría consultar su voluntad?

-¿Y quién ha informado a V. de que yo no la consulto cuando conviene?

-¿Has preguntado, pues, a Clara si quiere casarse tan niña?

-Sí, padre, y, ha dicho que sí.

-¿Le has preguntado sí aceptará por marido a D. Casimiro?

-Sí, padre, y también ha dicho que sí.

-¿Y no serán parte el temor y el respeto que inspiras a tu hija en esas respuestas?

-Creo que no merezco sólo inspirar a mi hija respeto y temor, sino también cariño y confianza. Prevaliéndose, pues, mi hija del cariño y de la confianza que debo inspirarle, hubiera podido contestar que no quería casarse con D. Casimiro. Nadie la ha violentado para que diga que quiere. Querrá cuando lo dice.

-Es cierto; querrá, cuando lo dice. No obstante, para que una decisión de la voluntad sea válida, importa que la voluntad esté previamente ilustrada por el entendimiento acerca de aquello sobre lo cual decide. ¿Crees tú que Clarita sabe lo que quiere y por qué lo quiere?

-Acaba V. de hacer el encomio más extremado de mi hija, y ahora me induce a pensar que la tiene por tonta, por incapaz de sacramento. ¿Cómo quiere V. que una mujer de diez y seis años ignore los deberes que el santo matrimonio trae consigo?

-No los ignora... pero no me vengas con sofismas... una niña de diez y seis años no sabe toda la transcendencia del sí que va a dar en los altares.

-Por eso tiene a su madre, para iluminarla, aconsejarla y dirigirla.

-¿Y tú la has iluminado, aconsejado y dirigido según tu conciencia?

-La menor duda sobre eso, la mera pregunta que me hace V. es una ofensa terrible y gratuita. ¿Cómo presumir, sospechar, ni por un instante, que había yo de aconsejar a mi hija en contra de lo que mi conciencia me dictase? ¿Tan mala me cree V.?

-Perdona; me expliqué con torpeza. Yo no creo, ni puedo creer que hayas aconsejado a tu hija contra tu conciencia; pero sí puedo creer que en tu entendimiento cabe error, y que, llevada tú de algún error, induces a tu hija a dar un paso deplorable.

-Extraño muchísimo los razonamientos de usted en el día de hoy. ¡Qué diferentes de lo que eran antes! ¿Qué cambio ha habido en V.? Seré yo víctima de un error, y en virtud de ese error daré malos consejos y tomaré funestas resoluciones; pero usted lo sabía tiempo ha, y nada había dicho en contra cuando no había aún compromiso alguno contraído. ¿Cómo ha venido de pronto a hacerse patente a los ojos de V. ese error, que antes no percibía? ¿Qué luz del cielo le ha ilustrado a V. el alma? ¿Qué santo o qué ángel bendito ha bajado a la tierra a descubrir a V. lo bueno y a distinguirlo de lo malo?

Doña Blanca, según se ve, iba ya perdiendo su aplomo y su dificultosa dulzura. El P. Jacinto empezaba también a amostazarse; pero hizo un esfuerzo heroico, y en vez de seguir adelante y de excitar la tempestad, procuró calmarla por cuantos medios se le ocurrieron.

-Tienes razón que te sobra -contestó con mucha humildad-. Yo debí disuadirte a tiempo de que concertaras esa boda. Del error que noto en ti, confieso que he participado. Por lo menos, ha sido en mí un descuido atroz, una ligereza imperdonable, el no hablarte antes como te estoy hablando hoy. Pero si yo erré, con reconocerlo ya y con apartarme del error, te induzco a que me imites, aunque te dé armas en contra mía. Lo que afirmas, probará mi inconsecuencia, mas no prueba nada contra mi consejo.

-¿Cómo que no prueba nada? Quita a su consejo de V. toda la autoridad que de otra suerte hubiera tenido. Consejo dado tan de repente... hasta pudiera sospecharse... que no se funda en pensamiento propio del consejero.

Doña Blanca, al pronunciar esta última frase, lanzó al padre una penetrante y escrutadora mirada. El padre, que no era tímido, se cortó un poco y bajó los ojos. Serenándose al instante, repuso:

-No se trata aquí de más autoridad que de la autoridad de la razón. Para darte el consejo, válganme la amistad y el cariño que tengo a tu persona y a los de tu familia: para que le aceptes o le deseches, no pretendo que valga sino el ingenio, que pido a Dios me conceda, para llevar el convencimiento a tu alma.

-Está bien. ¿Quiere V. decirme qué razones, hay para que Clara no se case con D. Casimiro? V. es el confesor de Clara. ¿Ama Clara a otro hombre?

-Por lo mismo que soy su confesor, si Clara amase a otro hombre y ella me lo hubiera confiado, no te lo diría sin que ella me diese su venia, que yo sabría pedir y exigir en caso necesario. Por dicha, para nada tiene que entrar aquí la cuestión de si Clara ama o no a otro hombre.

-No me venga V. con rodeos y sutilezas. Yo he educado a mi hija con tal rigidez y con tal recogimiento, que no tengo la menor duda de que no ha tenido amoríos. Clara no ha mirado jamás con malicia a hombre alguno.

-Así será. Pero ¿no podrá mirarle el día de mañana? ¿No podrá amar, si no ama aún?

-Amará a su marido. ¿Por qué no ha de amarle?

-Vamos, señora -dijo el P. Jacinto ya con la paciencia perdida-: no amará a su marido, porque su marido es feo, viejo, enfermizo y fastidioso.

-Quiero suponer -contestó Doña Blanca con el reposado entono que tomaba cuando más tremenda se ponía-, quiero suponer que las caritativas calificaciones de V. cuadran perfectamente al sujeto, a la persona de mi familia, a quien V. honra con ellas. Su exquisito gusto de V. en las artes del dibujo halla feo a D. Casimiro; sus conocimientos de V. en la medicina le han hecho comprender que está el pobre mal de salud, y la amenidad y discreción que en V. campean, es natural que le induzcan a fastidiarse de todo ser humano que no sea tan ameno y tan ingenioso como V., cosa, por desgracia, rarísima; pero V. no me negará que mi hija, menos instruida en las proporciones y bellezas de la figura del hombre, puede no hallar feo a D. Casimiro, como no le halla; menos docta en ciencias médicas, puede creerle más sano, y menos chistosa que V., puede muy bien hallar en D. Casimiro algún chiste y no aburrirse de su conversación. Y por otra parte, aunque mi hija viese en D. Casimiro los defectos que V. señala, ¿por qué no había de amarle? Pues qué, ¿una mujer de honor, una buena cristiana, ha de amar sólo la hermosura física y el desenfado en el hablar? ¿Será menester buscarle para marido, no a un caballero de su clase, honrado, temeroso de Dios, virtuoso y lleno de atenciones y buenos deseos de hacerla dichosa, sino a algún saltimbanquis robusto, a algún truhán divertido, que provoque en ella con sus chocarrerías tina risa indecorosa y un regocijo poco honesto?

-Mira, Doña Blanca -dijo el fraile, que jamás abandonaba el tuteo, aunque se incomodara-, no creas que se necesite ser un Apeles o un Fidias para conocer que es feo D. Casimiro. Su fealdad es tan patente y somera, que no hay, que ahondar mucho para descubrirla. Y en cuanto a su ruin salud y escasa amenidad, te aseguro lo mismo. Sin haber cursado medicina, sin ser un Hipócrates, ve cualquiera que D. Casimiro está por demás estropeado. Y sin haber estudiado el Examen de ingenios, de Huarte, se descubre enseguida que el de don Casimiro es romo y huero. Yo no pretendo que busques para Clarita a Pitágoras y a Milón de Crotona en una pieza; pero ¿qué diablura te lleva a darle por marido a Tersites?

El P. Jacinto se abstenía de echar latines cuando hablaba a las mujeres; pero no podía menos de citar en romance, siempre que se dirigía a damas de distinción, hechos, personajes y sentencias de la antigüedad clásica y de las Sagradas Escrituras. Por lo demás, era tan claro el sentido de lo que decía, que Doña Blanca, aunque no hubiera sabido más o menos confusamente la condición de los personajes citados, no hubiera tenido la menor duda sobre lo que el fraile quería significar. Así es que le respondió:

-Reverendo padre, esos son insultos y no consejos; pero jamás me enojaré con V. Lo único que afirmo es que todos los defectos que pone V. a mi futuro yerno han de estar menos al descubierto de lo que V. supone ahora, cuando antes de ahora no los ha conocido V. Y si los conocía, ¿por qué antes no me los dijo? Repito que alguien ha venido a ilustrar su claro entendimiento de V. Alguien le induce a dar este paso. No hay que disimular. Sea V. leal y franco conmigo. V. ha hablado con alguien acerca de la proyectada boda de Clarita. Sus consejos de V. no son consejos, sino un mensaje solapado.

El P. Jacinto era fresco de veras; pero con Doña Blanca no había frescura que valiese. El pobre fraile estaba sofocado, rojo hasta las orejas. Por él hubiera podido inventarse aquella frase con que se denota que a alguien le han dado una buena descompostura: tenía encarnadas las orejas como fraile en visita.

Hasta su lengua, que por lo común estaba tan suelta, se le había trabado un poco y no atinaba a contestar.

Doña Blanca, notando aquel silencio, le excitaba a que se explicase y añadía:

-No me cabe duda. Está V. convicto y casi confeso. V. desaprueba hoy lo que ayer aprobaba, porque un enemigo mío le ha llenado la cabeza de ideas absurdas. Atrévase V. a negar la verdad.

Interpelado, acusado con tan desmedida audacia y con tan ruda serenidad, el P. Jacinto sacó fuerzas de flaqueza; puso a un lado la causa de su inusitada timidez, que era sólo el recelo de perjudicar los intereses de Clara y de su amigo y antiguo discípulo, y, ya libre de estorbos, contestó tan enérgica y sabiamente, que su contestación, la réplica a que dio lugar y todo el resto del diálogo tomaron un carácter distinto y solemne, por donde merecen capítulo aparte, el cual será de los más importantes de esta historia.




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- XVII -

El P. Jacinto, sin alterarse, imitando el entonado reposo de su ilustre amiga, contestó lo que sigue:

-Ya he confesado con ingenuidad que debí aconsejarte antes. No lo hice, no porque aprobase tu plan, sino porque, llevado de ligereza vergonzosa y de indiferencia villana y grosera, no advertí todo el horror de la boda que tienes concertada. ¿Debo el advertirlo ahora a mi propio espíritu, o bien al de otra persona que me ha ilustrado? Punto es éste que podrá interesarte sabe Dios por qué y que podrá afectar mi reputación de hombre entendido; pero en nada altera el valor de mis consejos. No quiero ni puedo justificar mi inconsecuencia. Puedo y debo, con todo, mitigar un poco la rudeza de tu acusación, y lo haré al exponer las razones en que fundo mis consejos de ahora. Sentiré expresarme con impropiedad, aunque espero de tu buena fe que no me armes disputa sobre las palabras, si entiendes la idea y la sana intención con que la expreso. Tal vez está educada Clara con rigidez que raya en extremos peligrosos. Temiendo tú que un día pueda caer, le has exagerado los tropiezos. Temiendo tú que la nave pueda zozobrar e irse a pique, has ponderado los escollos y bajíos que hay en el mar del mundo, el ímpetu y violencia de los vientos que combaten la nave y hasta su fragilidad y desgobierno. Esto tiene también sus peligros. Esto infunde una desconfianza en las propias fuerzas que raya en cobardía. Esto nos hace formar un concepto de la vida y del mundo mucho peor de lo que debe ser. ¿Cómo ha de negar un creyente que de resultas de nuestros pecados el mundo es un valle de lágrimas; que el demonio tiende su red de continuo para perdernos; que nuestra flaca condición es propensa al mal, y que es necesario el favor del cielo para no caer en las tentaciones? Todo esto es innegable, pero conviene no exagerarlo. Una vez muy exagerado, o hay que huir al desierto y hacer la vida ascética de los ermitaños, y entonces todo va bien, porque la belleza y la bondad que no se ven en la tierra, se esperan, se presienten y casi se ven ya en el cielo, en éxtasis y arrobos, o hay que dar, faltando el amor divino, faltando la caridad fervorosa, en un desesperado desprecio de uno mismo y en tal desdén y odio a todo lo creado y a nuestros semejantes, que hacen a quien así vive odioso y enojoso a sí y a los demás seres. Hija, no sé si me explico, pero tú eres perspicaz y me irás entendiendo. Otro grave peligro nace también de tu método de educar. La conciencia se halla con él más apercibida y precavida para la lucha; pero al mancharlo todo, se mancha, al inficionarlo todo, se inficiona; al presentir en todo un delito, una impureza, provoca y hasta evoca las impurezas y los delitos. Clarita tiene un entendimiento muy sano, un natural excelente: pero, no lo dudes, a fuerza de dar tormento a su alma para que confiese faltas en que no ha incurrido, pudiera un día torcer y dislocar los más bellos sentimientos y convertirlos en sentimientos pecaminosos; pudiera concebir del escrúpulo de su conciencia, inquisidora del pecado, el pecado mismo que antes no existía. No tengo que asegurarte que yo por mil motivos no he procurado relajar la rigidez de los principios que has inculcado a Clarita, si bien mi modo de ser me lleva, por el contrario, a la indulgencia, a ver en todo el lado bueno, y a tardar muchísimo en ver el lado malo, y a no descubrirle sino después de larga meditación. Así es que al principio, contrayéndonos al asunto de la boda, no vi sino el lado bueno. Vi que D. Casimiro es un caballero de tu clase, honrado, religioso, prendado de Clarita y deseando hacerla feliz. Vi que, casándose con ella, seguiría ella aquí y no se la llevarían lejos de su madre y de nosotros, que la queremos tanto. Vi que con su mucha hacienda y la de su marido haría un bien inmenso en estos lugares, empleándose en obras de caridad. Y vi en la misma austeridad con que está educada la garantía de que para Clarita no podía ser el matrimonio el medio de satisfacer y aun de santificar, merced a un lazo sagrado e indisoluble, una pasión violenta, profana y algo impía, ya que consagra al hombre cierta adoración y culto que a sólo Dios se debe, y una ilusión caduca, efímera, que se disipa tanto más pronto cuanto más vivo y ardiente es el resplandor con que la fantasía la finge y colora. Todo esto vi, y por haberlo visto trato de cohonestar, ya que no disculpe, el no haberme opuesto antes a la boda. Imaginaba yo, además, que Clarita no la repugnaba. Clarita nada me ha dicho después; pero mis ojos se han abierto, y ahora comprendo que la repugna con repugnancia invencible, allá en el fondo de su alma. Ahora comprendo que Clarita no ve sólo en el matrimonio un voto de devoción y sacrificio. Clarita quiere amar y que el matrimonio sancione y purifique su amor. El matrimonio, por lo tanto, no puede ser para ella el mero cumplimiento de un deber social, un acto de abnegación, un padecimiento a que hay que resignarse, una penitencia, una prueba, un castigo. El profundo respeto que te tiene, la ciega obediencia con que se somete a tu voluntad, la creencia de que casi todo es pecado, no consentirán que ella confiese nunca ni a sí misma lo que te digo; pero yo no dudo ya que lo siente. Ahora bien; ¿es merecedora Clarita de esa penitencia? ¿Es digna de ese castigo? ¿Qué derecho tienes para imponérsele? Y si es prueba, ¿quién te da permiso para poner a prueba su bondad? ¿Por qué, si lo grave y áspero de un deber, como es el del matrimonio, puede mezclarse y combinarse con lícitos contentos que aligeren la cruz y con satisfacciones y gustos que suavicen la aspereza del camino, quieres tú sólo para tu hija la aspereza del camino y la pesadumbre de la cruz, y no también la permitida dulzura?

Doña Blanca escuchó impasible, y al parecer muy sosegada, todo el sermón del buen fraile. Al ver que no seguía, dijo, después de un instante de silencio:

-Aun conviniendo en que casarse con un hombre de bien, lleno de afecto y de juicio, fuese una penitencia, fuese una cruz, Clarita la debiera llevar y resignarse. La mujer no ha venido al mundo para su deleite y para satisfacción de su voluntad y de su apetito, sino para servir a Dios en esta vida temporal, a fin de gozarle en la eterna. Y V. convendrá conmigo, si en estos días no ha tratado con gentes que han perturbado su razón y le han apartado del camino recto, que el modo mejor de servir a Dios es, en una hija, el obedecer a sus padres. Usted mismo reconoce que el santo sacramento del matrimonio no fue instituido para santificar devaneos. Cierto que es mejor casarse que quemarse; pero aún es mejor casarse sin quemarse, a fin de ser la fiel compañera de un varón justo y fundar o perpetuar con él una familia cristiana, ejemplar y piadosa. Este concepto puro, cristiano y honestísimo del matrimonio no es fácil de realizar; mas para eso he educado yo tan severamente a Clarita: para que con la gracia de Dios tenga la gloria de realizarle, en vez de buscar en el casamiento un medio de hacer lícito y tolerable el logro de mal regidos deseos y de impuras pasiones. Más pudiera decir en mi abono acerca de este asunto, pero no se trata aquí de una discusión académica. Yo carezco de estudios y de facilidad de palabra para discutir con V. sobre la cuestión general de si el matrimonio ha de ser un estado tan difícil y estrecho como otro cualquiera que se toma para servir a Dios, y no un expediente mundanal para disimular liviandades. Aquí debemos concretarnos al caso singular de Clarita, y para ello vuelvo a lo dicho: necesito, exijo que sea usted leal y sincero. ¿Quién envía a V. a que me hable? ¿Quién le aconseja para que me aconseje? ¿Quién le ha abierto los ojos, que tenía V. tan cerrados, y le ha hecho ver que Clarita, si no ama, amará? Vamos, respóndame V. ¿Por qué disimularlo o callarlo? Hay un hombre que ha hablado a V. de todo eso.

-No lo negaré, ya que te empeñas en que lo declare.

-Ese hombre es el Comendador Mendoza.

-Es el Comendador Mendoza -repitió el fraile.

Tal declaración, aunque harto prevista, dejó silenciosos y como en honda meditación a ambos interlocutores durante un largo minuto, que les pareció un siglo.

Doña Blanca, aunque sin precipitar sus palabras, mostrando ya, en lo trémulo de la voz y en el brillo de los ojos, viva y dolorosa emoción mal reprimida, habló luego así:

-Todo lo sabe V. y me alegro. Quizás hice mal en no decírselo yo misma la vez primera que me arrodillé ante V. en el tribunal de la penitencia. Sírvame de excusa que ya mi mayor delito había sido varias veces confesado, y la consideración de que cada vez que le confieso de nuevo hago sabedora a una persona más del deshonor de quien me ha dado su nombre. Todo lo sabe V. sin que yo se lo haya dicho. Bendito sea Dios, que me humilla como merezco, sin que yo, tan culpada, cometa la nueva culpa de infamar a mi pobre marido. Pues bien: sabiéndolo V. todo, ¿cómo se atreve a aconsejarme lo que me aconseja? ¿Cómo quiere apartarme del camino que llevo, único posible para una reparación, aunque incompleta? Si contra su parecer de V., si contra la ley del decoro, manchásemos la conciencia de Clara, descubriéndole su origen, ¿qué piensa V. que haría ella? ¿No la despreciaría V. si no buscase la reparación? Y para ello, sin hacer pública la infamia de su madre y de aquél a quien debe venerar como a padre, ¿qué otro recurso tiene Clara sino entrar en un convento o dar la mano a D. Casimiro? ¿Por qué, dirá V., ha de pagar Clara la falta que no cometió? Harto la pago yo, padre. Los remordimientos, la vergüenza, me asesinan. Pero Clara también debe pagarla. Si esto parece a V. inicuo, vuélvase usted impío y blasfemo contra la Providencia, y no contra mí. La Providencia, en sus designios inescrutables, con ocasión de mi culpa, ha puesto a mi hija en la alternativa o de sacrificarse o de ser falsaria y poseedora indigna de riquezas que no le pertenecen.

-No he de ser yo, por cierto -interrumpió el fraile-, quien disimule o atenúe lo difícil de la situación y la verdad que hay en lo que dices. Convengo contigo. Sé la nobleza de alma de Clara. Si ella supiera quién es... pero no, mejor es que no lo sepa.

-¿Qué piensa V. que haría si lo supiese?

-Sin vacilar... Clara se retiraría a un convento. Tu plan de casarla con D. Casimiro le parecería absurdo, malo, no ya siendo feo y viejo D. Casimiro, sino aunque fuese precioso y estuviese ella prendada de él. Con ese casamiento ni se remedia el mal nacido del embuste o la falsía, ni se despoja tu hija de bienes que no son suyos.

-Es, sin embargo, la única reparación posible, aunque incompleta, ignorando Clara el motivo que hay para la reparación. Convengo en que entrando Clara en un claustro el mal se remediaría mejor, menos incompletamente. Pero ¿cómo la hija de un ateo ha de tener vocación para esposa de Jesucristo?

Al pronunciar estas últimas palabras, el rostro de Doña Blanca tomó una expresión sublime de dolor; sus mejillas se tiñeron de carmín ominoso como el de una fiebre aguda; dos gruesas lágrimas brotaron de repente de sus ojos.

El P. Jacinto vio a Doña Blanca transfigurada; reconoció en ella un corazón de mujer que antes no había sospechado siguiera bajo la aspereza de su mal genio, y le tuvo lástima y la miró con ojos compasivos. Ella prosiguió:

-He meditado en largas noches de insomnio sobre la resolución de este problema, y no veo nada mejor que el casamiento de Clara con D. Casimiro. No piense V. que me falte valor para otra cosa. No me falta valor; me sobra piedad. Mil veces, ansiosa de que me matase, he estado a punto de revelar mi pecado al hombre a quien ofendí cometiéndole. Yo misma hubiera puesto gustosa el puñal en su mano; pero, le conozco, ¡infeliz! hubiera llorado como un niño; yo le hubiera muerto de pena, en vez de recibir el merecido castigo; él, con mansedumbre evangélica, me hubiera perdonado, y mi duro pecho y mi diabólico orgullo, lejos de agradecer el perdón, hubieran despreciado más aún al hombre que me le otorgaba. Manso, pacífico, benigno, Valentín hubiera apurado un cáliz de hiel y veneno al oír mi revelación; no hubiera sido mi juez inexorable, sino hubiera acabado de ser mi víctima, y yo, réproba, llena de satánica soberbia, hubiera ahogado el manantial de la compasión y de la ternura con desdén, hasta con asco, de una resignación santa, que el demonio mismo me hubiera pintado como enervada flaqueza. Mi deber era, pues, callar; hacer lo menos amarga posible la vida de este débil y dulce compañero que el cielo me ha dado, disimular, ocultar, hasta donde cabe... mi falta de amor... mi injusta, impía, irracional, involuntaria falta de estimación. Así se explican el engaño y la persistencia en el engaño; pero la vileza del hurto no cabe en mí. Mi alma no la sufre. ¿Pretende quizás ese ateo malvado que me envilezca yo con el hurto? ¿Qué razón, qué derecho, qué sentimiento paternal invoca quien tan olvidado tuvo durante años el fruto de su amor... y de la cólera divina? V. dice bien: lo mejor sería que Clara se sepultase en un claustro, se consagrase a Dios. Yo he hecho lo posible por disgustarla del mundo pintándosele horroroso; pero en ella han podido, más que mis palabras, la confianza juvenil, el brío maldito de la sangre, el deleite y la exuberancia de la vida. ¿Qué arbitrio me queda sino casarla con D. Casimiro? ¿Por qué la compadece V.? Pues qué, ¿no sale ganando? La hija del pecado no debiera tener bienes, ni honra, ni nombre siquiera, y todo esto conservará y de todo podrá gozar sin remordimientos, sin sonrojo.

En la última parte de su discurso Doña Blanca estuvo hermosa, sublime como una pantera irritada y mortalmente herida. Se había puesto de pie. Al fraile se le figuraba que había crecido y que tocaba con la cabeza en el techo. Hablaba bajo, pero cada una de sus palabras tenía punta acerada como una saeta.

El P. Jacinto conoció que había confiado por demás en su serenidad y en su elocuencia. Se hizo un lío y no supo decir nada. Se encontró tan apurado, que la vuelta de Clarita al salón le quitó un peso de encima y le dio tregua para poder replicar en momentos más propicios y después de meditarlo.

Doña Blanca, no bien entró su hija, supo dominarse y recobrar su calma habitual.

Un poco más tarde vino el benigno D. Valentín, y todos fueron a comer como si tal cosa.

El P. Jacinto echó la bendición al empezar la comida, y rezó al sentarse y al levantarse.

Ya de sobremesa, tuvo efecto la grata sorpresa de la corza. Clarita la halló encantadora. La corza se dejó besar por Clarita en un lucero blanco que tenía en la frente, y se comió cuatro bizcochos que ella misma le dio con su mano.

Don Valentín se maravilló, simpatizó y hasta se enterneció con la mansedumbre de aquel lindo animalejo.

Cuando, terminado todo, salió el P. Jacinto de casa de Doña Blanca, se apresuró a ir a ver al Comendador, quien le aguardaba impaciente, no habiéndole visto al llegar de Villabermeja, porque el fraile había adelantado más de una hora su venida a la ciudad. Excusándose de esto y de su precipitación en dar pasos sin consultar al Comendador, el P. Jacinto le relató cuanto había pasado.

Don Fadrique López de Mendoza no era de los que condenan todo lo que se hace cuando no se les consulta. Halló bien lo hecho por su maestro, y lo aplaudió. Hasta la turbación y mutismo final del fraile le parecieron convenientes, porque no habían traído compromiso, porque no se había soltado prenda. Ya hemos dicho que el Comendador era optimista por filosofía y alegre por naturaleza.




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- XVIII -

Después de haberse enterado de la conversación entre el fraile y Doña Blanca, el Comendador se abstuvo de tomar una resolución precipitada. Se contentó con rogar a su maestro que no se volviese a Villabermeja, que siguiese frecuentando la casa de Doña Blanca y que tratase de desvanecer todo recelo en dicha señora, prometiéndole no hablar con Clarita de la proyectada boda ni decirle nada en contra de los deseos de su madre.

El Comendador quería meditar, y meditó largamente, sobre el asunto. Sus meditaciones (ya hemos dicho que el Comendador era descreído) no podían ser muy piadosas. Era también el Comendador alegre, fino y sereno, y nada podían tener de apasionadas sus meditaciones. Su espíritu analítico le presentaba, sin embargo, todas las dificultades del caso.

No cabía la menor duda. La criatura lindísima y simpática que a él debía el ser estaba condenada, o a vivir como usurpadora indigna de lo que no le pertenecía, o a casarse con D. Casimiro, o a ser monja. Uno de estos tres extremos era inevitable, a no causar un escándalo espantoso o a no realizar un difícil rescate.

Doña Blanca tenía razón, salvo que para tenerla no era menester mostrarse tan hosca y tan poco amena con todo el género humano, empezando por su infeliz marido.

Para D. Fadrique había un ideal económico más fundamental que el político. Este ideal era que toda riqueza, todos los bienes de fortuna llevasen a ser un día, cuando la sociedad tocase ya en la perfección deseada, signo infalible de laboriosidad, de talento y de honradez en quien los había adquirido; que el ser rico fuese como innegable título de nobleza, ganado por uno mismo o por el progenitor que le ha dejado los bienes.

Bien sabía D. Fadrique que este término estaba aun remotísimo, pero sabía además que el mejor modo de acercarse a él era el de hacer todo negocio suponiéndole ya llegado; esto es, como si no hubiese riqueza mal adquirida en la tierra. Lo contrario sería conspirar a que prevaleciese el villano refrán de que quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón, y contribuir a que la vida, la historia, el desenvolvimiento civilizador de la sociedad sean una trama inacabable de bellaquerías.

Fundado en estos principios, desechaba de sí D. Fadrique el pensamiento de que en cada lugar del mundo habría de seguro un enjambre de madres en el caso de Doña Blanca y una multitud de hijas o de hijos en el caso de Clarita, para los cuales el problema moral, de tan difícil solución, que atormentaba a Doña Blanca, era como si no fuese, dejándolos disfrutar de la hacienda que la suerte y la ley les otorgaban, sin el menor escrúpulo y con la mayor frescura. Desechaba también la idea, algo cómica, pero más que posible, de que el mismo D. Casimiro, por circunstancias análogas, podría tener menos derecho que Clarita a la herencia, aunque toda fuese vinculada; de que D. Valentín, su padre o su abuelo, podrían también no haber tenido derecho, y de que sólo Dios sabe, aunque tal vez el diablo no lo ignore, por qué arcaduces subterráneos y por qué intrincados caminos ha venido a cada cual lo que por herencia disfruta. En estos casos la fe debe salvar; pero en el caso de Doña Blanca no había fe que valiese contra la evidencia que ella tenía. Cerrar los ojos, vendárselos y remedar fe era una infamia. D. Fadrique, condenando en su corazón y en su inteligencia serena los furores de Doña Blanca, la aplaudía y ensalzaba de que pensase con rectitud y con nobleza. Vaya a quien vaya, merézcale o no, tenga derecho o no le tenga derecho aquel a quien un bien se destina, son cosas que importan poco ante la superior consideración de que ese bien me consta que no es mío y de que sólo le gozo por engaño, por cielito y por mentira.

Como D. Fadrique era persona de mucho seso y sentido común, aunque se hallaba en época de reformas, sistemas y ensueños de toda clase, no pensó en condenar la herencia. Sin el grandísimo deleite de dejar ricos a nuestros hijos, se perdería el mayor estímulo para el trabajo, para el buen orden, para la aplicación y para aguzar y ejercitar el ingenio. D. Fadrique reconocía no obstante, que si estaba lejos aún el día en que sea casi imposible adquirir mal lo que uno mismo adquiere, estaba aún mucho más lejos el día en que sea casi imposible heredar mal lo que se hereda. El modo de no empujar hacia más hondo porvenir la aurora de ese día, era dar buen ejemplo en contra. La razón de Doña Blanca salía siempre triunfante de cada laberinto de reflexiones en que D. Fadrique se abismaba.

Había un mal moral que pedía remedio. Hasta aquí iba D. Fadrique de acuerdo con la idea de Doña Blanca. ¿Era el remedio peor que el mal? El remedio era duro; pero D. Fadrique comprendía que no era peor que la enfermedad, y que era menester aplicarle no habiendo otro.

El remedio podía aplicarse de dos maneras. O casando a Clarita con D. Casimiro, y, esto era fácil, o haciéndola tomar el velo. Esto segundo, a pesar de lo mundano, impío y anti-religioso que era D. Fadrique, le parecía mil veces mejor. Comprendía, no obstante, que para que Clarita entrase en un convento sin saber ella por qué, era necesario que alguien le infundiese la vocación. Tal trabajo no podía tomarle su madre. Sólo el P. Jacinto podría persuadir a Clarita a que se retirase al claustro.

Para un hombre lleno del espíritu del siglo XVIII, alimentado con la lectura de los enciclopedistas, creyente en Dios, pero hablando siempre de la naturaleza, no hay que exponer aquí cuán horrible aparecía el sacrificio de la hermosura, de la vida, del brío juvenil, sintiendo ya sin duda fervorosamente el amor y reclamándole, en aras de un sentimiento misterioso, de un objeto, a su ver, impalpable y hasta incomprensible. Al Comendador se le antojaba esto una nefanda monstruosidad; pero la prefería a ver, a imaginar a Clara entre los secos brazos de D. Casimiro; y en su orgullo de hidalgo, y en su afán de no verse él mismo mentiroso y fullero, y de no pensar menos noblemente que una mujer fanática y desatinada, lo prefería todo a que Clarita se alzase en su día con los bienes de D. Valentín.

El punto final de las meditaciones de D. Fadrique era siempre el mismo, por cuantas sendas y rodeos tratase de llegar a él. No quería a Clara poseedora de lo que le constaba que no era suyo; no la quería mujer de D. Casimiro; no la quería monja tampoco, y no quería dar escándalo ni amargar la vida de D. Valentín con afrentoso desengaño. Era, pues, indispensable que él fuese el libertador, el rescatador de Clarita.

A pesar de tener preocupado el ánimo con estas cosas, el Comendador ejercía tanto dominio sobre sí, que nada dejaba notar.

Paseaba con Lucía por las huertas o charlaba con ella y procuraba esquivar sus preguntas inquisitoriales.

Así transcurrieron ocho días. Durante ellos se informó el Comendador, con el mayor secreto y diligencia, del valor exacto de todos los bienes de D. Valentín. Pasaban de cuatro millones de reales.

Bastante se apesadumbró, no debemos ocultarlo, de que D. Valentín hubiese llegado a ser tan rico. El Comendador tenía poquísimo más capital, sumando el valor de algunas finquillas que había comprado cerca de Villabermeja, y lo que tenía en varias casas de banca en la Gran Bretaña y en Madrid. Su decisión, a pesar de la pesadumbre, fue firme, con todo.

El Comendador sabía y estimaba cuánto vale el dinero. La vanidad de haberle adquirido diestra y honradamente le daba para él mayor hechizo. Pero ¿en qué mejor podía emplearse el caudal, la ganancia y el ahorro de toda una vida activa, el fruto del brío, del trabajo y del ingenio, que en salvar a un ser tan querido y que tan digno era de serlo?

Suponiéndose ya el Comendador despojado de cuatro millones, se miraba reducido a la triste condición de un hidalgo labriego, que o tendría que salir otra vez a buscar fortuna, o tendría que acomodarse a vivir mal y humildemente en Villabermeja. Esto no le arredró.

Eliminadas, pues, varias soluciones, el problema quedó claro y sencillo. La única dificultad que había que vencer era la de pasar a poder de D. Casimiro, de modo tan natural, que apartase toda sospecha, una suma de cuatro millones, y hacer valer y constar, como era justo, este sacrificio cerca de Doña Blanca, para que la terrible señora reconociese a su hija por libre de toda obligación y por apta para recibir, en su día, los bienes todos de D. Valentín, como devolución, y no como herencia.




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- XIX -

La familia de Solís continuaba incomunicada con sus vecinos.

Sólo entraban en aquella casa D. Casimiro y el fraile. Éste, a pesar de sus consejos, había sabido ingeniarse, volver a la gracia y recobrar la confianza de aquella adusta señora. No es tan llano desechar a un director espiritual, a quien se tiene por santo o poco menos, aunque este director nos contraríe, y sobre todo haga cosas opuestas a nuestro modo de pensar. La mayor falta del padre Jacinto, o que apenas acertaba a explicarse Doña Blanca, era que aquel virtuoso varón, aquel hijo de Santo Domingo de Guzmán, fuese tan íntimo amigo de un hombre a quien debía más bien llevar a la hoguera, si los tiempos no estuviesen tan pervertidos y la cristiandad tan relajada.

Doña Blanca no se calló sobre este punto, y varias veces manifestó al fraile su extrañeza; pero el fraile le contestaba:

-Hija mía, piensa lo que se te antoje. Yo no quiero calentarme la cabeza explicándotelo. Bástete saber que yo tengo a D. Fadrique por muy amigo, aunque incrédulo, como él me tiene por muy amigo, aunque fraile. Cavilando en ello me asusto, y prefiero no cavilar. No quiero dar por seguro que haya en las almas humanas algo que, a pesar de la radical oposición de creencias, sea lazo de unión amistosa y constante y fundamento de alta estimación mutua.

-Vaya si hace V. bien en no cavilar -contestaba Doña Blanca-. No cavile V., no venga a caer en herejía al cabo de sus años, fantaseando algo más esencial, más sublime que la creencia religiosa.

-No caeré en herejía -replicaba el fraile, que ya hemos dicho que era muy desvergonzado-; no caeré en herejía cuando tú no caíste. Nunca mi amistad será más inexplicable que lo fue tu amor.

Con esto Doña Blanca exhalaba un suspiro, que tenía su poco de bufido, y se amansaba y se callaba.

Por lo demás, el padre Jacinto era leal y no abusó de su derecho de hablar en secreto con Clarita para excitarla en contra de la boda con Don Casimiro.

Sólo una noticia se atrevió a dar a Clarita por instigación de D. Fadrique: que D. Carlos, amonestado por el Comendador, se había vuelto a Sevilla con sus padres.

De esta suerte, Clarita hubo de tranquilizarse y no sobresaltarse de no ver a D. Carlos por la mañana en la iglesia. A quien vio varias veces casi en el mismo lugar en que D. Carlos se colocaba fue al Comendador, cuya maldad su madre le había ponderado, y que ella se inclinaba irresistiblemente a creer bueno.

El Comendador, como en desagravio de haber tenido olvidada tantos años aquella prenda de su amor, no se contentaba con disponerse a hacer por ella un gran sacrificio, sino que ansiaba verla y admirarla, aunque fuese a distancia.

Así iban lentamente los sucesos, cuando una mañana, en que Doña Antonia había tenido una de sus jaquecas y no se hallaba con gana de salir, Lucía fue a paseo sola con el Comendador. Ambos llegaron a la fuente o nacimiento del río que ya conocemos. Sentados a la sombra del sauce, oyendo el murmullo del agua, hablaron de las estrellas, de las flores, de mil diversas materias, hacia donde el tío procuraba llevar la atención de su sobrina para distraerla de su curiosidad sobre los asuntos de Clara.

Lucía, no llegando a distraerse lo bastante, dijo por último:

-Tío, V. va a hacer de mí una sabia. A veces me habla V. del sol y de lo grande que es y de cómo atrae a los planetas y cometas; y a veces me describe los abismos del cielo, y me señala las más hermosas estrellas, y me declara sus nombres y la inmensa distancia a que están de nosotros, y el tiempo que tardan los rayos alados de su luz en herir nuestras pupilas. Todo esto me deleita y pasma, haciéndome concebir más adecuado concepto del infinito poder de Dios. También me ha explicado V. misterios extraños de las flores, y esto me ha interesado más, infundiéndome en el alma superior idea de la bondad y sabiduría del Altísimo. Pero desechando el disimulo, recelo que V. no me instruye tanto sino para no responder a mis preguntas sobre sus proyectos de V. acerca de Clarita. Tal sospecha, lo confieso, me quita las ganas de oír las lecciones de V., que de otro modo me entusiasmarían; tal sospecha disminuye el valor de dichas lecciones, que se me figuran interesadas y maliciosas: más que medio de enseñarme, me parecen medio de embaucarme.

-La malicia la pones tú, sobrina -respondió el Comendador-. Yo procedo con la mayor sencillez. Cuanto hay que saber de Clarita lo sabes mejor que yo. ¿Qué puedo añadir a lo que tú sabes?

-Oiga V., tío: aunque niña, no soy tan fácil de engañar. Aquí hay varios puntos obscuros, inexplicables, y yo no sosiego hasta que todo me lo explico.

-Pues ya estás aviada, hija mía, si no te sosiegas hasta que halles la explicación de todo. Condenada estás a desasosiego perpetuo.

-No confundamos las especies. Yo me aquieto sin explicación sobre muchos puntos en que usted, por desgracia, no se aquieta. No hablo de eso. Hablo de materias más llanas y más al alcance de mi inteligencia. En éstas requiero explicación, y sin explicación no hay reposo. ¿Qué diablo de palabra enrevesada fue aquélla de que se valió V. el otro día para significar una suposición que se forja uno para explicar las cosas, y que se da por cierta, cuando las explica?

-Esa palabra es hipótesis.

-Pues bien; yo no hago más que forjar hipótesis a ver si me explico ciertas cosas. ¿Quiere usted que le exponga alguna de mis hipótesis?

-Exponla.

El Comendador respondió aparentando serena indiferencia al dar aquel permiso; pero se puso colorado, y tuvo miedo de que Lucía, por arte mágica o poco menos, hubiese adivinado el lazo que unía a Clara con él.

Lucía, prevaliéndose del permiso y animada con lo poco de turbación que en su tío advirtió, expuso así una de sus hipótesis:

-Pues, señor, yo me cegué al principio por exceso de vanidad. Pensé que el cariño de tío que V. me tiene le llevaba, para complacerme, a mirar con interés a Clori y a Mirtilo, y a procurar el buen fin de sus amores. Ya he variado de opinión. Ya la hipótesis es otra. El interés de V. es demasiado para ser de reflejo. Noto también que es muy desigual: menos que mediano por Mirtilo; inmenso por Clori. ¡Ay, tío, tío! ¿Si querrá V. jugar una mala pasada al pobre zagal? Todo se sabe. Pues qué, ¿cree V. que no ha llegado a mi noticia que se ha hecho V. devoto (¡ojalá fuese de buena ley la devoción!) y que toditas las mañanas de madrugada va V. a la iglesia Mayor a misa primera?

-Sobrina, no disparates, -interrumpió el Comendador.

-Yo no disparato. Hallo extraña, para explicada sólo por una simpatía cualquiera, esa devoción de V., y recelo que la santita que se la infunde ha cautivado a V. con más dulces cadenas que las de la piedad.

-Te repito que no disparates -volvió a decir el Comendador poniéndose muy serio-. Confieso que es difícil de explicar el extraordinario cariño que Clarita me infunde. Aseguro, no obstante, por mi honor, que nada tiene de lo que tú imaginas. Si me quieres tú un poco, y si me respetas, te suplico, y si crees que puedo mandarte, te mando que apartes de ti ese pensamiento. Yo quiero a Clarita, aunque entre ella y yo no median los vínculos de la sangre, del mismo modo que te quiero a ti, que eres mi sobrina: con amor casi paternal, con el amor que es propio de los viejos.

-¡Pero si V. no es viejo, tío!

-Pues aunque no lo sea. No amo a Clarita de otro modo. Y si esto sigue pareciéndote raro, no caviles ni busques más hipótesis para explicártelo satisfactoriamente.

-Está bien, tío. Suspenderé mis tareas de forjar hipótesis.

-Eso es lo más prudente.

-Ya que no valen las hipótesis, ¿vale hacer preguntas?

-Hazlas.

-¿Persiste V. en favorecer los amores de Mirtilo?

-Persisto y persistiré mientras Clara crea yo que le ama.

-¿Espera V. triunfar de la tenacidad de Doña Blanca e impedir la boda con D. Casimiro?

-Lo espero, aunque es difícil.

-¿Me atreveré a preguntar de qué medios va V. a valerse para vencer esa dificultad?

-Atrévete; pero yo me atreveré también a decirte que esos medios no tienes tú para qué saberlos. Confía en mí.

-Aunque V., tío, está tan misterioso conmigo, que todo se lo calla, voy a portarme con generosidad: voy a revelar a V. mis secretos. Sé que Don Carlos de Atienza le escribe a V. También a mí me ha escrito. Pero V. no ha hecho lo que yo. V. no ha puesto al pobre desterrado en comunicación con Clara: yo sí. Yo he escrito a Clara tres cartas nada menos, y a fuerzas de súplicas he logrado que el P. Jacinto se las entregue. En mis cartas copio a Clara algunos párrafos de los que me ha escrito D. Carlos.

-Ese secreto le sabía en parte. El P. Jacinto me había dicho que había entregado tus cartas.

-Pues, ¿vaya que no sabe V. otra cosa?

-¿Qué?

-Que Clara me ha contestado. La contestación vino ayer por el aire, como la carta primera que juntos leímos.

-¿Tienes ahí la nueva carta?

-Sí, tío.

-¿Quieres leerla?

-No lo merece V.; pero yo soy tan buena, que la leeré.

Lucía sacó un papel de su seno.

Antes de leer, dijo:

-En verdad, tío, esto me pone muy cuidadosa y sobresaltada. Clara, en los días que lleva de soledad, ha cambiado mucho. ¡Hay en su carta tan singular exaltación, tan profunda tristeza, tan amargos pensamientos!...

-Lee, lee -dijo el Comendador con viva emoción. Lucía leyó como sigue:

«Amada Lucía: Mil gracias por todo cuanto estás haciendo por mí. Sería yo desleal si te ocultase nada de lo que siento. Ni al P. Jacinto me he confiado hasta ahora; pero a ti todo te lo confío. En mi ser pasa algo de extraño, que no acierto a entender. Quiero aún a D. Carlos. Y, no obstante, conozco que no debo darle esperanzas; que no debo casarme con él nunca; que me toca obedecer a mi madre, la cual anhela mi boda con D. Casimiro. Pero lo singular es que ha entrado en mi alma, en estos días, un sentimiento tan hondo de humildad, que hasta de D. Casimiro me hallo indigna. A solas conmigo he penetrado en el fondo de mi conciencia y me he perdido allí en abismos tenebrosos. Cuando mi madre, que es buena y me ama, encuentra en mí no sé qué levadura, no sé qué germen de perversión, no sé qué mancha más negra del pecado original que en las demás criaturas, razón tendrá mi madre. Sí, Lucía: quizás en este pecho mío, en apariencia tranquilo; bajo la inocencia y superficial sencillez de mis pocos años, van adquiriendo ya ser y vida vehementes y malas pasiones, como nido de víboras bajo apiñadas rosas. Lo conozco: mi madre tiembla por mí; recela de mi porvenir, y tiene razón. Yo me examino, me estudio y me asusto. Descubro en mí la propensión, difícil de resistir, a todo lo malo. Veo mi maldad nativa y mi inclinación al pecado por instinto. ¿Cómo comprender de otra suerte que yo, educada con tanto recogimiento y en tan santa ignorancia de las cosas del mundo, haya tenido la diabólica malicia de ponerme en relaciones con D. Carlos, de hacerle creer que le amaba, mirándole sólo (figúrate con qué perversidad le miraría), y de atraerle hasta aquí, obligándole a que me siguiera, y todo con tan infernal disimulo, que mi madre nada sabe? Todavía, si es posible, hay en mí algo peor. Lo noto, lo percibo y no sé, ni quiero, ni me atrevo a examinarlo. Lo que sí te declararé es que para mí el mundo ha de ser más peligroso que para otras mujeres, por naturaleza mejores. Lo que no hay, en mí por naturaleza debo pedirlo por gracia al cielo. En él cifro mi esperanza. Procede, pues, que yo me aparte del mundo y busque el favor del cielo. Ya sabes tú cuánto he repugnado hasta aquí entrar en religión. No me juzgaba merecedora de ser esposa de Cristo. En esto no he variado, sino para juzgarme aún menos merecedora. En lo que sí he variado es en reconocer que, por mala que sea una persona, jamás debe desesperar de la bondad de Dios. Su Divina Majestad, si hago una vida santa, si me arrepiento, si me mortifico durante el noviciado, me dará fuerzas y, merecimientos después para tomar el velo, sin que sea insolente audacia tomarle. Nada he dicho aún a nadie de esta reciente resolución, pero estoy decidida. Hablaré de esto al padre Jacinto para que él hable a mi madre, la convenza de que me conviene y quiero ser monja, y en vista de mi resolución desengañe a D. Casimiro. Desengaña tú, desde luego, al infeliz D. Carlos. No te niego que le he querido, que le quiero aún; pero no se lo digas. Dile que quiero a otro; que en mi corazón hay un inmenso vacío, donde reinan pavorosas tinieblas. No basta D. Carlos a llenar ni a iluminar este vacío, y si Dios no le llena y le ilumina, me moriré de miedo, y lo menos doloroso que ocurrirá será que le llene mi perturbada imaginación con espectros horribles que surgen de mi atribulada conciencia. Adiós».




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- XX -

La lectura de escrito tan melancólico aguó el contento del paseo del Comendador y de su sobrina. Apenas se hablaron ya hasta volver a casa.

Aquella crisis repentina del alma de Clara puso a D. Fadrique taciturno.

Las ideas que acudían a su mente no eran para reveladas a su sobrina.

Pensaba el Comendador que el perpetuo roce del espíritu de Doña Blanca con el de su hija; que la presión que ejercía en aquella joven de diez y seis años el severo y atrabiliario carácter de su madre, y que los terrores de que había cargado su conciencia, tenían a la pobre Clara en un estado de ánimo no muy distante del delirio. La carta a Lucía era la señal alarmante que Clara daba de aquel estado.

El Comendador, empero, aunque lleno de zozobra, decidió no intervenir aún en nada. La resolución de la crisis podía ser favorable si él no intervenía. Su intervención podía hacerla más peligrosa.

La sinceridad de Clara era evidente. De súbito, sin que el P. Jacinto, ni nadie, se lo inspirase, había cambiado de propósito y se hallaba resuelta a ser monja. Harto se comprende que para las creencias del Comendador esta resolución era funesta; pero en virtud de esta resolución era casi seguro que D. Casimiro sería despedido. Iba a eliminarse un obstáculo; iba a descartarse mi adversario.

D. Fadrique determinó, pues, a guardar con calma, sin dejar de estar a la mira.

Al mismo P. Jacinto no le insinuó ningún aviso que pudiera servirle de regla de conducta. Se fió, por completo, de su buen natural, y le dejó seguir libremente sus propias inspiraciones.

La prudencia del Comendador se vio coronada del éxito al cabo de pocos días.

Doña Blanca, persuadida de que la súbita vocación de su hija era sincera y profunda, tuvo con D. Casimiro una conversación muy afectuosa y, grave, y le dio sus pasaportes.

El P. Jacinto ponderó el fervor de Clara y animó a Doña Blanca para que a la mayor brevedad la dejase entrar de novicia en un convento de carmelitas descalzas que en la ciudad había.

D. Valentín se avino a todo sin chistar.

Clarita hubiera, pues, entrado enseguida en el convento, como lo deseaba y lo pedía; pero la crisis de su alma había influido poderosamente sobre su hermoso cuerpo. Sus ojeras eran más obscuras y extensas que de ordinario; había adelgazado mucho; la palidez de su rostro hubiera inspirado miedo, si su rostro no hubiera sido tan hermoso; su distracción y su embebecimiento parecían a veces más propios de un ser del otro mundo que de una criatura de éste, y en su andar vacilante y, en el brillo momentáneo de sus ojos, seguido siempre del prolongado adormecimiento de tan divinas luces, había como un mal agüero, como un anuncio fatídico, que no pudo menos de perturbar la férrea conciencia de Doña Blanca, de doblegar bastante su inflexibilidad, y de aterrarla por último.

Las causas del cambio de Clara eran vagas y confusas; pero Doña Blanca reconocía que de su modo de educar a Clara, de su involuntario tenaz prurito de mortificarla y asustarla con los peligros del mundo y con su propia condición de pecadora, y de aquel duro yugo que desde la infancia había hecho pesar sobre la conciencia de su infeliz hija, provenía en gran parte la situación en que se hallaba. El motivo, o mejor dicho, la ocasión de exacerbarse el mal y de aparecer de repente con tan medrosos síntomas, era para todos un misterio. Esto no obstaba para que Doña Blanca empezase a temer que pudiera caer sobre ella el crimen de infanticidio por esquivar el delito de hurto.

Doña Blanca procedió, pues, con inusitada blandura y exquisita prudencia; pero sin desmentir su carácter y sin faltar a su más importante propósito.

No contenta con estar persuadida de la firme resolución que tenía Clara de tomar el velo, hízola prometer que profesaría. Y esto de suerte que la promesa no pareció arrancada por instigación de Doña Blanca, sino a su despecho. Así se aseguraba Doña Blanca de que su hija, renunciando al mundo, renunciaría a los bienes de D. Valentín y no podría transmitirlos a nadie.

Pero Doña Blanca no quería matar a su hija. Atormentábase previamente con el remordimiento de que fuera al claustro desesperada y herida d muerte. Deseaba verla profesar, pero alegre, lozana, llena de vida; no apareciendo como una víctima, sino con el deleite, el gozo y la satisfacción de una esposa que vuela a los brazos de su gallardo y feliz prometido.

A fin de lograr que las cosas fueran así, Doña Blanca puso a un lado su constante severidad; empezó a tratar a Clara hasta con mimo, y anhelante de que recobrase la alegría y la salud, rompió el entredicho; abrió las puertas de su casa para Lucía, y consintió en que Clara volviese a salir con ella de paseo, aun a pesar del Comendador.

Doña Blanca, no obstante, antes de dar este permiso, preparó a su hija contra D. Fadrique, pintándosele como un monstruo de impiedad y de infamia, y recomendándole mucho que hablase con él lo menos posible.

Doña Blanca, entre tanto, se propuso seguir encastillada en su caserón, sin ver a nadie más que al P. Jacinto, y a Lucía, si acaso.




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- XXI -

El destino de D. Casimiro es el más extraño caprichoso entre los de cuantos personajes figuran en esta historia. En el tejido de su vida había puesto él un orden envidiable y gastado poquísimo. Así es que, por más que D. Casimiro distase mucho de ser un águila en nada, había atinado a darse tan buena traza con economía y juicio, que era un señor acaudalado para lo que entonces se usaba en Villabermeja. Esto se lo debía a sí mismo, y, de ello podía estar con razón y estaba orgulloso. Lo que debió a la casualidad, a un conjunto de hechos para él inexplicables, fue el momentáneo encumbramiento a novio de su linda y rica sobrina la señorita Doña Clara.

Con cincuenta y seis años de edad, no pocos padecimientos y la facha que ya hemos descrito, don Casimiro mismo, a pesar de su amor propio, que no era flojo, había hallado, allá en el centro de su conciencia, un si es no es inverosímil que le quisiesen casar con aquel pimpollo. El amor propio, no obstante, es ingeniosísimo, estando casi siempre su ingenio en razón inversa del ingenio de las personas; por donde D. Casimiro imaginó pronto que en su alma había de haber tan escondidos tesoros de bondad y de belleza, y que en sus modales y porte habían de transcender tal distinción hidalga y tal elegancia ingénita, que, descubierto todo por los ojos zahoríes de Doña Blanca, bastó y sobró para que ella ansiase tener a D. Casimiro, por yerno. Don Casimiro, pues, desde que empezó a ser novio de Clara, se puso más orondo y satisfecho que antes.

Terrible fue el desengaño cuando Doña Blanca le despidió. El enojo interior de D. Casimiro no fue menos terrible; pero él era encogido y muy torpe para expresarse; Doña Blanca hablaba bien y, con autoridad e imperio, y el Sr. D. Casimiro se tragó su enojo, y recibió los pasaportes, hecho manso cordero.

Como sucede a todas las personas débiles y soberbias a la par, la ira de D. Casimiro se fue aglomerando después y poco a poco en el corazón, cuando se detuvo a considerar el chasco que se le daba y el desaire grandísimo que se le hacía.

Cierto que el rival por quien Clara le dejaba era Dios mismo; pero D. Casimiro no se aplacaba con esto.

¿Si querrá ser monja -decía-, para no casarse conmigo? Valiera más haberlo pensado con tiempo y no ponerme en ridículo ahora. Sin duda que para mí es menos cruel que me deje por tan santo motivo que no que me deje para casarse con otro mortal. Yo no hubiera consentido esto último. Nos hubieran oído los sordos. Yo hubiera tenido un lance con mi rival. Pero ¿contra Dios qué he de hacer?

Don Casimiro se consolaba algo con la imposibilidad de tener un lance con Dios, y hasta con la obligación piadosa en que se veía de resignarse.

Su encono contra Doña Blanca y contra Clarita no se mitigaba, a pesar de todo. No había quedado perro ni gato, en diez leguas a la redonda, a quien D. Casimiro no hubiera dado parte de su ventura. Ahora, su caída y su desventura debían de ser e iban siendo no menos sonadas, y, por desgracia, harto más aplaudidas.

La vanidad del hidalgo bermejino recibía desaforados golpes. Pero ¿cómo vengarse?

-La venganza es el placer de los dioses -exclamaba a sus solas el dichoso hidalgo-; pero decididamente yo no soy un dios. ¿Qué me conviene hacer? Es refrán frailuno, y muy discreto, que la injuria que no ha de ser bien vengada ha de ser bien disimulada. Disimulemos, pues. También hay otro refrán que reza: Cachaza y mala intención. Sigamos lo que prescriben dichos refranes. Lo primero que me importa es dejar ver que no me afligen los desdenes de Clarita. Si ella no me quiere, otra que vale tanto como ella, más que ella, estoy seguro de que me querrá. Voy a volver a pretender a Nicolasa. No es rica, pero es mejor moza que Clarita.

Sin desistir, por consiguiente, de vengarse si se presentaba ocasión cómoda para ello, D. Casimiro resolvió enamorar estrepitosamente a Nicolasa, esperando que así daría picón a la futura carmelita, o probaría al menos que tenía por amiga una mujer de mucho mérito.

Nicolasa, en efecto, lo era. Hija del tío Gorico de su primera mujer, alcanzaba fama en casi toda la provincia por su singular hermosura, discreción y rumbo. Caballeros, ricos hacendados y hasta usías o señores de título, menos comunes entonces que ahora, habían suspirado en balde por Nicolasa, la cual, con modesta dignidad, había respondido siempre en prosa aquello que dice en verso cierta dama de una antigua comedia nada menos que al Rey:


Para vuestra dama, mucho;
para vuestra esposa, poco.

Nicolasa excitaba y provocaba con sus risas, con sus ojeadas lánguidas y, con su libertad y desenvoltura. Los hombres se prendaban de ella, la perseguían y se llenaban de esperanzas; pero, no bien querían propasarse para que se lograsen, Nicolasa se revestía de gravedad y entono, propios de la mejor heroína de Calderón, hablaba de la inestimable joya de su castidad y limpísima honra, y ponía a raya todo atrevimiento, todo desmán y todo propósito amoroso algo positivo que no llevasen por delante al padre cura.

Nicolasa había heredado de su madre ciertas prendas que valen más que los bienes de fortuna, porque los conservan, si los hay, y suelen proporcionarlos, si no los hay. Tenía don de mando y don de gentes, extraordinaria energía de voluntad y perseverancia en sus planes. Se había propuesto o ser una señorona principal o quedarse para vestir imágenes y, sirviéndole esto de pauta, ajustaba a ella todos los actos de su vida.

Aunque el tío Gorico había contraído segundas nupcias, y Nicolasa tuvo madrastra en vez de madre casi desde la infancia, lejos de contribuir esto a que se criase con menos mimo, había ocasionado lo contrario. La madre de Nicolasa había sido tremenda, dominante, feroz: una Doña Blanca a lo rústico; mientras que Juana, la segunda mujer del tío Gorico, era la propia dulzura, sometida siempre a su marido, quien a su vez no hacía más que lo que a Nicolasa se le ocurría. Nicolasa lo podía y mandaba todo en casa de su padre, menos impedir que el tío Gorico dejase de beber bebida blanca.

Los preliminares amorosos de Nicolasa, que estaba entre los veinte y los treinta años de su edad, habían sido ya innumerables. Todos sus amores habían muerto al nacer. A los pretendientes encopetados los había Nicolasa despedido, apelando al cura. A los pretendientes de su clase los había desdeñado cuando ya llegaban a lo serio y hablaban del cura ellos mismos.

Nicolasa, no obstante, como todas las mujeres frías, pensadoras y traviesas, había sabido retener en sus redes, en este crepúsculo de amor, que califican de platónico, a varios suspiradores perpetuos, de los que llaman en Italia patitos. Uno, sobre todo, pudiera servir de ejemplo portentoso por su pertinacia, resignación y fervor en las incesantes adoraciones. Tal era el hijo del maestro herrador, Tomasuelo.

Desde los diez y siete hasta los veinticinco años que ya tenía, estaba como en cautiverio agridulce. Jamás Nicolasa le dijo que le amaba de amor, y jamás le quitó la esperanza de que tal vez un día podría amarle. En cambio, le declaraba de continuo que le amaba más de amistad que a ningún otro ser humano; y cuando le declaraba esto, se le veía al chico hasta la última muela, sentía una beatitud soberana, y, daba por bien empleados sus, para otras cosas, inútiles y perennes suspiros.

Y no se crea que Tomasuelo era canijo, ruin y tonto. Tomasuelo era listo, despejado y fuerte: el mozo más guapo del lugar; pero Nicolasa le había hechizado. Con un rayo de luz de sus ojos podía darle una dosis de aparente bienaventuranza que le durase una semana. Con una palabra sola podía hacerle llorar como si fuese un niño de cuatro años.

Las cadenas en que Tomasuelo gemía y gozaba a la vez de verse cautivo, estaban suavizadas para el mozo, y en cierto modo justificadas para el público, con notable habilidad y profundo instinto. Tomasuelo podía entrar cuando se le antojase en casa del tío Gorico, ver a Nicolasa, requebrarla, mirarla con amor, acompañarla cuando salía; en suma, servirla y cuidarla, sin que nadie fuese osado a censurar lo más mínimo. Aunque entre Nicolasa y el hijo del herrador no había el más remoto grado de parentesco, Nicolasa había preconizado a Tomasuelo por su hermano. Dios naturalmente no le había dado objeto en quien poner amor fraternal; pero ella, que sentía con viveza y hondura este amor, se proporcionó a Tomasuelo para consagrársele. Con frases sencillas con ánimo imperturbable, Nicolasa explicaba de esta manera sus extrañas relaciones con Tomasuelo; y como Tomasuelo hacía gala de su adoración espiritual y se lamentaba resignado de no ser querido de otra suerte, todos en el lugar, lejos de censurar, se maravillaban de aquel purísimo y angélico lazo que estrechaba así dos almas.

Cuanto pretendiente se acercaba a Nicolasa era respetado por Tomasuelo, quien no le ponía el menor estorbo, durante los preliminares y coqueteos; pero si más tarde se extralimitaba y dejaba ver que venía con mal fin, ya podía temer el enojo y las pesadas manos de aquel hermano adoptivo, celoso de la honra de su familia. Asimismo Tomasuelo se ponía zahareño y poco agradable en su trato con todo aquel rival que por cualquier causa era despedido definitivamente y seguía importunando.

Don Casimiro había estado, antes del noviazgo con Clara, en un largo período de coqueteo con Nicolasa, la cual, con exquisita circunspección, había sabido ir templando y moderando la máquina de los efectos, a fin de no precipitar al hidalgo en declaraciones y demostraciones tales, que no tuviesen ya más salida que la de ponerle en la disyuntiva de prometer boda o de abandonar la empresa. Gracias a esta conducta, que pasa de hábil y raya en primorosa, D. Casimiro no había sido despedido; sus amores con Nicolasa habían sido como aurora, como amanecer poético de un día, que no llegó por haberse interpuesto el compromiso con Clarita. Roto ya este compromiso, don Casimiro pudo volver, previo el perdón de su inconsecuencia, pedido con humildad y concedido magnánimamente, al mismo punto en que lo había dejado: al amanecer, a la aurora.

Las cosas estaban dispuestas con tal arte, que en lugar de escamarse un pretendiente con Tomasuelo, lo primero que tenía que hacer era como impetrar el beneplácito de aquel espiritual hermano, tan celoso, vigilante e interesado en el bien de su hermanita. D. Casimiro obtuvo la confianza y venia de Tomasuelo, y lo consideró buena señal.

Abandonada la ciudad, y vuelto D. Casimiro a sus reales de Villabermeja, se puso a galantear a Nicolasa con la imprudencia y el ímpetu del despechado. Ella era harto discreta para no conocer que entonces o nunca: que la fortuna le presentaba el copete y que importaba asirle. D. Casimiro buscaba en Nicolasa refugio y compensación contra el desdén de Clarita. D. Casimiro estaba en su poder.

Nicolasa provocó la declaración seria y definitiva. Hecha ésta, planteó los dos términos del fatal dilema: o promesa formal de casamiento, o despedida y nuevas calabazas ruidosas. D. Casimiro no pudo resistir y prometió casarse.

Espantoso día de prueba fue aquel en que supo este triunfo el platónico Tomasuelo. Hasta entonces no había tenido rival que fuese más dichoso que él. Ya le tenía. La amargura de los celos le acibaró el corazón; las lágrimas brotaron en abundancia de sus ojos.

Cuando vio a solas a Nicolasa, con los ojos encarnados de llorar y con voz trémula le dijo:

-¿Conque cedes al amor de D. Casimiro? ¿Conque vas a casarte? ¿Conque me matas?

-Calla, tontito mío, -contestó ella-. ¿A qué vienen esas quejas? ¿Te he engañado yo jamás?

-No; no me has engañado.

-¿Querías que dejase pasar tan buena proporción de ser señora principal y millonaria? ¿Tan mal me quieres, egoísta?

-No porque te quiero mal, sino porque te quiero a manta, lo siento y lo lloro.

Y Tomasuelo lloraba en efecto.

-Anda, no llores, majadero. ¡Si vieses qué feo te pones! ¿Quién ha visto llorar a un hombrón como un castillo?

-Pero ¡si no puedo remediarlo!

-Sí puedes; haz un esfuerzo, ten valor y, sosiégate. Ten en cuenta que, de aquí adelante, no sólo hallarás en mí a una hermana, sino a una madrina y a una protectora muy pudiente.

-¿Y a mí qué se me da todo eso? Nada. Lo que yo codiciaba era tu cariño.

-¿Y no lo tienes como antes, ingrato? Pues qué, ¿los buenos hermanitos dejan de amarse aunque se case uno de ellos?

-No seas tramoyona, no me aturrulles. Ya sabes tú que la ley que yo te tengo no puede sufrir...

-Vamos, vamos; déjate de niñerías. ¿Quién crees tú que ocupa y llena el lugar más bonito, principal y escondido de mi corazón? Tú. Mi alma es tuya. Te la di toda con el amor que en ella se cría; con afecto de hermana. ¿Qué sombra puede hacerte que sea yo la mujer legítima de D. Casimiro? ¿Por eso hemos de dejar de querernos como hasta aquí, más que hasta aquí? Nos querremos cuanto tú quieras y cuanto sea posible quererse, sin ofender a Dios. ¿Supongo que tú no querrás ofender a Dios? Contesta.

-No, mujer; ¿cómo he de querer yo ofender a Dios? Pues qué, ¿no soy buen cristiano?

-Lo eres. Es una de las partes que más aprecio en ti. Por eso confío en que pienses que voy a ser esposa de otro y no desees nada. Sólo el deseo es ya pecado. Acuérdate de los mandamientos.

-Oye, ¿y está en mi poder no desear?

-Sí. Cállate; no digas nada a nadie, ni a ti mismo, cuando desees, y el silencio matará el deseo.

-Me matará a mí antes.

Tomasuelo lloró más fuerte que nunca. Las lágrimas caían a modo de lluvia, acompañadas por tempestad de sollozos.

-¡Por vida de los hombres endebles! -exclamó Nicolasa. ¿Qué locura es ésta? Cálmate, por Dios y ten pecho ancho.

Nicolasa, con suma blandura, enjugó las lágrimas del mozo con el propio pañuelo de ella; luego le dio tres o cuatro palmaditas en el grueso y robusto cogote; luego le hizo unas cuantas muecas como remedando la desconsolada cara que ponía, y, por último, le pegó un afectuoso y archifamiliar tirón de las narices.

Tomasuelo no supo resistir a tanto favor y regalo. Como rayos de sol entre nubes, la alegría y la satisfacción aparecieron en sus ojos a través de las lágrimas. La boca de Tomasuelo se abrió, enseñando la blanca, completa y sana dentadura. No pudo sonreír, porque se quedó boquiabierto y como traspuesto.

Nicolasa entonces repitió los cogotazos; añadió al tirón de las narices unos cuantos tirones de las orejas, y Tomasuelo pensó que se le llevaban al paraíso y que era el más feliz de los mortales.

En esta situación de ánimo convino en que Nicolasa debía casarse con D. Casimiro; en que él debía seguir siendo su hermano, sin pensar, o sin decir al menos que pensaba en otra cosa; y concibió con claridad, más que por el discurso y las razones, por los blandos cogotazos y por los tirones de orejas, toda la suavidad, hechizo, consistencia y deleite del amor espiritual que a Nicolasa le ligaba.

Así venció Nicolasa los obstáculos todos y aseguró su proyectada boda con D. Casimiro.

La fama difundió al punto la noticia por toda Villabermeja; salvó luego su término y la llevó a la ciudad, y a los oídos del Comendador, de su familia y de los señores de Solís.

El Comendador había sido visitado por D. Casimiro y le había pagado la visita. No se habían hallado en casa y no se habían visto. La frialdad de sus relaciones no hacía necesario más frecuente trato.

No bien supo el Comendador el resuelto proyecto de boda entre D. Casimiro y Nicolasa, fue a Villabermeja; visitó a la chacha Ramoncica y tuvo una larga conferencia con ella, de cuyo objeto se enterara más tarde el curioso lector. Después de esto se volvió a la ciudad D. Fadrique.




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- XXII -

Clara había vuelto a salir de paseo con Lucía y acompañada del Comendador y de Doña Antonia; pero Clara estaba cambiada.

Su palidez y su debilidad eran para inspirar serios temores. Su distracción continua asustaba también al Comendador. Cuando éste le dirigía la palabra, Clara se estremecía como si la sacasen de un sueño, como si cortasen el vuelo remontado de su espíritu y le hiciesen caer de pronto del cielo a la tierra, a modo de pajarillo herido por el plomo allá en lo sumo del aire.

A pesar de la benignidad y dulce condición de Clara, D. Fadrique advertía con pena que aquella linda criatura esquivaba su conversación; casi no le respondía sino con monosílabos, y hasta procuraba que él no le hablase.

Con Lucía era Clara más expansiva, y Lucía seguía siéndolo siempre con el Comendador. Por medio, pues, de Lucía penetraba aún el Comendador en el espíritu de aquel ser querido y comunicaba algo con él.

Las nuevas que Lucía le daba eran en substancia siempre las mismas, si bien más inquietantes cada vez.

-No lo comprendo, tío -decía Lucía-, pero a veces me doy a cavilar que a Clara le han dado un bebedizo. ¡Tiene unos terrores tan inmotivados! ¡Siente unos remordimientos tan fuera de razón!... No sé qué sea ello. Doña Blanca le ha puesto tan feroces escrúpulos en el alma, le ha hecho recelar tanto de su apasionada natural condición... que la infeliz se cree un monstruo, y es un ángel. Tal vez imagina que la persiguen las furias del infierno, los enemigos del alma, una legión entera de diablos, y entonces no se considera en salvo sino acogiéndose al pie del altar. Es menester que avisemos a D. Carlos que venga pronto, a ver si liberta a Clara de este género de locura.

El Comendador y Lucía escribieron con la misma fecha a D. Carlos de Atienza, participándole la novedad de la despedida de D. Casimiro, de la resolución de Clara de retirarse a un convento y de estado poco satisfactorio de su salud. Don Carlos partió desatentado de Sevilla, y estuvo en la ciudad a poco.

Con el mismo recato y disimulo de siempre Don Carlos volvió a ver a Clara en los paseos que ésta daba con Lucía; pero la delicada salud de Clara le llenó de desconsuelo. Y más aún, si cabe, le atormentó y afligió el ver a Clara esquiva, tímida como nunca, apartándose de él y no queriendo apenas hablarle, aunque mirándole a veces con involuntarias amorosas miradas, que se conocía que ella dejaba escapar a su despecho, y con las cuales, más que amor, reclamaba piedad, conmiseración y hasta perdón por su inconsecuencia de dejarle, de haber alentado sus esperanzas, y de matarlas ahora entrando en el claustro.

La desesperación de D. Carlos de Atienza llegó a su colmo. Con no poca amargura echaba la culpa de todo al Comendador.

Para esto -decía- me obligó V. a que me ausentase. En esto han parado las promesas de arreglarlo todo en menos de un mes: en que Clara se me esté muriendo, y en que además haya dejado de amarme y quiera ser monja; en que acabe por tomar el velo... y luego la mortaja. Pero yo me moriré también. Yo no quiero sobrevivir. Me mataré si no me muero.

El Comendador no sabía qué responder a tales quejas. Procuraba consolar a D. Carlos, que le juzgaba indiferente y extraño; que ignoraba que él tenía mayor necesidad de consuelo.

Iba D. Fadrique a buscarle en el P. Jacinto. Iba asimismo a buscar en él alguna luz sobre aquel misterio; pero ¡caso extraño! el P. Jacinto, todo franqueza y jovialidad antes, se había vuelto muy grave, muy misterioso y muy callado.

Don Fadrique entrevía, no obstante, que el padre Jacinto aprobaba la resolución de Clara de ser monja. Esto le ponía fuera de sí, y a veces estaba a punto de romper con el P. Jacinto y de mirarle como a amigo desleal o como a fanático sin entrañas.

Con todo, en medio de sus tribulaciones el Comendador se reportaba y no perdía la calma. Había tomado sus medidas. Su conducta estaba prescrita y determinada con firmeza, y aguardaba sereno el resultado.

Este no tardó mucho en venir.

Era muy de mañana cuando trajo mi criado desde Villabermeja una carta para D. Fadrique. Don Fadrique la leyó rápidamente, estando en la cama aún. Se levantó a escape, se vistió y se fue al convento de Santo Domingo en busca de su maestro.

El padre acababa de levantarse y recibió a Don Fadrique en su celda. Sentados ambos, como en la otra celda de Villabermeja, hablaron de este modo.




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- XXIII -

Padre Jacinto -dijo el Comendador con aire de jubiloso triunfo-, Clara es libre ya. No es menester que se case con D. Casimiro ni que sea monja.

-¿Cómo es eso, hijo mío?

-He dado por ella una suma igual a todo el caudal de D. Valentín.

-¿A quién?

-A D. Casimiro.

-¿Y con qué razón? ¿Con qué pretexto ha podido aceptarla?

-La ha aceptado con una razón que promete callar; por un motivo secreto.

-¡Válgame Dios, hijo mío! ¡Qué delirio! ¡Qué sacrificio inútil: Y dime... ese motivo secreto...! ¡Confiar así a D. Casimiro la honra de una familia ilustre!...

-Yo no le he confiado nada.

-¿Pues de qué medio te has valido?

-De una mentira; pero mentira indispensable y con la cual nadie pierde.

-¿Puedo saber esa mentira?

-Todo lo va V. a saber.

El padre prestó la mayor atención. Don Fadrique prosiguió diciendo:

-De sobra sabe V. que Paca, la primera mujer del tío Gorico, fue una mala pécora.

-Es evidente. Dios la haya perdonado.

-La buena reputación de Paca no tiene nada que perder.

-Absolutamente nada.

-Pues bien. Hay la feliz coincidencia de que Nicolasa nació pocos meses después de mi ida de Villabermeja, cuando estuve allí de vuelta de la Habana.

-¿Y qué?

-He hecho creer primero a la chacha Ramoncica, con el mayor sigilo, que Nicolasa es hija mía. Le he dicho que un deber imperioso de conciencia me obliga a dotarla, ahora, que ella se va a casar. La chacha entiende poco de números. Se ha espantado, no obstante, de la enorme cantidad que yo quería dar por dote; pero la he echado de espléndido y me he supuesto más rico de lo que soy. A las observaciones que la chacha me ha hecho, he respondido que mi resolución era irrevocable. He persuadido, por último, a la chacha de que no conviene que Nicolasa sepa los lazos que a ella me unen, y que es más delicado y honesto que lo sepa sólo el sujeto que va a ser su marido. He logrado, pues, que la chacha se encargue de persuadir a D. Casimiro a que tome lo que libre, aunque misteriosamente, quiero dar y doy a su futura. No creo que la chacha haya tenido que hacer grandes gastos de elocuencia para convencer a D. Casimiro de que debe aceptar. Don Casimiro me ha escrito esta carta, donde me dice que acepta, me colma de elogios por mi generosidad, y me promete callar el motivo de la donación que le hago, y la misma donación, hasta donde sea posible.

El P. Jacinto leyó la carta que le entregó D. Fadrique. Luego sacó éste del bolsillo un paquete de papeles. Le puso sobre la mesa y dijo:

-Aquí están los papeles todos que se requieren para formalizar la donación, la cual deseo que se lleve a feliz término por medio de V. Éste es el poder más amplio, otorgado ante un escribano de esta ciudad, para que V. disponga, venda, enajene y haga lo que convenga con todo cuanto me pertenece. Éstas son las cartas a los banqueros que tienen fondos míos, poniéndolos todos a la orden de V. Ésta, por último, es la lista, inventario, cuenta o como quiera llamarse, de lo que en poder de dichos banqueros tengo hasta ahora; y esta otra es la cuenta de lo que valen los bienes de D. Valentín, justipreciados por peritos. Escasamente llegará lo mío a cubrir el importe de lo que disfruta dicho señor; pero V. sabe que poseo algunas finquillas, y, si fuere menester, supliré la falta. Querido maestro, V. va a ser ejecutor fiel y pronto de mi decidida voluntad, de la cual pretendo que dé V. noticia y testimonio a Doña Blanca, exigiéndole en cambio de mi parte la libertad de mi hija. Y digo exigiéndole la libertad de mi hija, porque si no le da libertad, si no procura quitarle de la cabeza tanto insano delirio, si no determina curarla de la mortal enfermedad de alma y de cuerpo, que su orgullo, su fanatismo y sus remordimientos, mil veces más odiosos que el pecado, han hecho nacer, yo me he de vengar, dando el más insolente escándalo que se ha dado jamás en el mundo. Espero que aceptará V. gustoso mi encargo.

-Le acepto, -respondió el padre-; mas no sin condiciones. Yo no he de ser el instrumento de tu ruina, si tu ruina es inútil.

-¿Y por qué inútil?

-Porque Clara, a mi ver, no desistirá ya de tomar el velo.

-¿Cómo que no desistirá? Sobre Clara pesa el yugo férreo de su madre. Quitémosle ese yugo, y Clara volverá a vivir, y volverá a amar a su gallardo estudiante, y se casará con él, y, será dichosa.

-Lo dudo.

-Yo no lo dudo. Lo que no me explico es cómo se ha vuelto V. tan tétrico.

-Me parece que es ya tarde, -dijo el P. Jacinto, suspirando.

-Voto al mismo Satanás -replicó D. Fadrique-: no es tarde aún, si la dicha es buena. Vaya usted hoy mismo a ver a Doña Blanca. Infórmela de todo. Convénzala de que es libre Clara; de que los bienes, que de D. Valentín ha de heredar están ya pagados. Sepa Doña Blanca que yo rescato misteriosamente a nuestra hija. Sepa también que si no admite el rescate, romperé todo freno; lo diré todo; seré capaz de una villanía; la deshonraré en público; leeré a D. Valentín cartas que aún de ella conservo; haré doscientas mil barbaridades.

-Vamos, hombre, modérate. Enseguida iré a hablar con Doña Blanca. Ella es madrugadora. Estará ya de punta y me recibirá. Aguárdame en tu casa, y allá acudiré a referirte mi entrevista.

-En casa aguardaré a V. Apresúrese, padre, porque estoy devorado por la impaciencia.

Dicho esto, el fraile y D. Fadrique se levantaron y salieron juntos de la celda a la calle, por la cual caminaron en silencio, hasta que el uno entró en casa de su hermano y el otro en casa de Doña Blanca Roldán.

Dando paseos por su estancia; despidiendo desabridamente a la curiosa Lucía, que asomó la rubia cabeza a la puerta, y preguntó, como de costumbre, qué había de nuevo, y lleno todo de agitación, esperó D. Fadrique más de hora y media.

El fraile llegó al cabo; pero, antes de que abriese los labios, columbró D. Fadrique, en lo melancólico que venía, que era portador de malas nuevas.

No bien entrado el fraile, cerró la puerta con llave el Comendador, para que nadie viniese a interrumpirlos, y en voz baja dijo, mientras él y su maestro tomaban asiento:

-Cuente V. lo que ha pasado. No me oculte nada.

-Hablaré en resumen, porque ha sido larga la discusión. Doña Blanca ha celebrado tu generosidad. Dice que no atina a comprender cómo un impío es capaz de acción tan noble. Supone que es obra del orgullo; pero al fin la celebra. Mas no por eso te excita a que consumes el sacrificio. Afirma que será inútil, y te ruega que no le hagas. Doña Blanca considera que su hija tiene hoy una verdadera vocación; que Dios la llama a ser su esposa; que Dios la quiere apartar de los peligros del mundo; que Dios quiere salvarla, y que ella no puede, sin gravísima culpa, retraer ahora a su hija de tan santos propósitos.

-¡Hipocresía! ¡Refinamiento de maldad! -interrumpió D. Fadrique-. ¿Y V. no la ha amenazado con mi venganza? ¿No le ha dicho V. que estoy determinado a todo; que le arrancaré la máscara: que se acordará de mí; que la burla que de mí hace no quedará sin afrentoso castigo?

-Se lo he dicho todo; pero Doña Blanca ha contestado que, si bien te cree un hombre sin religión, todavía te tiene por caballero, y que no teme de ti esas villanas e infames acciones con que en tu rabia la amenazas. Añade, no obstante, que, aun cuando se engañase, aun cuando tú te olvidases de la honra y te vengases así, lo sufriría todo antes de disuadir a su hija contra lo que la conciencia le dicta.

-Esa mujer está loca, P. Jacinto. Esa mujer está loca, y creo que su locura es contagiosa; que a Clara y a V. los tiene ya enloquecidos, y que falta poco para que yo también lo esté. Pero, lo juro por mi honor, por Dios, por lo más sagrado: mi locura será de muy diversa índole. Soñará con mi locura. Pues qué, ¿imagina que soy yo un segundo D. Valentín? ¿Piensa que me someteré a sus monstruosos caprichos? ¿Entiende que soy necio y que voy a creer lo que a ella se le antoje hacerme creer? Clara tiene trastornada la cabeza, y por eso quiere ser monja de repente. ¿Qué vocación ha de tener, cuando me consta que estaba, que está aún, enamorada de ese muchacho rondeño, con quien podría ser felicísima? Aquí hay algún misterio abominable. Algo se ha hecho para infundir el delirio en Clara y perturbar su natural despejo. Yo ni puedo, ni quiero, ni debo consentir extravagancias tan criminales. ¿No comprende esa mujer de Satanás que la educación que ha dado a su hija, que esos terrores que le ha infundido son como un veneno? ¿Quiere saciar el odio que me tiene, asesinando a su hija, porque también es mi hija?

-Comendador, ten sangre fría; mira que te engañas. Mira que Clara no siente hoy la vocación religiosa por causa de su madre.

-Me importa poco que sea hoy o ayer cuando su madre le ha dado la ponzoña. El corazón me dice que las rarezas, que los extravíos de Clara provienen del tormento espiritual que le está dando su madre desde que la niña tiene uso de razón. Esto es menester que acabe. Si Clara, cuando esté en completa tranquilidad y serenidad de espíritu, sanos su cuerpo y su alma, persiste en ser monja, que lo sea: yo no me opondré. Mi sacrificio habrá sido inútil. No exhalaré una queja. Que disfrute de todos mis bienes D. Casimiro. Pero mientras Clara esté enferma, casi fuera de sí, con una especie de fiebre continua, no he de sufrir que se tome ese estado febril por éxtasis místico, y esos ataques nerviosos por llamamientos del cielo. Es mi hija, voto a quince mil demonios, y no quiero que me la maten. Ahora mismo voy a ver a Doña Blanca. Romperé la consigna para entrar. Romperé la cabeza a quien quiera oponerse a mi entrada. Si no la veo y la hablo, estallo como una bomba. No me detenga V., P. Jacinto. Déjeme V. salir.

El Comendador había abierto la puerta, se había puesto el sombrero, y forcejeaba por salir con el P. Jacinto, que procuraba detenerle.

-Quien está desatinado eres tú -decía el padre-. ¿A dónde vas? ¿No calculas el escándalo de lo que te propones hacer?

-Déjeme V., Padre. Yo no calculo nada.

-Esto es una perdición. Dios te ha dejado de su mano. Oye cuatro palabras con reposo y haz luego lo que quieras. Carezco de fuerzas para detenerte.

El P. Jacinto cedió en su resistencia y el Comendador se paró a escucharle.

-Quieres ver a Doña Blanca, y la verás, pero con menos peligro de lances y de escándalo. Pasado mañana va D. Valentín a la casería con el aperador, a vender unas tinajas de vino. Entonces podrás ver y hablar a Doña Blanca. Para evitar mayores males, te llevaré yo mismo. Yo entretendré a Clara a fin de que hables a solas con Doña Blanca y le digas cuanto tienes que decirle. Ya ves a lo que me allano. Ya ves a lo que me comprometo. Vas a sorprender desagradablemente a Doña Blanca con tu inesperada visita. Vuestra conversación va a tener algo de un duelo a muerte; mas prefiero intervenir en él, ser cómplice en el delito de vuestro espantoso diálogo, a que sucedan cosas peores. Por las ánimas benditas, Comendador, aguarda hasta pasado mañana. Vendrás conmigo. Verás a Doña Blanca. Por la amistad que me tienes, por la pasión y muerte de Cristo te suplico que te calmes para entonces, y trates de que sea lo menos cruel posible la entrevista que te voy a procurar.

El Comendador cedió a todo, y agradeció al P. Jacinto los consejos que le daba y la protección que le ofrecía.




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- XXIV -

Con febril impaciencia aguardó D. Fadrique el plazo que el padre le había pedido.

No hay plazo que no se cumpla, y dicho plazo se cumplió al cabo. Cumpliéronse también los pronósticos del Padre. D. Valentín salió aquel día muy de mañana con el aperador para ir a la casería, de donde no pensaba volver hasta la noche.

El Comendador, que lo espiaba todo, se preparó para la entrevista prometida. El P. Jacinto no se hizo aguardar mucho tiempo y vino a buscarle.

Reconociendo que lo menos peligroso, lo menos ocasionado a males, era que se viesen ambos cómplices, por si lograban entenderse y convenir en algo acerca de la hermosa Clarita, no quiso el padre hablar con Doña Blanca y proponerle una conferencia con el Comendador. Tenía por seguro que se negaría, y que, ya sobre aviso, le haría más difícil, casi imposible, el hacer entrar al Comendador hasta donde ella estuviese. Así, pues, se resolvió por la sorpresa. Sabía las costumbres de la casa, sabía las horas de todo, y todo lo dispuso con sencillez y habilidad.

Antes de las diez de la mañana, una hora después del almuerzo, Clara se retiraba a su cuarto y Doña Blanca se quedaba sola en la sala donde estaba de diario.

El padre se puso en marcha en punto de las diez llevando al Comendador en pos de sí. Entraron en el zaguán, y el padre dio dos aldabonazos.

La voz de una criada gritó desde arriba:

-¿Quién es?

-Ave María purísima. Gente de paz, -contestó el padre.

La moza, que reconoció la voz, tiró del cordel desde un balcón del piso principal que daba al patio. Con este cordel se abría la puerta sin bajar la escalera.

La puerta se abrió, y entraron el Comendador y el fraile, sin que los viese nadie, ni la misma criada que les había abierto, pues entre el patio, a donde daba el balcón en que se hallaba la criada, y la puerta de la calle, había otro zaguán, del cual arrancaba la escalera principal o de los señores.

No bien entró el P. Jacinto con su compañero, cerró de nuevo la puerta y dijo en alta voz:

-Dios te guarde, muchacha.

-Dios guarde a su merced, -contestó ella.

Entonces el Comendador y su guía subieron rápidamente la escalera. Ya en la antesala, donde tampoco había un alma, dijo el fraile a D. Fadrique, señalándole una puerta:

-Allí está Doña Blanca. Entra... háblale; pero ten juicio.

Don Fadrique, con ánimo decidido, con verdadero denuedo, se dirigió a la puerta señalada, entró, y la volvió a cerrar.

No bien desapareció D. Fadrique, llegó la criada.

-¡Hola! -dijo el P. Jacinto-. ¿Está Doña Blanca sola?

-Sí, padre. -¿No entra su merced a verla?

-No; más tarde. Déjala tranquila. No entres ahora, que estará ocupada en sus negocios. No la distraigamos. ¿Está Clarita en su cuarto?

-Sí, padre.

-Ea, vete a tus quehaceres, que yo voy a ver a Clarita.

Y, en efecto, el P. Jacinto y la criada se fueron por su lado cada uno.

Entre tanto, D. Fadrique se hallaba ya en presencia de Doña Blanca, sorprendida, pasmada, enojada de tan imprevisto atrevimiento. Sentada en un sillón de brazos, había levantado la cabeza al sonar el pestillo y la puerta que se abría, había visto que la volvía a cerrar quien había entrado, había reconocido al punto al Comendador, y aun casi inmóvil, silenciosa, le miraba de hito en hito, sospechaba si estaría soñando, y apenas si se atrevía a dar crédito a sus ojos.

El Comendador se adelantó lentamente dos o tres pasos.

No saludó de palabra; no pronunció una sola: no hallaba, sin duda, fórmula de saludo que no disonase en aquella ocasión; pero con el gesto, con el ademán, con la expresión de toda su fisonomía, mostraba que era un caballero respetuoso, que pedía humildemente perdón de la astucia y de la audacia que se había visto obligado a emplear para llegar hasta allí. En su rostro se veían las disculpas que de palabra no daba. Si atropellaba respetos, lo hacía con razón suficiente. A par de estas cosas, se leía asimismo en el rostro varonil del Comendador la firme resolución de no salir de allí hasta que se le oyese.

Doña Blanca se hizo al punto cargo de todo esto. Conocía tan bien a aquel hombre, que no necesitaba a veces oírle hablar para penetrar sus intenciones y sus sentimientos. Doña Blanca comprendió que lo menos malo era oírle; que no podía echarle, sin exponerse a dar el mayor de los escándalos. No quiso, sin embargo, aparecer desde luego resignada. Se alzó de su asiento, y antes de que el Comendador hablase, le dijo:

-Váyase V., D. Fadrique, váyase V. ¿Qué palabras, qué explicaciones pueden mediar entre nosotros, que no produzcan una tempestad, sobre todo si nos hablamos sin testigos? ¿Para qué me busca V.? ¿Para qué me provoca? No podemos hablamos; apenas si podemos mirarnos sin herirnos de muerte. ¿Es V. tan cruel, que desea matarme?

-Señora -contestó el Comendador-: si no creyese que cumplo un deber imperioso viniendo hasta aquí, no hubiera venido. Cuando penetro furtivamente en esta sala, es porque tengo razones suficientes para ello.

-¿Qué razones alega V. para venir a turbar mi reposo?

-El interés que me inspira un ser a quien me une estrechísimo lazo.

-Muy disimulado, muy oculto ha tenido V. ese interés durante diez y seis años. No se ha acordado V. de ese ser hasta que por casualidad ha tropezado con él en su camino. Ha sido menester que salga V. de paseo con una sobrina suya, y que esta sobrina tenga una amiga, y que esta amiga vaya con ella, para que el amor paternal, que vivía latente y ni siquiera sospechado allá en las profundidades de su magnánimo corazón, se revele de pronto y dé gallarda y briosa muestra de sí. Si el acaso no nos hubiese traído a vivir en la misma población, o si Clara no hubiese sido amiga de Lucía, aunque en la misma población viviésemos, su interés de V., su amor paternal, sus deberes imperiosos, confiéselo V., dormirían tranquilos en el fondo de esa envidiable y harto cómoda conciencia.

-Justo es que me moteje V. No debo defenderme. Confieso mi culpa. Voy, con todo, a tratar de explicarla y de atenuarla. Yo no podía sospechar que al lado de V., bajo el amparo de una madre cariñosa, corriese mi hija ningún peligro, hallase motivo para ser desventurada.

-Su desventura no proviene de mí solamente. Su desventura proviene del pecado en que fue concebida, y del cual ni V. ni yo, que somos los pecadores, podemos salvarla ni redimirla.

-Ella no es responsable: nadie es responsable de faltas que no comete. Esa transmisión es un absurdo. Es una blasfemia contra la soberana justicia y la bondad del Eterno.

-No llevemos la conversación por ese camino, Sr. D. Fadrique. Si a V. le parece blasfemia lo que yo creo, impiedad y blasfemia me parece a mí cuanto V. dice y piensa. ¿A qué, pues, hablar conmigo de Dios? Deje V. a Dios tranquilo, si por dicha cree en Él, allá a su modo. La desventura de mi hija, llámela V. fatal, llámela como guste, procede de su nacimiento. Pues qué, ¿no ha reconocido V. mismo esa desventura, al querer librar de ella a mi hija, haciendo un gran sacrificio, que yo le agradezco, pero que juzgo ya inútil?

-Alguna verdad hay en lo que V. dice. Yo reconozco que Clara, sin culpa, estaba condenada por la suerte o a sacrificarse o a ser una usurpadora indigna.

-Estamos de acuerdo, salvo que donde V. dice por la suerte, digo yo por el pecado, y no por el pecado de ella, sino por el pecado de otros. Esto es inicuo para V., que no acata los inescrutables designios de la Providencia. Esto es solo misterioso para mí. Por eso es lo mejor no tocar tales cuestiones. Hablemos de aquello en que convenimos. Convenimos en que Clara estaba, sin culpa suya, condenada a una pena.

-Convenimos; pero convenga V. también en que yo la he libertado.

-Si la ha libertado V., habrá sido por una serie de casos fortuitos: porque vio V. a Clara y la reconoció; porque Clara es bonita, ya que, si hubiera sido fea, no se hubiera V. entusiasmado tanto, ni la vanidad de padre hubiera provocado con ímpetu el amor de padre, y porque, en suma, tiene usted bastante dinero que dar, y halla V. un hidalgo con bastante poca vergüenza para tomarle sin motivo justificado.

-A mi vez suplico yo también a V. que no entremos en cuestiones inútiles. Yo no he venido aquí a discretear ni a filosofar.

-Yo no discreteo ni filosofo. Digo lo que es cierto. El pecado no fue un acaso; no fue algo independiente de nuestro libre albedrío. El que usted haya encontrado a Clara; el que ella sea bonita, por donde juzga V. que no debe casarse con D. Casimiro ni ser monja, y el que tenga V. más de cuatro millones, no son cosas que de su voluntad de V. han dependido. Para V. son casuales, aunque por Dios estuviesen previstas y preparadas, como lo está cuanto ocurre en el universo.

-Vamos, señora, no apure V. mi paciencia. Tan casual será todo eso, como el haber yo encontrado a V. en Lima, el que fuese V. bonita y el que yo no fuese un monstruo de feo. Lo que no fue casual, sino voluntario, fue la caída; pero tampoco es casual, sino voluntario, el rescate. Será casual, no dependerá de mi voluntad el tener cuatro millones, pero es voluntario, es mi voluntad misma el darlos. Clara, no por casualidad, sino por un acto libre, está ya rescatada del cautiverio, al cual, según V. juzga, y no sin razón, se hallaba sometida por otro acto, que no supongo que considere V. más voluntario, más reflexionado, más meditado y más deliberado con perfecta claridad en la conciencia. Hasta este punto el diálogo había sido de pie. Doña Blanca ni se sentaba ni ofrecía asiento al Comendador. Éste, después de un momento de pausa, porque Doña Blanca no respondió al punto a su último razonamiento, dijo con serenidad:

-Mire V., señora: yo no quiero que disertemos ni que divaguemos. Tengo, no obstante, mucho que hablar; y para que la conferencia sea breve, importa proceder sin desorden. El desorden no se evita sino con la comodidad y el reposo. ¿No le parece a V., pues, que sería bueno que nos sentásemos?

Doña Blanca siguió silenciosa, lanzó una mirada al Comendador, entre iracunda y despreciativa, y se dejó caer de nuevo en el sillón, como aplanada. Entonces se sentó el Comendador en una silla, y prosiguió hablando.

-Mi resolución -dijo-, es irrevocable. Sea por lo que sea: por un capricho, porque Clara es bonita, porque he tropezado con ella casualmente en mi camino, por lo que a V. se le antoje, yo la he rescatado. Todo lo que herede ella por muerte de su marido de V. lo gozará ya, con años de anticipación, el que debiera heredarle, si Clara no viviese. Viva, pues, Clara. Vengo a pedir a V. su vida.

-A lo que viene V. es a insultarme. ¿Mato yo acaso a Clara?

-Lejos de mí el propósito de insultar a V. Sin querer, podría V. acaso matar a Clara, y esto es lo que vengo a evitar. Para ello estoy resuelto a apelar a todos los medios.

-¿Me amenaza V.?

-No amenazo. Declaro mi pensamiento sin rebozo.

-¿Y qué me toca hacer, según V., para evitar que Clara muera?

-Disuadirla de que sea monja.

-Eso es imposible. Yo no creo que entrar monja sea morir, sino seguir la mejor vida.

-Ya he dicho que no discuto, ni trato de teologías con V. Concedo, pues, que la vida del claustro es la mejor vida; pero es cuando hay vocación para seguirla; cuando no se va al claustro desesperada, casi loca, llena de desatinados terrores.

-Vuelvo a repetir a V. que me deje, Sr. D. Fadrique. ¿Para qué hablar? Nos atormentaremos y no nos entenderemos. Usted llama terrores desatinados al santo temor de Dios, desesperación al menosprecio del mundo, y locura a la humildad cristiana y al recelo de caer en tentación y de faltar a los deberes. Usted considera muerte la vida que en este mundo se asemeja más al vivir de los ángeles. ¿Cómo, pues, hemos de entendernos? Usted me honra más de lo que merezco, pensando que me acusa, al suponer que yo he inspirado a mi hija tales ideas y tales sentimientos.

-Por amor del cielo, mi señora Doña Blanca, yo no sé por quién conjurar a V., en nombre de quién suplicarle, que no involucre las cosas, que no me oiga con prevención, que atienda al bien de su hija, y que no dude de que yo vengo aquí, la molesto con mi presencia y la mortifico con mis palabras, sin prevención también, y sólo por el deseo de ese bien impulsado. ¿Cómo he de condenar yo el santo temor de Dios, el menosprecio del mundo, si es razonable, y la humildad cristiana, que nos lleva a desconfiar de nuestra flaca y pecadora naturaleza? Lo que yo condeno es el delirio. Concedería que Clara tomase el velo aun cuando no le tomase después de pensarlo reflexivamente; aun cuando lo tomase por un rapto fervoroso de devoción; pero lo que no concedo, lo que no consiento es que le tome en un arrebato de desesperación. Sería un suicidio abominable y sacrílego.

-¿Y de dónde infiere V. que Clara está desesperada? ¿Quién se lo ha dicho a V.? ¿Qué motivos tiene ella para desesperarse?

-Nadie me lo ha dicho. Basta mirar a Clara para conocerlo. Usted misma lo conoce. No disimule V. que lo conoce. Si no temiese V. hasta por su vida corporal, ¿no hubiera ya dejado que entrase en el convento? Al darle ahora la libertad que le da, ¿no lo hace V. excitada por el deseo de que su salud se mejore? En cuanto a los motivos de su desesperación, concretamente yo los ignoro; pero los percibo de cierta manera confusa. Usted la ha hecho dudar de sí más de lo que debiera: sin prever un resultado tan funesto, ha infundido V. en su espíritu que está predestinada a pecar si no busca asilo al pie de los altares. En suma, V. la ha envenenado con tal desconfianza, que ella, al sentir los latidos de su corazón juvenil y la lozanía de la vida en su verde primavera; al ver el fuego, si puro, ardiente de sus ojos; al oír la voz de la naturaleza, que la incita a que ame; al soñar acaso con lícitas venturas, logradas en este mundo al lado de un ser de su misma humana condición, se ha figurado que era presa de impuras pasiones, se ha creído perseguida por los monstruos del infierno, y para no ser ella un monstruo, ha querido refugiarse en el santuario.

-Demos que todo eso sea exacto -replicó imperturbable Doña Blanca-. Demos que los hechos son los mismos para V. y para mí. La diferencia subsistirá siempre en la manera de apreciarlos. Si Clara se va al claustro, no ya por puro amor de Dios, sino por temor de ofenderle, por considerarse sobrado frágil para resistir las tempestades del mundo y por miedo de sí misma y del infierno, Clara, a mi ver, no desatina: Clara procede con recto juicio y consumada prudencia. Los motivos de su vocación para la vida religiosa, si no son los más elevados, son buenos. Lejos de mí el tratar de disuadirla, aunque pudiese. A fin de que goce Clara una efímera e incierta dicha en la tierra, no he de oponerme yo a que tome el camino que más derechamente pueda llevarla al cielo. No por dar gusto a V. he de aconsejar yo a Clara, cuando la nave de su vida va a entrar ya en el puerto segurísimo y abrigado, que vuelva la proa y que se engolfe en el piélago borrascoso, donde puede zozobrar y hundirse con eterno hundimiento.

-Sí -interrumpió el Comendador, harto ya-, lo mejor es que se muera para que se salve.

-¿Y cómo negarlo? -respondió fuera de sí Doña Blanca-. Más vale morir que pecar. Si ha de vivir para ser pecadora, para su eterna condenación, para su vergüenza y su oprobio, que muera. ¡Llévatela, Dios mío! Así me hubiera muerto yo. ¡Cuánto más me valiera no haber nacido!

-Los mismos furores de siempre. Está V. como atormentada de un espíritu maligno. Yo me lo sabía. Yo tengo la culpa de todo. Yo hubiera debido robar a mi hija de la casa de V., y criarla conmigo, y hacerla dichosa, y darle mi nombre.

-Bendito sea Dios porque no ha sido así. ¡Criada mi hija por un impío! ¿Qué hubiera sido de ella? ¡Debe de ser repugnante una mujer sin religión!

-No sé lo que será una mujer sin religión, ni hubiera sido mi propósito que mi hija no la tuviera. Lo que sé es que una mujer exaltada por el fanatismo religioso puede hacerse insufrible.

-¡Qué feliz sería yo si tal hubiera aparecido a los ojos de V. desde el principio! ¡Cuántos males se hubieran evitado! Pero V. pensaba entonces de otra manera, y me persiguió con constancia, me pretendió con terquedad, y no hubo medio de seducción, ni mentira, ni engaño, ni blandura de regaladas palabras, ni encarecimiento de amante que muere de amor, ni promesa de darme toda el alma, que V. no emplease para vencer mi honrado desvío. Llegó V. a alucinarme hasta el extremo de anhelar yo perderme por salvar a V. ¡Aquél sí que fue delirio! ¿Pues no llegué a soñar con que, cayendo yo, iba a ganar su alma de V. y a sacarla de la impiedad en que estaba sumida? ¿Pues no me desvanecí hasta el punto de creer que, incurriendo con V. en el pecado, había de levantarle y traerle luego conmigo en la purificación y en la penitencia? ¿De qué artificios no se vale el demonio para envolvernos en sus redes? Yo estaba ciega. Creí ver en V. un hombre extraviado que me enamoraba, que estaba prendado de mí, a quien por amor mío iba yo a cautivar el alma, haciéndola capaz de más altos amores. No advertí que ni siquiera era V. capaz del bajo y criminal amor de la tierra. Usted buscaba sólo la satisfacción de un capricho, un goce fácil, un triunfo de amor propio. V. creyó que, una vez vencido mi desvío, que después de un instante de pasión y de abandono, todo sería paz, todo lo olvidaría yo por V., para que V. me hallase siempre sumisa, alegre, con la risa en los labios. V. imaginó que yo iba a matar en mi alma todo remordimiento, toda vergüenza, toda idea del deber a que había faltado, todo temor de Dios, todo respeto a mi honra, todo sentimiento amargo de su pérdida, todo miedo a las penas del infierno, todo aguijón en la conciencia. Se equivocó V., y por eso le parecí insufrible. Era V. dueño de mi alma; pero, así como en tierra de valientes y generosos, que jamás olvidan lo que deben a su patria, sólo posee el feroz conquistador la tierra que pisa, así V. no me poseía sino cuando hasta de mí misma me olvidaba. Cuando no, me alzaba yo contra V., trataba de limpiar mi culpa con la penitencia, y luchaba siempre por libertarme. ¿Cuánto, no obstante, hubiera debido enorgullecer a V. cada una de sus victorias, aun siendo impío, sí hubiera V. acertado a comprender la grandeza sublime y tempestuosa de las grandes pasiones? Horribles eran aquellas frecuentes luchas; pero V., cuando triunfaba, triunfaba, no sólo de mí, sino de los ángeles que me asistían; de mi fe profunda; del cielo, a quien yo invocaba; del principio del honor arraigado en mi alma, y de mi conciencia acusadora y severa contra mí misma. V., que sólo buscaba alegría y deleite, se fatigó de luchar. Así me liberté del cautiverio infame. Alabado sea Dios, que lo dispuso. Alabado sea Dios, que ha castigado después tan justamente mi culpa; pero, se lo confieso a V., el castigo que más me ha dolido siempre, el que más me duele todavía, es el tener que despreciar al hombre que he amado. Ya lo sabe V. Usted me halla insufrible: yo le hallo a V. despreciable. Váyase de aquí. Salga de aquí, o haré que le echen. ¿Quiere V. delatarme? ¿Quiere V. declararme culpada? Hágalo. No temo ya desventura ni humillación, por grande que sea. Sépalo V. de una vez para siempre: me alegro de que Clara entre en un convento. No seré tan vil, que por miedo de V. falte a mi deber inculcándole lo contrario. Ahora, márchese; salga de mi casa; déjeme tranquila.

Doña Blanca, puesta de pie otra vez, con ademán imperioso, señalando la puerta con la mano, expulsaba al Comendador. ¿Qué había de hacer, qué había de contestar éste? Doña Blanca pareció frenética a los ojos del Comendador, lleno de piedad y casi de susto. Temió ser cruel y mal caballero si respondía. Guardó silencio. Vio el asunto perdido, al menos por aquel lado, y no quiso prolongar más el doble martirio.

Don Fadrique inclinó la cabeza y salió de la sala harto apesadumbrado. Apenas se vio en la antesala, bajó la escalera, abrió la puerta del zaguán y se lanzó a la calle, respirando con delicia el ambiente, como quien se está ahogando y logra sacar la cabeza del agua en que se hallaba sumergido.




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- XXV -

A pesar de su optimista y regocijada filosofía; a pesar de su propensión natural a reír y a ver las cosas por el lado cómico, D. Fadrique estuvo todo aquel día meditabundo, callado, con una seriedad melancólica harto extraña en él.

A la hora de comer apenas probó bocado; apenas si habló con su hermano, con su cuñada y con su sobrina, los cuales, cada uno por su estilo, le agasajaban mucho.

Don José era un señor excelente, que no hacía más que cuidar de su hacienda, jugar a la malilla en la reunión de la botica y dar gusto a Doña Antonia.

Esta señora tenía una pasta de las mejores: cuidaba de la casa con esmero, cosía y bordaba. Era buena cristiana, iba a misa todos los días y rezaba el rosario con los criados todas las noches; pero en todo ello había algo de maquinal, de fórmula, costumbre o rutina, sin que Doña Antonia se metiese en honduras religiosas. Sólo salía algo de sus casillas y mostraba cierto entusiasmo apasionado en favor de la Virgen de Araceli, de Lucena (Doña Antonia era lucentina), prefiriéndola a las otras Vírgenes y hallándola más milagrosa.

En cuanto a director espiritual, Doña Antonia tenía a un capuchino fervoroso y elocuente, cuya fama eclipsaba entonces la del P. Jacinto, el cual, como más tibio en el predicar y en el reprender, no hacía tantas conversiones ni traía al redil tantas ovejas descarriadas como su cofrade barbudo.

Lucía tenía por confesor al P. Jacinto, y se llevaba tan bien con su madre, que las únicas discusiones que había entre ellas eran sobre los méritos de sus respectivos confesores. Por lo demás, como Doña Antonia no tenía voluntad ni opinión, y de todo se le importaba lo mismo, francamente no era gran prueba de sumisión y deferencia en Lucía el no discutir nunca con su madre, salvo sobre el capuchino, y alguna que otra vez, aunque raras, acerca de la Virgen de Araceli. Lucía no era muy devota, y careciendo de otra Virgen predilecta, concedía pronto a su madre la superior excelencia de la suya.

La única causa de disidencia era, pues, el P. Jacinto, en quien Lucía hallaba superior entendimiento e ilustración; mas al cabo, como buena hija que era, y a fin de contentar a su madre, declaraba que el capuchino había reunido a un sinnúmero de malos casados, que andaban campando por sus respetos y viviendo aparte engolfados en mil marimorenas, y había logrado que no pocos pecadores y pecadoras dejasen las malas compañías y peores tratos, e hiciesen vida ejemplar y penitente: de todo lo cual podía jactarse muchísimo menos el P. Jacinto; de donde infería Lucía que el capuchino era mejor director espiritual de los extraviados, y el P. Jacinto mejor director de los que estaban en el buen sendero o dentro del aprisco. El uno valía para vencer y reducir a la obediencia a los rebeldes; el otro para gobernar sabia y blandamente a los sumisos.

Con esto se aquietaba Doña Antonia y vivía en santa y dulce paz con su hija, a quien había enseñado todas sus habilidades caseras, reconociendo la maestra, sin envidia y con júbilo, que casi siempre se le aventajaba ya la discípula. Lucía bordaba con todo primor, en blanco, en seda y en oro; hacía calados, pespuntes y vainicas como pocas, y en guisos y dulces nadie se le ponía delante, que no saliera con la ceniza en la frente. Sólo resplandecía aún la superioridad de Doña Antonia en las faenas de la matanza. Era un prodigio de tino en el condimentar y sazonar la masa de los chorizos, morcillas, longanizas y salchichas; en adobar el lomo para conservarle frito todo el año, y en dar su respectivo saborete, con la adecuada especiería, a las asaduras, que ya compuestas llevan siempre el nombre de pajarillas, sin duda porque alegran las pajarillas de quien las come, y a los riñones, mollejas, hígado y bazo, que se preparan de diverso modo, con clavo, pimienta y otras especies más finas, excluyendo el comino, el pimentón y el orégano.

El lector no ha de extrañar que entremos en estos pormenores. Convenía decirlos, y, distraídos con la acción principal, no los habíamos dicho.

El niño mayorazgo, hijo de D. José y de Doña Antonia, había ido, hacía poco, al Colegio de guardias marinas de la isla, con buenas cartas de recomendación de su señor tío.

Doña Antonia andaba siempre con las llaves de una parte a otra, ya en la repostería, ya en la despensa, ya en la bodega del aceite, ya en la del vino, ya en la del vinagre.

La casa tenía todo esto, como casa de labrador, a par que de señores, pues D. José, al trasladarse a la ciudad, había traído a ella muchos de sus frutos para venderlos con más estimación y darles más fácil salida.

Don José, cuando no hacía cuentas con el aperador, o bien oía a los caseros, que venían a verle y a informarle de todo desde las caserías, o se largaba a la botica, donde había tertulia perpetua y juego por mañana, tarde y noche.

Resultaba, pues, que el Comendador, salvo a las horas de las tres comidas, y un rato de noche, cuando había tertulia, a la cual. no faltaba jamás D. Carlos de Atienza, se hallaba en una grata y apacible soledad, no interrumpida sino por la rubia sobrina, la cual le buscaba siempre, preguntándole qué había de nuevo respecto a Clara.

Don José y Doña Antonia, que estaban en Babia, nada sabían de los disgustos y cuidados del Comendador. Lucía los sabía a medias; distando infinito de presumir, a pesar de sus hipótesis, que Clara estaba ligada a su tío con vínculo tan natural.

Los criados de la casa y el público todo seguían desorientados en punto a D. Carlos de Atienza. Viéndole joven, elegante y lindo, que venía con frecuencia a la casa, y que cuchicheaba siempre con Lucía, supusieron con visos de fundamento que era su novio, y ya en la casa le apellidaban el novio de la señorita.

Tal era la situación de cada uno de los personajes secundarios de esta historia cuando el Comendador, después de su entrevista con Doña Blanca, se hallaba tan desazonado.

Durante la comida le colmaron de cuidados, creyéndole indispuesto. Doña Antonia supuso que tendría jaqueca y le excitó a que fuese a reposar. D. José, después de decirle lo mismo, se largó a la botica. Lucía, con más vivo interés, trató de informarse mil veces de la causa del disgusto de su tío; pero no consiguió nada.

El Comendador, a sus solas, no hacía más que pensar sobre su diálogo con Doña Blanca, y concebir los más encontrados pensamientos, aunque siempre poco gratos.

Ya se le figuraba que dicha señora tenía un orgullo satánico, un genio infernal, y entonces se culpaba a sí mismo de no haberle robado a la hija; de haberla dejado en su poder para que la enloqueciera y la hiciera desgraciada. Ya imaginaba, por el contrario, que, desde su punto de vista, Doña Blanca tenía razón en todo.

El Comendador entonces calificaba su persecución en pos de Doña Blanca y su victoria ulterior (que en otro tiempo había mirado como una ligereza perdonable, como una bizarría de la mocedad) de conducta inicua y malvada a todas luces, aun juzgada por su criterio moral, lleno de laxitud en ciertas materias.

-Por cierto que no merezco perdón -se decía D. Fadrique-. La maldita vanidad me hizo ser un infame. ¡Había tantas mujeres guapas cuando yo era mozo, a quienes cuesta tan poco otro tropiezo, una caída más o menos! ¿Por qué, pues, no siendo arrastrado por una pasión vehemente, que ni siquiera tengo esta excusa, ir a turbar la paz del alma de aquella austera señora? Tiene razón sobrada. Soy digno de que me aborrezca o me desprecie. Lo único que mitiga un tanto la enormidad de mi delito es la mala opinión que tenía yo entonces de casi todas las mujeres. No me cabía en la cabeza que ninguna pudiera (después sobre todo) tomar tan por lo serio los remordimientos, la culpa... En fin, yo no preví lo que pasó después. Si lo hubiera previsto... me hubiera guardado bien de pretender a Doña Blanca. Aunque no hubiera habido otra mujer en la tierra... su corazón hubiera quedado entero para D. Valentín, sin que yo se le robara. Pero nada... ¡esta pícara costumbre de reír de todo... de no ver sino el lado malo! Me gustó... me enamoró... eso sí... yo estaba enamorado... y como creí que la gazmoñería era sal y pimienta que haría más picante y sabroso el logro de mi deseo, y que luego se disiparía, insistí, porfié, hice diabluras... sí... hice diabluras: creé dentro de su conciencia un infierno espantoso; por un liviano y fugitivo deleite dejé en su espíritu un torcedor, una horrible máquina de tormento, que sin cesar le destroza el pecho, diez y siete años hace. ¡Como tengo este carácter tan jocoso!... Las cañas se volvieron lanzas. La burla fue pesada. Pero ¡Dios mío... si yo no podía sospecharlo! Aunque me lo hubieran asegurado mil y mil personas, no lo hubiera creído. Lo repito, no cabía en mi cabeza. Yo no comprendía arrepentimiento tan feroz y tan persistente, simultáneo casi con el pecado. Yo no había medido toda la violencia de una pasión que, a pesar del grito airado y fiero de la conciencia, que a despecho del sangriento azote con que el espíritu la castiga, rompe todo freno y sale vencedora. Cuando exclamaba ella, casi rendida ya a mi voluntad, cayendo entre mis brazos, doblándose quebrantada al toque de mis labios, recibiendo mis besos y mis caricias, cediendo a un impulso irresistible, y no obstante luchando: «¡Dios mío, mátame antes que caiga de tu gracia! ¡Prefiero morirá pecar!»; cuando decía esto, que hoy ha repetido a propósito de su hija, no me inspiraba compasión, no me apartaba de mi mal propósito; antes bien era espuela con que aguijoneaba mi desbocado apetito. ¡Cuán hermosa me parecía entonces, al pronunciar, con voz entrecortada por los sollozos, aquellas palabras, a las cuales yo no prestaba sino un vago sentido poético, y en cuya verdad profunda yo no creía! Hasta la dulzura de su misma religión se maleaba y viciaba en mi mente, interpretada por mi concupiscencia, y quitaba a mis ojos todo valor a aquella desolación suya, a aquella angustia con que miraba y repugnaba la caída, sin hallar fuerzas para evitarla. Yo me atrevía a decidir que no era tan gran mal el que tenía tan fácil remedio. Yo me convertía en redentor del alma que cautivaba y en salvador del alma que perdía, parodiando la sentencia divina y diciendo en mi interior: «Levántate: estás perdonada, por lo mucho que has amado». ¡Ah, cielos! ¿Por qué ocultármelo? Procedí con villanía. Era yo tan bajo y tan vil, que no comprendí nunca el vigor, la energía de la pasión que sin merecerlo había excitado. Era yo como salvaje que, sin conocer un arma, la dispara y hiere de muerte. La grandeza y la omnipotencia del amor me eran tan desconocidas como la persistencia y el indómito poderío de una conciencia recta, que acepta el deber y le cumple, o jamás se perdona si no le cumple. ¿Será que soy un miserable? ¿Tendrán razón los frailes y los clérigos al sostener que no hay verdadera virtud sin religión verdadera?

De esta suerte se atormentaba D. Fadrique en afanoso soliloquio, en que volvía cien y cien veces a repetirse lo mismo.

El que no viniese el P. Jacinto a hablar con él inspiraba al Comendador la mayor inquietud. Varias veces se asomó al balcón de su cuarto, que daba a la calle, a ver si le veía salir de casa de Doña Blanca. Varias veces salió a la calle y fue hasta el convento de Santo Domingo, aunque estaba lejos, a preguntar si el P. Jacinto había vuelto. El P. Jacinto no parecía en parte alguna.

A la caída de la tarde, estando D. Fadrique en su estancia, oyó pisadas de caballos que paraban cerca. Salió al balcón y vio apearse a D. Valentín, que volvía de la casería.

Llegó la noche y no pareció el P. Jacinto.

Don Fadrique echaba a volar su imaginación con vuelo siniestro. Hacía las suposiciones más extrañas y dolorosas. -¿Qué habrá sucedido? -se preguntaba.

A las ocho de la noche, por último, el Comendador vio aparecer al P. Jacinto bajo el dintel de la puerta de su cuarto.

Al verle, le dio un vuelco el corazón. El padre traía la cara más grave y melancólica que había tenido en su vida.

-¿Qué es esto? ¿Qué pasa? -dijo el Comendador-. ¿Dónde ha estado V. hasta ahora?

-¿Dónde he de haber estado? En casa de Doña Blanca, donde hice mal y remal en introducirte traidoramente. ¡Buena la has hecho! ¿Qué demonios te aconsejaron cuando hablabas? ¿Qué dijiste a la infeliz? ¡Vaya un berrinche que ha tomado! Está mala. ¡Dios quiera que no se ponga peor!

El Comendador se mostró consternado, se quedó mudo. El fraile añadió:

-Clarita es una santa. Allí la dejo cuidando a su madre. No sé para qué todas estas desazones. La chica está resuelta, firmemente resuelta. Todo es inútil. Bien hubiera podido evitarse tu endemoniada conversación con la madre. Tiempo es de evitar aún que te arruines a tontas y a locas.

El Comendador, recobrando el habla, respondió:

-Lo hecho, hecho está. Yo no gusto de arrepentirme. Yo no deshago mis promesas. Yo no me vuelvo atrás nunca. Lo que prometí a D. Casimiro y él ha aceptado, tiene que cumplirse. Pero, ¿qué enfermedad es esa de Doña Blanca? ¿Sigue Clara poseída de su lúgubre locura? Voto a todos los demonios y condenados que hay en el infierno, que jamás hubiera yo podido soñar que iba a ser víctima de tan enrevesados sentimentalismos.

El Comendador se paseaba a largos pasos por la estancia. El padre le miraba con pena y algo aturdido.

En esto, Lucía, que había visto entrar al padre, asomó la rubia y linda cabeza a la puerta, que había quedado entornada, y dijo con dulce ansiedad.

-Tío, ¿qué hay de nuevo?

-Nada, niña. Por Dios, déjanos en paz ahora que vamos a tratar asuntos muy graves.

Lucía se retiró, lastimada de inspirar tan poca confianza.




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- XXVI -

Cuando el padre y el Comendador se quedaron solos de nuevo, cerró éste la puerta e interrogó al padre en voz baja sobre lo que había oído a Doña Blanca, sobre lo que había hablado con Clarita; pero nada sacó en limpio.

El P. Jacinto parecía otro del que antes era. Mostrábase preocupado; buscaba evasivas para no contestar a derechas: sus misterios y reticencias daban a su interlocutor una confusa alarma.

Al fin tuvo D. Fadrique que dejar partir al fraile, sin averiguar nada más que lo que ya sabía.

Aquella noche no salió de su cuarto; no quiso ver a nadie; pretextó hallarse indispuesto, para encerrarse y aislarse.

Se pasaron horas y horas, y aunque se tendió en la cama, no pudo dormir. Mil tristes ideas le atormentaban y desvelaban.

Rendido de la fatiga, se entregó al sueño por un momento; pero tuvo visiones aterradoras.

Soñó que había asesinado a Doña Blanca, y soñó que había asesinado a su hija. Ambas le perdonaban con dulzura, después de muertas; pero este perdón tan dulce le hacía más daño que las punzantes palabras que aquel día había escuchado de boca de su antigua querida. Ésta y Clara se ofrecían a su imaginación con la palidez de la muerte, con los ojos fijos y vidriosos, pero como triunfantes y serenas, subiendo lentamente por el aire, hacia la región del cielo, y entonando un antiguo himno religioso, que siempre había atacado los nervios y contrariado los sentimientos harto gentílicos del Comendador por su fúnebre ternura, por su identificación del amor y de la muerte, y por su misantrópica exaltación del ser del espíritu por cima de todo deleite, contento, esperanza, consolación o bien posible en la tierra.

Las mujeres, que iban subiendo al cielo, cantaban; y D. Fadrique oía, a través del ambiente tranquilo, los últimos versos del himno, que decían:


Mors piavit, mors sanavit
insanatum animum

Con estos dos versos en la mente se despertó D. Fadrique.

Apenas se hubo vestido, oyó que daban golpecitos a la puerta.

-¿Quién es? -preguntó.

-Soy yo, tío -dijo la dulce voz de Lucía-. Tengo que hablar con V. ¿Puedo entrar?

-Entra, -contestó el Comendador con bastante zozobra de que Lucía trajese malas noticias.

La cara de Lucía estaba demudada. Los ojos algo encarnados, como si hubiesen vertido lágrimas.

-¿Qué hay? -dijo D. Fadrique.

-Que Doña Blanca está muy mala. Clara me escribe diciéndomelo, y me ruega que haga la caridad de ir a acompañarla.

-¿Y se sabe qué tiene Doña Blanca?

-Yo, tío, no lo sé. El mal ha venido de súbito. La criada, que me trajo la carta de Clarita, dijo que su ama cayó enferma como herida por un rayo; que eso es verdad, la señora estaba delicada, pero que al fin lo pasaba regular, como casi todos, cuando de repente, cual si hubiera tenido alguna aparición de los malos y hubiera peleado con ellos, cayó en tal postración, que ha sido menester ponerla en la cama, donde está aún con calentura.

Don Fadrique sintió un frío repentino, que discurría por todo su cuerpo y que hasta los huesos le penetraba. Imaginó que se le erizaban los cabellos. Se inmutó; pero con habla interior dijo para sí:

-En efecto, ¿habré sido tan brutal que la haya asesinado?

Notando después que Lucía no tenía más que decir y aguardaba respuesta, el Comendador hizo un esfuerzo para aparentar serenidad, y dijo a su sobrina:

-Ve, hija mía; ve a cumplir con ese deber de caridad y de amistad para con Clarita. Procura consolarla. ¡Ojalá que el padecimiento de Doña Blanca no tenga peores consecuencias!

-Voy volando, -replicó Lucía.

Y sin aguardar más, con la venia de su madre, que ya tenía, bajó la escalera y se fue a la casa inmediata.




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- XXVII -

La sobrina del Comendador tenía tan alegre carácter como su tío. Era, por naturaleza, tan optimista como él. Casi todo lo veía de color de rosa; pero, compasiva y, buena, tomaba pesar por los males y disgustos de los otros, si bien procurando más consolarlos o remediarlos que compartirlos.

Con esta disposición de ánimo entró Lucía a ver a Clara. Apenas se vieron, se abrazaron estrechamente.

Clara, al contrario de Lucía, era melancólica, vehemente y apasionada, como su madre. Sobre esta condición del carácter, que era ingénita en ella, la educación severísima de Doña Blanca, su continuo hablar de nuestra perversidad nativa, su concepto del mundo y del vivir como valle de lágrimas y tiempo de prueba, y su terror de la eterna condenación y de lo fácil que es caer en el pecado, habían difundido por toda el alma de Clara una sombra de amarga tristeza y de medrosa desconfianza. Por dicha, Clara carecía de aquel orgullo, de aquel imperio de su madre, y el lado obscuro y tenebroso de su espíritu estaba suavemente iluminado por un rayo celeste de humildad, resignación y mansedumbre.

Clara era mil veces más amante que su madre, y se abandonaba a la dulzura de amar, si bien con recelo siempre de pecar amando.

Ambas amigas se hallaban en un cuarto contiguo a la alcoba de Doña Blanca.

El cuitado de D. Valentín no sabía qué hacer: andaba inquieto; bullía de un lado a otro, sin atreverse a entrar en la alcoba de su mujer para que no le despidiese a gritos, porque venía a turbar su reposo, y sin atreverse tampoco a no estar allí cerca para que su mujer no le acusase de indiferente, egoísta y desalmado, que no miraba con interés sus males, y ni siquiera preguntaba por su salud. En esta perplejidad, D. Valentín entraba y salía; asomaba de vez en cuando la nariz a la alcoba, a ver si le veía Doña Blanca y le decía que entrase, y, sin decidirse a entrar, mientras no alcanzaba la venia, preguntaba a Clara por su madre, ni en voz muy alta para que Doña Blanca se incomodase, ni en voz muy baja para que fuera posible que Doña Blanca le oyese y comprendiese que su marido cuidaba de ella y no era un hombre sin entrañas.

Este procedimiento prudentísimo no le valió, sin embargo. Ya una vez, como repitiese con harta frecuencia lo de asomar la nariz a la puerta de la alcoba, Doña Blanca había dicho:

-¿Qué haces ahí? ¿Vienes a molestarme? Pareces un búho que me espanta con sus ojos. Déjame en paz, por Dios.

Poco después se descuidó algo D. Valentín, alzó la voz demasiado al preguntar a Clara por su madre, y ésta exclamó desde la alcoba:

-¡Qué pesadilla de hombre! Se ha propuesto no dejarme descansar. ¡Si parece que está hueco! Valentín, habla bajo y no me mates.

D. Valentín salió entonces zapeado de la estancia en que se hallaban Clara y Lucía, y las dejó solas.

Aunque Doña Blanca era buena cristiana, estos raptos de mal humor contra su marido se comprenden y explican como en cierto modo independientes de su voluntad. Doña Blanca no había encontrado en él ni un átomo de la poesía, ni una chispa de las sublimidades que había soñado hallar, en su inexperiencia, en el hombre a quien dio su mano, siendo aún muy niña. Luego, hacía diez y siete años, no veía ella en D. Valentín sino un hombre cuya serenidad era el perpetuo sarcasmo de las borrascas de su corazón; cuya unión con ella había hecho que lo que pudo ser un bien lícito, una felicidad santificada, fuese un pecado abominable, y cuya salud corporal parecía una burla de los achaques y padecimientos que a ella la atormentaban. Hasta la paciencia con que D. Valentín la sufría era odiosa a Doña Blanca, cual si implicase bajeza, gana de no incomodarse por no molestarse, desdén o menosprecio.

En balde procuraba Doña Blanca formar mejor opinión de su marido, a fin de respetarle, como reflexivamente conocía que era su deber: Doña Blanca no lo lograba. Las mejores prendas de alma de D. Valentín, con intervención quizás de algún demonio astuto, se trocaban, en el alma de Doña Blanca, en defectos ridículos. En balde pedía a Dios Doña Blanca que le concediese, ya que no amar, estimar a su marido. Dios no la oía.

Zapeado, pues, D. Valentín, Doña Blanca quedó sola en la alcoba, abismada, sin duda, en sus hondos y amargos pensamientos, y Clara y Lucía, casi al oído la una de la otra, hablaron así:

-¿Qué ha dicho el médico, Clara? ¿Qué tiene tu madre? -preguntó Lucía.

-El médico hasta ahora -respondió Clara-, no ha dicho más que lo que cualquiera de nosotros ve y comprende: que mi madre tiene calentura; pero la calentura es sólo síntoma de un mal que el médico desconoce aún. Anoche la calentura fue muy fuerte y nos asustamos mucho. Hoy de mañana ha cedido.

-Vamos, Clarita, ya veo que exageraste en tu carta y me alarmaste sin motivo. Tu madre se curará pronto. Apuesto que la causa de toda su indisposición ha sido alguna rabieta que ha tenido con D. Valentín.

-Pues te equivocas. Mi madre no ha tenido la menor rabieta con nadie en todo el día de ayer. Papá estuvo en el campo.

Entonces se concibe que no rabiase con él. ¿Y contigo no rabió?

-Hace días que mi madre está dulcísima conmigo. Te repito que ayer no se sofocó mamá con nadie; no riñó a ninguna criada, estuvo apacible y silenciosa.

Clara, si bien era una criatura de singular despejo, se forjaba la extraña ilusión de que una buena madre de familia tenía forzosamente que rabiar, y así no decía nada de lo dicho para censurar a su madre, sino candorosamente.

Lucía no insistió en buscar el origen del mal de Doña Blanca: se inclinó a creer que este mal era pequeño, a fin de no tener que afligirse; y volviendo la conversación hacia otros puntos, preguntó a su amiga:

-Clara, ¿sigues firme en tu resolución de tomar el velo?

-Estoy más resuelta que nunca. Una voz misteriosa me grita en el fondo del alma que debo huir del mundo; que el mundo está sembrado de peligros para mí.

-Confieso que no te entiendo. ¿Qué peligros tendrá el mundo para ti, que para los demás no tenga?

-¡Ay, querida Lucía; el desorden de mi espíritu, los extraños impulsos de mi corazón, la violencia de mis afectos!

-Pero, muchacha, ¿qué violencia, ni qué desorden es ese? Yo no hallo desordenado ni violento el que ames a D. Carlos, que es muy guapo y joven, y el que no gustes de D. Casimiro, que es viejo y feo. Esto me parece naturalísimo.

-Será natural, porque la naturaleza es el pecado.

-¿Dónde está el pecado?

-En desobedecer a mi madre, en engañarla, en haber atraído a D. Carlos con miradas amorosas y profanas, en complacerme en que guste de mí y en que me persiga, en desear que siga queriéndome hasta en este instante, cuando ya estoy decidida a no ser suya. En suma, Lucía, mi alma es un tejido de marañas y de enredos, que el mismo diablo trama y revuelve. Además, yo he prometido a mi madre que seré monja, y para que lo sea, ha despedido ella a D. Casimiro. ¿Cómo faltar ahora a mi promesa, burlarme de mi madre y hasta de Cristo, a quien he dado palabra de esposa? ¿Qué infamia me propones?

-Es verdad, hija mía: el caso es apurado; pero ¿quién te mandó que dijeses que querías ser monja y que lo prometieses? ¿Por qué no declaraste con valor a tu madre que no querías a D. Casimiro y que no querías ser monja tampoco?

-Bien sabe Dios -respondió Clara-, que deseo desahogarme contigo, depositar en tu amistoso corazón el secreto de mi infortunio, confiártelo todo; pero yo misma no me comprendo sino de un modo imperfecto, y lo que de mí misma comprendo está tan enmarañado, que no encuentro palabras para explicártelo. Siento la razón y causa de todas mis acciones, y no las percibo bien para exponerlas. Quiero, no obstante, sincerarme y tratar de probarte que no es absurda mi conducta. Voy a ver si lo consigo. Yo he amado, yo amo aún a D. Carlos de Atienza. Yo detesto a D. Casimiro. Esto es verdad; pero mi amor por D. Carlos y mi odio a D. Casimiro no han tenido jamás la suficiente energía para hacerme arrostrar la cólera de mi madre, declarándole que amaba al uno y odiaba al otro. Así, pues, te aseguro que durante meses he estado resignada a sofocar en mi alma el naciente amor a D. Carlos y a casarme con D. Casimiro para ser una hija obediente. Hubiera yo preferido a todo ser esposa de Cristo; pero me consideraba indigna. Para ser mujer de D. Casimiro me sentía con fuerzas. Yo esperaba vencer mi fatal inclinación a D. Carlos, y, logrado esto, ser modelo de casadas: cuidar al achacoso D. Casimiro, y hasta quererle, imponiéndome como deber el cariño. Hallándome de esta suerte, nuevos y extraños sentimientos han combatido mi alma y han hecho que mi espíritu dude más de sí. Me he llenado de terror. En mi humildad, no me he creído digna ni de ser mujer de D. Casimiro. Me he espantado de mi flaqueza, de la perversidad de mis inclinaciones, y entonces he pensado en refugiarme en el claustro. Juzgándome menos digna que antes de ser esposa de Cristo, he pensado en la infinita bondad de aquel Soberano Señor, padre de las misericordias, y he comprendido que, aun siendo yo indigna de todo, podía acudir a Él y refugiarme en su seno, segura de que no me rechazaría, de que me acogería amoroso, purificándome y santificándome con su gracia.

-Tú me hablas de nuevos y extraños sentimientos, pero sin decir cuáles son -dijo Lucía-. Aquí hay un misterio que no me dejas penetrar.

-¡Ay! -exclamó Clara-, apenas si yo le penetro. ¿Cómo declarártele? Mira, Lucía, yo conozco que amo siempre a D. Carlos. Si me finjo en completa libertad de elegir mi vida, me parece que mi elección será ser mujer de D. Carlos. Su talento, su bondad, su delicada ternura, me hacen presentir que sería yo dichosa viviendo a su lado. Te lo confesaré. A pesar del horror que mi madre ha sabido inspirarme a la complacencia de los sentidos, la imagen material de D. Carlos, su porte, la gallardía de su cuerpo, la elegancia y pulcritud de su vestido, el fuego de sus ojos y la viva animación de su semblante y la frescura de su boca me atormentan y me hieren, y me distraen de mis piadosas meditaciones.

-Te lo repito, Clarita: en nada de eso veo yo la obra del diablo; en nada descubro influencias sobrenaturales: todo es naturalísimo. Y si, como tú afirmas, la naturaleza es el pecado, bien es menester, o que Dios nos dé medios sobrenaturales para vencerla, o que nos perdone con muchísima generosidad cuando ella nos venza. ¿Dónde están esos sentimientos singulares que te perturban?

-Lucía, tú hablas con suma ligereza. Tus razones tienen no sé qué fondo de impiedad. Me da miedo. Mi madre no se engañaba. El trato, la conversación con tu tío debe de ser muy peligrosa.

-No disparates, Clara. A mi tío no se le ha ocurrido jamás darme lecciones de impiedad. Si lo que yo sostengo es poco piadoso, la culpa es completamente mía. Seré yo la que está endiablada. Pero dejemos a un lado esas cuestiones: vamos a lo que importa. Dime qué raros sentimientos te asaltan el alma, inspirándote esa humildad, esa desconfianza profunda, que te induce a tomar el velo.

-No acierto a decírtelo. Me falta valor.

-Ea... ánimo... di lo que es.

-Mi madre no ha hecho más que hablarme de tu tío desde que apareció en esta ciudad... desde que yo le vi y paseé con él una tarde. Me le ha pintado como pudiera haberme pintado a Luzbel, rodeado aún de hermosos fulgores de su primitiva naturaleza angélica, valeroso, audaz, inteligente como pocos seres humanos. Me ha hecho creer que ejerce tal imperio sobre las almas, que las atrae y las cautiva, y las pierde si gusta. En su mirada hay una luz siniestra que ciega o extravía. En su palabra, una música seductora que embelesa los entendimientos y ensordece la voz del deber en la conciencia. Según mi madre, tu tío es la maldad personificada, el dechado de la irreligión, un rebelde contra Dios, de quien conviene apartarse para no contaminarse. En resolución, cuanto mi madre ha dicho de tu tío debiera infundirme hacia él un odio, una aversión grandísima. Sé por mi madre que el Comendador es un réprobo. No hay esperanza de que se salve. Está condenado. Es como Luzbel. Y, sin embargo, lejos de producir en mí los discursos de mi madre el horror hacia el Comendador que ella deseaba, tal es mi perversidad, tan pecaminoso es mi espíritu de contradicción, que han avivado mis simpatías hacia tu tío. Yo no debiera decírtelo, yo no sé cómo tengo la desvergüenza de decírtelo. Apenas si a mi confesor le he dejado entrever algo de lo que siento en el negro abismo de mi corazón. Pero, si no te lo digo... ¿con quién me desahogo?... Lucía, tú eres mi mejor amiga... Yo quiero al Comendador de un modo inexplicable. Me siento arrastrada hacia él. Creo en todas sus maldades porque mi madre me las ha dicho; y creo que Dios, a quien el Comendador es simpático, se las va a perdonar, como yo se las perdono. ¿No es una monstruosidad, no es una aberración este cariño hacia una persona casi desconocida? Yo me condenaba antes por mi inclinación a D. Carlos, a despecho, a escondidas de mi madre. Ahora me sucede casi lo mismo que a ti: mi inclinación a D. Carlos me parece natural. Lo diabólico, lo abominable es mi inclinación a tu tío. Es un sentimiento tan distinto, que no destruye ni aminora mi afecto a D. Carlos. Esto prueba mi desordenada índole, mi pecadora y, perturbada manera de ser. No sé con qué pretexto, bajo qué título, con qué nombre cariñoso he de acercarme a él, hablarle, llegar a su intimidad, y lo deseo. Cuantas cualidades detestables mi madre le atribuye, se me antoja que no lo son en él, porque es un ser de superior natural jerarquía y está exento de la ley común para los demás mortales.

Con la mirada fija, con el semblante no risueño, como le tenía de costumbre, sino triste y grave, y sin acertar a contestar palabra, oyó Lucía la inesperada confesión de Clara.

Después de unos instantes de silencio Clara prosiguió:

-Nada me respondes; nada observas; te callas; reconoces que soy un monstruo. Será amor de otro género, será un sentimiento indefinido, que carece de nombre en la clase e historia de las pasiones; pero yo quiero a tu tío y le quiero por esa misma pintura con que mi madre ha procurado que yo le aborrezca.

A este punto llegaba Clara, cuando vino a interrumpirla la voz de Doña Blanca, que decía:

¡Hija, hija!

Lucía y Clara se estremecieron. Aunque era imposible que Doña Blanca las hubiese oído, imaginaron por un instante que milagrosamente las había oído y que iba a terciar en la conversación por estilo terrible.

-¿Qué manda V., mamá? -dijo Clara temblando.

-Agua. Dame un poco de agua. ¡Me ahogo!

Las dos amigas acudieron a la alcoba a dar agua a la enferma. Entonces notaron con pena y sobresalto que la fiebre había crecido. Las palpitaciones del corazón de Doña Blanca eran tan violentas, que se hacían perceptibles al oído.

-¿Qué siente V., señora? -preguntó Lucía...

-Una ansiedad... una fatiga... -respondió Doña Blanca-, el corazón me late con tanta fuerza.

Lucía posó suavemente la mano sobre el pecho de Doña Blanca. Entonces notó con pena que los latidos de su corazón habían perdido el ritmo natural: eran desordenados y anormales; pero no dijo nada por no asustar a la paciente y a su hija.

El cuidado que requería Doña Blanca no consintió que prosiguiese el diálogo entre Clara y Lucía.




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- XXVIII -

Tantos años de pesares y de tormentos habían ido destruyendo la salud de Doña Blanca. Su tristeza sin tregua; su oculta vergüenza, con la que de continuo tenía que verse cara a cara, sin poder hallar alivio comunicándola y confiándose a una persona amiga; sus luchas de compasión y de desprecio por su marido y de amor y de odio por el Comendador; su horror del pecado que creía sentir sobre ella y que le pesaba como lepra asquerosa e incurable; su orgullo ofendido; su temor del infierno, al que a veces se creía predestinada, y su preocupación incesante de la suerte de Clara, a quien amaba con fervor y a quien en ocasiones aborrecía, como vivo testimonio de su más grave falta y de su más imperdonable humillación, habían influido lastimosamente sobre todos los órganos de aquella vida corporal.

Doña Blanca hacía mucho tiempo estaba sujeta a frecuentes paroxismos histéricos. Había momentos en que te parecía que se ahogaba: un obstáculo se le atravesaba en la garganta y le quitaba la respiración. Entonces le daban convulsiones que terminaban en sollozos y lágrimas. Después solía calmarse y quedar por algunos días tranquila, aunque pálida y débil.

El carácter violentísimo de aquella mujer, exacerbado por la continua contemplación de una desgracia, que hacía mayor su melancólica fantasía, la impulsaba a tratar a su marido, a su hija y a muchos de los que la rodeaban, con un despego, con una dureza cruel, de la que en el fondo del corazón, que era bueno, se arrepentía ella al cabo, no siendo fecundo este arrepentimiento sino en nuevos motivos de disgustos y de amarguras.

La energía de las pasiones había así, poco a poco, fatigado materialmente el corazón de Doña Blanca, excitándole a moverse con impulso superior a sus fuerzas. No padecía sólo de las palpitaciones nerviosas de que daba muestras en aquel instante. Tal vez (los médicos al menos lo habían afirmado) Doña Blanca tenía una enfermedad crónica en aquel órgano tan importante.

A pesar de su cansancio, tal vez el excesivo ejercicio había agrandado y robustecido de una manera peligrosa aquel activo corazón.

Como quiera que fuese, Doña Blanca hacía tiempo que estaba harta de vivir.

La única idea, el único propósito, el solo fin que en su vivir estimaba era el de cumplir un deber terrible: el evitar que su hija heredase a D. Valentín.

Cuando su hija le prometió con solemne promesa entrar en el claustro, y cuando después supo, de boca del P. Jacinto, y más tarde de los labios del mismo D. Fadrique, el rescate de Clara, si bien le rechazó y le juzgó inútil ya, se tranquilizó, creyendo su propósito cumplido en cualquier evento, y considerándose desligada del mundo; sin nada que hacer en él sino atormentarse, y sin razón alguna para desear, estimar y conservar la vida.

El reposo relativo del espíritu de Doña Blanca cuando pensó haber hallado la solución de su difícil problema, la hizo caer en una postración, en una atonía peligrosa. Por otro lado, no obstante, su imaginación, fecunda en atormentarla, le ofrecía mil motivos de aflicción y de ira. La generosidad del Comendador humillaba su orgullo, y por más que trataba de empequeñecerla o de afear y envilecer sus causas fingiéndoselas vulgares, absurdas o caprichosas, dicha generosidad resplandecía siempre y la ofendía.

La voluntad de Doña Blanca era de hierro: pocas personas más pertinaces y firmes que ella; pero su espíritu vacilaba y no se aquietaba jamás. La fuerza de cualquier encontrado pensamiento bastaba a descontentarla de lo que había hecho, y no bastaba a hacerle cambiar y a moverla a hacer otra cosa. No producía sino nueva mortificación estéril.

Así es que Doña Blanca percibía vivamente la presión que había ejercido sobre el alma de su hija, que, sin querer, acaso la había hecho infeliz, y, que su hija iba a encerrarse en un convento, no devota, sino desesperada. Las rudas acusaciones del Comendador durante la fatal entrevista, acusaciones contra las cuales se había ella defendido con valor y tino, terminada aquella lucha de palabras, acudían a su mente con mayor fuerza, sin que las dijera el Comendador, sin que se pudieran rechazar merced al calor de la disputa, y labrando en su ánimo como una honda llaga.

El ardiente amor que el Comendador le había infundido, siendo causa de que ella se humillase, se había convertido en espantoso aborrecimiento y sin perder este carácter, sin volver a su ser primero, porque ya no era posible, porque su alma tenía mucha hiel para poder amar, habíase recrudecido en su seno durante la entrevista con el hombre que le inspiraba.

Todos estos dolores, tribulaciones y combates espirituales no es de maravillar que produjesen en Doña Blanca una enfermedad aguda, sobreexcitando sus males crónicos.

Poco después de la conversación entre Clara y Lucía, de que acabamos de dar cuenta, visitaron a la enferma los dos médicos mejores de la ciudad. Ambos convinieron en que su dolencia era de cuidado. Ambos reconocieron cierta alarmante alteración en la circulación de la sangre, que por la fiebre sola no se explicaba. El corazón tenía una actividad enfermiza y un excesivo desarrollo. El pulso era vibrante y duro. El lado izquierdo del pecho de la enferma se estremecía con las palpitaciones. Un vivo carmín teñía las mejillas de Doña Blanca, de ordinario pálidas.

Los médicos auguraron mal de éstos y otros síntomas: la principal dolencia estaba complicada con otras muchas. No hallando, pues, remedio eficaz por lo pronto, recetaron algunos paliativos, y entre ellos la digital en pequeñas dosis.

Aunque disimularon bastante la gravedad y el carácter poco lisonjero de sus observaciones y pronósticos, dejaron a las dos amigas en extremo afectadas.

Todo aquel día permaneció Lucía al lado de Clara, auxiliándola en sus faenas y cuidados; pero ya no era ocasión propicia para volver a las confidencias.

Si bien Clara no volvió a hablar del estado de su alma, sin duda pensaba en él, según lo preocupada que estaba. Lo que antes de confiarse a Lucía había ella percibido en imágenes vagas y como borrosas, había adquirido, en su propia mente, mayor ser, consistencia y determinada figura al formularse en palabras. Así es que, en medio del afán y del dolor que por su madre sentía, Clara se atormentaba con la idea de aquella inclinación hacia un sujeto, a favor del cual, por extraordinario hechizo, se trocaban en causas y motivos de simpatía y afecto todas las razones que para aborrecerle le daban.

Lucía, por su parte, también estaba meditabunda y triste en extremo. Su taciturna tristeza, dado su carácter regocijado, parecía superior a la pena que pudiera sentir por el mal de Doña Blanca, y aun al mismo disgusto que los devaneos mentales y los dolores fantásticos de su amiga debieran causarle.

Don Valentín, combatido por los opuestos sentimientos de la compasión y del terror que su mujer le inspiraba, seguía viniendo con frecuencia a informarse del estado de la paciente; pero, en vez de entrar en el cuarto y asomar la nariz a la alcoba, se quedaba fuera y asomaba sólo al cuarto la nariz, preguntando a su hija:

-¿Cómo está tu mamá?

Clara respondía: -Lo mismo-; y D. Valentín se iba.

Fuera de la criada de más confianza, que ya venía a traer un recado, ya a dar algún auxilio indispensable, nadie más que el P. Jacinto entraba en la habitación donde se hallaban Clara y Lucía.

Al anochecer subió de punto, llegó a su colmo la agitación febril de Doña Blanca. El P. Jacinto estaba acompañando a las dos amigas y asistiendo con ellas a la enferma.

Ésta, que había estado por la tarde soñolienta postrada, empezó a dar señales de vivísima exaltación: se quejó de que le dolía la cabeza; mostró en el semblante cierta movilidad convulsa; pronunció frases sin orden ni concierto. Lo que más repetía era:

-Vete, Valentín. Déjame, no me atormentes-. Sin duda la enferma tenía la alucinación de ver a D. Valentín, que allí no estaba.

Así permaneció Doña Blanca hasta cerca de las diez. Entonces se agravó el mal: el delirio se declaró; estalló con ímpetu.

El cerebro sintió por completo la reacción del mal que la infeliz tenía en las entrañas. Los pensamientos todos, que durante años la atormentaban, y que hacía más de treinta horas habían cobrado mayor brío, se barajaron en tumulto; se rebelaron contra la voluntad, se hicieron independientes de ella, rompieron todo freno; y, buscando y hallando maquinal e instintivamente palabras adecuadas en que formularse, salieron del pecho en descompuestas voces.

Doña Blanca se incorporó en la cama; miró con ojos extraviados a Lucía y a Clara y al fraile, y habló de esta manera:

-¡Vete, Valentín! ¿Por qué quieres matarme con tu presencia? Mátame con un puñal... con una pistola. Échame una soga al cuello y ahórcame. No seas cobarde. Toma la debida venganza.

-Sosiégate, Doña Blanca -interrumpió el fraile, a quien ella se dirigía como si fuera D. Valentín-. Sosiégate; tu marido está fuera... Idos, muchachas -añadió, dirigiéndose a las dos amigas-. Dejadme solo con la enferma, a ver si logro que se sosiegue.

Clara y Lucía, como si estuviesen allí clavadas, no se movieron. Doña Blanca prosiguió:

-Ten valor y mátame. Tu honra lo exige. Es necesario que mates también al Comendador. Está condenado. Se irá al infierno y me llevará consigo.

-¡Madre, madre, V. delira! -exclamó Clara.

-No, no deliro -respondió Doña Blanca-. Y tú, necio -añadió dirigiéndose al fraile-, ¿eres ciego? ¿no la ves? -y señalaba con el dedo a su hija-. ¡Cómo se le parece! ¡Dios mío! ¡Cómo se le parece! Es un retrato suyo. ¡Apártate de mi vista, vivo testimonio de mi vergüenza!

Clara, llena de horror y de ansiosa curiosidad a la vez, oía a su madre y pugnaba por comprender todo el arcano tremendo. Al sonar las últimas palabras, que iban dirigidas a ella, se cubrió Clara el rostro con ambas manos.

-Bien puedes estar satisfecha -continuó Doña Blanca-. Te tenía olvidada; pero al cabo se acordó de ti e hizo un gran sacrificio. Ya pagó de antemano lo que has de heredar de mi marido. Te rescató de Dios para entregarte al mundo. Quédate en el mundo. Tú no puedes ser monja. La mala sangre del Comendador hierve en tus venas. ¿Cómo dudar que eres la hija maldita de aquel impío?

Clara, al oír estas últimas palabras, dio un grito inarticulado y cayó desmayada entre los brazos de Lucía.

Lucía sacó a Clara fuera de la alcoba, sosteniéndola por debajo de los brazos y tirando de ella.

Doña Blanca, entre tanto, no pudiendo resistir más a la honda emoción, extenuada, rendida, cayó de nuevo en la cama, con temblor convulso y rigidez de los tendones, lo cual fue cediendo con lentitud y dando lugar a un desfallecimiento profundo.

El P. Jacinto acudió entonces a donde estaba Clara, que Lucía había recostado en un sofá.

Clara volvió en sí del desmayo, exhaló un suspiro y rompió a llorar con desatado y copioso llanto.

-¡Clara, amiga querida! -dijo Lucía.

-Cálmate, niña, cálmate, -exclamó el P. Jacinto.

-¡Dios santo y misericordioso! -dijo Clara-. Tu mano omnipotente me hiere y me sana al propio tiempo. ¡Pobre madre mía de mi alma! ¡Cuán infeliz has sido! Y él... ¡ay! él... no puede ser impío y perverso como tú supones... ¡Ahora comprendo por qué y cómo yo le amaba!




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- XXIX -

La enfermedad siguió su curso ascendente. Tres días después de la escena que hemos descrito, Doña Blanca estaba tan mal, que no había esperanza de salvarla.

Su hija y Lucía la habían cuidado, la habían velado con el mayor cariño y esmero.

Los accesos de delirio se habían renovado con largas intermitencias de postración.

La cabeza de Doña Blanca se despejó al cabo por completo; pero su estado era digno de lástima: la respiración, corta y anhelante; la voz, alterada y ronca; imposibilidad de estar acostada; necesidad de estar incorporada.

Los médicos declararon al P. Jacinto que había sobrevenido un grave impedimento a la circulación de la sangre en el mismo corazón, y que, si crecía el impedimento, se seguiría la muerte.

El padre dejó percibir a Clara aquel terrible pronóstico, con la mayor delicadeza que pudo, y confesó y administró a la paciente.

En aquel momento supremo, a las puertas de la eternidad, Doña Blanca depuso la dureza de su genio, su orgullo y su amargura, y no guardó en el alma sino la fe vivísima, que hizo renacer en ella las esperanzas ultramundanas y abrió el manantial de las más puras consolaciones.

Doña Blanca llamó a D. Valentín, le abrazó y le suplicó que la perdonase. D. Valentín, muy afligido y lloroso, y no menos humilde, contestó que nada tenía que perdonar; que él era el culpado, pues no había sabido hacer dichosa a una mujer tan santa y tan buena.

El rostro macilento de Doña Blanca se tiñó entonces de ligero rubor. Sus labios exhalaron un triste suspiro.

A Clara la llamó a sí Doña Blanca, le dio un beso en la frente, y le dijo al oído con acento apenas perceptible:

-Di a tu padre que le perdono. Tú, hija mía, sigue los impulsos de tu corazón. Eres libre. Sé honrada. No te cases si no le amas mucho. Mira no te engañes. Lo sé todo... Me lo ha dicho el padre Jacinto. Si le amas y merece tu amor, cásate con él.

Pocos instantes después exhaló Doña Blanca el último suspiro, diciendo con ahogada y sumisa voz:

-¡Jesús me valga!

El dolor de Clara fue profundo. Silenciosamente lloró la muerte de su madre.

Lucía lloró también y trató de mitigar con su afecto el dolor de su amiga.

El P. Jacinto, acostumbrado al espectáculo de la muerte y familiarizado con ella, cerró piadosamente los ojos y la boca de la difunta, que se habían quedado abiertos; puso sus manos en cruz, y la extendió en el lecho.

El débil D. Valentín, cuando vio muerta a su mujer, sintió por un lado una pena muy viva, porque todavía la amaba; pero, por otro lado, según aseguran malas lenguas, que siempre están de sobra, advirtió cierto alivio, cierto desahogo, cierto infame deleite en su alma, como si le quitaran un enorme peso de encima, como si le libertaran de la esclavitud. Tan opuestas pasiones, batallando dentro de su nerviosa y débil constitución, le hicieron romper en risa sardónica. Después se asustó de sí mismo; se creyó peor de lo que era, tuvo miedo del diablo; tuvo vergüenza de que Dios, que todo lo ve, viese la sucia fealdad de su conciencia, y se compungió y amilanó. Acudieron entonces a su memoria los amores pasados, los dulces días de la ilusión, el tiempo en que su mujer le quería; y todo ello enterneció por tal arte aquel pecho nada varonil, que el desgraciado se deshizo en lágrimas, dando sollozos, gemidos y hasta gritos, moviendo a gran compasión el verle y el oírle.

El P. Jacinto llevó a D. Fadrique la noticia de la catástrofe.

Don Fadrique, retirado en su cuarto, aguardaba siempre con ansiedad noticias de la enferma. Esta vez, al mirar al P. Jacinto, el Comendador leyó en su rostro lo que había ocurrido.

-Ha muerto-, dijo el Comendador.

-Ha muerto-, respondió el fraile.

El Comendador no replicó palabra. Inmóvil, de pie, callado, sintió un dolor mezclado de remordimiento. Dos gruesas y amargas lágrimas rodaron por sus mejillas.

-Te ha perdonado -dijo el P. Jacinto.

-¡Ah, padre!... yo no me perdono... Me sería menos insufrible en la memoria el recuerdo de una afrenta no vengada... de una vileza en que yo hubiese incurrido... de una mancha en mi honor... En cualquiera otro caso me sería más fácil conciliarme conmigo mismo. Aunque Dios me perdone... yo no me perdono.




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- XXX -

A los seis meses de la muerte de Doña Blanca, en pleno invierno, se reunían todas las noches en torno del hogar, en el piso alto de la casa del mayorazgo D. José López de Mendoza, a más de su mujer y de su hija Lucía, el Comendador D. Fadrique, el viudo D. Valentín, Clara y a veces el padre Jacinto.

El joven D. Carlos de Atienza había estado dos o tres veces en Sevilla a ver a sus padres; pero enseguida se había vuelto. Tenía abandonada la Universidad; no pensaba en los estudios ni en la carrera. Habíase consagrado enteramente a idolatrar, a consolar, a adorar, a Clarita, a quien ya veía sin dificultad, de diario.

Don Fadrique y el P. Jacinto iban y venían a Villabermeja; pero estaban más tiempo en la ciudad.

La donación de los bienes de D. Fadrique se había hecho en toda regla y con el posible sigilo.

Don Fadrique vivía modestamente de su paga de oficial retirado. Habitaba, no obstante, en Villabermeja la casa del mayorazgo, alhajada con los preciosos muebles que trajo cuando vino.

El carácter de D. Fadrique no había cambiado, pero se había modificado. Su optimismo natural sufría interrupciones frecuentes. Negra nube de tristeza ofuscaba a menudo el resplandor de su abierta y franca fisonomía.

Aunque el dolor por la muerte de Doña Blanca se había ido mitigando en todos aquellos corazones, Clara la recordaba con ternura melancólica, y el Comendador con cariño y con penoso arrepentimiento a la vez.

Sólo D. Valentín, que comía como un buitre, y que había engordado, y no hallaba quién le riñese ni quien le dominase, se creía en la obligación de llorar cuando menos ganas tenía. Entonces la consideración de aquello a que se juzgaba obligado, y el ver que no le salían de adentro la aflicción y el lloro, le compungían de nuevo y producían en él el prurito y el flujo. D. Valentín era un mar de lágrimas dos o tres veces por semana.

Clara, viendo ya a todas horas a D. Carlos y a D. Fadrique, había penetrado la diferencia de los afectos que a ambos la ligaban, y cada día los hallaba más compatibles. El Comendador le inspiraba cada día más veneración, ternura y gratitud por su sacrificio generoso. D. Carlos le parecía cada día más agraciado, bello, enamorado, ingenioso y poeta.

Pasaron así algunos meses más. Vino la primavera. Llegó el verano. Solemnizose el primer aniversario de la muerte de Doña Blanca con llanto y con misas y otras devociones.

El escrúpulo de faltar a la promesa de ser monja se borró al fin de la mente de Clarita. Su madre, al morir, la había absuelto de la promesa. El amor inspirado y sentido la excitaba a no cumplirla. El bueno del P. Jacinto, confesor de Clarita, le aseguraba que la promesa era nula.

Clarita al cabo la anuló, haciendo otra promesa dulcísima para D. Carlos. Le prometió darle su mano, confesándole al fin que le amaba.

Una alambicada cavilación había detenido a Clara en dar el sí a D. Carlos. Clara juzgaba probable que D. Casimiro muriese sin sucesión y que alguna parte de los bienes del rescate viniese a ella; pero hasta esta duda, que si bien delgada y sutil, la mortificaba, se disipó del todo.

Nicolasa, o mejor dicho, la señora Doña Nicolasa Lobo de Solís, esposa legítima de D. Casimiro, dio a luz un robusto infante.

Cuando el Comendador, al volver un día de Villabermeja, trajo esta noticia, fue Lucía la primera persona a quien se lo comunicó.

-Calle V., tío -exclamó la muchacha-; de seguro que el niño de D. Casimiro será un escomendrijo; parecerá un gazapillo desollado.

-No, sobrina -contestó el Comendador-, el recién nacido Solís es fuerte como un becerro.

Así era la verdad, según hemos sabido después. El primogénito de los Solises parecía, no un becerro, sino un toro.

Don Casimiro era el varón más bienaventurado de la tierra. Estaba lleno de satisfacción y de orgullo de verse tan amado de su mujer, y de tener por hijo a un Hércules tebano, sin pensar en el Saturnio y sin mirarse como Anfitrión, pues ignoraba la mitología.

El tío Gorico, desde el casamiento de Nicolasa, había empezado a pugnar porque le llamasen Don Gregorio; habíase jubilado del oficio de Abraham y del de pellejero, y no se empleaba más que en beber aguardiente y rosoli, y en ponderar la ventura y la grandeza de su hija, sus virtudes y la vida beata que daba a su ilustre esposo.

Después del bautismo de la criatura, iba el tío Gorico de casa en casa, refiriendo el júbilo de su yerno, quien ya se volvía hacia la cama donde estaba Nicolasa, ya hacia la cuna donde estaba el niño, y ya se paraba a igual distancia de la cama y de la cuna, y exclamaba, levantando las manos al cielo:

-¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué he hecho yo para ser tan dichoso?

En efecto, la dicha pudo más que D. Casimiro, y pronto le hundió en la sepultura.

Aunque sea adelantar los sucesos, se dirá aquí que la viuda llevó una vida retirada, sin recibir ni tratar, durante un año, sino al platónico Tomasuelo, y que tuvo dos gemelos póstumos, los cuales, si el primogénito merecía. llamarse Hércules, no merecían menos pasar por Cástor y Pólux.

La rectitud de la conciencia de Doña Blanca y sus severos fallos, hallando un leal y decidido ejecutor en D. Fadrique, daban así sus resultados naturales, proporcionando pingüe herencia a aquellos mitológicos angelitos, vástagos lozanos de la familia de Solís.

Como quiera que fuese, toda persona delicada y noblemente orgullosa no repara en las bajezas y bellaquerías del vulgo de los mortales y en la utilidad que proporcionan: no acepta jamás, sino en sentido irónico y de burla, la picaresca sentencia de la fábula:


«Tómelo por su vida: considere
que otro lo comerá, si no lo quiere».

Así es que D. Fadrique se reía de las consecuencias de su desprendimiento, y no por eso dejaba de aplaudirse de haberle tenido. Lo que a él le importaba era que su pura y hermosa hija no disfrutase de nada que no fuese suyo o por lo que en compensación no hubiera él dado lo equivalente con usura.

La boda de Clara y D. Carlos de Atienza se celebró al cabo en un bello día del mes de Octubre de 1795, año y medio después de morir Doña Blanca.

Los padres de D. Carlos vinieron de Sevilla para asistir a la boda.

Los desposados se quedaron a vivir en la ciudad donde ha sido la escena de nuestra historia.

Durante el año y medio, que tan rápidamente hemos recorrido, el Comendador había vivido, ya en Villabermeja, ya en la ciudad en casa de su hermano; pero más en la ciudad que en Villabermeja.

El afecto hacia Clara le atraía a la ciudad; pero, como Clara andaba muy distraída en sus amores y era muy dichosa, no consolaba tanto las melancolías del Comendador como su rubia sobrina.

Ésta era la que llamaba al Comendador cuando se tardaba en volver de Villabermeja; la que más le escribía diciéndole que viniese, y la que le enviaba recados con el mulero y con el aperador para que dejase la soledad bermejina.

Como Lucía estaba ya enterada de todos los secretos de su amiga Clara, y como tampoco ocurrían cosas importantes, no había motivo ni pretexto para acudir a cada momento al tío, preguntándole, como en otro tiempo, qué había de nuevo. En cambio Lucía, libre ya de los cuidados en que la suerte de su amiga la había tenido, sintió despertarse en su alma la más viva curiosidad científica. La astronomía y la botánica, que antes la enojaban cuando había secretos de Clara que ansiaba penetrar, la entusiasmaban ahora extraordinariamente, y nunca se cansaba de oír las lecciones que su tío le daba, excitado por ella. No había lección que no le pareciese corta. No había misterio de las flores que no quisiese descubrir. No había estrella que no quisiese conocer.

La discípula ponía en grandes apuros al maestro, porque si se trataba del movimiento de los astros, de su magnitud, de la distancia a que se hallaban de la tierra y de otras afirmaciones por el estilo, ella quería saber la razón y el fundamento de las afirmaciones, y D. Fadrique hallaba disparatado y hasta absurdo enseñar las matemáticas a una sobrina tan guapa, tan alegre y graciosa; y, por el contrario, si se trataba de flores, Lucía quería que le explicase su tío lo que era la vida y lo que era el organismo, y aquí el Comendador hallaba que no había ciencia que respondiese a las matemáticas y que explicase algo. Sin querer se encumbraba entonces a una filosofía primera y fundamental, y Lucía le escuchaba embebecida, y, como vulgarmente se dice, metía también su cucharada, porque de filosofía habla, en queriendo, y no habla mal, toda persona de imaginación y viveza.

En suma, Lucía se iba haciendo una sabia. Mientras más aprendía, más iba creciendo su afición y su empeño de saber. Las lecciones y conferencias duraban horas y horas.

El Comendador se acostumbró de tal suerte a aquel dulce magisterio, que el día en que no daba lección le parecía que no había vivido.

Sus días de Villabermeja fueron disminuyendo, y alargándose cada vez más los que pasaba con la discípula.

Siempre que volvía de Villabermeja, el Comendador traía a su discípula libros de su biblioteca, flores y plantas de su huerto, y pájaros que cazaba vivos. Lucía gustaba mucho de los pájaros, y, merced al Comendador, no había ya casta de aves en toda la provincia, ora de paso, ora permanentes, de que Lucía no tuviese un par de muestra en su pajarera.

Notado todo esto por Clara y D. Carlos, daba ocasión a bromas inocentes, pero que turbaban algo al Comendador y que ponían a Lucía colorada como la grana.

Los novios hablaban a Lucía con cierto retintín de su excesivo amor a la ciencia.

En fin, aunque el Comendador y Lucía no se hubieran dado, ni hubieran querido darse cuenta de lo que les pasaba, Clara y D. Carlos les hubieran hecho reflexionar, pensar en ellos mismos y despejar la incógnita.

El Comendador y Lucía, a pesar de la diferencia de edad, estaban perdidamente enamorados el uno del otro.

Lucía admiraba en su tío la discreción, la nobleza de carácter, el saber y la elegancia natural del porte y de los modales. Le encontraba hermoso, de varonil hermosura, y no le parecía posible que hubiese otro tal hombre como él en todo el mundo.

A D. Fadrique le parecía Lucía tan bonita, tan buena y tan inteligente como Clara, que era todo cuanto él podía encarecer la alabanza, allá en su pensamiento. La alegría de Lucía concordaba además muchísimo mejor con el carácter del Comendador que la seriedad un poco triste que Clara había heredado de su madre.

El Comendador, que al fin no era una criatura inexperta, conoció pronto que amaba a Lucía y que de ella era amado; pero, pensando en su edad y en el idilio de D. Carlos, no se atrevía a declarar su amor, si bien le manifestaba con su constante solicitud en servir a Lucía.

Ella no atinaba, entre tanto, a comprender la timidez del Comendador, a quien juzgaba enamorado.

De aquí que se dijesen toda clase de requiebros y finezas, que literalmente podrían tomarse por efecto de amistad tiernísima, pero que ocultaban el fervoroso espíritu de verdadero amor.

Don Fadrique, a más de sus años, creía tener otro inconveniente, que en su delicadeza no le permitía aspirar a ser amado de Lucía. Este otro inconveniente era su pobreza; pero Lucía, precisamente por esa pobreza y por el motivo que la había causado, amaba y admiraba más al Comendador. El descuidado desdén, la alegre calma y el nada trabajoso ni lamentado abandono con que D. Fadrique se había desprendido de más de cuatro millones, valían más de mil en la poética y generosamente de Lucía.

Ésta llegó a veces a preguntar a su tío (sabido es que tenía el defecto de ser muy preguntona) que por qué no se casaba.

Cuando el tío le contestaba que porque era viejo, Lucía le aseguraba que era mozo o que estaba mejor que los mejores mozos. Cuando el tío contestaba que porque era pobre, Lucía afirmaba que la paga de oficial retirado era más que suficiente; que además la chacha Ramoncica estaba poderosísima con lo que había ahorrado, e iba a dejarle por heredero, y que, por último, podía casarse con una rica.

Todo esto lo decía Lucía con mil rodeos y disimulos; pero el Comendador, si bien lo comprendía, juzgaba aún que ella podía engañarse y tomar por amor otros sentimientos de respeto y afección casi filial; por donde no hallaba justo ni honrado prevalerse tal vez de una alucinación de aquella linda muchacha para lograr lo que consideraba una felicidad para él.

En esta situación se hallaban Lucía y el Comendador la noche en que se celebró la boda de Clara y de D. Carlos en casa de D. Valentín.

El Comendador estuvo alegre, aunque hondamente conmovido, en aquella solemne ocasión, en que una persona tan querida de su alma se unía con lazo indisoluble al hombre que debía hacerla dichosa.

Don José y Doña Antonia se volvieron temprano a su casa.

Lucía permaneció al lado de Clara hasta más tarde. También se quedó con ella el Comendador.

Juntos y solos volvieron ambos a la casa. La noche estaba hermosísima, la calle silenciosa y solitaria, el ambiente tibio y perfumado, el cielo lleno de estrellas y sin luna.

Lucía iba callada, contenta, pensando en la ventura de su amiga.

No estaba D. Fadrique menos soñador e imaginativo.

El tránsito de una casa a otra era cortísimo; pero, sin reflexionar, le alargaron ellos, parándose en medio de la calle y contemplando la bóveda inmensa del firmamento, como si quisiesen interrogar a las eternas luces, que allí fulguraban, sobre la suerte de los recién casados y quizá sobre la propia suerte.

Lucía, dando un suspiro dijo al fin:

-¡No lo dude V... serán muy felices!

-Alégrate sólo y no estés envidiosa -respondió el Comendador-; tú hallarás también un hombre que te merezca, que te ame y a quien ames tú con toda la energía de tu corazón.

-No, tío, no me amará -replicó Lucía-. Yo soy muy desgraciada.

Y Lucía suspiró de nuevo. El Comendador, a la dulce y escasa luz de los astros, vio entonces que corrían dos hermosas lágrimas por las mejillas de Lucía. La luz de los astros se quebraba en aquellos líquidos diamantes y daba reflejos de iris.

El Comendador no fue dueño de sí mismo. Acercó su rostro al de Lucía y puso los labios en una de aquellas lágrimas. Luego exclamó:

-¡Te amo!

Lucía no contestó palabra. Echó a andar hacia su casa; llamó, abrieron, y entró seguida del Comendador.

Al llegar a la escalera, se volvió y le dijo:

-Buenas noches, tío. Adiós, hasta mañana. Mamá me estará aguardando.

El Comendador puso la cara más afligida del mundo, viendo que tan secamente respondía la muchacha, o mejor dicho, no respondía a su repentina y vehemente declaración.

Ella se apiadó entonces, sin duda, y añadió sonriendo:

-Hable V. mañana con mamá...

-¿Y qué?... -interrumpió D. Fadrique.

-Y pida V. la licencia a Roma.

Dicho esto, muy avergonzada, pero muy satisfecha, Lucía subió a brincos la escalera, y dejó al Comendador no menos contento que ella iba.

Cuando supo Clara que Lucía y el Comendador habían decidido casarse, se alegró en extremo.

Don Carlos de Atienza compartió la alegría de su mujer, y recordando que debía una especie de satisfacción al Comendador, el cual se había creído aludido cuando le oyó leer el idilio contra el viejo rabadán, compuso otro idilio en defensa de un rabadán no tan viejo y en alabanza del amor de los rabadanes.

Este segundo idilio, que viene a ser como la palinodia del primero, se conserva aún en los archivos de Villabermeja, de donde mi amigo D. Juan Fresco me ha remitido copia exacta y fidedigna, que traslado aquí para terminar. El idilio es como sigue:




Idilio


En la vid, con sus pámpanos lozana,
relucen cual topacio los racimos.
Quita lluvia temprana
al alma tierra la aridez estiva,
y los frutos opimos  5
medran con nuevos jugos en la oliva
y en el almendro que entre riscos brota.
Recobra el claro río
el caudal que perdiera en el estío;
y el áspera bellota  10
se madura y endulza entre el pomposo
follaje, donde el viento,
para las gentes de la edad primera,
con fatídico acento
la voluntad de Júpiter dijera.  15
No como en primavera
el campo está de flores matizado;
que el labrador cansado
en las flores cifraba su esperanza,
y ora en cosecha sazonada alcanza  20
el premio de su afán y su cuidado.
Embalsama el membrillo con su aroma
los céfiros ligeros;
y en el limón y en la madura poma,
y en los sabrosos peros  25
el oro luce y el carmín asoma,
que brillaron en rosas y alelíes;
mientras, por celos de su flor, empieza
a romper la granada su corteza,
descubriendo un tesoro de rubíes.  30
Con la otoñal frescura
nace la nueva hierba, y su verdura
la palidez de los rastrojos cubre.
Serena está la esfera cristalina,
y hacia el rojo Occidente el sol declina  35
en una hermosa tarde del Octubre.
Filis, la pastorcilla soñadora,
bella como la luz de la alborada,
abandonando ahora
su tranquila morada,  40
va de las ninfas a la sacra gruta;
y en vez de flores, por presente lleva
un canastillo de olorosa fruta.
Con que a vencer la resistencia prueba
que hacen a sus amores  45
las Ninfas que en el suelo
a Cupidos traviesos y menores
dan vida y ser contra el amor del Cielo.
No bien el antro con su planta huella,
donde reinan las sombras y el reposo  50
con terror religioso
se estremece la tímida doncella.
Su presente coloca
de las silvestres Ninfas en el ara,
y altas razones de prudencia rara,  55
que pone el Numen en su fresca boca,
con esmerada concisión declara:
«Ninfas, no os ofendáis de mi desvío;
no deis vuestro favor a los zagales
que cautivar pretenden mi albedrío.  60
Son como los rosales,
que lucen mucho en la estación florida
y dan amarga fruta desabrida.
De su orgullosa mocedad el brío
apetece y no ama;  65
y con enojo en sus palabras leo
que poética llama
ni ennoblece ni ilustra su deseo;
y que el conato que imprimió natura
en todo ser viviente,  70
no se acrisola allí ni se depura
del Cielo con la luz resplandeciente.
Ya sé que los Cupidos,
vuestros hijos queridos,
dan a la tierra su virtud creadora;  75
mas el amor, que en el Empíreo mora,
esa misma virtud en ellos vierte,
y difunde do quier su vida arcana,
vencedora del mal y de la muerte.
Pues bien; la que se afana  80
los misterios ocultos y supremos
por saber de este Amor, ¿lograrlo puede
con un zagal sencillo y sin doctrina?
Las que tesoro tal gozar queremos,
¿no es mejor que busquemos  85
al varón sabio a quien el Dios concede
el vivo lampo de su luz divina?
Por esto, Ninfas, a mi Irenio adoro:
como en arca sagrada,
guarda dentro del alma inmaculada  90
del Amor el tesoro;
y arde su llama bajo el limpio hielo
con que el tenaz trabajo de la mente
corona ya su frente,
como corona el cano Mongibelo.  95
Así Irenio recobra por la ciencia
lo que roba del tiempo la inclemencia.
¡Cuánto zagal con incansable mano
toca el rabel en vano
por carecer de gracia y maestría;  100
mientras que Irenio, con su blando tino
y su plectro divino,
produce encantadora melodía,
y hace sentir al alma lo que quiere,
no bien la cuerda hiere!  105
Si el zagal inexperto
persigue al perdigón en la carrera,
o le pierde o le coge medio muerto;
mas la diestra certera
pone Irenio prudente  110
en el oculto nido,
do el pájaro reposa con descuido,
y su pluma naciente
sin destrozar, sus alas no fatiga,
y le aprisiona al fin para su amiga.  115
Ni resplandece menos el ingenio
del doctísimo Irenio
en componer cantares
y en referir historias singulares.
Cuando me alcanza de la rama verde  120
la tierna nuez, la alloza delicada,
elige lo mejor, sin tronchar nada.
Cuando algún corderillo se me pierde,
él le busca y a casa me le lleva;
y de continuo me regala y prueba  125
su cariño sincero,
o haciendo con esmero
de los huesos de guinda
ya un barquichuelo, ya una cesta linda,
o enseñando a sacar a mi jilguero  130
el alpiste menudo
de entre mis labios con su pico agudo.
Tan sólo me perturba y me desvela
que Irenio a veces con el alma vuela
por donde de su amor terreno dudo,  135
pero si Irenio de verdad me amara,
mayor triunfo sería
el lograr la victoria,
no de pastoras de agraciada cara,
sino de la poesía,  140
de la ciencia, del arte y de la gloria».
Irenio a Filis, escondido, oía;
y apareciendo y dándole un abrazo,
dijo con modestísima dulzura:
«Este amoroso lazo,  145
que labra mi ventura,
en vano, Filis, explicar pretendes
con tus alambicadas discreciones.
¡Ay, candorosa Filis! ¿No comprendes
que, a pesar del saber que en mí supones,  150
amor no te infundiera
tu rabadán si muy anciano fuera?
Cuando mi amor al del zagal prefieres
por viejo no, por rabadán me quieres».

Madrid, 1876.





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