Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

El comendador Mendoza (Valera)

Leopoldo Alas





  —261→  

Jamás, hasta la fecha, he escrito un sólo párrafo consagrado a obra alguna del Sr. Valera, y confieso que al emprender tan ardua y, aún diré, peliaguda tarea, no las tengo todas conmigo. Algo me anima la convicción profunda de que el Sr. Valera no ha de leer este articulejo. El Sr. Valera es un autor olímpico y hace bien, por lo menos tiene derecho a serlo; es un aristócrata del talento, con sus títulos indispensables; y todo lo demás es cuestión de temperamento. Por lo tanto, nadie podrá ver ni sombra de adulación en lo mucho bueno que del Sr. Valera tengo que decir, cumpliendo con el imperativo categórico de mi conciencia estética.

Para mí el Sr. Valera es el mejor prosista contemporáneo de los que escriben en español (porque el Sr. Castelar no escribe en español, escribe por lo divino... y ese no se cuenta). Además, el autor de Pepita Jiménez, es un observador profundo, un crítico notable, piensa y siente con gran independencia y no escasa profundidad; tiene una sola candidez, la del escepticismo filosófico, que si no es afectación es ligereza, y si es afectación es ligereza también. Porque el escepticismo   —262→   de Valera no es sistemático -en cuyo caso sería una filosofía de escuela como otra cualquiera-, es el escepticismo del hombre de mundo que ha leído mucho, meditado algo, pero siempre por motivos opuestos, es decir, con la perentoria necesidad de satisfacer la propia conciencia, no por el sublime y purísimo motivo de la verdad ante todo. Ese filosofismo es un egoísmo en rigor, egoísmo no exento de nobleza, en cierto modo digno de alabanza, pero hay algo superior. Pepita Jiménez, Luis de Vargas y el Doctor Faustino, se resienten todos del egoísmo en cuestión. Anhelan, ante todo, la propia felicidad, y como son bastante avisados para comprender que en definitiva la dicha verdadera sólo puede buscarse tratando de calmar las más altas aspiraciones del espíritu, se levantan, cuando pueden, del polvo de la tierra y vuelan por el diáfano cielo de lo ideal.

Y sin embargo -lo que dice el Sr. Canalejas del Doctor Faustino- allí lo que predomina es el apetito, siquiera sea sublime el objeto. En las obras de Valera jamás se despierta el interés del lector por un principio, por un ideal; por los personajes sí, se les llega a querer entrañablemente, se sueña con ellos, y como el autor, está el que lee muchas veces tentado a sacrificarles las leyes invariables del mundo invisible. Esto es lo que llaman los críticos neos inmoralidad literaria. El misticismo, que tan principal lugar ocupa en las obras de Valera, siempre es subjetivo, y en las relaciones de la divinidad con el individuo acaba por dar demasiada importancia a este, aunque al parecer sólo pretende su abnegación y aniquilamiento. Los personajes religiosos de Valera siempre tienden, pues, al misticismo. El Doctor Faustino se libra de esta pasión, pero al buscar por otra vía el cumplimiento de su destino, piensa principalmente en sí mismo, y con este particular, o mejor singular criterio, va a dar a una perdición necesaria. Tal vez todo esto sea, para el Sr. Valera, lo más conveniente y conforme a la realidad de la vida; no lo discuto yo ahora, pero no se queje si, a pesar del gran valor de sus obras, no encuentra en la generalidad del público tantas simpatías como otros novelistas que, sin duda, en muchas cualidades inferiores, le aventajan en esto de escribir más al unisón, si vale la expresión, con los sentimientos comunes de la humanidad. Podrá ser una preocupación de la humanidad entera, si el escepticismo   —263→   lo quiere así, pero es lo cierto que la mayoría de los hombres sabe y siente que lo primero y más importante, aun para el propio interés, no es el amor propio, sino algo superior y que está por cima del individuo: de aquí que los intereses egoístas, por mucho que se quieran espiritualizar, idealizar y mistificar, no hacen vibrar las cuerdas del corazón humano con tanto amor, con tanta fuerza como esos puros ideales que fuera de nosotros mismos, en cuanto individuos, tienen su razón de ser y la esfera de su existencia.

Y cuenta que aquí no se discute el valor intrínseco de esos ideales superiores: Alarcón ha producido más efecto con el Escándalo que Valera con el Doctor Faustino; y sin embargo, esas novelas no pueden compararse; la de Valera es superior con mucho; pero en El Escándalo, aunque falso, hay un ideal no egoísta... Tente pluma, desgraciado he sido en el ejemplo, porque me obliga a nuevas distinciones. El ideal del Escándalo no es equivalente en la intención, cree que busca el bien por el bien mismo, y en esto es objetivo (como no hay más remedio que llamarle); pero ese ideal que busca la perfección, siempre con temores y sobresalto por la salud del alma, que mueve al bien principalmente por motivo personal, coartando la libertad y la espontaneidad con el terror y otros medios de fuerza, es bajo este aspecto el más interesado y egoísta de todos.

Y tal vez en el Sr. Valera, a pesar de sus alardes de librepensador, hay muchas y lamentables reminiscencias de esos mismos principios, que deliberadamente ha abandonado y que a Alarcón todavía le inspiran. De otro modo, el Sr. Valera es quizá un ex-creyente que sigue buscando, ante todo, la salud del alma, pero como Dios le da a entender y por su cuenta y riesgo. Es simpático por el procedimiento, la libertad; no lo es por el fin, el egoísmo (repito, todo lo espiritual y alambicado que se quiera).

Libre de unos y otros defectos, se presenta Pérez Galdós, el autor de esa novela única que se llama Gloria. El bien por el bien, los más grandes principios que rigen el mundo moral, independientes de toda sugestión personal, la libertad, la dignidad de la ciencia, la solidaridad humana, la virtud sublime de la prudencia (desconocida para tantos), esas pueden llamarse las musas de Pérez Galdós. Comparemos a Gloria con   —264→   Pepita Jiménez1 ... pero los compararemos mañana, porque estoy de prisa y eso ha de hacerse despacio. Si hasta ahora no he dicho nada del Comendador, es porque necesito toda esta larga introducción; ya he advertido que jamás había tratado de las obras de Valera, y bien merece tan distinguido autor dos artículos.

Aparte del mérito de D. Juan, tengo mis razones para tratar por largo estas materias de inocente literatura.

Escribir sin tener a Mendo (figuradamente) entre los puntos de la pluma, es un placer mucho mayor que el ser civil.

El escritor público puede parodiar, hablando de su péñola, aquel verso de El vergonzoso en Palacio (¡siempre me la dais con pelo!) y decir:


¡Siempre me la dais con Mendo!

El lector que se haya tomado la molestia de pasar los ojos por el folletín de ayer, recordará acaso que quedábamos -yo era el que quedaba- en el paralelo (o pentágrama, que diría un ingenioso escritor) de Pepita Jiménez y Gloria, no para examinar esas obras, sino porque en las protagonistas de las novelas respectivas encuéntrase cifrada la expresión más adecuada de la inspiración y genios distintos de Valera y Pérez Galdós. Por supuesto, que sólo escribo para los que hayan leído las obras a que aludo. Pepita Jiménez, mujer soñadora, de espíritu levantado, pero muy ocupada en su propia persona, busca satisfacción en altos objetos a su comezón de amar; pero el amor de Pepita se parece mucho, que es parecer, es el mismo que magistralmente nos describe Moreto:



   «Quien quiere con fe más pura,
pretende de su pasión
aliviar la pena dura
mirando aquella hermosura
que adora su corazón.
—265→

   El contento de miralla
le obliga al ansia de vella;
esto, en rigor, es amalla,
luego aquel gusto que halla
le obliga sólo a querella».



Pepita Jiménez ama así, por el placer de amar. Comprende que hay que cifrar el cariño en algo real, de valor sustantivo, y nada más real ni más digno de amor, piensa primero, que Dios. Se hace casi mística; pero como ella es sensual, y no podía menos, porque todo egoísmo, a vuelta de idealidades, es materialista, porque no se eleva al amor verdadero de lo absoluto, como es sensual, materializa su religión y quiere con amor humano a aquel Niño Jesús que tiene en su casa. Luego D. Luis de Vargas vence al Niño de la Bola, y Pepita Jiménez sin hacer cosa que esté contra los mandamientos (pues sacramento divino es el matrimonio), sufre una verdadera derrota, sustituyendo el amor del cielo con el de un hombre en el lugar más apetecible de su corazón. Y así debía suceder: quería satisfacer su egoísmo, iba en busca de esa voluptuosidad espiritual, que es la más refinadamente sensual de todas, y falta de principios fijos y absolutos, su amor falso y débil al Niño Jesús se desvaneció ante el amor de un individuo.- Gloria, con menos tiquismiquis psicológicos, pero con verdadero genio, vive en la fe seria y arraigada de una religión, cuyo ideal, ella, sin quererlo, modifica lentamente en su conciencia; Gloria es mujer de principios absolutos; la fuerza para sustentarlos como deberes de conciencia, se la dan su educación y la grandeza de su alma; pero, al propio tiempo, la luz de su genio le hace guiar su energía a distintos, si no contrarios principios. Gloria no busca el amor para paladearlo como Pepita, lo siente primero como una necesidad, cuya satisfacción le ha de venir de fuera; y cuando esa vaga aspiración involuntaria se concreta en un hombre, mejor todavía puede conocer Gloria que no es ella la que crea esta realidad espiritual del amor, sino que es ley que desde fuera se le impone.

Pero esa realidad espiritual y exterior (exterior en cuanto excede de su personalidad) aparece luchando contra otras leyes y realidades no menos independientes de la voluntad de Gloria, que a ella le parecen tan respetables como lo más santo, y lo son, en efecto, en aquel punto para su conciencia.   —266→   Conflicto sublime que conmueve a todas las almas rectas y sanas; situación de interés sin igual, que pueden comprender y sentir todos los hombres que más o menos reflexivamente sacrifican la propia utilidad aparente a lo absoluto, a lo divino. Mientras la mayor parte de los hombres tengan una sana moral (a pesar de la obra deletérea de una predicación ciega y nociva que se llama religiosa), el Sr. Valera no podrá ser tan simpático, como novelista, a los ojos de la generalidad de los lectores, como lo es el Sr. Pérez Galdós. Yo, contentísimo, me coloco en la categoría de vulgo, y a riesgo de pasar por bonachón y anticuado, prefiero la moral objetiva, absoluta, de perfección, a las novedades humorísticas en materia ética, a los retruécanos sobre casuística moral. Intelligenti pauca.



El Comendador Mendoza, ha dicho algún crítico, es obra de menor trascendencia que Pepita Jiménez y El Doctor Faustino. En mi inútil opinión, los problemas que en El Comendador se tratan son no menos interesantes que los otras veces removidos, si bien es cierto que el Sr. Valera los trata más de ligero, porque los cree de más fácil solución, y él se la da como jugando.- Aquí una advertencia que será inútil si, como sigo creyendo, el Sr. Valera no ha de leer este folletín; pero en fin, allá va la advertencia: no basta decir en una nota que el autor es mero narrador y que no se hace solidario de la moral de su novela, moral que resulta, no sólo de los discursos de los personajes, sino del modo de conducir la acción, y sobre todo, de la solución del conflicto imaginado. Ya otra vez nos dijo el Sr. Valera, que Pepita Jiménez no era más que una señora que efectivamente había sido así, y que él no se metía en más filosofías. Pues no tiene más remedio que meterse... ya que se ha metido. En el Comendador aparece bien claro ese ideal del Sr. Valera, que consiste en no tenerlo; el Comendador, que no sabe a qué atenerse en punto a metafísica, que no cree ni deja de creer nada concreto, que ni afirma ni niega, resuelve empíricamente los más arduos casos de conciencia, y siempre de la manera más primorosa; pero entiéndase, no en nombre del criterio moral absoluto, como haría un kantiano (el Comendador no es kantiano) sino... porque... sabe Dios por qué. Y yo también. Porque el Sr. Valera se contenta con   —267→   paliativos, y da como solución la más humana y justa, la que no atiende a principios fijos, absolutos, que siempre, según él, son inciertos y dependientes de influencias particulares. Lo cual está con eufemismo bien artificioso, expresado en estas palabras de la novela de que trato: «de filosofía puede hablar, y hablar bien, cualquier persona de imaginación».

¿Cree esto firmemente el Sr. Valera? ¿Y no comprende que todos interpretamos claramente el rodeo de lenguaje? Tanto vale como decir que no hay filosofía, que cada cual imagina, y bien, lo que mejor le parece. Pues si no hay filosofía, no hay filosofía moral, y por ende no hay criterio absoluto moral; por eso resuelve el conflicto de su novela el Sr. D. Juan procurando el bien de los más allegados por el pronto, y sacrificando, si fuera necesario, el derecho ajeno, real y positivo a supuestos males causados a un D. Valentín; males que sólo podrían serlo considerados por un criterio estrecho, lleno de preocupaciones, mientras que el derecho que se quería sacrificar era absoluto, como todo verdadero derecho, en sí claro y evidente ante el criterio de la misma perfección moral, que es Dios. Pero el Comendador no se guiaba por lo absoluto, sino por lo que a él le parecía más conveniente en el momento: por el bien temporal efímero que él se figuraba como el más atendible.



Si por fin el derecho de D. Casimiro no se sacrifica, no depende del Comendador, sino de la boda con la Nicolasa; pero que no existiera Nicolasa en el mundo, o que D. Casimiro fuera un poco más escrupuloso para tomar cuatro millones que no sabe de dónde le vienen, en tales casos el derecho sería desconocido: a D. Casimiro le salva... el ser poco moral.

(Luego, en realidad, no se cumple con el derecho de D. Casimiro.)

Véase si se tratan problemas (?) importantes en El Comendador Mendoza, y véase si el criterio a que la obra obedece es o no corolario de lo que hemos considerado en la primera parte de esta análisis, cuando examinábamos en general el espíritu del ilustre novelista.

Dejo mucho por decir, como siempre que me meto en honduras desde este piso bajo de EL SOLFEO, que se llama el folletín.

  —268→  

Ahora correspondía, aun dejando muchos cabos sueltos, examinar la forma literaria de El Comendador Mendoza, pero ya no es posible. Por fortuna, como escritor, y como escritor de novelas especialmente, el Sr. Valera sólo merece alabanzas.

Sucede aquí lo que en la mayor parte de las comedias, que precisamente cuando comienza a salir todo bien, concluyen, porque concluye el interés. Ninguno tendría para los lectores los elogios incondicionales que yo haría del estilo, de la acción, de los caracteres, etc., etc., de El Comendador Mendoza.

Todo eso es muy bueno.

Este folletín es bajo de techo, y yo no puedo ser más largo. Tengo que ir al tribunal de imprenta, donde el fiscal me estará poniendo a estas horas como chupa de dómine.







Indice