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El Conde de Campomanes, arqueólogo y epigrafista

Alicia María Canto y de Gregorio





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I. Campomanes, un anticuario vocacional

He tenido oportunidad reciente de dedicar un capítulo a don Pedro Rodríguez Campomanes y Pérez Sorribas (1723-1802), conde de Campomanes por gracia de Carlos III (fig. 1), en el marco de sus intereses como historiador de la Antigüedad, en una monografía consagrada a investigar la muy rica pero casi desconocida Arqueología ilustrada española durante un reinado particularmente convulso y postergado1, pero incluso así sugestivo2. La figura del   —26→   ilustre político no necesita apenas de presentación en esta grave sede, que él dirigió durante treinta años en dos etapas muy diferentes de su propia vida (1764-1791 y 1798 a fines de 1801). Por otro lado, a lo largo del año 2002 se acaba de solemnizar el segundo centenario de su muerte con un congreso internacional y diversos actos científicos, tanto en su Asturias natal como en el Madrid de su vida activa, uno de ellos organizado por la propia Academia3, que imagino se plasmarán más adelante en diversas publicaciones.

No obstante, en algunos de estos actos conmemorativos parece haber quedado en segundo plano, o incluso carente de atención, la aportación del conde de Campomanes a las Ciencias Históricas de nuestra competencia, las del Mundo Antiguo, con seguridad a causa de la extraordinaria relevancia de las que él hizo a la Política, la Economía, la Industria y el Derecho de su tiempo, como Fiscal de Castilla, Presidente y Gobernador de la Cámara y Consejo, Presidente de las Cortes y Consejero de Estado, entre otras responsabilidades públicas, y no sólo por sus actos en tanto que responsable político, sino por las obras que dejó escritas, publicadas o inéditas, sobre tales áreas de la vida nacional.

Sin embargo, antes que todo ello Campomanes fue un anticuario (noble definición de su tiempo que la Academia todavía mantiene) vocacional, con una decidida inclinación, frustrada por su decisión de consagrarse a la vida política. Esto se adivina bien en un momento preciso de su vida, que puede concretarse hacia 1755, cuando a los treinta y tres años de edad, después de haber publicado dos notables obras históricas, de temas por entonces nada trillados, acepta de Fernando VI el nombramiento como Asesor General del Juzgado de Correos y Postas de España, que es, como él mismo manifiesta agradecidamente en su testamento4, el comienzo de sus éxitos políticos pero

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Supuesto retrato de Campomanes

Supuesto retrato del conde de Campomanes por Anton Rafael Mengs, realizado posiblemente en su segunda etapa en Madrid, entre 1774 y 1776. Muy en la línea de retrato cortesano y ligeramente halagador del gran maestro, es radicalmente distinto en concepción y colorido del más conocido, propiedad de la Real Academia de la Historia. Podría ser el que Campomanes cita en su testamento: «... mi retrato... hecho de mano de D. Rafael Mengs, pintor de cámara de S. M.[...] una obra digna de tan grande profesor, y una memoria que me dejó de su amistad, por la grande que mediaba entre los dos...» si no se refiere al original de la copia, por Bayeu, conservada en la R. Academia (Colección particular, Madrid. Foto publicada en Álvarez Requejo 1954 y Jordán de Urríes 1975, tomada de Alicia M.ª CANTO, La Arqueología española en la época de Carlos IV y Godoy, Madrid, 2001, 71 y lám. XIII).

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también el de su apartamiento de la investigación histórica, arqueológica y epigráfica, en la medida de la práctica diaria, para la que tantas virtudes había ya apuntado. Es a este aspecto más dolidamente fallido de su persona, al Campomanes arqueólogo y epigrafista que pudo y no llegó a ser, al que quisiera dedicar las presentes páginas, añadiendo dos documentos específicos, uno de ellos conservado en la Real Academia de la Historia, el otro entre sus papeles personales, y ambos muy escasamente conocidos.

Campomanes tuvo, en efecto, una actividad como historiador de la Antigüedad y epigrafista que, quizá por lo ya dicho, es la suya menos divulgada5. Su formación temprana, cuando se preparaba para la carrera eclesiástica, había girado en torno a las artes, el helenismo y las leyes6, pues estudió «Latinidad, Artes, Derecho Civil y Canónico». Se recibe, sin embargo, de Abogado de los Reales Consejos en 17457. Dos obras históricas, como antes se dijo, le habían hecho célebre ya en su juventud. La primera, cuando contaba con sólo veinticuatro años, sobre la historia de los caballeros Templarios8, le catapultó al año siguiente a Individuo honorario de la Academia de la Historia9.

La segunda, en 1756, de mucho impacto por ser un tema y periodo muy poco tratados, fue la Antigüedad marítima de la República de Cartago, con el Periplo de su General Hannón, traducido del griego en nuestro idioma, e ilustrado10. Esta obra sobre Cartago pretendía ser además la primera parte de una   —29→   más ambiciosa Historia de la Marina Española11. Esto es confirmado por el propio Campomanes en el que posiblemente representa su último expediente oficial y quizá uno de los últimos documentos de su vida, que se conserva y hallé en el Archivo Histórico Nacional. En uno de los documentos finales que conforman el expediente, el ya anciano y prácticamente impedido político contesta, a una consulta del primer ministro, Pedro de Cevallos, que en efecto él había comenzado en 1752 una Historia completa de la Marina, Comercio y Derecho Náutico de España, pero que de ello «ya casi ni se acordaba». La obra había quedado inconclusa, por las causas que él mismo explical12.

Entre estas dos publicaciones, 1747 y 1756, desempeñó tres misiones de estudio en El Escorial, comisionado para cotejar los códices de los antiguos Concilios de España y otras Crónicas y Fueros (1748, 1751 y 1755)13; publicó un Discurso sobre el Establecimiento de las Leyes redactado en latín (1750) y, habiendo aprendido el árabe desde 1748 con el siromaronita M. Casiri, bibliotecario e intérprete oficial para esta lengua de Fernando VI14, tradujo en colaboración con él dos capítulos, XVII y XIX, de Ibn al-Abwan (Abu Zacaría) sobre la agricultura (1751)15 En este mismo año ascendió en la Real Academia a Supernumerario y en 1756, con el mismo grado, fue admitido en   —30→   la de la Lengua. Todo esto llevaba ya desarrollado precisamente al alcanzar sus treinta y tres años de edad, compaginándolo con sus necesarias actividades forenses (primum vivere) hasta fines de 1755, cuando, como dije, fue promovido por el rey para el mencionado cargo. Y he tratado de referirme sólo a las más conocidas de las que tienen relación con la Historia16.

Pero también la más importante de las fuentes materiales directas de la Historia Antigua, la Epigrafía, le preocupaba e interesaba y, lo que era muy poco usual en su época y en la nuestra, tanto la griega como la latina y la árabe. Se conservan en el Archivo Campomanes17 las cartas sobre la transcripción, traducción e interpretación de una inscripción griega, parece que procedente de Mérida y remitida en primer lugar por el marqués de Valdeflores. Sobre ella Campomanes consulta al padre Sarmiento18 y arriesga, por dos veces consecutivas (1752 y 1753) sus propias lectura e interpretación19. Hizo comentarios, que sepamos, sobre dos inscripciones árabes, de Mérida (1752) y Jerez de la Frontera20, y al menos otro sobre una latina de Ginzo de Limia (1759)21. Pero, sobre todo, en 1755, y aunque estaba aún muy reciente el colosal   —31→   proyecto en parecido sentido de D. Luis J. de Velázquez, marqués de Valdeflores22, el joven Campomanes redactó y leyó ante la Academia una «Representación sobre la formación de una colección de inscripciones», que por su interés para el concepto de la Epigrafía a mediados del XVIII23 reproduzco en la parte III de este trabajo.

Por último, nada he de añadir al minucioso estudio de L. GIL sobre la actividad de Campomanes en cuanto «helenista en el poder», pues agota el análisis de sus facetas como estudioso (la más breve de su vida), como reformador de los estudios universitarios junto con Floridablanca, como mecenas de muchos helenistas, religiosos y laicos, y como impulsor de una política editorial que, con algunos desaciertos (y cómo evitarlos en quien toma tan gran número de decisiones), durante toda su vida de estadista tendió a favorecer los estudios clásicos.

No cabe duda de que, a pesar de que él mismo no pudiera ya volver a gastar sus horas en el estudio y la investigación de la Historia Antigua, la Arqueología, la Epigrafía o la Numismática, por haberle apartado de esos   —32→   deleites su dilatada carrera política, la especialísima circunstancia de haber dirigido los destinos de la Real Academia de la Historia durante treinta años sí regaló a D. Pedro Rodríguez Campomanes el raro privilegio de no sólo poder seguir estrechamente el curso de las investigaciones que en su seno, y en España en general, se realizaban en el campo de la Historia, sino con seguridad la capacidad de influir de diversas maneras en su orientación y desarrollo. Algo así he supuesto hace poco, al analizar las causas del gran interés que el rey Carlos IV y sus Secretarios de Estado Floridablanca y Godoy demostraron, al encargar al competente antiguo marino hispano-portugués Manuel de Villena Moziño la hasta hace poco desconocida misión arqueológica de Mérida, que el monarca financió entre 1791 y 1794. Una de las pruebas de que me he valido para ello es el primer documento que, tras esta breve presentación de la figura de Campomanes como amante y practicante de lo clásico, paso ya a transcribir y glosar.




II. Campomanes, arqueólogo: observaciones sobre los monumentos de la Mérida romana, anotadas durante su viaje de Extremadura

(abril-mayo de 1778)


Campomanes mantuvo siempre una vinculación y un interés especial por una región alejada y muy diferente de la suya de nacimiento: Extremadura. Parece legítimo suponer que una parte importante de su personal conocimiento y preocupación por el atraso de aquella enorme provincia se debiera a su temprano matrimonio con la hidalga extremeña, de Alburquerque, D.ª Manuela de las Amarillas Sotomayor y Amaya.

En 1778, siendo Presidente de la Mesta, Campomanes realizó un detenido viaje por la región, estudiando a fondo la necesidad de la creación de una Audiencia propia para la provincia de Extremadura24, las posibilidades de su amejoramiento agrícola25 (que en política fue quizá lo más característico   —33→   suyo26), y el problema de sus necesarias vías de comunicación27; es entonces cuando debió de darse cuenta de que los romanos le habían precedido mucho en la valoración de la privilegiada situación geo-económica de Mérida, donde se detuvo varios días.

Pero, de hecho, la relación estrecha de Campomanes con la que había sido su histórica capital (y de toda Hispania en la época tardía), la vieja colonia romana de Augusta Emerita, se remontaba como mínimo a un septenio atrás. En 1771 escribe a la ciudad para notificar que había solicitado del rey Carlos III la concesión del terreno montuoso de los sitios del Borbollón, La Navilla y Valle de la Viña, y pide y consigue del consistorio su colaboración para obtenerla. Se estudia en sesión del Ayuntamiento la Memoria sobre los trabajos que allí quiere Campomanes hacer, y se le ponen ciertas condiciones para salvaguarda del común, puesto que afecta a su principal propio, que es la Dehesa de Cornalvo, y a algunos beneficios en agua, arbolado, leña y deslindes. Acordado todo lo cual, consienten en la petición, dados los «relevantes méritos» de don Pedro. En 1773 vuelve Campomanes a dirigirse a la ciudad, pidiendo el uso del embalse mismo de Cornalvo, para instalar allí el proyectado e innovador molino de papel. También se le concede, con algunas otras condiciones.

Tales especiales relaciones con los emeritenses, a los que obviamente había de estar agradecido, se plasman de forma muy nítida en sus deseos,   —34→   expresados en 1778, de que «se le considere como un ciudadano más de Mérida» y de «ser útil a la ciudad». Se trata de una carta de reconocimiento que escribe a la Corporación en abril dé 177828, probablemente después d e una visita al «Coto»29. Es muy posible que este deseo de «serles de utilidad» incluyera la previsible promoción de la ciudad a través de la mejora de sus comunicaciones, tanto hacia la Corte como hacia Portugal y, por qué no, el estudio y mejora de sus imponentes, pero por entonces casi completamente desatendidas ruinas antiguas (de hecho, algunas observaciones van muy encaminadas en ese sentido, v. infra).

Una parte, en efecto, del relato de este viaje de 177830 nos permite entrever nuevamente, después de más de veinte años del abandono oficial de su vieja vocación anticuaria, al Campomanes amante de la Arqueología escribiendo sobre antigüedades, y al atento observador y admirador de las obras útiles de cualquier tipo, virtud que tanto le distinguió en su vida política. Decidí transcribirlo especialmente porque no sólo desgrana interesantes referencias inéditas de los monumentos arqueológicos de la otrora venerable ciudad -por entonces poco más que un poblacho31-, sino que algunas de ellas   —35→   son novedosas o apuntan aspectos que merecerían ser investigados, ya que este texto no ha sido nunca invocado a tal propósito.

La relación de este viaje se encuentra en una copia completa manuscrita en la Academia de la Historia32. Al no hallarse paginada, hemos de ubicarnos para sus observaciones sobre Mérida a partir de lo que él llama «Trozo Tercero», en el cual Campomanes narra su viaje desde Almaraz, por el puerto de Miravete y Trujillo, hasta Mérida. La única observación sobre antigüedades antes de arribar a Mérida la hace al pasar por las ruinas de Santa María del Carrascal, al tiempo que lamenta la existencia de despoblados como éste, que tienen buena orientación, buenos aires y una tierra feraz que podían bañar ríos cuyas aguas entonces se iban sin provecho al mar.

Al transcribir, respeto su división de párrafos y sus puntuaciones; he subrayado algunas frases que me han parecido interesantes para sus ideas sobre las mejoras para Mérida y para resaltar la modernidad de sus criterios en la conservación del patrimonio (como hoy lo diríamos), destacando en negrita las menciones que hace de monumentos romanos concretos.

[.... ] «Quando Viriato y Sertorio acaudillaban los Estremeños ó Lusitanos antiguos, mal podrían estos resistir y vencer las legiones Romanas si la tierra se hallase yerma y reducida á pastizales y arboledas silvestres que se pierden de vista...



Ya pasado Medellín, sigue literalmente:

[...] Vuelvo á tomar el hilo de la carretera principal de Mérida, siguiendo al mediodía. Volviendo pues á el camino Real de Merida se vadea el arroyo de Fresnedilla que baxa del termino y Puente de San Pedro y empieza el partido de Mérida y Territorio de la Orden de Santiago, terminando el Condado de Medellín y Obispado de Plasencia por aquella parte del mediodía.

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El lugar de San Pedro está á un quarto de legua del arroyo de Fresnedilla y en la mayor altura del Puerto, á que se sube entre cortinales.

Desde allí hay dos leguas á la ciudad de Mérida, y el camino es bueno. La ciudad de Mérida se halla situada al Norte de Guadiana, y por consiguiente del lado de acá en una altura que forma un anfiteatro agradable y elevado de todas partes es muy perceptible su situación al que la mira del otro lado del río Guadiana saliendo del Puente.

En Mérida hay buena nobleza, y el clima de suyo es sano: yo he visto ancianos de grande edad: Un caballero de 82 a(ños) me acompañó á caballo hasta Cubillana: Al Norte de la ciudad están muchas obras Romanas, y hácia el Poniente el arroyo de Albarregas33, en que se ven todavía algunos pilares y trozos del aqüeducto Romano, que es una obra suntuosa y digna de aquellos tiempos.

De los derrames del aqüeducto destruido se forma el arroyo llamado de Albarregas y sería conveniente facilitar más el curso de sus aguas y emplearlas en riego de las tierras inmediatas para evitar que se detuviesen ni pudiesen perjudicar á la salubridad del ayre: lo cual es obra de muy poca costa, y contribuiría á formar mas huertas amenas en aquel valle, que está más baxo, que la ciudad corriendo de Norte a mediodía hasta el paraje por donde el arroyo de Albarregas entra en el Guadiana: esto es por baxo del molino de Pancaliente propio de Don Fernando Ulloa caballero de Mérida y Gobernador del fuerte de San Cristóbal34.

No dudo que los Romanos tuviesen estas huertas, y como la ciudad está en alto y dominando su (h)orizonte á todas partes, sería muy agradable el aspecto, y ameno el valle.

Sobre Albarregas junto al aqüeducto existe un Puente Romano del mismo tiempo, que es digno de conservarse por su sencilla y noble construccion, y por ser paso preciso á Alhucén, y otros varios pueblos, y montes sit<u>ados entre Norte y Poniente de la ciudad hasta Alburquerque y la frontera de Portugal, de cuyos caminos se dará noticia más adelante en este escrito.

Como este Puente es de paso público sería justo reconocerle por perito, y que tasase su obra, incluso el restablecimiento de las acitaras {,} que estuviesen caídas igualando las avenidas al mismo Puente del Albarregas; pero debería observar dos prevenciones: una que el reparo fuere en todo conforme á la obra antigua colocando las piedras sin cal al modo Romano: otra que no se tomase piedra alguna de los pilares antiguos{,} que allí existen ni de otro vestigio alguno de edificio Romano: pues la codicia de aprovechar la Sillería há contribuido en muchas partes del Reyno á destruir los monumentos antiguos   —37→   dexando sólo la obra de hormigón, que los Romanos colocaban á piedra perdida con mezcla de cal, ó barro entre dos muros de sillería, que servían de fachada y ornato externo, como lo he observado atentamente.

Junto al Teatro, circo y naumachia, que se hallan al oriente de los milagros de Albarregas, que si se vaciasen de tierra presentaría<n> gran parte de los edificios antiguos35, se conserva todavía un resto de aqüeducto y otra cañería que trahía el agua potable para Mérida, y se halla en uso actualmente. En el siglo pasado se recompuso, pero en una forma miserable, y que está pidiendo de justicia su restablecimiento.

En Mérida se vé íntegro el templo de Diana en la parte más elevada de la ciudad, y en él se halla edificada la Casa del Conde de los Corbos. No creo haya en el mundo monumento más íntegro de la antigüedad.

También se conserva el templo de Marte, que es más pequeño, y en forma humilde cerca del convento de las Comendadoras de Santiago llamadas de Santa Olalla Patrona de Mérida.

En la ciudad subsiste un arco triunfal íntegro aunque despojado de los trofeos militares de baxorelieve, manifestándose aún los parages por donde estaban unidos estos ornatos históricos, que destruiría la superstición y barbarie mahometana.

Otr<a> pirámide36 hay junto á una fuente en forma de ara, que se reunió de varios fragmentos en el siglo pasado con una inscripción al pie, que denota el año de esta colocación, la qual dexé de copiar por no dar molestia á los que me acompañaban.

El Conventual es el mejor edificio que haya en Extremadura con paredes tan macizas como las del Palacio nuevo; un patio inmenso con tres galerías de arcos.

La fachada que mira al Poniente no las tiene por ser la iglesia del Convento de la Orden de Santiago, que se ha trasladado á San Marcos de León. Es de una nave sola.

En este edificio vive el Provisor de la Provincia de León: allí celebra su audiencia, y tiene el archivo de su curia, que está muy bien ordenado, quedando al presente la mayor parte de aquella vivienda sin uso. En Madrid si se exceptúa el Palacio Real no hay casa de tanta magnificencia y buque37, ni que la sea comparable en la solidez.

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Del patio se sale á la huerta y obras exteriores, que están dominando el río Guadiana mirando al mediodía.

Son tantos los objetos y monumentos de antigüedad, que yó no tuve tiempo de observarles, y su magnificencia suspendió mi curiosidad.

Dos cosas se presentan en un modo incapaz de confundirlas: la una es un baño pensil, que por parte alguna rezuma el agua; otra és un doble orden de escaleras de piedra con sus mesas por donde se baxaba al rio Guadiana, y vienen á dár á su magnífico Puente38.

Ahora están cubiertas con un lienzo de muralla antigua, que se fabricó sin duda por los Maestres de la Orden y Caballería de Santiago para fortificar la ciudad. Esta muralla es inútil y rompe el aspecto público: pues mirada la ciudad de Mérida al remate del Puente presenta un anfiteatro sobre una colina elevada el más agradable que pueda imaginarse, por que la muralla que está baxa no impide desde allí la vista.

Lo contrario sucede á la entrada del Puente al pie de la ciudad, por que el lienzo de la muralla añadido esconde la escala Romana39, el Conventual y la ciudad misma, obligando á torcer el camino sobre la izquierda para entrár en ella40.

No me detendré en describir muchas particularidades de esta ciudad: sería necesario un volumen y mas tiempo para examinarlas con la debida reflexión: fuera de que yá lo hizo de propósito con mucho acierto su ilustre patricio D. Bernabé Moreno de Vargas, y yo me he ceñido á lo que consideré más adaptable á esta relación. [...]

Trozo quarto. Empieza esta parte del camino Real con el famoso Puente de Mérida que desde el pie de la ciudad franquea el paso del Guadiana, que por allí corre muy tendido y lleva una gran cantidad de agua desde el Otoño á la Primavera, por que el país es lluvioso y recibe Guadiana todas las aguas   —39→   que desde sus colinas corren hácia el mediodía... El Puente de Mérida tiene una gran largura y pasará<n> de 80 los arcos sobre que está construído41. Hay algunos arcos de obra moderna del tiempo de Felipe III, executada con bastante gusto é imitación de la Romana, á excepción de la almoadillada que no supo darle el arquitecto.

En los machones, ó pilares que sostienen los arcos cuidaron los Romanos de abrir unas ventanas para que quando la agua sobrepuje los arcos sean otros tantos desaguaderos.

El piso del Puente es llanísimo y sobre la derecha tiene una surtida o baxada al río por una gradería de piedra que se halla algo gastada así en las gradas ó escalones como en las acitaras ó antepechos.

Por ella se baxa á lo que llaman Guadiana Chico que en tiempo de los Romanos servía de paseo y no tenía agua alguna.

En los tiempos modernos se há formado por la casualidad de sacar una presa para la construcción del Molino que llaman de Pan-caliente, y también han hecho otro unas Monjas, más cercano al Puente. Sería muy conveniente demolerlos ambos y quitar las presas, volviendo al Guadiana á su cauce enteramente y alejándole de la ciudad en la forma que corría en tiempo de los Romanos é indemnizando á los dueños con algún equivalente que se proporcionase con el debido examen: sobre (lo) que convendría formar Expediente particular é instructivo, en que se guardase su d(e)r(ech)o á los particulares42, y se libertase á la ciudad de semejante padrastro, á que dio lugar la inadvertencia de las resultas sucesivas. Convendría también en agua baxa reconocer las plantas del Puente, por que hé oído á Don Marcos de Vierna   —40→   necesitarían algunos socalzos. Esta observación se debe tener con todos los Puentes Romanos que siempre flaquean por las plantas á causa de que ellos ignoraban el uso de los zampeados que impiden al agua trabajar sobre el cimiento de los machones: lo que no sucede así con las obras Romanas por que la agua se filtra por debaxo y á largo tiempo las socaba y dá ocasión á que se trastornen43. La firmeza de los Puentes Romanos consistía en el buen encaxe y gran tamaño de las piedras y en el empuge recíproco que hac<í>a la obra desde ambas extremidades y en esto era superior el arte á lo que saben hacer los modernos.

Antes de la salida del Puente de Mérida hácia Badajoz hay unas surtidas ó espolones como los del Puente de Segovia44 con unas baxadas muy suaves y sus antepechos para la gente ó coches que van de paseo: obra también antigua y de la mayor magnificencia.

Por el lado de la izquierda se vá a Alhange en cuya inmediación se halla el río Matachel con un Puente Romano arruinado por cuya falta suceden muchas desgracias, y es paso preciso para muchos pueblos de aquel partido sujetos á la Gobernación de Mérida y para ir á Sevilla. Sería muy importante reconocerle como un derrame y travesía importante que viene á salir á esta carrera de Madrid á Lisboa y tratar de su recomposición [...]

(En) la ribera de Caya termina Extremadura y entra la provincia de Alentejo[...] Desde el Puente de Mérida hasta Caya hay diez leguas45 de buen camino[ ...] veintiocho desde Caya á Aldea-Gallega[ ...] y las tres restantes á Lisboa se hacen por agua[ ...] De Madrid á Mérida se regulan cincuenta y cinco leguas[...] En la ribera de Caya hay un Puente de piedra antiguo que dibide á la frontera su madre verdadera [...]».



De estas observaciones de Campomanes sobre Mérida, como avancé, algunas resultan nuevas y de gran interés: Destaco aquellas que se refieren a una «escala Romana» que había a la entrada de la ciudad; a su afirmación de que las escaleras dobles del aljibe de la Alcazaba «conectaban con el Puente», aunque en su época ello ya no era visible; a la existencia, quizá, de otra «pirámide» como el así llamado y atípico monumento a Santa Eulalia; o, en fin, su certeza de que el Guadiana corría en época romana más lejos de la ciudad, siendo el brazo que hoy la lame más de cerca -el llamado «Guadiana Chico»- sólo un desvío artificial y moderno, destinado a surtir a dos molinos, mientras que en época romana este espacio estaría destinado a malecón de paseo; que es, por cierto, en lo que en los últimos años se ha visto reconvertido...   —41→   Son, como varias de las que acaban de aportar las espléndidas láminas de Manuel de Villena, más «novedades antiguas» que la arqueología emeritense podría encontrar interesantes para verificar46.

Con ello paso al segundo documento, que nos presentará al conde de Campomanes como joven y prometedor epigrafista, pero ya a punto de recibir su primer nombramiento político, que le retiraría de forma casi definitiva de la práctica de esta ciencia.




III. Campomanes epigrafista: la «Representación del Sr. Dn. Pedro Rodríguez Campomanes a la Academia sobre la formación de una colección de inscripciones»

El 9 de mayo de 1755, con treinta y dos años de edad, presentó el joven D. Pedro Rodríguez Campomanes ante la Real Academia de la Historia una reflexión sobre el valor histórico de la Epigrafía (o, al menos, de los epígrafes), junto a un proyecto para la recopilación de las inscripciones españolas.

Hay que tener en cuenta dos factores para valorar correctamente estas aportaciones: El primero, que faltaba más de un siglo para que Emil Hübner llegara a la Península Ibérica con ese mismo cometido, pero financiado y por encargo de la Academia Imperial Prusiana, con destino al célebre y aún imprescindible Corpus Inscriptionum Latinarum (CIL), el ambicioso proyecto propuesto en Berlín en 1847, dirigido con eficacia por el gran Theodor Mommsen. En un tiempo récord para la época, Emil Hübner, miembro de honor de la RAH, convertiría su trabajo en el volumen II del CIL, dedicado a las tres Hispaniae (Berlín, 1869).

El segundo dato a tener presente es que, en la exposición y aprobación de un proyecto similar, e incluso más ambicioso, el joven Campomanes había sido precedido, ante la misma Institución y menos de tres años antes -el 16 de julio y el 4 de agosto de 1752-, por el también académico D. Luis José de Velázquez y Velasco, marqués de Valdeflores47, creador de la definición   —42→   «Siglo de Oro»48, al que también en este gran proyecto hemos de considerar en justicia como el precursor49. En todo caso, por estos y otros intentos se puede percibir que la idea de recopilar toda la epigrafía española era muy recurrente entre los anticuarios novadores e ilustrados, deseosos de establecer principios documentalmente sólidos para la Historia de España.

Extrañamente, en la exposición de su Plan Campomanes no dedica a la iniciativa inmediatamente anterior, ni a su autor, la más leve referencia. Desde una perspectiva histórica objetiva, y tratando de encontrar después de tanto tiempo un motivo de peso para un silencio tan anómalo, ya que Valdeflores era también académico desde 1751, hemos de conectar la fecha de la «representación»50 de Campomanes, 9 de mayo de 1755, con el hecho de que, por una Real Orden de 8 de febrero anterior (es decir, sólo tres meses antes), caído del favor del rey Fernando VI el galófilo D. Zenón de Somodevilla, marqués de la Ensenada, a Valdeflores, su protegido y partidario, se le acababan de retirar los 36.000 reales de vellón anuales con los que debía llevar a cabo su Viaje de España51, del cual, en poco más de dos años exhaustivos, había conseguido   —43→   completar Extremadura y parte de Andalucía52, siendo la recogida del material epigráfico uno de los objetivos primordiales dentro de sus periplos.

El nuevo «hombre fuerte» de Fernando VI en la Secretaría de Estado y Despacho es el anglófilo Ricardo Wall, que en ese momento era precisamente el protector del joven Campomanes. Así podríamos explicarnos el mutismo total de éste sobre el caído, al cual en cierto modo quiere sustituir, y quizá de ahí la propuesta de la asunción de una parte de su vastísimo proyecto, que se supondría que habría de ser abandonado por el marqués. Otra consecuencia de este importante cambio en el turno político, como ya avanzamos, fue, en noviembre de aquel mismo año, el comienzo de la brillante carrera política del futuro conde con su nombramiento para la Asesoría de la Renta de Correos y Postas, tras la oportuna «renuncia» de J. de Hermosilla. Puede decirse que Campomanes, que hasta entonces era abogado pero también prometedor historiador y anticuario, aunque publicará en 1756 la primera parte de su proyectada Historia Náutica, empieza entonces a dejar de ser un estudioso de la Historia más antigua de España, para ser parte esencial de la más coetánea, convirtiéndose él mismo poco a poco, y ya por sus indiscutibles méritos, en uno de sus principales protagonistas; de hecho, entre 1783 y 1791 llegó a ser el segundo personaje de España en el protocolo, después del monarca.

Así, por culpa tanto del temprano derribo de Valdeflores como de la también temprana elevación de Campomanes, no quedaron eruditos nacionales que completaran en el siglo XVIII el ansiado pero muy laborioso corpus epigráfico de la España Antigua. Las muchas fichas ya hechas, 4.000 solo de Valdeflores (aunque no solo latinas), se fueron almacenando en los estantes de la Real Academia de la Historia, y fue al final el alemán Emil Hübner quien llegó, hacia 1860, para sacarles el buen provecho que todos conocemos. Tuvo ocasión entonces el sabio germano de expresar, en el prefacio de su obra, su asombro, tanto por la calidad del esfuerzo ya realizado, como por que nunca llegara a concluirse.

De esta pequeña -y a mi juicio infausta- intrahistoria epigráfica surge el que me parezca de interés conocer el concepto de Campomanes sobre el valor de la Epigrafía y la Historia Antigua, también porque con él en la mente es como debió de dirigir la propia Academia durante 27 años: 1767-1791 y 1798-1801. Recuperemos, pues es breve, el texto completo de aquella   —44→   «Representación» o Memorial. Conozco de ella la versión del archivo Campomanes (sign. 4-253), que es la que aquí reproduzco:

«Las inscripciones componen un ramo tan considerable de la Historia, que yo no tendría reparo en compararlas con las medallas. Es cierto que éstas mantienen la efigie de los Príncipes, Princesas y grandes hombres; sus vestiduras, insignia(s) y trofeos y la mitología con todo lo ritual del paganismo, y en una palabra cuanto es capaz de representarse por el diseño y trasladarse a los venideros. Sus letreros son tan sucintos que sólo apuntan los sucesos y algunos de ellos, como son los exergos, aún no han llegado a entenderse.

Por el contrario la inscripción ya sea en el tamaño de la letra ya en la extensión de un hecho entero, le explica con tal claridad que deja satisfecha nuestra curiosidad. Tienen sus abreviaturas de letras solitarias, o sílabas interrumpidas, pero en otras están a la larga las palabras, de manera que las unas se entienden por las otras. Es tan obvia esta ventaja, que no necesita nuestras amplificaciones.

De ahí ha dimanado que varios hombres amantes de la antigüedad formasen colecciones enteras de las inscripciones principalmente romanas. Su trabajo ha sido el más noble y fatigoso para reducir a un cuerpo de obra materiales dispersos en la superficie del Orbe Romano.

No obstante, encuentro en ellos dos defectos generales que tienen trascendencia a todas estas colecciones. Uno es omitir muy de ordinario el sitio determinado en que se halló la inscripción, la forma en que se conserva, el orden de sus caracteres, la puntualidad de copiarla renglón por renglón, y prevenir todas aquellas menudencias de tamaño y adorno que afiancen la antigüedad y certeza de estos monumentos, y den luz por la topografía de su hallazgo para dar alguna combinación importante.

El otro consiste en que estos colectores no ordenaron las inscripciones ni por clases, ni por series de provincias, ni por cronología u otro sistema concertado, y que facilitase su uso, contentándose con amontonarlas en sus obras sin orden ni método54.

Quédeles en hora buena la gloria de haber puesto los cimientos a este importante estudio y el reconocimiento a su afán de buscar en los libros, en   —45→   los estudios de los doctos, y en los edificios y ruinas antiguas estos fieles depósitos de los hechos antiguos, pero, imitándoles en el deseo de facilitar los progresos de los conocimientos humanos, demos un paso más adelante en el método y en la extensión deformar una colección universal de inscripciones pertenecientes a España y sus Dominios.

Yo no considero que, sin hacer agravio a la extensión erudita de V. S., sea preciso hacer un elogio de semejante estudio, cuando en las dudas de la geografía, de la historia y aun de la cronología, todos los días recurrimos a estos monumentos, de que hacemos el mayor caso, probada la verdad de ellos, para determinarlas a nuestra satisfacción.

Ni por consecuencia de esta importancia cabe duda en la necesidad de emprender esta colección, para que de esa manera tenga la Academia a mano todas las inscripciones pertenecientes a su instituto en un Cuerpo de obra y puedan los individuos consultarlas en ella para cuanto se les ofrezca55.

Lo primero que se debe saber en este género es las fuentes de donde se han de sacar estos monumentos que, a mi ver, están reducidas a dos. La una es los mismos pueblos y lugares en que están fijadas, reconociéndolas y copiándolas en ellos con toda la puntualidad de letra, tamaño, distinción de renglones, estado de conservación, calibre de la piedra o metal en que esté grabada y si está esculpida o de relieve, dimensión y figura de la piedra o metal, y especie de ella, sin más prólogos ni rodeos.

Para esto sería necesario a los Académicos dispersos en las Provincias hacer encargo de que cada uno en la suya recogiese las que pudiese bajo este método, remitiéndolas por Secretaría56.

Siendo inédita la inscripción, podía tener cierto premio honorario a imitación de las Cédulas de voces de la Academia Española.

La otra consiste en los colectores de inscripciones como Grutero, Rodrigo Caro, Morales, Muratori y otros muchos que hicieron particular estudio en juntar las inscripciones. Las historias de ciudades de España tienen muchas que, extractado el hallazgo de ellas y copiada la inscripción, harían un fondo muy considerable para la misma colección.

Estos extractos también se deberían encargar a los académicos de cada provincia, pues al tiempo de hacerles adquirirían noticias para cotejar estas copias de las inscripciones impresas con las mismas piedras originales57.

  —46→  

El Sr. Dn. Pedro Villa-Cevallos n(uest)ro académico honorario en Córdoba tiene un lapidario antiguo y mucho uso en la lectura de estas inscripciones: sería muy provechoso que nos remitiese una relación y copia de las inscripciones, al tiempo que se le encargasen las del reino de Córdoba.

Mientras estas providencias daban de sí fruto, siempre sería indispensable se encargase a algún individuo de la Academia esta colección en forma de turno y trabajo ordinario, para que, leyéndose de tiempo en tiempo en la Academia, echase en ella raíces sólidas el estudio de las inscripciones, y su perfecto manejo, lectura, genio y uso.

Para que este trabajo desde luego empezase a ser ordenado, y conforme a la mente de la Academia, claro es que ésta debería fijar el método, por no duplicar tareas.

Lo primero que debería hacer a mi entender el encargado, sería formar una Biblioteca o Catálogo por orden de tiempo, de los autores propios y extraños que emprendieron colección universal o particular de inscripciones.

Lo segundo, quiénes fueron los que prescribieron reglas para ponerlas en uso, consultando el thesauro de las antigüedades griegas, y el de las romanas, y sobre todos a n(uest)ro Morales en su gran discurso de las antigüedades.

Averiguados estos dos particulares, llevaría adelantado que en cualquiera sabría los autores adonde (sic) podría recurrir para ilustrarse en la erudición y extensión de la materia, con esta prevención: dividir en las clases convenientes las inscripciones, sin exponerse a la crítica que resalta contra los anteriores colectores, pues aunque para el autor sea más dificultoso juntar los materiales que el ordenarlos, por el contrario el lector más quiere el orden, la ilustración y el juicio, que el número de las cosas.

Para que en esta materia no se reduzca esta diligencia a las inscripciones romanas como han hecho los más, teniendo por despreciables las que no fuesen romanas, o griegas, debe prevenirse, que el título de universal que se da a esta colección apela a la extensión de toda especie de inscripciones pertenecientes a España y sus Dominios, sin excepción de materia, de lengua ni de tiempo.

El orden general, que para la colección de medallas de España di por escrito al Señor Pastor, puede servir para ordenar las inscripciones en cuanto a lenguas, aunque en los ramos subalternos hay diferencias muy notables.

I. Las medallas desconocidas son las primeras58, y eso mismo sucede con las inscripciones que se hallan de iguales caracteres, y descubiertas en número   —47→   considerable, podíamos esperar de ellas más luces para averiguar nuestros orígenes por la mayor extensión de las inscripciones, según la diferencia que hemos propuesto de medallas e inscripciones. Acaso por este medio se resolverá el problema de los caracteres desconocidos de nuestros mayores, pudiendo las combinaciones tener más dilatación sobre las inscripciones, que sobre el corto recinto de las medallas.

Fenicias son rarísimas, pero yo no dudo que en España haya muchas59 habiendo aquella nación tenido un tráfico muy considerable en España con motivo de sus minas y muchas colonias; y no es posible dejasen de poner monumentos de su estad a (sic) acá, así como les dejaron en las medallas. La escasa luz que la historia nos da de estos pueblos, sólo desenterrando estos monumentos en España, y en el África, puede ilustrarse con alguna determinación. Lo exótico de sus caracteres y de las desconocidas ha desviado a los más de recogerlas, no creyendo muchos que fuesen letras, o despreciándolas por extraordinarias; privándonos por este abandono de unos auxilios que son el último recurso que nos había quedado para este ramo de historia.

Las griegas son coetáneas de las fenicias, pues zacintios, focenses y celtas en varias transmigraciones dejaron en España, e islas adyacentes, un número considerable de colonias, pudiendo decirse que con mayor razón nos debemos atribuir las costumbres de los celtas, que no los franceses, cuyos escritores parece quieren arrojar a los galos toda la antigüedad, erudición y filosofia de los celtas; pues, aunque sea cierto que esta nación tuvo colonias en Francia, fue sólo en la Galia meridional confinante a la Celtiberia de España, que por ser más poblada de estas gentes retuvo su nombre. En Estrabón se ve tan claro el origen de celtas en España, que no necesita nuestras amplificaciones.

Por las inscripciones (hasta aquí descubiertas) griegas poco sabemos, y no es a mi entender porque no las haya, sino por la incuria de no haber cundido aún el gusto de estas antiguallas a nuestros mayores, aterrados muchos de la sátira con que Saavedra en su República literaria ridiculiza a los desenterradores de antigüedades, por no decir que el poco conocimiento de la lengua griega sea la causa.

Las romanas son muy conocidas y el tratado de antigüedades del docto y diligente Ambrosio de Morales las da a conocer y distingue sus varias clases, y usos a que nos remitimos.

De los godos y suevos, también latinas, bien podría formarse otra serie muy dilatada, en la mayor parte perteneciente a nuestra religión. Sobre las de los suevos era preciso que en Galicia, Asturias y Portugal, hubiese personas   —48→   encargadas de recogerlas, y por descontado se pueden consultar los autores nacionales de aquellas provincias. Quizá por virtud de ellas podríamos suplir aquel gran espacio de silencio que se observa en la historia de los suevos, que por ninguna otra vía que de las medallas60 e inscripciones queda esperanza de remediar.

Ya conocerá cualquiera por sola esta consideración la importancia de esta colección. Dejo aparte la escasez que padece aún en lo conocido la historia de los suevos por la poca cultura y poder suyo, si alguno no quiere achacarla a la conquista de los godos, que aspirarían a borrar las memorias de aquella monarquía, y a la conquista segunda hecha por los árabes, cuyo furor y superstición no perdonaba lo más sagrado donde estaban las inscripciones, epitafios y memorias; pero en las aldeas, montes y lugares apartados del trato se reservó mucho de sus manos sacrílegas.

Los árabes dejaron en letra cúfica un número inmenso de inscripciones61. Ya tiene la Academia noticia de muchas que se han interpretado y leído en ella, y formarán una serie que dé muchas luces a la historia.

De los Reyes de Oviedo hay epitafios, e inscripciones en sepulcros, palacios, iglesias y otros edificios suyos en memoria de su piedad. Lo mismo sucede de los de León, de los Condes y Reyes sucesivos de Castilla, de Navarra, de los Condes de Barcelona, Reyes de Aragón y Portugal; por manera que una serie de epitafios e inscripciones de cada una de estas dinastías reales formaría un utilísimo y venerable depósito de nuestra historia62, encargando a los académicos de estas provincias respectivamente la colección particular.

De todas éstas fácil sería reunir la universalidad de España a que se dirige este proyecto, y que no se debe dejar de la mano, porque a mi ver es el que   —49→   con más gusto y puntualidad pueden adelantar los Académicos de las Provincias, sin temor de que se obscurezca su nombre y diligencia.

Madrid y mayo 9 de 1755.

Dn. Pedro Rodríguez Campomanes

[Nota añadida.] Leí en la Academia esta Representación y se encargó al Sr. Dn. Tomás Andrés de Gús<eme>63, Académico Honorario, la formación de la Biblioteca de Autores que hicieron colección general, particular, o uso de las inscripciones, y se le mandó pasar esta representación para que con su vista expusiese lo que se le ofreciese.»



Aquí termina el memorial. El académico Gúseme llegó a redactar en el mismo año el proyecto encargado, pero la conservación de éste entre los papeles personales de Campomanes64 sugiere, o que es, como el anterior, la copia para Campomanes, o que es el original y no llegó a pasar el trámite de aprobación por la Junta y puesta en práctica.

Lo que la Academia acordó en firme, pues, fue sólo la parte inicial y más fácil del ingente trabajo, ya que en su Biblioteca disponía ya de muchos de los impresos y manuscritos mencionados, esto es, la Bibliotheca de Autores (Morales, Caro, Muratori y otros), y al menos de las fichas de Valdeflores relativas a Extremadura y Andalucía65. A pesar de que el Plan prometía autoría conocida y hasta algún premio a todos cuantos participaran en él, y especialmente   —50→   a pesar de que, sólo doce años después, el prometedor Campomanes llegaría a dirigir durante tantos años la institución -con lo que le hubiera sido mucho más fácil llevar a cabo su propio proyecto-, nunca llegó la Real Academia de la Historia a realizar el famoso corpus epigráfico que nos hubiera puesto a la cabeza de Europa en tal tipo de recopilaciones, y más con el marco cronológico y geográfico completo que se proponía.

Quiero imaginar que los académicos más veteranos, mientras escuchaban con toda atención y cortesía la «representación» del treintañero e impetuoso Campomanes, irían mentalmente «representándose» a sí mismos en el ímprobo trabajo de localizar y movilizar a cientos de informantes distintos, en el de ubicar, guardar, examinar y almacenar tantos yesos y calcos, o en el de copiar y homogeneizar tantas decenas de miles de fichas escritas por variopintas manos y saberes, con todas sus variantes... Los académicos debían de dar por casi real la amenaza de que tan vasta tarea acabaría obligándoles a todos a abandonar sus propios intereses, campos y épocas de trabajo.

Por lo que muy diplomáticamente se limitaron, al terminar el discurso y la sesión, a aprobar su literario comienzo, bastante menos comprometido que su ejecución. Como tantas veces ocurre en España, posiblemente un proyecto más modesto hubiera llegado a mejor término.




IV. Algunas conclusiones sobre las oportunidades perdidas

A través de ambos escritos queda demostrado que P. Rodríguez de Campomanes tenía una notable formación clásica, y unos destacables conocimientos e interés por las ciencias de la Antigüedad que, como se dijo, su fértil carrera política le impidió continuar, ni como arqueólogo ni como epigrafista. Pero hay también otras conclusiones que afectan al histórico de ambas ciencias.

En lo que respecta a la Arqueología hispanorromana, hace poco he supuesto que el conocimiento directo de Campomanes de los importantes monumentos romanos de Mérida, y sus observaciones acerca de la ciudad, de 1778, muy posiblemente influyeron en el juicio de Carlos IV al ordenar y patrocinar en 1791 la misión arqueológica de Manuel de Villena, que se extendió, hasta donde sabemos, al menos durante cuatro años y produjo excavaciones en su teatro, en la zona de la calle Holguín del ya entonces llamado, con mucho acierto, «foro del convento jurídico», y bajo el arco de Trajano, además de una serie de estupendas mediciones y láminas en colores de los más   —51→   complejos monumentos, que, tras su debida publicación y estudio, se pueden contar ya entre las mejores arqueológicas de todo el siglo XVIII66.

Sin embargo, por diversas razones (entre las cuales no debió ser de poco peso el dictamen negativo que la recién creada Sala de Antigüedades de la Academia emitió en 1794 acerca de las láminas67), se perdió la oportunidad de haber producido con ellas un libro de gran calidad, añadiendo a las observaciones arqueológicas y epigráficas de Valdeflores, que llevaban cuarenta años inéditas, las espléndidas ilustraciones de Villena. Tal gran obra, que hubiera ocupado un lugar de honor entre las muchas de tipo arqueológico que se patrocinaron durante el reinado de Carlos IV68, hubiera sin duda elevado a la ciudad de Mérida a la fama nacional e internacional. A su vez ello la habría protegido del abandono y del expolio continuado, o hubiera aconsejado la mejor de las medidas: orientar el futuro crecimiento urbanístico de la ciudad nueva (por entonces pequeña y con muchas casas de humilde adobe) fuera de la romana. Como nada de ello ocurrió, la prestigios a colonia augustea hubo de esperar para recibir la atención que merecía hasta los comienzos del siglo   —52→   XX, con las excavaciones de José Ramón Mélida Alinari y Maximiliano Macías, mientras que la moderna ciudad, cada vez más congestionada, continúa tapando y en cierto modo oprimiendo (pero quizá también salvaguardando para el futuro) a su ilustre predecesora.

Por lo que toca a la Epigrafía, es doloroso derivar la conclusión de que asimismo España tuvo, y desperdició, a mediados del siglo XVIII, dos oportunidades seguidas de recopilar por sí misma su riquísima Epigrafía romana. Con ello no sólo nos habríamos adelantado a casi todos los países europeos en el estudio de las fuentes directas de nuestra propia Historia Antigua; no sólo habríamos dado un paso de gigante en el conocimiento y avance de nuestro pasado histórico más remoto; y no sólo lo habríamos llevado a cabo por nosotros mismos, en vez de bajo la iniciativa, el enfoque y la dirección de expertos extranjeros. Sino que, además, se habría salvado un número mucho mayor de inscripciones o al menos la información de su existencia y contenido, al haber sido muy precozmente halladas, copiadas, dibujadas, y puestas a recaudo, por la Academia o por las autoridades comisionadas.

Termino con un expresivo argumento que certifica esta poco edificante realidad: Hace poco me pareció provechoso recuperar otro interesante documento del reinado de Carlos IV, poniendo a la vez de relieve la figura y aportaciones de su autor a la Arqueología de la Ilustración. Éste es el deán de Játiva, destacado clérigo liberal, estudioso en Italia y traductor en España de Vitruvio y de Palladio, que tanta influencia tuvo en la arquitectura neoclásica española durante el reinado de Carlos III: Fray José Ortiz y Sanz (1739-1822). Fue bien conocido del conde de Campomanes, por su calidad de funcionario y comisionado regio, aunque, a pesar de sus numerosas publicaciones, no ingresó en la Real Academia de la Historia hasta el año 1801, esto es, durante la segunda y breve etapa de Campomanes como Director de ella. La obrita a la que me refiero es su Plan, publicado por la Real Imprenta en 1797, para recorrer y documentar gráficamente todos los monumentos arqueológicos de España bajo la financiación de ambos sucesivos monarcas, en un muy ambicioso «Viage» (como el de Valdeflores, demasiado para las fuerzas de un solo hombre) que quedó asimismo desgraciadamente inconcluso69. Ya en 1788 precisamente Campomanes había escrito para Carlos III un informe académico, favorable a la realización de tal Viaje arquitectónico-anticuario.

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Pues bien, una de las interesantes conclusiones de la revisión del proyecto viajero de Ortiz y Sanz, aparte de sugestivas noticias sobre la formación, condiciones personales, trabajos, intereses y lecturas de un arqueólogo de su época, es que ofrece un listado de nada menos que (sin contar los «muy numerosos» de Córdoba) 229 yacimientos arqueológicos, la inmensa mayoría romanos, con algunos griegos y medievales, relacionados conforme a las antiguas regiones. El número es asombrosamente alto, pero más asombro y pesadumbre causa el comprobar que aproximadamente dos tercios de ellos, que mostraban en su día vestigios lo bastante notables como para merecer visita y levantamientos gráficos, han desaparecido de nuestro conocimiento y bibliografía contemporáneos. Ello basta para formarse una excelente idea de las pérdidas monumentales (y valga el vocablo en ambos sentidos) sufridas por la Arqueología de nuestro país en estos dos últimos siglos.





 
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